El silencio de tus latidos
El milagro de la vida después de la muerte
Nelson Calustro
El silencio de tus latidos El milagro de la vida después de la muerte Nelson Calustro
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© Nelson Calustro, 2020
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
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Primera edición: 2020
ISBN: 9788418385216 ISBN eBook: 9788418386022
ESTE LIBRO ESTÁ DEDICADO A TODAS LAS MADRES, NIÑOS Y DONANTES VOLUNTARIOS DEL MUNDO
1
Toledo, 3 de enero de 1999 (Cochabamba, Bolivia)
El estrujante alarido de mi madre estremeció las paredes de la casa y los tejidos de mi corazón. —¿Por qué no escucho el llanto del bebé? —me pregunté—. Tal vez nació muy pequeño y no tiene fuerzas para llorar; quizá se haya dormido y no lo quieren despertar. Cómo lo puedo saber si no me dejaron permanecer al lado de ella simplemente porque soy un niño. Me quedé sentado en el umbral del salón contiguo a la habitación de mi madre; postrado en el suelo humedecido por tantas lágrimas candentes, con su corazón latiendo en mi piel y tratando de calmar su dolor con mi llanto. «No sé por qué estoy llorando tanto, debería estar feliz. ¡Claro que lo estoy! Ya llegó mi pequeño hermanito, finalmente, el cielo escuchó mis plegarias. Pero no entiendo por qué no ha saludado a la vida con su llanto». Un terrible presagio aterrorizó mi alma. —Lo siento mucho, padre, ya no se puede hacer nada —escuché decir a la partera. —Dios mío, no puede ser. ¡Siga intentando, por favor! —demandó el padre Julián. —Eso es lo que estoy haciendo, padre, pero es inútil. —Mi hijo, quiero ver a mi hijo —suplicó apenas mi madre. —Lo siento mucho, hija. Toma, quiero que lo veas tú misma.
—¡No, mi hijo! ¡Mi hijo está muerto! El corazón de mi madre se destrozó como un vaso de cristal. Yo no sabía qué hacer, el instinto me arrastró a su lado. Abrazaba al bebé con desesperación y salté a sus brazos con el propósito de morirme con ella y con mi hermanito. Inconscientemente se esforzó para entregarme al bebé y se estrujó el pecho con los dedos exhalando un aire de dolor y angustia. —¡Dios mio! —exclamó el sacerdote—. ¡Hazte a un lado, Jesús, tu madre está sufriendo un infarto! Me bajé de la cama sin soltar al bebé, y me até con las venas a su pequeño corazón, sin poder evitar los ojos de mi madre. No podía dejar de llorar, como si eso fuera la solución a mi desgracia. El padre también trataba de reanimar a mi madre con sus lágrimas. —¡Despierta, Elena! —suplicaba al cielo y a mi madre—. No nos dejes, por favor, tu hijo te necesita. El silencio volvió a la habitación. Un triste y callado vacío imploró unas palabras de redención en nuestros corazones. Yo me senté en una esquina de la pared: en el mismo cadalso donde nacen los abrojos y se construyen mis sollozos; en el mismo patíbulo donde se plasma el dolor en puñales para estigmatizar mi espíritu. —Ella todavía está con nosotros —dijo el párroco al sentir los latidos de mi madre—. Ahora mismo la tengo que llevar al hospital. Te ruego que me esperes afuera, niño —añadió con ojos llorosos. Deposité en sus brazos el cuerpo de mi hermano. El padre acomodó los restos del desaparecido ángel sobre las cobijas de la cama; luego se arrodilló lentamente sosteniendo en su mano izquierda la santa cruz que llevaba en el pecho, y con la derecha despidió al último vestigio de una existencia efímera para atesorar con el réquiem de sus oraciones las manos de Dios. No pude dejar de llorar y me escapé al rincón más solitario del universo, al lugar donde sufro todas las noches sobre mi almohada, donde gobierna el silencio y me abraza la soledad, donde gritan los recuerdos. Mis temblorosas manos se aferraron a la almohada al no encontrar contención en el cielo; se ataron sus
hilos para cortarse las venas y mis dientes mordieron su lana para enmudecer mis gritos y mitigar el dolor. El alma se fundió en mis ojos hasta convertirse en lágrimas. Tenía tantas ganas de morir, pero la muerte no quería tocar mi piel y tampoco le apetecía oler mi sufrimiento. Unos dedos me obligaron a soltar la almohada, como al pesado abrojal de mis manos, para llevarme a un lugar del cielo donde se forja el bálsamo de la vida para curar las heridas. —Ya no llores, hijo —me consoló el padre con mucha tristeza—. Estoy seguro de que tus lágrimas se juntaron en las manos de Dios para que vuelvas a construir tus sueños. Es preciso que estés bien para que cuides a tu madre. Te necesita, solamente te tiene a ti. Lo siento mucho, hijo, que Dios te ampare. Estos momentos de sufrimiento se plasmarán en la sabiduría del mañana, mi pequeño valiente. Tiene razón, respondí con el alma, pero no entiendo. ¿Por qué los seres que tanto amamos se alejan de nosotros llevándose consigo una parte de nuestro corazón que necesitamos para continuar viviendo? ¿Quieren que vayamos con ellos? No lo sé, pero lo más seguro es que sí. —Jesusito, hijo, ¿me escuchas? —me seguía susurrando al oído—. ¿Ya estás mejor? Asentí con la cabeza, sollozando sin pausa. El fuego del dolor había quemado mi garganta y un silencio fatídico llamaba a pregonar los recuerdos vividos para seguir llorando. —¿Te sientes mejor? No respondí y él se sentó para mirarme a los ojos. No tenía nada para decir, tal vez no quería. Sospecho que las heridas cercenaron la vida en mi cuerpo. Me condenaron a vivir callado en una soledad que te abraza para llorar contigo, y a las nostalgias que te susurran al oído en los segundos más tristes de la vida. Me preguntó qué había sucedido. Yo apenas llegué a murmurar algunas palabras, y un par de espinas plateadas germinaron nuevamente en mis ojos y se convirtieron en puñales cuando se precipitaron en mi pecho. Sus dedos se apresuraron para limpiarme el rostro.
—Nada, padre, solamente se cayó. Aún no entiendo por qué no dije toda la verdad, quizá llegue a comprenderlo mañana cuando mire los ojos de mi madre. —Está bien, hijo, hablaremos otro día. Tu madre necesita ir al hospital, es muy urgente. Yo me haré cargo de eso. Tú debes quedarte para informar a tus parientes. —Déjame ir con ella, por favor, te lo ruego. —Pero hijo… —Se puso a pensar—. Está bien, le pediré ese favor a la partera. Ve a buscar dos hombres para que nos ayuden a llevarla hasta mi carro. De prisa, por favor. Le pedí auxilio a mi vecino, que se apresuró en llegar a mi casa. Viajé en el asiento trasero cuidando a mi ángel, mis latidos acariciaban su mano izquierda, mis ojos tenían ganas de llorar cuando miraba su amarillento rostro. Tuve que contenerme a toda costa para transmitir mi energía de amor a su maltrecho corazón. Llegamos a la ciudad después de una hora, más exactamente, al hospital Santa Clara. Enseguida aparecieron dos enfermeros con una camilla para llevarse a mi madre; el padre Julián los siguió sin soltarme de la mano. Llegamos a una sala donde el doctor nos preguntó las causas de su malestar. El servidor de Dios explicó lo sucedido, luego terminó diciendo que le había dado un infarto. No nos dejaron entrar con ellos y nos quedamos esperando por un buen rato. Sentado en la silla al lado del sacerdote, me aferré con tesón a su brazo. Aquel lugar tan extraño a mis ojos me causaba temor y angustia, al igual que el olor a medicina, que presagiaba dolor y muerte en mi rostro. Después de una estrujante espera, el médico salió para hablar con el padre, quiso saber si era un familiar de la paciente, y este le contestó que solamente nos cuidaba. —Usted tiene un irable corazón, padre. Nunca se cansa de ayudar. —Dígame el estado de la paciente, por favor. —Hicimos todo lo necesario para regresarla a este mundo. Aparentemente, no se han encontrado anomalías en su cuerpo, sin embargo, tenemos ciertas sospechas.
Sería prudente hacer algunos análisis pertinentes y que se quede en observación por unas horas. ¿Estamos de acuerdo? —Por supuesto, doctor Medina. Pero le rogaría que me entregue los análisis en el menor tiempo posible. Si se puede, por supuesto. El médico miró el reloj de pared, que parecía andar más lento que nunca, y con un gesto de preocupación respondió. —Seré muy sincero. Usted es muy querido en este hospital, pero el personal de laboratorio se retira a las seis, quedan solamente cuatro horas. Tomando en cuenta que hoy es domingo, haremos todo lo posible. —Te agradezco mucho, hijo, cuídela, por favor, es alguien muy especial. —Vaya tranquilo, padre, es mi deber. Y nos fuimos a la iglesia de Santa Clara, a la que una vez llegué pidiendo socorro con mi madre; aunque esta circunstancia no estaba muy lejos de la realidad de esa ocasión, cuando la desesperación me estaba consumiendo el alma. Desde ese momento, los ojos de este emisario nunca habían dejado de velar por nosotros. Al llegar a la iglesia, me encontré con la madre superiora, cuyo nombre es María y quien tiene un espíritu de ángel. Ella me recibió con toda la alegría que siempre brilla en su semblante, pero yo no pude encontrar ni una sonrisa en mi corazón. Me di cuenta de que el dolor había cercenado toda forma de vida en mi cuerpo. De regreso en el hospital, el padre volvió a cuestionarme sobre qué había pasado realmente con mi madre y me limité a decir de nuevo: «se cayó». Mentí otra vez, él se daba cuenta de eso y movía la cabeza en señal de resignación. Los lamentos de mi abuela se ahogaban en la mano de mi madre. Mi madrina contemplaba su rostro con ojos llorosos y tío José, acodado en sus rodillas, se agarraba la cabeza con las dos manos, mirando el suelo. No pude soportar la tristeza de mi eterna compañera y me acerqué de prisa para abrazarme a ella y llorar. Después de un rato, las manos de mi madrina me separaron de su seno para darme contención en sus brazos. Un instante más tarde, el padre llegó con el doctor Medina. Portaba varios papeles en la mano e indicó que traía los resultados de la paciente.
—Tengo algo sumamente importante para comunicarles; por favor, necesito que se tranquilicen y me escuchen con atención. Ella es muy joven y fuerte. No se han detectado irregularidades, excepto una… —Se calló, el silencio dibujó un gesto de preocupación en las caras. Sus ojos se llenaron de tristeza cuando miró a la paciente y luego decidió continuar—. Es prudente que salgamos, por favor —sugirió con una voz casi imperceptible. Inmediatamente se fueron todos. Me obligaron a quedarme acompañando a mi madre, pero pegué el oído a la rendija de la puerta, que estaba entrecerrada. Podía escuchar claramente las palabras del doctor. —¿Sabían ustedes que sufren de una enfermedad congénita del corazón? —Sí, doctor —contestó mi tío José—. Mi padre falleció por lo mismo. —Si ustedes sabían, ¿por qué descuidaron a su hermana? —El doctor Medina estaba un poco enojado—. La fatalidad de su negligencia no tiene reparo. Lamento mucho decirles que el corazón de la paciente padece un deterioro progresivo. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mi abuela se puso a llorar sin decir nada; y, seguramente, los nervios consumían a mi tío, pues no le dejaron articular bien las palabras cuando empezó a preguntar con labios trémulos. —¿Hay posibilidades de un tratamiento? —Desconocemos la clase de enfermedad que tiene. Con el cuidado adecuado, calculamos que vivirá de seis a siete meses a partir de ahora. Los médicos nos esforzamos para salvar vidas, pero no podemos hacer milagros. Un dolor atroz se alojó en mis venas y no pude evitar que un llanto estremecedor se desbordara por mis ojos. Hubo un silencio aterrador; solamente los gemidos de mi abuela se ahogaban en su pañuelo. Hasta que el doctor prosiguió: —Y hablando de eso… solo un milagro la puede salvar, y ese milagro consiste en un trasplante de órgano. Pero, lamentablemente, en Bolivia estamos sumamente atrasados con ese tema. Dejémoslo en las manos de Dios porque no hay otra alternativa. Ya se pueden llevar a la paciente. Enseguida firmaré el alta. Ah… otra cosa, ella necesitará mucho cuidado. Si los malestares se hacen muy frecuentes, debe internarse con suma urgencia a la espera de un donante.
Corrí al lado del corazón maltrecho y me arrodillé en el piso para abrazarlo y tratar de curar sus heridas con mi llanto. Mi pobre alma se estaba despedazando nuevamente en mis ojos para continuar llorando. No había forma de calmar mi dolor. ¡Era imposible aceptar que la vida también me la arrebatara! Yo estaba dispuesto a marcharme con ella. No podría vivir sin mi madre. Regresamos a casa con un silencio amargo y ojos desahuciados. Una incertidumbre aterradora mezclada con dolor e impotencia viajó con nosotros para quedarse en casa y al lado de la persona que tanto amo, quién sabe hasta cuándo.
2
Ya pasaron cinco días, mejor dicho, cuatro y medio. Los sauces nos abrazaban con su sombra llorando de tristeza con nosotros. Ya no reproducían la sinfonía de sus hojas con el viento, ni el silencio cantaba sus canciones. Mis ostentosas praderas no eran las mismas de siempre. Están dejando de ser tan místicas como el firmamento y se oscurecían lentamente como se oscurece mi alma al perder el color de la vida, como se oscurece el día cuando se oculta una estrella. Estas palpitantes dehesas tan misteriosas como siempre, exornadas de hojarasca, bronceadas por las exóticas polvaredas con sauzales de esmeralda y rodiles de zafiro que pintaban de azul mis sueños dorados, también dejarán de pincelar su cuantiosa alegría en mi cansado corazón. Temo que se alejan de mis ojos hasta convertirse en una verdadera utopía incapaz de comprender mis fantasías, de aceptar los colores del cielo y el paradero del arcoíris. No hay duda de que he perdido las ganas de vivir y me estoy muriendo poco a poco junto a mi madre, que también agoniza conmigo. Mis manos sustentaban su corazón en mi pecho en un esfuerzo por curar las heridas incurables y mis ojos sostenían su alma en mis brazos. Ya no podía permitirme saltar ni dormir en su regazo como antes, me di cuenta de que había llegado mi turno de hacer esa tarea. Sentados bajo el mismo sauce de ramajes alegres, ella descansaba su fatigado cuerpo en mi regazo con la mirada perdida en el cielo, mis manos sostenían su cabeza como al peso de sus pensamientos que se desvanecían lentamente muriendo en la nada. —Mamá, basta de mirar el cielo —le pedí con el quebranto enraizado en mi garganta y dirigiendo a su mirada la mía. Su alma devastada y errátil trató de alcanzar mis ojos con sus lágrimas sin poder lograrlo. Entonces, moví mis manos para acariciar su rostro y limpiar el dolor plateado. —Mi hijo…, ¿por qué nos tiene que pasar esto?, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué? Levantó su brazo para señalar el cielo y traer el rocío de las nubes al brillo de sus ojos. Tenía tantas ganas de llorar con ella, pero hice un esfuerzo para contenerme.
—Cuánto lo siento, todavía era muy pequeño, pero ya era tan hermoso como vos y tan fuerte como yo. ¡Me duele mucho, mamá! Apenas pude sostener el llanto en el corazón para no entristecer más a mi alada compañera, que todos los días perdía un poco más de las virtudes que el mismo Dios le había otorgado para todas las vidas. —Te quiero tanto, mamá, nunca me dejes, por favor. —Nunca te dejaré, hijo, quiero verte crecer a mi lado hasta que te conviertas en un hombre, espero jugar con mis nietos, ser muy feliz con ellos hasta que llegue el momento inevitable de partir. Me abracé a su vientre con ganas de volver otra vez al lugar de donde vine y de permanecer atado a sus venas para no separarme jamás de su lado, para vivir de su aire y alimentarme de su amor, para cuidar su corazón, sonreír de sus labios y, finalmente, morir con ella. El instinto de mi ganado lo llevaba lentamente al río para saciar su sed. Mi madre quería ir tras el rebaño, pero yo me anticipé; y corriendo de prisa sobre las huellas de los animales llegué hasta el río, donde los árboles se embriagaban con sus aguas al bailar en los atardeceres con el viento. Desde allí podía contemplar el aura de mi eterna pastora y aquellas polvaredas retintas donde la esencia de su corazón palpitaba con los vientos hasta tocar mi piel. Me senté sobre un montículo de césped para que mis fantasías volvieran a pintar los colores de la naturaleza, que se estaban borrando en mis ojos; sin embargo, no pude: en alguna parte del camino perdí la inspiración, los pinceles y la pintura, si acaso encuentre lo que he perdido. «¿Algún día podré volver a pintar la utopía de mis praderas para continuar jugando? —me pregunté—. No lo sé, lo más seguro es que nunca más encontraré el color de la vida en este mundo, que nunca más escucharé el arrullo de las palomas apaciguando el sueño de mi madre, que nunca más…, que nunca más miraré el cielo en estos prados». Acongojado me puse de pie, con ganas de abrazarme al seno de mi ángel para conjurar la maldición de su pecho. Deseaba regresar a su vientre para curar las heridas de su corazón. ¡Qué no daría por hacer eso! Sería la persona más feliz del mundo viviendo en su cuerpo con ese propósito. Cuando apenas di el primer paso… —¡Adivina quién soy, mocoso! —A mi espalda, una mujer con voz de ángel me
tapó los ojos y engalanó mis oídos con la melodía de sus labios endulzando la amargura de mis deseos. No tardé en reconocer al anfitrión de ese susurro poetizado, pero me hice el distraído. —¡Cómo lo puedo saber si me estás tapando los ojos! —Te soltaré cuando adivines, de lo contrario, yo no tengo prisa. —Pues yo sí, debo cuidar a mi madre. Te echaré la culpa si algo le sucede. —Está bien. Te suelto si aseguras responder a una pregunta. —Está bien, espero que me entiendas, porque ya sé de qué se trata. Diana, la consagrada musa de los arrabales. Ella sabe tocar cualquier corazón hasta llegar a sus emociones, hasta las emociones más ocultas, con la antología primorosa de sus labios grandes, que convierten una poesía en canción. —Oye…, lo siento mucho, niño, yo estoy pastando ovejas al otro lado del río y al verte tan cerca no pude contenerme de recordarte ese algo que me debes. Siéntate, por favor, y hablemos. —Sí, gracias. —Ella se sentó a mi lado, rozando mi brazo derecho—. Pero… ¡cómo cruzaste el río! No entiendo, aparte de cantante, ¿eres bruja también? —No sé qué decirte, niño, me puedo considerar una maga, o tal vez una hechicera, pero bruja es un término muy… —¿Espeluznante, aterrador, feo? —Bueno, algo así —acentuó sus palabras con los dedos. —Decímelo a mí. Vivo todos los días con una endemoniada; ella es peor que una bruja. —La cuestión es que casi todas las personas quedan…, más que todo los hombres, encantadas con mis canciones. Dije encantados, no embrujados. —Ya lo sé, no es necesario que me lo expliques, Diana. —¿No te enteraste del nuevo puente que terminaron en esa curva?
Me señaló en dirección de algunos sauces que ya no podían sostener la exuberancia de sus ramajes ni el rigor de su gallardía hasta el punto de inclinarse a bailar sobre las aguas. —Pues… creo que he dejado de ser un guerrero de estas arenas. Apenas se ausentan mis ojos y los caprichos de la naturaleza cambian los colores de este reino. —Ay, niños, solamente son niños. Ustedes son el más hermoso regalo del cielo que hay en este mundo. Cuanta pena me da saber que pierden su inocencia al convertirse en adultos. Tú eres el primer niño tan especial que he conocido hasta ahora. Espero que ese niño angelical nunca se vaya de tu corazón. —Pero, Diana, yo no tengo nada de especial, soy un niño cualquiera y creo que hay mejores que yo, como mis amigos, David y Anita. —No importa, no me hagas caso. Sé lo que pasó con tu mamá. —La miré con ojos asustados—. Todo el mundo lo sabe. Comprendo que estás viviendo circunstancias muy difíciles. Yo simplemente quiero preguntarte si puedes cumplir ahora lo que me prometiste; pero solamente si puedes, no quiero presionarte si no estás dispuesto; no lo tomes a mal, por favor. Me quedé callado por un instante. Ella tenía razón; aunque no era la ocasión propicia, yo debía cumplir lo que había prometido. Fruncí el ceño y me encogí de hombros como queriendo decir que no me quedaba otra alternativa. —¿Y qué es lo que sabes de mi mamá, Diana? Quería estar seguro de qué era lo que realmente sabía. —Ella perdió a su bebé, ¿no es así? Bueno, eso. —Sí, así es —comenté bajando la mirada, una mirada triste que no podía borrar con nada. —Lo siento mucho, Jesusito. Sé cómo te sientes. Te pido que me perdones por reclamarte en estos momentos tan delicados. Eso puede esperar. Ya olvidémonos de eso, yo te decía simplemente porque… —Ella me abrazó para compartir las melodías que nacen de su corazón; luego prosiguió con sus palabras—. Porque una disquera muy importante está interesada en grabar mis canciones. Estoy muy
emocionada y feliz, mañana iré al estudio y solo le pido a Dios que me vaya bien. La miré muy sorprendido al rostro y me quedé cautivado por la exuberante belleza de sus ojos. Me puse a pensar lo dichoso que era por estar en los ardientes brazos de una estrella. —Te felicito —le dije al liberarme apenas de sus ojos hechiceros—, estoy seguro de que te irá muy bien; yo me esforzaré en ayudarte. —Gracias. Sé fuerte, por favor, hazlo por tu mamá. Ella te necesita sano y fuerte, debes resignarte, niño, no queda otra alternativa. De todas formas, la vida continúa. Somos muchos los que hemos vivido lo que tú estás experimentando. Yo también perdí a un hermano de tres añitos y es algo aterrador. Quedas postrado en el suelo con ganas de morir, pero tenemos que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarnos de nuevo. Estoy segura de que tú puedes, Jesús, eres un luchador, un valiente guerrero y un niño irable. La contemplé otra vez a los ojos sin darme cuenta; quizá para llevarme un poco de la luz que brilla en su mirada o tal vez para recibir la magia que emana de su alma. Luego se me ocurrió aprovechar esta ocasión para desvelar la misteriosa existencia de mi pequeño hermano extinto. —Tú y mamá siempre han sido muy buenas amigas, pero no te olvides que yo también soy tu amigo. Estoy seguro de que debes saber quién es el padre de mi hermanito fallecido. —¿Quieres que te mienta? —Por supuesto que no. —Entonces dejémoslo así, que el tiempo se encargue de borrarlo todo. —Pero yo necesito saber, el tiempo no borrará las cicatrices que tengo. —Tu madre nunca más confiará en mí y perderé una de las cosas más hermosas de la vida: la verdadera amistad. —Será nuestro secreto. Todo el mundo los tiene, ¿o me equivoco?
—Claro que te equivocas. Nunca debes generalizar nada, pero eres un niño y no te culpo. —Estoy dejando de sentirme como un niño. Necesito saber, por favor. —Torné la vista con ojos llorosos. —Tu madre no se lo dijo a nadie a pesar de las insistencias. Probablemente, me odiarás después de eso. —Te prometo que no lo haré. —Mantenía el pulso de mi mirada, ahora con una sonrisa efímera, pero muy sincera. —Ella te ama con el alma y le dolía mucho tu tristeza al no tener una familia completa, entonces, nos pusimos a charlar un día y encontramos una solución para regalarte un hermanito. Le presenté a Sandro, mi hermano, que hace un tiempo se fue al exterior con una beca. Me explicó lo necesario y quedé atrapado en la oscuridad de mi silencio sin moverme de los brazos ardientes. Conozco a su hermano, la chispa de un recuerdo iluminó mi mente para mostrarme sus ojos, así debieron ser de mi hermanito: tan radiantes y majestuosos. Mis latidos golpearon con fuerza mi pecho y luego viajaron por mis venas para pintarme una eterna sonrisa en los labios. —Tengo una idea —una estrella me conjuró el plácido silencio—, quédate aquí y te cantaré una de las canciones más hermosas que han sido forjadas por mi corazón. Se llama «Corazón herido». Te seguiré cantando si te gusta, cosa que me encantaría. El título me trajo un dolor. El sauce me ayudó con un pedacito de sus ramas para construir un micrófono y el viento llamó a los querubines para que tocaran las trompetas y violines del cielo. Pero de pronto, mis asustados ojos interrumpieron la voz de la cantante al reparar que mi madre se estaba retorciendo de dolor en el mismo lugar que la había dejado sentada hacía un segundo. Corrí de prisa, sin darme cuenta por dónde pisaba, hasta llegar a su lado. Gemía apretando su pecho con las dos manos y me arrodillé junto a ella sin saber qué hacer, con la desesperación ahogando mi garganta y mis lágrimas bañando su rostro. Me incliné hacia ella para levantar su cabeza y tratar de calmar su dolor.
—¡Mamá! ¡Háblame, mamá! No me hagas esto, por favor. Limpié con una mano la brillante cizaña de su semblante buscando la forma de sosegar el sufrimiento y mi otra mano acudió al llamado de sus latidos para brindarle un auxilio, sin poder hacer nada más que darle unos pequeños masajes. Diana llegó con una botella de agua limpia y rápidamente tendió un aguayo muy pegado a su cuerpo. —¡Ayúdeme a recostarla sobre la tela, Jesús! Que no te paralice la desesperación, por favor. Diana se quitó el sombrero de paja que siempre llevaba durante el día y empezó a ventilar el pálido rostro de su amiga, que jadeaba sudorosa con el dolor de su pecho y cuyos ojos se esforzaban en mirar los míos por el cristal de un sollozo que se rompía en las mejillas. Sus manos apretaban mis manos para no alejarse de mi lado. Después de traer un poco de aire a sus pulmones, la cantante se apresuró a mojarle con bastante agua la parte superior de la cabeza. —¿Sabes qué es lo que tiene tu mamá? —me preguntó intrigada con el susto en sus labios y un nudo en la garganta. —No lo sé, Diana —le mentí porque tenía que hacerlo. No había forma de explicarle. —Esto no es nada normal, Jesús. Te aconsejo que avises a tus parientes y cuanto antes mejor. —¿Y qué harían si los aviso? Si nosotros no existimos para ellos. —No seas tan exagerado. Tu madre necesita la ayuda de un profesional; no creo que tus familiares sean tan malas personas. —Tú no los conoces y no quiero hablar tampoco. Pero mi madre ya se pondrá bien, solo es cuestión de tiempo, hasta que pase el trauma que hemos vivido. —Si no esperas mucho de tu familia, yo insisto en que hables con alguien. Tiene que haber, aunque sea, una persona en quien confíes. —Hace un par de meses que no recibo la correspondencia de mi tía Rosario, justamente en los momentos más difíciles de mi vida. Pero, de todas formas, ya
le di otra carta al amigo de mi tío Pancho para que la lleve al correo. —Conozco a tu tía Rosario, eso me parece muy raro. Supongamos que hay algún problema con el correo; aun así, tienes la obligación de avisar a tu familia sobre lo que está pasando con tu mamá. Hazlo por ella. Mirando el rostro de mi madre, que estaba recuperando el color de la vida, asentí sin decir nada. Me quedé callado, apoyando la cabeza sobre mis rodillas, suplicando a Dios para que nos regalara un milagro, por lo menos un poco más de tiempo para encontrar una esperanza.
3
31 de enero de 1999
Ya pasaron muchos días y mi madre no muestra ningún signo de malestar. A veces pienso que el cielo ha escuchado mis plegarias, que mis lágrimas han caído en las piadosas manos de Dios. Llegó el domingo, es mi último día de vacaciones y no estoy feliz como siempre porque mañana empiezan las clases. Después de nuestras labores diarias, mi madre y yo nos sentamos a descansar un poco en el fulgor de nuestro rincón habitual, esperando la llegada de las visitas semanales que cordialmente vienen a dialogar de muchas cosas bonitas y algunas aburridas. Mi cabeza descansaba en la comodidad de su regazo y mis brazos enredados a su vientre me ataban con denuedo a su existencia. Sus desgastados dedos acicalaban con esmero mi cabello y sus mudos labios interpretaban las sonatas del invierno pasado. Y yo, cavilando con esmero, escribía mis pensamientos en el suelo con la mirada perdida. La malvada de mi tía nos miraba con algo de preocupación, como si tuviera un corazón para sentir eso. Ella es la culpable de todo lo que nos pasa. El crujiente sonido de la puerta me arrebató los pensamientos y llevó mis ojos a la oscura entrada del zaguán. Era el padre Julián, venía acompañado de mi tío José y… traían muchas cosas interesantes, muy intrigantes y enigmáticas, me mataba la curiosidad por saber de qué se trataba. —¡Y cómo están mis niños! Vengan a dar un abrazo a este viejo que los quiere tanto. La luz que brilla en los ojos de aquel pionero pintó algo de alegría en el semblante de mi madre. El padre extendió sus manos para acogernos en su seno y llenar con un poco de amor el vacío de nuestros corazones. Después de bendecirnos con su alegría, empezó a mostrarnos el misterio que se ocultaba en esos paquetes.
—Es para ti, Jesús. El padre depositó en mis manos un oso de peluche tan hermoso y grande que me ganaba en tamaño. Mi corazón quiso recordar las alegrías pasadas, pero no pudo. Me regocijé un poco al contemplar el rostro de mi madre lleno de alegría cuando recibió de su hermano unos lindos zapatos y una manta nueva, hornada de muchas primaveras. El padrecito le regaló cobijas aterciopeladas, y mi eterna compañera se tapó la boca para que su alborozo no se escapara con el aire que respira. El espíritu de ángel que habita en su cuerpo volvió a brillar en sus lindos ojos para llorar de alegría cantando la gloria de un corazón redimido. ¡Ruego a Dios que así sea! La magia parecía no terminar nunca porque mis ojos extasiados y mi corazón cansado continuaban delirando al contemplar la solemnidad de esos regalos capaces de transmutar los abrojos en rosas y los malos recuerdos en sueños dorados. Pero, lamentablemente, todo aquello ya no tenía efecto en mí. —Toma, hijo, es para que estrenes mañana. —El servidor de Dios me dio materiales de estudio, ropa nueva y hasta zapatos nuevos, lo que nunca tuve—. Mañana iré a visitarte a la escuela y tendré el placer de conocer a la directora y a tu maestra, así como a tus compañeros de curso. Asentí con la cabeza, simulando estar contento. —¡Gracias, padre Julián! No sabe lo feliz que me siento. Después de entregar todos los obsequios, el padrecito se sentó frente a mi madre, muy cerquita de su corazón, y depositó en sus mejillas el bálsamo de la vida con un beso gigante. Mientras tanto, mi tío José arrastró la silla junto a mí para atarme con su brazo a su costado izquierdo, seguramente con el propósito de contagiarme la naturaleza imbatible que anida en su alma. —¿Estás bien? —dudó con la tonalidad plácida que no era muy fácil de ponderar en sus labios. Yo asentí con la cabeza—. Eso me alegra mucho, hijo. —Y concluyó con unas palmaditas en mi hombro, sin dejar de mirarme a los ojos. —Quiero pedirte algo, tío. —Él se quedó un poco desconcertado—. No te asustes que no es nada grave, no te enojarás, ¿verdad? —Si no es nada grave, ¿por qué tendría que enojarme? —Enfatizó con las manos sin apartarme de sus brazos—. Está bien, hijo, te prometo que no me molestaré.
—Quiero ir a jugar con mis hermanos, mejor dicho, con mis medios hermanos, decirles que mi sangre también corre por sus venas; y también quiero conocer a mi padre. El alma se escapó de sus ojos para enmudecer sus labios y el silencio lo envolvió con abrumada nostalgia. Entonces me di cuenta de que el pasado le incomodaba. Él se agarró la cabeza con las dos manos para soportar el descalabro que le enredó en los propios pensamientos. Y al cabo de un instante… —Me dijiste algo muy grave. A mí me parece que esto es una atrocidad, es algo totalmente destructivo. —Tú me aseguraste que no te molestarías, tío. —¿Te has puesto a pensar en la magnitud de tus deseos? —Pues sí, será grandioso. —La fuerza de mis anhelos me aceleró los latidos y embelesó mi alma—. Indefectiblemente jubiloso y palpitante. —¡Pero en qué estás pensando, Jesús! Me refiero al tamaño de los problemas que nos traerá esa idea loca de familiarizarte con el pasado infesto que llevaremos con mucho dolor hasta la tumba. Me quedé callado, escondiendo las manos entre las piernas y tratando de ocultar mi frustración en alguna parte del cuerpo. Con temor a una represalia, respondí murmurando entre los dientes. —Necesito tener un hermano, me hace mucha falta, y un padre que me ayude a cuidar a mamá. Yo solo no puedo. Bajé la cabeza para ocultar la vergüenza, y mis manos acudieron de prisa al auxilio de mis ojos para contener sus lágrimas. Mi tío me abrazó con esa terneza tan rara que pocas veces saca a lucir. —Lo sé, mi pichoncito. Analizaré tus demandas y nunca más te dejaré sufrir, hijo, te lo prometo. Te explicaré sobre este asunto. Ese hombre al que tú consideras un padre es una mala persona que engañó vilmente a tu madre, abusando de su inocencia para luego escaparse como un cobarde y traidor que es. ¿Sabes por qué lo hizo? —Negué con la cabeza—. Te lo contaré para que te quede bien claro: yo andaba de viaje por esos tiempos. Al regresar, me dijeron
que cuando tu abuelo descubrió las aventuras de tu madre, que para entonces tenía quince años, se armó de un garrote para irrumpir en la casa de este infeliz. Nadie lo pudo detener porque tenía un carácter muy fuerte. Simplemente, corrieron detrás de él, pero cuando llegaron ya era demasiado tarde. Tu abuelo se retorcía en el piso entre la vida y la muerte con el maldito adúltero a su lado. Nunca supimos qué fue lo que pasó realmente. Los médicos explicaron que sufrió un paro cardíaco por un malestar congénito que venía padeciendo desde hacía un tiempo, pero este malnacido al que tú extrañas tanto le provocó su muerte y desencadenó las desgracias en tu familia. Pocas veces he visto tan inflexible a mi tío y nunca había sentido latir de prisa su corazón al escuchar mi llanto. —Pero qué importa el pasado, tío. A mí me enseñaron que el pasado no existe y el futuro se construye con el presente. Concédeme la oportunidad de forjar un futuro mejor con mi madre para que seamos un poco más felices, por favor. —Yo me haré cargo de que sean felices, te lo prometo. —No sé cómo podía dar su palabra sobre algo sabiendo que nunca lo cumpliría—. Pero no quisiera revivir el pasado. Me gusta que aprendas cosas tan bonitas, me enorgullece y me pone feliz tener un sobrino tan inteligente como vos y bien sepultado está el pasado con la porquería que por sí mismo creó aquel malvado que nos hizo tanto daño, engañando a tu madre y causando la muerte de mi padre. Que no se te ocurra desenterrarlo jamás, niño. ¡Pero jamás! ¿Entendido? Confirmé con la cabeza y cerré los ojos en el claroscuro plateado de sus brazos. La espinosa hiel que corre por mis venas llegó a mis ojos, pero pude contenerla ahí para que no rasgara la piel. El percuciente silencio nos envolvió en un capullo traslúcido y la llegada de mi madrina conjuró mis ojos permitiendo contemplar el prodigio de la vida en la utopía de su mirada filosofal. No sé en qué momento llegué a sus brazos; pero, al sentir un intenso calor en las mejillas, supe que había tocado las estrellas para llegar al cielo. Me di cuenta de que al final de mi viaje encontraría la paz que tanta falta me hacía. —No llores más, amorcito; ya te traje todo el afecto que guardé para ti. —Sus besos me quitaron las pesadumbres que me abrumaban. Mi madrina es una de las estrellas más brillantes de mi constelación. Paradójicamente, estaba oculta en mi propio corazón hasta que un día la
encontré brillando en un rincón de la esperanza. Las veces que me embarga la tristeza ella siempre trae la luz de sus ojos a mi rostro, posiblemente con la intención de mezclar sus lágrimas con las mías para convertirlas en alegría. —Gracias por venir, madrina, necesitaba llorar en tus brazos para encontrar la paz. —Me ausentaré por un tiempo, hijo, mi hermano, que radica en el exterior, está hospitalizado. Trataré de volver pronto. No podré contar con su ayuda en los instantes más difíciles de mi vida. ¿Por qué tiene que pasar justo cuando la necesito? Está presente la señora partera, se llama Catalina y vive a tres cuadras de mi casa. Exhibiendo la peculiaridad de su atavío y el semblante misterioso, trajo sus granitos de arena para aportar en mi recuperación. Ella, con la alegría casi siempre escondida, me engalanó la frente con un beso enigmático muy difícil de comprender y me iluminó el rostro con el destello de una sonrisa esotérica. Ya debe ser algo más de mediodía; los rincones de mi casa empezaron a quedar solos, muy tristes y mudos. El último en despedirse fue el padre Julián, perennizando la fuerza de su espíritu en nuestros corazones y centuplicando el ósculo de paz en los estigmas de nuestro semblante. —Hasta mañana será, hijo. Acuérdate de que pasaré por tu escuela para conocer el calor de tu segundo hogar. Ahora ya me tengo que ir, me gustaría quedarme todo el día, pero tengo muchas responsabilidades en el templo. Se fue de prisa dejando un regalo extra en la frente de mi madre. Mi casa quedó sumergida en un silencio total. Cuando estaba a punto de guardar el último y más grande regalo en el rincón más desolado de las noches, mis brazos se quedaron atados al mullido corazón del panda y me acosté a su lado para sentir el terciopelo de su piel. Luego contemplé los brillantes ojos negros para profesar lo mucho que me gustaba. Antes de irme, miré otra vez sus grandes ojos, que palpitaban al ritmo de mi corazón, y frotando mi rostro en su regocijante pelaje, le regalé un redundante besito en su escarchado cachete. —Hasta luego, amigo —le dije con una sonrisa muy sincera—. Te extrañaré mucho, lástima que no puedes ir conmigo; porque a donde yo voy, las aguas tiemblan con el viento y braman con los truenos, ruge el silencio en el ramaje de
los árboles y suenan las trompetas sobre las nubes pregonando el comienzo de una batalla. Pero a la noche dormiremos juntos. Te contaré la triste historia que estoy escribiendo con mi llanto, y bueno, amigo, ya tendremos mucho tiempo para conversar. Espera. ¡Aún no hemos pensado en tu nombre! Veamos, ¿qué te gustaría llamarte? —Acerqué su rostro hacia mí hasta chocar nuestras narices—. ¿Dijiste Pedro? No, ese nombre no es para osos, es más bien para loros. Ahora me toca a mí. ¿Qué te parece Julián?, en honor al padrecito que te trajo con sus propias manos para que seamos amigos. Dejando otro besito en su cachete regordete, decidí marcharme con premura sobre las huellas de mi madre. Cuando pisé el suelo de mis praderas, me subí a un montículo prominente de hojarasca y tierra para contemplar en su totalidad la majestuosa creación del cielo, tratando de encontrar una respuesta. Los vientos llamaron al perfume de las flores y a las nubes que dormían en las alturas. Los recuerdos no tardaron en llegar para olfatear mi corazón. Me llevaron a un mullido césped, luego se sentaron a mi lado y me invitaron a charlar con ellos; era propicia la situación y el lugar para no rechazar la cautivante simpatía de sus conjuradas palabras. Me senté con ellos y empecé a llorar lentamente, porque era también lento mi dolor para llegar a mis ojos, que la tardanza me abrumaba más que mil lágrimas derramadas en un minuto. Los recuerdos lloraron conmigo y, por primera vez, me acariciaron el rostro para secar mis mejillas. Luego se montaron al viento y regresaron a sus calladas habitaciones de abrojo y quebranto. Me puse de pie para continuar procesando la odisea de aquellos colores edénicos y avisté el dorado de las plumas que solemnizaban el pecho de mi madre. Mi alma llevó todo mi amor hasta su corazón y ella me correspondió con una sonrisa primorosa. Mi hermoso ángel empieza a recuperar los colores de la vida y la satisfacción de verla tan contenta aplaca mi tristeza, veo que ya puede gozar de una amistad muy placentera. También es una hermosa pastora, muy parecida a ella, desde acá puedo apreciar claramente el júbilo que proyectan sus ojos celestes. Unos días después de la tragedia, mi amada madre recibió un regalo del cielo: un ángel como ella, que se convirtió rápidamente en su amiga. Todavía no sé si bajó del cielo o simplemente el destino la trajo hasta mis tierras para que me ayudara
a sanar el corazón de mi madre o, tal vez, a encontrar un milagro. Lo poco que escuché de esa exótica epifanía nos dijo que habitaba en los arrabales silenciosos de remansos plateados, al otro lado del río, donde brilla el calor de una estrella —me refiero a la cantante más famosa de mi pueblo— y a cuyo jardín acuden los jilgueros y canarios de cada rodil para escuchar sus canciones y aprender a cantar. No muy lejos, podía reconocer fácilmente que se acercaban dos de mis compinches, Pablo y Luis. Me acosté de bruces en el suelo esperando su arribo y, con la prisa que venían, no tardaron en llegar. —Hemos venido a jugar contigo, Jesús —me avisó Luisito al tiempo que ambos se acostaron frente a mí usando sus brazos como almohada—. Pablo quiso venir conmigo para que juguemos juntos. —Ya no estoy tan triste, hermanos, pero me duelen los recuerdos y no estoy tan seguro de si el corazón de mi madre está sanando —respondí en voz baja—. En el hospital dijeron que es una enfermedad incurable y progresiva. Tengo mucho miedo. Pablito es mi primo, pero, más que eso, es mi hermano. El terrible dolor que sentía me apartó de él, mi corazón no escuchó el clamor de sus ojos y trató de olvidar el prodigio de su existencia en mi vida. La sangre de mis heridas eclipsó mis pupilas y no pude ver sus lágrimas que lloraban por mí. Después de huir con mi madre y mi pequeño hermano en su vientre, para evitar los maltratos físicos y psicológicos de mi tía, llegamos a la iglesia de Santa Clara donde nos acogió el padre Julián. Pero mi amigo Pablo nos delató. Yo pensaba y sigo pensando que, si no hubiese regresado de ese lugar tan bonito repleto de buenos sentimientos, del sitio celestial que me mostró el Divino Padre para cuidar el vientre de mi madre, nunca hubiese llegado a suceder lo que sucedió. No sé qué tan equivocado estoy, pero me sigue doliendo la decisión que tomó mi amigo de todas las vidas, y que terminó desencadenando mi desgracia. —Perdón, hermano. ¡Cómo iba a saber lo que sucedería después! Yo solamente quería cuidarte y siempre lo haré, aunque ya no me quieras. Estoy seguro de que Dios te ayudará con tu madre y nosotros también haremos lo imposible para apoyarte. —Gracias, hermano. No duermo por las noches implorando la ayuda de Dios —
comenté casi llorando—. Debes entender que las heridas todavía me duelen mucho. Tal vez se muera mi madre en seis meses y ya perdí al único hermano que tenía, y, sin embargo, tú puedes reír con tus hermanos. Ustedes no saben cuánto duele todo eso. El rojo de mis venas se destiló en la luz de mis ojos hasta convertirse en saladas gotas de hiel. —Lo sabemos, hermano, claro que lo sabemos —apuntó Luisito profesando el decoro de su tristeza—, por eso lloramos contigo, para aliviar tus heridas, y continuaremos sufriendo a tu lado hasta que te sanes. —Díganme ustedes qué se siente tener un hermano de sangre y yo les diré qué se siente no tener uno; les explicaré qué se siente perder al único que tenías. Solamente les pido eso. No respondieron nada. Luego Pablito respiró hondo y con algo de tristeza, me preguntó: —Dígame una cosa, hermano, tú qué sientes al tener amigos como nosotros. Por un momento dejé de parpadear y respirar, mis latidos detuvieron su llamada a la vida, mi cerebro detuvo el pensamiento y mi alma empezó a forjar las palabras para llenar el corazón de mis amigos. —Siento que son la bendición del cielo y que no puedo dejar de quererlos a pesar de todo, no los olvidaré nunca, los extraño cuando se ausentan de mis ojos y… —Un nudo de angustia en la garganta interrumpió mis palabras. El resplandor del oeste empezó a pintar un místico atardecer en las pupilas de mis consagrados amigos, y yo bajé la vista para que la sombra de mi tristeza no quedara plasmada en sus colores. —Eso es lo que se siente tener un hermano, y nos tienes a nosotros y nosotros a ti —indicó Pablito con la inmensurable alegría que siente su corazón al latir junto al mío.
4
El primer día de clases nunca cambia, algunos dormitando en sus mesas, otros parloteando a gusto y unos cuantos rudos jugando a los empujones. La profe Margarita estaba más hermosa que nunca, pero cansada de mantener el orden a base de gritos, hasta que, finalmente, prefirió callarse para utilizar el método más eficiente y terrorífico que muy bien conocíamos todos hasta el punto de querernos orinar en los pantalones. —¡Cuántas veces tengo que repetir, niños! ¿Ustedes piensan que soy un loro? O me vieron con cara de tonta. Sus delicados dedos tomaron de prisa aquella increpante y pavorosa regla de treinta centímetros que siempre estaba sobre la mesa a disposición de sus manos, tan plácidas e iracundas a la vez. Todo el mundo se silenció, nadie se atrevió a mover ni siquiera un dedo. Los que estaban a punto de dormirse abrieron los ojos por completo, seguramente para presenciar la ejecución de la próxima víctima. —¡Muy bien! ¡Presten atención, niños! —ordenó la profe—. Formen grupos de a cuatro, aprenderemos un nuevo juego, deben tomar en cuenta que hay un premio para el grupo ganador. Todos los soldados estaban preparados para salir a pelear y con la emoción de ganar la batalla, cuando de pronto… ¡Lo sabía! ¡Era el padre Julián! Es decir, la epifanía de un nuevo profesor en la puerta del aula. La profe lo dejó pasar con todo el cariño que guardaba en sus labios, y nos paramos inmediatamente como empujados por un resorte y le dimos la bienvenida con un resonante saludo, el más clamoroso con el que nunca habíamos engrandecido a nadie. —Gracias, niños, tomen asiento, por favor —nos pidió el padre acompañando con las manos la beatífica quietud de sus palabras—. Me llenaron de mucha alegría con su recibimiento. Que la gloria de Dios siempre brille en sus corazones; ustedes son la bendición de Dios en este mundo. Creo que fui el único que correspondió con una sencilla sonrisa. Los demás
permanecían estupefactos por la presencia del señor grandevo, con reducidos cabellos plateados y la sotana oscura. Pero eso de que «somos la bendición» no me gustó demasiado. Había tenido la oportunidad de mirar las travesuras más diabólicas de algunos niños que parecían poseídos por el mismo demonio. Creo que el padre sabe lo que dice y no se puede cuestionar las palabras de un pregonero celestial. Mi amigo Samuel, el más alegre del curso, estaba desconcertado mientras el aura del sacerdote brillaba al consumar un mandato del cielo, que, sin duda alguna, a Dios le urgía sembrar en nuestros corazones. Un rato después, el párroco cerró el manantial de sus sabias palabras. —Bien, niños, agradezco su atención. ¿Alguien tiene alguna pregunta o, tal vez, alguna curiosidad? No teman, por favor. Yo simplemente soy un servidor de Dios, un cura, un padre o como quieran llamarme. Estoy aquí para ser su amigo. Eduardo se me adelantó levantando la mano. Él es el segundo mejor alumno de mi curso y de la escuela, el más dedicado y por demás curioso. Vive al este del pueblo, en el confín de los arrabales ateridos, en aquella comarca de rodiles albazanos y sumisos a los gritos del viento, donde empiezan los páramos de carámbano y nacen las brisas gélidas sobre la boira plateada de un amanecer dorado. —¿Se pueden hacer varias cuestiones, padre? —consultó poniéndose de pie. —Por supuesto, hijo, las que quieras. —¿Usted vendrá a enseñarnos personalmente en todas las veces que nos dijo? —Eso haré, mis niños, excepto el día que me sienta mal. Ustedes saben muy bien que los años traen consigo un enorme peso que los viejos ya no podemos soportar. —¿Las lecciones que nos enseñará usted servirán para las calificaciones? —Interesante pregunta. No, no se tomarán en cuenta para las calificaciones. Dejen de preocuparse, niños, y presten atención, por favor. Lo que impartiré en beneficio de ustedes les servirá para que saquen buenas calificaciones en la escuela de la vida, cuya maestra, la más estricta, justa y despiadada, es la misma vida.
Creo que mis compañeros quedaron más asustados que antes, excepto Eduardo, que asintió con la cabeza ante cada melodía de las palabras que cantó ese portador espiritual de los mensajes celestiales. —Otro ruego, padre. ¿Será necesario que traigamos otro cuaderno? —Sí, niños; será necesario, pero la iglesia donará un cuaderno por alumno. Lo único que pido de ustedes es la buena disposición de aprender. —Última, padre, por favor. ¿Nos regalarán caramelos, galletas y leche en polvo como en la iglesia? —Si se portan bien —acentuó con las manos—, les traeré muchos regalos. El regocijante repique de la campana anunció la llegada del recreo y la despedida del nuevo maestro. El recreo es algo maravilloso y en un minuto desaparecieron todos. Yo me quedé sentado en la misma silla, acodado sobre la mesa, pensando sin apuro. No me di cuenta de que Samuel también me acompañaba hasta que sus palabras me arrastraron nuevamente al mundo real. —Oye, qué te pasa, amigo, ¿te sientes bien? —Ah… sí, claro. ¿Y por qué no estás en el recreo? —No sé, dímelo tú. Yo me quedé para avisarte que alguien muy importante está en la escuela y tú no me querías escuchar. —Y bueno, salgamos de prisa entonces. —Mi corazón se abrazó al suyo para acudir al llamado de la manada—. Pero la persona de quien hablabas, ¿ya se fue? —Todavía no. ¡Ahí está! Era una sorpresa para ti, hermano. Yo simplemente no podía creer lo que estaban viendo mis ojos. Es que era algo increíblemente sorprendente. —Pero… ¡Pablito! ¿Y él qué hace acá? Sigo sin entender nada. Pronto caí. Él estudiaba en otra escuela de la ciudad y solamente iba los fines de semana a su casa. No podía creer que estuviera en mi establecimiento con un guardapolvo blanco y jugando con los amigos de siempre. Apenas llegué donde
estaban ellos, me recibieron con mucha alegría. —¡Gracias por venir a mi escuela, hermano! Lo abracé con el alma, comprendiendo que al final de todo sufrimiento siempre hay una recompensa. Nunca lo olvidaré. Me sentía completo y un poco más feliz. Mi corazón salió pregonando por todas partes para gritar que nos esperan emocionantes aventuras allá en mis praderas, donde el cielo se contempla el rostro y lloran los manantiales del paraíso.
