11. Civilidad La democracia, entre otras muchas cosas, requiere de una razón pública que utilizarán los ciudadanos para explicar las conductas relacionadas con el bien común y para tomar decisiones encaminadas a dirigirse lejos de la injusticia. Es en esa razón donde cobran legitimidad los actos y las decisiones políticas. Este discurso o razón pública requiere de ciudadanos con varias características, entre las que se encuentra la civilidad. Sin ella, la deliberación o conversación democrática es imposible. La civilidad no sólo es tener buenas maneras con las personas sino, sobre todo, interesarse por el bien común. Es decir, si los ciudadanos se desprecian a la vez que muestran desinterés por lo público, la deliberación democrática pierde sentido: si yo no creo que te pueda convencer con mis argumentos y tú tampoco lo crees posible, entonces para qué debatimos. Es por eso que debemos dejar atrás la obstinación y mantener nuestras ideas con cierto escepticismo, o como diría Montaigne, desvincu-
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larnos de nuestras opiniones e intentar entender al otro. John Rawls sabe de la importancia de la civilidad y por eso sostiene que al postular las características ideales de los ciudadanos debemos tener en mente, entre otros, el deber moral de la civilidad. Gracias a este deber de civilidad los ciudadanos se podrán explicar unos a otros en qué valores políticos se fundamentan los principios y las conductas que defienden. Y lo harán de manera que resulte razonable esperar que los demás acepten dicha justificación por ser consistente con los intereses comunes (la libertad e igualdad de cada uno). Lo anterior, además, le da legitimidad al poder político. El deber de civilidad también obliga moralmente a los ciudadanos a escuchar a los demás y a ser imparciales al momento de decidir si las propuestas del resto son o no razonables. En el mismo sentido habla Aristóteles cuando dice, en la Ética Nicomáquea, que una ciudad está en concordia cuando los ciudadanos piensan que les conviene lo mismo, eligen las mismas cosas y realizan lo que es de interés común. La civilidad tiene dos niveles: el primero es ser un buen interlocutor; el segundo y más importante es tener interés por el bien público. Además, debido a que vivimos en la discordia, en la tierra del egoísmo y de los cínicos (en la peor de sus acepciones), la civilidad resulta más apremiante, pues es un instrumento de defensa de la civilización (entendida como proceso, no como sustantivo).
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Es verdad que una sociedad de cínicos es imposible. Bien visto, los cínicos son parásitos que dependen de la sociedad que desprecian. Sin sociedad no hay reglas que romper. Un cínico lúcido pensará así: “yo puedo violar las normas pero tú no, porque entonces yo tampoco puedo violar las normas”. Por supuesto, esta forma de pensar es inconfesable. Es una evidencia triste que mientras más individualistas somos, menos nos importa el bien público y, por ello, tampoco la democracia como espacio de deliberación y toma de decisiones. El historiador Tony Judt sostiene algo similar en su libro Algo va mal cuando dice que si hacemos a un lado la legitimidad de las reivindicaciones individuales y la importancia de los derechos de las personas veremos que al darles prioridad pagaremos un alto precio al debilitar el sentido de un propósito común. Antes, cada uno recibía su vocabulario normativo de la sociedad y por ello, lo que era bueno para todos, valía también para cada uno. De lo anterior no me interesa tanto la idea del pasado glorioso y la presente decadencia, incluso pongo en duda esa forma de pensar. Lo interesante es la idea de que, al ponerle tanto énfasis al derecho de los individuos es claro que se diluye la importancia de lo que es bueno para todos. Precisamente por ello hay que hacer énfasis en la civilidad e intentar dejar atrás la ironía que el escritor Guillermo Fadanelli señala en su ensayo Insolencia. Literatura y mundo: en las sociedades democráticas, si bien la mesa para la conversación está puesta, buena parte de los
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invitados opta por no asistir. Y, ¿por qué están ausentes? Porque su desarrollo moral es todavía precario, contesta Fadanelli. Les falta, entre otras cosas, civilidad. En el sentido de preocuparnos por lo público, el segundo nivel de la civilidad nos queda muy lejos. Pero no podemos esperar que sea distinto si ni siquiera avanzamos en el más básico de sus niveles: somos obstinados, defendemos nuestra verdad a rajatabla y peor, creemos que esa supuesta verdad nos excusa para ser intolerantes e incluso groseros y prejuiciosos. Además, nos ciegan las verdades ínfimas cuando las defendemos con estulticia. Parecemos una sociedad de ciegos caminando directo al abismo, como en “la parábola de los ciegos”, el famoso cuadro de Pieter Brueghel, el Viejo. Recordemos la situación retratada ahí, que es dramática: mientras el último ciego de la fila aún va tranquilo, sin darse cuenta de lo que sucede, al frente de todos ellos el ciego que los guía se encuentra caído de espaldas y cubierto de agua. El que le sigue está a punto de caer mientras grita e intenta sostenerse del bastón que lleva el hombre que está detrás suyo, también ciego. El líder, en el agua, está derrotado y tira la cabeza hacia atrás, rendido, mientras su instrumento de cuerdas, quizá un laúd, se pierde bajo su capa. Seguramente ocupaba la música para embelesar a sus seguidores, como buen demagogo. Con lo anterior no pretendo únicamente denunciar a los falsos líderes, lo que me interesa más de la ceguera de estos vagabundos es su falta de sinceridad, el poco interés por el bien público, su dejadez, la insensatez. Por ejemplo,
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el ciego que lleva el sombrero en la mano, el tercero en la fila, parece, más que inocente, lleno de displicencia. Aún peor sucede en nuestras sociedades. Muchos, capacitados para ver, se dejan arrastrar como invidentes, cegados por el individualismo que los vuelve profundamente pusilánimes con respecto a lo público. Son cortos de miras: una sociedad fuerte que protege los derechos de los individuos es el mejor camino para ser individualista. Los individualistas tienen que entender los límites de su egoísmo si no quieren terminar como los ciegos de la parábola.
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