Índice Portada Sinopsis Portadilla ¡LOS DRAGONXS! ¡LOS DEL BANCO DEL FONDO! 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14
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SINOPSIS
Los Dragonxs son un grupo de amigos que viven cerca de una cancha de básquet en la que hay un gran grafiti de un dragón en el suelo. Allí se reúnen y, además de charlar y jugar partidos, ¡viven asombrosas aventuras! Sus archienemigos son Tigretón y su banda, los del Banco del Fondo. Se les llama así porque siempre los puedes encontrar sentados en un banco que hay al final de la cancha, dispuestos a molestar a los Dragonxs.
Cuando sonó el timbre que marcaba el final de la última hora, Ian ya estaba saliendo por la puerta de la clase. No es que tuviera especial prisa por irse, es que, como le decía el psicólogo del instituto, esa manía de que su boca fuera unos cuantos pasos por delante de su cerebro iba a traerle muchos dolores de cabeza en la vida. Y en eso Ian estaba bastante de acuerdo: si no salía rápido y sin que lo vieran, ese dolor de cabeza vendría justo después de que Leona le diera una tremenda colleja que, siendo justo, igual se había ganado. Todo se había complicado a la hora del descanso. Al parque que había frente al instituto lo llamaban «del Pollo» porque en la zona del césped había una feísima escultura de latón de un gallo enorme sobre un pedestal. La escultura era en realidad un reloj solar, pero jamás daba la hora porque la sombra de los edificios cercanos lo impedía. Los alumnos bromeaban y decían que al reloj le faltaban pilas. Pues allí estaba Leona, apoyada en el Pollo, pavoneándose ante Ratilla y Bulla, pues les explicaba que su padre había comprado una parcela enorme de tierra a dos horas en coche de la ciudad. Pero la mala suerte (de Ian) había hecho que él estuviera sentado en el banco de al lado. Los otros lo ignoraban y él tampoco les prestaba mucha atención, andaba concentrado en engullir su segundo bocadillo de la mañana. Entonces, todo se torció. —Pues según dice mi viejo —Leona llamaba «viejo» a su padre, aunque nunca a la cara; a la cara siempre lo llamaba Papi, sobre todo cuando quería sacarle dinero—, con ese tipo de uvas se hace un vino muy especial y caro que podría darnos un montón de dinero. En realidad, a ninguno le interesaba lo que contaba, pero, como era Leona y la temían, pretendieron estar muy interesados. —Además, por lo que me ha contado es un tipo de vino que solo se bebe en taza. «Un vino que se bebe en taza…», pensó Ian.
¿En taza? ¡EN TAZA! Y, como un resorte y sin pensarlo, soltó: —Y supongo que tú te lo beberás en la taza del váter. De repente, se hizo el silencio y Bulla lo miró con cara de «¿Estás loco? Acabas de firmar tu sentencia de muerte». A Ratilla se le escapó una carcajada nerviosa. Ian se giró para mirar detrás de él, pero era evidente que en realidad lo miraban a él. No sabía muy bien por qué. O si… —Lo he dicho en voz alta, ¿verdad? —murmuró esperando un milagro. Bulla lo confirmó cruzándose de brazos. —Creo que la has cagado, Ian. Leona empezó a ponerse roja, llena de furia y también de vergüenza. No parecía haberle hecho gracia la broma. Ninguna. Ian suspiró. Pintaba mal. Leona se crujió los nudillos y se levantó del banco donde estaba sentada para encararse con Ian. Sus miradas se cruzaron. La de Ian parecía decir: «Lo siento, yo no he sido; la culpa es de mi lengua… Vive en mi boca, pero no tengo control sobre ella». La de Leona soltaba culebras por los ojos.