5
6 de marzo de 1999
Ya pasó un mes desde que empezaron las clases. Pablito viene casi todas las noches a mi casa para estudiar y jugar. Muchas veces se queda a dormir para viajar a las praderas y divertirnos trayendo pasto al ganado el día siguiente. Acodado en la repujada mesa por el filo de tantas lágrimas pesadas, donde duermen los conocimientos y el dolor se niega a levantarse de las sillas, mi mente no ha podido dejar de pensar en el desesperado anhelo por encontrar a mi padre para que me ayude a cuidar a mamá. Por otro lado, he estado muy acongojado por su salud. Creo que mis familiares se olvidaron de que muy pronto morirá uno de los suyos, alguien de su familia que no existe para ellos. De tanto pensar todo el tiempo, avisté una pequeña luz de esperanza para curar el corazón de la persona que tanto amo. Necesito ganar dinero, busco la forma de conseguirlo a toda costa, no importa si dejo de estudiar. La llevaré a todos los especialistas del país, estoy seguro de que algún profesional encontrará la solución. Es la media mañana de un sábado extravagante y la pesadumbre me doblegó sobre la mesa, amortajando mi tesón para seguir estudiando. Guardé un libro bajo el brazo, llevé un sombrero de paja a mi cabeza y la desesperación de aprender rápido me obligó a salir corriendo de mi habitación. Asesté un grito a las paredes pidiendo permiso a mi abuela para salir a estudiar y cuando apenas salí a la calle… —Oye, Jesús. ¡Espérame! —Pablo se acercaba con un poco de prisa y mucho entusiasmo. —Por lo que veo, creo que traes algo muy importante. Vayamos caminando, hermano, y cuéntame la razón de tu apuro. —Te tengo una noticia, ¡una buena! Pero primero dime a dónde ibas.
—Es que no puedo estudiar en mi casa; desde hace un tiempo se interponen muchas cosas cuando trato de concentrarme. Por eso decidí tomar un aire diferente, veremos qué pasa en otro lugar. —Si te refieres a los manantiales, bueno…, creo que es una buena opción; a mí me da igual si estudio en mi casa, en la plaza o donde sea. Llegamos a pisar la antología encantada de aquellos parajes de místicos rincones. Me senté en el lugar de siempre, desde donde puedo sentir la energía cósmica. Me mojé la cara para despertar con sus aguas, luego me acosté boca arriba sobre la gramilla arrulladora, entrecruzando mis dedos en la nuca, y miré al radiante firmamento tratando de invitarme a soñar sobre las nubes. —Oye, hermano, ¿escuchaste alguna vez por dónde queda el pueblo de Santa Lucía? —le pregunté con entusiasmo. —Si tú no sabes nada, yo menos. Apenas estoy dos días a la semana en mi casa y eso es muy poco tiempo para conocer a todos los pueblos. —La abuela Consuelo me contó que mi padre se mudó para allá cuando la mujer le echó de casa. Él se llama Darío. Supuestamente, amaba mucho a mi mamá y tiene dos hijos en el pueblo, Carlos y Daniel, tú los conoces —Pablo me miró perplejo—, me prohibieron estrictamente acercarme a ellos, he sido obediente por el miedo a tu padre, él es malo y lo sabes muy bien. —¡Impresionante! ¿Y desde cuándo sabes eso? ¿Por qué no lo has compartido conmigo? Hermano egoísta. —En diciembre del año pasado, la abuela me lo contó para consolarme un poco; fue antes de tomar la complicada decisión de escaparnos. Ella me prohibió decírselo a otras personas. Pero ahora solo me interesa salvar a mi madre, no importa el precio que tenga que pagar. Las nubes bajaron a mis ojos para convertirse en un par de lamentos. —No llores —manifestó con entusiasmo—. ¡Mira lo que tengo! —Extendió la palma de sus manos bajo la intrincada luz de mis ojos—. ¿No ves nada? —Pues, obviamente que no —repliqué algo absorto.
—No seas menso, primo. Usa la imaginación, tú eres bueno para eso. ¡Aquí hay muchos billetes! —exclamó enfatizando con la palma de sus manos—. ¡Dinero limpio y fresco, Jesús! La pequeña luz de esperanza creció con más intensidad al oír esas palabras. —Te escucho, amigo, quiero que me expliques todo. Necesito ese dinero cuanto antes. —Con mucho gusto, primo, he recibido esta información de fuentes muy confiables. En primer lugar, quiero decirte que este trabajo es sumamente riesgoso, es tan peligroso que hasta uno de nosotros podría morir en el intento. Las personas grandes se encierran en sus creencias y nunca se han atrevido a desafiar los peligros amenazantes de aquellos lugares. Hace un par de meses, sin embargo, un grupo de seis niños se hicieron los valientes con la ambición de obtener mucho dinero y se aventuraron en lo desconocido. Las consecuencias fueron devastadoras porque solamente regresaron cuatro, y unos días después fueron encontrados sin vida los cuerpos de los otros dos. En segundo lugar, lo estoy haciendo por vos, porque eres mi hermano. Recibiremos muchísimo dinero si tenemos éxito en este proyecto. ¡Debemos estar locos para hacer esto! —Creo que tienes toda la razón, hermano, pero me da miedo estar aún más loco. Nunca quisiera dañar a las personas que amo, no lo soportaría. —Eso no pasará nunca. Tú estás más cuerdo que nosotros. Escuché hablar de que algunos enloquecen por una mujer, otros, por la muerte de un ser querido y algunos, por una traición. Pero locos hay por todas partes, he observado en muchas oportunidades que las personas enloquecen con el alcohol. Perfecto. ¿Fuiste alguna vez al lago? —No. Me parece muy lejos para aventurarse en tierras tan peligrosas y ajenas. —Bueno… ajenas lo son; pero cómo sabes que son tan peligrosas si nunca has ido a explorar con tus propios ojos ni has desafiado sus arenas. —Mucha gente habla de que son así. Afirman que es muy peligroso para los niños porque en muchas ocasiones algunos han muerto en circunstancias inexplicables. —Nosotros actuaremos con prudencia porque somos extraordinarios. Así que te
digo lo que hay que hacer. Pablo se puso de pie para observar el espectro del oeste lejano donde duerme el alba todos los días; y yo me coloqué de costado para despertar con mis dedos al coruscado espíritu del manantial, de manera que escuchara con la sapiencia de sus virtuosas aguas lo que iba a decir mi hermano. Él levantó con gallardía su índice derecho para señalar la morada del sol y pronunciar sus primeras palabras: —¡Ahí está escondido nuestro tesoro y pronto iremos a reclamar lo que nos pertenece! —exclamó con vehemencia—. Escucha muy bien, hermano. —Y unos instantes después se sentó a mi lado para explicarme—. ¿Me estás siguiendo? —Sí, hermano, perfectamente. Continúa, por favor, me está gustando la idea y ya tengo una estrategia infalible. —¡Ese es mi hermano! —Me regaló unas palmadas en el hombro—. Bien, continuemos. Anoche mi madre fue a visitar a una amiga que vive cerca del lago y me llevó con ella para acompañarla y… —empezó a contarme todo lo que escuchó de aquella señora, sus palabras me dejaron estupefacto—. Oye, Jesús, a mí me parece que te estás orinando de miedo, o me equivoco. —¡No digas tonterías! Esas patrañas a mí no me asustan. He atestiguado cosas más espeluznantes —apunté con firmeza para defender el honor del valiente luchador que palpita hazañoso en mis venas, aunque, a decir verdad, sus palabras me levantaron los pelos y llenaron de escalofríos mi cuerpo. —Entonces, dime qué opinas. —Yo creo que la amiga de tu mamá está loca y tú lo sabes muy bien. Ya viste lo que pasó conmigo al tener una loca en mi casa. —Pero Jesús, ¡no seas tan exagerado! La señora parecía muy cuerda y no tenía nada de loca por ningún lado. —¡Cómo que no! ¿Y las cosas que dijo? —Es la historia que se cuenta del lago y que sabe toda la gente de esa comarca. —Bueno, dejémoslo así. Yo tengo un plan perfecto, hermano, algo que no puede
fallar y nos llevará directamente al tesoro que siempre ha sido nuestro. —Me alegra escuchar eso. De qué se trata. —Construiremos el barco pirata más fabuloso que jamás existió. —Pero… ¡¿Qué?! —Lo que has escuchado, Pablo. Construiremos un poderoso barco pirata como el Perla Negra. No sé si escuchaste alguna vez sobre él. Yo lo vi en una película de piratas, es un barco impresionante. Nosotros construiremos algo mejor todavía, con unas velas majestuosas capaces de llevarnos por las aguas más enfurecidas del mundo. —¡Pero Jesús! ¡En qué piensas, amigo! Esto es algo grave. Estamos apostando nuestras vidas, sería mucho mejor si dejaras de fantasear para que hablemos en serio. Necesitamos ese dinero. —¿Y por qué piensas que no estoy hablando en serio? Me urge más que a ti, amigo. Bueno, te explicaré con más detalle. Y después de unos instantes. —¡Perfecto! Ya te entendí. Ahora explícame cómo y cuándo empezaremos a construir nuestro barco pirata. Pablo me escuchó atentamente sin cuestionarme y dirigió su luciente mirada al inmensurable oeste para plantar nuestra bandera en lo alto del horizonte que estábamos a punto de conquistar con los ojos del alma. Luego, ambos nos pusimos de pie y seguimos contemplando aquel misterioso lecho de una estrella donde se forjaba lentamente la gloria de nuestros últimos deseos. Nuestro silencio gritaba al cielo para conseguir su bendición y un destello de alegría, que vino de algún lado, nos obligó a mirarnos simultáneamente para regalarnos una sonrisa de triunfo. Camino a casa, planeamos incursionar esa misma tarde en esas tierras tan desconocidas y salvajes.
6
Mi valiente burro marcaba la diferencia, peregrinando a gran velocidad bajo las exóticas nubes de un atardecer bronceado. Era la música de aquellas plantas filarmónicas una mensajera de moralejas desairadas, era el bramido de esos vientos un disgusto a nuestra presencia, y la extraña mirada de los pájaros una preocupación por nuestras acciones. Mi orejudo caballo no dejaba de rebuznar dejando la enseña de su lozanía sobre los matizados senderos de estas tierras. Después de una larga travesía, llegamos a un pequeño pueblo sin calles, de cándidas sonrisas y espléndidas miradas. Temerosos por lo desconocido, desmontamos para darle un pequeño descanso a mi valiente compañero y para ocultar nuestra presencia extraña detrás de su gallardía. —Oye, Jesús —Pablito rompió el silencio aterrador de ese momento enigmático —, tenemos que buscar un lugar para descansar. —Pero ¿tú crees que será prudente? —Pues… La verdad, no lo sé, pero hemos viajado más de una hora y es necesario que nos alimentemos un poco. El burro vino comiendo por el camino y tomando mucha agua, y nosotros también necesitamos hacerlo. —Sí, estoy de acuerdo contigo, mira —señalé bastante sorprendido—, es un sauce llorón, vayamos a implorar su abrigo, hermano. Y nos encaminamos con presteza hasta sentir el aroma peculiar de aquellas hojas campusanas con un eterno verano. —¡Maravilloso! —exclamé abrazando los ramajes de esmeralda que se balanceaban rebosantes desde la cima. —Puedo sentir la inconmensurable energía que irradia por sus venas y la increíble belleza que atesora en sus ojos. —Dale, Jesús, apresurémonos a comer algo. Las plantas no tienen ojos, tampoco nos ayudarán a trabajar.
—No estés tan seguro. —Me separé del verde follaje para sentarme al lado de mi amigo—. Las plantas tienen todo lo que tenemos nosotros y quiero recordarte que nos ayudarán a concretar la misión. —Ya lo sé. Ahora comamos rápido y tomemos mucha agua para reanudar el viaje. Debemos regresar a nuestras tierras antes del ocaso. —Y abrió la mochila repleta de cosas ricas para comer. —Tienes razón. A propósito, ¿tú sabes cómo se llama este pueblo? —Ni idea, pero eso qué nos importa; concentrémonos en llegar al objetivo y punto. —Está bien, pero es muy bueno conocer el nombre de todos los lugares que visitamos —insistí con la boca llena—, las costumbres que engalanan a su gente, las plantas y animales que alegran la vida y… —enmudecí para musicalizar las palabras—, el silencio que atesoran sus canciones al viento. —Jesús, no hemos venido a recitar una poesía. Termina con tus extravagancias que ya nos tenemos que ir. —No, espera un segundo, quiero preguntar a esa señora cómo se llama este pueblo. Una viejecita risueña seguía las huellas de su bastón mirándonos de reojo. Llevaba un pintojo ramo de flores silvestres en un brazo y una carga sobre su encorvada espalda. El cayado que sostenía la mitad de su cuerpo la detuvo su mano derecha para mostrarme el prodigio de la vida que habitaba en sus ojos. No dudé ni un segundo en sostener con ambas manos el pesado fardo que extenuaba sus cansadas piernas. —Buenas tardes, señora. —Me puse algo nervioso—. Mi hermano y yo estamos de paseo, la vi casualmente con toda esta carga que lleva encima y la quise ayudar un poco. Si usted me permite, por supuesto. —Gracias, hijo; pero no te molestes, estoy acostumbrada a llevarla todos los días para que se alimenten los animales que me acompañan. —No es ninguna molestia, señora. Tengo un burro que se pondrá muy contento de transportar ese fardo hasta su casa.
Llamé a Pablito para continuar el viaje. Mi amigo adornó sus oídos con un saludo feliz y me presionó con su mirada para marcharnos. —¿De dónde vienen ustedes, niños? Yo conozco a toda la gente de este pueblo y es obvio que ustedes no son de acá. —Venimos de Toledo, señora. Salimos a conocer el lago para regresar a pescar otro día. Pablito dijo una mentira innecesaria y la abuelita se quedó intrigada con su semblante asustado. Mi Pegaso adornó su espalda con la carga, alardeando de su caballerosidad en la gallardía de sus ojos negros. Nos alejamos de ese lugar perfumado que invitaba a soñar en el remanso poetizado de sus rincones plácidos, hasta arribar a la morada de un pequeño campero, donde las ovejas miraban desesperadas el camino por donde seguramente llegaba todos los días su espléndida pastora. —Muchas gracias, niños. Ustedes llevan un espíritu de ángel en sus corazones. No tienen que cruzar el confín de estos senderos, el umbral de aquellas aguas celosas que no perdonan a nadie. Háganme caso, niños, por favor. Ambos asentimos con la cabeza, pero la sangre de mi amigo se acumuló en su rostro y una chispa de miedo brilló en sus ojos. Traté de controlar mis emociones y me atreví a consultar algo que se me estaba olvidando. —Ya nos tenemos que ir, señora, muchas gracias por el consejo, pero… ¿puedo hacer una pregunta, si no es mucha molestia? —Puedes hacerme las que quieras, hijo, no hay ningún problema. —Quisiera saber el nombre de este pueblo tan bonito. —Están pisando las tierras de Santa Lucía. —Una sensación extraña se mezcló en mi sangre y recorrió todo mi cuerpo—. He vivido toda mi vida en este suelo tan amado y nunca me alejaría por nada del mundo; mis hijos se fueron para formar otro nido. Yo decidí quedarme aquí, esperando el momento propicio para que el espíritu de la persona que tanto he amado y sigo amando regrese a buscarme. Váyanse en paz, niños, y no hagan travesuras que pueden lastimarse y lastimar a sus seres queridos.
Después de sus primeras palabras, no la escuché casi. Me quedé sumergido en un silencio aterrador, luego me recuperé rápidamente para formular otra duda. —Entonces, me imagino que usted debe conocer a un señor que se llama Darío. —Claro que lo conozco, es mi hijo, pero… ¿de dónde lo conocen ustedes a él? —Nada, señora, sentimos mucho la molestia. Ya nos tenemos que ir —se apresuró a decir Pablito mientras yo me quedé atónito, él me estiró de la remera bastante asustado, al tiempo que jaló las riendas para salir volando. Nos quedamos asustados buscando refugio en las alas de mi Pegaso. Mi corazón imploraba volar más rápido para escaparme del sitio tan cautivante, donde imaginé en un segundo haber visto anticipadamente los ojos de mi padre, a los que tanto tiempo he buscado por todos los rincones de mi mundo. No pude encontrar ni una sola palabra en mi mente para explicar a mi corazón ese instante tan extraño. —Paremos un rato, me gira la cabeza. —Mis manos se ligaron al cuello de mi amigo, quien conducía nuestro transporte galáctico. —Está bien, Jesús. —Desmontó de un salto para ayudarme luego—. ¿Qué tienes? No me asustes, por favor. Me ayudó a sentarme en la orilla de un límpido cauce; pero mi alma no podía escuchar su música ni mis ojos mirar las estrellas que brillaban en sus aguas. —Me duele la cabeza. Me mojó la cabeza. —¿Te sientes mejor? ¿Qué te pasó? Dime lo que te duele. —Yo no sé, es la primera vez que me pasa. Debe ser por el viaje o, tal vez, me cayó mal la comida. Ya estoy mejor. Tenemos que continuar. Me mojé otra vez la cabeza con la firme decisión de seguir caminado. —Pero no podemos continuar si te sientes mal —me advirtió Pablito—, más adelante puede ser peor.
—Me duele un poco la cabeza, pero ya se me quitará enseguida. ¿Te olvidaste de que hemos pasado por circunstancias peores? ¡Mójate vos también, sucio! —Eres un malvado, me mojaste toda la ropa. —Mejor para vos, hace mucho calor. Dale, que tenemos que seguir. Después de pasar un trecho de maizales escuetos, nos dimos cuenta de algo impresionante al avistar detrás de un montículo. —¡Ahí está el temible y legendario monstruo de estas venerables tierras, hermano! —Pablito exclamó señalando con la chispa del índice a punto de encender una llama. —¡Sensacional! Apenas puedo ver un poco y mis ojos se desesperan por completar el paisaje, el corazón me late más fuerte, las piernas empiezan a temblarme por sentir sus aguas y mis manos suplican por tocar los tesoros. ¡Vayamos de prisa, hermano! Llegamos a la cima de aquel montículo enorme y nos dimos cuenta de que era una antigua represa, hecha por el hombre y exornada por la magia de la naturaleza. Nos quedamos paralizados en el lomo de mi burro, víctimas de un extraño hechizo que inevitablemente se había metido por nuestros ojos. Un grito de gloria vino a conjurar el encanto de nuestras miradas; era el solemne clamor de mi valiente burro que festejaba el triunfo de la primera batalla. —Oye, Jesús —murmuró Pablito sin quitar la vista de esas aguas completamente sosegadas. —Te escucho —respondí muy cerca de su oído izquierdo, como presagiando la llegada de algún heraldo que le sirviera al monarca de este imperio de cristal. —Hay algo extraño en este lago; estoy pensando en las leyendas que atestiguan los habitantes de esta región. Es muy sospechoso, porque sus aguas están exageradamente tranquilas, como invitándonos a nadar y disfrutar de sus cándidos placeres para hacernos caer en una trampa. ¿Tú puedes ver eso? —Absolutamente. No creo que exista un ser humano capaz de resistir la tentación de refrescarse en ellas. Más todavía con este sofocante calor, que, al parecer, el mismo sol ha tomado la decisión de aliarse con el gobernante del
lago. —Habla más bajo —me sugirió reduciendo el volumen de mi voz con la mano —, nos puede escuchar alguien. En estos lugares no debemos confiar en nadie, hasta los pájaros y plantas nos pueden oír. —Lo siento, vos dijiste que las plantas no tienen ojos y ahora supones que tienen oídos, pongámonos de acuerdo, compañero. El enemigo sacará ventaja de nuestras debilidades. —Fíjate en tu alrededor. Hay tantas plantas extrañas que hasta me da miedo tocarlas y pájaros amortajados de negro que jamás he visto en mi vida. Por eso te digo. —No hay nada insólito en este lugar; solamente el semblante tranquilo de estas aguas, el cual desentrañaremos pronto. —¿En dónde crees que puede estar el tesoro? La inmensidad de este reino nos dificultará la búsqueda. —Usaremos el sentido común, tenemos que acercarnos mucho más. Ni siquiera hemos llegado a los umbrales del reino sosegado. —Es verdad, no perdamos más tiempo. Anduvimos hasta que llegamos al confín de aquel sendero épico de místicos placeres. Un letrero muy presuntuoso que decía «Peligro, no pasar», nos detuvo con sus intimidantes palabras. —Lo siento, viejo —respondió mi amigo al letrero—, pero a nosotros no nos asustan esas palabritas mal escritas porque somos los guerreros más fuertes y por demás los más valientes. Esperemos que tengas suerte con otras personas. Nos bajamos del mítico alado para adentrarnos caminando en un sendero apenas repujado por unas pisadas temerosas. Grande fue la sorpresa cuando al llegar a un pequeño claro descubrimos a dos altaneros caballos con los cuerpos pintados de orgullo y vigor y una enseña de valentía brillando en sus ojos de luna llena. Este descubrimiento nos dejó perplejos y muy intrigados. Nos miramos a la cara y, con gesto indiferente, nos desviamos un poco para continuar caminando, pero de pronto… un silbido macabro nos obstaculizó el paso y las sombras de dos
personas aparecieron de entre los matorrales. El susto casi nos envía al otro mundo. —¿Y qué hacen unos mocosos en este lugar? —Uno de ellos se enfureció bastante—. ¿¡Qué, no saben leer lo que dice en la entrada!? —Conozco muy bien a estos mocosos. —El otro joven nos señaló con sus brillantes ojos mientras preparaba una caña de pescar—. Ya sé de dónde vienen, pero no entiendo qué carajos hacen aquí. Les sugiero que desaparezcan antes de que me enoje. —No me digan que ustedes son los dueños de este lugar. ¡Por favor! ¡Vámonos, Pablo! —¡Esperen, mocosos! ¡A dónde creen que van! No solamente lo sabrá tu tía, también se lo diré a tu tío Pancho cuando llegue de su viaje el próximo invierno. Me quedé paralizado cuando oí eso. Miré a sus ojos tratando de entender algo tan inexplicable de aquel extraño pescador. —Hemos venido a llevar juncos para construir el techo de los animales y ustedes nos están perjudicando. Mi amigo trató de persuadirlos de que no nos delataran mientras yo buscaba, sin resultado alguno, el rostro de ese joven en todos los rincones de mi mente. Entonces traté de alejarme de ellos. —Es verdad —apunté—, ya nos tenemos que ir a trabajar. Ustedes son unos impertinentes. —¡No estoy bromeando, niños! Váyanse de una vez, por favor. Les estoy hablando en serio, no me obliguen a llevarlos por la fuerza. Ustedes son unos niños muy buenos. A ningún niño le dejaría en estos lugares, nunca me perdonaría si a ustedes les pasa algo. No nos quedaba otra alternativa que ceder. Nunca me imaginé que se nos presentaría un obstáculo tan difícil de vencer, pero de todas formas no nos afectaría mucho en nuestra misión. —Está bien, señores desconocidos —expresé con un tono calmado y de perdedor
—, nos iremos entonces; pero ¿cuál es el problema si estos lugares son tan bonitos y apacibles para disfrutar de un paseo? —¡Ustedes desaparecen de aquí y se terminó el problema! Puse cara de asustado simulando estar en pánico y aceptamos con la cabeza. —Está bien, señor, ahora tenemos mucho miedo —le manifesté sin borrar el susto de mis ojos—, pero necesitamos llevar un poco de junco. Aunque no nos crean, queremos dar una sorpresa a mi abuelita construyendo un techo en el patio de los animales para que no se inunde. —Eso es cierto, señor —añadió Pablito en mi ayuda—, la última lluvia mató al pollito más lindo y ahogó al patito más travieso. Yo le aseguro que nunca más volveremos a este lugar tan espantoso. —Entonces, pónganse a trabajar donde los pueda ver. Ahí tienen mucho para cortar. —Señaló con su dedo un exuberante juncal a unos pasos de la orilla—. Eso no quiere decir que estoy dando crédito a sus patrañas. Luego desaparecen volando en… ¡No lo puedo creer! ¿Ustedes vinieron en esa cosita graciosa? — exclamó con una sonrisa burlona, mientras sus ojos se clavaban en la modesta figura de mi burro. —Para su información, él se llama Pegaso —yo estaba dispuesto a defender su honor—, y no es una cosita como esos inútiles que tienen ahí —dirigí el índice acusador a los dos sementales que nos observaban con altanería—, y que nos miran como estúpidos. Mi valiente Pegaso sacó el pecho en señal de orgullo. —Y los míos se llaman Thor y Superman, y vuelan más rápido que su Pegaso, que ni siquiera tiene pinta de un caballo. Yo diría que se parece a… ¡un burro! —afirmó—. Pónganse a trabajar, mocosos, y luego desaparezcan de mi vista. De todas formas, me encanta su osadía, esperemos que les dure toda la vida porque la necesitarán. —¡No seas tan iluso! —replicó Pablito con sarcasmo—. Apostaría mi cabeza a que estos perdedores —apuntó a los caballos, que trataban de ocultar su enojo— se llaman Canelita y Dulcinea. —Y nos reímos a carcajadas.
—Vámonos, mi valiente Pegaso, pueden contagiarte la sarna —dije mirando a los espléndidos superhéroes que posiblemente eran lo que decía su dueño—; pero qué importa, yo soy feliz con mi burro. —¡Oye, Jesusito! —Hasta conocía mi nombre el fastidioso—. Que tengas suerte con los juncos porque hay muchas arañas, víboras y ranas venenosas adentro. Que yo sepa, nadie salió con vida después de cercenar el cuello de los pobres juncos. Luego no me digan que no los advertí, mocosos. —¡Puedes asustar con eso a tu abuela, pero no a mí! Nos pusimos a trabajar con premura porque el ocaso amenazaba con llamar a las sombras. Apenas tardamos un par de minutos para juntar lo suficiente, cosa que pueda llevarnos fácilmente nuestro valiente alado sin cansarse mucho. Luego, buscamos un lugar propicio en la orilla para sentarnos a contemplar los milagros de la naturaleza: aquel espejo de plata que reflejaba el azul del cielo en nuestros ojos, esa misteriosa quietud que profesaba los placeres del paraíso y escribía la poesía de su espíritu en nuestros corazones. Ni el graznido de los patos era simplemente un graznido si escuchabas absolutamente callado. —Oye, hermano. —La sabia hechicera que labró un paraíso en su casa me devolvió el habla—. Ya nos tenemos que ir o no llegaremos a tiempo. Si esta parte de la naturaleza es tan celosa, ¿no se enojará con nosotros? —No tiene por qué enfadarse, no hicimos nada malo. Además, la naturaleza es parte de Dios y él sabe lo que queremos. Por eso mismo, solamente nos llevaremos lo que necesitamos. —¡Hemos cercenado una parte de ella, compañero! Es como cortarle los cabellos a una mujer, ¿no te parece que le hicimos daño? —No seas tan ingenuo, no hicimos ningún daño a la naturaleza; al contrario, usaremos una parte de ella para engrandecerla. —Es verdad. —Me agarré el mentón para grabar en mi corazón lo que estaba aprendiendo de mi amigo—. No había pensado nunca en eso. —Ya nos tenemos que ir, Jesús. No es momento de pensar, tenemos que llegar antes del ocaso.
—¿Has analizado toda la superficie del lago para llegar a una conclusión del lugar donde puede estar escondido el tesoro? —Claro que sí, compañero, supongo que tú también. —Yo no tuve tiempo, hermano, pero será suficiente con lo tuyo. —¡Pero Jesús! Hemos venido con una idea muy clara a estas aguas tan peligrosas y tú me vienes con eso. —No te enojes, amigo, he contemplado hasta los rincones más recónditos de este lago, pero… —Es suficiente, ahora nos tenemos que ir de prisa. Decidimos marcharnos con la grata satisfacción de haber conocido a su majestad; aunque era muy difícil abandonar este lugar, donde los anfitriones nos habían regocijado con la mejor música de su repertorio edénico y ataviado el alma con el traje idóneo de sus perpetuas alboradas, para poder identificarnos en la siguiente visita. —¡Y esos enanos qué hacen ahí! —El desconocido truncó otra vez la inspiración de la madre naturaleza. —¡Oye, señor desconocido! Te aconsejo que uses anteojos porque ya no puedes ver que estamos sentados —replicó mi amigo con un gesto de alegría y sarcasmo, a la vez que nos levantamos para marcharnos de este lugar tan hermoso que ya se había ganado una parte de mi corazón. La naturaleza nos guio hasta la salida, o tendría que decir más bien hasta la entrada. No lo sé. Aún estaba mareado por el aire balsámico de sus cabellos verdinos e hipnotizado por sus ojos azules que nunca dejan de mirar al cielo. —Quiero que regresen exactamente por donde vinieron —insistió el joven—. Por nada del mundo se desvíen y no traten de tomar un atajo. Ya no estoy bromeando, niños; háganme caso, por favor, o lo lamentarán mucho y sus seres queridos sufrirán las consecuencias de su error. ¿Entendieron? —Perfectamente, señor desconocido, no somos estúpidos —alegué.
—Eso ya lo sé; pero son unos endemoniados, difíciles de confiar. Yo no diré nada a nadie de esta aventurita suya, pero no los quiero ver nunca más por aquí. Y no soy un desconocido, me llamo Raúl y soy amigo de tu tío Pancho. Averigua por qué no me has conocido nunca y te darás cuenta de que vos eres el que necesita anteojos, mocoso. Y ahora desaparezcan de mi vista, y mucha suerte con su proyecto. ¡Les ruego que me inviten a la inauguración, enanos insolentes! Y nos alejamos poco a poco dejando atrás el imponente azul del lago. —Lo siento, mi valiente amigo —formulé halando con ímpetu las riendas—, necesito que vueles más rápido para llegar a tiempo. El sol se acercaba a dormir en su lecho y nosotros queríamos arribar antes de que se apagara la luz de sus ojos. Llegamos al lugar donde habíamos conocido a la imbatible abuelita. Primero pensé en abrazar de nuevo aquel follaje del sauce que inspiraba tenacidad, pero ya era muy tarde. Luego se me ocurrió visitar la existencia perenne para contemplar por primera vez el rostro de mi padre, pero también ya era muy tarde. Nada me detendría para mirar sus ojos que deben ser como los míos, muy tristes y abandonados. Me detuve un rato para probar suerte, un poco de suerte, aunque sea para verlo de lejos. Pero… creo que no tengo suerte ni para eso. —¿Dónde estás, papá? —Un par de lágrimas viajaron hasta esa casa para convertirse en el sereno del alba y acariciar su rostro por las mañanas—. Solamente quiero mirarte, no me lo niegues, por favor. Te amo, papá, y te extraño; te necesito. —No llores, hermano, no te olvides de que volveremos mañana y muchas veces más. Entonces se consumarán los designios de Dios.
7
17 de marzo de 1999
Ya pasó algo más de una semana después de esa noticia tan agradable y perturbadora a la vez. Transcurrieron tantos días desde que escuché las palabras tan conmovedoras de la abuelita y desde que empezamos a concretar un proyecto loco. Han sido once noches de consternación pasadas en vela mirando las estrellas y once amaneceres de letanías eternas suplicando al cielo que me conceda llegar al corazón de mi padre. No encuentro por las noches un mejor lugar en el mundo que este rincón sagrado de mi hogar para contemplar la exuberante belleza del firmamento. Cada lágrima que se escapa de mis ojos sube al cielo y se convierte en una estrella. Con todas estas gotas saladas que brillan quiero construir un nuevo corazón para mi madre. Continúo llorando mi última pérdida, pero más me duele la situación de mi madre. Cada minuto que pasa es un minuto de vida que se escapa de su corazón. Hay veces que no puedo soportar el dolor, y otras intento, sin lograrlo, morir ahogado en mis propias lágrimas, que inundan la almohada. Doy gracias a Dios por regalarme a los amigos que tengo. Ellos me traen un medicamento diferente todos los días, me lavan las heridas con su amor y muchas veces con su llanto. Yo hago lo mismo con mi madre, que ignora lo de su enfermedad. El inminente silencio de sus latidos aterroriza mi alma. Ahora tiene una amiga que la cuida, es aquella mujer de criznejas largas como un sauce, que transformó el llanto de mi madre en gotas de vino para embriagarse de alegría. Esa mujer de ojos tan azules como el cielo y tan grandes como una estrella trajo en su alma la antología completa de todas las canciones que engalanan los cielos para alegrar un poco los efímeros ojos de mi ángel. Ambas se pasean por las praderas cantando al viento y pintando de gloria los senderos. Esa mujer tiene un artífice magistral en sus delicados dedos para labrar exóticos dibujos de otros tiempos y muchas flores naciendo con el alba en una manta rosada como sus mejillas. Coadjutora de naturaleza, ella se esfuerza para transmitir el espíritu de su arte a las manos de su alumna. Hace poco mi madre me dijo que está labrando con el fulgor de los dedos que emana de su corazón el gorro más hermoso y ardiente que jamás he
tenido. Esta mujer tan buena con el semblante seráfico se llama Kiara. Es un nombre muy extraño, la epifanía de ella misma es algo enigmático. Algún día entenderé tantas cosas raras que pasan en la vida. Ayer por la noche escuché accidentalmente una conversación de mi tía bruja y su novio con mi abuela y mi tío José. La encarnación de Lucifer rogaba que le concedieran la dicha de convertirse en la esposa, yo diría en la verdugo, de aquel pobre infeliz que hace poco tiempo abandonó las «copas» para aprender a trabajar; y me puse muy feliz cuando dijo que planean irse de casa después de casarse, porque está embarazada de tres meses. Lamento que haya llegado muy tarde esta bendición. Mañana jueves será el último día de viaje a las riberas del lago. Ya no podemos ir los fines de semana porque descubrimos el itinerario de los desconocidos fastidiosos; aunque ya sé el nombre del otro perdedor que no sabe ni pescar. Me duele cruzarme todos los días con esa morada que parece tan solitaria, donde brilla un deseo tan fácil de alcanzar, tan cerca de mis manos y de mi corazón. Ya tengo que dormir. Mañana será un día memorable y necesito descansar mis ojos para que no se pierdan ni un detalle de lo que van a presenciar. Hemos planeado salir más temprano a visitar ese rincón del universo que tantas plegarias me ha hecho escribir en el cielo y tantas lágrimas me ha hecho beber para calmar mi sed, mi sed de conocer los ojos de mi padre. Apenas llegué de la escuela y Pablito ya estaba en mi casa; estoy seguro de que ni siquiera comió. Veremos si hay un plato más, porque mi abuela siempre acostumbra a cocinar lo justo. Mi alada pastora ya se había marchado con todos los animales, como siempre; y, tal como imaginé, solamente quedaba un plato y medio de comida, pero lo compartí a mitades con mi hermano. Alcé un par de cosas que tenía que llevar y salimos volando con rumbo a las praderas. De camino al lago, Pablo no se sentía muy seguro de querer visitar la morada enigmática. —Pero hermano, no hay muchas probabilidades de que sea un malentendido — aseveré algo preocupado reduciendo un poco la carrera. —Igualmente no te hagas muchas ilusiones, amigo. Además, tenemos que ser muy cautelosos; tu padre tiene un pasado negro y no es bueno que te arriesgues demasiado para acercarte. Si nos equivocamos en algo causaremos muchos problemas, y es lo peor que podemos hacer. De hecho, estamos cometiendo un grave error, porque mi padre te prohibió aproximarte a ese hombre, incluso a sus
hijos. —Lo sé. ¿Crees que no había pensado en eso? Estoy dispuesto a tomar ese riesgo. Tienes que ayudarme en esto, no me dejes solo, por favor. —Iría contigo hasta el fin del mundo, si es posible hasta el infierno; pero tenemos que pensar muy bien antes de hacer las cosas y, especialmente, aquello de lo que nos podemos arrepentir mucho. Seamos prudentes para no cometer errores. —Gracias, Pablito. Tienes toda la razón. Anoche me puse a pensar en eso y más. Haremos lo siguiente: antes de llegar al claro, al burro le dejaremos atado detrás de algunos matorrales; luego buscaremos un lugar propicio para ver la casa, e irás a visitarla solo. Se trata de indagar el comportamiento de mi supuesto padre y de todos los que habitan con él. Yo me ocultaré detrás de un árbol para observarlo todo. Luego te despides y simulas que te vas para volver conmigo. —¡Yo no entro ni loco, Jesús! Yo solo no puedo. Ponte en mi lugar, tú tampoco lo harías. —Claro que lo haría, iría hasta el mismo infierno por ti. —Eso lo dices porque no estás en mi situación. Entramos juntos o no lo hacemos, tú decides, amigo. —Por favor, tú sabes que es muy importante para mí. Junté mis manos en el sagrado rincón de la oración, donde sientes los latidos del alma para llegar al corazón de Dios. —Soy tu hermano y no puedes hacer eso conmigo. Tengo miedo; qué pasa si son malas personas. —Lo sé. Perdón, hermano. Me estoy dejando llevar por esta locura. Mejor nos vamos para continuar con el trabajo. Pensaré cómo lo hago después. Y abortamos la misión que antes me parecía tan fácil de concretar, y que, en realidad, no lo era. Un aire de impotencia exprimió las últimas gotas de dolor en mi corazón para llevarlas hasta mis ojos. Él se abrazó a mis pulmones para contener el halo de tristeza que no me dejaba respirar y para llorar conmigo con
la misma impotencia que nos debilitaba a los dos. —Está bien, hermano. Iré —me dijo con la angustia pegada en su garganta—. Lo hago por ti, amigo, no lo haría por nadie más. Mis manos borraron los últimos rastros de dolor que quedaban en mi rostro y las palabras de mi hermano llenaron mi alma de grandeza y honor. Entonces comprendí, finalmente, que ya no me hace falta un hermano de verdad, ya lo tengo a mi lado, siempre lo tuve. Me siento bendecido junto a él. Detuve la marcha con el propósito de contemplar sus ojos y cargar una pluma con la tinta indeleble que guardo en mis venas, para escribir con pocas palabras en su corazón mi consagrada promesa de llevarlo eternamente en mi alma. —Nada soy sin ti, hermano. Te quiero mucho. Y me abrazó con el alma, sabiendo que nunca más me sentiré solo en esta vida, que siempre seremos hermanos pase lo que pase, en las buenas y en las malas, porque así está escrito en nuestros corazones. Llegamos a las proximidades de aquella morada y nos dispusimos a consumar nuestro plan. —Este es un buen lugar para ocultar a Pegaso —propuso Pablito sin poder evitar la embestida del miedo en sus piernas. —Quiero que vayamos juntos, hermano. —No te entiendo nada, Jesús. ¿Qué pasó con lo planeado? —Nunca más te dejaré solo. Estoy dispuesto a poner mis manos en el fuego, pero nunca más me arriesgaré a que te pase algo malo. Le pido a Dios que nos proteja, porque algo me arrastra sin poder evitarlo al lado de esa persona que nunca he conocido y que, a la vez, siento que la conozco de toda la vida. Enfrentaremos juntos esta situación, hermano. —Le toqué el corazón con el puño izquierdo. —Bien. Vayamos entonces.
8
Nos lavamos la cara con el bálsamo plateado que se desplazaba ostentando su magia por un cauce arrabalero. Nuestros miedos se ahogaron en sus aguas después de ser conjurados de nuestra piel y empezamos a caminar lentamente hasta llegar a los umbrales de aquella casa. Mi burro se inquietó un poco y nos quedamos paralizados en la puerta, con la mirada perdida en el fondo del nido primaveral, ornado de muchas pieles ovejunas y de un fructífero jardín, donde los claveles abrazaban a las margaritas para bailar con el viento, que cantaba un bolero con la música de los cauces. Un ganso salió no sé de dónde, seguramente para contemplar el baile de las flores. La disonancia de su garganta descosida truncó la algarabía romántica de la siesta. Su graznido llamó a sus compañeros, que inmediatamente se dieron cuenta de nuestra presencia y corrieron muy enojados a la puerta, cual si fueran perros guardianes que protegieran su hogar. La ocupante secular de ese rincón embelequero miró primero por su ventana y, con los ojos pasmados de sorpresa, salió a recibir la inesperada visita. —Buenas tardes, señora —la saludé algo temeroso—. ¿Nos puede regalar un poco de agua, por favor? Tenemos mucha sed. —Solamente queremos un poco de agua, señora, y nos marcharemos de inmediato —añadió mi amigo con una sonrisa. —Pero qué corazón tendría para negarles un vaso de agua, niños. Pasen, los invito a conocer mi humilde hogar. Esta pobre vieja necesita un poco de su alegría para continuar viviendo. Acompáñenme, por favor. Seguimos a la abuelita con la misma lentitud de sus pasos. Aquellos gansos antipáticos o, mejor dicho, los perros emplumados nos seguían muy de cerca, esperando una oportunidad para mordernos con sus desgastados picos. Mis piernas temblaban y mi corazón latía de prisa; no sé si por miedo o por la emoción de estar frente a mi padre. Llegamos hasta un salón de ornamentos muy antiguos, algunos de los cuales destellaban miradas esotéricas bordadas sobre un lienzo blanco, manchado de castaño oscuro por las inmortales pinceladas del tiempo. Las imágenes tan abstractas confundían mi mente que no las había visto
nunca excepto en algunos libros. Seguramente reflejaban la dualidad de los espíritus que habitaban ese hogar. —Siéntense, por favor. —Nos ofreció unas cómodas sillas forjadas de junco que revelaban mucha creatividad—. Les traeré un vaso de agua para que se tranquilicen y calmen su sed. Pónganse cómodos y hagan de cuenta que están en la casa de un familiar. No tienen por qué sentir miedo; aquí no hay fantasmas ajenos. Mi esposo construyó este nido con sus propias manos y desde entonces he vivido junto a mis hijos. Nos quedamos con la mirada perpleja concentrada en los dibujos tan enigmáticos; luego nos miramos a la cara con un gesto de incertidumbre. —Pero no hay nadie más que la abuela en esta casa, Jesús —me susurró al oído Pablito bastante preocupado. Yo no podía decir nada porque no tenía nada para decir. Cada rincón de mi mente estaba ocupado imaginando a mi padre. El corazón me golpeaba el pecho sin descanso alguno, desesperado por salir al encuentro de aquellos latidos que tanto buscaba. Mi alma serena estaba sentada en el umbral de mis ojos tratando de entender los misterios de la vida en ese lugar. —¿Cómo están mis niños? —Volvió la abuelita—. Me imagino que con mucha sed y seguramente un poco intrigados. Yo estaba desesperado. No dijimos nada, simplemente recibimos de sus beatíficas manos un poco de su corazón convertido en agua. —¿Y qué hacen peregrinando otra vez por aquí? Mi hermano contestó de inmediato: —Nos gusta pasear por estos arrabales, porque nos inspiran sabiduría y prudencia. Señora, ¿vive usted sola con su hijo? —Así es, pequeño. Uno de mis hijos me acompaña en estos momentos tan difíciles de mi vida. —¿Y en dónde está su hijo, señora? —No pude evitar que una emoción desmesurada se mezclara en mis palabras.
—Pero tranquilo, hijo, ¿o acaso lo buscan a él? Hasta podría pensar que sí, pero eso es imposible. Aunque puedo ver con la escasa luz de mis ojos algo inminente en ustedes. He soñado durante tantas ocasiones interminables la llegada de este milagro. Les ruego que no me pregunten por qué; yo no soy la encargada de pregonar ni el cielo me lo permite. He traído la prueba física de que los sueños se pueden hacer realidad, de que no son imposibles de alcanzar y mucho menos de conquistar. Supe entonces que aquel anhelo tan lejano, dormido en el cansado corazón de una dichosa existencia, había despertado para abrazar al perennizado deseo hecho realidad. Supe con certeza infrangible que tenía que estar en sus brazos guardando los latidos de su vida en mi piel y sintiendo el calor de su alma en mi corazón; llorando en su seno y limpiando sus mejillas con mi amor. Entendí por completo que debía permanecer a su lado para disfrutar de sus manos y de los últimos destellos de una luz moribunda que proyectaban sus ojos. Sin perder un segundo más de este precioso instante, los latidos me arrastraron a sus brazos, que desde hacía tanto tiempo me estaban esperando. Seguramente, ella nunca se había cansado de hacerlo, postrada en esta silla tan grande, que posiblemente había mandado a forjar pensando en que algún día llegaría para sentarme a su lado, o tal vez, para descansar en los brazos de la persona que tanto amaba. Esa perpetuada existencia me abrazó con el alma. Las consagradas lágrimas que su corazón guardaba para esta ocasión nidificaron en mi cabello y luego en mi mente para formar algún día parte de su constelación y convertirse en las estrellas más brillantes del universo que guíen mi camino. Yo escuché por primera vez esas notas en que palpitaban las canciones más cautivantes de su pecho. Mi alma empezó a cantar la poesía épica de un soñador infatigable que buscaba las ilusiones perdidas en todos los rincones de su imaginación. El cansado corazón de mi abuelita había guardado toda su energía para este momento, a fin de gastarla con todos los besos que me vestían de amor y felicidad. —Tu padre será la persona más feliz del mundo cuando te encuentre aquí —me aventuró sollozando extenuada. Yo me apresuré a acercarle el vaso de agua que estaba sobre la mesa, para depositarlo en sus desgastadas manos y nuevamente me senté a su lado deseando sentir sus latidos.
—¿Y en dónde está mi padre, abuelita? —Él trabaja toda la semana en la ciudad, siempre llega a eso de las siete para dormir en casa, solamente los domingos está conmigo todo el día. El ambiente nos envolvió con un silencio extraño. Luego, mi alma acongojada empezó a gritar con dolor y frenesí. —Tú no sabes las cosas que he pasado para sobrevivir, abuelita; las peripecias que he vivido para cuidar a mi madre y permanecer a su lado. Ya sé cómo llegué a este mundo, pero yo igual quiero a mi padre. Nunca lo odiaría por eso; y deseo saber si es tan malo como me contaron y si alguna vez me ha extrañado como yo a él. Mis ojos buscaron refugio en su seno y mi abundante lloro mojó su pecho. Ella me limpió con los temblorosos dedos y yo respiré profundo para continuar reclamando lo que me habían quitado sin piedad alguna. —Anhelo saber si alguna vez me quiso tanto como lo he querido. Abuelita, ¿ha sufrido la décima parte de lo que yo he sufrido sin él? Solamente dime si alguna vez ha pensado en mí, pues yo siempre he pensado en él; ¿alguna vez me ha buscado de la misma forma en que yo lo he buscado a él todos los días? Mi alma se cansó llorando y se durmió en el lecho de su vientre, en aquel rincón del cielo donde se forjan las estrellas para que nazca un ángel; en ese lugar donde puedes escuchar la música más bella que palpita las veinticuatro horas del día sin descansar. —Ya me puedo morir en paz con toda la felicidad del mundo que me has dado, sabiendo que tú eres un niño bueno y te convertirás en un gran hombre. Tu padre se apartó del nido para construir uno propio al lado de una mujer buena; solo entonces sintió que era el hombre más feliz del mundo y rápidamente pensó en construir su hogar en el pueblo natal de su amada compañera. Él era un hijo predilecto; tenía un buen corazón, aún lo tiene, pero todos sabemos que nadie es perfecto; crecemos cometiendo errores y hay errores que se pagan muy caros. Cada uno es dueño de su propia vida, de sus defectos y virtudes, de sus éxitos y fracasos. Algún día tendremos que responder a Dios y a la vida por nuestros actos; y deberemos pagar el precio de cada error, de las cosas malas y buenas que hayamos obrado en este universo. Transcurrieron once años desde ese día funesto y no pasó ni un segundo en que no haya visto sufrir a tu padre.
—¿Y qué sucedió después con él? —No soportó perder a sus hijos y a su mujer, ni el daño que causó a tu familia. Una mañana después de una abrumada noche, lo encontré tirado en el piso de su habitación… Empezó a llorar con mayor intensidad, pero esta vez de tristeza. Todavía sentía mucho dolor cuando se tocaba las cicatrices. Me paré en la misma silla para secar sus lágrimas y llevarme su dolor con mis besos. Después de callar un instante, decidió continuar tocando sus heridas. —Sí, estaba tirado un vaso de cristal hecho añicos y un sobre de veneno para ratas a su lado. Le salía mucha sangre por la nariz y se encontraba casi inconsciente. Para entonces, el más chico de mis hijos vivía con nosotros y estaba más conmocionado que yo. Como podrás ver, hijo, en este lugar estamos desprotegidos todo el tiempo, y él tuvo que llevarlo corriendo hasta la carretera para tomar un autobús a la ciudad. Y permaneció dos semanas en estado de coma. Los médicos lo dieron por muerto, pero un día llegó el perdón de Dios y despertó. Estuvo otras dos semanas hospitalizado. Luego, su hermano lo cuidó por más de ocho años, porque siempre tenía impulsos suicidas. Sus faltas se convirtieron en un calvario y cargó la cruz de su pecado durante tanto tiempo. —No entiendo cómo un hombre tan bueno puede cometer un pecado tan grande. —La relación extramatrimonial que tuvo con esta mujer que ahora es tu madre duró más de un año. Me confesó que ella estaba muy enamorada y que él también sentía lo mismo. No sabía qué hacer para no dañar a nadie. Tengo entendido que ella lo amó desde el primer día que lo conoció y me imagino que habrá sufrido mucho. La noche en que se atrevió a entrar a tu casa sin medir las consecuencias, estaba totalmente borracho y no faltaron algunas personas para atestiguar su atrevimiento. Entonces, no le quedaba otra alternativa que mentir a su mujer para intentar escaparse del pueblo con su familia. Él no es mala persona, hijo; yo misma no llego a entender por qué cometió un error tan grande que lo condenó a vivir en el suplicio. —¿Tú crees que él no se olvidó de mí? Pasaron tantas cosas en su cabeza que hasta pudo olvidarse de mi existencia. —No hay un solo día que no te recuerde, hijo. Todos sus hijos viven en su corazón. Quiso recuperar a su familia, pero era demasiado tarde: su esposa ya
tenía otro compañero. Buscó refugio en el alcohol, pero, gracias a Dios, su hermano lo ayudó. Ahora gasta su tiempo libre trabajando en todo lo que está expuesto en estas paredes —me señaló con sus ojos—, y explota su creatividad construyendo toda clase de objetos con el junco del lago. Tengo un viejo amigo de La Paz que en un par de ocasiones vino a visitarnos y le enseñó a construir artesanías. Me aferré a su corazón cansado sin decir más nada; pero, al fijarme en el rostro de Pablito, noté que estaba muy nervioso y me suplicaba con los ojos que nos escapáramos. Me puso algo incómodo que de repente tuviera ese comportamiento tan extraño sabiendo que yo estaba pasando por un momento muy especial.
9
Llegó el sábado. Mis tres amigos, Pablo, Samuel y Luis, vinieron a las riberas del río para ultimar detalles. David lamentablemente no pudo asistir porque se quedó en las colinas para cuidar a las cabras. Decidimos empezar con el ambicioso proyecto de construir uno de los barcos piratas más imponentes de la historia. Extrañaba soñar en el regazo de mi madre escuchando la música de su corazón, y me preocupaba no estar a su lado para cuidar su salud, pero se hallaba al cuidado de la señorita Kiara, yo no me encontraba tan lejos de ellas y me mantenía alerta para estar más tranquilo. La prioridad de terminar este trabajo me desesperaba. Pablito se esmeraba mucho aprendiendo a nadar y Luisito también ofrecía su mayor esfuerzo para enseñarlo. Después de eso, nos sentamos en la comodidad del césped para organizar el proyecto del majestuoso barco. —Como podrán ver, amigos —mostré la imagen completa de un majestuoso barco pirata dibujada con esmero en toda la hoja—, así será la imponente figura de nuestro trabajo. —¡Grandioso! Resplandece poder y gloria. —Los ojos de Luisito brillaron de sorpresa. —¡Es hermoso! Es una poderosa máquina, amigos —comentó Pablito. —Así es, ya saben cuál es el precio que hay que pagar por esta belleza acuática. Agregué algunas cosas para que sea más temible y fabulosa. Bueno, en realidad, tomé la iniciativa de agregar casi todo. —¿Y de dónde sacaste este magnífico ejemplar? —preguntó Luisito sin salir de su asombro. —De las tantas historietas sobre una brillante aventura en las tierras del Imperio incaico, que me compraba mi tío Pancho. Resulta que el emperador Atahualpa era el soberano, pero el día menos esperado cayó prisionero en las manos de Francisco Pizarro, jefe de una expedición española. Después de un largo tiempo
el soberano quiso comprar su libertad con una habitación llena de oro. Pizarro aceptó el trato; pero igualmente ejecutó al gran Atahualpa basándose en falsas acusaciones. Se rumorea en muchos lugares que el Imperio incaico tenía cantidades inimaginables de oro y no se conoce hasta hoy en día dónde pudieron haber ocultado tanta riqueza. Otros suponen que algunos de su séquito fabricaron un poderoso barco de juncos, como pueden apreciar en el dibujo — levanté el cuaderno para que lo vieran mejor—, con el propósito de ocultar el tesoro de la codicia española en algún recóndito lugar del lago Titicaca. En este caso, el barco que fabricaremos nos servirá para el mismo fin: saquear los tesoros que guarda, bueno… esa palabra suena algo fea; digamos transportar los tesoros de aquel imperio egoísta. —¡Qué historia tan buena! —exclamó Pablo sorprendido—. Pero debemos darnos prisa, Jesús. Vayamos al grano que tenemos mucho trabajo. Busqué en el universo cuántico de mi cuaderno los pedazos de nuestro barco, mejor dicho, los planos plasmados con la punta de un lápiz sobre la superficie de un papel, y empecé a explicar hasta el mínimo detalle de nuestro proyecto. —No malinterpretes mi opinión, Jesús; pero hay algo que no me gusta de todo esto —apuntó Pablito con un gesto desanimado. Me quedé callado y algo molesto, mientras bajaba la vista para observar mis planos. —Tus planos son improvisados —continuó diciendo—, pero también muy fraccionados, a mí me confunden bastante. —Pablo tiene razón, hay que hacerlo de otra forma —agregó Luisito. —Lo sé, pero es todo lo que tenemos a disposición, amigos. Más no puedo hacer —contesté con el espíritu golpeado—, lo siento mucho. ¿Qué opinas, Samuel? No dijiste ni una palabra. —A mí me parece muy bien lo que hiciste —aseguró con un gesto despreocupado—. No somos fabricantes de barcos para pedir demasiado. Samuel es así, apático y conformista; pero es muy bueno que forme parte del equipo porque nunca se cansa de reír. Tiene una eterna sonrisa dibujada en su boca: lo que le sobra es mucha alegría para compartir en todo momento.
—Se supone que vamos a hacer un barco, Jesús; como nos mostraste en el dibujo, no una lancha con tantas cosas raras —precisó Pablo acentuando sus palabras con las manos. —Y eso es lo que haremos. Esto parece una lancha —mis dos manos señalaron los planos, que luchaban enojados para escaparse con el viento—, pero no es lo que parece. Tenemos que ver el trabajo terminado; les aseguro que se sorprenderán de su magnificencia —aclaré tratando de reanimarlos. —Yo opino que deberíamos reconstruir el plano —consideró Luisito. —Estoy de acuerdo —opiné—, pero seguiremos improvisando porque no tenemos mucha información, a no ser que investiguemos más sobre el tema; pero eso nos llevará mucho tiempo. Yo necesito pronto el dinero. Saben perfectamente que mi enemigo es el tiempo. —Ya hemos trabajado bastante —Pablito añadió—, y no me gusta caer en la mediocridad de emprender a medias. —Entonces qué sugieren que hagamos en este caso —pregunté tirando todas mis ganas al suelo— si ustedes no confían en que la imaginación también puede construir un sueño. —No te sientas mal, hermano. —Pablo me dio unas palmadas en el hombro—. Yo investigaré lo más rápido que pueda. Hiciste tu mejor esfuerzo y lo reconocemos. —Gracias, amigos. La próxima vez me aseguraré de hacer algo mejor. Este fracaso me dolió un poco porque a mí no me gusta perder. Siempre me he considerado muy bueno llevando la imaginación a mis manos. —¡Ahí está! ¡Ya lo tengo, amigos! —Pablito elevó su índice hasta la cabeza y nos asustó con la explosión de sus palabras. —No me digas que atrapaste una locura, chango —bromeó Luisito con algo de asombro. —¡Tu papá, hermano! —Pablito me dio unas palmadas enérgicas en la espalda —. Él tiene la solución a nuestros problemas.
De pronto, sus palabras pintaron un espectro de miedo con ojos de alegría y manos de fuego tocando mi rostro. —¿Y qué tiene que ver él con nosotros? —murmuré vacilando. —¿Recuerdas lo que nos dijo la abuela? ¡Tu padre es un excelente artesano, Jesús! —Es verdad, comentó que hace muchas manualidades de junco aparte de pintar las nostalgias y los milagros de la vida en un lienzo. Entonces, ¿tú crees que él nos puede enseñar a fabricar el barco? —Estoy seguro de que nos ayudará con el proyecto. Mañana es domingo, qué te parece si nos largamos a conocer a tu padre. —¿Olvidaste el sombrero que te dejó perplejo en la casa de aquella señora que resultó ser mi abuelita? —Pues, en ese instante llegué a pensar muchas cosas. Pero no creo que sea para tanto; el hecho de que estuvo merodeando mucho tiempo por los alrededores no le hace mala persona. Quién sabe si tan solo quiso mirarte para encontrar un poco de felicidad. —Yo igual llegué a ver muchas veces —Luisito enfatizó— a un señor bajito, con un sombrero bastante peculiar que nunca he visto usar a nadie más, caminando por estos lugares, principalmente los fines de semana. ¡Quién podía imaginar que era tu padre! —¡Y te crees el amo de estas praderas, hermano! —Me premió con una palmada en el hombro, comunicando su desaprobación. —Últimamente me pasan cosas muy malas. Ya no soy como antes, lo siento mucho. —No te aflijas por nada, ya vendrán tiempos mejores y nosotros te ayudaremos. —Las palabras de Pablito enfatizaron la grandeza de nuestra amistad. Me puse a reflexionar un poco y me gustó la idea. Por fin llegará el día, ese día tan esperado y desesperado. Todas las cosas que suceden inevitablemente me llevan a él; me arrastran sin dejarme pensar un minuto, sin darme la menor
oportunidad de decidir. No alcanzo a comprender lo que está pasando conmigo. Creo que el infortunio no llega solo montado en su cadalso para hostigar tu alma hasta llevarte con él: tus plegarias vienen ocultas en la desmesura de su castigo con el fin escuchar el clamor de tu martirio para llevarlo hasta los oídos de Dios. Quise aprovechar la tarde para pensar un poco y mis amigos regresaron al pueblo. Consideré que el tiempo y la muerte se habían puesto de acuerdo para truncar la vida. Un despiadado reloj no tomaba en cuenta que el tictac de cada segundo estaba cercenando el corazón de mi madre. Había sido una mala idea del artífice labrar alas tan poderosas para coadyuvar los propósitos destructivos del tiempo, o tal vez este monstruo que te roba los años, también había robado las alas de un ángel cuando bajó del cielo para convivir en el corazón de una madre. Me quedé sentado al amparo de un sauce y mis ojos empezaron a escudriñar en silencio, con la mirada perdida en el horizonte. Allá donde todas las tardes los destellos de una estrella pinta un lienzo amarillo del ocaso, allá… no tan lejos de mi existencia, donde se extravió un pedazo de mi vida que me suplica a cada instante la redención. Saqué mi cuaderno de escarchados colores para perpetuar las voces de mi alma en sus hojas y empecé a escribir sin preguntar a mi mente. Muchas veces me pongo a escribir al lado de mi madre, otras lo hago en su regazo recogiendo su amor en las manos y alumbrando las hojas del cuaderno con la luz de sus lindos ojos. Pero en ese momento, la compañía propicia de su amiga Kiara plantó muchas alegrías y arrullos de alborada a su alrededor. Decidí saldar la deuda que tengo con aquella musa filarmónica que vive en un castillo filosofal hecho de poesía y música, pintado de remanso áureo con franjas de arrebol y ornado de hojarasca en cada rincón de su jardín. Y mi alma depositó esa pluma híbrida en mis ojos para que escribiera las poesías más tristes de la vida con el anochecido color de sus lágrimas. Un rato después, mis ojos dejaron de escribir cuando el llanto se marchó en los brazos de la nostalgia. —Hola, Jesús. —Kiara me sorprendió con su presencia—. Veo que ya terminaste tu trabajo, me imagino que dejaste una parte de tu corazón latiendo en la hoja. ¡Quién será la afortunada en recibir un regalo tan lindo! Le respondí con una sonrisa, contemplando el firmamento de sus ojos alegres;
luego, bajé la cabeza para observar la tapa de mi cuaderno bruñido por el rocío del alba y craquelado por el sudor del tiempo. —No fue una gran cosa, Kiara. Hice algo sencillo para cumplir con la señorita Diana. —¡Pero qué bien! Te traje un poco de limonada fría. No quise molestarte antes para no interrumpir tu trabajo. —Gracias, Kiara. ¿Me puedes decir cómo está mi madre? —Anímicamente, cada día está mejor; ella es muy divertida y bastante creativa con todas las cosas que aprende. Tienes una madre extraordinaria. Pero… hay algo raro en ella. Creo que sufre alguna enfermedad del corazón y eso es muy grave, Jesús. En cualquier momento puede morir. Un terrible presagio me paralizó todo el cuerpo; luego, empecé a rogar a Dios reteniendo mis lamentos en la puerta de mi corazón.
10
Hice un esfuerzo para recuperar las fuerzas y respondí con un miedo escalofriante cargado en mi piel. —Estoy esperando ganar algo de dinero para que vayamos al hospital. Solo le pido a Dios que nos conceda un poco más de tiempo. —Pero ¿y tus familiares?, ¿qué dicen ellos? —¿Qué familiares, Kiara? Yo no tengo a nadie, mi madre tampoco. —¿Ellos no saben que tu madre está enferma? A ella no le puedo mentir. Después de todo, es un ángel que llegó del cielo o de no sé dónde para cuidar a mi madre. —Pero qué harían ellos si supieran. Nada. Ellos son unos miserables, siempre lo han sido. Creen que no sé nada. Cuando nos regalaron algunas cosas, el padre Julián les dio dinero para que las compraran. Encima, mi tía Isabel solo le da a mi abuela la mitad de lo que gana porque dice que tiene que ahorrar para casarse o, mejor dicho, para cazar a un pobre hombre que apenas se sostiene para vivir. —Pero, de todas formas, tienen la responsabilidad de ayudar a tu madre. O bien, será necesario que hables con alguien de confianza si has perdido la esperanza en ellos. Esto es algo muy serio, niño. —Gracias, Kiara. Ella tiene una enfermedad congénita en el corazón. Los médicos del hospital Santa Clara le dieron siete meses de vida como máximo y ya pasaron dos. Ya no pude retener más mis lágrimas que, cargadas de mucha angustia, inundaron mis ojos y se desbordaron en mi rostro. Kiara se sentó junto a mí para consolarme en sus brazos. Ella no supo qué decir, simplemente se quedó atónita con mis palabras. Después de un instante largo, me tragué el nudo de mi garganta y continué hablando:
—Ella necesita un trasplante y, supuestamente, está en una lista de espera, aunque no se sabe siquiera si le llegará el corazón. ¡Mi madre morirá en cinco meses, Kiara! ¡Dime qué puedo hacer, por favor! —Mis alaridos de dolor se apagaron en su pecho y mi llanto pintó de rojo su vestido. —No sé cómo ayudarte, Jesús; pero suplicaré a Dios todas las noches y mañanas, en todos los segundos del día. No nos queda otra alternativa que depositar todo en las manos de Dios implorando un milagro. —Así es. Mi madre no sabe nada, pero ella conoce su cuerpo y ya me aseguró que tiene una enfermedad en el corazón, me lo ha dicho varias veces. Estoy pensando en llevarla a otros especialistas, a todos los que pueda para ver si encuentran otra solución; pero necesito dinero. —Si pudiera te lo daría con mucho gusto. Pero si me necesitas para otra cosa, solamente me tienes que avisar. Me abracé con más fuerza a su existencia eviterna, luego la miré al firmamento de sus ojos grandes y con una sonrisa efímera cambié el tema. —¿Y en dónde vive exactamente usted, Kiara?, si se puede saber, por supuesto. Disculpe si le parezco muy entrometido. —Un día los llevaré a mi casa para que conozcan a mi familia, a mis perros y gatos y a todos los pájaros que se hospedan en mi jardín. —¡Asombroso! Imagino que tu casa debe parecer un paraíso. No hay duda de que usted es un ángel —dije tratando de sonreír un poco más para alejar la tristeza. —No exageres tanto, solamente algunos babosos me dicen así. Soy la vecina de la cantante. Tú conoces a Diana, yo te vi hablar un día con ella. No tenemos los recursos para levantar una pared medianera, por eso todos piensan que vivimos en la misma casa. A veces, me molesta un poco, porque ellos son tantos que no hay forma de contarlos ni de tomar una siesta. Juegan a la pelota como brutos y corretean por todas partes invadiendo la privacidad de mi hogar. Pero, igualmente, vivimos felices en familia. —Ya veo. Debe ser una afortunada la persona que disfruta de los tesoros que usted guarda en su corazón y los hijos han de vivir dichosos por tener una madre
tan hermosa. —Eres un niño muy lisonjero, estoy segura de que tendrás muchas pretendientes hermosas. Yo me refiero a mis padres y hermanos; todavía vivo al lado de ellos porque los amo y necesito cuidarlos. Me tapé la cara con el cuaderno para no mostrar la vergüenza y el arrebol que pintaba mis cachetes. —Lo siento. —Me descubrí el rostro con intención de engalanar con una sonrisa amena aquellos ojos de zafiro—. Entonces, ¿me das permiso para cuidar tus ojos azules? —Tú no puedes cuidarte ni a ti mismo, niño —me respondió con el risueño de sus labios—. Cuando tengas veintiuno te entregaré mis ojos y mi corazón para que los cuides. —No puedo, es mucho tiempo, pero no hay problema. Ya encontraré a otros ángeles que cuidar. —Estoy segura de eso, chiquitín. Sírvete otro vaso. Veo que tu madre está un poco ansiosa, además, tengo que revisar el nuevo trabajo que empezamos. Me alcanzó otro vaso de limonada tan fresca y agradable como ella misma. —Gracias, Kiara. ¿Te puedo pedir un favor? Es algo muy sencillo. —Claro. Lo que tú quieras, niño. —Necesito que le lleves esta hoja a la señorita Diana, por favor. Debes entregarla en sus propias manos ya que es algo muy importante para ella y para mí también. —¡Santo Dios, en qué mundo vivimos! —Hizo una actuación increíble al tiempo que se pintaba una sonrisa profusa en los labios—. ¡No me digas que estás enamorado de ella y, por otro lado, andas queriendo conquistar otros corazones, como el mío! Esas cosas no se hacen, jovencito, estás pagando en cómodas cuotas un lugar de lujo en el infierno. No hay duda de que es una artista innata, tal vez porque vive tan cerca de otra
artista que se encarga de apaciguar a muchos corazones afligidos. —Seguro —garanticé—. De hecho, tengo al demonio que duerme todas las noches en mi casa. Si le digo una mala palabra, es capaz de llevarme a conocer al mismísimo Satanás y hasta me puede regalar su habitación preferencial del inframundo. —Supongo que hace falta mucho arrojo para convivir con el demonio. Cuánto lo siento, niño. Yo cuidaré a tu madre todo el tiempo, pero si sufre otro ataque… ¡Que Dios la guarde, por favor! No sé qué pasará con ella. Mejor no hablemos de eso y dame esa «carta romántica» para entregar a tu chica. —¡No es mi chica! Aunque me gustaría que lo sea —hice un gesto irónico—, pero eso es imposible. Te agradezco mucho, Kiara. No te olvides de entregar la carta personalmente y en sus manos, por favor. Si se pierde, mis lágrimas ya no serán iguales para escribir de la misma forma. —Lo sé, niño, no debes preocuparte. Busqué un espacio blanco en la hoja y la doblé en dos partes para depositarla en las delicadas manos de la pionera celestial. Hasta que por fin llegó el día tan suplicado. He esperado tantos años con este corazón en la mano para regalar a la persona que tanto extraño. Terminé de preparar todo el equipaje antes de emprender uno de los viajes más emocionantes de mi vida. Creo que no falta nada. Revisé otra vez los regalos tan especiales que llevo para él y no tengo ninguna duda de que se pondrá muy contento cuando los vea. Partimos del mismo lugar de siempre, dejando a mi madre con la señorita Kiara. Mi amigo inseparable tomó las riendas de este viaje; yo solamente me dejé conducir con un corazón que se desespera por llegar y me golpea con presteza el pecho. Mil ideas llegaron montadas en el viento, pero ninguna de ellas se quedó en mi mente. El silencio estaba sentado a mi lado como el tercer pasajero de mi burro, y me recordaba a los oídos esas palabras tan estrictas y concretas de mi tío José cuando me prohibió el acto heroico de este día memorable; pero… lo siento mucho, ya no puedo confiar en sus manos la vida de mi madre, ni el bienestar mío. Él cree que aún no tengo la capacidad suficiente para encontrar el metal adecuado con el fin de forjar mi propio destino. Pues yo lamento mucho tener que desilusionarlos, los respeto demasiado, pero ya nos lastimaron bastante y me
urge hacer las cosas a mi manera. Ya estoy en camino, papá. En unos momentos llegaré a tus brazos.
11
21 de marzo de 1999
Sentía muy a menudo una brisa caliente rozando mi piel. Los abuelos dicen que son los presagios de mal augurio, pero yo opino diferente. No por nada asisto a tantos seminarios que la sabiduría de los libros me ofrece todos los días. —La desesperación te comió la lengua —manifestó Pablito halando las riendas para acelerar la marcha. —Y me está comiendo el cerebro también, porque no puedo pensar en nada, en nada más que en sus ojos mirando fijamente mi rostro. Hay ocasiones en que tengo mucho miedo. —Tranquilízate. Convéncete de que tu padre es una gran persona. Es normal que tengamos miedo a lo desconocido. Alégrate, amigo, porque estás a punto de recibir uno de los regalos más grandes de la vida. —Tienes razón, amigo. Necesito tranquilizarme. —¡Oye, Jesús! ¿Puedes ver que alguien nos sigue a lo lejos? Era cierto lo que decía mi amigo. Dos jinetes se acercaban a todo galope por el mismo camino. —Estoy seguro de que son esos fastidiosos que se creen los dueños del lago. —¿No te parece prudente ocultarnos? Recuerda lo que uno de ellos nos dijo aquella vez. —No estamos haciendo nada malo ni estamos en las riberas del lago. Además, puedo asegurar que ya nos vieron. Tampoco le daremos el gusto, somos libres de pasear como queremos.
—Creo que tienes razón. Continuemos sin concederles la menor importancia. En unos minutos nos dieron alcance y empezaron a caminar al mismo ritmo que iba mi Pegaso. Nuestros ojos los ignoraron completamente. —Si no aprendieron a saludar en ningún lado, yo los puedo enseñar, mocosos malcriados. —Raúl se me aproximó alardeando la gallardía de su caballo ante los ojos de mi valiente burro. —¿Y ustedes —respondí algo enojado— nunca aprendieron a despedirse cuando se van de algún lado? —Mereces que te corten la lengua, mocoso. Conozco a tu tío José y le gusta cercenar las orejas; estoy seguro de que le encantaría agregar la tuya a la selecta colección que tiene bien guardadita en su caja fuerte. —Pero también colecciona lenguas, y la tuya se muestra exquisitamente metiche y habladora como para que mi tío la pueda rechazar. Si no me crees pregúntele a su hijo, que no me dejará mentir. —Le señalé con mis ojos a mi amigo, quien asintió con la cabeza y el rostro asustado. —Te creo, mocoso. Tu tío es capaz de eso y mucho más, me bastará con que le informe dónde estuvieron hoy. —¡No me digas que eres una chismosa como esas chicas que se agrupan todas las noches en la plaza! ¡Qué vergüenza! Vámonos, Pablo, escapémonos de la mala influencia. —Mi amigo arrancó las espuelas. —¡Esperen, mocosos, que todavía no hemos terminado! —El hombre me dio alcance en un segundo. —¿Y ahora qué te pasa? Debes entender que nosotros huimos de los chismosos. —Llegó el momento de la verdad, enano. Te propongo una competencia a lo macho; yo con mi poderoso caballo y tú… —miró a mi Pegaso con un gesto de pena—, con este burrito que tienes de mascota. El primero que llega a la entrada del lago, gana. —Y qué quieres perder. Veo que te gusta perder porque eres un perdedor, ¿o me equivoco?
—Si yo pierdo te regalo mi hermoso caballo para que dejes de maltratar a tu pobre mascota. Si tú pierdes me llevo al burro para que juegue con mi hermanito de seis años. —Estoy de acuerdo, pero lástima que hoy no será posible. Llevamos un paquete especial a doña Julia, la abuelita que vive a quince minutos de acá. Estoy seguro de que la conoces y me temo que se enojará mucho si no llegamos a tiempo. Me vi obligado a mentir un poco, este grandulón me quiere dar una paliza y dejarme traumatizado por mucho tiempo. Piensa que soy tan estúpido como para caer tan fácilmente en su trampa. —Eres un mocoso patético, mejor dicho… ¡Un perdedor! —bramó Raúl—. Puedo ver cómo tiemblas de miedo, ¡que decepcionante! Vámonos, Marcos, huyamos de los fracasados. Ellos se fueron de prisa y nosotros los perseguimos lanzando un grito a su espalda. —¡Pero tu hermana nunca se quejó de mí, mequetrefe! —les grité con sarcasmo, aunque estas palabras no tenían nada de cierto ni eran tan originales, pero qué importa. Nos reímos a carcajadas y ellos se perdieron entre los matorrales del sinuoso camino. Después de quince minutos, alcanzamos los umbrales de aquel hogar y nos acercamos rápidamente a la puerta para llamar a mi abuelita Julia. Llegamos a la entrada del salón. Solamente nos separaba una cortina de ese recinto abstracto y sentí un presagio que no me dejaba mover ni un solo músculo. —Pasen, hijos, por favor, ya me conocen lo suficiente como para tener miedo. Mi abuelita Julia tiene razón, no debería tener miedo, ellos forman parte de mi vida. Miré a los ojos de mi hermano y comprendió con rapidez que yo quería que entráramos juntos. —Buenas tardes, abuela Julia —mi hermano la saludó con deferencia y mucha simpatía.
Yo me quedé atónito sin poder decir nada, sin ser capaz de mover ninguna parte de mí, sin evitar el conjuro de esos ojos que imploraban la redención de mis manos y mi perdón. Simplemente, un par de lágrimas brotaron de mis ojos para acompañar a una palabra que salió directamente de mí corazón. —¡Papá! La humedad de mi sollozo brilló en sus ojos y en un segundo llegué a sus brazos o, mejor dicho, él llegó a mis brazos para calmar con su amor los desesperados latidos de mi pecho. Y lloré a gritos en su corazón, como nunca había llorado en toda mi vida. Mi alma se abrazó a la suya con la fuerza de todas las vidas, un segundo en sus brazos era cien años de felicidad para continuar viviendo eternamente. Después de unos instantes, me llevó hasta su silla y me sentó en su regazo; sus manos se ataron a mis venas, y su alma empezó a latir en mi corazón. No había palabras que pronunciar, simplemente una que no me cansaba de repetir: «papá»; y él me correspondía gustoso con la palabra «hijo». Nuestros latidos conversaron en ese lenguaje inefable que habita en la esencia de nuestras almas. —Lo siento mucho, hijo. Te ruego que me perdones, por favor —me suplicó a los oídos o, mejor dicho, a mi corazón. —En el mismo instante que miré a tus ojos te perdoné, papá; y desde el instante que llegué a tus brazos entraste a mi corazón. Te amo, siempre te amé. Su dolor viajó al cielo para suplicar la redención de su alma que agonizaba en el suplicio del purgatorio. Yo me alejé un poco de su pecho con la intención de contemplar sus ojos heridos por el filo de tantos abrojos. Limpié sus lágrimas con mis manos y los renuevos me los llevé en los labios con un beso en la mejilla. Empezó el lloro de nuevo, pero esta vez de alegría. El perdón de Dios se gloriaba en sus venas y palpitaba mucho amor en su corazón. No me dejó ir de sus brazos por un largo rato; yo también quise permanecer eternamente atado a su pecho. Luego me acarició el pelo y me miró con esos ojos tan iguales a los míos. —Comeremos algo rico y después iremos a pescar, hijo —me indicó, y me dio un beso en la frente sin que yo pudiera soltarme de sus brazos, que me habían
ceñido con fuerza a su pecho. Luego me tomó el rostro con las dos manos y me contempló el alma que se cambiaba de armadura en mis pupilas para la próxima batalla—. Anida un espíritu guerrero en tu mirada, hijo mío. —Me engalanó la frente con su renovado orgullo y me apretó otra vez en su pecho para llenarse de mi amor. —¿Y cómo es el guerrero que vive dentro de mí, papá? —Creo que es un poderoso alado muy parecido a un ángel. Eres un niño extraordinario, hijo; me encuentro en deuda con Dios por tanta misericordia que me ha regalado y estoy eternamente agradecido por concederme una segunda oportunidad para amar. —Lo sé, papá. No quiero que me abandones nunca más. Ahora ya no estás solo, me tienes a mí. —Una vez más, la alegría desbordó su vista y me estrechó con más fuerza a su existencia—. Siempre me tendrás, inclusive en la próxima vida. Ahora ya me he de marchar, debo llegar al lado de mi madre antes del ocaso. —Está bien, pichoncito. Te veré en las dehesas, hijo. —De acuerdo. Antes de irme quiero pedirte algo, papá. Mi abuelita Julia dijo que eres muy bueno pintando y haciendo cosas de junco. Hablando de eso, te traje un regalo. Pablito me alcanzó de prisa el bulto de aguayo y yo lo deposité con júbilo en las diestras manos de mi amado padre. —Es lo mejor que he recibido en toda mi vida, hijo. Óleos y pinceles de buena calidad, ¡pero qué regalo tan oportuno! Con esto haré un hermoso recuerdo para ti, mi pequeño valiente. —Pa, quería preguntarte si nos puedes enseñar a fabricar un barco pirata de junco para navegar en el lago. —Le mostré con mi dedo las tierras que conquistaremos pronto. —Llegaron al lugar propicio y con la persona idónea, mis pequeños aventureros. —Nos regaló una alegría imbatible de sus ojos.
12
28 de marzo de 1999
El siguiente domingo, mi padre estuvo puntual. Tal y como me dijo. Cuando llegamos al pedazo de vaqueril que le corresponde a nuestra vacada, las reses apresuraron su lengua para alimentarse con presteza de lo poco que ofrecían las míseras manos del otoño. Mi madre se fue al amparo de su árbol preferido en donde brillaba el áureo corazón de Kiara iluminando el cielo con sus ojos azules y esperando la llegada de su amiga pastora. Nosotros corrimos al lugar donde se forjaba el ambicioso proyecto y donde se ocultaba entre los ramajes del sauce la figura de mi padre. Era el mismo rincón de las extensas praderas a donde la gente no se acercaba nunca por creencias milenarias que solamente existían en su imaginación. Luis y Pablo se marcharon por el único sendero de agua para llegar al escondite entre las raíces del enigmático sauce y proseguir su trabajo. Mi padre y yo nos fuimos a sentar en la prominencia de la ribera, al lado de unas plantas exóticas de flores amarillas. Me situé a su lado para escuchar su corazón y abrazar sus sueños. Él me ató con el brazo derecho a su existencia; pues quería compartir sus anhelos y mostrarme los inalcanzables destellos del horizonte. Me quedé al amparo de mi padre por primera vez en toda mi vida, abrazando los recuerdos y acariciando las esperanzas. —Estas tierras me vieron crecer, papá. Pueden atestiguar lo mucho que te extrañé y tantas lágrimas que derramé para encontrarte. —Perdóname, hijo mío. No pude evitar que la vida me apartara de tu lado por mis pecados. Te prometo que nunca más te abandonaré. —Me consagró con tenacidad a sus latidos, perpetuando su promesa con un beso en la frente. —Yo me siento feliz a tu lado. Todavía no entiendo mucho de la vida, pero haré lo imposible para proteger a las personas que amo.
—Eres muy pequeño para pensar así, pero tienes un espíritu muy grande para defender lo que amas y ganar todas las batallas que te propones. Eres un niño irable, me siento orgulloso de ti y me haces feliz, hijo mío. Su alma se quedó plasmada en mi frente y su abrazo, estrechándome a su existencia, me hizo sentir como la persona más completa y feliz del mundo. —Tenemos que luchar para estar juntos, papá, y te aseguro que no será nada fácil construir el mundo que queremos para nosotros. —Sé perfectamente que todo esto es apenas el comienzo de un largo camino lleno de obstáculos por vencer. Quiero acercarme a tu madre, necesito que me perdone, que sepa cuánto la extraño y lo mucho que la amo. Lo haré, si tú me lo permites, hijo. —Sí, papá. Creo que ella también te extraña mucho. Mis amigos te vieron merodear por los alrededores, ¿eso es verdad? —Después de conocer el infierno, andaba muy solo y triste, hijo mío. Me sentía muy feliz contemplándolos a ustedes dos, me confortaba con solo mirarlos. Pero mi alma lloraba al comprender que era imposible recuperarlos. Yo solo lo achuché más fuerte, sin decir una sola palabra. —Tienes que saber algo, papá; es necesario que lo sepas. —Mis palabras llamaron su atención y cambiaron el color de su semblante. Él me miró a los ojos y yo decidí continuar—. Mi madre tiene una enfermedad en el corazón, algo incurable que la matará en cuatro meses y… —Un aire de angustia tapó mi garganta—. ¡Ya no sé qué hacer, papá! Ayúdanos, por favor. Mi padre quedó aturdido. Me quitó el brazo del hombro para sostener su cabeza con las dos manos y se fruncieron todas las arrugas de su rostro en señal de dolor, igual que si alguien hubiera cercenado algo en sus entrañas. Yo simplemente me aferré a su cuerpo con impotencia y dolor, como si de ello dependiera la vida de mi madre. —Pero… ¿cómo pasó esto, hijo? —exclamó con ojos llorosos—. Si estaba tan saludable las veces que la vine a ver. ¡No puede ser! Golpeó el suelo con el puño y se tapó los ojos con ambas manos, acodado en sus
rodillas. Creo que se resistía a llorar o, tal vez, le dolía mirar la realidad. —Estoy tratando de juntar dinero para acudir a otros especialistas y… —me callé un instante—, para eso necesito un medio de transporte, pues debo incursionar en el lago al que nadie se atreve a entrar por temor a leyendas macabras y al peligro que hay en las orillas. Se limpió los ojos con los dedos y luego me preguntó: —¿Y qué es lo que piensa tu familia? No creo que se hayan quedado con los brazos cruzados. —Pues, eso es exactamente lo que hicieron; creo que están esperando un milagro. Yo también, pero no comprendo cómo pueden anhelar un milagro si no hacen nada para conseguirlo. —Ya entiendo —expuso con un gesto de preocupación—. Ya no debes preocuparte por el dinero, hijo. Yo tengo algunas propiedades que heredé de mis padres. Venderé un terreno para que vayan a consultar con otros profesionales del país, yo te acompañaré. Luego hablaremos para ver cómo nos organizamos. No debe sospechar nadie de mi presencia. —Gracias, papá, te amo. Me aferré a su alma con todas las fuerzas de mi corazón. —Supongo que ya no necesitas ir a ese lugar tan peligroso, mi pichoncito. —Tengo que justificar el dinero, papá. No quiero que piensen que he robado o algo parecido; además, qué les diré a mis amigos; porque ellos confían en mí, están muy ilusionados con este proyecto y se sentirán muy avergonzados por el fracaso. Nosotros siempre trabajamos juntos y nunca nos damos por vencidos. —¡Qué bueno, hijo! ¡Eres grandioso! Y tus amigos también. Simplemente, sean prudentes, hay muchos lugares peligrosos. No soportaría si te pasa algo. La prioridad es tu madre, no la descuides a ella, por favor. Y necesito que hagas algo, quiero que me traigas mañana los análisis de laboratorio que le dieron en el hospital. —Pero ¿y tu trabajo? No quiero que te perjudiques, papá.
—No te preocupes por eso, pediré permiso. Lo más importante es la salud de tu madre, las demás cosas se van resolviendo. Ahora, necesito que vayas con tu madre y le informes con cuidado, para que me pueda acercar a ella sin provocarle ninguna emoción fuerte. ¿Podrás hacer eso, hijo? —Sí, papá, no hay problema. Se pondrá muy feliz cuando te vea. —Luego me llamas con la mano, hijo. En un instante llegué al lado de mi madre. Sus ojos estaban concentrados en el magnífico trabajo que sus dedos forjaban para el próximo invierno, y sus labios cantaban a dúo con los de Kiara una canción romántica sobre los recuerdos. —Ma… quiero decirte algo sumamente importante y bonito, pero no quiero que te enojes, por favor. Me agarré a su cuello para llenarla de besos y darle mucha fuerza a su corazón, de manera que pueda resistir la emoción de recibir una de las sorpresas más grandes que la vida puede ofrecer. —¿Y es posible saber, sin demasiados rodeos, de qué se trata ese algo tan importante, mi pequeño truhan? —Me dio un besito en la mejilla. —Es algo que yo amo, pero primero quiero saber que no te enojarás conmigo ni con nadie. Necesito que te tranquilices, mamá. Hazlo por mí, por favor. —Me abracé más fuerte, bajo la intrigante mirada de Kiara. —Ahora sí has logrado ponerme nerviosa, niño. —Dejó de tejer, rompió mi abrazo y me miró a los ojos—. Vayamos al grano, cuál es el nombre de tu siguiente travesura. —No me estás entendiendo, mamá, no hay nada de eso. Quiero que te prepares psicológicamente porque vendrá a verte alguien que conoces. Él es muy importante para mí. Debes tranquilizarte, por favor, recuerda que estás muy delicada y yo me moriría si te pasa algo. —Ay, hijo, siempre eres lo mismo. Algún día me vas a matar de un susto. ¡Y ahora qué te traes!
13
Miré al río, tiré un silbido de aquellos que me enseñó mi tío Pancho y luego llamé con la mano. Los ojos de mi madre empezaron a brillar como dos luceros del alba. Ella no tardó en darse cuenta de lo que estaba pasando, sin levantarse del lugar donde permanecía sentada. Sus dedos empezaron a pelearse entre sí por un motivo que desconozco. El destello de sus ojos se apagó por el frío de su llanto. La persona que se acercaba tan rápido y tan lento a la vez, empezó a reflejar en mi madre el dolor de una mentira y el suplicio del abandono en el espejo de sus pupilas. Se quedó paralizado a tres pasos de ella, con la triste mirada totalmente perdida en sus ojos, cargando el amor eterno del pasado, que había guardado en el corazón para depositarlo en el suyo. Mi madre se puso de pie sin dejar de mirar a la persona que tanto amaba. Y un par de lágrimas muy grandes se escaparon de sus ojos para acompañar a una palabra que tanto tiempo había guardado en su corazón con el fin de regalársela a él. —AMOR —exclamó en cuatro letras antes de volver a sus brazos. Él se acercó de prisa para atarse a su cuerpo y enredarse a sus venas con su amor. No me imagino la felicidad que sentía mi madre. Ambos llenaron de amor sus vacíos y saciaron con lágrimas la felicidad de encontrarse algún día. Mi padre la besó apasionadamente en los labios, y ella se dejó llevar con la fruitiva locura, con el único amor de su vida. Luego, él la levantó en sus brazos y continuó besándola, sin poder calmar el hambre que tenía de ella. —Te amo, te amo… —decía él, sin descanso. —Yo igual te amo, ¡no te imaginas cuánto te extrañé! —clamaba ella llorando de alegría. Después del extasiado encuentro, se sentaron al lado de nosotros. Creo que mi madre no quería separarse nunca más de sus brazos y se sentía la mujer más feliz del mundo siendo mimada en su regazo, recibiendo las caricias y besos de su amor, de su eterno y único amor.
—¡Qué lindo es el amor! —exclamó Kiara suspirando enternecida, con sus delicadas manos juntas en el pecho—. Cuando uno se enamora de alguien no sabe si durará toda la vida. Es muy triste descubrir que muchas veces nos separamos sin luchar por lo que queremos. —Tienes mucha razón. ¿Cómo te llamas? —Kiara, papá, es la mejor amiga de mamá. —Me adelanté. —Gracias, hijo. Mucho gusto, Kiara; yo me llamo Darío. —Le ofreció un apretón de manos. —El gusto es mío, señor Darío. —Le correspondió con el agregado de una sonrisa alegre y una brillante mirada de sus ojos azules. —En algunas ocasiones nos enamoramos de la persona equivocada y muchas veces de un amor imposible; y nos equivocamos tanto que terminamos pagando muy caro nuestro error. Así es la vida, señorita Kiara, o quizá nosotros hacemos que sea así. —Solo espero que no vuelvas a engañar a mi amiga. Ella me cuenta todo, sé lo que pasó entre ustedes dos. Esta chica es muy buena persona, ya sufrió demasiado; y no sé qué más te dijo el niño, pero creo que deberías saber un poco más de ella si realmente la amas. —Lo sé, haré lo imposible para que estés bien, amor. —Sus ojos llevaron un besito muy grande para que se multiplicara en sus labios. —No me dejes nunca más, amor —solicitó mi madre tragando la saliva para deshacer un nudo de angustia en su garganta. —Nunca más te dejaré, mi reina; solamente viviré para amarte. Nos separó un instante de silencio. Mi padre dejó de mimar a su amor, se concentró en los ojos de Kiara y formuló estas palabras: —Quiero pedirte un gran favor, señorita. No le hables a nadie de nuestra relación, aún no. No pretendo ocultar nada, simplemente no estoy preparado para enfrentar a su familia. Ellos no me aceptarán tan fácilmente.
—No se preocupe, yo quiero la felicidad de mi amiga. Necesito que la cuides mucho, y sugiero que sean más cuidadosos en el momento de encontrarse. En este pueblo sobran los chismosos o chismosas, da igual. —Ella tiene razón, amor —le aseguró, parándose con mi madre en los brazos—. Me tengo que ir, no debo ponerte en riesgo. Me organizaré un poco mejor para que nos veamos más seguido. ¿Te parece, mi reina? —Es lo más prudente, amor. Me has hecho la mujer más feliz del mundo. Gracias por volver, te amo. —Su boca se acercó a la de mi padre con la desesperación de recibir más amor. —Y yo a ti, mi eterno amor. Y luego, antes de marcharse, él me miró y me preguntó: —¿Todavía estás empeñado en concretar tu ambicioso proyecto? —Ya te lo dije, papá, no puedo retroceder. —Ya entiendo. Es que me preocupas, hijo, esos lugares no son para jugar; quiero aclararte eso. Tengan mucho cuidado. No entiendo por qué tu madre te dejó ir. —No conoces bien a tu hijo, amor —respondió ella con soltura—. Siempre termina convenciéndome para hacer cualquier cosa, en otras palabras, todo el tiempo se sale con la suya. Pero me satisface con ser muy educado, responsable e inteligente. —Entonces, no tenemos por qué quejarnos de nuestro hijo, amor. —Me miró a los ojos—. Simplemente sé prudente con todo lo que haces, hijo. —Sí, papá, necesito que confíes en mí. Además, quiero decirte que este proyecto no es simplemente como se mira, es mucho más que eso. Después de pensar en las cosas que pasaron, llegué a comprender que todo fue como un maravilloso puente forjado por los mejores arquitectos del cielo, para que los designios de Dios se concreten en esta vida y permanezcan en la eternidad como el legado de su infinito amor. —Y cómo sabes eso. No entiendo nada, hijo.
—Es una larga y dolorosa historia que te contaré después, papá. No estaríamos juntos ahora si no existiera ese puente para llegar hasta la prisión donde estabas encerrado. —No sé qué decirte, mi pichoncito. —No podemos saber ni entender los designios de Dios; simplemente no podemos hacerlo como seres humanos separados del espíritu: aun con el alma llegamos a comprender muy superficialmente. Creo que empiezo a entender que todas las cosas que pasan en esta vida no suceden al azar. Todo ocurre por algo. —¿Y cómo sabes todo eso, hijo? Me estás asustando en serio. —¿Conoces a mi tío Pancho? —Asintió con la cabeza—. Bueno, él era el mejor alumno de su colegio y todo el mundo lo apreciaba; por ese motivo casi todos le regalaban siempre un libro en su cumpleaños y en los aniversarios del estudiante. Yo siempre he sido amante de la lectura desde que mi tío me enseñó el valor del conocimiento, cuando apenas tenía el uso de la razón. —Qué gran persona debe ser tu tío. —Lo es. Pero él cometió un error muy grande. He llegado a entender que todos tenemos defectos y virtudes. Muchas veces nos dejamos vencer por nuestras carencias y terminamos sufriendo mucho, pagando de esa forma las consecuencias de un error y quizá de una mala elección también. Pero hay muchas personas que sufren sin haber cometido nada, como yo, por ejemplo: no elegí tener una tía tan mala y mucho menos vivir con ella. Me quedo más tranquilo al pensar que también hay una razón para eso. Debe ser que el Emperador Celestial tiene un plan para nosotros. —Me aferré con los brazos a mi padre—. Doy gracias a Dios por darme la oportunidad de conocer el corazón de mi padre y la felicidad de estar a su lado para contemplar la vida. —Gracias, hijo. Yo también digo lo mismo, siempre estaré agradecido al cielo por darme la oportunidad de estar con ustedes; pero aún me falta mucho por recorrer y tú me das la energía para continuar. Ahora ya me tengo que ir. Me quedaría todo el tiempo a su lado, pero no puedo. Mi padre se despidió de nosotros dejando mucha alegría en nuestros corazones; y él también se marchó muy contento, pero con algo de tristeza en su interior por dejarnos solos.
14
Al día siguiente me fui a la escuela como de costumbre. Las primeras dos horas nos tocaba pasar clases con el padrecito Julián. Nos mostró una película que trataba de una parábola impartida por Jesús, muy bonita, por cierto, que nos dejó muy contentos. Al terminar, me quedé en el aula porque tenía pensado aprovechar la presencia del padre para platicar con él, y lo abordé rápidamente para ganar tiempo. —Padrecito Julián. —Lo tomé de la mano para llegar a su corazón—. Necesito hablar con usted, por favor, es muy urgente. —Pero hijo, no me asustes. Vayamos a sentarnos al jardín, estaremos más tranquilos ahí. Nos sentamos en un banco de madera, muy pegados a un laurel de flores marchitas, que le acariciaban el rostro como invitándolo a sentarse en el desgastado césped de sus raíces para coronar su frente con los ramajes de jade y hojas de esmeralda. —Muy bien —dijo el padrecito respirando profundo—, creo que estamos cómodos acá. Te escucho, hijo. —Conocí a mi papá. Si usted me pide explicaciones, se las daré; pero quisiera escuchar las sabias palabras de su corazón. —Ya me imagino lo que hiciste, niño; necesito que me expliques en qué líos te has metido ahora. Será muy bueno que lo solucionemos antes de que causes un incendio catastrófico que terminará quemando a muchas personas. Ve a buscar a tu profesora e infórmale que debo hablar urgentemente contigo. —Sí, padre, vuelvo en dos minutos. El sacerdote se quedó pensativo, con la mirada perdida en el marchito semblante del pequeño rosedal. A mi vuelta, lo encontré leyendo la santa Biblia con sus anteojos puestos, tratando de encontrar algo en sus intrincadas líneas.
—Ya estoy acá, padre Julián. La profesora me comentó que puede disponer de todo mi tiempo sin ningún problema. —Muy bien. Gracias, hijo. Ahora tenemos mucho tiempo para charlar. Me senté a su lado ocultando mi vergüenza entre las rodillas, una costumbre que no puedo dejar. Esperó a que me pusiera cómodo y prosiguió con sus palabras. —Yo tenía un compromiso, pero en estos casos me urge estar contigo porque tú me necesitas más. Quiero que tomes en cuenta algo. Yo no estoy para juzgarte, eso es trabajo de Dios. Necesito saber todo, sin mentiras ni tapujos; solamente así podré ayudarte, así como a tu madre, sosteniéndome en la verdad. Te felicito por haber venido a consultar conmigo; tú eres un niño bueno e inteligente, es lo que esperaba de ti. Me quedé pensando por un instante para encontrar la punta del hilo por donde había empezado a labrarse la tela del destino. —Usted sabe que tengo muchos problemas en mi casa. La pesadilla que he sufrido con la muerte de mi hermano me cambió la vida y… Creo que, mientras continuaba relatando mis hechos, el padre presintió lo peor y llevó sus manos para despertar al Señor de la santa cruz, que dormía en el silencio de su pecho. Por momentos cerraba los ojos, seguramente para escuchar la sabiduría de Dios o para rogar por los pecados que yo terminaba de confesar. El padre se sentía algo incómodo. Creo que mis palabras colmaron la capacidad de sus oídos o los actos que había consumado eran muy abrumadores. Hasta que por fin terminé con tanto palabrerío para darle un pequeño descanso al cansado cuerpo del señor Julián. Un misterioso silencio se incrustó en su garganta. —Ahora bien —dijo el padre tragando la saliva—, ¿qué piensas hacer después de haberte hundido hasta el cuello? —Trataré de ser feliz, padre, e intentaré construir una familia normal. —¿Atado de pies y manos piensas construir algo? ¡Cómo puedes pensar de esa forma, hijo! Indudablemente, sigues siendo un niño. En todo caso, tú vives en
una familia normal, Jesús. No creas que es una maravillosa vida lo que tú sueñas. Debes aceptar la decisión de Dios sin cuestionar la infinita sabiduría de sus acciones. Si él no te regaló un hermano y un padre, debe ser por algo, y no tenemos que interferir en sus designios o podríamos dañarnos mucho y a las personas que amamos. —¿Usted cree que fue una simple casualidad haber llegado hasta mi padre? Si bien lo extrañaba mucho, yo nunca me atreví a buscarlo. —No, hijo. A mi manera de pensar no existen las casualidades. Puede ser que la fuerza de tu espíritu te haya llevado hasta él. Pero debes recordar que tu progenitor era una mala persona y las personas nunca cambiamos, niño: «nos convertimos en más de lo que somos». Nadie de tu familia aceptará a ese hombre. Ha sembrado mucho odio en sus corazones, les ha causado un daño irreparable. No creo que el cielo ni la vida lo perdonen tan fácilmente. Una sensación de pesadumbre recorrió mi cuerpo y mis ojos empezaron a parpadear con premura tratando de contener las lágrimas. —Pero padre, él nunca fue una mala persona; tiene la esencia de un buen hombre. Se arrepiente de su error; ya sufrió mucho por su pecado y sigue sufriendo todavía. —Eso no es suficiente, hijo. Nuestro Señor Jesucristo nos lo enseñó claramente al decir que «cosecharás lo que siembras». Por más que ese hombre haya sido una persona honesta que contribuya a la vida con actos de buena fe y haga méritos para ser perdonado, igualmente será juzgado por el cielo. Tiene que pagar por lo que hizo. La vida se encargará de eso; ella nunca perdona las deudas, reclama hasta el último centavo por todas las cosas que le han quitado. —Pero él estuvo al borde de la muerte, padre —añadí con un aire de angustia bloqueando mi garganta—, Dios le dio una segunda oportunidad para redimirse y demostrar que no tenía un corazón maligno. —La mayoría de las personas no creen eso y nunca lo harán. Deja de entorpecer los designios de Dios, detén tu pelea con la naturaleza de la vida. Vive, hijo mío; vive solamente ofreciendo a la vida todo el amor que guardas y luego vendrá lo que ha de venir. Tienes un corazón lleno de amor. Dios y la vida te recompensarán, no lo dudes jamás, hijo.
El dolor y la impotencia doblegaron mi cabeza hasta las rodillas y empecé a juntar mi lloro en la palma de las manos. —¡No me digas eso, padre! Tú no, por favor. Eres la única persona en quien puedo confiar. Sus manos acudieron de prisa a estrecharme y me cobijó en su seno tratando de apaciguar mi dolor. —Si tan solo pudiera ayudarte, hijo mío, lo haría con mucho gusto. Si tu madre tomó la decisión de compartir su vida con alguien, es decisión suya. A lo sumo, les puedo dar algunos consejos. Debes saber que tu familia nunca aceptará esa relación. No hagan nada sin el consentimiento de tu tío José o lo harán enojar mucho. Tú sabes que él también sufre del corazón y es posible que no soporte una emoción muy fuerte por su carácter y por su edad. Ten mucho cuidado con eso, hijo. Mañana a las nueve pasaré por tu casa. Dile a tu madre que necesito hablar con ella. —Debo confesarte algo más, padre Julián. —Me escapé de sus brazos y me senté a su lado. —Bien, hijo, te escucho. —Aquel día cuando mi madre perdió al hijo, a mi único hermanito, no fue nada fortuito ni accidental como todos piensan. —Pero ¿cuántas cosas más ocultas, niño? Si continúan con esta actitud, lamentablemente no podré hacer nada por ustedes. Ahora, dígame qué es lo que realmente pasó ese día. —Lo siento mucho. No estaba pensando muy bien y mi madre tampoco. La presencia de mi padre nos devolvió la tranquilidad que tanta falta nos hacía. —Y tomé la decisión de confesar el verdadero origen de la tragedia premeditada que nos dejó con las heridas más horrendas de la vida. —Mi tía se atiene a su mayoría de edad y al poco dinero que trae para imponer su autoridad en mi casa, siempre fue así. Esa mañana, cuando apenas llegamos con el herrén sobre las espaldas, nos obligó a realizar trabajos muy pesados. Todo el tiempo se ensaña con nosotros y mi abuela no hace nada para evitarlo; pero en este caso mi madre estaba embarazada y no podía realizar el trabajo de lavar la ropa. Usted sabe que todas las labores que tenemos que ejecutar no son fáciles. Ella no me permitió
ayudarle y nos obligó a trabajar por separado. Yo no dejaba de mirar a mi madre y me dolía no poder hacer nada por ella. De pronto, vi con mis propios ojos que mi tía derramó intencionalmente un balde de agua en el suelo. Usted ha visto el patio que tenemos, padre, es de tierra y no hay forma de secarlo. A pesar de que mi madre andaba con cuidado, lamentablemente sucedió lo que la malvada de mi tía quería que sucediera. Y después de quince minutos, usted llegó. Mi tía había consumado su venganza y no entiendo por qué. Sin poder evitarlo, la reconstrucción del suceso me abrió las heridas. Me aferré a su brazo para llorar mi desgracia. —Tus lágrimas no te ayudarán en nada, yo te pregunté varias veces y a tu madre también. No entiendo la razón de su silencio. —Lo siento mucho, yo le rogué a mi madre que no se lo dijera a nadie. —¿Con qué motivo, hijo? No te entiendo nada. —Odiaba a mi tía, la sigo odiando. He leído la ley del karma en uno de los libros que tiene mi tío Pancho, sé muchas cosas de eso y quería verla sufrir a mi lado. ¡Quiero atestiguar al mundo entero el precio que se paga por infligir tanto sufrimiento a una persona! —Nunca albergues el odio en tu corazón, hijo. Te envenenará lentamente hasta convertirte en alguien execrable. Es lo peor que puedes hacer. —Entonces, cómo dejo de odiar si no puedo. ¿Hay forma de borrar las cicatrices que nunca dejan de doler? No puedo… El angustioso quejido de mi garganta se apagó en su pecho. —No llores, hijo, simplemente no lo sé. Supongo que tenemos que aprender a vivir con eso, aprender a convertir el sufrimiento en sabiduría. —Yo no sé cómo se hace eso, la vida se adelantó demasiado para enseñarme. No solamente me arrebató al único hermano que Dios me regaló, sino que mi madre también morirá en poco tiempo. ¿Usted sabe cómo se siente eso? —El dolor silenció mis últimas palabras. —Te entiendo, pero no lo sé, hijo. Debe ser algo devastador.
Yo no podía dejar de sollozar y el padre no sabía qué hacer, únicamente se limitaba a consolarme en sus brazos. —Entonces, sabías lo de tu madre, eres un niño muy perspicaz. Es prudente que todavía no le digas nada a ella. Lo siento mucho, hijo, era necesario silenciar para no causar más daño en tu madre. Solo quiero que me entiendas, por favor. —Usted sabía que esto no se solucionaba callando ni tratando de entender. Me imagino que usted también está esperando un milagro y sabe perfectamente que eso no pasará, todos lo saben. Yo también —sostuve peleando con la angustia—. Pero yo, al menos, estoy luchando para conseguir eso: tratando de hacer lo imposible para conseguir un milagro. —Eres un buen hijo, Jesús. Te estás convirtiendo en un gran hombre, pero nunca dejes que el odio te domine, por favor; tienes que ser más grande que eso. —Tal vez se puede dominar, pero creo que no se puede dejar de odiar. Bendíganos, padre, porque mi madre ama a ese «hombre», como usted le llama, y formaremos la familia que siempre he soñado tener, aunque no nos acepte nadie. —No pienses en eso, hijo, no son los momentos propicios. No sabemos qué pasará con tu madre. Si el problema se resolviera con los tratamientos, por más caros que sean, Dios conoce mi corazón —miró al cielo alzando la mano izquierda— y yo sería el primero en ayudarlos, pero en este caso no hay nada que se pueda hacer, absolutamente nada. Solamente confiar en la misericordia del Padre. Y me duele decir eso. —Iremos a ver a otros especialistas, mi padre nos acompañará. Buscaremos hasta encontrar una solución. No me quedaré con los brazos cruzados como todos. —Déjame decirte que el hospital Santa Clara es uno de los mejores del país, por lo tanto, cuenta con los profesionales más destacados de la medicina. Si ustedes insisten en acudir a otros centros médicos, conseguirán los mismos resultados. Se ocasionarán gastos innecesarios, pero si eso los deja más tranquilos es una decisión suya. Y nos callamos entre las sombras de un silencio abrumado.
—¿Qué puedo hacer, padre? —le consulté observando el claroscuro de sus pupilas marchitas. Él siguió mudo, con la mirada perdida en el suelo, donde vaga la hojarasca tratando de encontrar un refugio. Yo aproveché su silencio y abandoné el plácido rincón de su regazo para sentarme a su lado. Su corazón no me dejó separarme de él y me estrechó con la mano izquierda hasta sentir otra vez sus latidos. —Escucha bien, hijo. —Me dio un besito en la cabeza—. Dile a tu padre lo antes que puedas que me urge hablar con él; ya sabes dónde estoy, de seguro que me encontrará por las mañanas. —Está bien, gracias por entenderme. ¿Usted no sabe por qué nos odia tanto mi tía? —¿Tu abuela nunca te habló nada? —No. Intentó decirme una vez, pero yo no quería escuchar nada de ella. —Bueno, también hay que saber escuchar, hijo. Dijo que odia tanto a tu madre porque, según tu tía Isabel, ella es la culpable por la muerte de su papá. Supuestamente, sufrió un paro cardíaco cuando se enfrentó a tu padre, eso es lo poco que sé. Desde ese instante quedó traumatizada y no deja de hostigar a tu mamá.
15
31 de marzo de 1999
Hoy salí de mi escuela un poco ensimismado y empecé a caminar por la misma vereda de siempre, pensando en las últimas noticias que reunieron los asertivos ojos de mis amigos. La Rosa es aquella flor encarnada plasmada en una linda mujer que se alimentaba en las manos de mi tío Pancho y era feliz con su amor. De cariño le decían la Rosita. Bueno, ella tenía una cuantiosa cantidad de miradas perfectamente grabadas en sus pétalos. Un día se le ocurrió atrapar los ojos de un forastero para escaparse en sus manos, dejando solo y desolado a su jardinero, que tanto la cuidaba. Desde ese día, en ese rincón de las praderas donde habitaba el hechizo de su perfume, empezaron a crecer abrojos para suplir las espinas plateadas que lancinaban a todo obstinado que quisiera disfrutar de su aroma. Una de las recientes noticias que llegó a mis oídos es que ella regresó a su casa un poco marchita y con un pequeño pimpollo en los brazos, que cuentan mis amigos, era un renuevo tan fragante como el perfume de sus pétalos. Otra noticia consecuente que me dejó absorto es la aparición de Sarita, la hermana menor de Rosita, ausente durante todo este tiempo por, supuestamente, estar estudiando en la ciudad, y que trae un prodigio del cielo en su vientre. No me imagino la felicidad que deben sentir estas mujeres. Llegué a mi casa, inmerso en los pensamientos y más callado que nunca. Los líderes de mi familia estaban reunidos alrededor de la mesa en el rústico salón contiguo a mi habitación. No le dieron ni la menor importancia a mi comportamiento extraño cuando adorné sus corazones con un saludo, porque, al parecer, estaban muy concentrados en el asunto de «suma importancia» que es el casamiento de mi tía, quien, lamentablemente, gobierna el hogar que forjaron los ángeles para que anide mi madre. Me cambié de ropa muy lentamente, a fin de escuchar las tristes melodías que cantaba el cazado canario de penacho amarillo; pobre pajarillo, no sabe el destino que le espera en el suplicio infernal de una jaula. ¡Excelente! Es regocijante la noticia que acabo de escuchar. El domingo que viene se casan.
Casi puedo sentir el placer de la tranquilidad en mi casa. Me apresuré a servirme un plato de comida y, después de guardar algunas cosas necesarias en mi mochila, me fui de prisa sobre las mismas huellas que dejo todos los días para llegar al lado de mi madre. A punto de llegar al lugar de siempre, me quedé perplejo al vislumbrar en el follaje de un majestuoso sauce y muy pegados a su tronco… ¡Imaginen a quién! ¡Al mequetrefe de Raúl con la hermosa cantante de los arrabales! Besándose apasionadamente, con la misma desesperación de un sediento que hubiera encontrado un vaso de agua, aquel pervertido le manoseaba por todas partes sin reparo alguno. De pronto, empecé a sentir vergüenza ajena, pero luego… me invadió una rara curiosidad y me oculté detrás de unos matorrales para continuar observando la escena tan romántica. ¡Pero qué mala suerte! Creo que presintieron el impacto que habían causado en mis ojos o tal vez se cansaron de tanto amorío, vaya uno a saber lo que pasó. Los amantes se acercaron rápidamente al sombrajo del sauce donde se encontraban mi madre y la señorita Kiara, y yo salí de mi escondite para continuar mi camino. Los azules ojos de Kiara engalanaban la eterna sonrisa de sus labios, y la señorita Diana, como la representante de las estrellas en la Tierra, compartía su calor con un atrevido, perdonen por la mala educación, es que no encuentro otra palabra para este forastero. El imponente árbol sostenía con una de sus ramas al gallardo caballo de Raúl que siempre anda con su atuendo de gala ostentando su brillante traje de azabache mientras lleva en su lomo al sinvergüenza de su amo. Me fui acercando de a poco y encontré a mi Pegaso muy enojado, con las orejas paradas y el pecho erguido, sus plateadas alas desplegadas y sus poderosos brazos en guardia. Me acerqué para atenuar las llamas de su mirada acariciando el penacho escarchado. Cuando apenas llegué a los umbrales del sombraje, Diana, la musa de las canciones más bellas del mundo, corrió a recibirme en sus brazos, mejor dicho, a recibirme en sus poetizados labios; me alzó en sus delicadas manos para llevarme a escuchar el repertorio musical de sus latidos, y me condecoró el alma con muchos agradecimientos por las pequeñas líneas que habían escrito mis lágrimas sobre el níveo remanso del papel. Al tocar de nuevo la tierra, vi que mi madre continuaba sentada labrando mi nuevo gorro con el místico fervor de sus dedos y me apresuré a ceñir mi corazón en sus alas, atándome con mis brazos a su cuello.
—Hola, amorcito; cómo estás, mi cielo —formuló al tiempo que alimentó mi alma con sus besos. —Bien, ma. ¿Y tú cómo estás? —Por ahora estoy bien, hijo. Ya conseguí los papeles que me dijiste y tenemos algunas visitas; los conoces, ¿verdad? —Sí, mamá, menos a ese grandulón tan feo —indiqué con una sonrisa burlona y grotesca, apuntando con mis ojos a Raúl, quien abrazaba con intensa pasión a la portadora de los acordes vívidos. —Hijo, nos seas tan maleducado, saluda, por favor. ¡Qué crees que pensará de mí el señor! ¡Que no sé educarte, Jesús! —enfatizó con las arrugas de su semblante. Mientras sus ojos caminaban sigilosamente por los alrededores tratando de encontrar a mi padre que tenía que venir hoy. Dejó de trabajar desde ayer. Dijo que le explicó al presidente de la empresa la situación de mi madre y le concedieron veinte días de permiso. La cuestión es que a esta hora de la tarde ya debería estar con nosotros. A lo mejor ya llegó y nos está observando escondido, esperando a que se vayan las visitas. —Lo siento, mamá. Pero él también me fastidia las veces que nos encontramos. —Tu madre tiene razón, Jesús —agregó Diana un poco hastiada—. Además, él no tiene nada de feo, para mí es el chico más lindo del mundo. —Se ciñó a su pecho buscando sus caricias. —Puede ser lindo para ti —solté con énfasis—. Para los demás… —Hice un gesto muy lamentable negando con la cabeza—. Pero bueno, ya no se puede hacer nada; lo hecho, hecho está. —Las chicas se taparon la boca en señal de asombro—. Yo a usted, que es tan hermosa y brillante de siempre, le doy la bienvenida a mi humilde hogar de las praderas, Diana. —Gracias, Jesusito, te quiero mucho. —Sus manos se enternecieron en su corazón—. Tú también eres un niño muy lindo. —¡Pero mi amor, qué gran irador tienes! —exclamó Raúl, acercando su boca a la de su novia.
El extraño del lago, que es igual a decir un mequetrefe, dejó todas esas palabras de iración en los labios de la hechicera que una triste mañana de añoranzas usó uno de sus encantos para entrar a mi corazón. Yo me quedé atónito sin apartar la vista de esa escena tan vergonzosa, sentí que una chispa de mi corazón provocaba un incendio en mis ojos, y experimenté una sensación extraña que no entiendo y no puedo explicar con palabras. Es la primera vez que siento algo así por una mujer que tanto iro. —Oye, niño —se dirigió a mí Raúl—. ¿Estás bien? No me mires así, por favor; es como si hubieras visto a un fantasma o como si quisieras golpearme. —Sí. A un fantasma muy feo como vos —le increpé sin apartarme de la protección que me daban los brazos de mi ángel. Y después de un instante, el intruso liberó de sus brazos a la estrella cautiva para ir a buscar, en las pálidas ramas del sauce, un bolso muy particular, de esos que usan los universitarios. Mi madre se encontraba muy nerviosa y sus manos empezaron a temblar lentamente por la ansiedad. —Está bien, niño, esta vez no me enojaré contigo. Pero me debes una. Por suerte —sus ojos de enamorado se clavaron en el semblante de su chica—, mi reina sabe elegir al hombre que cuidará su gran corazón. Avisté a mis tres amigos, que se acercaban rápidamente hacia nosotros, y cuando ya estaba dispuesto a despedirme de las tres mujeres más bellas del mundo… ¡Oh, por Dios! ¡Chocolates de alta gama! Eran de esos que solamente se pueden encontrar en la ciudad y que he tenido la suerte de probar solamente dos veces cuando mi tío Pancho me los ha comprado en el cine. Son imposibles de rechazar. Mis ojos ávidos se desesperaban, la saliva estaba a punto de rebasar mis labios y mi corazón se estremecía por probar, cuando extendió el brazo para invitarme. Mientras, mi madre trataba de ocultar su nerviosismo. —No es necesario que pienses tanto, niño. No es ninguna broma, te digo en serio amiguito. Acepto que siempre nos peleamos, pero es porque te aprecio y podemos ser buenos amigos. Puede ser una de sus jugadas, pero puso cara de bueno. Hasta me dijo que podemos ser amigos. Me estoy babeando por dentro y trato de disimular mi
desesperado deseo de probar esta ricura capaz de endulzar los corazones más amargos: hasta el envoltorio se ve muy agradable y es cautivante. Por fin, decidí tomar esas exquisiteces fabricadas en algún lugar del cielo. —Gracias, señor desconocido o, mejor dicho, Raúl. Pero quiero aclarar una cosa, que no sea motivo de enojo, aunque a mí me da igual: en estas tierras yo soy el que manda. «¡Por fin! —pensé—. ¡Casi pierdo estos manjares, por desconfiar un poco de ese grandulón!». —Gracias, valiente guerrero, por ser tan generoso conmigo y dejarme pisar las tierras de tu grandioso imperio; pero tienes que saber que yo estoy locamente enamorado de esta hermosa princesa —otra vez la llevó a la prisión de sus brazos para fustigarla con sus maleficentes besos—, que vive en los páramos de tu reino, en un hermoso castillo construido por la mirada de sus lindos ojos. —No seas tan iluso, mequetrefe. —Las chicas alegraron con su risa los ramajes del sauce que en ese instante empezaron a bailar con el viento—. Esos ojos tan bonitos jamás se fijarían en un perdedor como vos, además de feo. —Pero ya ves, mocoso. —Otra vez marchitó su belleza con la ponzoña de sus besos—. Yo soy el afortunado para disfrutar de estos ojos paradisíacos. —Eso es lo que tú crees —le repliqué al tiempo que abandonaba los brazos de mi ángel para ir con mis hermanos, que ya estaban a mi lado—. Bueno, mejor me voy, y gracias por los chocolates, esperemos que no se te olvide traer la próxima vez. Será tu entrada a mis tierras. Los novios se despidieron y empezaron a marcharse lentamente. Yo apresuré mis pasos para escaparme con la muchachada. De pronto, mi madre lanzó un gemido extenuante y, apretando su corazón con las dos manos, se dejó caer al suelo doblegada por el dolor.
16
En un instante llegué al lado de mi madre, pero no sabía qué hacer. Simplemente me arrodillé a su lado para abrazarme de ella con la esperanza de calmar su dolor, aunque sabiendo de antemano que eso no funcionaría. Kiara se paralizó de miedo y se cubrió el rostro con las manos, quizá para no ver tanto sufrimiento o, tal vez, para mitigar los gritos de la desesperación. Unas palabras enérgicas se entremezclaron con mi angustioso llanto: —¡Háganse a un lado, por favor! Necesito espacio. Inmediatamente nos alejamos de su lado. Me sorprendió saber que Raúl era un doctor, por lo menos se parecía a uno. Aflojó toda la ropa de mi madre y la dejó tendida en el mismo lugar juntando varias prendas para usarlas como almohada. Mi madre estaba inconsciente y con el rostro pálido, infundiendo en todo mi cuerpo el horrible presagio de la muerte. —Quiero que se tranquilicen, por favor —nos pidió con espanto en sus ojos—, o me pondrán más nervioso. Voy a comenzar con la reanimación cardiopulmonar. ¡Quédate tranquilo, Jesusito! Todo va a salir bien —me dijo con el semblante aterrorizado. Mi alma temblaba de miedo, paralizada por la conmoción y sin poder gritar. No sé qué es lo que buscaban mis ojos en el suelo sin dejar de mirar el rostro de la persona que tanto amo, mis latidos golpeaban las puertas del cielo suplicando la ayuda de Dios. Los azules ojos de Kiara brillaban con sus lágrimas en las alturas del firmamento. El espíritu de Raúl permanecía de hinojos al lado de mi madre, tratando de curar las heridas de su corazón. Diana me daba amparo en sus brazos, mojando mis cabellos con el dolor de su llanto, y mis amigos simplemente permanecían temblando sobre las raíces del sauce. —¡Dios mío, gracias! —exclamó Raúl. Muy agradecido miró al cielo mientras inspiraba un hálito de consuelo para luego expirar un aire de tranquilidad. Nos acercamos rápidamente al lado de mi
madre, porque ella nos necesitaba como nunca. Me arrodillé para ceñirme a su cuerpo con los brazos, depositando en su herido corazón todo el amor que tengo y el abundante torrente que lloraba mi alma en sus mejillas. —¡Te amo, mamá! ¡Nunca me dejes, por favor! Te lo suplico. —Nunca, hijo. Nunca lo haré, ya no llores, mi amor. Hizo un esfuerzo para limpiarme algunas lágrimas y luego me regaló una sonrisa angelical. Se sentaron todos alrededor de ella; Kiara masajeando su frente y Diana sus marchitadas mejillas que empezaban a proyectar los primeros destellos de luz. Mis amigos se fueron a trabajar con el proyecto. —¿Y tus tíos saben de todo esto? —me preguntó Raúl después de todo, con un gesto de preocupación—. No es la primera vez que pasa, ¿o me equivoco? —Ella sufre de una enfermedad congénita en el corazón —informé bajando la cabeza—. Mis tíos no hacen nada, sabiendo que está sufriendo mucho; pero muy pronto mi padre se encargará de su salud y luego nos iremos de casa para vivir felices. —Hazme entender algo. ¿Mencionaste a tu papá? —Mejor yo te explico, Raúl —intervino Kiara—. Él todavía está un poco alterado por esta situación. Ella terminó hablando por mí, explicando todos los motivos, menos la parte que no tiene que saber mi madre, que me obligaron a tomar una decisión apresurada, tan delicada y difícil. —Ahora entiendo —afirmó—, pero, por lo visto, creo que a tu madre no le está haciendo bien este encuentro «romántico». Si él aseguró venir a esta hora, como dicen ustedes, es porque tiene que ser así, más sabiendo que ella está muy delicada. —Yo creí que nos estaba observando de algún lado, esperando a que se fueran ustedes, sin embargo, no es así. Él no se quedaría mirando lo que le sucedía a mi mamá. No entiendo por qué no vino, si él está dispuesto a dar todo por nosotros.
Esto es muy extraño. —No sé —Raúl movió la cabeza con un gesto de frustración —Tú no conoces a tu padre, tampoco nosotros. No deberían confiarse demasiado. —Ya dejen de hablar mal, por favor —lo defendió mi madre—. Yo confío en él, nunca haría nada que nos pudiera lastimar. Seguramente, pasó algo imprevisto y nada más. —Eso tenías que haberlo pensado antes de que pasara todo esto —contestó Raúl algo enojado—, y no desesperarte tan fácilmente por algo insignificante. ¡Elena, por Dios! Pareces una niña, tienes un hijo que te ama, piensa en él, por favor. No me quiero imaginar y ruego a Dios que nunca suceda eso, pero ¿qué hubiera pasado sin mi ayuda? Aunque, al menos, pude hacer algo, aún me falta demasiado. Recién estoy en el tercer año de Medicina. Vamos, Elena, por favor, tienes que cuidarte mucho, tienes que pensar también en vos y en tu hijo. Mira cómo está creciendo. —Me señaló con los ojos—. Estoy seguro de que se convertirá en una gran persona. —Gracias, Raúl. No sabes lo agradecida que estoy, y llevas toda la razón; tendré mucho más cuidado. —Esto no está nada bien. Y dime una cosa, ¿estás tomando algún medicamento? —Sí, pero me lo compró el padre y ya se terminó hace dos meses. Yo no tengo dinero, supuestamente, mis hermanos tampoco, y mi hijo no trabajó en las vacaciones. Darío me dijo que trajera todos los papeles, incluyendo la receta. Supongo que él se hará cargo de mi salud. Gracias a Dios que puedo contar con él. —¿Me puede prestar todos los papeles que trajo, por favor? Tú no te levantes, Elena, que me los traiga Jesús. Fui a buscar adentro del aguayo que siempre lleva con ella y le alcancé a Raúl una carpeta amarilla, pero tarde me di cuenta de un gran error. ¡Jamás debí mostrar los papeles! Acodado en mis rodillas me agarré la cabeza con las dos manos, buscando una solución en el suelo para remediar un posible desastre y rogando a Dios para que Raúl no le diga nada a mi madre. Levanté un poco los ojos para observar el rostro del joven. La peculiaridad de sus gestos había cambiado repentinamente y se estremeció toda mi piel. De pronto, pensé que
estaba a punto de decir algo, pero prefirió callarse y se tragó la saliva junto con todas las palabras y moviendo la cabeza con una mueca de amargura, guardó los papeles en su lugar. Luego me miró a los ojos. —Supongo que vos sabes todo lo que dice en estos papeles. —Yo no entiendo mucho lo que dice ahí, mi mamá tampoco. Pero escuché todo lo que expuso el doctor fuera de la habitación. Gracias, Raúl, nunca olvidaré lo que hiciste por nosotros. —Ojalá pudiera hacer algo más por ustedes, lo haría con mucho gusto. Pero aquí me tienes, puedes contar conmigo y necesito llevarme la receta para comprar. Mañana te lo llevo a la escuela, no quiero que tus familiares me vean porque se pueden ofender. —Muchas gracias, Raúl. Te devolveremos el dinero apenas lo tengamos. —No hay problema, Elena. Yo quiero ayudarte de corazón. Antes de irme, es muy importante que permanezcas acostada por tres horas, y que no se te ocurra levantarte por nada. Y a vos, Jesús, quiero dejarte algo. Metió la mano derecha a su bolsillo y sacó un teléfono móvil. —Toma, te lo prestaré por un tiempo. —Me lo alcanzó en las manos—. No me mires así, niño, esto es algo serio, ya no estamos jugando. —Lo tomé sin dudar más—. En el directorio tengo guardados muchos números, también vas a encontrar el de un buen cardiólogo, yo después hablo con él. Luego te enseño a manejar el teléfono. Mañana te traigo el cargador y te doy mi nuevo número. ¡Dios mío! ¡En qué nos estamos convirtiendo las personas! No entiendo cómo te pueden seguir mandando a este lugar sabiendo que estás enferma. —No es así, Raúl. Ellos insistieron para que me quedara en casa. Vine porque yo quise, porque me siento más cómoda y feliz pastando a mis animales. —Bueno, a mí no me parece nada bien. Tú puedes manejar esta situación, Jesús, sabes perfectamente de qué estoy hablando. —Sí. Quiero pedirte un favor, Raúl. Mi madre estará impaciente todo el tiempo y eso no es bueno para ella, ¿me puedes prestar tu caballo para ir a la casa de mi papá?
17
Se quedó mirando a otro lado, puntualmente al llameante vestido de su novia que se retorcía primoroso con el viento. Ella estaba muy ocupada conversando con Kiara; era evidente que no me podía prestar su grandioso caballo, yo tampoco lo haría, pero… tal vez sí. —¿Te has vuelto loco, Jesús? —Giró la cabeza en un segundo y casi me devora con los ojos—. ¿Estás bromeando o me quieres sacar de quicio? —Lo siento, pensé que no te enojarías tanto. —Creo que exageré un poco —dijo cambiando el tono—. No es verdad, Jesusito. Ven que quiero abrazarte. —Acudí al llamado de su brazo—. Solamente quiero sacarte una sonrisa, aunque sea muy pequeña. —Se nota que no eres bueno para eso, únicamente has logrado asustarme. —Bueno, al menos lo intenté; pero ¿vos no tenías un caballo mejor que el mío? Me rasqué la cabeza. —Sí, pero es que… Una efímera sonrisa me nació de algún lado, yo le miré a los ojos y creo que ellos me prestaron un poco de su alegría. —¿Lo ves? Ahora sí logré sacarte una sonrisa, y no me digas que no sirvo para eso porque si no te haré reír hasta que no puedas. Me frotó la cabellera con la mano izquierda y con la otra mano me estrechó a su cuerpo. —¿Y cómo piensas hacerme reír tanto? —¿No te imaginas? Para eso existen las cosquillas.
—No seas tramposo. —Me alegro de que sean amigos. —A los labios de mi madre también regresó un poco de alegría. —Pero de qué estás hablando, mamá, no digas tonterías, por favor. —Lo miré al rostro para iluminarlo con otra sonrisa y él me correspondió—. Sabes que eso no es verdad. Nosotros somos amigos. —Eso ya lo sé, enano. —¿Eso quiere decir que me prestas tu caballo? —No. Bueno, sí. Pero andar en caballo es muy peligroso, Jesús. Primero tengo que enseñarte a cabalgar correctamente y luego te lo presto, ¿estamos de acuerdo? —Entonces cómo hago para llegar rápido, el mío es muy lento y temo que no regresaré a tiempo. —Entonces iré yo. Conozco la casa de la señora Julia, he pasado muchas veces por su puerta. —Gracias, Raúl, creo que tú también eres un ángel. —No me insultes niño, ¿a vos te gustaría que te llamaran duende? —Por supuesto que no. Los duendes son enanos y feos. —Tú eres un enano, ¿o me equivoco? —Sonrió burlonamente. —A mí me falta crecer, eso es todo. ¡Eres muy malo conmigo! —Tú empezaste a ofender mi hombría. Muy bien… cuida a tu madre, niño, hasta luego, Elena. —Gracias, Raúl, nunca olvidaré lo que haces por nosotros —mi madre respondió mustiada. —Quédate tranquila, solamente te pido que te cuides. ¡Diana, ya nos tenemos que ir, amor! Cuida a tu madre, enano —me repitió con sarcasmo.
Dicho eso, salieron corriendo a todo galope. Yo me acosté al lado de mi madre para cantar a la vida con sus latidos y continuar mirando el cielo con sus lindos ojos. Mis manos acariciaban las mejillas de mi eterna compañera, implorando el infrangible color de algunos árboles para depositarlo en sus venas. No podría decir cuánto tiempo pasó desde que salió Raúl, pero la proximidad de su gallardía nos sorprendió con la epifanía de las primeras pinceladas en el ocaso. Una llamarada se prendió en la mirada de mi madre a punto de incendiar sus pupilas. Sus manos la impulsaron para sentarse de prisa, pero yo la detuve. —No te preocupes, Jesús, ya puede sentarse —me apremió Raúl limpiándose el sudor de la frente. Y sin esperar un instante, mi madre empezó a formular sus preguntas. —¿Dime qué es lo que pasó, Raúl? ¿Pudiste averiguar algo? —Déjenos respirar un poco, por favor —contestó Diana jadeando—. ¡Qué calorcito, por Dios! Pensándolo bien… termina de explicar, amor. Yo te espero en el río. ¿Me puedes prestar tu aguayo, por favor, Elenita? —Claro, amiga, guarda mis cosas en un lugar y es todo tuyo. —Ay, gracias, amigaza, eres una belleza. Diana se fue corriendo al río y el joven buscó su comodidad en el apoyo del sauce para apaciguar el desesperado corazón de mi madre. —Y bueno. —Se frotó las manos y respiró hondo—. Tenías razón, Elena, Darío tuvo un contratiempo bastante serio; pero ¡cuidado, chiquita, no te me asustes! —Hizo un alto con la palma de su mano—. No sé si vos conocías a su mamá — mi madre negó con la cabeza—, resulta que la señora falleció. Algo estremecedor recorrió por todo mi cuerpo. No sabía qué hacer con mi alma para contener el dolor e inconscientemente me tapé los ojos con las manos y lloré en silencio. —Lo siento mucho, niño. Tu padre explicó que ella se marchó muy feliz, se despidió pronunciando tu nombre con una efímera sonrisa más grande que la vida.
En un instante empecé a vivir un mundo de ilusiones con mi abuelita, llegué a construir la utopía más perfecta de la imaginación y una electrizante angustia calló mi mente y se resumió en unas cuantas lágrimas que cayeron pesadas en mi pecho. Mi madre y Raúl me regalaron un silencio oportuno como decoro al sentimiento de dolor que padecía mi alma. Limpié con mis dedos los últimos vestigios de sufrimiento en mis ojos y me quedé en silencio, mirando fijamente la asombrosa creación de la naturaleza. —Bueno, hijo —comenzó mi madre—, tu abuela se nos adelantó. Nosotros terminaremos todas las cosas que dejó pendientes. Tú lo harás, mi pequeño, no hay la menor duda. —Mandó algo para vos, Elena. —Le entregó una hoja doblada en cuatro partes. —Gracias, Raúl, estoy muy agradecida. —Léalo con tranquilidad, por favor, no te me pongas nerviosa. Ya sabes. Iré a darme un chapuzón y luego nos vamos juntos. Él se fue de prisa por el mismo sendero por el que se había ido su novia. Mi madre estaba concentrada en la lectura y apenas me respondió lo que le dije asintiendo con la cabeza. Yo también quise dar una vuelta por las cercanías del río para escribir en la superficie de sus caprichosas aguas el epitafio de un desaparecido corazón. Llegué al pie de un sauce grandevo que aún tenía los ramajes muy verdinos aferrándose a la vida con tenacidad. Me senté en uno de sus brazos que se inclinaban sobre el agua y casualmente avisté, sin poder evitarlo, flotando sobre las aguas, a la señorita Diana con el joven Raúl a su lado. Ella estaba más linda que nunca; la piel de su cuerpo se dejaba acariciar por el río y sus labios cantaban al dúo con las sinfónicas corrientes. Me encaminé en silencio rodeando los arbustos hasta llegar lo más cerca posible, para sentir el calor de aquella estrella radiante. Mis ojos se quedaron atónitos y mi alma extasiada al descubrir una escena perturbadora: ellos se besaban con la apasionada desesperación de los enamorados. El corazón empezó a golpear mi pecho y el miedo me obligó a ocultarme más hasta hablar en silencio con mi corazón. «Yo no puedo hacer esto —le confesé a mis latidos—. ¿Qué pasaría si me
descubren? Ellos son muy buenos con nosotros y no quiero perder su amistad. Mejor me voy, ya tengo muchos problemas». Y me fui sin poder evitar en mi mente la repetición continua de esta escena tan abstrusa y misteriosamente fruitiva. En el umbral del camino que se encarga de llevarnos a casa, reuní a todo mi rebaño, al que ahora se añadieron algunos corderos muy bonitos y por demás traviesos. Mis amigos llegaron a mi lado sin reclamarme nada y empezamos a caminar dejando las últimas huellas del día. Raúl y Diana venían tomados de la mano muchos pasos atrás. Ella, como una de las estrellas más lucientes del universo, venía cantando las mejores melodías de su repertorio para engalanar los últimos destellos del ocaso con el irradiante hechizo de sus palpitantes ojos. Después de comer un empobrecido plato de sopa, fui a sentarme a la mesa de mi habitación para estudiar un poco. Hoy no vino mi primo. Debe ser porque le dieron alguna tarea. Cuando apenas terminé de leer una página, la voz de mi abuela llamándome desde la cocina me interrumpió la lectura. —Sí, abuelita —contesté algo molesto—, tengo mucho para estudiar. —No te pido una gran cosa, hijo. Puedes continuar después, no te molestaría si supiera leer. Este chico, el amigo de tu tío Pancho, me entregó una correspondencia de tu tía Rosario. Léela, por favor, y luego me avisas. Una sensación extraordinaria recorrió por todo mi cuerpo. Tomé con tanta rapidez al emisario encarnado que casi le arranco las manos. Regresé corriendo hasta mi habitación y me tiré sobre la cama. Arranqué el sobre para descubrir el contenido, pero esta vez no había nada más que una hoja repleta de muchos corazoncitos rojos. En un segundo me di cuenta de que se trataba de una carta escrita por Juanita, mi prima de diez años, quien había partido hacía casi un año dejándome tan solo y abrumado. Después de terminar la lectura, me quedé pensando sobre la almohada.
18
1 de abril de 1999
Los vientos lloran en silencio con mi alma, y mi corazón se viste de luto por la eterna ausencia de mi abuela Julia. Se han vuelto tristes y aburridos los encantadores ojos de este camino que me llevaban a contemplar su cándido rostro. Ya perdí las esperanzas de tocar el cielo en sus brazos. Llevo un par de flores silvestres que adornan las riberas de mi prado y unas cuantas más que recogí en el camino, en los lugares más bonitos donde nace la perfección de la naturaleza y el milagro de la vida. Estoy a punto de llegar a la casa de mi padre, creo que mi burro también está triste como yo. Vino demasiado callado, ni siquiera me regaló un pequeño grito de gloria como todas las veces que viajamos. No esperaba ver a tanta gente ataviada de una noche negra, tan negra como la misma tristeza que oscurecía los ojos de la familia doliente. Todos empezaron a mirarme sorprendidos y bastante intrigados, la invasión de tantas miradas me puso muy nervioso y me hizo sentir algo raro, casi como una atracción turística. No me di cuenta de que las manos de mi padre ya estaban tocando mis costillas antes de bajarme del burro y me llevaron directamente a sus brazos para llorar en mi hombro, como llora un amigo buscando el consuelo de algunas palabras. —Se nos fue, hijo, tu abuela se marchó para siempre. Sus lágrimas desesperadas me mojaron el pecho y lograron llegar hasta mi corazón. —Cuánto lo siento, papá. Me duelen las palabras que tenía para ella, y mi corazón llora por no haberle dado tanto amor que le guardaba. Lo lamento mucho. Solamente un par de lamentos se soltaron de mi alma y cayeron en el mismo
suelo donde se querían perpetuar los ojos de mi abuelita. Ya no me quedaba más agua salada para llorar; sentía que las llamas del dolor me habían secado todo, dejando solamente algunas gotas para despedir al sublime corazón que había palpitado con ahínco hasta encontrar mis latidos. —Ya es hora, hijo. Todos ya están listos para el funeral. Vayamos al lado de mi familia para dirigirnos al cementerio. La banda de música llamó a la tristeza para que pudiera exprimir de algunos corazones el poco llanto que les quedaba, y sus melodías se alejaron con el viento proclamando el místico viaje al cielo de una valiente guerrera. El tétrico silencio del cementerio empezó a llorar con la pesadumbre de los visitantes y recibió con decoro al nuevo integrante de sus rincones solitarios. La fosa nos esperaba ansiosa por llevarse a la difunta y la depositaron en la oscura sima de sus entrañas bajo la desesperación de sus seres queridos. Nuestros ojos honraron con el llanto los últimos vestigios de su existencia. Yo me despedí dejando en su última morada los pedazos de vida que recogí en el camino y algunas lágrimas dolorosas que guardé para este momento. Las personas más cercanas a la familia regresaron con nosotros para brindar apoyo a los dolientes. Yo tenía que regresar al lado de mi mamá, pero mi padre insistió en que esperara un poco más para presentarme a sus hermanos, y luego nos sentamos al amparo de un árbol a charlar un rato. —Sí, hijo. Madrugué para encontrarme con el padre Julián. Creo que regresé a eso de las diez más o menos, cuando encontré a tu abuela. —Un aire de angustia en su garganta no le dejó continuar. —Está bien, papá, dejemos eso para otra ocasión. —Lo abracé para alejar su dolor. —El sacerdote es una persona muy sabia. Después de platicar mucho, llegó a comprender que no tengo malas intenciones, que mis sentimientos son verdaderos y que merecen su amor. Me dio su bendición para cuidar de ustedes y me aseguró que hablará con los tuyos para convencerlos de alguna manera. Me aclaró que lo está haciendo solamente por tu madre y que me vigilará muy de cerca.
—Creo que ayer por la mañana habló también con mi mamá. Todavía no sé muy bien lo que pasó, pero, viendo su cara, supongo que consiguió lo que esperaba. Y otra cosa, pa, ayer por la tarde al ver que no llegabas, sufrió otro infarto y por poco se nos muere. Raúl, el joven que vino, es un estudiante de Medicina que estaba justamente con nosotros cuando sucedió todo eso, e inmediatamente intervino para socorrerla. Tenemos que hacer algo, papá. No quiero perder a mamá, siento que no lo podré soportar. Anoche me entregaron una carta de España, por lo visto, la mandaron hace quince días. Mis tíos llegarán en cualquier momento, eso es lo que dijeron. Ya saben la situación de mi mamá porque yo les informé hace un tiempo. Sus sentidos se callaron, luego decidió decir algo sin poder decir nada. —Aún estoy bastante golpeado, hijo, no me siento lúcido para pensar. De todas formas, mañana a primera hora de la tarde estaré con ustedes. Creo que tu madre tiene que saber la verdad, ya vengo pensando eso desde hace unos días. Hablamos mañana, hijo. Ahora debes irte, se está haciendo muy tarde. Dile a tu madre que todo está bien. Ha sido un día complicado. Después de llegar a casa, rápidamente me lavé la cabeza y las extremidades para quitarme el exótico polvo de aquellos senderos. Luego me tiré a la cama y en un instante se clavaron miles de pensamientos en mi mente; algunos tenían un filo en la punta y otros traían remedio para curar mis heridas. Traté de limpiar mi cabeza a fin de pensar mejor, pero no sabía qué hacer ni por dónde empezar. Los nervios estaban por reventar las venas y a punto de causar un incendio en mis entrañas. Luego me apreté la cabeza con las dos manos y me puse de bruces sobre la almohada, pero el oscuro laberinto de sus lanas me desesperaba más. Entonces, me levanté con destreza y empecé a limpiar mi habitación. Estaba muy descuidada, la tenía que dejar impecable para que se sienta cómodo mi tío Pancho. Le recibiré con alegría. Solo espero que no me fastidie la loca de mi tía aprovechando la ausencia de mi abuela. Quisiera saber a dónde fue. Después de un rato, me quedé cruzado de brazos contra la pared y observé sorprendido la magnificencia de mi trabajo. «¡Sensacional! Nadie creería que lo hice yo solo —le comenté a mi otro yo—, mejor dicho, que lo hicimos solamente los dos».
Al ver que mi abuela no llegaba, decidimos comer la cena los tres. Nadie pronunció ni una sola palabra. Mi tía Isabel dejó de existir para nosotros, y decidimos irnos a dormir en silencio, pero en el instante menos pensado… —Espérame en la mesa, por favor, Elena, y vos también, Jesús. Necesito hablar con ustedes. Las palabras de mi tía nos dejaron estupefactos y asustados. Ella nunca habla civilizadamente con nosotros, sino que actúa directamente para maltratarnos. Ya me parecía muy raro. No sé dónde perdió el veneno que siempre lleva en su lengua y no entiendo por qué se cortó las uñas de fiera que adornaban sus dedos; pero, de todas formas, nos quedamos sentados en la mesa. El odio que ha forjado con su maldad en mis venas empezó a contaminar mi cuerpo hasta llegar a mis ojos. —Y ahora qué quiere esta loca —dijo mi madre con rabia—. Vos quédate tranquilo, hijo. Nunca más le permitiré que nos maltrate, ha dejado de ser mi hermana desde ese día. Yo, simplemente, la miré a los ojos y asentí con la cabeza. Mi tía se acercó y se sentó a un metro de mi madre. Un pesado silencio se apoyó en nuestras espaldas, un malsano silencio que generaba incomodidad. Yo no sabía quién tenía que empezar a hablar, pero de pronto, sin decir una sola palabra, mi tía se puso de pie y… —¡Perdóname, por favor! ¡Te ruego que me perdones, hermana! El demonio se tiró de rodillas a los pies de mi ángel cubriéndose la vergüenza de su rostro con las manos y suplicando con lágrimas la redención de su alma. Nunca pensé que un corazón maligno pudiera llorar, era muy difícil de creer lo que estaban atestiguando mis ojos. Mamá se quedó atónita, sin saber qué decir y haciendo un esfuerzo para salir de su asombro, pero prefirió mantenerse muda ante la desesperación de su hermana o de lo que había quedado de ella. —Por favor, hermana —continuaba suplicando entre sollozos—, acepto que me equivoqué, te hice mucho daño y me arrepiento de eso. No era yo cuando te maltraté, ¡no sé qué me pasó! Te ruego que me perdones, Elena. Soy tu hermana. —¿Después de mandarme al infierno me consideras tu hermana? —por fin le dijo lo que tenía que decir—. ¡No sabes cómo se sufre en ese lugar! ¡No sabes
cómo duelen estas heridas que nunca sanan! ¿Y no dices nada, cuando me has quitado lo que amaba y posiblemente has desencadenado a la muerte que llevamos en el corazón? No sé qué pasará conmigo, pero si Dios existe… tú también llevas esa enfermedad adentro. Mi madre empezó a llorar mirando la rústica puerta de lo que era su calvario, y donde sueña todas las noches con un mundo mejor para nosotros. El salón se tornó un recinto sepulcral con los pavorosos gemidos de una condenada. Seguramente, ya no tenía nada bueno para decir, simplemente contestó con sus extraños alaridos de quebranto. Yo me pregunté: «¿hasta cuándo quiere y puede permanecer de hinojos si no consigue el perdón de su víctima?». Creo que cien años no serían suficientes para expiar sus pecados. —Te ruego que me perdones, hermana. Te juro que desde ahora cambiaré hasta ser una buena persona. Te lo suplico, Elena. Te curaré con amor todas las heridas que te he causado. Sus manos se aferraron al pecho de mi madre: las mismas manos que mataron al corazón que tanto amo. Ahora sus lágrimas parecían de verdad porque brillaban como añicos de luz, que son los pedazos de la vida que se está destrozando junto con los latidos del corazón. —Creo que es muy tarde para eso, hermana. Trata de conseguir el perdón de Dios, no el mío. Yo te puedo perdonar, pero no sé si el cielo lo hará algún día. Mi madre la ayudó a ponerse de pie para continuar hablando. —Está bien, te perdono, hermana; sin embargo, los estigmas que has dejado en mi vida han marcado mi destino y tú lo sabes muy bien. Siéntate, por favor. —Gracias, hermana, déjame abrazarte. Te quiero mucho. Mi tía desató el lloro de nuevo. Ya ni sus lágrimas podrán devolver las alas de mi ángel para que continúe volando. Después de conseguir lo que buscaba, se sentó a mi lado a mirarme con los ojos llorosos. —A ti también te ruego que me perdones, Jesús. Me arrepiento de todo lo que te he hecho, de tantas cosas que has sufrido por mi culpa. Por favor, sobrino.
Y qué podía hacer, si mi madre había tenido ese gesto tan sublime con un demonio. Comparado con lo de ella, lo mío no es nada. —Está bien, tía, no hay problema —expresé con ese hastío malsano que se quedó en mis entrañas. —Gracias, Jesusito. Te quiero mucho. —Me dio un beso en la mejilla y me abrazó sin recibir ninguna correspondencia de mi alma, porque, simplemente, no podía. Libre de la culpa que le abrumaba su existencia, volvió a sentarse en su silla. —¿No sabes a dónde fue mamá? —Se fue a la casa de José. Tengo entendido que el padre Julián quería conversar con ellos. Debe ser algo urgente, porque no quería llegar atrasada y, por lo que veo, tenían mucho de lo que hablar. Ya casi son las nueve y no llega.
19
2 de abril de 1999
Cada día que pasa, cada mañana y cada momento se ponen más estresantes. Ya no sé lo que vendrá después de un rato, pero aún más me aterra el presagio de la muerte que acecha muy de cerca a la persona que tanto amo. Después de la cena, tomé el primer libro de los tantos que se desesperaban en una larga fila anhelando ser leídos algún día. Traté de concentrarme lo más que pude para asimilar el mensaje de sus líneas, pero no sé qué es lo que pasa. Todas las veces que tengo que estudiar, siempre hay algo que se interpone en el camino. En este caso alguien toca la puerta y nadie sale a recibir y todavía es temprano para dormir. Y bueno, forzosamente tenía que salir yo. —¿Quién es, a quién busca? —pregunté antes de abrir. —Soy don Alberto. Avísale a tu abuela, por favor, queremos hablar con ella. Es el padre de Rosita, puedo sentir un inquietante olor a problemas. Hace unos días llegaron sus hijas y creo que trajeron muchas complicaciones en los brazos y en la panza también. Entré a la habitación que mi abuela comparte con mi tía, ambas estaban despiertas viendo la televisión. —Te busca don Alberto, abuelita. —No tengo ganas de hablar con nadie, Jesús. Dígale que no estoy, por favor. ¿Y avisaste a ese malnacido de tu padre para que venga mañana? Mi abuela se encontraba malhumorada. —Sí, abuelita; pero este señor quiere hablarte con suma urgencia. Dice que seguirá insistiendo si no le atiendes. —Me vienen a fastidiar como si no tuvieran nada que hacer en su cochina vida.
Vamos, Isabel, me tienes que acompañar. Yo no estoy con ganas de soportar a nadie. —Tranquilízate, por favor, mamá. No podemos enfrentar los problemas con esa actitud —le pidió ataviándose para salir—. Veamos qué es lo que quieren, aunque ya me imagino el lindo regalito que nos traen. Te espero en la mesa, mamá, y tranquila, por favor, no queremos empeorar las cosas. Grande fue la sorpresa cuando mi tía abrió la puerta y ella sola enfrentó a toda la pandilla de la afamada Rosita. Aparentemente, no se mostraban tan agresivos, pero se notaba que tenían muchas ganas de discutir por algo que parecía muy importante para ellos. Los invitó a entrar con todo el respeto que se merecen las visitas. Generalmente, mi tía no es así, parece que está sufriendo un cambio y quisiera saber la fórmula de su secreto para ayudar a otras personas. —Tomen asiento, por favor. Tengan paciencia que ya viene mi madre. Se fue a la cocina, seguramente a prepararles una taza de café. Yo tuve que sacar algunas sillas de mi habitación para que todos se sintieran cómodos en este humilde hogar. Vino don Alberto con su señora esposa y con su hija Sara, que es la hermana menor de Rosita; también vino Jorge que, creo, estudia el último año de la secundaria y otro señor que no conozco, supongo que es algún hermano mayor. Hasta que por fin llegó mi abuela, engalanó sus corazones con un saludo y les dio una placentera bienvenida a pesar de la molestia que ocultaba detrás de sus ojos. —¿Y a qué se debe su agradable visita, Alberto? Por lo que veo, debe ser algo muy importante —vaticinó mi abuela con un gesto de tranquilidad forzada. —Ha sido necesario esperar la decisión de mi hija Sara. Usted sabe a qué me refiero, por eso no ha sido posible venir a charlar con usted; pero ahora tenemos que ver la forma de solucionar la situación de ella, ya está con ocho meses de embarazo y es muy complicada su situación. —Ambos cometieron el error, Alberto. Ellos son mayores de edad. Si algo podemos hacer para ayudarlos, será muy poco. Mi hijo es bastante obstinado y orgulloso, no me permitirá tan fácilmente tocar sus problemas personales.
—Si me disculpa, señora Consuelo —se adelantó el joven Jorge con la peculiaridad apacible que le caracteriza—. Si bien tienen la misma culpa, su hijo no respetó los valores de un ser humano. —Lo siento por la interrupción, hermano —intervino Sarita—, creo que yo tengo que explicar lo que realmente pasó con el Pancho. No espero que me crean; pero, por favor, solamente les ruego que me escuchen. Sarita se puso algo triste y un tanto nerviosa porque no sabía cómo empezar. En ese instante preciso, mi tía llegó con una bandeja repleta de tazas con café. —No es una gran cosa, pero creo que nos aliviará un poco del frío —declaró con un apaciguado tono de cordialidad—, sírvanse, por favor. Cuando todos se sirvieron, mi tía se sentó a mi lado, justo en una esquina de la pared desde donde mis ojos podían atestiguar con asertiva claridad. Ella me abrazó con presteza compartiendo su manta conmigo. Sentí correr algo raro en toda mi piel, nunca me había abrazado. Sarita se sirvió un par de sorbos para tranquilizarse y decidió continuar. Mi madre ya estaba durmiendo. —Yo andaba muy enamorada y él sabía eso. Siempre buscaba llamar su atención, pero nunca podía conseguir lo que quería. Él, simplemente, no me daba importancia. Me puse muy feliz cuando vino a buscarme ese día. Era algo maravilloso y único estar a su lado, y me dejé llevar. No me importaba nada, porque lo amaba mucho. De esa manera nos pusimos de acuerdo para alejarnos del pueblo y nos fuimos a una cabaña que él conocía. En ese lugar he vivido los días más felices de mi vida, pero lamentablemente, él no me amaba y me convenció diciendo que me llegaría a amar de a poco. Me prometió cosas bonitas con las que olvidé la existencia del mundo real. Un día quiso hacer el amor sin protección. A pesar de mis sospechas de que actuaba por despecho, yo accedí a su pedido porque estaba ciega, deslumbrada por el amor de este hombre. ¡Cuánto me arrepiento! Se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar, su hermano arrastró la silla a su lado para darle abrigo en sus brazos. —Ella está marcada para toda su vida —apuntó muy apenada su madre—, ningún hombre quiere a una mujer con hijos. Trata de convencer a tu hijo, por favor, Consuelito, para que intenten hacer una vida juntos. Todos nos conocemos en el pueblo y usted sabe muy bien que Sarita es una chica decente y Pancho
también es un buen chico. No tienen por qué hacerse tanto daño. —Haré lo imposible para convencerlo. No sé cuándo llegará. Solo esperemos que se haya olvidado de lo que pasó con la Rosita. —Discúlpeme, señora Consuelo, me llamo Sandro. —Él estaba un poco molesto —. Soy el hermano mayor. Primero, yo quiero aclarar que no tengo la intención de ofender a nadie, pero mi obligación es decir lo que pienso. Hasta el más tonto se puede dar cuenta de que su hijo, el Francisco, la ha manipulado —señaló a su hermana— con la única intención de vengarse. Lo que hizo su hijo fue engañar a esta pobre chica. —Esta vez la apuntó con ambas manos enfatizando su enojo. —No nos adelantemos demasiado —opinó mi tía en un tono muy agradable—. Señores, no sabemos exactamente lo que piensa o siente mi hermano. Sarita es una chica decente y muy bonita. Pancho también es un chico educado, pero, como a todos los jóvenes, le falta madurar un poco. Les sugiero que esperemos. Yo le conozco muy bien a él y no es de aquellos que se escapan de sus problemas. Tengo entendido que llegará en julio. —Don Alberto —agregó mi abuela—, como dijo mi hija, hablaremos de nuevo cuando llegue mi Panchito y haremos todo lo que sea necesario para que nuestros hijos traten de construir una vida. Somos del mismo pueblo, esforcémonos en solucionar este asunto pacíficamente. —Yo creo que está bien —aceptó el joven Jorge, dubitativo—, pero hay otra cosa muy importante que quiero adelantar. Mi padre no estuvo de acuerdo con esto, sin embargo, todo problema tiene que solucionarse al principio. Lo que quiero decir es que Pancho y Rosa han dejado un problema muy grande sin resolver. Yo le sugiero a usted, señora Consuelo, que convenza a su hijo para que hable civilizadamente con mi hermana. Me temo que su hijo se enfrentará a un dilema sumamente complicado.
20
3 de abril de 1999
Los vientos gemían con los primeros fríos de la temporada presagiando la inminente llegada del invierno. La luz del alba nos sorprendió a mitad del camino. Mi madre se sentía cansada, más agotada que antes y decidió bajar la carga de su espalda, para reposar un poco sobre un montículo de tierra y arena. La gélida brisa acariciaba su rostro; y a mis orejas también por la escasa protección de un gorro que ya estaba muy envejecido, pues los creativos dedos de mamá todavía no terminaban de labrar el nuevo. Llegamos a casa. Mi alma se inquietó al ver a tío José sentado en el apacible rincón de tantas noches frenéticas. El brillo de sus ojos le pintaba un espectro de miedo y rabia en el rostro. Se encontraba ensimismado mirando el abismo del suelo para saltar. Estaba tan ocupado en sus pensamientos que no tuvo tiempo para escucharnos el saludo. El semblante de mi madre empezó a cambiar hasta ponerse alerta y nervioso. Después de terminar algunas tareas, nos escapamos al refugio de nuestras habitaciones. Estando allí me interrumpieron los pavorosos gritos de mi tío llamándome a su lado; mi madre también salió asustada. —¡Ven, que quiero hablar contigo! Me atrajo con la mano y sus ojos a punto de explotar, y yo me aterroricé tanto que no pude evitar escalofríos en todo mi cuerpo y un ardiente rubor quemando mi rostro. Mis sentidos se desesperaron por encontrar un lugar para esconderse y solamente lograron temblar de miedo. Me quedé paralizado a unos pasos de él. —Sí, tío, qué me quieres decir —apenas respondí mirando de reojo. —¿Vos eres el que ha causado todo eso? —Se puso de pie en un segundo para acercarse a mí.
—No sé de qué hablas. —Quería escaparme, pero no pude. —¡Sabes muy bien de qué hablo, mocoso de mierda! Sus palabras me golpearon el alma y la palma de su mano derecha se estrelló en mi rostro como una roca. El impacto del golpe me hizo retroceder unos pasos, el dolor arrastró mis dedos sobre la herida, los ojos se me nublaron y el mundo se apagó al sentir varios golpes de cinturón en mi cuerpo y luego los brazos de mi madre estrechándome a su vientre, en medio de un alboroto que no podía escuchar bien. —¡Tú no tienes ningún derecho de tocar a mi hijo! —mamá gritaba desesperada. —¡Este maleducado necesita una lección! ¡Y yo se la voy a dar porque tú no puedes hacer ni eso! ¡Eres una inútil! —¡Y tú, un fracasado! Un mal hermano que se cree todo sin ser nada. Mi ángel me llevó en sus brazos para sentarse en una silla. Me salía sangre por la nariz y ella me limpió de prisa con su desgastado pañuelo y con sus lágrimas, que caían sin descanso en mi rostro. Yo no sentía ningún dolor. Un llanto silencioso se desvanecía en mis ojos y un aire de angustia no me dejaba respirar, ni pronunciar una sola palabra. Me sobraba la rabia que no podía sacar. Mi madre trató de sosegar mi corazón en su regazo, bajo la temerosa mirada de la abuela, que se desesperaba sin poder hacer nada. —Yo le advertí mil veces a este mocoso. —Me señaló con su dedo—. Pero no le importó ni un carajo. Ya veremos si puede hacer lo que quiere. —Ni sueñes que te voy a dar ese gusto —replicó mi madre—. Es tiempo de manejar mi vida, no importa si tengo que irme de esta casa. Puedes revolcarte solo en esta porquería que has creado. —Basta, hija, por favor. Recuerda que estás mal de la salud. —Mi abuela se sentó a su lado y la abrazó para aquietar su espíritu y tranquilizar su extenuado corazón. —Haz lo que te dé la gana, pero mientras tú vivas en esta casa, vas a hacer lo que yo diga. Que te quede bien claro. —Nos sentenció a la muerte.
—¡No será por mucho tiempo! —Se desató el nudo de mi garganta para sacar mi dolor—. Ustedes mataron a mi madre. Le quedan cuatro meses de vida y no les importa nada. Son unos despiadados y crueles. —¡¿Qué?! ¿Pero de qué estás hablando, hijo? —Es verdad, mamá, te morirás en cuatro meses. —Empezó a romperse mi alma — ¡Y no pienso quedarme solo, me iré contigo, madre! Y desconsoladamente lloré en su pecho, aferrándome a su corazón. —¡Qué han hecho conmigo, mamá! ¡Por qué no me dijeron nada! ¿Acaso estaban esperando a que me muriera? Mi abuela se abrazó con fuerza a mi madre, temiendo que su desgastada existencia colapsara en cualquier momento. Las manos de mi ángel llegaron con desesperación al pecho de su madre y se ataron con sus lágrimas a su seno. Fue tanto el golpe que no pudieron soportarlo sus latidos y con un gemido percuciente mi madre se llevó los dedos al pecho ante la aterrorizada mirada de mis ojos. Yo me bajé inmediatamente de su regazo queriendo ayudarla, pero ella se quedó postrada en el vientre de mi abuela, tratando de sacarse con las manos el martirio de sus latidos. Mi tío se acercó inmediatamente, la levantó en sus brazos, la llevó a su cama, aflojó toda su ropa y trató de curar su herida con palabras y mucho amor. Le transmitió la fuerza de sus latidos masajeando su corazón moribundo y yo me aferré a los dedos de la mano izquierda llevándolos a mi rostro para llorar sin descanso en sus venas. —Hermana, ¿ya estás mejor? —le preguntó su hermano en voz baja. Mi madre apenas asintió con la cabeza. La abuela trajo unos paños mojados para poner en su frente, y mi tía Isabel, que acababa de llegar de algún lado, al ver a su hermana, se puso a llorar. —Qué te pasó, hermanita, te prometo no dejarte sola nunca más. Me quedaré todo el tiempo a tu lado para cuidarte. La abrazó con un cariño que no sé de dónde sacó y la llenó de muchos besos que parecían muy sinceros. Unos golpes en la puerta nos enmudecieron por un
instante. Por la peculiaridad de sus toques, nos dimos cuenta de que era el padre Julián. —Hágame el favor de atender, Jesús —me pidió el tío José. Salí de inmediato y me sorprendí al ver que mi papá estaba con él. Sabía que también tenía que venir, pero me quedé callado por miedo. Entonces, me miraron a la cara y se dieron cuenta de que algo pasaba. Mi padre tenía los ojos húmedos, tan tristes y cansados como si recién hubiera terminado de llorar. Los invité a sentarse a la sombra del ficus y regresé al lado de mi madre. —Ya me di cuenta de que llegaron los dos, mamá —anunció mi tío—. No sé si es prudente hablar ahora. —Tratemos de solucionarlo pronto, ahora el tiempo es nuestro peor enemigo. Hazlo pensando en nuestra hermana, por favor. Vayan tranquilos, yo cuidaré de ella —declaró el redimido corazón de mi tía Isabel. —¡Esta puta vida que nos tocó vivir! Tranquila, hermanita —se dirigió a su hermana, acariciándole una mejilla—, no haré nada que te perjudique más. —Yo… yo también quiero… participar —reclamó mamá haciendo un esfuerzo para levantarse. —Elena, por favor —intervino mi tía reteniéndola en su lugar—, no querrás empeorar las cosas, piensa en tu hijo si te pasa algo. Y salieron a encontrarse con ellos. Yo me quedé sentado en el umbral del salón para escuchar. Se saludaron cordialmente, aunque mi tío estaba reacio a darle la mano a mi padre. —Ay, Darío, hijo —inició el párroco—. No entiendo qué hacías parado en la puerta, pudiendo esperarme aquí adentro. No conseguirás nada huyendo de las personas que te odian por algo. Tienes que enfrentarlos con amor para cambiar esa realidad. Mi tío le miró de reojo con disgusto y sin decir nada. —Será necesario que hablemos en voz baja, por favor —indicó mi abuela—. Elena se encuentra muy delicada. Si no es posible conversar en armonía, daremos por terminada esta reunión.
—Me parece muy bien, Consuelo —asintió el sacerdote—. Empecemos entonces. —¡No quiero que escuches nada, Jesús! —vociferó mi tío. «Tengo que escuchar lo que me dijo —reflexioné—, no quiero recibir otra paliza». Voy a la habitación de mamá y me quedo parado al lado de mi tía. —Tía, ¿te puedo pedir un favor? —Puse una mirada de desolación—. Tengo que saber lo que está pasando afuera para ayudar a mi madre. ¿Puedo salir a espiar? Me miró a los ojos y después al rostro de mi ángel. Luego movió la cabeza en señal de resignación, pero no me comentó nada. —Hijo, quédate a mi lado, por favor —me suplicó mamá—. Viste lo que pasa cuando desobedeces a tu tío. —Déjalo que vaya, hermana, él sabe lo que hace. Ten cuidado, Jesús, tu tío está muy enojado y no sabemos por cuánto tiempo estará así. —Gracias tía. Me desplacé sigilosamente hasta mi dormitorio y abrí un milímetro a la vez la ventana hasta dejar una pequeña rendija, desde donde podía ver y escuchar claramente la conversación.
21
Los ojos de mi tío se clavaron como puñales en el rostro de mi padre, quien mantenía su cabeza agachada y proyectaba la mirada en el suelo. Creo que temblaba de miedo y no sabía qué decir, o tal vez los nervios no le dejaban hacer nada. —Bien. Si yo accedí a la solicitud del señor párroco —mi tío decidió llenar el vacío de un malsano silencio— es porque él me lo pidió. —Le señaló con la palma de su mano—. No lo haría por nadie más. Ahora, primero quiero escuchar qué es lo que dice este señor. —Perdonen por causar esta molestia —comenzó mi padre sin levantar la vista—. Yo me siento muy avergonzado por estar aquí; jamás debí venir a este lugar, pero Elena… —Las lágrimas acompañaron sus palabras—. Ustedes saben lo que pasará con ella y, pido disculpas por decir esto, yo amo con toda mi alma a su hija, doña Consuelo. Daría mi vida por ella. —Ella no te necesita para ser feliz —interrumpió mi tío—. A mi hermana no le falta nada y nunca permitiré que se vaya contigo. ¿No te basta con haber destruido a toda mi familia? —Cálmate, por favor, José —terció el sacerdote—. El caso es que el joven Darío y Elena se aman y, tomando en cuenta la situación de tu hermana, sería una crueldad de tu parte no dejarlos vivir juntos el poco tiempo que le queda. Le ruego a Dios todos los días y a cada momento su misericordia. —No te cuestionamos nada, padre —soltó mi abuela con rabia y tristeza—, yo sé que es así. Pero cómo hacemos para escapar del suplicio que continuamos viviendo hasta el ahora por culpa de este hombre. —Empezó a llorar más intensamente—. Nos ha destrozado la vida y nos estamos muriendo de a poco. —Y tenía que volver este sinvergüenza —agregó mi tío apretando el puño— para rematarnos. Sus fechorías nos llevaron a la desgracia. Primero mató a mi padre y eso provocó un trauma en mi hermana Isabel, que pagó con la pobre Elena y ahí están las consecuencias. —Apuntó con el dedo a la habitación de
mamá—. Indirectamente esta escoria destrozó el corazón de mi hermana que ahora está agonizando en su lecho. Antes de eso, la dejó tirada como a una bolsa de basura con un regalito en la panza. ¿Y todavía tiene el descaro de decirnos que la ama? ¡En qué clase de mundo vivimos! Explíqueme, padre, porque yo no entiendo nada. Sus gestos recordaron las atrocidades vividas. Sus manos tenían ganas de golpear algo, aun así, simplemente se las llevó a la cabeza para seguir conteniendo la rabia. Papá quería decir algo, sin embargo, prefirió tragarse las palabras junto con la impotencia. —Te entiendo, hijo. —El eclesiástico se acomodó a su lado—. Pero debes hacer un esfuerzo para tranquilizarte. Hazlo por tus hijos, ellos te necesitan. —Y lo abrazó con la mano derecha para sosegar la desazón de su espíritu. —No, padre, usted no sabe cómo se vive con tanto odio aquí adentro. —Se golpeó el corazón con el puño—. Usted no puede entender cómo se sufre con tantas heridas que nunca sanan. Discúlpeme, por favor, no lo quise ofender. Sus ojos tenían mucho odio y decidieron tirar su salado veneno en aquella tierra, testigo de tanto martirio. Y eran abrojos teñidos de sangre las brillantes lágrimas de mi abuela, que se arrastraban por sus mejillas para esconderse en el pecho. —Lo siento mucho, padre —añadió mi abuela entre sollozos—, creo que no hay forma de aceptar a este hombre. Con respecto a mi hija… —un quebranto en su pecho la dejo sin habla por un instante—, que sea lo que Dios quiera. Papá empezó a llorar en silencio sin levantar la cabeza, un angustioso quebranto sacudió su cuerpo expulsando más dolor de su alma. —Por favor, señora Consuelo… —murmuró mi padre con palabras entrecortadas y se tiró de rodillas a los pies de mi abuela, sosteniendo su frente con las manos, para continuar suplicando—. Don José. —Volteó la mejilla sin mirar—. Sé que no merezco el perdón, pero les ruego que me den una oportunidad. Solamente una, por favor, y yo lucharé para ganarme un pequeño lugar en su corazón. Un silencio inefable se apoderó de sus cuerpos. Únicamente, la gélida brisa escuchaba los clamorosos ruegos de un hombre que había perdido las esperanzas.
Después de un extenuante vacío, mi tío capituló con algunas palabras. —Levántese, por favor, señor, continuemos hablando. Se levantó devastado, agradeciendo entre lamentos. Y volvió a sentarse en el mismo patíbulo para recibir la condena impuesta por la misma vida que un día le mostró varios caminos. —Quiero decir algo muy claro —sostuvo mi tío enfatizando con el índice—. Se lo voy a recordar: acordamos que tenía que desaparecer de nuestras vidas, de lo contrario, se vería obligado a comparecer ante las autoridades. Usted tiene una deuda con la justicia por dos crímenes. El primero, por abusar con mentiras a una niña de quince años, porque usted ya tenía más de veinte; y, segundo, por homicidio involuntario, no quiero creer que fuera premeditado. Quién sabe cuántas cosas más habrá hecho. Cumplirá los años que te correspondan en la cárcel. Y solo entonces… tal vez lo aceptemos en mi familia. Si no se entrega voluntariamente… ya sabes lo que pasará, no me obligue, por favor. Esto lo hago por mi hermana, no por usted. Sus palabras se clavaron como agujas de fuego en cada latido de mi corazón, y desangraron mis venas por los poros de mi piel hasta quitarme la última esperanza de vida que brillaba en mis ojos. ¡No me imagino el dolor que debía sentir mi padre! Hubiera dado todo por compartir el sufrimiento que lo oprime. —Está bien, cumpliré los años de sentencia que me imponga la ley —aceptó mi padre, levantando por fin la cabeza para contemplar todas las miradas que le confinaban al mismísimo infierno. —Pero hijo —intercedió el padre mirando a mi tío—, ¿es necesario llegar hasta eso? Les ruego algo de piedad para este hombre. Nosotros somos simplemente humanos para juzgar, esa tarea le corresponde a Dios. —Discúlpeme, padre. Quiero aclarar que yo no estoy juzgando a nadie. Lo siento mucho si en algún momento hablé sin pensar. A lo que yo voy es a que cumpla la deuda que tiene con la justicia. No me importan los años que recibirá en castigo o si queda exonerado de culpa, eso ya lo veremos; le aconsejo que se vaya buscando un abogado. —Sus ojos de verdugo se clavaron en el inmolado rostro de mi condenado progenitor. —Ya decidió mi hijo, no hay más de lo que hablar, padre —concluyó mi abuela
con ganas de terminar el asunto, al mismo tiempo que se limpió los vestigios del dolor que aún brillaban en su rostro. —Lo siento mucho, Darío —se lamentó el párroco—, es todo lo que puedo hacer por ustedes. Que Dios te bendiga, hijo. —Gracias, padre. Solamente les ruego que me permitan ayudar a Elena durante el tiempo que sea necesario para encontrar una cura. —Tú no estás en la posición de pedir nada, señor —respondió el verdugo—, ya veremos qué es lo que pasa en los siguientes días. —José, por favor —intercedió el vicario mirándolo—, al ser tan duro con él también lo estás siendo con tu hermana, recuerda que estamos luchando por ella. —Usted tiene razón, pero yo no estoy prometiendo nada. Que sepa bien este hombre que lo estaré vigilando muy de cerca. Eso es todo, señores, ya no soporto estar al lado de… personas indeseables. Aquella indolente persona se despidió del sacerdote con un apretón de manos, ignorando por completo a papá. Cerré muy despacio la ventana y me tiré a la cama fingiendo que dormía. Y qué bien lo hice porque el malvado de mi tío fue a despedirse de mamá. —¿Y a dónde se metió el niño? —Se sentía muy mal y se fue a dormir —mintió tía Isabel para protegerme. Vino a ver si era cierto y me encontró profundamente dormido en los brazos de mi oso. Él siempre me abraza y me da cobijo cuando estoy triste. Esta vez, el despiadado verdugo se fue de prisa. Salí con cautela para ver a los que se quedaron sentados. Pronto me di cuenta de que el padre Julián continuaba charlando con papá y de que mi abuela ya no estaba con ellos. Me quedé sentado en el mismo lugar de siempre para reunir más información. De repente, escuché un sonido extraño en mi habitación. Por un instante me quedé perplejo y asustado, luego me tranquilicé porque en un segundo me di cuenta de lo que era. Todas las miradas apuntaban a mi rostro y la de mi tía también. No tenía otra alternativa que correr en busca del móvil para atender la llamada. Era la primera vez que hablaba con alguien por un aparato como este;
para los que estaban presenciando este acto, no era nada raro, lo extraño era que yo tuviera una cosa de esas en mi poder. Mi tía se quedó parada a mi lado. —Hola, ¿quién es? —pregunté con miedo. —Hola, mocoso —me contestó un joven—, soy yo, tu archirrival, niño loco. —¡El mequetrefe! Hola, cómo estás, Raúl, gracias por llamarme. Me desesperaba por saber qué se sentía hablar por un teléfono. —Oye, niño, te llamaba para… primero, cómo está tu mamá. —Bien, bueno… creo que bien, luego te cuento —manifesté mirando a mi tía. —Quiero avisarte que esta tarde llegarán tus tíos. Supongo que en tu casa los verás a eso de las seis. ¿Qué te pasó, mocoso? Me imagino que la noticia te dejó mudo.
22
Me quedé muy triste, sentado en un solitario rincón de las riberas, con una mejilla inflamada y la piel de mi espalda adolorida. Las palizas que recibía de mi tía cuando ella era un demonio no son nada comparadas con las que recibí esta mañana. Hablando de la única dichosa que se iba a casar hoy día, escuché que pospusieron la boda para el próximo domingo. Papá ya se fue a su casa después de consolarme y contemplar el ocaso conmigo, y la tristeza vuelve a reinar en mis praderas. La desventura regresó a sentarse con mi ángel para compartir los quebrantos; la consonancia de los vientos cantando a dúo con sus extenuados latidos desapareció con la ausencia de su alegría. Ni siquiera el bálsamo del cielo que forjaban los ojos de Kiara podía calmar su dolor. La precursora melodía de un llanto se escuchaba golpeando con sus lágrimas el suelo. Mi madre no dejaba de llorar a cada instante. Pablito no vino hoy, seguramente su padre se lo prohibió; a Luisito lo mandé a su casa porque necesito estar solo. Las situaciones se aglomeran en mi mente, creo que me voy a volver loco en cualquier momento; mi corazón se llena de presagios y mi alma está a punto de quebrarse. Agarré un palito de sauce como lápiz y empecé a dibujar un extraño mapa en el suelo, un críptico mapa que no entiendo. Los últimos destellos habían creado una galería de pintura en el anublado horizonte donde se labra el ocaso y se plasmaron misteriosas candelas con el rubor de las estrellas. Ya nos tenemos que ir a casa. Seguramente, ya están ahí, estoy seguro de que nos esperan con el corazón lleno de amor y el alma repleta de lágrimas felices; con los ojos llenos de esperanza, el bálsamo en los brazos y los labios risueños cargados de magia. Me alejé del río llevando a los animales hacia el umbral del camino, cuando me acerqué a las dos preciosuras que estaban sentadas cómodamente… Me sorprendí al ver una maravillosa creación, directamente forjada por los mágicos dedos de Kiara: un fabuloso y exótico peinado adornaba el semblante de mi madre. Había dejado de llorar y tenía los ojos más hermosos que nunca, los dedos hábiles de aquel corazón magnánimo habían creado júbilo en el rostro de mi amada pastora.
—Llegó tu primer irador, Elena. —Kiara me señaló con la zafirina luz de sus ojos—. Qué te parece mi obra de arte, Jesús —preguntó, poniéndose al costado de mi ángel y señalando su reciente trabajo con ambas manos. Yo miré a mi madre con asombro. —Majestuosa, extraordinaria. Me imagino que así deben ser los ángeles más hermosos del cielo. No hay duda de que tú también eres uno de ellos, Kiara. —No seas tan exagerado, niño. Ella tiene que estar más hermosa de lo que ya es para encontrarse con sus hermanos. Te verás muy bonita cuando sonrías. —La miró a los ojos para engalanar el hospicio celestial de su pecho con una alegría sensacional—. Y acuérdate, amiga —prosiguió—, solamente debes llorar de alegría y nada más. —Eso quisiera, sin embargo, tú sabes que no se puede, Kiara; nos termina manejando el corazón sin que nos demos cuenta siquiera. Gracias, amiga, pero me duele mucho saber que te dejaré en un par de meses. No sé cómo no llorar cuando el corazón te duele mucho, es la tristeza que te alivia con su llanto. Sus ojos brillaron para anunciar la llegada de nuevas gotas saladas, y sus dedos corrieron de prisa para contenerlas a tiempo y no fallar a su amiga que tanto la quería. —Lo sé, amiga, pero al menos, trata de no llorar mucho. Cuando te invada la pena, intenta pensar en las cosas más bellas que tienes, cosas que te hacen feliz y son el motivo para continuar viviendo. —Eso es cierto. Sin embargo, lo mío es diferente, estoy condenada a morir de todas formas. —La angustia se adueñó de sus palabras—. ¡Quiero vivir! — Luego me miró al rostro y no pudo evitar que las espíneas lágrimas rasgaran sus mejillas—. ¡Yo necesito vivir! Haz algo, Kiara, por favor. No me dejes morir. Con un charcal formado en el pecho, su alma imploró la redención de sus condenados latidos. Se agarró la cabeza con las manos y se inclinó al suelo para desahogarse completamente. Me puse de rodillas, me abracé a su desgastada existencia y me uní a su llanto. Kiara la llevó al amparo de sus brazos para mitigar su dolor. —Ya no llores, por favor —le dijo su amiga, también llorando—. Tú no vas a morir. Algo me dice que vivirás mucho tiempo y estoy segura de que,
finalmente, serás muy feliz; escúchame, por favor, confía en mis palabras. —Es verdad, mamá —me sumé sollozando—. Tú no puedes dejarme y lo sabes muy bien; yo también estoy seguro de que algo sucederá para sanar tu corazón. No tienes que llorar, mami, porque no te vas a morir. Llegamos a casa, una llamarada se prendió en las pupilas de mi ángel y sus labios se desesperaban por gritar. Nos quedamos parados en la puerta y, con un pañuelo de marchitados claveles, me limpió el rostro de las polvaredas y me arregló el desgreñado cabello con sus dedos. Después, yo tomé el mismo pañuelo para atenuar las huellas del quebranto que pretendían quedarse en su semblante, y empezó a brillar el ángel que anida en su cuerpo. Entramos con el ganado por delante. Ellos ya estaban en casa, sentados en el patio con la agradable compañía de la comitiva y celebrando la buena llegada con un vaso de vino. Los destellos de Juanita fueron lo primero que llegué a ver apenas crucé el zaguán. Ella se hallaba junto a su madre, mi tía Rosario. Esta es la primera vez que la veo después de diez meses, cuando me arrebató los lindos ojos de mi prima Juanita; es la hermana mayor después de mi tío José. Ella esperaba a mi ángel con la desesperación de una madre y corrió con los brazos extendidos para acoger en su seno a un corazón herido. Juanita me llevó a conocer su alma con un abrazo inmensurable y dejó en mis cachetes toda su alegría como regalo. La pequeña Gloria, hija de la tía Isabel, que ahora tiene tres años; permanecía muy atenta a los ojos de mi prima, quien había dejado de ser su niñera por todo este tiempo, se precipitó a su encuentro derrochando alegría para dejar un regalo en la mejilla. Mamá no dejaba de llorar en la protección de su hermana y yo sentí tocar las estrellas cuando llegué a los brazos de mi tío Pancho. Pude recordar entonces con intensa pasión aquellos días cuando volaba orgulloso en los imbatibles hombros del que fuera mi maestro ejemplar, un auténtico amigo y un prodigioso padre que nunca tuve. Cuánto duele recordar esos días tan felices y pensar que lo había perdido al convertirse en algo inalcanzable a mis manos. Luego me aferré a la pollera de mi madre porque no dejaba de llorar a pesar del calor ameno que proyectaba el amor de su hermana. —Basta, hermanita, por favor —pidió la tía Rosario, sazonando las palabras con sus lágrimas y sin poder soltarla de sus brazos. —No puedo, hermana. ¿Cómo puedo estar en calma sabiendo que moriré pronto?
—No te apresures demasiado, Elena, por favor. Eso no pasará, te lo puedo asegurar. —¡No quiero morir! —Empezó a gimotear con frenesí—. ¡Quiero vivir, por favor! Hermana, te ruego que no me dejes morir. Se ahogaba en su propio lamento y se asfixiaba en los sollozos sin poder evitar el martirio de la muerte. El alarido de su alma se transmutó en plegarias hasta llegar al cielo. Los suyos se aproximaron para liarse con sus brazos a su existencia efímera, pero no pudieron sacar del suplicio a mi pobre madre. Después de un rato, mi tío Pancho la llevó en sus brazos a una silla, la besó en la frente queriendo calmar su dolor y juntó el debilitado corazón al suyo, seguramente con la esperanza de curar sus incurables heridas. —Hermano… —Abrió sus marchitos ojos, solamente para mirar a los de su hermano—. ¡No quiero morir, hermano! Haz algo, por favor, te lo suplico. —Quédate tranquila, hermana —respondió mi tío con otro besito en la frente y una certeza inquebrantable—, nunca permitiré que eso pase, te lo juro. —Otra vez la besó—. ¡Nunca! Mi madre se aferró con tenacidad a sus palabras y se abrazó con más desesperación a la vida y al corazón de su hermano para dejar de lagrimear en los gallardos latidos de su pecho.
23
11 de abril de 1999
Sentado en una silla frente a la mesa, en la misma que tantas veces me doblegaron las añoranzas y la impotencia, cual si fueran las mismas arenas de la vida donde me derrotan adversarios más fuertes que yo, me puse a indagar los secretos que ocultan algunos libros que trajo mi tío Pancho. El ruido del patio no me permitía consumar el propósito; las personas se paseaban en mi casa, llegaban y se iban de vuelta, aunque eran pocas las que se quedaban a recibir los últimos destellos de luz que proyectaba mi madre. Puedo deducir claramente la llegada del clérigo Julián con la madre superiora y algunas monjitas, acompañados por un coro que engalana el cielo todos los domingos. Creo que será un día sensacional. Supongo que pretenden reanimar el corazón de mi madre y sacarla de la monotonía para que sus lágrimas no le abrumen su aniquilada existencia. La cuestión es que todo empezó a cambiar con la llegada de mis tíos; pero, aunque es lamentable decirlo, nada cambió el inminente deceso de mi alada compañera. Llenaron de esperanzas su corazón y, mientras tanto, cada latido que le alimenta también le quita un segundo de vida. La tía Rosario empezó a gobernar la casa. Dijo que no era prudente mandar a pastorear a su hermana, así que mi abuela decidió vender todo el ganado, dejando para el último a la vaca lechera con su pequeño travieso; mi burro se salvó de esta suerte gracias a mamá. Ya decidieron que hoy terminan los días de ensueño en mis entrañables praderas. De ahora en adelante viviré para cuidar a mi madre, clamaré con más frecuencia al cielo por su misericordia y dormiré todas las noches abrazado a su corazón. Puede que Dios disponga curar su herida con mi calor. Hoy es domingo, estoy seguro de que tendremos muchas visitas; toda la gente ya debe saber la situación de mamá y la llegada de mis tíos. En este pueblo es así, pasa una cosa y al día siguiente todo el mundo está enterado, es impresionante cómo vuelan las noticias. Mi tío Pancho ya tiene conocimiento de los desafíos que enfrentará. Al parecer, los problemas que dejó sin resolver hace ocho meses no le asustan nada, porque se hicieron más grandes y complicados.
Está muy tranquilo y galante como siempre. Le escuché decir a sus amigos que retomará los estudios en la universidad, en la misma carrera que había elegido el año pasado: Ingeniería Civil. Además, hoy se casa mi tía Isabel y supongo que están muy ocupados con los preparativos. Para ella empieza la felicidad y para nosotros el martirio de pelear con la muerte. La inesperada visita de alguien me dejó estupefacto, no me di cuenta de que estaban parados en el umbral de mi habitación. Era increíble poder contemplar la enigmática belleza y oler el cautivante perfume de aquella encarnada flor de las praderas; no estaba nada marchita como me habían contado los amigos. Era cierto cuando me dijeron del pimpollo que está creciendo en sus brazos: es tan lindo y fragante como sus pétalos. —Pero yo no puedo entrar a tu habitación, Pancho —observó la Rosita escudriñando nerviosa los rincones del patio—, no quiero que piensen mal de mí. —No estamos haciendo nada malo —respondió mi tío—, además, es el único lugar donde podemos hablar en privado. —Tengo miedo, tú sabes cómo es la gente. —No tengas miedo, mi poetizada rosa de todas las primaveras —le susurró al oído—, permíteme disfrutar la fragancia de tus pétalos que me idiotiza para esclavizarme en tus ojos. —Guarda tus galanterías para otra chica. Mejor lo dejamos para otro día, no quiero tener más problemas contigo. —Hablemos ahora, no puedo esperar otro día. Pero entremos, por favor —se puso muy serio—; trataremos de simplificar para terminar rápido. Le quitó una silla a la mesa para acoger la exuberancia edénica de la dama. Luego se sentó en la orilla de su cama sin dejar de contemplar el hechizo de sus ojos. —¿Al menos te imaginas cuánto te extrañé? —se lamentó entristecido.
Un blando céfiro llevó el rocío de esa rosa a sus pupilas, o tal vez la magia de su encanto le provocó las ganas de llorar. Pero me temo que las añoranzas anublaron la luz de su alma. —Espérame afuera, Jesús. Nosotros tenemos que hablar de algo personal, no te enojes —me pidió cabizbajo. —Si no te molesta… —intervino Rosita—, yo prefiero que se quede. —Si eso te tranquiliza. Sin embargo, ya sabes lo que tienes que hacer, Jesús. — Me miró con seriedad. —Perfectamente. Quédate tranquilo, tío. Estaré leyendo un poco, hagan de cuenta que no estoy aquí. —Lo siento mucho, he sido una tonta y pagaré las consecuencias de mi error — asumió Rosita—. Yo, simplemente, vine a comunicarte algo que deberías saber; no pretendo absolutamente nada, no lo merezco. —Te extrañé mucho. Sabías cuánto te amaba y aún… —se calló sin levantar la cabeza para tomar aire—, me duele recordar lo nuestro. No lucharé por sacarte de mi corazón porque me siento feliz amándote en silencio y sintiendo el calor de tu piel en mi sangre, ni tampoco por borrarte de mi mente porque soy dichoso al soñarme con tus ojos y el insaciable placer de tus labios. Solamente quería que lo supieras y no estoy enojado contigo, yo tengo la culpa por haberte amado tanto. Sé feliz, Rosita. —Gracias, yo te deseo igual, eres un buen hombre. Vivirás en mi corazón el resto de mi vida, seré feliz mirándote a cada instante y la lozanía de tus manos en mi rostro. Lo lamento tanto, pero así lo quiso el destino. —Pero ¿de qué estás hablando, Rosa? Tú nunca me has amado. No te entiendo nada. —Este niño que tengo en los brazos es… —se detuvo mirando el semblante angelical de su bebé— es…, tengo miedo, Pancho, ayúdame, por favor. Aquel hombre herido buscó un pañuelo azul en su bolsillo, el mismo que hacía algún tiempo guardaba el llanto de un desdén, y lo llevó con premura a sus delicados dedos.
—Es que no te entiendo nada —contestó él vacilando—. ¿Qué tiene el niño? —Es tu hijo, Pancho —confesó ella con celeridad—. Perdóname, por favor, nunca quise que pasara esto. El galán se quedó absorto y ella, sin levantar la vista, sacó una hoja mal doblada de su bolsillo y la alcanzó a las manos del que fuera su jardinero enamorado quien, alterado por esas palabras, la tomó con algo de amargura para llevarla a la luz de sus escarchados ojos. Durante un rato, él no encontró qué decir. Continuó mirando el papel sin poder comprender las pocas palabras, que seguramente significaban un mundo entero lleno de problemas. Ambos se quedaron mudos sin saber qué hacer ni cómo empezar a construir ese designio tan inesperado como insólito. Mi tío ya no aguantó el silencio abrumador y decidió hablar con el corazón: —Pero ¿cómo pasó esto? ¿Tú sabías y no me lo dijiste? —preguntó balbuceando. Estrujó el papel con los dedos y lo tiró contra la pared. Luego un remanso plateado de lágrimas en el umbral de los ojos proyectó el brillo de su alma en el rostro del pequeño celícola y sus latidos imploraron tocar la delicada piel y contemplar el hermoso rostro para sentir la existencia inmanente de otro corazoncito igual. Rosita puso al pimpollo en los brazos de su padre, de su verdadero padre para que lo conociera, pero el pequeño continuaba durmiendo, seguramente, soñaba corriendo en los brazos de su maestro y su dios. Esta vez no tendrá la oportunidad de contemplar los ojos de su papá. Estoy seguro de que, cuando los vea por primera vez, será el bebé más feliz del mundo, porque yo sé cómo se siente. Lo arrulló en su mejilla, adornando el albor de su semblante azul con un amoroso beso. —No tenía ningún síntoma del embarazo, algunos mareos que sentí los confundí con los de siempre —narró Rosita con la mirada triste—, y me equivoqué. Ya era muy tarde cuando me di cuenta del error cuando fui al médico. Y posteriormente me hice un análisis de paternidad. Perdóname, por favor. Mi vida ha cambiado en el poco tiempo que estoy con mi marido. —Sí. Me imagino que ahora eres muy feliz. Quédate tranquila, Rosita, no te culpo y no te molestaré nunca más.
—Yo no soy feliz. Ya te dije que me equivoqué. Me casé con Pedro pensando que el bebé era su hijo. ¡Soy una tonta! ¡Una estúpida! —Empezó a llorar de nuevo. —Sí, eres tonta, traicionera y malvada. ¿Qué nombre le pusieron a mi hijo? —Se llama Lucas. Yo elegí el nombre, aunque él insistió con Adrián. Mi tío se quedó pensando y luego regresó al pequeño Lucas a los brazos de su madre. —¿Quién más sabe de todo esto? —Solamente mi familia, pero me temo que algún día, de alguna forma, también se enterará mi marido. —Gracias por avisarme, sin embargo, tú sabes que no puedo hacer nada. Lo siento mucho, Rosita. —He rogado mucho a Dios para que me perdones. Estoy dispuesta a divorciarme, porque me di cuenta de que soy feliz a tu lado y siento que te amo. Ya no soy la misma de antes, dame otra oportunidad, por favor. Sus abundantes lágrimas se abrieron paso en un pétalo arrebolado de su rostro hasta sumirse en las cobijas aterciopeladas de su pequeño tesoro. Luego, secó el cauce de su llanto con el pañuelo azul que un momento antes había salido de un corazón postrado. —Yo te amo —habló el corazón herido—, nunca he dejado de amarte, siempre te amaré, pero yo tampoco soy el mismo de antes. Tú me has ayudado a madurar en poco tiempo y debo agradecerte por eso. Sería muy feliz compartiendo la vida contigo, pero tú sabes que ahora tengo un problema muy grande. Solamente con recordar que mi hermana desaparecerá de mi lado para siempre, me pone muy mal; te ruego que dejemos lo nuestro para otra ocasión. Te amo y te extraño mucho. Tomó con las dos manos el rostro de pétalos carmesí y la besó con ardiente pasión para embriagarse con su aroma y saciar la sed de su amor. Luego volvió a sentarse en su lugar.
—Lo siento mucho por tu hermana —expresó Rosita—, si tan solo pudiera hacer algo por ella, lo haría con mucho gusto. —Necesito dinero —pronunció estas palabras con énfasis—. Puse un aviso a todos los periódicos del país para encontrar un donante voluntario; las emisoras de radio y los canales de televisión no me aceptaron. He averiguado que existe la posibilidad de conseguir un donante con la autorización de familiares directos. ¡Tengo que salvar a mi hermana! ¡Como sea! Nunca me daré por vencido. Necesito el dinero para la cirugía y los medicamentos. —Pero será un poco difícil, hay que hacer viajes, acudir a personas y a instituciones, y para esto es necesario disponer de mucho dinero. —Es cierto, pero hay personas buenas en el mundo. Estoy seguro de eso. Me atengo a la misericordia de Dios. —Mi padre posee terrenos muy grandes, él dice que son los obsequios de boda para sus hijos. Yo ya recibí lo que me corresponde y lo vendería con gusto para ayudarte, pero estoy casada y no puedo decidir sola. —¿Y cuánto crees que vale esa propiedad? —En esa zona, calculo que debe valer alrededor de los diez mil dólares. —¿Te quedarías con cinco mil y me podrías ayudar con eso? —Dalo por hecho, haría lo que fuera por ti, amor. Los ojos de mi tío brillaron como antes y creo que sanó sus heridas con el bálsamo de aquella palabra mágica: «amor». Luego, la exótica flor de las praderas prosiguió curando las heridas de su jardinero con el fragante bálsamo que corre por sus venas.
24
Lago del Edén, 15 de abril de 1999
Aquellos vientos foráneos acarician la piel y multiplican los rizos de mi madre. Los destellos del cielo reverberan su color en las dehesas pintando el áurico atardecer en sus mejillas. Ella, la solemnizada pionera de las praderas, dejó de ser una pastora; de todo el rebaño solamente quedé yo al cuidado de sus lindos ojos. Puedo escuchar el rumor de las aves y el llanto de los sauces mientras cruzo por sus senderos y me es imposible evitar que me broten algunas lágrimas al oír el clamor del río que guarda los momentos más hermosos de mi vida, así como los instantes más tristes de mi corazón. Es la primera vez que mi ángel vuela por estos arrabales ornados de misterio y gloria. Ruego a Dios que nos permita contemplar su providencia por toda la vida. Falta poco para llegar a la morada de mi padre. Mi burro está un tanto cansado, pero veo que se siente feliz y orgulloso por servir a la reina de las dehesas y de sus majestuosos vientos. El amor de su vida nos estaba esperando en el camino, mi ángel alegró el verdino semblante de ese rodil con una sonrisa jubilosa. Él, montado en su intrépido caballo, nos dio alcance con premura y lozanía. Se compró un corcel cándido, pero valiente y generoso, con la plata de una propiedad que vendió, porque, finalmente, comprendió que no hay dinero que pueda salvar a la mujer que tanto amamos. —Hola, amor —saludó con un gesto de alegría incomparable—. ¿No te parece un hermoso día para disfrutar? Hola, campeón, gracias por traerme a esta linda mujer. Y se la llevó a sus labios ávidos que se desesperaban por besar. —Hola, papito —respondí con la misma alegría—, debes agradecer a mi burro, pa. Yo simplemente acompañé a mi madre. —Eso es cierto.
Se acercó a mi orgulloso compañero de aventuras para premiar su caballerosidad con unos masajitos en el hocico. —Nos adelantaremos, hijo. Ya son casi las diez y todavía tenemos que organizar muchas cosas. Y se marcharon de prisa, por el sinuoso sendero que termina en el lago, a ese lugar de coloridos paisajes y místicas canciones. Fue el deseo de mi madre compartir el efímero destello de su corazón con los amigos más cercanos. Por ese motivo, decidimos realizar un pequeño ágape en las riberas del misterioso lago que guarda los prodigios de la vida para regalarlos a los huéspedes que honran la belleza de su reino. Pero extraño a mis amigos, sobre todo a Pablito y me duele mucho no poder compartir las pequeñas cosas con él. Me dijo que su padre le prohibió juntarse conmigo porque soy una mala influencia, y en la escuela me mostró las atrocidades de su espalda, es decir, las señales que atestiguaban el salvajismo de su verdugo. Hoy es un hermoso día. Como indicó papá, el cielo tiene mucho que ofrecer. Los vientos, las aguas, las aves, las plantas, el corazón de los amigos y el mío también. Llegué al umbral perfumado de aquel paisaje pintado en el radiante azul de las aguas. Antes de cruzar el límite, recogí con la vista todos los rincones tratando de adivinar el paradero de mis padres. Finalmente, el relincho altanero de un caballo me señaló la ubicación de su heroico jinete al oeste del lago, donde nacen las candelas para forjar el ocaso. Supuse que ahí estaban todos, al amparo del prominente follaje y del júbilo de sus musicalizadas hojas. Aún no había tenido la oportunidad de conocer la entrada a las misteriosas aguas del Edén, pero era solamente cuestión de tiempo. Ya estaban todos juntos y el pescado se asaba en la parrilla, seguramente, Raúl y Diana se adelantaron para pescar. Estaban también la Rosita y su hermana Sara con el bebé en los brazos. El martes pasado le tocó la bendición de mirar por primera vez a su hijo, mejor dicho, a su hija. Dicen que tiene los ojos de mi tío, no obstante, yo no le veo ningún parecido con él. Vino también la señorita Kiara. Su presencia era indefectible y de vital importancia, pues su ausencia causaría mucha tristeza en el corazón de mi madre, y Kiara lo sabe muy bien. Después de ganarme, por un besito en la mejilla, una espléndida sonrisa de estas bellezas, me
puse a cooperar con las tareas. Luego, Raúl me invitó a conocer los misterios de este reino, tomado de la mano con la hermosa Diana. —Estoy seguro de que te gustaría conocer algunos misterios de este paraíso, ¿o me equivoco? —me soltó Raúl con irónica sonrisa. —Si no me haces caer en alguna de tus artimañas, me encantaría. —No tienes que culparme a mí por tu negligencia y falta de perspicacia, niño. —Oye —Diana le miró a los ojos—, no seas tan malvado, amorcito. Al niño todavía le falta crecer, no están en la igualdad de condiciones. —Vayamos caminando. —Probó la miel de su boca—. Pero, amor, si te refieres a su estatura… estás en lo cierto. —Me deslumbró con su mirada—. Sin embargo, la mente y el espíritu de este niño son más grandes que el monte Everest, aparte de ser un truhan y de estar más loco que yo —concluyó con una sonrisa sarcástica. —Pero igual, amor, él sigue siendo un niño. —Por qué no lo dejas caminar solo, Diana —tenía que defenderme—. Ya es muy grandecito para que le lleves de la mano, llévame a mí, por favor. —Te presto la otra mano para llevarte a ti también, Jesusito. Me aferré con ahínco a su mano izquierda y sentí un extraordinario regocijo en toda mi piel. —Regálame tu corazón también, por favor. Te prometo que lo cuidaré mucho. —Te regalo una parte, uno de los pedazos más hermosos que tengo; y ahora te toca descubrir sus virtudes para amarlo y aprender; al igual que sus defectos para comprenderlos y también aprender. ¿Estás contento, mi pequeñín? Me miró a los ojos para regalarme también las sonatas de su alma y la solemne alegría de sus latidos. —Gracias, Diana, te amo. No obstante, tú tienes un corazón muy grande y bien podrías darme un pedazo más generoso. Aun así, me conformo con eso.
Entiendo que debes compartir también con muchas personas. Gracias otra vez. Llevé sus rosáceos dedos a mi rostro para transmitir a sus venas todo el amor que tengo. Fuimos a explorar los rincones más recónditos de estos parajes y descubrí algunos de los secretos más peligrosos y terroríficos que la sabiduría de esta naturaleza oculta. A decir verdad, se me erizaron los pelos y me quedé temblando de miedo. De vuelta con mis padres, la mesa estaba completamente engalanada con ostentosas primaveras, palpitantes veranos y el sabor que nada en las aguas; además, amenizada por plácidas miradas y redundantes sonrisas de los ángeles que habían plasmado este milagro con la magia de sus dedos. —Pónganse cómodos, por favor, los estamos esperando. Mi madre nos invitó a la rústica mesa forjada de juncos por los hábiles dedos de papá. Raúl centró un poco la sombrilla y acondicionó dos piedras para sentarse con su novia. Yo busqué un lugarcito entre las dos personas que amo. Hicimos un pequeño silencio para honrar el alimento de la mesa con la bendición de Dios y agradecer por un día más de vida. Después de eso, clamamos a la misericordia de sus manos para que repararan el corazón dañado de mi madre. Luego, se produjo un segundo de silencio en el instante de empezar a disfrutar de la comida; mi madre aprovechó esos segundos para sacar a pregonar algunas palabras que guardaba en su corazón. —Les agradezco a todos por estar conmigo, por esta oportunidad tan hermosa que nunca más se repetirá. —El amargo rocío de la tristeza llegó a sus pupilas—. Yo necesito asimilar mi partida a la luz de sus ojos que alumbraron mi camino y alegraron mi vida. —Me abracé a su vientre—. Sé muy bien que sus corazones están latiendo con el mío para darme la fuerza que necesito, pero… ya no puedo más, algo me dice que partiré en cualquier momento… La impotencia de su alma buscó un asilo en los brazos de su amor y empezó a llorar en su piel. Los latidos de mi padre empujaron sus lágrimas para sufrir con ella, con aquella mujer que tanto ama. Después de vencer el trastorno mi ángel decidió proseguir con la despedida. —Ya no dispongo de fuerzas para continuar, a pesar de tener a mis dos amores al lado. —Sus brazos nos ataron con tenacidad a su alma—. No puedo hacer
ningún esfuerzo sin sentir la agonía de mi corazón. Los amo a todos, les ruego que cuiden a mi hijo y al único amor de mi vida. —Inmortalizó un beso en la mejilla de mi padre—. El cielo escuchó mis plegarias y me devolvió al compañero de todas las vidas, ya no puedo pedir más nada. Tengo que aceptar mi destino y los designios de Dios. Me llevaré la luz de sus ojos para recordarlos en la otra vida. Los amo tanto… eso nos unirá eternamente. Mis gritos se callaron en sus venas y mi vida regresó a su vientre para morir con ella. El llanto de mi padre nos mojaba a los dos, nos bañaba con su sangre para seguir viviendo, o tal vez se desangraba para morir con nosotros. El aire empezó a silbar con las hojas y, al abrir los ojos, vi que las plantas empezaban a bailar con los vientos que cantaban las sonatas del invierno pasado. No obstante, el llanto de los amigos clamaba la misericordia al cielo por el inminente y eterno silencio de mi madre, presagiando el vuelo de un ángel por las alturas del vasto firmamento. —Pero ya todo está consumado —continuó mi madre—. Estas lágrimas no reconstruirán mi corazón. —Los ojos de mi ángel brillaron nuevamente—. Brindemos con una copa de vino por la vida que nos queda, por favor. Y llevó una botella de vino tinto a las manos de mi padre. En un instante, todos los vasos estaban llenos, llenos de alegría y sabor, con una mezcla inevitable de amor y vino. —A su salud, amigos, les deseo una larga vida. Brindemos, por favor —reclamó mi madre. Chocaron las copas al compás de unas sonrisas y del centelleo de los cristales con el deslumbrante azul de las aguas. A continuación del brindis, empezamos a disfrutar en completo silencio del banquete fraternal. —Elenita… ¿cómo te trataron en el casamiento de tu hermana? —Rosita quiso amenizar el ambiente mudo con la fragancia de sus pétalos. —Si te cuento, se aburrirán todos —respondió mi madre—. Más bien nos gustaría escuchar los planes que tiene la Sarita con mi hermano. Los ojos de Sarita se abrazaron al rostro de la pequeña hija y un destello de su alma dibujó en sus labios la sonrisa más sublime.
—Francisco me prometió que nos casaremos en una semana. Mis padres se pusieron muy contentos y ya están organizando la boda. —Se estremeció de amor y alegría juntando las dos manos en el pecho—. ¡No se imaginan lo feliz que me siento! Lo amo tanto… él es el hombre de mi vida. Rosita se quedó atónita, creo que su corazón se aceleró de inmediato y sus grandes ojos parpadearon con desesperación. —Yo no sabía nada de eso —anunció Rosita muy intrigada—. ¿Y cuándo te informaron? Si se puede saber. —Hablamos ayer por la noche, creo que ustedes habían salido de casa. —Es cierto, hay alguien interesado en comprar el terreno que me regaló papá. —Yo también venderé la parte que me corresponde porque mi futuro esposo necesita el dinero para su hermana. Estoy de acuerdo en ayudar a nuestra amiga. Además…, yo haría cualquier cosa por mi Pancho. Mi madre se quedó mirando a las dos hermanas sin poder entender sus palabras y solamente decidió felicitar a la afortunada de Sarita. —Que seas muy feliz, amiga, y muchas gracias por tu ayuda. Me alegra que se hayan solucionado la situación de una manera tan bonita. —Gracias, amiga, tu hermano es una gran persona. Soy la mujer más feliz del mundo. Ya no te deprimas, por favor, aguanta un poco más, lucha por las personas que amas. Tengo la corazonada de un milagro en camino y pronto llegará. Mi madre asintió con la cabeza sin decir nada, luego prefirió cambiar de tema dirigiendo su mirada a la feliz pareja del grupo. —Ahora, que la Diana nos cuente los planes que tiene con su precioso galán. —Creo que es muy pronto para hablar de eso —intervino Raúl, y engalanó su mejilla con un beso—, pero… algo podemos adelantar. —Dos de mis sueños que muy pronto se harán realidad. ¡Prepárense para esta primicia, amigas! —Dejaron de comer todos para contemplar el brillo de sus
ojos— ¡En dos semanas grabaré mi primer disco! ¡Y luego nos casamos! Una ruidosa locura se apoderó de las chicas, que empezaron a gritar enardecidas de pasión. Yo también me levanté saltando de alegría hasta llegar a los brazos de la señorita Diana. Decidieron abrir otra botella de vino para festejar el primer triunfo de la estrella más candente del universo. Después de todo, el ángel que habita en el cuerpo de mi madre empezó a alegrarse de nuevo. Era una tarde preciosa, incomparable y única. Mientras los amigos se regocijaban con los placeres de la naturaleza, mi padre buscó un lugar propicio en el lívido lienzo del ocaso y junto a las riberas del Edén para pintar los ojos de mi madre conmigo a su lado.
25
Toledo, 16 de abril de 1999
Juanita y yo nos sentamos en la comodidad de mi cama para jugar a las cartas mientras mi tío Pancho se sentía a gusto compartiendo algunas copas con sus amigos en el salón contiguo. Queríamos encontrar el enigma de la luz que pintaba espectros de abatimiento en el rostro de mi tío José: sus ojos se habían vuelto aterradores de un día para otro. Estaban todos muy preocupados, pero él se negaba a decir una verdad que no se podía ocultar. —Yo pienso que se está enfermando de tristeza. —Era la otra teoría de Juanita. —Pero él no conoce ninguna tristeza. Su corazón se volvió tan duro hasta el colmo de no sentir ningún dolor, y no estoy exagerando. —¡No puede ser! —Tiró las cartas y se tapó la boca con las manos—. ¡El tío está enfermo del corazón! Recuerdo bien que tenía los labios lívidos como tu mamá. Mis pupilas se voltearon a un costado para pensar mejor. —Eso es imposible —afirmé con seguridad—, a las personas indolentes nunca les pasa nada, de hecho, sobreviven en las peores condiciones. Te toca a vos, Juanita. Alzó de nuevo las cartas y las ordenó en sus delicados dedos para continuar jugando. —Él no es tan malo como tú crees, Jesús; simplemente, le cuesta demostrar el amor que tiene y no exterioriza fácilmente su dolor, sufre por dentro y muchas veces lo he visto llorar en silencio. —Puede que sea así, pero él sigue siendo malo. Al menos, para mí. Oye…
¿Escuchaste al tío? Nos quedamos callados pausando el juego para aumentar la recepción de aquellas palabras aparentemente interesantes. Nuestros ojos se clavaron intrigados en el pequeño espacio de la puerta. —A mí me parece una atrocidad —opinó Raúl bajando la voz—. Sarita es una chica muy decente, no es justo lo que quieres hacer con ella. —Eso es cierto —agregó Rodrigo—. Te sugiero que lo pienses muy bien. —No hay tiempo para eso, amigos. Mi hermana se está muriendo y solamente pienso en salvarla a costa de lo que sea. —Dios quiera que funcione tu plan de los avisos públicos. Yo no quiero que tengas problemas legales, amigo. Y con Sarita… que la engañes para sacar dinero, es algo muy feo —Raúl expresó su desacuerdo. —No estoy cometiendo ningún delito. Suplico a un donante voluntario y se exigirá la estricta autorización del pariente más directo; si no es así, no lo haré. Y respecto a la Sarita… ya les expliqué, amigos: me divorciaré poco tiempo después de la boda y le devolveré el dinero si llego a gastarlo. Lo siento mucho por mí y más que todo por las chicas, pero es muy tarde para retroceder. Ya di mi palabra a los padres de Sarita, que seguramente están muy felices con los preparativos. —Debes saber que causarás una explosión, te aseguro que muchas personas saldrán heridas —se lamentó Rodrigo—. Sírvanse, amigos. Chocaron las copas de vino presagiando el alarido de algunos corazones a punto de hacerse añicos. —No me queda otra alternativa, quiero salvar a mi hermana. No sé si lo lograré con este acto, pero, al menos, lo habré intentado y no lloraré como un cobarde si fracaso en el intento. —Oye, Pancho, tengo una idea —dijo Raúl mitigando su voz en un sorbo de vino—, pero hablemos menos fuerte. El volumen de su voz nos obligó a bajar de la cama con el propósito de buscar
un lugar propicio para oír detrás de la puerta. —No es necesario que te cases con la Sarita, hermano —prosiguió Raúl—. Te aseguro que no serás feliz porque tú amas a la Rosita; deja las cosas así como estaban. Dile a esa flor que nos oprime con su aroma —continuó, con mordacidad— que se niegue a gastar el dinero del terreno para que, llegado el momento oportuno, te lo entregue a vos en su totalidad. Sirvan más vino, por favor; luego el Pancho me paga otras dos botellas por esta idea genial. —Me está gustando la idea, te pagaré cuatro si quieres. Me parece que solucionará una parte del problema con las chicas. —Por fin conoceré la deferencia de un amigo escatimoso. —No exageres, tú eres igual o peor que yo. Mejor… continúa, por favor. —Escucha bien, Panchito, estoy seguro de que no te arrepentirás. De todas formas, pase lo que pase, te casarás con la Rosita, ¿o estoy equivocado? —Está bien, sabelotodo, ¿algo más? —apremió mi tío. —Te sugiero que hables con la Rosita para que se quede más tranquila; sospecho que debe estar llorando como una desdichada. No te digo que está bien lo que vas a hacer, pero te evitarás muchos problemas y no dañarás más de lo que ya está dañada la pobre Sarita. Además, tú sales ganando en todos los sentidos, porque esto será un motivo para que el perdedor de su marido se enoje con tu chica. Luego, le das un empujoncito a ese ladrón de rosas para que se vaya de una sola vez al abismo del divorcio. Qué te parece la idea. —Pues, ¡genial! Gracias, amigo. —Mi tío le dio la mano—. Mañana volveré a poner las cosas en su lugar. Otra vez gracias por ayudarme a corregir una estupidez, hermano. —Somos amigos para eso —contestó balbuceando—, ahora pagas lo que debes. Cuatro dijiste vos, yo no tengo nada que ver. —Así es, amigo —añadió Rodrigo—, ya no queda ni un vaso y tenemos mucha sed. —Denme cinco minutos. Mientras tanto, ayúdenme a sacar el equipo de música.
¿Se dieron cuenta de que nos faltaba algo? Saltamos con premura al mismo lugar para simular que estábamos jugando. Después, mi prima se fue a dormir y yo, como de costumbre, tuve que ir a comprar más bebida para saciar las ávidas gargantas de aquellos buenos amigos que tomaron hasta que los gallos cantaron por segunda vez. Abrazado de mi madre, finalmente me quedé dormido en el cálido remanso de su seno. Me desperté casi a las siete y treinta, y aún sonaba en mi mente la música tan agobiante de los enamorados y permanecía en mis oídos el sonido de algunos instrumentos frenéticos. Mis ojos se negaban a mirar y mis brazos se ataron nuevamente al seno de mi ángel para seguir durmiendo con ella. Un poco desganados, buscamos el lugar que nos corresponde en la mesa, junto a la familia para llenar los estómagos vacíos con el almuerzo. Antes de eso, mi tío degustó un aperitivo preparado por el corazón de sus hermanas y mi abuela, exquisitamente sazonado de regaños y enojos como un premio por la fiestita de anoche, pero creo que mi tío perdió el apetito. Mi madre bostezaba mientras se llevaba la comida a la boca y no se sentía muy bien que digamos, creo que ella también durmió mal. —Ve a descansar un poco, Elena —invitó mi tía Rosario—. Ya sabes que debes cuidarte, mi amor. —No puedo, debo salir. Cómo he de perder el tiempo en la cama sabiendo que tengo las horas contadas para morir. —José está muy enojado por tus salidas diarias. Creo que él está enfermo y no quiere ir al hospital. ¡Que Dios tenga misericordia de nosotros! No seas tan imprudente hija, por favor. —¿Prudencia? ¿Ustedes creen que me salvaré con todo eso? ¡De todas formas… moriré! Pero de qué se preocupan, hermana. Darío me cuida muy bien y me siento feliz a su lado. No me quiten esa dicha, por favor, pronto me iré para siempre y quiero llevarme algo bueno conmigo. —Está bien, te respetamos, hija. Se nota que hoy no te sientes muy bien, cuídate y déjanos cuidarte —agregó mi abuela. —Tienen la razón, mamá. Iré yo solo para avisar —propuse abrazándome a su cuello.
Después de agradecer a Dios y depositar nuestras oraciones en sus manos, empezamos a disfrutar de las bendiciones. Yo me apresuré en comer; luego le pedí un favor a mi valiente burro para que me llevara y salí con premura bajo la mirada discrepante de la familia. Tomé un atajo por los intrincados senderos de los manantiales, donde los recuerdos palpitan suplicando entrar a un corazón postrado para llorar en silencio. Muy pronto llegué al umbral de los sauces con fragancia de otoño. Una noche de ateridas ráfagas los dejaron semidesnudos al amparo de los vientos gélidos que ululan entre los ramajes deshojados. Los sauces me saludaron agitando la exuberancia de sus ramas y el bramido del río me invitaba a jugar con sus aguas. Mi alma respondió con tristeza la razón de mi ausencia y no me quedó otra alternativa más que seguir viajando. Me encontré con papá a la mitad del camino. Nos estaba esperando con un resplandor en los ojos y una cuantiosa cantidad de ambrosía en el corazón. —Pero ¿qué pasó con tu mamá, hijo? —me preguntó algo asustado. —No se sentía muy bien, papá. Ella quería venir y a mucha insistencia se quedó en casa. —Mejor así. Vayamos a mi casa, hijo. Tengo que darte algo importante. Fuimos charlando por el camino. —Pienso que tu tío José está muy enojado y eso no es nada bueno. —¿Por qué dices eso, pa? —No hay otra explicación, tal vez se disgustó por los reiterados encuentros con tu madre. Yo lo hago por ella, quiero verla feliz. Esta mañana hablé con mi abogado y me mostró una orden judicial para que me entregue en cuarenta y ocho horas. Creo que me mandarán a la cárcel como una medida preventiva. —¡Papá! No quiero perderte —me lamenté—. No me dejes, haz algo, por favor. Cuando llegamos a casa, nos sentamos al amparo de un molle para continuar charlando.
—El abogado me dijo que hará todo lo posible para evitar mi detención. No le digas nada a tu mamá, por favor. Si llega a pasar eso, ya tengo un móvil. Te llamaré para avisarte. Le cuentas a tu madre que me entregué voluntariamente sabiendo que saldré en un par de días. Te amo, hijo. —Me abrazó con fuerza y me dio un beso en la frente—. Los amo a los dos, ustedes son el tesoro más preciado que tengo en la vida. Yo estoy bien. Tú eres mi valiente guerrero y por eso tienes que cuidar al corazón del ángel que tanto amamos. Entramos a su habitación y escribió una carta a mamá. —Toma, hijo. Entrega esto a tu madre. Yo estaré siempre aquí, en el mismo lugar donde mi llanto ablanda la tierra, para escarbar el suelo con los dedos tratando de encontrar una esperanza. Ah, me olvidaba de otra cosa. Me alcanzó un paquete bien protegido con papel. Luego me apretó contra él con fuerza y derramó un par de lágrimas en mi cabeza proclamando su amor eterno en mi mente.
26
Después de hablar con mi padre, me desvié del sendero habitual para regresar por la orilla del río. Con los sentidos trastornados y abstraído en un desgarrador presagio, no podía creer lo que estaba pasando y, todavía peor, lo que iba a pasar. Me dolía la impotencia de papá. Estoy llevando la pesada carga de sus lágrimas en mi espalda. Llegué al abstracto mundo de los días pasados, cuando los sauces lloran al alba sobre las aguas y cantando una pastorela bailan con el viento. Me quedé postrado en la orilla hasta sentir el flujo de la vida para tirar en las profundidades toda la pesadumbre que traía. Luego, escribí una desiderata con la tinta plateada de mis ojos en el espejo de la superficie, así como en la mirada del cielo que se contempla en la perfección del universo. Arribé a mi casa cuando las sombras anunciaban la llegada del ocaso. Hallé a la familia muy ocupada, creo que organizando alguna actividad recreativa para alegrar el ánimo de mi madre. Quise ocultar la desazón de mi rostro en las solitarias sombras de mi aposento y encontré a mi tío Pancho conversando con Rosita. Sorprendido, me quedé con la mirada fija en la sonrisa primorosa del pequeño Lucas, que saltaba en el regazo de su padre y se retorcía en sus manos. No hay duda de que sus ojos son iguales a los de su padre, pero mágicos y cautivantes como los tiene su mamá. Estoy seguro de que serán muy felices como familia. —Qué te pasa, enano, no creerás que somos fantasmas. Saluda por lo menos. El hechizo de los ojos tan puros del pequeño me dejó sin habla. Ya libre de aquella encantadora mirada seráfica, me limité a saludar con la mano y con pocas palabras. —Hola, cómo están. —Pero ¿a dónde te has metido para quedar con esa cara? —me dijo el enamorado frunciendo el entrecejo. —Yo… no sé. ¿Puedo seguir leyendo los libros que trajiste? —Preferí cambiar de tema.
—Por supuesto, enano. ¿Me dices porque te interesa o para escuchar la conversación? —Bueno… ¿Vale decir por ambas cosas? Me miró sonriendo, luego movió la cabeza en señal de resignación. Tomé uno de los libros más interesantes y busqué la comodidad de mi cama para leer sobre la almohada o, mejor dicho, para escuchar la conversación. —Y qué te dijo mi padre cuando escuchó algo así. —Pues, por la cara de afligido que puse, empezó a pensar un poco y, finalmente, aceptó la propuesta de casarnos en agosto. —Mi hermana quedará devastada cuando llegue ese momento. No sé qué hacer, Pancho, me duele hacerle eso. Ella tiene un buen corazón y no merece que le correspondan con tanta maldad. Soy su hermana, y esto me hace sentir como una mierda. —Sabe perfectamente lo que siento por ella. Yo le ofrecí otras opciones como darle mi apellido a su hijo y hacerme responsable de la manutención hasta que cumpla los dieciocho años, pero ella rechazó todo eso. —¿No sería mejor que le digas la verdad, sin falsas promesas? —Con el asunto de mi hermana, en estas circunstancias no puedo, amor. Tu padre habló en serio, no quiero tener más problemas. —Entiendo. Entonces nos enfocaremos en la situación de tu hermana y… El sonido del móvil interrumpió la conversación y mi tío atendió con presteza. —Sí, hola. ¿Con quién hablo? Se puso algo nervioso porque no entendía nada de lo que hablaban al otro lado. Luego, Rosita le pidió activar el altavoz para ayudar un poco. —Soy… soy la mamá… —era una señora que se ahogaba en su llanto—, yo… mi hijo… mi hijo…
—Tranquila, por favor, señora. Dígame qué desea, a quién busca. —Hola, hola… —contestó un hombre— ¿Dígame quién habla? —Me llamo Francisco, ¿pero a quién busca? Creo que se equivocó de número, señor. —¿Usted es la persona que está buscando al donante de un corazón? Tres segundos de silencio labraron una esperanza y forjaron cincuenta años de felicidad. Mi tío se quedó estupefacto. —Sí, señor, soy yo —apenas llegó a contestar—. Dígame qué debo hacer o a dónde debo ir. —No puedo hablar mucho por teléfono. El joven tiene veintidós años. Hace algunas horas sufrió un accidente y, lamentablemente, falleció en el hospital. Somos personas muy carenciadas y el pobre chico dejó a su esposa con dos hijos. —El hombre empezó a llorar. —¿Puedo saber quién es usted? —Soy su padre. La esposa está de acuerdo, así como toda la familia. Pero queremos veinticinco mil dólares, señor. —Eso es ilegal, señor. Dígame dónde se encuentra y a qué hora falleció el joven. —Seguimos en un hospital de La Paz y no pasó más de media hora desde que falleció. —Está bien. Yo también tengo una familia muy carenciada, permita que sea un donante voluntario, se lo ruego. Su hijo continuará viviendo en el cuerpo de mi hermana, por el amor de Dios. Ella tiene veintiséis años con un hermoso corazón que agoniza y un hijo de once. El alma de mi tío salió llorando de su cuerpo para correr hasta la presencia de aquel corazón que esperaba en silencio para continuar latiendo en el cuerpo de mi madre. Mis lágrimas imploraban a Dios, mi espíritu se aferró a su providencia y mi corazón a su eterno amor. Mi tío continuaba suplicando al buen hombre que hablaba por teléfono desde el otro rincón del país.
—Te lo suplico por nuestro Dios que nos mira, acepta hacerlo como donante voluntario. —Un aire de angustia bloqueó su garganta—. Trabajaré gratis para usted o lo que sea. —Lo siento, señor, necesito el dinero. No voy a dejar que despedacen a mi hijo como si fuera un animal por nada, hago esto por sus pequeños hijos. Aún puedo cambiar de idea. Rosita, que también gemía, le quitó el móvil. —Señor, escúcheme, por favor —suplicó entre sollozos y lágrimas—, soy amiga de la paciente. Yo te garantizo que te pagaremos después. Te juro por Dios que no te miento. El llanto de la Rosita alertó a toda la familia y en un segundo llegaron hasta nosotros. Rápidamente se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Entonces, mi tía Rosario le arrebató el móvil a la Rosita. —Buenas tardes, caballero, yo soy la hermana mayor. Te lo suplico, señor, Dios te lo pagará diez veces más. ¡Mi hermana se está muriendo y solamente usted la puede salvar! —Lo siento, señora, llámeme a este número si consigue el dinero —cortó.
27
Me quedé llorando sobre la almohada, tocando las puertas del cielo con los desesperados latidos de mi corazón, suplicando misericordia y clamando auxilio mientras sentía correr por mis venas un soplo de esperanza y, a la vez, el presagio de volverlo a perder en un instante. Todos se quedaron reunidos en el rústico salón sin poder hacer nada, con los ojos cercenados por la impotencia y la mirada en el suelo. Mi tío se marchó a su habitación e intentó comunicarse nuevamente con ese desconocido portador de la esperanza más difícil de conseguir, y yo dejé de llorar para escuchar la epifanía de un milagro. Pero, desgraciadamente, el Padre no oyó mis plegarias, y mis venas se tensaron para estrujar con mis dedos las cobijas de la cama. Un dolor atroz se creó en mis entrañas y viajó por la garganta con un alarido fúnebre hasta desaparecer en los laberintos de la almohada. Luego, sin poder ocultar las lágrimas, salí para ceñirme al cuerpo de mi madre, quien se encontraba sentada en la silla, totalmente enmudecida y extraviada en alguna parte del universo. Derrotado y sin fuerzas, mi tío dejó caer su pesada existencia en la silla y se agarró la cabeza con ambas manos dispuesto a morir junto al corazón de su hermana. Rosita no se dio por vencida, levantó el móvil y continuó llamando al misterioso milagro; sin embargo, ya no había rastro alguno de esa prodigiosa dádiva. La luna se quedó observando el ocaso para despedir a su amor eterno, y los rincones de mi casa permanecieron muy callados y fríos; tan tristes, solitarios y oscuros debido a la ausencia de algunas miradas, de esas que perdieron la luz de una esperanza y la alegría de continuar contemplando el rostro de una persona amada. Alguien golpeaba la puerta, pero la soledad nos abrazaba con vigor y tenacidad e insistía en quedarse a compartir sus quebrantos. Creo que no había forma de ganarle a este silencio atroz, a este mudo compañero que se alimenta de nuestro llanto. Mi tío se cansó de escuchar aquel ruido impertinente y me gritó para que
fuera a silenciarlo. Era la luz de mi tío José eclipsada por la sombra de una nube negra, y apenas podía mirar el fulgor de sus ojos y escuchar el rigor de su gallardía. Creo que el llanto oscureció mis pupilas, o me quedé dormido y estoy soñando. Necesito ver la realidad para enfrentar a la vida, o ¿acaso estoy muerto sin darme cuenta de ello? Yo quiero morir en los brazos de mi madre con el último latido de su corazón, para vivir eternamente con ella. —En dónde están todos —preguntó con voz estentórea. —Estamos todos tristes. Ellos se encuentran en la habitación grande de mi tía Isabel. Dicho eso, volví al lóbrego rincón de mis fatídicas noches para continuar sufriendo en los brazos del silencio. Después de algunos minutos, en la agonía de mis sentidos, creí escuchar el alarido de los condenados en el umbral de un cementerio. El corazón me dijo que era una pesadilla, pero mi alma enfatizó que se trataba de una realidad muy parecida a un sueño de terror. —Tío, despierta, por favor. —Deja de molestar, Jesús, quiero descansar un poco. —Algo pasa en la habitación de mi tía. Escucho llorar otra vez a todos, mucho más que antes. —Y bueno, enano, ve a cerciorarte de lo que pasa y me avisas —me instó sin abrir los ojos. Llegué al portal de la escena perturbadora. Mi madre estaba acostada en el lecho de mi abuela y sus lindos ojos alumbraban las penumbras. Ella quiso mandarme una tierna sonrisa, pero su corazón no se lo permitía y se dejó vencer por la rigidez de sus gestos afligidos. El suelo estaba bruñido de llanto, de ese que ahora mojaba a la humanidad de una persona inquebrantable que jamás había llorado tanto como en esos instantes en la piel de sus seres queridos. Las manos de su familia estaban atadas con desesperación a su cuerpo. Me quedé parado en la puerta, ya no quería tocar el aire funesto de tanto dolor, temblaban mis piernas y todo mi cuerpo. Tenía miedo a morir o, tal vez, a que se muriera mi madre. Bastaron algunos instantes para darme cuenta de lo que estaba sucediendo. No
había duda de que la muerte se había quedado a vivir en mi casa para llevarnos con rapidez y eficacia. Finalmente, pude ver las fácticas intenciones del destino y el verdadero rostro de la muerte. Llegué a comprender la fragilidad de nuestra existencia: no somos nada y no podemos hacer nada cuando te señala esa maldita. Cabizbajo y sin ganas de seguir viviendo, me fui lentamente a ocultar la cobardía de mis ojos en la oscuridad de las cobijas. Mi alma quiso atestiguar la fealdad de ese rostro inhumano al corazón de mi tío Francisco. —Se está muriendo mi tío José —le anuncié fríamente. —¿¡Qué!? ¿Se muere quién? —Se sentó tirando las cobijas de su cabeza. —Quiero decir que mi tío José está enfermo del corazón como mi madre. Apenas escuchó mis palabras, tío Francisco se dejó doblegar por el dolor sobre la cama. El espíritu de lucha que todavía le quedaba cayó de bruces gritando sobre la almohada. Sus manos abdicaron completamente derrotadas apretando las cobijas para mitigar el sufrimiento. Me puse de hinojos al pie de la cama y me abracé a su corazón para aquietar las tempestades. —Ya no llores, tío, por favor, no soportaré perderte. —¿Qué dijo tu tío José? —me demandó entre lágrimas y sin mostrar la cara. —Dice que tiene apenas tres o cuatro meses de vida; según los médicos, podría llegar a ser menos por la depresión —informé zollipando y descansando mi cabeza en su espalda. —Dime cómo está él. —No puedes imaginar lo triste que se encuentra. Todos, menos mi madre, están llorando alrededor de su cuerpo. No entiendo por qué ella ya no puede llorar como antes. —Yo tampoco entiendo, hijo —asintió mi tío—. Es posible que haya comprendido lo inevitable, que ya haya perdido todo y no tenga nada por lo que llorar. Ella se está preparando para partir, pero nosotros no la dejaremos ir.
—Gracias, tío, te amo. Creo que tu hermano está muy enojado con la vida y, más que todo, con mi padre. Tengo mucho miedo. —No tengas miedo, hijo, ven… échate a mi lado. Me trepé en su lecho y luego me cubrí hasta la cabeza con las cobijas, para compartir las mismas sombras que abruman a mi tío Pancho, a mi amigo de toda la vida. Me abracé con fuerza a su cuello y empezamos a sufrir juntos. —Qué pasará con nosotros. —No quiero asustarte, chiquito, pero si nos quedamos llorando sin hacer nada, lamentablemente moriremos todos. —Presiento que el próximo seré yo. —Tú no estás enfermo de nada, y gracias a Dios vivirás mucho tiempo. —Yo no quiero vivir sin mi madre. Si no me llega la muerte, entonces, yo la buscaré matándome. —No hables así, Jesús. Dalo por hecho que mi hermana tendrá una larga vida, algo me dice que así será. —Me temo que la muerte es más poderosa que nosotros, dudo que ganemos. —De todas formas, pelearemos con ella; entonces veremos quién tiene más fuerza, si la vida o la muerte. Levántate, niño, tenemos que ir al lado de mi hermano. Llegamos al cadalso de aquel hombre lozano que solo una vez en su vida había conocido el martirio. Él apenas podía sostenerse de pie, pero corrió al encuentro de su hermano pequeño buscando un alivio en sus brazos. —¿Por qué, por qué nos tocó llevar esta maldición, hermano? —preguntaba en su desesperación. —Lo venceremos, hermano —respondió tío Francisco con firmeza—, te juro que lo venceremos.
—¡Ese maldito es el culpable! No moriré antes de encerrarlo en la cárcel o de matarlo con mis propias manos.
28
18 de abril de 1999
Fue un día aterrador, la génesis de una pesadilla a punto de convertirse en un apocalíptico final, el presagio de una catástrofe inminente. Creo que nadie podía dormir: algunas lágrimas pasaron la noche en vela. Pero el misterioso silencio de la persona que tanto amo me aquietaba en la paz de su seno hasta llevarme a contemplar el cautivante universo de los sueños. Extenuados por tanta pesadumbre, nadie se levantó a desayunar. Ya eran algo más de las ocho y el aburrimiento me sacó de la cama para correr a la habitación de mi tío. Aún no había podido mostrarle las cosas que me mandó papá. Cuando regresé al lado de mi ángel, la encontré con el alma en los ojos y con el fulgor de sus pupilas escribiendo una letanía en las telarañas del techo o, tal vez, en las páginas azules del cielo. —Tengo algo para ti, ma. —Sus hermosos ojos dejaron de brillar. —¿Y qué es eso, mi amor? —Esto lo mandó para ti —alcancé a sus manos la carta y la abrió de prisa—, y esto, supongo que debe ser para mí, ¿puedo abrirlo? Asintió con la cabeza, porque no quería distraerse con la lectura. —¡Mamá! ¡Si miras la creación de mi padre no lo vas a creer! Ella viajaba en las líneas del papel. Yo me tiré de espaldas en la cama y estiré mis brazos para adornar las paredes del cielo con el místico lienzo directamente forjado en el corazón de papá. El júbilo de mis ojos se plasmó en el universo de sus colores, en el alma de estas dos personas que tanto amo. Mis latidos reclamaron con celeridad llevarlo a mi pecho para guardarlo en mi corazón y yo entendí que tenía que ser así.
—Papá… te amo, papá. Sellé mi eterno amor con un beso inmensurable en sus hilos de plata y florilegios de oro. —Bueno, hijo. ¿Qué me decías? —me interpeló algo preocupada cuando terminó de leer. —Quiero que veas esto, ma. —Puse el lienzo en sus manos. Después de contemplarlo un momento, sus ojos pregonaron un extraordinario regocijo en su semblante seguido de una aflicción profunda. Luego, solemnizó el alma de esa pintura con un beso eterno. —Nuestras almas anidan en este lienzo —me dijo sosteniendo apenas las lágrimas en el umbral de sus ojos, y se calló por un instante sin dejar de mirar la pintura—. Esta es la prueba del amor que nunca enmudece —prosiguió—, del verdadero amor que perdura más allá del tiempo, y que lo abraza y comprende todo. Consagrado está en mi alma que nos encontraremos en la otra vida para estar juntos; entonces… nunca más nos separemos. —Mamá, te amo. —Me aferré a su vientre. —Basta, hijo. —Sus manos me tomaron de las mejillas para darme un beso en la frente—. Se me acaba el tiempo, guarda esto. —Me dio la pintura—. Tenemos que salir. Miré una vez más esta palpitante creación del amor. —¿Y no sabes cómo hizo mi padre para estar con nosotros en la pintura? —Soy la menos indicada para saber eso, hijo —me respondió algo seria—, deberías preguntar a tu padre. —Mejor no, investigaré por mi cuenta. Todavía no llegaba a entender la epifanía del artista en su obra, abrazando a la mujer que amaba, conmigo en su regazo. Me bastaron unos minutos para preparar todo lo necesario y salir a correr en el
itinerario escarchado de las dehesas. Era necesario avisar el destino y el motivo de nuestra ausencia por la seguridad de mi madre, pero también era prudente no decir nada. Sin embargo, yo confié en mi tío Pancho. —Tío, tengo que confesarte algo —susurré a su oído—, despierta, por favor. — Le di unos empujoncitos y se destapó la cabeza. —Qué quieres, enano. —Me miró: tenía los audífonos en la oreja. —Estamos saliendo a la casa de mi padre. Mamá pide que no le digas a nadie. —Está bien, niño, cuida a tu madre y regresen temprano. —Sí, tío. Chau.
29
Santa Lucía, 18 de abril de 1999
Tenemos casi hora y media de viaje a su casa y, al paso que vamos, calculo que llegaremos en más de dos horas, pero me parecerá muy poco este tiempo porque disfrutaré mucho este peregrinaje al lado de mi ángel guardián. Ella está feliz a pesar de todo. Se puso un enorme sombrero de paja para protegerse del sol, solo porque a mi padre no le gusta que se maltraten sus arreboladas mejillas hibernales. Viene cómodamente sentada a mis espaldas tejiendo con ahínco el ardiente gorro que protegerá mi cabeza del inminente frío. Al cruzar las épicas praderas, las nostalgias paralizaron sus dedos y abrieron su corazón para recordar aquel pasado cercano, cuando las aves cantaban al viento y el viento rasgaba las verdinas hojas cual si fueran las cuerdas de un violín. Ella está muy tranquila. Sabe que muy pronto se convertirá en el mismo ángel que era antes de nacer, como dijo mi tío: «su alma se está preparando para un largo viaje»; y yo estoy buscando una forma de ir con ella, nadie nos separará, mucho menos la muerte. Mamá quiso hacer un alto en una floresta arrabalera de fértiles tierras en donde habitaban diversas flores de colores majestuosos, aquellas flores silvestres que se niegan a dormir en los días de invierno. Juntamos un manojo grande de las más bonitas y alegres. Mamá afirmó que era suficiente, pero de pronto… —¡Y qué hace una chica tan bonita en medio de estos parajes tan solitarios! Era el mequetrefe, perdón, así se llamaba antes, ahora es Raúl. Seguramente se dirigía al lago. Creo que le gusta mucho la pesca. —¡Oye, ten más cuidado! Casi me matas de susto —advirtió mi madre sonriendo. —Lo siento, chiquita, no era mi intención. ¿Van a la casa de Darío?
—Sí, y quiero ir también a la tumba de la abuelita. ¿Y la Diana? —A ella no le gusta venir a pescar, ando con algunos amigos. ¿Y te dejaron venir tan lejos así nada más? —No necesito pedir permiso a nadie. ¿No te parece que ya estoy muy grandecita para eso? Raúl quería decir algo más, pero decidió responder encogiéndose de hombros y con un dudoso gesto de aceptación. —Cómo piensan regresar a la tarde. ¿No se fijaron en las nubes del norte, que siempre traen lluvia y muchas aguas por el río? Nos quedamos mirando el horizonte y era cierto, las oscuras nubes coronaban las montañas y las negras amortajaban lentamente el cielo. Casi siempre traen abundantes lluvias esos nubarrones. —Es cierto —confirmó mamá muy preocupada—. Si llueve, será prácticamente imposible volver. No quiero imaginarme lo que pasará entonces. Tu tío José nos matará. —Me miró a la cara—. Si no se mata él primero. —La solución es muy sencilla, Elena —apuntó Raúl—, regresen a su casa y se terminó el problema. —Si no supiera que moriré mañana o en cualquier momento, no me rehusaría a regresar; pero lo siento mucho, Raúl, ya no tengo nada que perder. —Pero ma. —Me abracé a su vientre como rogándole que volviéramos—. No quiero recibir otra paliza memorable. Esta vez será diferente; con lo bravo que está ahora, es capaz de matarme. —Vos tranquilo, hijo, primero tendrá que matarme a mí. Por una parte, él es culpable, y si no regresamos a casa es porque la lluvia no nos dejó. Ya vámonos, hijo, quiero cocinar algo rico para mis dos amores. Me estiró de la ropa y apresuró los pasos hacia el lugar donde nos esperaba mi burro disfrutando del placer de comer otro pasto, otros sabores tan exquisitos, que le ofrecía el cariño de este reino.
—Si quieres te llevo hasta la puerta de tu casa —ofreció Raúl igualando el paso al que íbamos. —No te entiendo. —Me refiero hasta allá —señaló el nido de papá—, a tu otra casa, tonta. —No seas cargoso, es la casa de mi novio. No estoy de humor para escuchar estupideces. —Yo no hablo tonterías, chiquita, estoy seguro de que se casarán muy pronto y tendrán muchos hijos. —No te burles, por favor, Raúl, me estás poniendo mal. Él la abrazó sin dejar de caminar y depositó un besito en la sien. —Sabes muy bien que jamás haría eso. Si de algo estoy seguro, es de que seremos amigos por mucho tiempo —le susurró casi al oído. —Está bien, caballero —aceptó mi madre sonriendo—, quiero llegar rápido; y a tu vuelta del lago, como premio a tu generosidad, te voy a sorprender con una comida sensacional. Me dejaron casi a medio camino. El orgullo de mi burro quedó algo herido por el gesto despectivo que nos hicieron aquel intrépido jinete y su caballo. En la vivienda de mi padre, llovía sin descanso. Terminamos de preparar la mesa para comer. Ahora tenía un nuevo lugar en la casa, preferentemente en el rincón más hermoso que me pareció a mí y que está en el corredor que me permite abrazar dos horizontes. Desde este lugar podré contemplar en los brazos de mi padre tanto el despertar de una estrella como el ocaso, y podré escuchar los murmullos del viento cargados con el perfume de la floresta y sentir el sabor a tierra mojada y hoja escarchada. —¡Qué gran trabajo, hijo! —exclamó mi compañero del alma, enfatizando la gloria con las manos extendidas señalando la mesa. —Tú y yo hacemos un buen equipo, papá. —Puse mi carita feliz mirando a sus ojos.
—Dame un apretón de manos, campeón. Me correspondió con otra mueca feliz más brillante que el sol. Luego, nos sentamos unidos a escuchar la música de la lluvia, esos pedazos de agua que al tocar el suelo escribían una palabra y cantaban una poesía. Él me ciñó con el brazo a su corazón y empezamos a soñar juntos. —Ya está la comida, mis amores —nos anunció mamá con un plato en cada mano. Y después de agradecer a Dios por los regalos de este día, empezamos a disfrutar de la alegría que brillaba en la comida sazonada por el corazón de un ángel. —¡Bendito sea Dios por mandarme a uno de sus ángeles! —clamó papá. —¿Y eso por qué o qué pasó, amor? —mamá preguntó desconcertada. —Es que nunca había comido algo tan rico y nunca había recibido tanto amor. Le pagó en la mejilla con un beso más grande que una estrella. Mi madre quedó más contenta que todos los días y más feliz que nunca. —Gracias, amor —correspondió el corazón de mi madre—. Te amo, soy demasiado feliz contigo. Se quedaron mirándose a los ojos. —Te amo con el alma, gracias por estar a mi lado, te amo, te amo… Ella nunca se cansa de pronunciar esas palabras. Creo que siente tanto placer en su corazón que no las termina de decir, hasta que otro gigantesco beso en los labios le deja un millón de «te amos» en el alma. La lluvia parecía marcharse de pronto, aunque solo se aquietó en las alturas tomando así un pequeño descanso, seguramente, para llenarse de consonancia en las pastorales nubes del cielo. Terminamos de comer y quedamos totalmente satisfechos. El corazón de mamá buscó regocijarse en el pecho de su amor y este lo recibió con lozanía imbatible para acariciar su cabello, sus orejas, su rostro, su boca y sus lindos ojos con extraordinario placer.
—Ah, me estoy olvidando de una cosa —dijo el enamorado—. Tengo algo para ti, campeón. Abandonó aquel rincón del cielo para ir a buscar y yo me quedé en su sitio tratando de adivinar. Volvió enseguida y tomó otra silla para sentarse en el costado derecho de mamá. —¿En dónde está ese algo, pa? —Aquí está, hijo. Me señaló una carpeta llena de papeles que traía en su mano. —Pero… ¿Qué? ¿Ese montón de papeles? —reclamé mientras me acercaba—. Yo quiero otro regalo, pa. —Este es un regalo muy grande, hijo. Empezó a clasificar los papeles. —Aún no entiendo nada, amor —musitó intrigada mi mami. —Bien, esto es así: mi madre quiso dejar todo en orden antes de partir. La casa donde estamos ahora, el terreno que tenemos al lado y otro más grande en las colinas, todo eso es un regalo de tu abuela, hijo. Es para ti. —Gracias, papá —me abracé a su cuerpo—, muchas gracias, abuelita. No sabía cómo agradecer al angelizado espíritu de mi abuela y lo hice llorando en silencio, tratando de llegar con mis lágrimas a su consagrado corazón. —¿Y cómo es eso, amor? ¿Así de fácil y nada más? —La verdad, no sé, el abogado hizo todo. Solamente entendí que nosotros, sus padres, istraremos estos bienes hasta que él sea mayor de edad. —¿Y tengo que esperar tanto tiempo? Me disgusté, mis latidos dejaron de llorar y me senté en la silla para mirar los documentos que no entendía. Mis padres me observaban con alegría y ternura.
—Nos debemos casar, amor. Tengo miedo de morir en cualquier instante— suplicó el corazón de mi madre al de su amor eterno. Mi padre lo llevó con premura al fervor de su pecho y depositó un solemne beso de agradecimiento en la frente. Yo me quedé estupefacto, la luz de mis ojos empezó a pintar en la hoja, a trazar una hermosa novia vestida de blanco, al lado de mi padre y con un elegante traje azul. Mi sueño era casi una realidad. —Sí, amor, nos casaremos. Pero es necesario que avises a tu madre, aun sabiendo que no lo aceptará. —Haré lo que sea para conseguir su bendición. —Gracias, amor. Te amo. —Le dio un besito en la boca—. Entonces, será necesario que regresen ahora, debemos comunicarlo al registro civil. Algunas gotas se desprendieron de las nubes y cayeron muy pesadas al suelo junto a las últimas palabras de mi padre. Al parecer, el cielo no estaba de acuerdo en que volviéramos a casa. —Raúl y sus amigos ya están de regreso, llegarán en cualquier momento. Los invité a comer y estoy segura de que nos visitarán. —Es mejor que vuelvan con ellos, amor; usarán ponchos de plástico, pero el camino es muy peligroso cuando llueve y tengo miedo de que… —Los chicos me ayudarán, ellos son muy buenos, no debes preocuparte. Era solamente una llovizna errante que al cruzar por esos parajes se perdió en el claroscuro de las alturas. Yo me tomé la libertad de salir a explorar estas tierras tan desconocidas, que muy pronto serán mías para gobernar. Caminé entre la maleza y el remanso, entre la boira y la brisa helada. Quería sentir la dualidad de este reino y mi alma para pelear en sus arenas y pintar los colores del arcoíris con los destellos de un milagro.
30
Toledo, 19 de abril de 1999
Gracias a Dios, todo salió como esperamos. Valieron la pena los esfuerzos que hicimos para volver a casa. La tarde de ayer fue algo divertida y hazañosa a la vez. A medio camino nos sorprendió una tormenta de aquellas que jamás se olvidan. Mi madre se cayó varias veces en un lodazal de los senderos completamente encharcados, y Raúl fue tan caballero que, en vez de ayudar a mi ángel, la empujó con más ganas hasta que ella quedó prácticamente vestida de lodo. Sus largas criznejas parecían labradas en arcilla y pelo, pero mi madre tiene tal espíritu aguerrido que, al tomar la mano de su salvador traicionero, le lanzó al fondo del lodazal para que sufriese con ella. Los chicos le prestaron sus abrigos para que no se resfriara y entre risas y enojos logramos llegar a casa donde nos encontramos con la desesperación de la familia. Es todavía muy temprano para ir a la escuela y prefiero quedarme dormido otra vez en los brazos de mi madre. Las nubes amenazan con quedarse a llorar sobre el tejado y yo tampoco quiero ir a pasar clases. Hoy es un día memorable, mis padres se casarán en la iglesia del pueblo. La boda se efectuará en secreto, solamente contará con la presencia de mi abuela. Anoche la logramos convencer para conseguir su bendición, mejor dicho, toda la familia la convenció, menos el tío José, porque los demás entraron en razón por el estado de mi madre. Mi ángel se despertó algo asustada y tiró a un lado las cobijas. —¡Ay, no! ¡Qué hora es, hijo! —Es muy temprano, mamá. —Miré el reloj del móvil—. Son las seis y quince apenas. Me llevé la mano a la boca para cubrir un bostezo muy largo y me abracé a su vientre con el deseo de dormir de nuevo.
—Uf, qué bueno. —Se agarró la cabeza con las dos manos—. Me soñé que había llegado tarde a la iglesia y el padre ya no estaba. Ay, hijo, no sé qué pasará hoy, estoy muy nerviosa. Se apoyó al respaldar de la cama, me llevó la cabeza a su regazo para jugar con mi pelo y se quedó callada, con los ojos clavados en el techo, contemplando el cielo con el alma. Podía escuchar el clamor de sus latidos repitiendo la misma frase muchas veces y un suspiro de anhelos repujados a pura lágrima y sudor. Me senté a su lado sin separarme de su esencia; ella me ató a su corazón para que yo pudiera mirar el universo con la luz de sus ojos, con su pequeña mirada que irradia en su alma como la estrella más grande que brilla en el cielo. Me puse de pie a fin de abrazar y alcanzar con mis latidos a su corazón, quería apaciguar su ritmo para que no se cansara tan rápido, porque aún nos queda mucho por hacer, emociones fuertes que recibir y extrañas sensaciones que descubrir. —Todo saldrá bien, mamá, estoy seguro de eso. Me respondió con una sonrisa y me abrazó muy fuerte. Había una llamarada muy intensa que ardía en sus ojos ahora humedecidos por el sereno de la incertidumbre. —Muy bien, hijo, haré un buen desayuno para todos, prepárate para ir a la escuela. —Pero, ma, hoy no quiero ir a la escuela. Es mucho más importante estar contigo en un día tan especial. —La ceremonia se llevará a cabo entre los familiares y amigos más cercanos y a puerta cerrada, todo pasará en un rato, hijo. —¿Aunque sea puedo saber la hora? —¿Y eso para qué? —Ya sabes, para imaginarme a esa hora conmigo a tu lado. —No hagas ninguna tontería, hijo. No querrás que me enoje, ¿verdad?, ni hacer que se enoje tu padre también. —Respondí con la cabeza—. Primero pasaremos por el registro civil con la compañía de Raúl y Diana como testigos y luego, a las
diez, comenzará la ceremonia religiosa con mucha discreción. Un rato después me fui a la escuela. Al cruzar la plaza me senté en uno de los bancos de madera frente a la iglesia, a remembrar la utopía de un sueño a punto de hacerse realidad. Mis latidos empezaron a golpear de prisa la puerta de aquel santuario con la intención de entrar a preguntar a Dios si en verdad mi madre recibiría su bendición para vivir eternamente al lado de la persona que ama. Me imaginé la imponente belleza de mi ángel vestida de blanco bajando junto a su amor por las gradas de la iglesia, y la alegría de sus seres queridos tirando granos de arroz y pétalos de flores mientras yo llevaba la cola de su vestido cual si fuera rémige de sus espléndidas alas. Me quedé sentado casi sin mover nada de mi cuerpo. Mis compañeros de curso me miraron intrigados, aparentemente muchas cosas han cambiado en mi rostro. Si hubiera tenido un espejo en la mano les hubiera dicho cuántos faros se han añadido o quitado de mis ojos y cuántas líneas de sonrisa la vida me ha concedido durante la última hora de mi existencia. No hay duda de que algunas cosas te cambian para toda la vida, esta es una de esas que me habrá definido para siempre. Marcará una línea indeleble entre el ahora y el después en mi existencia. Otra vez me siento triste en un momento tan importante en que debería estar más feliz que nunca; me sucede lo mismo que la vez que perdí al único hermano que Dios me regaló. El silencio en las venas me hace temblar los labios; quiero gritar y no puedo; siento ganas de salir corriendo, pero el miedo me ha atado las piernas. Un presagio atroz me está consumiendo el aire. Empecé a escuchar algunas palabras muy lejanas. —Jesús…, Jesusito. —Era mi profesora Margarita—. ¿Qué tienes, hijo? Miré a los ojos de mi profe y negué con la cabeza. Creo que no tenía nada para decir, me sentía completamente vacío. La triste mirada de mi amigo Samuel escribió algunas palabras en mi corazón. —No tengo nada, profe. —La miré a sus radiantes ojos—. Simplemente, estoy muy feliz. La alegre mirada de mi amigo me ayudó a dibujar una efímera sonrisa en mis labios.
—Sin embargo, hay mucha tristeza en tu rostro. —La profe no me creyó—. Tú sabes lo que les pasa a los niños que mienten, ¿no? —No estoy muy seguro, pero… creo que les crece la nariz. —Aparte de eso. —Ah, sí. Dios les quita un deseo por cada mentira. —Entonces, ¿por qué mientes, hijo? Me temo que ya perdiste un deseo. Eso me dolió un poco. Espero que Dios me perdone. Ya no pude contenerme a decir la verdad. —Es que mi madre se casa hoy y me duele no estar junto a ella en la ocasión más importante de su vida. —Te entiendo, mi pequeño. —Regresó a su lugar—. ¡Escúchenme, por favor, niños! Cuántas veces les dije que no tengan miedo de informarme todo lo que quieren, lo que piensan, lo que sienten, si les duele algo, etc. En sus casas tienen a su mamá, pero aquí en la escuela yo soy la otra mamá. ¿Me entendieron? Respondimos al unísono con ahínco y firmeza. —Tienes permiso para ir con tu madre, Jesús. —Lo sabía—. Ve con tu amigo Samuel. —Eso no me lo esperaba. Mi amigo se puso alegre y salimos de prisa. Me fijé en el reloj del móvil y ya eran las diez y cinco, no faltaba casi nada para tocar un sueño con las manos.
31
Llegamos al umbral del templo con el uniforme de la escuela y los materiales en la mano, pero nos encontramos con las puertas cerradas. Era cierto lo que había dicho mi madre, la ceremonia se estaba llevando a cabo de manera muy discreta. Nos acercamos para girar el picaporte y no se abría, no sabíamos qué hacer para entrar. Luego me acordé de que había una puerta alternativa a un extremo de la principal. Entramos y nos envolvió un cándido aire de armonía ligeramente virginal. Nos encaminamos poco a poco casi hasta la mitad y nos sentamos en uno de los asientos solitarios. Ambos nos pusimos la señal de la cruz con timidez, pero no sé si lo hicimos de manera correcta. —¿No te parece que estamos un poco lejos? —me dijo Samuel en voz baja. —Es que tengo miedo de acercarme, pensarán que me escapé de la escuela. —Estoy seguro de que ya se dieron cuenta de tu presencia, Jesús. —Creo que tienes razón. Todos nos pusimos de pie para rezar el padrenuestro. —Oye, Jesús. —Me estiró de la ropa—. El señor que entró, ¿no es tu tío José? Lo miré de soslayo, ciertamente era él. Se estremeció todo mi cuerpo y la rabia que ardía en sus ojos me paralizó de miedo. Se quedó parado con las manos cruzadas y con un pie en el pasillo en la esquina del penúltimo asiento. Mi corazón se aceleró; empezaron a temblar mis manos y piernas, y mi alma horrorizada comenzó a buscar ayuda en cada santo que miraba al cielo. Terminamos de rezar y todo el mundo se sentó, menos aquel hombre quien, ante la mirada de la gente, que no podía ocultar su afrenta ni comprender lo que estaba pasando, avanzó desesperado por el pasillo para desatar sus demonios frente al altar donde el Redentor nos contemplaba desde una cruz. —¡Yo me opongo, padre! —gritó a las cuatro paredes—. ¡Ese maldito no puede casarse con mi hermana!
Llegó a escasos pasos de la pareja y señaló con el índice al eterno amor de mi madre. El sacerdote se quedó atónito y nadie sabía qué decir mientras el desaforado hombre continuaba proclamando su ira y su sufrimiento sin dejar de apuntar al supuesto pecador. —¡Este animal mató a mi padre y nos destrozó la vida! Estamos muriendo por su culpa. Este malnacido nunca se casará con mi hermana, lo juro delante de Dios y de todos. Antes de eso…, lo mataré con mis propias manos… —Estás en la casa de Dios —le recordó el vicario enfatizando con las manos—, más respeto, por favor. —¡Dios ha dejado de existir para mí! He esperado tanto tiempo a lo que ustedes llaman «la justicia divina», mi hermana y yo moriremos en pocos meses. ¡Y dónde está ese Dios! ¡Dónde está ese «salvador», como tantas veces lo llaman! Sus palabras impactaron en los ojos de Dios y regresaron en un eco para estremecer a los presentes. El hombre iracundo se tiró de rodillas, se dejó doblegar por el peso del dolor y sus cansadas manos empezaron a golpear el suelo. Su alma encontró un patíbulo en medio del templo y quiso terminar con su vida de una sola vez, desangrándose por los ojos. Esos segundos de quebranto se transmutaron en una pesadilla para el moribundo corazón de mi madre. —¡No puede ser! ¡Esto no puede ser real! —Mamá empezó a llorar con desesperación y se abrazó a la piel de su alma gemela con el corazón a punto de hacerse añicos. Los santos se estremecieron con su llanto y las lágrimas empezaron a quebrarse en el suelo junto a su corazón herido. Corrí de prisa para socorrer a mi ángel, al igual que todos; y ese verdugo, que no sentía ningún temor por el cielo, se puso de pie para continuar profanando el rincón sagrado. Mi abuela y la tía Rosario estaban desesperadas y se acercaron al párroco para rogar que continuara con la ceremonia, pero todo era inútil. Había desaparecido por completo la gracia de Dios. —La justicia te espera afuera —avisó el hombre malo—. ¡Si no te entregas ahora mismo, yo te sacaré por la fuerza! —Sus ojos se clavaron como filosas navajas en el rostro de mi padre. —¡No, detente, por favor! Por qué me haces esto, hermano… ¡Por qué! —
imploró mi madre. Pero sus latidos se debilitaron cansados de suplicar; los tejidos de su corazón se despedazaron con los últimos alaridos de su garganta, cual si fuera un vaso de cristal repleto de vino tinto como la sangre para poder vivir. Se llevó las manos al pecho intentando retener un poco de vida en sus venas y dejó de clamar lentamente, abrazándose al eterno silencio que la esperaba callado. Sus lágrimas dejaron de caer y se desvaneció en los brazos de su amor. —¡Mamá, no me dejes, por favor! —grité con desesperación. Mi padre lloraba sosteniendo la agonía de mamá en sus brazos y yo me aferré a su vientre suplicando que regresara. Los demás simplemente gemían sin saber qué hacer para no perder a un ser querido. Un instante después, un destello en sus pupilas iluminó mi rostro. Aún le quedaban muchas lágrimas para llorar, pero simplemente derramó una gota queriendo encontrar la luz de los ojos que tanto amaba. Raúl se acercó para ayudar, las mujeres se despojaron de sus mantas e improvisaron una cama en el piso donde la dejaron descansar de costado; también improvisaron una almohada y la cubrieron con el abrigo de la señorita Diana. Mi padre y yo nos sentados a uno y otro lado, cada uno sosteniendo una de sus manos. —Hijo, quiero que te vayas, por favor. No causes más problemas —le pidió mi abuela a mi tío José con los ojos llorosos, y todos lo miramos como queriendo expulsarlo de la iglesia. —Me iré cuando el señor —le apuntó con el filo de sus ojos— se entregue a la policía. —Te desconozco, hermano —se expresó abrumada la hermana mayor—. Te has olvidado de que tu hermana se está muriendo, te has vuelto cruel. —Yo también moriré. Quizá mucho antes, es posible que muramos todos. ¡Por culpa de ese maldito! —Su índice le señaló con furia—, pero antes lo llevaré a la cárcel o se irá conmigo al infierno. Indudablemente, aquel hombre que un día había sido mi tío ya no era el mismo de antes. Sus hermanos empezaron a llorar en silencio al darse cuenta de una pérdida fatal, pues comprendieron que habían sido despojados de la humanidad de un ser amado, ahora convertido en un pedazo de carne sin sangre y sin amor.
Su corazón estaba muerto antes de tiempo, no pudo soportar el veneno que corría por sus venas. —Está bien, me entregaré —murmuró mi padre con dolor—. He pedido tantas veces la misericordia de Dios por mis pecados y les ruego a todos que me perdonen. Me entregaré a la justicia si eso es lo que quieren. Supongo que así debe ser. —No, amor, no me dejes otra vez, por favor —imploró mi madre—. Me moriré sin ti. No me dejes morir todavía, amor, quiero vivir un poco más para ustedes dos. —Me apretó levemente la mano. Sus dedos alcanzaron con dificultad el rostro de su amado y empezó a llorar de su alma porque ya no le quedaba llanto en su corazón. —Tienes que vivir por nuestro hijo. —La besó en la boca—. Él te necesita, quiero que luches, por favor. Te prometo que volveré y nunca más nos separaremos. Acercó el rostro de mi madre al suyo para sellar la promesa en sus ojos y para depositar en su corazón la fuerza del amor que necesita para seguir viviendo. —No te vayas, por favor. —No quería entender el dolor del abandono—. Anhelo llevarme tus ojos cuando muera, no quiero morir llorando. Al menos, quiero dejarte una sonrisa para que me recuerdes con alegría. No te vayas de mi lado, amor, no podré soportar el dolor de tu ausencia. —Te ruego que me esperes, por favor, piensa en que no podré vivir sin ti. Te amo. Le dejó un beso más grande que el cielo en la boca y una profunda sonrisa; tal vez, una sonrisa como las de eso días cuando soñaban con ser muy felices y ya lo eran. —Vuelve pronto, amor. Te esperaré todo el tiempo. La besó en la mano y se puso de pie para marcharse. —Eso te quería escuchar. Recuerda que ya eres mi esposa. Por eso volveré, porque te amo y porque tienes que llevarme a ese lugar del cielo que conoces
para forjar nuestro nido. Se alejó lentamente bajo el asedio de su verdugo. Mis manos se asieron a su brazo con la férrea intención de retenerlo; pero eso era imposible, ya era muy tarde para consumar un deseo. Mis lágrimas lo acompañaron hasta la salida; no quería llorar demasiado, él tenía que confiar en mí para cuidar a la mujer que tanto amamos. El remusgo del norte pincelaba con las lluvias el vacío de las calles, y dos policías muy pegados a la puerta aguardaban a su presa. Mi padre me alzó en los brazos y me apretó en su pecho con la fuerza de su espíritu; luego me besó en la frente y me regresó al suelo. Por último, me regaló la luz de sus ojos y el júbilo de sus labios para alejarse de mis manos con una heroica tristeza en el alma. Simplemente, me despedí con esas tres palabras que llegaron del cielo como respuesta a mis plegarias, con aquellas palabras que han sido forjadas por mis lloros: «te amo, papá». Lo extrañaré todos los días y todas las noches cuando no pueda dormir pensando en él. Regresé al lado de mi ángel y la encontré con el calor de muchas manos en el cuerpo. Las aguas de su alma anegaban su rostro y sus lindos ojos marchitos por las tempestades. —Nos tenemos que ir a casa, hermana. —Tío Pancho la ayudó para que se levantara—. Hace mucho frío en este lugar. —No me siento bien, hermano, me duele todo el cuerpo. Se llevó la mano al pecho y con un alarido se dejó caer nuevamente al piso. —Vamos, hermanita, haz un esfuerzo. Raúl y mi tío la ayudaron a pararse con facilidad, aunque ella gemía de dolor tratando de erguir su cuerpo con dificultad.
32
21 de abril de 1999
Creo que las nubes se enamoraron de mi pueblo y de un arcoíris que nace del cielo en las praderas del sur, donde mis sueños lloran con frenesí y gritan con el viento los deseos de mi madre. El tejado se convirtió en el escenario de las lluvias para que canten la antología de los inviernos pasados. Dejó de llover un poco, pero los nubarrones se quedaron imbatibles con la promesa de marcharse por las noches. Apenas llegué de la escuela, extendí todas las cosas ricas que traje sobre la pequeña mesa al pie de la cama para comer con mamá. Ella está muy aburrida y triste porque ya no se puede levantar de su lecho. Se agotaron las energías de su corazón para caminar, solamente le quedan para el amor y la esperanza de encontrar un milagro que le conceda mirar el rostro de su eterno amado. Después de la comida, me subí al cadalso de abrojos donde sus latidos estaban postrados para silenciar los recuerdos y compartir su dolor. Me siento a su lado y empiezo a leer los misterios de una vida en común, de una historia que alienta su corazón a continuar viviendo. Una lágrima oscura eclipsó la luz de sus pupilas obligándome a pausar la lectura, yo me apresuré a limpiarla con mis dedos y me abracé al clamor de sus latidos en el mismo instante en que empezaron a llegar las visitas. —Trajimos algo de música —proclamó el júbilo de Raúl con las manos en alto —, y estoy seguro de que nos hará reír también. Mamá recibió un beso en cada mejilla, cuatro besos en total contando a los dos últimos, más lucientes que una estrella como ella. —Yo no estoy de humor para cantar, chicos —advirtió mamá molesta. —Acá tenemos a nuestra cantante personal —aclaró Raúl—. Mi valiente amiga,
no tienes que hacer nada más que escuchar, aunque yo estoy seguro de que terminarás cantando con ella. Se acomodaron a su lado dedicando a su existencia algunos florilegios anodinos. Diana sostenía su mano tratando de encender una llama en sus venas y Raúl portaba una alegría en los labios cual si fuera un pincel con los colores del cielo para pintar la floresta de un manantial en el rostro de su amiga. Luego llegó mi tío Pancho acompañado de su amigo Rodrigo, se sentaron con nosotros, saludaron a mi madre y se pusieron a charlar. —¿Ya tienes todo organizado para mañana? —preguntó mi tío a Raúl. —Yo sí, hermano, pero a vos te veo algo desconectado. ¿Qué te pasa, amigo? —¿Qué cuestión es esa? Póngase en mi lugar. Ya no sé qué hacer, estoy desesperado. —Tranquilo, hermano. —Lo calmó con unas palmadas en el hombro—. No tenemos que perder las esperanzas, las conferencias que impartiremos mañana serán muy exitosas, con la ayuda de Dios. Tengo el apoyo de las autoridades, todos los estudiantes de la facultad asistirán y hemos invitado también a otras instituciones del país. Estará presente una delegación del hospital Santa Clara para inscribir a los donantes voluntarios. —Aun si tenemos éxito, el tiempo se ha convertido en un veneno para mi hermana. Tengo mucho miedo —confesó mi tío Pancho. —Hermano, quiero que me entiendas algo, por favor. —Los dedos de mi madre apretaron su mano—. No es necesario tanto esfuerzo para salvarme, ya casi no puedo sentir los latidos del corazón, a cada instante me alejo un poco más de este mundo. Deja de perder el tiempo y estudia. Estoy muy orgullosa de vos, te has engrandecido ante mí. Los ojos se le llenaron de lágrimas hasta inundar las mejillas y su hermano se apresuró a guardar los pedazos de su corazón en un pañuelo azul. —Eres una de las tres mujeres que tanto amo —reafirmó mi tío—, y jamás renunciaré a tus ojos ni dejaré de luchar por tu felicidad. Solamente quiero que me entiendas eso, hermana.
Plasmó una imperiosa sonrisa y un beso en su mano izquierda. —¿Te acuerdas de las veces que nos peleamos y te hice llorar? —Mi ángel sonrió con la misma alegría que le regaló su hermano—. A mí me dolían más tus lamentos y te calmaba con la promesa de regalarte mi pan del desayuno. Ahora yo estoy llorando y tú quieres sosegar mi dolor con una esperanza. Gracias, hermano. Te amo y te prometo que en la próxima vida también serás mi compañero fraternal. Entonces, yo seré tu hermana menor para que me regales tu comida, y yo trataré de vivir más tiempo para reír contigo. El sereno de la lluvia humedeció los ojos de mi tío o, tal vez, el cándido recuerdo de aquellas palabras que salieron de su alma. Un instante de silencio brotó de las paredes. Luego, las palabras de Rodrigo llenaron el callado vacío. —¿Y juntaste toda la plata que necesitabas? —Miró a su amigo Pancho. —Sí, ahora tengo lo suficiente para la cirugía y los medicamentos. —Continuaremos peleando y esperaremos —concluyó Diana—. Yo igual lo estoy divulgando a la gente en cada una de mis canciones. —Déjame pedirte algo, hermano —interrumpió mamá. —Te escucho, hermanita. —Llévame, por favor, a la cárcel de San Antonio, necesito ver a mi esposo una vez más. Te lo ruego, hermano. —No puedes caminar y no me quiero arriesgar a que te pase algo. —Haré mi último esfuerzo, pero estoy segura de que me puedes llevar en tus brazos si no puedo caminar. ¿No es verdad, hermano? —Tienes razón, hermana. Te llevaría hasta el fin del mundo en mis brazos. Iremos el viernes, ya sabes que mañana no puedo. Averiguaré los horarios de visita. —Gracias. Te amo. El angustioso grito de una mujer interrumpió la conversación y nos obligó a
girar la cabeza a la dirección del patio. Salimos precipitadamente como impulsados por un resorte y nos quedamos consternados al ver que la tía Isabel yacía en el suelo mojado, gimiendo de dolor y con el brazo derecho en el vientre. Todos se juntaron alrededor de ella menos mi madre. Los varones ayudaron con premura, pero ella no podía enderezar su cuerpo; y un funesto quebranto horrorizaba su rostro y el de todos nosotros al ver que descendía un cauce de sangre por las piernas. Mi tío la llevó en los brazos hasta su habitación y la pequeña Gloria clamaba al cielo con su llanto estrujando el pantalón de mi tío mientras trataba de alcanzar a su madre. Tía Isabel se quedó encorvada en el lecho, sufriendo con las manos en el vientre el martirio de un dolor ante la mirada de angustia de sus seres queridos. —¡Mi hijo! ¡No quiero perder a mi bebé! ¡Te lo suplico, Dios mío! Sus ojos se abrieron muy grandes para clamar al cielo, y este respondió con un bramido salvaje silenciando las plegarias de su corazón. Las nubes empezaron a llorar, y ese llanto cósmico transmutado en lluvias inició una triste canción en el tejado y lavó los rastros que atestiguan la proximidad de la muerte para señalar a otra víctima. —Haz algo, por favor, Raúl —le rogó sosteniendo con las manos el peso de la desesperación a punto de aplastar la cabeza. —En este caso no puedo hacer nada. Es necesario que la llevemos al hospital y debe ser ahora. Está a la Clínica del Valle, dicen que es muy cara, pero es la única alternativa que está a diez minutos. No hay tiempo para ir hasta la ciudad. —Qué esperamos entonces. Llamaré a un amigo para que nos lleve en su auto. Que las mujeres se encarguen de cambiarle la ropa y… —Me miró asustado—. ¿Qué haces con nosotros, Jesús? Ve a cuidar a tu madre, por favor. Regresé al lado de mi madre, quien se hallaba en su lecho de costado y casi a la orilla, muy atenta, con todas las ganas de levantarse y correr para ayudar a su hermana, que sufría tanto como ella. —Decime qué pasó, hijo. ¿Cómo está ella? —me preguntó intrigada y más triste que antes enfatizando sus palabras con la escasa luz de sus ojos. —La llevarán a una clínica, mamá. Ella se siente muy mal y está sangrando mucho. Creo que se morirá.
—Cómo puedes decir eso, hijo. Ella es mi hermana, y ya no es la persona que era antes. Ahora es la que siempre fue en el fondo de su corazón: un alma buena y con mucho amor. —Lo siento, ma, es que aún tengo heridas que no sanan. Yo creo que se pondrá bien, vos estabas peor aquella vez. —Ya pasó todo, hijo. Es muy malo vivir con el funesto pasado. Debes construir el futuro con tu presente. Muy pronto me alejaré de tu lado, pero nunca olvides las pequeñas cosas que te enseñó tu madre. —Llegó a sostener mis manos con su alma—. Te amo y apenas llegue al lugar donde van los muertos, le suplicaré a Dios para regresar en otro cuerpo. Entonces, te seguiré cuidando para que vivas mucho tiempo y te conviertas en un gran hombre. —No me digas eso, mamá. —Sentí ganas de llorar—. Sabes perfectamente que no puedes dejarme y sabes también que me iré contigo antes de quedarme solo. —No estarás solo, hijo; tienes un padre que te ama tanto como yo. —Aun así, buscaré la forma de ir contigo. Nunca te dejaré sola y tú tampoco a mí, mamá; ya tomé la decisión final. Y me quedé dormido, abrazando el corazón de mi ángel guardián, velando sus latidos y construyendo un sueño de cuantiosos amaneceres en el regazo de mi madre. Más tarde, la voz de una dama me arrastró de nuevo a la realidad, a esa maldita realidad que se alimenta de nuestras lágrimas y luego nos arrebata la vida. Era la señorita Diana con Raúl. Mi madre, que continuaba durmiendo, se despertó cuando alejé mis brazos de su cuerpo. —Ah, me siento rara —murmuró apenas—, es como si me hubiera muerto. Giró la cabeza para mirar a nuestros amigos y muy pronto se conectó otra vez a la vida. —¿Cómo está mi hermana? Llévenme con ella, por favor. Diana y Raúl se sentaron y le explicaron la situación.
Por su seguridad, ella se quedará en la clínica hasta mañana. Lamentablemente, perdió al bebé, está muy deprimida y es posible que necesite algún tratamiento psicológico. Los médicos dijeron que sufrió un daño importante en la matriz y a consecuencia de eso no podrá concebir nunca más.
33
Cochabamba, 22 de abril de 1999
Me senté a un costado del escenario junto a la señorita Diana, y estaba comiendo muy lentamente unas bolitas de chocolate con rellenos de nuez para matar el aburrimiento. Tenía tantas ganas de escudriñar los misterios que oculta cada rincón de este lugar, pero no quiero que mi tío se arrepienta por haberme traído; me ha costado mucho convencerlo. Estoy seguro de que volveré en algún momento. —Diana, ¿cómo dijeron que se llama este sitio? —consulté sin dejar de mirar a la gente que empezaba a concentrarse frente al escenario buscando el lugar propicio para conversar o simplemente para leer. —Es la Facultad de Medicina. Aquí vienen estudiantes de todo el país, inclusive del exterior, a realizar el sueño de ser médico. —Debe ser algo grandioso. No me imagino el placer que se debe sentir estudiando en este lugar. —Cuando crezcas dejarás de pensar tan bonito, tal vez no, pero estoy segura de que sabrás la verdad que se oculta en cada desafío. —No entiendo mucho de eso, aun así, creo que estoy preparado para enfrentar a la vida. —Me observó sonriendo para decirme algo y prefirió callarse—. Ya sé lo que quiero ser cuando sea grande. —Seguramente un médico. —Sí. ¿Cómo adivinaste? Otra vez me miró con la sonrisa en su rostro, pero esta vez era algo diferente. —Yo no adiviné nada, cualquiera te hubiera dicho lo mismo.
—Sí, ya me di cuenta. Quiero sanar a las personas que amo y a toda la gente que sufre de una enfermedad. —Piensas bonito porque tienes un corazón grande. Mira, Jesús. —Señaló con la luz de sus ojos—. Ahí está la gente importante y se dirige al escenario para sentarse. —Se visten muy elegantes. ¿Quiénes son? —Supuestamente, son los ejecutivos de la facultad, pero el otro es… ¡El gobernador de Cochabamba! Lo conozco por la televisión. Enmudecimos mientras aquellas personalidades se aproximaron a sentarse en las sillas previamente preparadas para ellas y esperaron con prudencia la apertura del evento. A continuación, llegó el padre Julián acompañado por dos clérigos. Sus manos se asieron a mis cachetes y me bendijo con un beso en la frente. Después de saludar a los presentes los tres se sentaron en la segunda fila. La audiencia creció de manera considerable con la presencia de las autoridades principales hasta rebasar el espacio del patio. Dos hombres se acercaron para probar los equipos de audio. Poco más tarde, llegaron mi tío Pancho, Raúl y Rodrigo ataviados de mucho entusiasmo y ropa elegante. Después del correspondiente saludo, se pusieron a charlar con uno de los directivos de la facultad. Finalmente, este individuo de aspecto importante tomó el micrófono para dar inicio al acto y halagar a la concurrencia con algunas palabras de circunstancia. —Oye, Diana, ¿conoces a este señor? —dudé apianando la voz. —¡Cómo crees! Supongo que debe ser el director. —¿Como la directora de mi escuela? —Sí, pero con una responsabilidad mucho más grande. —Entiendo. Aunque ella también tiene una responsabilidad muy grande con nosotros. —Bueno, eso es verdad. Diana me respondía sin prestarme mucha atención y sin dejar de escuchar a las
personalidades. Después del señor gobernador, le tocó hablar al padre Julián; a ese hombre, de escasos cabellos plateados y con fulgores de un áurico amanecer en los ojos, que tenía la particularidad de cautivar a los corazones. Casi siempre lloraba las veces que hablaba de amor; lo que, como era de esperarse, ocurría ahora al resaltar la importancia del amor para dar otra oportunidad de vivir al prójimo ofreciéndonos a Dios como donantes voluntarios. Al término de sus palabras, el director invitó al espíritu de Raúl para expresar los anhelos de su corazón. Este agradeció la invitación y, después de exaltar a todos los presentes, se dirigió al público con el fervor de sus ojos enfatizando los gestos de los músculos de su cara y los latidos de su pecho. —Soy un estudiante de esta institución tan respetable de nuestra ciudad. Estoy profundamente agradecido por su presencia y me dirijo con decoro ante ustedes con la férvida esperanza de encontrar a Dios en sus corazones. Tengo la oportunidad funesta y la impotencia de conocer el dolor imbatible de un corazón que se está muriendo lentamente, el martirio de un corazón que apenas conoció la vida y pronto se despedirá de las personas que ama. Esta mujer necesita un trasplante de corazón, ese milagro que cada uno de nosotros —subrayaba sus palabras con los gestos de su rostro y con las manos— puede depositar en las manos de Dios para que ayude a la persona que lo necesita, a esa persona que vivirá gracias a nuestro amor, a esa persona que continuará viviendo para amar a sus hijos, a su pareja, a sus padres, a sus amigos. Mientras Raúl impartía sus anhelos, apoyé mi cabeza en el receptáculo de la señorita Diana, en ese lugar del pecho que soporta todo; y tratando de contener mis lágrimas le susurré a sus latidos mi dolor: —Me siento muy triste, yo también quiero hacer algo, pero no sé qué. Ella me respondió con un besito en la cabeza y permaneció muda, escuchando aquellas palabras que no eran simplemente palabras, sino el clamor de unas plegarias reverberando en los ojos de la desesperación. —Decime algo, por favor —no dejé de insistir—. ¿Qué puedo hacer para ayudar? —Usa tu imaginación, niño —me respondió por fin—, eres bueno en eso. —¿Y cómo puedo usar la imaginación ahora? No tengo lugar en mi mente para eso; aunque… me parece que ya sé lo que tengo que hacer.
Raúl terminó el discurso y acto seguido el nombre de mi tío hizo un eco en el cielo para regresar con la dualidad de los vientos a los oídos de la gente. Después de comunicar las formalidades, el espíritu guerrero salió de sus ojos y engalanó con su corazón la naturaleza de los seres humanos. —Tengo ganas de llorar, pero no debo. Mis llantos no conseguirán salvar a mi hermana que agoniza, ni a su hijo, a su madre o a cualquiera de sus seres queridos. Solamente hay una cosa que puede forjar ese milagro —enfatizó— y es el amor. Recordemos, por favor, lo que nos enseñó el Señor Jesús. Perdí a mi padre y muy pronto perderé a dos hermanos si no llega a tiempo el milagro del amor. Espero que no se repita en nadie más el dolor que siento ahora. Construyamos un milagro en las manos de Dios para salvar una vida. Ruego que nos convirtamos en donantes voluntarios. Hoy lo necesitan mis hermanos, pero mañana podrían necesitarlo ustedes o alguno de sus seres queridos. Una efímera sonrisa mezclado de dolor alumbró sus palabras y un breve silencio adornó sus labios, y continuó buscando los latidos de un portento en el corazón de los seres humanos. —Yo me convertiré en el primer milagro para que Dios mande al individuo que lo necesita. —Llamó con la mano a las personas que aguardaban en el escenario vestidas de blanco y con unos papeles en la mano—. Ellos vienen del hospital Santa Clara y están aquí para recibir el amor de los donantes voluntarios. Recibió un cuantioso aplauso de la gente como regalo a su bondad. Raúl y Rodrigo levantaron la mano y se acercaron para sumar prodigios a la vida. —Y se unieron a la causa mis dos amigos. —Los señaló a la multitud con la palma de la mano, gesto al que los asistentes correspondieron de inmediato con un majestuoso aplauso. Diana también abandonó su silla para construir una esperanza en los ojos del prójimo. Yo me até a su mano porque no quería separarme de su lado. Ella recibió otra alegría inmensurable y alaridos de gloria. —Diana, yo también le quiero decir a la gente lo que siento —le informé. —¡Pero qué bien, Jesús! Me gusta la idea, avisa a tu tío. Con algo de miedo, toqué una de sus manos para que me prestara atención.
—¿Qué deseas, hijo? —me preguntó emocionado. —Yo también quiero hablar con la gente. —Bien, te felicito. ¡Saca todo lo que tienes adentro, hijo! Me llevó al centro del escenario para que expusiera mi espíritu a la multitud. Todo el mundo se calló para escucharme y sentí el arrullo de las miradas en mi rostro, cientos de ojos que se pegaban a mi cuerpo esperando ver algo. El miedo se acumuló en mí y, sin embargo, se lo tragaron mis acciones. En algún rincón del universo avisté una esperanza para salvar a mi madre y mis lágrimas comenzaron a suplicar ese milagro. —Yo amo a mi madre, nunca me he separado de su lado —empecé balbuciendo —, duermo cada invierno en sus brazos y sueño todo el tiempo en su corazón. Después de tantos días felices… ella me debe abandonar. ¿Alguien me puede decir cómo se logra vivir después de eso? —Me quebré entre sollozos. Hice una pausa para llorar y apreté con las manos el micrófono tratando de sosegar mi desesperación. Me limpié los ojos con el antebrazo y continué suplicando al cielo—. No quiero separarme de su lado. ¡No podría vivir sin ella! ¡Díganle a mi madre que no me deje, por favor! Se los ruego. El quebranto se apoderó de mi alma y mi tío se acercó de prisa para llevarme a sus brazos, al hospicio de su pecho para conjurar mi dolor.
34
Toledo, 23 de abril de 1999
Los problemas empezaron a deteriorar mi desempeño en la escuela, mi heroico presente se truncaba con celeridad. La profesora me trajo a la primera fila de las mesas, junto a los chicos más traviesos y apocados; pero esa no era la solución a mi problema. Llegaba el recreo y para mí ya no era un momento de alegría; se convertía más bien en un instante de búsqueda incansable tratando de encontrar un milagro, aquella dádiva del cielo que pagaría con mi vida con tal de encontrar ese milagro para el corazón de mamá. Los amigos del alma perseguían mi silencio por todos los rincones de la escuela y, aunque me traían los chocolates más ricos del pueblo, no había nada que pudiera llenar el vacío de mi existencia. —Estoy segura de que nunca probaste este. —En los pequeños dedos de Anita nunca falta la ambrosía para llevar a mi boca y sosegar mi tristeza. Ella me hacía probar distintos chocolates y en cada pedacito me ofrecía una sonrisa diferente. Mientras permanecíamos sentados en el mismo lugar de siempre al abrigo de un paraíso que no se cansaba de tirar semillas, ella no se soltaba de mi mano y jamás lo haría si eso fuera posible. —Me gustaría que nos reuniéramos esta tarde en tu casa —propuso el júbilo de Samuel—, y hacemos jugar a tu madre con nosotros. Mis padres ya saben de la situación que vives. —A ella no le gusta jugar —respondí con hastío—. De todas formas, podemos intentar, ya casi no puede sonreír. Yo igual tenía pensado reunirme con ustedes, hay algo que debo decirles. —Estoy segura de que mi madre aceptará —afirmó Anita. —Ni hablar de la mía. —aseveró Luis.
—¿Y entonces a qué jugamos? —cuestionó David. —¡Ya sé qué le puede gustar a tu mamá! —La cuantiosa alegría de Samuel deslumbró nuestros ojos—. ¿Se acuerdan del juego en las colinas? Esa vez… Dejó de hablar cuando el fulgor de sus ojos se apagó en la distancia, obligándonos a mirar con él. —Creo que nuestro amigo viene con nosotros —observó Luis. Pero nadie supo decir ni una sola palabra. Simplemente nos abrazamos al silencio tratando de comprender la posibilidad de una redención. Pablito llegó al umbral de los latidos que tantas veces lo golpearon con su amor y se quedó parado sin decir nada, varado en el mismo silencio que nos había alejado de él. —¿Están enojados conmigo? —musitó su corazón abrumado. —Te extrañamos, hermano. —David le acogió en sus brazos. Y todos los amigos lo recibieron en el fervor de su pecho. Luego se sentó a mi lado y su cansada mirada buscó un lugar en mi hombro suplicando con sus lágrimas una respuesta a su desgracia y un alivio al dolor. —Mi padre… se está muriendo mi papá. ¡Dime que no es cierto, Jesús! Ayúdame a entender que solamente es una pesadilla. ¡Quiero que me despiertes, por favor! Ya no puedo soportar el sufrimiento. —Me estrujó el brazo con sus dedos. —Estás despierto, hermano. Vivimos en la pesadilla de la realidad y es más horrenda que la pesadilla de los sueños; lo siento mucho, amigo. Bienvenido a mi mundo. En estos paraderos contemplarás los ojos de la muerte que te llevarán a conocer el suplicio del infierno. Se alejó de mi brazo para ocultarse en el abrojal de sus rodillas. Sus lágrimas regaban los vástagos de cizaña para conseguir más dolor. Arrastré mi cuerpo hasta juntarlo con el suyo y lo abracé con todas mis fuerzas. —No tengas miedo, hermano, ahora estamos juntos. No estés triste, nos tienes a nosotros. Juntos venceremos a la muerte.
El verdugo argentado de los ojos se ocultó en sus venas con el toque de la campana y nos paramos a cumplir con nuestros deberes. —Me preguntaba si podrás ir a mi casa después del almuerzo. Nos juntaremos todos para charlar un poco. —Me parece muy bien, papá ya no está enojado conmigo ni contigo, ¿tengo que llevar algo? —Me gustaría que lleves algunos chocolates y… ¡Es una broma! Te esperaremos. Llegué a mi casa. Y como todos los días, me dirigí con premura a comer con mi mamá y me encontré con un vacío en su lecho. Un mal pensamiento horrorizó mi alma, pero en un instante me di cuenta de lo que había sucedido. Algo raro está pasando conmigo, me estoy volviendo errátil y olvidadizo. Espero que mamá recupere el fulgor de su semblante al tocar el corazón de papá. Se me hace difícil vivir si no bebo de su alegría. Fui a tirar mi cuerpo sobre las cobijas de mi cama y me abracé al mullido receptáculo de mis sueños y mis alaridos frenéticos. Luego cambié de opinión y busqué un refugio en el seno de mi oso. Entonces, me llamó la tía Rosario desde la cocina. —La comida se enfría, hijo —me advirtió con algo de prisa. Me senté a comer observando las cosas raras que preparaba. —Te pareces a una bruja, tía. —¿Qué? ¡Soy tu tía, Jesús! Debería castigarte por eso. ¿Tan fea soy? Me di cuenta de que me equivoqué, y traté de arreglarlo con una sonrisa. —Lo siento, eres la tía más hermosa del mundo. Lo dije por las cosas raras que tienes en la mesa para cocinar. —No estoy cocinando, son yerbas medicinales para tu tía Isabel. —¿Y mi prima a dónde se fue?
—Salió con tu abuela a buscar uña de gato y diente de león. Me quedé perplejo y con los ojos bien abiertos, no quería decir nada para no equivocarme otra vez. No había la menor duda de que estaba haciendo una brujería, es decir, preparando una poción mágica para curar a la tía Isabel. —Esta tarde vendrán mis amigos a jugar con mamá. —¿No querrás decir a molestar? Ella está muy grandecita para jugar con ustedes. —Antes, a veces jugaba con nosotros y se divertía mucho. —Ya sabes que se encuentra muy delicada. Traten de no fastidiar su tranquilidad. Pablito me llamó desde el patio y salí. —Ven, que quiero mostrarte algo —le insté. Entramos a mi dormitorio, él se tiró en la cama y empezó a pelearse con mi oso. —¿Y por qué le pegas a mi oso? —Estoy luchando con él porque me atacó. —No lo maltrates, él ya no es un salvaje. Vos lo provocas sin ningún motivo. —Está bien. ¿Qué me querías mostrar? Alcé de la mesa una hoja grande con letras muy legibles y me senté a su lado para explicarle. —Este es un formulario del hospital para el donante de órganos. —Me miró sin poder entender nada—. Y tengo muchos. Cada hoja significa una esperanza y esa esperanza un milagro. Pedí uno al tío para consumar un propósito de vital importancia, se trata de algo crucial para ganarle esta batalla a la muerte. —Estoy dispuesto a cualquier cosa para salvar a mi papá. —Yo igual, amigo. Nuestras lágrimas no salvarán a las personas que amamos, como dijo el tío Pancho. Esperemos a que lleguen todos para conversar.
—Anoche te vimos en la televisión y a todos los que participaron en el evento. Estuviste sensacional con el traje nuevo que te regaló la directora cuando empezaron las clases. Hiciste llorar a muchas personas con tus palabras, la cámara atrapaba cada llanto tuyo, hermano. —Oye, ¿y quién te informó del traje? Era un secreto de la directora, la profe y yo. No será nada bueno si lo saben todos. —Pero, Jesús… —replicó enfatizando con las líneas de su rostro y con las manos—. Yo soy tu hermano más que amigo, te cuido siempre y por eso sé todo lo que pasa. —Mi profe y la directora se enojarán conmigo si alguien más se entera. —Nadie más sabrá. ¡Tu oso me quiere atacar! —Él es un buen chico, nunca dañaría a nadie. —Entonces, ¿por qué me mira tan feo? —De repente oímos un ruido—. Vayamos a ver quién llegó. Salimos corriendo y nos encontramos con la fruitiva llegada de mamá. Ella caminaba lentamente en los brazos de su hermano. El ángel que vive en su seno cantaba en sus labios y, seguramente, la mirada de mi padre había pintado el fulgor del cielo en su rostro, así, como la aurora de un nuevo amanecer en los ojos. Me acerqué de prisa hasta sostener la mano y la desesperación me obligó a formular muchas preguntas. —¿Qué te dijo papá? ¿Cómo está él? ¿Te avisó cuándo volverá? —Espera, por favor, hijo. —Estaba contenta otra vez—. Déjame llegar primero. Además, quiero ver a tu tía Isabel. Ah, qué bueno que estás con tu primo —le expresó a Pablito—, gracias por venir, cuida siempre a mi hijo. Él te quiere como a su hermano. Se fueron a la habitación de la tía Isabel. Nosotros los seguimos hasta tocar el aura de aquella mujer que hace un tiempo dejó de servir al demonio para volver a ser una hermana, una hija, una madre y, tal vez, una tía. Mi madre se dejó llevar hasta estar al lado de su hermana; en el
mismo lecho, ahora convertido en un cadalso, que perfectamente conoce mi ángel. Entonces, un alarido de su alma estremeció el silencio al sentir su corazón el peso de la muerte y de su piel. Mi tía recibió el dolor de su hermana en sus brazos o, tal vez, el adiós de una existencia temprana como el latido de sus venas. —Te amo, hermana, perdóname —rogó la tía Isabel—, es por mi culpa el dolor que sientes. Llevo en la sangre tu martirio y no logro alcanzar la paz. —Ya todo quedó en el pasado. Quiero saber cómo estás. —Delicada y muy triste, pero bien. Tengo lo que merezco, aunque es muy doloroso y difícil aceptarlo. He sido muy débil para enfrentar la vida. Ya era demasiado tarde cuando quise luchar; lo siento mucho, hermana. La tía Isabel empezó a llorar ante el semblante fatigado de mi madre. Tenía tantas lágrimas como para formar un arroyo en sus mejillas y tanta pena como para morirse al instante. —Ya no llores, hermana, cuando llegue a ese rincón del cielo donde descansan las almas para su próxima batalla, suplicaré a los ángeles que te ayuden a sanar. Entonces, vivirás con mucho amor para dar y serás muy feliz. Se alejó de sus pesares y pidió un pañuelo a mi tío. Él se apresuró a buscarlo en su bolsillo y alcanzó a sus manos el desgastado azul de una tela similar a un pedazo del cielo cargado de poesía y tormentas. —Te ruego que me perdones. He ofrecido mi corazón al cielo para cambiarlo por el tuyo, yo no merezco vivir. Algo me dice que muy pronto estarás bien. —Gracias, hermana. ¿Sientes algún dolor en el pecho? —Simplemente siento una pesadumbre en el alma y una mezcla de muchas cosas dolorosas en el vientre. Golpeaban la puerta y suponiendo que eran mis amigos, salimos de prisa a su encuentro en el instante en que la tía Rosario entraba con las pócimas en la mano. Estaban todos ahí, pero había alguien más con ellos, aunque no traía al pimpollo en sus brazos. Ella estaba muy linda, más hermosa que nunca, vestida de un rojo cautivante. Tenía las pestañas diferentes, como dobladas por el viento,
y los parpados pintados por una noche de luna llena. El hechizo de sus ojos brillaba en el fuego de los labios colorados para consumar sus intenciones a la perfección. No sé si estaba de cacería, como dicen los chicos grandes, o vino a visitar a una amiga. —Deja de mirar a las mujeres. —Anita me estiró de la ropa y se adueñó de mi mano—. ¿Entramos o nos quedamos en la puerta? Invité a los amigos a sentarse en el patio y Rosita se fue al dormitorio de mamá. —Ella no está en su habitación. —Se detuvo y me miró, aquella poderosa mirada casi me hipnotiza—. Te aviso que esta vez no puede ir al baile. —Entonces, la tendré que obligar. —Una sonrisa cósmica iluminó su rostro—. Dile a tu tío que estoy aquí, por favor. Llegué al umbral de una hechicera, aunque… a decir verdad, ella no se compara con esta enigmática flor de los jardines embrujados. —¡Tío, la bruja que conoces te trajo una Rosa! Me miró intrigado sin entender nada, luego salió al patio y ambos se fueron a las sombras de un lugar privado como mi habitación. Después de platicar con la muchachada, fui a mi cuarto a traer los formularios y me quedé impactado con la escena, ¿escabrosa?, no lo creo; ¿embelesadora?, tampoco. No encuentro la palabra apropiada. El valiente galán que alguna vez fue un jardinero y amante de las rosas, finalmente, había recuperado la desaparecida o, mejor dicho, secuestrada fragancia del corazón escarlata que se mecía con el viento. Ahora se estaba embriagando con su aroma al amparo de las sombras y cobijas de su cama. —¡Maldición! ¡Me olvidé de asegurar la puerta! Pero, Jesús…, ¿No te enseñé a tocar antes de entrar? No respondí nada, me apresuré a tomar los papeles y salí corriendo. —Cada uno de estos papeles significa un corazón, mejor dicho, una esperanza —les comenté aún aturdido—. Podríamos decir también un milagro para salvar muchas vidas. El tío Pancho lo dijo: «a mayor cantidad de donantes, hay más
probabilidades de salvar una vida». —Yo quiero salvar diez vidas, contando a mi padre —aseguró Pablito con decisión—; por lo tanto, necesito diez hojas. —Y alcancé a sus manos esa cantidad. —Yo estoy segura de convencer a cinco —Juanita enfatizó. Anita se llevó ocho desafíos, porque quería intentar conquistar a otros corazones. El resto de la manada se quedó con tres letanías de papel. —Nos explicaron que los niños también podemos ser donantes voluntarios con la autorización de nuestros padres; por lo tanto, tienen que reservar para ustedes una hoja y convencer a toda costa a sus papás. Y todos me pidieron una hoja adicional para sumar a sus desafíos. —El tiempo es mi peor enemigo —insistí—. Mañana mismo tenemos que concretar con eficacia este reto. Nos reuniremos el domingo a las diez de la mañana para juntar los resultados de nuestro trabajo. No nos permitamos fracasar… —Me callé un instante—. No puedo perder a mi mamá. —La angustia me cerró la garganta y me dieron ganas de llorar—. Necesito que me ayuden, por favor, y a Pablito, que está en la misma situación.
35
A la mañana siguiente, me desperté con la primera sinfonía de la alborada y preparé un buen desayuno para compartir con mamá. Primero fui a su habitación a saludarla y la encontré dormida con mi tía Rosario a su lado. Le dejé un besito en la mejilla y me fui; pero, a mi regreso con la bandeja llena de aromas y sabores, me estaba esperando con un resplandor en los ojos. Mi tía ya no se encontraba con ella. —En qué afanes andas, hijo… —se lamentó; pero luego, al percatarse de los sápidos vapores, regresó a la quietud del místico silencio que anida en su alma. —Tengo que salir, ma. Hay un trabajo muy importante que hacer. No me preguntes de qué se trata. Por favor, confía en mí, siempre lo has hecho. —Te amo, hijo. Eres tan obstinado como siempre. Cuídate, sé prudente en todo lo que haces. Pero… ¿y por qué veo tres vasos de té? —Juanita quiere ir conmigo, ya sabes cómo es ella y yo la quiero mucho, quedamos en salir temprano, pero… —Hola, Jesús. Tía, buen día. —Era el júbilo de mi prima brillando en la puerta. —Hola, bonita, justo hablaba de ti para desayunar, siéntate y démonos prisa. Le traje una silla a mi lado, se sentó con delicadeza y liberó sus pequeños dedos de los níveos guantes para sentirse más cómoda. Y empezamos a tomar el té. —Todavía no llegó la furia del invierno y ya se siente mucho frío —apreció mi prima calentándose las manos con su aliento. —Hijo, abrígate, por favor; no quiero que te enfermes. —Yo he crecido con el invierno, mis manos se forjaron con el hielo y mi rostro con los vientos gélidos. —Hijo, por favor… no seas tan extravagante, abrígate y no me hagas enojar.
—Pero mamá, nunca me dejas expresar lo que siento —dije algo resentido y ella me miró—. Está bien, ma, me abrigaré bastante. —Tengo una cosa para ti, amor. —Quiso alcanzar algo que se hallaba debajo de sus almohadas—. Ayúdeme, por favor, Juanita. El corazón de mi madre se desgasta cada día más, ya no puede mover con facilidad los músculos sin sentir un dolor profundo. Mi ángel se quedó paralizado con las dos manos en el pecho esperando a que se marchara el sañudo emisario de la muerte. Me levanté con presteza, abracé lentamente a su cuerpo, y puse una mano en su corazón con la idea de arrebatar su martirio con mis dedos. Después de un rato, ella respiró un aire de alivio. —¡Ay, Dios mío! No puedo más… —se afligió el espíritu de mi madre—. Juanita, busca… debajo de mi almohada, hija. Y encontró el gorro que desde hacía un tiempo se estaba forjando en las llamaradas de su corazón. Hizo un esfuerzo entre quejidos angustiosos para sostenerlo con las dos manos y alcanzó a depositarlo en mi cabeza. —¡Gracias, mami! Te amo. —Le pagué con muchos besos—. Puedo sentir tu calor en todo mi cuerpo. Este gorro es una parte de su vida, ignífera por naturaleza. Siento el mismo calor que experimento en sus brazos y en los latidos que me dan la fuerza para vivir. Es la extensión de su amor para estar siempre conmigo. Me alejé de su pecho para terminar el desayuno. —Mírame un rato, Jesús. —Juanita amenizó mi alma con su ternísima voz. Me ayudó a girar el cuerpo con sus blancas manos, centró mi nombre en el gorro y engalanó mis ojos con una sonrisa. —Estás más lindo que antes. —Hermoseó mi existencia con sus halagos—. Nunca te lo saques, por favor, ni cuando llegue el verano. Los ojos de mi burro brillaban desde la cerca, ya estaban encendidos completamente para guiarnos por los épicos senderos del sur. Tomando en cuenta el itinerario y los paraderos a conquistar, me aseguré de cargar solamente los formularios y un poco de agua.
—En el río no encontraremos casi a nadie, tampoco en las praderas, ¿puedo saber cuál es tu plan? —me cuestionó Juanita algo preocupada. —Ayer por la noche hablé por teléfono con la señorita Diana. Ella tiene una familia muy numerosa; y comparten la misma casa los hermanos, los tíos, y hasta los primos, todos con sus hijos, esposas y esposos. Me dijo que los hará entrar en razón, de esa forma, se registrarán en el formulario para construir el milagro de salvar vidas. —Y si no acepta nadie, este viaje tan largo será en vano —insistió. —Entonces volveremos al pueblo para continuar buscando un poco de amor en los corazones. —Estoy de acuerdo —aceptó—, pero sería mucho mejor empezar por aquellas personas que nos conocen y que son más buenas. —Tienes razón, haremos eso cuando regresemos, aunque tengamos éxito con la familia de Diana. Llevo más de cincuenta formularios y todo el tiempo ruego a Dios para que ninguno se quede vacío. Llegamos al río con los primeros rayos de luz. Solamente por esta parte se puede cruzar sin muchos problemas. Ordené a mi burro que se detuviera por unos instantes y me di cuenta de que las hojas empezaban a llorar el rocío sobre la tierra, como lloraba mi corazón en las aguas. Los recuerdos grabados por la eternidad en las riberas me saludaron con gallardía y mis lágrimas, que se callaban en las profundidades, brotaron a la superficie para escribir algunas plegarias, palabras translúcidas que se pintan con el divino azul del cielo para labrar un corazón nuevo en el pecho de mi madre. —No llores, hermanito, me harás llorar también —me consoló Juanita con tristeza, abrazándose con más fuerza a mi cuerpo—, ya verás que todo saldrá bien. ¿Falta mucho para llegar? Era la primera vez que oía el susurro del remusgo plateado a esa hora del día, en estas tierras de braña y frenesí. Mientras reanudábamos la marcha, le respondí: —Con mucha suerte, llegaremos en un par de horas. —¡¿Qué?! ¡Por qué no me dijiste que era tan lejos!
—Si te informaba todo, no habrías venido conmigo. —Eso no es cierto, pero habría sido útil para prepararme psicológicamente. —Tienes razón, pero… es una broma, llegaremos en cinco minutos. —¡Malvado! ¡Mentiroso! —Me dio una paliza cariñosa en la espalda—. Me asustaste sin motivo. Y arribamos al castillo de esa reina, al hogar de la estrella que ilumina las coloridas tierras de ese arrabal. —¡Llegó muy tempranito mi pequeño y gran poeta! —Aquel pájaro de voz canora elevó la melodía. Se apresuró a recibirnos, até a mi compañero de aventuras a un árbol y ella nos tomó de la mano para llevarnos a dentro de la casa. Nos sentó en una mesa increíblemente grande, calculo que debe ser como seis mesas juntas y algo más de cuarenta sillas. Nunca había visto ni escuchado hablar de una familia tan grande como esta. Supuse que estaba en el comedor. Tenía los ventanales muy grandes con vistas al majestuoso jardín rodeado de muchas habitaciones. Kiara estaba en lo cierto, había muchos vecinos traviesos y pájaros de todas las edades esperando recibir clases de música impartidas por una candente maestra. —Ella debe ser tu prima —dedujo, al mismo tiempo que nos traía una taza de café—, la hija de tu tía Rosario. —Sí, ella es como mi hermana, se llama Juanita. —La miré sonriendo—. Toda la vida vivimos juntos, hasta que un día, el destino se atravesó en nuestro camino para separarnos. Ya han pasado algo más de nueve meses desde el momento trágico y ahora estamos nuevamente juntos. —Hola, Juanita, me alegra que estén juntos otra vez. Ella correspondió con una sonrisa primorosa y otro hola rápido y tímido. Diana se sentó junto a nosotros con una taza de café en las manos. —Diana, ¿tú crees que existe el destino? —le pregunté con miedo a ofender la autoridad de ese misterioso emisario.
—No lo sé, creo que nadie lo sabe con certeza. Algunos dicen que nosotros lo forjamos, otros aseguran que ya están destinados para determinadas cosas. —Tengo mucho miedo. Tal vez mi madre está destinada a morir pronto y no hay nada que pueda hacer para salvarla. —No pienses así, Jesús. Todas las personas tenemos que luchar hasta las últimas consecuencias. Nunca te des por vencido, es la Providencia quien gobierna el universo y es posible que sea de esa forma que construimos y consideramos nuestro propio destino. —Gracias, Diana, pelearé con todas mis fuerzas, aunque me cueste la vida. —Así me gusta, pero no luches a costa de tu vida ni de la vida de nadie. Bien, ahora tienen que venir todos a la mesa antes de que se vayan a trabajar. Te pido que me esperes un rato y tranquilízate un poco, los reuniré a todos. —¡Carlos! ¿Dónde estás, Carlitos? —llamó desde su silla. Él es mi único amigo de esta comarca, tiene mi edad y es un verdadero demonio cuando juega y hace travesuras. En un minuto ya estaba con nosotros. Se alegró al verme y me saludó con un sarcasmo particular. —¿Y en qué puedo ser útil ahora? —consultó con gallardía. —Necesito que me ayudes lo más rápido que puedas… Después de escuchar a su hermana, salió volando antes que ella. Los habitantes de este nido llegaron con presteza. Nos quedamos atónitos al observar a tanta gente viviendo del mismo aire, formando un solo hogar y compartiendo la misma mesa. Ya estaban todos reunidos, asombrosamente organizados, los niños se hallaban sentados en el sector correspondiente, así como los hombres y mujeres. Diana se acomodó a mi lado con la espléndida luz de una estrella en sus ojos. —Gracias, familia. —Se puso de pie—. Ya saben por qué estamos reunidos, solo espero que no se hayan retractado de su palabra. Su decisión de donar es tan valiosa como una vida para salvar otras vidas. Carlitos, por favor… —alcanzó a sus manos los formularios—, reparte estas hojas a todos los que aceptaron amar
a Dios y a la vida. —Hijito, por favor… —El patriarca me miró con confianza—, nos gustaría escucharte algunas palabras, puedes compartir con nosotros el dolor que sientes. No sé si alguien hubiera querido compartir el horrible dolor que tengo. —Él está un poco nervioso —intervino Diana mirándome a los ojos y a punto de quebrarse con mis lágrimas—. ¿Te sientes bien para hablar? Asentí con la cabeza. En un primer momento, un angustioso quebranto no me dejaba respirar ni formular media palabra; luego me tapé el rostro con las manos y expulsé todo el dolor que me estaba envenenando. Diana se sentó de prisa y aquietó mi alma en su pecho. Un rato después, me puse de pie para suplicar una esperanza. —Les ruego que me ayuden, ya no sé qué hacer para salvar a mi madre. He pensado muchas veces matarme para reemplazar su corazón con el mío. —Un extenuante sollozo me arrebató las palabras y un perfumado pañuelo se llevó mis lágrimas—. Mi vida no vale nada si ella no está a mi lado.
36
Toledo, 25 de abril de 1999
—Hola, ¿con quién hablo? —Me llamaron al móvil—. Hola, ¿me escucha? — Nadie me respondió, pero circulaban ruidos raros alrededor. —Sí, hola…, no me cortes, hijo. —Era mi padre, quedé atontado por un segundo —. No me dejan hablar mucho. ¿Cómo estás, mi campeón? Me alejé un poco de la manada para conversar con tranquilidad. Mis amigos se quedaron mirándome desde el mismo lugar del patio. —¿Cuándo vas a estar con nosotros, papá? —No pude evitar que sus palabras rasgaran mi corazón—. ¿Acaso no sabes que mi madre se está muriendo? Ella te busca todas las noches en sus sueños y todos los días en cada rincón de su alma. ¡Ella te necesita, papá! ¿Acaso no lo comprendes? Se calló por unos segundos —supongo que las palabras se ahogaron en sus lágrimas— y luego me contestó: —Lo siento mucho, hijo. Perdóname, por favor; yo también sufro tanto como ella. No puedo dejar de pensar en tu madre, ya le expliqué que no depende de mí. Decime cómo está… —Ya casi no puede moverse. Ayer me llamó el padre Julián para preguntarme por su estado y me dijo que hoy por la tarde vendrá para llevársela y encomendarla a las manos de un médico. —Escúchame una cosa, quiero que le pidas un favor muy grande a tu tío Pancho. Necesito darte algo de mucha importancia, tiene que ser esta misma tarde. Ya debo cortar, cuida a tu madre, por favor. —Chau, papá, te extraño mucho.
Volví al lado de los amigos para continuar con el trabajo. —¿Terminaron de organizar? —me interesé con un nudo en la garganta. —Ya está todo listo —me indicó Pablito, algo contento y muy triste a la vez—, hay registrados veinte niños y cincuenta y cinco adultos, pero a David le sobraron dos hojas. Todos nos quedamos enmudecidos. —¡Tú no hiciste ningún esfuerzo! —afirmé con disgusto—. ¿Te olvidaste de que somos un equipo de ganadores? —Este —señaló con la mirada a su hermano— se me adelantó con mis papás y mi hermana. Hice todo lo que pude, pero todos me rechazaron. Solamente logré convencer a una tía. Lo siento, necesito un poco más de tiempo. —¿Te olvidaste también de que los pretextos son para los perdedores? No dijo nada y procuró ocultar la vergüenza de sus ojos en el suelo. No podía controlar mi mal humor, la verdad es que… me sentía un verdadero desgraciado. Alcé las dos hojas vacías de esperanzas; una se la di a David y yo me quedé con la otra. —Habla con mi tía Rosario, no vuelvas sin traer un resultado positivo. Fui a visitar el cadalso de mi tía Isabel y la encontré llorando, compartiendo su dolor con la pequeña Gloria en los brazos. El rostro de aquel martirio me hizo estremecer hasta los huesos. Me senté en silencio, el llanto que me forzaba a gritar con vesania arrasó mis mejillas. —No llores, por favor, hijo —me pidió llorando, apoyándose en el codo y guardando en el blanco de un pesado pañuelo los filosos abrojos de un verdugo —. Ya tomé la decisión —prosiguió con sus palabras, sollozando—. Vos y tu madre serán muy felices, yo pagaré ese precio porque es mi deber como hermana y causante de esta tragedia. Estoy dispuesta a saldar mi deuda con la vida… —Tía… ¿Me puedes ayudar, por favor? Alcancé a sus manos la hoja y un bolígrafo. Se limpió otra vez sus ojos para
mirar bien. —Por supuesto, hijo. A esto me refería, dame algo para apoyar. Tomé un cuaderno para asentar la hoja que aún esperaba convertirse en el hospicio de una esperanza. Ella se sentó con esfuerzo, llenó el formulario y luego me lo devolvió en la consagrada satisfacción de sus orgullosos latidos; pero, antes, me atrapó de la muñeca con las dos manos. —Guarda este documento, lo necesitarás. En el reverso puse una nota. Prométeme que cuidarás a mi hija como a tu hermana. La pequeña Gloria se abrazó a su corazón llorando desesperada como si entendiera lo que se estaba hablando. —Tú no harás eso, tía. —Me senté a su lado para abrazarla por primera vez—. Tu hija te necesita como yo necesito a mi madre, ella no podrá vivir sin ti. —Mi vida está completamente destrozada y mi cuerpo se encuentra deshecho por albergar el odio en mis venas. Algún día mi pequeña lo entenderá. Te quiero mucho, hijo, perdóname. —La gente me dice que todo saldrá bien, tantos no se pueden equivocar. Puede que sea cierto. Si Dios es amor… entonces, él vive en todos los corazones que aman, y en cada uno de ellos está la fuerza divina para hacer un milagro. Por eso mismo no dejemos de suplicar al cielo. —Dios te ha bendecido con un corazón de ángel, hijo; nunca permitas que el odio lo ensucie. Prométeme que no le dirás a nadie. —Está bien, tía. —Me alejé con un beso en la mejilla, con ese primer beso que conocí de su verdadero corazón. —Espera, por favor. —Detuve la mirada en sus ojos tristes—. No me has prometido nada. Me quedé dudando, creo que mi alma imploró al cielo para que me perdonara si estaba haciendo una falsa promesa. —Prometo cuidar a la pequeña Gloria y no diré nada a nadie de lo que hablamos.
Fui a reunirme con la muchachada y ya no estaba en el mismo lugar. Todos se habían esparcido por la casa tratando de llenar el vacío del aburrimiento. Había más visitas en casa, algunas inesperadas cuya presencia no se podía creer. Pablito estaba sentado contra la pared, abrazado de la soledad, de aquella infesta soledad que te incita a llorar todo el tiempo. Había en la mesa una esperanza que brillaba con el nombre de la tía Rosario, y una sonrisa efímera me llegó de alguna parte. Junté todos los papeles y me senté junto a mi hermano. —Esta tarde nos iremos al hospital —informé mirando a sus ojos desahuciados —. ¿Algún día me perdonarás si no regreso? —No entiendo por qué dices eso, vos no estás enfermo de nada o… ¿Estás pensando irte a otro lado? —Sí. Me iré con mi mamá, nadie me separará de su lado, ni siquiera la muerte. Si ella me deja ya no tendré una razón para vivir. Lo sabes muy bien, hermano, no estoy exagerando. —¿Tú crees que no me siento igual? Pues yo no te dejaré ir, te quedarás conmigo para llorar nuestra pérdida y caminaremos juntos buscando un motivo para vivir. —Lo siento mucho, yo no soy tan fuerte como vos. —¿Y cómo piensas matarte? Da por hecho que no lo permitiré. —He estado viendo en estos días las formas de matarse rápidamente. Mi padre se envenenó una vez y sobrevivió; así que esa opción está descartada. Los cuchillos tampoco son efectivos, una pistola no tengo, para tirarse de algún lado tiene que ser muy alto. Solamente me queda una soga y no me olvidaré de llevarla al hospital. —¿Y por qué me avisas? Podías haberte ido en silencio. —Tú no mereces que te abandone en silencio. Eres mi único hermano y he vivido los mejores años de mi vida contigo. —Lo observé a los ojos y volví a derramar gotas saladas a llorar de nuevo—. Te prometo que nos encontraremos en la próxima vida y volveremos a ser hermanos.
37
Hospital Santa Clara - Ciudad de Cochabamba
Llegamos a las dos de la tarde. El hospital estaba repleto, pero nos estaban esperando con una camilla en la puerta y la llevaron a una habitación del segundo piso. Toda la familia estaba con mi madre y los amigos, a excepción de la tía Isabel que, a pesar de los esfuerzos, no pudo venir con nosotros. Nos quedamos en la sala de espera durante un rato muy largo. Yo permanecí al lado del padre Julián porque la música de sus latidos me tranquiliza el alma. Por fin el médico terminó de examinar el estado de la paciente y se dirigió hacia nosotros, con un presagio en los ojos, a profetizar el destino de mi alada compañera. —El desconocido mal que tiene la está consumiendo con voracidad —nos explicó el doctor Medina—. Creo que la fuerza de su espíritu la mantiene viva, sin embargo, no sabemos por cuánto tiempo más: un día o dos, tal vez tres; pero creemos que no pasará de una semana. Lo siento mucho. Se escuchó un alarido silencioso en las entrañas de mi familia y yo quise desaparecer de este mundo. Sin saber qué hacer, busqué el costado derecho del eclesiástico para esconderme de la vida, que no me dejaba morir con mi madre. —Hay algo más —añadió el médico—. ¿Ustedes saben que ella está embarazada? —Nos miró a todos. Dejamos de llorar y quedamos perplejos. Por un instante, los ojos se miraron entre sí, luego se extraviaron en la nada o avistaron, tal vez, un pedacito azul de las alturas convertido en un milagro: los destellos de un ángel suplicando al Padre para no morir. —¡Santo Dios! —exclamó el padre Julián apretando con la mano izquierda al Redentor que dormía en su pecho.
—Ya pueden acompañar a la paciente —informó el doctor—. Tengan mucho cuidado, por favor. Ella necesita tranquilidad. Todo mi cuerpo se estremeció, era casi imposible aguantar las ganas de morir. Mi corazón no podía soportar semejante desgracia ni mi alma tanta maldición. Pablito estaba conmigo y pidió permiso a sus padres; se puso muy obstinado para no dejarme solo. Mi tío Pancho nos llevó afuera para tomar un taxi y nos fuimos a la prisión donde estaba mi padre. Llegamos a la cárcel y mi tío se encargó de gestionar todo. Luego nos llevaron a un rústico salón de visitas y nos sentamos para esperar la epifanía de aquellos ojos tan parecidos a los míos, y a los que tanto amo. Y estaba ahí, venía caminando con premura y desesperación. Estaba muy flaco, traía el semblante oscurecido por un quebranto. Sentí recorrer por todo mi cuerpo una tristeza atroz. Pensar que cuantiosas lágrimas me habían ayudado a limpiar el camino para encontrarlo a él y también a la felicidad, y, en realidad, solamente lo había arrastrado a un cadalso más terrible para su martirio. La impotencia me estaba matando; no conseguía morir cuando más necesitaba. No podía hacer nada para redimir a mi padre, ni para salvar el corazón de mi madre. —Hola, hijo, mi pequeño campeón. —Aún tenía vigor para sostenerme en sus brazos—. Te amo, pichoncito, no llores, por favor, tienes que ser más fuerte que yo. Me abrazó con todas las fuerzas que le quedaban; yo me aferré con desesperación a su existencia y me quedé pegado como un chicle a su pecho. No quería desprenderme nunca más de su piel, pero me devolvió a la misma silla donde me había encontrado exangüe. Luego saludó a mis dos compañeros y se sentó a mi lado. —¿Y cómo estás? —le consultó la tristeza de mi tío—. Discúlpame, qué pregunta más tonta. ¿Hablaste con tu abogado? —Sí. Pero es lo mismo de siempre: no puede conseguir una fecha para la sentencia y no hay forma de bajar la fianza. ¿Cómo está ella? —Me imagino que Jesusito ya te contó. Estamos rezando todo el tiempo a la espera de un milagro. —Yo igual, me siento impotente aquí adentro.
—Elena apenas tiene un par de días para sonreír a las personas que ama. Ya no siente nada de dolor, no hay más llantos en sus ojos, simplemente, una mirada alegre. Está lista para marcharse. Mi padre empezó a llorar ocultando sus lágrimas con las manos. Yo podía sentir la cantidad de dolor que tenía y un misterioso presagio que no podía entender. —Pancho, quiero pedirte un gran favor. —Mi padre se limpió los ojos para mirar a mi tío—. Necesito que entregues esta carta al doctor Medina mañana a las cuatro de la tarde. Tiene que ser estrictamente a esa hora. Mi tío agarró la carta sin entender nada, frunció el ceño y dudó intrigado: —¿Qué piensas hacer? ¿Y por qué a una hora determinada? ¿Me puedes explicar? —No puedo explicarte con detalles, solo deseo hacer una sugerencia al doctor. Queremos salvar a Elena, ¿verdad? Entonces no hay que descartar ninguna posibilidad por más remota que sea. Por favor, debe ser exactamente a las cuatro, hazlo por tu hermana, que nos necesita. —Está bien, Darío. Te lo agradezco, estaré atento a esa hora. —Gracias, y perdóname por todo. Ven a mis brazos, hijo. —Me llevó a su regazo, con los brazos casi temblando— Te amo, mi pequeño valiente, nunca lo olvides; te seguiré amando por toda la eternidad. Perdóname, hijo, perdóname, por favor. —Me mojó todo el cabello con sus lágrimas. —No hay nada que perdonarte, papá. Vos estás en la prisión por mi culpa, y no estarías sufriendo tanto si no te hubiera arrastrado al lado de mamá; te ruego que me perdones, papito. Lo lamento, me duele mucho. —Tenemos que regresar al hospital —interrumpió mi tío—. Cuídate mucho, Darío, ella te extraña demasiado. Estoy seguro de que saldrás muy pronto. —Dios te oiga, Panchito, protege a mi hijo, por favor; tú eres y siempre has sido un padre para él. Dejo en tus manos a mi pequeño. Débil y afligido me alejé de su inmolada existencia mientras mi tío, mirándole pensativo, respondió:
—Quédate tranquilo. No te aflijas tanto y sé más fuerte; presiona más a tu abogado. Si necesitas ayuda llámame a este número. —Buscó en sus bolsillos un pedazo de papel para anotar—. No importa la hora. —Y el número del Dr. Medina, por favor, si lo tienes. —Claro, no hay problema… Me olvidé de hacerte una pregunta, Darío. Por las dudas, ¿está embarazada mi hermana? Mi padre respiró hondo y se calló. —¿Está o no? —insistió mi tío. Papá asintió sutilmente con la cabeza sin poder ocultar la tristeza de sus ojos. —Ya veo, gracias, cuídate. Llegamos al hospital. Mi abuela, tía Rosario y el padre Julián permanecían al lado de mamá. La señorita Kiara también estaba con ella y el azul de sus ojos estaba nublado, como el cielo, con las nubes tan plateadas que reverberaban el dolor de un ángel. El artífice que anida en sus dedos labraba en sus cabellos un par de criznejas exóticas. Ya eran las seis y treinta y el horario de visitas terminaba a las siete. El doctor vino a dar las últimas recomendaciones. Yo no me quería ir, le supliqué al doctor Medina para que me permitiera quedar al lado de mi madre. —Lo siento, hijo —respondió rotundamente el doctor—. Está totalmente prohibido que los familiares o los amigos se queden con los pacientes. —Por favor, doctor, ella me necesita. Se morirá más rápido si no estoy a su lado —gritaron mis lágrimas. —Entiende, Jesús, tú no puedes hacer nada al quedarte con tu madre —intervino mi tía Rosario. Yo me senté al pie de la cama con la intención de abrazar a mamá. —Deja que se quede, por favor, doctor —intercedió mi ángel haciendo un esfuerzo para hablar.
—No depende de mí, son reglas internas muy estrictas. —Yo me hago responsable, doctor —propuso el padrecito—. Hablaré con el director, este es un caso muy especial. —Yo igual me quedo, padre —dijo Pablito con absoluta seguridad. —Tú no tienes por qué, hijo. Se enojará tu mamá y ya conoces a tu padre. —Debo estar al lado de mi hermano, él me necesita. No lo dejaré solo, mucho menos ahora —aseveró enfatizando con la tristeza de su rostro. El padre lo miró con una terneza plácida. —Bien, cuídense mutuamente, niños. No salgan a la calle ni hablen con extraños, ¿entendido? Avisaré para que traigan otra cama. —Y se fue. —Ya escucharon lo que expuso el padre. —Tío Pancho nos observó a los dos—. No se puede uno fiar cuando ustedes dos se juntan; saben las dificultades que tenemos, sean conscientes, por favor. Ustedes ya tenían todo planeado, ¿verdad? Por eso trajeron una mochila repleta de no sé qué. —No soy estúpido, tío. No puedes decirme eso. —Me ceñí con el alma al pecho de mi ángel—. Velaré los latidos de su corazón y nunca permitiré que se calle. —Bien. Nos veremos mañana muy temprano. Nos quedamos solos, envueltos en un silencio mortuorio que nos obligaba a enmudecer. —Ma, traje chocolates para que comamos. —Me prohibieron comer cualquier cosa, a no ser la comida que me dan ellos. —Pero, ma, no nos mira nadie. Pablo empezó a buscar los deliciosos pedazos de chocolate en mi mochila. —Oye, espera. —Me acerqué con celeridad a quitarle mis cosas. —Por qué me tratas así, somos amigos. ¿Ocultas algo en tu mochila?
—Lo siento, no pasa nada. —Traté de arreglarlo con una sonrisa fingida.
38
No pude dormir durante toda la noche, tal vez porque no quería. Estaba seguro de que tenía que vigilar los latidos de mi ángel para evitar que una espantosa ladrona vestida de negro me robara lo poco que quedaba en sus venas. No me dejaron dormir con ella; pero me quedé sentado en el piso con la cabeza en las cobijas muy cerca de su corazón y sosteniendo su mano izquierda con mis manos y mi rostro. Canta el silencio mortuorio de estos rincones con el gemido de un alma atormentada. No supe en qué momento me quedé dormido y, al no contar con el despertador de la naturaleza en este reino de cemento y ladrillo, una enfermera me interrumpió el sueño cuando la aurora empezaba a pintar el horizonte. —Esperen afuera, por favor, niños —nos pidió. Todavía sostenía los latidos de mi madre en las manos y lo primero que hice al abrir los ojos fue mirar el rostro de mi eterna compañera. Estaba dormida todavía, y el resplandor de su sueño plasmaba los inicios de algo nuevo en el cielo. Salimos de la habitación y nos quedamos sentados en las sillas del pasillo. —Tengo mucho sueño —dije bostezando. —Y yo mucha hambre. Eso te pasa porque no quisiste dormir en la cama. —Oye, ¿no sabes quién me cubrió con la frazada? —Ni idea, a mí me parece que hay muchos «condenados» en este lugar. Una escalofriante sensación me erizó los cabellos. —¿Tú crees en esas cosas? —dudé. —Estoy seguro, luego te cuento. No quiero asustarte ahora. —Yo pensé que era una superstición de los abuelos, tú sabes.
—Mamá dijo que hay muchos en los hospitales y que deambulan por las noches buscando un espíritu débil para robar su cuerpo —agregó algo asustado. —La abuela también dice que se pasean llorando en el cementerio. —Son almas que no encuentran la paz; se les ha negado la entrada al cielo por sus pecados imperdonables. —De todas formas, yo no creo en esas cosas. Mira, viene el doctor —le advertí. Nos callamos tratando de simular tranquilidad. —¿Cómo están, niños? ¿Durmieron bien? —nos preguntó con simpatía. Asentimos con la cabeza y una leve sonrisa. Apenas nos miró y se perdió por la puerta que conducía al lecho de mi madre. La gente empezó a llenar los pasillos y se escuchaban alaridos de quebranto en algunos rincones. Debían ser los pregoneros de un deceso inminente o el resultado de las inquebrantables decisiones tomadas por el destino al amparo de las sombras. —Tengo hambre —se lamentó Pablito—. Me comería cualquier cosa. —Yo igual. Tengo chocolates, pero no podemos entrar. ¿Llevas dinero? —Aquí adentro no hay nada para comprar —me recordó. —Pero en el patio sí. —¡Es verdad! Vayamos a comer algo, no aguanto más. Encontramos unas empanadas de queso para acompañar con un vaso de leche. A la vuelta, nos encontramos con mi tío y nos llevó a desayunar nuevamente. Después de irse, jugamos toda la mañana a la batalla naval. A mamá la pude convencer para que jugara con nosotros. Estaba muy contenta conmigo a su lado; no sentía el asedio de la muerte ni se acordaba de los minutos que pasaban llevándose a pedazos la efímera existencia de su piel. El impacto de sus ojos alegres me desgarraba el alma aumentando mis ganas de llorar, de gritar y morir sabiendo que nunca más me alimentaría de tantas alegrías que me da su corazón. Me esforcé en fingir un regocijo que no sentía porque, en realidad, me estaba desangrando por dentro. Ojalá pudiera morir con eso, pero el cielo me arrebató
esa dicha.
***
Son las tres de la tarde y la señorita Kiara llegó primero. Trajo un regalo inmensurable en sus labios, un emisario del cielo en los ojos y un galante orfebre en sus dedos, pues empezó a labrar un modelo nuevo de trenzas en su cabello. Luego llegó la familia y los amigos más próximos a su corazón. Hay algo más entre las visitas, algo desconcertante. Yo aún no llego a entender el extraño comportamiento de la gente grande. ¡Es el tío José! Quizá a los demás no les parezca muy afrentoso, pero a mí sí. Es intolerable su presencia después de arrebatar la felicidad a su hermana encarcelando a un hombre bueno y sin importarle su salud. Él es una persona egoísta y cruel. Entró y se puso de hinojos en el lecho de mi paloma herida. Ella apenas podía mirar porque la luz de sus ojos se estaba apagando lentamente, y se esforzaba en girar la cabeza para contemplar el lóbrego semblante de su hermano. Él la tomó de la mano con el fervor de sus dedos y el temor al rechazo; luego, sus lágrimas lo doblegaron en el pecho de mi madre, donde agoniza la víctima de su crueldad. —Te amo, hermana, te ruego que me perdones —imploró a sus moribundos latidos—. No era yo cuando te causé otra herida en el corazón. El miedo a la muerte me oscureció la mente y enloqueció a mi alma. —Devuélveme la felicidad… que me has… quitado —murmuró mi madre en sus oídos— y te perdono, hermano. —¡Lo haré, te juro que lo haré! Y tú promete que me esperarás para que nos marchemos juntos. Nos acompañaremos en el camino y te llevaré en mis brazos si tenemos que atravesar por tierras de abrojo y tormenta. —Estoy luchando… con todas mis fuerzas, hermano… No puedo más, quiero ver a Darío…, por favor. Quiero irme estando junto a él y te prometo… que te esperaré en el otro lado… para que viajemos juntos. —Gracias, hermana. Juro que tus ojos —sus dedos acariciaron los faros de su existencia— mirarán a los de tu amor antes del ocaso y recibirán la bendición del
cielo antes de marcharte. Créeme, por favor, ahora necesito quererte un rato más si me lo permites. —Te amo, hermano… necesito que le perdones… a la persona que amo, exonérale, por favor…, necesitas liberarte del peso para que me lleves… en tus brazos en el otro mundo. —Ya lo hice, quédate tranquila, mi amor. —La besó en la frente—. Estoy preparado para el viaje, lo disfrutaré mucho caminando a tu lado. —Gracias, hermano. Te besaría y te abrazaría, pero no puedo. —No es necesario, yo lo haré por ti. —Y así lo hizo. Todos estaban alrededor de mamá, pero me extrañaba la ausencia de mi tío Pancho y salí un rato a buscarlo en el pasillo. Lo encontré muy tenso, apoyado en la barandilla con los dedos entrelazados y sin poder controlar sus nervios. Luego, se sentó y se tomó la cabeza con las dos manos mirando el suelo. Raúl también salió, se ubicó a su lado y le puso una mano en el hombro. —¿Puedo saber qué te pasa? —le preguntó muy preocupado. —Ya faltan quince minutos para las cuatro y el doctor Medina no sale de una cirugía. —Pero ¿por qué tanta urgencia de ver al doctor? —Tengo algo muy importante para él, un mensaje escrito que me mandó Darío y debo entregárselo a las cuatro, ni un minuto más. Por primera vez siento mucho miedo. Tengo un mal presentimiento. —¿Por qué debe ser exactamente a esa hora? Se lo entregas después y punto. —Estoy demasiado nervioso porque debe ser de vital importancia el mensaje que contiene esta carta. Pero… estoy pensando en qué haré si el doctor no sale a esa hora. —Pero ¿tan importante será? —Me temo que sí.
—Quisiera saber, ¿por qué no abrimos la carta, tío? —dije ansioso—. Él es mi padre. —Respetaremos su decisión, hijo. —Si sabías lo importante que era, debiste avisar al doctor con antelación. Él es una persona muy ocupada. —Lo hice, esta mañana cuando apenas lo vi. —Vayamos a buscarlo, tal vez se olvidó.
39
—Ya terminaron señor, creo que el doctor Medina está en el baño —informó a mi tío una enfermera que salía del quirófano. Nos sentamos a esperar. Sus manos empezaron a temblar y a cada minuto miraba el transcurso del tiempo en su mano izquierda. El tictac de las manecillas marcó las cuatro en punto en el reloj de la pared. Mi tío se paró viendo a todas partes y sin saber qué hacer. En ese instante, el doctor Medina apareció por una puerta y mi tío no perdió ni un segundo para abordarlo. —Discúlpeme, doctor, esta mañana le hablaba de esto. —Le alcanzó con celeridad el papel a sus manos. —Ah, sí, justamente iba a buscarte. Es curioso; cuando hablamos esta mañana me dejó pensando mucho —dijo muy tranquilo el doctor—, veamos de qué se trata. El doctor lo leyó con una actitud intrigante. —¡Qué estupidez! ¡Por Dios, qué tonto es este chico! —exclamó agarrándose con fuerza la frente—. Necesito inmediatamente un equipo de emergencia — ordenó con rapidez en la recepción mientras sonaba el móvil. —Sí, diga… Yo no podía escuchar, pero sus gestos eran muy elocuentes. —Sí, está hablando con él. Su comportamiento lo decía todo. —Está bien, director. Escúcheme… manténganlo así. Ya estoy saliendo. Yo no entendía muy bien lo que estaba pasando en la correccional, pero… me daba cuenta de que era algo muy grave. Un extraño presagio estremeció todo mi cuerpo y un mal pensamiento me horrorizó el alma acelerando mis latidos. La
ambulancia aguardaba para salir. —Tío, ¿puedo ir yo también? —Miró al doctor sin responderme. —Sí, que venga el niño también —cedió el médico. Llegamos en quince minutos. Dos enfermeros con una camilla corrieron de prisa al interior del penal y trajeron al herido con presteza. Me quedé aterrorizado al ver que se trataba de papá y que le acompañaba el hermano mayor, quien tenía la ropa ensangrentada y el rostro pálido. Apenas podía respirar. Yo me abracé con llanto y desesperación a su espíritu para no dejarlo ir, pero la asistencia me apartó de su lado para proporcionarle oxígeno y brindarle los primeros auxilios. Me quedé llorando, sentado en una esquina de la ambulancia y estrujando mis cabellos con locura y dolor, pero no eran suficientes para lo que sentía. ¡Cómo responder a tanto martirio! ¡Cómo apaciguar la furia del destino! La única forma sería muriéndome junto con las personas que amo. Los profesionales terminaron de atender a papá, y él hizo un esfuerzo para sacarse la mascarilla de oxígeno y para gritar mi nombre con las últimas lágrimas que guardaba su alma. —¡Jesús, hijo, acércate! Su espíritu le ayudó a levantar una mano para acogerme en su pecho y yo me aferré a su existencia con la infrangible tenacidad de mi corazón. —¡Papá! No me dejes, por favor. ¡Me lo prometiste, papá! Nos lo has prometido. —Te amo, hijo… nunca te dejaría, búscame… en el seno de tu madre y en cada… latido gritaré que… te amo. He encontrado un lugar… propicio para vivir las veinticuatro horas del día con ustedes… con los tres… ya tienes un hermano… uno valiente como vos… —Me regaló una sonrisa más grande que la vida y se calló por falta de aire en su garganta. Los enfermeros se apresuraron para llevar la mascarilla a su boca, pero él no quería respirar más, no quería vivir más, mejor dicho, quería ir a vivir al pecho de mi madre. Ellos le sujetaron las manos. —Necesitamos sedarlo —dijo el doctor—, apliquen un…
—Discúlpeme, doctor —interrumpió el hermano—. Él ya tomó su decisión mucho antes… —La angustia le tapó la garganta y unas lágrimas muy cargadas se abrieron paso en sus mejillas—. Finalmente, Dios lo ha bendecido con una familia y le juro que él sacrificaría su vida por ella. Usted tiene que hacer lo imposible para salvar una vida y lo entiendo, pero si sobrevive… de todas formas no querrá vivir si pierde a la mujer que ama y a una criatura que está en camino. —Yo no puedo permitir que alguien muera cuando lo puedo salvar. Además, no es tan sencillo como ustedes piensan. ¿Qué pasará si el cuerpo de la paciente rechaza al corazón de este buen hombre? —¡Por favor…, doctor, eso no pasará! Permíteme dar mi corazón… —suplicó mi padre con la mascarilla puesta. Se humedecieron los ojos del doctor y no pudo evitar que un goteo se escapara de su alma. Luego miró al hermano mayor sin decir nada. —Sí, doctor. —El hermano respondió a la mirada—. Será feliz amando a su familia desde otro cuerpo, un cuerpo al que él mismo eligió para amar y cuidar por toda la vida. Los enfermeros le miraban aterrorizados al doctor Medina, y yo, a mi padre. Jamás permitiría que me abandonara, no otra vez. —No puedo —insistió en tono solemne aquel hombre de blanco—, yo, simplemente, soy el instrumento de Dios. Él tiene que decidir por la vida de las personas. Así, llegamos al nosocomio. Esta tragedia se lamentaba en el oído de todos. Ya sabían lo que estaba pasando y nos estaban esperando en la puerta. A mi papá se lo llevaron de inmediato al quirófano. Yo tenía la urgencia de ver a mamá. Juanita me tomó de la mano para acompañarme y Pablito, del hombro sin dejar de mirarme. Querían saber lo sucedido y no cesaban de hacerme preguntas, pero yo decidí abstenerme y continuar caminando. Llegué a la habitación de mi madre, deposité un besito en la mejilla y me senté a su lado. La señorita Kiara, Raúl y su novia continuaban regocijando los lindos ojos que tiene mi ángel y también estaba mi madrina, seguramente, vino angustiada apenas llegó de su viaje, solamente la pude regalar un beso porque mi
alma ya no podía sentir ni un poco de alegría. La persona que tanto amo estaba muy feliz, pero esa felicidad me dolía, me dolía tanto que no pude evitar un sollozo en mi garganta. —No llores, hijo —sonreía—, en un momento más… llegará tu padre. Me lo prometió, confío en tu tío. Su anhelo, el último deseo de su vida me estremeció todo el cuerpo y fue como una puñalada en mi pecho. —Sí, mamá. —Tomé su mano y la llevé a mi rostro—. Él vendrá, estoy seguro de que vendrá. Dejé un beso en la mano para devolverla a su lugar, y mi madrina me llevó con el brazo derecho al refugio de su pecho para sosegar mi quebranto.
***
Ya pasó más de media hora desde que papá entró al quirófano. Todos empezaron a reunirse otra vez alrededor de mamá, pero mis dos tíos no estaban presentes y salí a buscarlos. Los encontré sentados y conversando, con la mirada perdida en las huellas translúcidas del piso. —Pero… ¿el director no sabía lo que pasó? —consultó mi tío José. —No exactamente —indicó tío Pancho, consternado—. Dijo que lo encontraron en el baño contra la esquina de la pared y protegiendo su corazón con los brazos. Permanecí parado frente a los ojos del tío Pancho y le pregunté con la funesta voz de mis destrozadas entrañas: —¿Él está bien? Dime que sí, por favor. —No lo sé, hijo. Tenemos que consultar con el doctor. No se molestó en mirarme a los ojos. Una escalofriante sensación recorrió todo
mi cuerpo y otra vez sentí las ganas de morir, sin poder lograrlo. —Tú sabes y no me quieres decir. Él está con vida, ¿verdad? Mi dolor empezó a fabricar más lágrimas y pensé: «Él es mi regalo del cielo y no puede morir. Esto no puede suceder, Dios no puede permitirlo, no puede quitarme todo lo que amo de una sola vez. Sí, mi padre está bien, tiene que estarlo». —Vamos, Jesús, acerquémonos a ver qué pasó. Me tomó de la mano; luego me llevó caminando muy lentamente, como si no quisiera llegar nunca, hasta que, por fin, nos detuvimos en una sala de la planta baja. Mi tío tocó la puerta. —El doctor Medina, ¿aún está acá? —le preguntó al que nos atendió. —Que pasen, por favor —nos respondió desde adentro. Entramos, y el hombre ornado de blanco me rodeó el cuello con un brazo. —Perdóname, hijo. —Me observó con tristeza—. Las heridas eran muy graves y no pude retenerlo en este mundo. Me acerqué a su cuerpo con el propósito de deslizar la mortaja de su rostro, y este ya no tenía el fulgor de aquellos ojos que tanto amaba. —¡Papá! ¡Papito, regresa, por favor! ¡Despierta, papá! —Me abracé golpeando su pecho—. Juraste no abandonarme nunca más. ¡No puedes irte, papá! Tú eres mi sueño, mi mundo, mi vida… Mi alma se despedazó en su rostro y mis venas lloraron en sus ojos, en los ojos que pregonaban los atardeceres dorados que nunca más contemplaremos juntos.
40
Santa Lucía, 1 de mayo de 1999
«Te estoy esperando, papá, esperando desesperado que vengas a sentarte conmigo, aguardando tus brazos y un beso en la frente. Son cuatro días y medio que no te veo y ya empecé a extrañarte mucho. No hagas que vaya a buscarte, por favor. Sabes que te encontraré como la primera vez, y no descansaré hasta que regreses a casa. No puedo aprender a vivir sin ti, debiste enseñármelo antes de partir. Ni mis lágrimas se agotan por tu ausencia. Este atardecer es tan diferente a todos, quisiera que lo vieras, que lo viéramos juntos una vez más. Cada puesta del sol me recuerda tus ojos pintando un ángel sobre las nubes, a ese ángel que tanto amamos. Debo comprender que tus ojos se marcharon con el ocaso para buscar un milagro en el cielo. Se ha despertado el místico silencio de tus latidos en el cuerpo de mamá, y por la gracia de Dios, ahora palpita el prodigio de la vida después de la muerte en sus venas. Ya sabes, papá. El cuerpo de mamá recibió sin problemas tu corazón. Era de esperar, ella te ama mucho, y desde hace tiempo aceptó que palpites en sus venas. Yo le tuve que decir la verdad porque le dolía tu ausencia. Tú le dolías en su pecho, pero más dolor sentiste cuando su alma empezó a llorar por ti. Desde ese momento, no aparta la mano de tus latidos, solamente así puede encontrar el alivio al dolor que sientes en su espíritu. Ella no acepta ni aceptará la decisión que tomaste; yo tampoco, no será nada fácil continuar sin ti, todavía no sabemos cómo vivir después de ti. Te amo, papá, yo sé que estás a mi lado y necesito que me enseñes a sonreír de nuevo. Ya tienes el perdón de mi tío José, papá. Ya no te agobiará ningún peso en el camino. Él recibió un milagro del cielo como regalo, un corazón nuevo para continuar amando. Dicen que el alma regresa al lugar donde vivió su cuerpo, vine a conversar contigo porque te extraño demasiado, volveré a casa cuando le den el alta a mamá y luego nos ayudarás a buscar el lugar propicio para forjar nuestro nido».
Mi alma agregó una lágrima como una nube grísea en el lienzo que nos pintó papá. En él tiene la sonrisa más solemne del mundo y aún no sé cómo llegó a esta pintura si él mismo nos pintó; así como tampoco sé por qué nos abandonó si tanto nos amaba. Engalané con un beso la imagen de mi padre y la apreté con las manos en mi corazón cerrando los ojos para mirar los suyos. —Hola, Jesusito. No me di cuenta de que Juanita estaba parada a mi lado. Giré la cabeza bruscamente. —Pero… ¡No debiste salir! Hay un viento helado y te puedes resfriar. —Estoy abrigada, además, muchos amaneceres de invierno nos han sorprendido y en innumerables momentos gélidos hemos caminado juntos. —Es verdad. —La invité a sentarse en la silla de mi padre—. Entonces, atesoremos en la memoria de todos los cielos la dualidad de tu corazón con mi alma. Ella se enredó en mi piel para estrecharme con el brazo a su corazón. —Ya se pueden apreciar los ojos del sol durmiendo lentamente. —Sí, esta es la parte que me gusta. He leído en estos atardeceres la carta que dejó papá. —¿Puedo leer por vos? —Sí, pero en voz alta, por favor. —Se la entregué en sus manos. —Hay dos hojas. —Sí, pero a mí me interesa la que corresponde a mamá. —Pero yo todavía no he leído nada. —Lee todo entonces. —Ahí va.
«Al doctor Medina: Este corazón es de la mujer a la que tanto amo en este mundo, siempre ha vivido en ese lugar del cielo donde cantan los ángeles y nace el amor. Ella es el artífice de su sangre y la dueña de sus latidos. Le pertenece a mi amada Elena. Le suplico al doctor Medina que lo devuelva al lugar que le corresponde y en donde vivirá feliz con las personas que ama». —Qué bonito. No hay duda de que tenías un grandioso padre. —Lo sé. Lee la otra carta, por favor. «Mi amada, Elena: He cumplido mi promesa, amor. Ahora nadie nos podrá separar jamás, ni siquiera la muerte. Siempre caminaremos, reiremos, jugaremos, lloraremos y… moriremos juntos. Por fin Dios me concedió el deseo, ese anhelo de entrar a tu cuerpo para vivir con tu alma. ¡No existe dicha más grande que vivir en la piel de la persona que amas! Es mi mayor felicidad, porque ya me siento palpitando en tus venas. Amarás con mi corazón a nuestros hijos, al mundo que forjaremos los dos, a nuestra casa, nuestros sueños, nuestros triunfos y fracasos, a las tierras que dejé tan intactas con el mismo perfume y el sudor de mi cuerpo. A las paredes de nuestra casa, donde vive una parte mía reclamando una redención ya consumada, y al futuro incierto que día a día viviremos entrelazados. Amarás con mi corazón a Dios y a la vida, a las personas que me odiaron y me alejaron mucho tiempo de tus lindos ojos, como dice mi hijo. Todas las noches nos dormiremos al mismo tiempo para soñar juntos con un mañana mejor. Te amo». Los albores de la vida nos abrazaron en la quietud de un silencio místico y mis sueños se marcharon con el ocaso para dormir en los ojos de mi padre.
41
20 de mayo de 1999
Es la primera vez que contemplo el amanecer abrazando al nido de mi padre y sintiendo una brisa que se asemeja al roce constante de una respiración en mi frente. Miro a mi lado y encuentro un lugar vacío, un consternado silencio sentado en la misma silla y llorando la ausencia de su dueño. Me llamaron adentro para desayunar. Comprendo que debemos regresar a casa porque hoy llegará el corazón de mi padre palpitando en las venas de mamá. Me gustaría quedarme todo el tiempo en este lugar donde anidan los recuerdos de papá y brillan sus ojos en cada rincón. Juanita me tomó de la mano y empezamos a caminar sobre las huellas de la tía Rosario. Tenemos un largo camino por recorrer. Cruzaremos las dehesas donde silban los vientos peregrinos y se pelean las hojarascas por un lugar tranquilo. Seguiremos el itinerario de mis praderas donde los sauces me gritan con el viento reclamando mi presencia y el bramido del río me invita a nadar para pintarme con el azul del cielo en sus aguas. Llegamos cerca del mediodía y nos encontramos con bastante humo dando vueltas por toda la casa y a mi tío Pancho peleando con ahínco para conseguir una llamarada en el carbón. —¿Ya se fueron al hospital? —preguntó mi tía. —Hace una hora, será bueno que empieces a preparar las cosas porque se hace tarde. Me imagino que tendremos muchas visitas. —Lo mío es fácil. Necesito que tú prepares una parrillada exquisita. Frunció el entrecejo y me miró a los ojos. —Mujeres, cuándo empezarán a confiar en nosotros —comentó tío Pancho.
—Debe ser porque la última vez te salió muy mal —recordé con algo de sarcasmo. —Eso es mentira, niño. —Pasó aquella vez cuando te castigaron por… Golpearon la puerta. —Mejor cállate y haz algo útil. —Me señaló el umbral de la casa. Corrí de prisa para atender al desconocido que no era ningún desconocido cuando abrí la puerta. —Hola, Jesús, ¿podemos entrar? —me dijo Rosita. Estaba tan linda como la última vez. Traía al pequeño pimpollo escuchando la música de sus latidos. La acompañaba Sarita con su pequeño tesoro descansando en la protección de sus brazos. Las dejé entrar y empezaron a charlar con el galán de sus sueños. —Chicas, por favor, ¿tiene que ser ahora? —Es necesario —respondió la flor de las praderas—, no será más de quince minutos, hasta que el carbón se avive. —Bien, ve a traer algunas sillas, por favor, Jesús. Hice lo que me pidió con diligencia al amparo del ficus. Luego empezaron a conversar. —Y bueno… díganme cuál es la urgencia. —Ella sabe todo. —Señaló a la Sarita con los ojos—. La conciencia no me dejaba dormir todas las noches. Las cosas que pasaron me hicieron pensar. Muchas veces ignoramos a Dios y cuando nos sucede algo malo regresamos a él para pedir ayuda. Eso es algo perjudicial que hacemos los seres humanos. Después de una larga conversación llegamos a la conclusión. —Te ruego que me perdones —se lamentó mi tío mirando el rostro de Sara—,
no sabía qué hacer con la situación de mi hermana. —Ya tienes una familia con dos hermosos hijos —contestó Sara llevando el pedazo de su corazón a los brazos de su padre—. Extrañaré a mi bebé todos los días. —No pude consultar nada contigo —agregó Rosita— porque esto pasó de manera casual. Yo me ofrecí cuidarle a su hija para que ella siga estudiando hasta concretar sus metas. Obviamente, puede llevar una vida normal como cualquier persona a su edad, por supuesto, sin descuidar a la pequeña. El codiciado galán se quedó pensando por un momento. Luego, una chispa en sus ojos prendió una llamarada en su corazón. —Perfecto. —Le dio la bienvenida a la pequeña con un beso en la mejilla—. Una decisión muy sabia; gracias por confiar en mí y en tu hermana. A mi lado, mi pequeña será la niña más feliz del mundo. —Se aproximó para besar las dos mejillas de Sarita. Luego se sentó nuevamente y entrelazó las manos mirando al suelo—. Lo siento mucho, Sarita —prosiguió—. Te ruego que me perdones por aquel acto tan cobarde y miserable. Estoy avergonzado y muy arrepentido. —Ya no soy una niña, yo también tengo la culpa. No conseguimos nada removiendo las cosas del pasado; que nos sirva de escarmiento para aprender. Regreso en una semana y nos organizamos, ¿te parece? Mi tío asintió con la cabeza sin decir nada. —Todo salió tan bonito, pero… ¿y tu marido? —preguntó mi tío con un gesto afligido amparándose en los ojos de Rosita. —También le dije la verdad, ¿y sabes lo que pasó? —¡Increíble! Nunca me imaginé que tuvieras esas virtudes tan grandiosas. Cada día me sorprendes más. Entonces… ¿Qué ocurrió con el mequetrefe? —¡Me abandonó! No sé si lo comentó con alegría o con tristeza: ninguna de las dos cosas se notaba.
—¡¿Te dejó?! ¿Así de fácil? —Creo que no soportó la verdad de su hijo. Me quedé atónita sin saber qué hacer, y él no tardó ni diez minutos para escaparse de mi lado. Salió golpeando la puerta y dejando un juramento en mi rostro: que nunca me dará el divorcio. —Eso no importa. Está escrito en el cielo que tu corazón es mío. Bueno, chicas —chocó la palma de sus manos—, nos organizamos después, tengo que trabajar mucho para darle una exquisita bienvenida a mi hermana. La fragante flor de las praderas se quedó manando su perfume en la sombra del ficus. Más tarde, se iba a sentar a comer con nosotros engalanando la mesa con sus pétalos de candela. Mi madre no tardó en llegar a casa delante de una larga comitiva. Corrí a recibir en los brazos a mi alada compañera y, luego, a mi pequeño hermanito con un gran beso en alguna parte de su cuerpo. Se encontraban todos mis amigos, cada uno con su ángel de la guarda, pero también vino Pablito, quien debería estar en el hospital con su padre. —Debiste quedarte cuidando a tu papá. —No es necesario, mamá está todo el tiempo junto a él, además de sus amigos. Yo soy más útil a tu lado sin ninguna duda. —Aún no tengo ganas de jugar, ni siquiera puedo sonreír un poco ni pensar en nada. —Te entiendo, hermano. —No puedes entenderme —repliqué—. Tú no has perdido a nadie; eso te parte el corazón y te quita las ganas de vivir. —No olvides que soy tu hermano. A mí también me duele lo que tú sientes y… ahí viene el resto de la manada, presiento que será una tarde fenomenal. Anita me tomó de la mano y nos fuimos a sentar en la solana de mi rincón celestial. —Hay algo pendiente que hay que resolver —enfatizó Pablito—: la importante
misión a las peligrosas aguas del Edén. —Yo no estoy tan lúcido para una aventura de esa magnitud —respondí fastidiado. —Vamos, amigo —animó David—. Tú nos enseñas a luchar y ahora te contradices; te queremos mucho y no haremos nada sin ti. Me callé un momento. —Consumaremos la misión en las vacaciones invernales. Falta un mes y medio, tiempo suficiente para terminar el barco. Les sugiero que nos quedemos unos días en la casa de mi padre para una mejor campaña. —Estás loco, Jesús —dijo Anita—, nuestros padres no lo itirán jamás. —Es un desafío que tendrán que vencer a toda costa. Ya saben, no se aceptan pretextos.
42
Lago del Edén, 3 de julio de 1999
Incursionando por los intrincados senderos del oeste y los destellos matutinos de un invierno plateado. Una aventura sensacional palpitando en mis venas golpeaba mi pecho y la tea que había dejado plantada mi amigo en el confín de las aguas azuladas volvió a encenderse con el fulgor de nuestros ojos. La idea de Juanita nos ayudó a permanecer juntos, ya que ningún padre aceptó una aventura tan peligrosa como esta. Creamos un grupo de Boy Scouts y le rogamos a tío Pancho para que nos liderara en esta campaña tan importante para nosotros. Raúl y Diana también nos ayudaron llevando el imponente barco por el río —¡no se imaginan lo majestuoso que quedó el Perla Negra!—, y nosotros fuimos aprendiendo muchas cosas por el camino hasta llegar a la casa de papá, donde nos organizamos para salir a pelear por aquel tesoro que el emperador de ese reino se niega a compartir con los demás. Llegamos al portal más conocido del reino implacable y hermoso. Los conductores del navío guerrero nos estaban esperando muy enamorados en el remanso de un árbol rizoso. —Bien, niños, los felicito. ¿Cansados? —respondimos negando con la cabeza—. Muy buen trabajo, hemos aprendido muchas cosas. Llegó la oportunidad de aprender a navegar. Esta incursión en las aguas de este lago nos enseñará a conducir bien nuestra embarcación, nos mostrará los peligros que hay en las profundidades y nos revelará la vida que existe en ellas. Nos dividiremos en dos grupos: el primero formado por Pablo, Jesús y Anita, se internará en el lago para buscar los preciados tesoros, y, el segundo, se quedará en la ribera bajo la supervisión de Raúl para aprender otras cosas y recibirlos. ¿Alguna duda? —Yo, señor profesor. —David levantó la mano—. ¿Nosotros no aprenderemos a manejar el barco y no iremos a buscar y traer tesoros?
—Quédense tranquilos, luego les tocará el turno a ustedes. —Profe, ¿puedo pedir algo? —preguntó Juanita en un tono lastimero. —Por supuesto, ¿dime qué es? —Quiero ir con Jesús. Él me dijo que me llevaría a su lado todo el tiempo. El profe miró a Anita. —No pueden entrar más personas ¿Quieres cambiar tu lugar con Juanita? Se aferró a mi brazo con las dos manos para negar con la cabeza acompañando su gesto con un rotundo NO. —No es momento de pelear, niños. Hemos venido a divertirnos y a aprender. Ustedes me han elegido como a su profesor, por lo tanto, hagan lo que les digo, por favor. Bueno, primer grupo: a ponerse los salvavidas y a cargar todo el material que trajeron para adentrarnos en el lago. Fabuloso. Esta aventura será inolvidable. Yo me ofrecí a remar primero, pero no era tan fácil como pensé, de hecho, es bastante complicado, aunque con el capitán a bordo aprendí muy rápido. Luego cedí los remos a mi primo para contemplar la magnificencia de la naturaleza. Llegamos a unos islotes casi al nivel de las aguas rodeados de junco y con muchos patos por doquier; por lo visto, hay una superpoblación de estas aves. —Ahí están los depósitos del tesoro real, mocosos —anunció el capitán con algo de sarcasmo. Desembarcamos en las riberas del islote más grande. Juanita se quedó a bordo por los peligros inminentes y nosotros nos abrimos paso entre los matorrales en busca de los tesoros. —¡Increíble! —Me sorprendí al ver los depósitos—. Pero no entiendo: la mayoría están vacíos. —Aún no ha llegado la temporada, el desove comienza a mediados de agosto — me aclaró el capitán.
Se apreciaban cientos de nidos forjados en junco y mullidos de pluma aterciopelada que contenían el precioso dorado que nos llevaríamos en el barco, pero, lamentablemente, una gran parte de ellos se encontraban vacíos. Cada nido contenía más de ocho huevos y en total juntamos doscientas unidades, tomando en cuenta dos cosas importantes: detectar a los que habían empezado a gestar, como me enseñó la abuela Consuelo; y dejar una parte para no alterar el equilibrio de este reino.
43
Toledo, 11 de febrero del 2000
Mi madre decidió consagrarse como la pastora penígera de las praderas sureñas, donde el remusgo se estremece con su encanto y sus cabellos bailan con el viento. Sueña con tener muchas ovejas para pastar todos los días y que engalanen los colores de la vida con su alegría. Los sauces se regocijaron por nuestro regreso, las mariposas bailaron sobre las flores, y los pájaros empezaron a cantar las pastorelas nuevas de una diva que anida en los arrabales, cruzando el río. Empezamos con diez ovejas y muy pronto tendremos muchas más. Hoy comienzo a reinar nuevamente en estas tierras y a luchar con tenacidad en sus arenas. Hoy es el principio de un largo camino por recorrer. Sentado a la orilla de las aguas que ya borraron el epitafio de mis sueños y no recuerdan mis lágrimas de antaño, vuelvo a sonreír con mi hermano en los brazos. Se llama Darío, como papá, y, como a él, le gusta dibujar una sonrisa en mi rostro, disfruta mirar los atardeceres y escribir una poesía en el cielo. Mi pequeño hermano tiene que conocer esta comarca de florilegios encarnados: «Estas son mis praderas, hermano; verdes como una esperanza y tan azules como el firmamento. Ellas me regalaron el placer de soñar en los brazos de mamá, de proclamar los anhelos al viento y gritar mis plegarias al cielo. Estas aguas recogieron mis lágrimas, y sus canciones sosegaron mi dolor. Debes saber también que los inviernos y las tempestades me hicieron conocer al ángel que habita en el cuerpo de nuestra madre. Puedo sentir que hemos sido hermanos en todas las vidas. Mi alma te agradece y se regocija por estar de nuevo con nosotros, te amo».
Agradecimientos
A mi hermano del alma, Roger Vásquez Isla, que me ayudó a vencer los obstáculos.
Y a Marcelo Paz Soldán, que me aceptó como su alumno y alimentó mis sueños de un escritor.
Índice
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Agradecimientos 323