Por suerte, Ian reaccionó rápido. Saltó del banco antes de que Leona pudiera pillarlo y subió a toda velocidad la escalera del instituto. Leona le pisaba los talones. Era campeona del equipo de judo y capitana del de fútbol, es decir, altamente peligrosa: lo mismo te hacía una llave de hombro y te tiraba al suelo que te daba una patada en una de las zonas más dolorosas del cuerpo sin pensárselo. —Si corres, será peor —le chilló, aún persiguiéndolo. —Es que ahora mismo no me va muy bien morir. Si quieres, te busco un hueco la primera semana, digamos… del año 2078 —respondió Ian, sin detenerse. Alcanzó el pasillo de su aula y llegó a la clase rezando para que Ortega, el profe de matemáticas, hubiera llegado ya. Si no, estaría acorralado. Perdido. Al entrar y ver al buen hombre dejando los libros sobre la mesa, suspiró aliviado. Leona se detuvo en seco al llegar al umbral de la puerta. Miró al profesor, que seguía sin enterarse de nada de lo que sucedía y, por señas, le hizo saber a Ian que eso no acababa allí y que, tras las clases, volverían a verse las caras. Por eso, Ian había salido a toda velocidad al sonar el último timbre. La clase de Leona estaba un piso por encima de la suya, así que él partía con ventaja. Todo se resolvería si lograba llegar primero a la salida…, donde se encontró a Leona, esperándolo. Por suerte, pudo volver al rellano de escaleras antes de que esta lo viera. Comenzó a pensar a toda velocidad dónde podría meterse para que ella no pudiera encontrarlo. ¡Los lavabos de chicos de la cuarta planta! ¡Allí no lo pillaría nunca! Comenzó a subir rápidamente los escalones de dos en dos, entre la gente que bajaba inundando la escalera. A la cuarta planta no iba nadie, allí solo había la enorme Sala Polivalente de Almacenaje, aunque la mayoría de la gente la conocía simplemente como el trastero. Un sitio donde se apilaba el material sobrante del instituto desde su fundación, más de cuarenta años antes: pupitres viejos, aparatos tecnológicos en desuso, libros... Cajas y cajas de cosas que nadie utilizaba ya, y que se habían
ido apilando contra las paredes y en hileras, formando diminutos pasillos serpenteantes que llegaban hasta el techo y que amenazaban con sepultar a cualquier incauto que osara entrar allí a buscar algo. Ante la enorme tarea de ordenar todo aquello, ocupación que nadie estaba dispuesto a asumir, se había optado por cerrar aquel sitio con llave y «olvidarse» de él, como si no existiera. Y aunque el trastero estaba cerrado, creía recordar que los lavabos del pasillo de permanecían abiertos. Llegó hasta ellos casi sin aliento, y ¡BINGO!, la puerta se abrió. Se metió dentro del primer cubículo a toda velocidad, cerrando la puerta tan fuerte que el pomo, redondo, viejo y algo flojo, se cayó al suelo con estruendo. Lo recogió y se sentó sobre la taza. ¡LA TAZA DEL VÁTER! Soltó una carcajada, que intentó reprimir sin mucho éxito. —¡Es que era un buen chiste! —susurró para sí, jugueteando con el pomo. Al notar el papel que sobresalía del interior le pareció extraño que tuviera una hoja amarillenta dentro. La sacó y la desenrolló con mucho cuidado. El papel parecía tan antiguo que le dio miedo que se deshiciera al cogerlo. Era una carta.
Gael, montado en su patinete, bajaba a toda velocidad por la calle del Ciprés hacia el cruce con la calle 40. A su lado, Jian Pi en su skate iba agachado para ganar velocidad. Gael lo imitó. Aquella bajada era famosa entre los chavales del barrio porque iba directa del instituto al puente sobre el río que delimitaba el barrio, y en su recta final tenía un desnivel enorme sin cruces que llegaba hasta la cancha de baloncesto. La gente del instituto aprovechaba ese trozo para hacer carreras sin peligro de cruzarse con nadie. —Esto no es una carrera, bro —siseó Jian Pi con gesto concentrado. —Claro que no —respondió Gael cada vez más encogido detrás del manillar del patinete—. Es solo una forma de llegar rápido a la Dragonera. Nada más. —¿Llegar rápido? Lo que mola, bro, es llegar el primero. —Jian Pi no apartaba la vista de la calle, mientras las casas volaban y quedaban detrás de ellos. —Pero siempre sin hacer carreras —resopló Gael. —Por supuesto. Las carreras son para la gente competitiva que quiere demostrar que es la mejor… ¡Eso no va con nosotros! —Para nada —respondió Gael, mirando a su compañero para analizar si iba a ganarle. —Voy a ganarte y lo sabes, bro. —Jian Pi lo dijo con un tono neutro, como meramente informativo. Y a continuación se puso en una posición que él creía muy aerodinámica, aunque simplemente ponía una mano por delante como alerón para cortar el viento. —Eso lo veremos. —Gael apretó el manillar del patinete, tal cual haría para dar gas si fuera una moto. Y aunque no servía para nada más que para desconchar más el desgastado manillar, le daba la sensación de que ganaba velocidad. —Los patinetes son una porquería, bro, es mucho mejor el skate. —Jian Pi, que ahora iba un poquito por detrás, quiso picarlo.
—¡Ja! Y tú te lo crees —replicó Gael, con una sonrisa maliciosa—. Un skate maniobra fatal, el patinete tiene mejor aerodinamismo. Los últimos metros de la calle desembocaban en la cancha, y en ese momento iban uno pegado al otro. Iris, que estaba acompañada de Spook, los vio llegar y los saludó con un gesto. Pero los chicos, demasiado ocupados con la carrera, ni se percataron. —Blablablá… —se rio Jian Pi—. Lo que pasa es que tú querías un skate, y tus padres, que no se enteran, te regalaron un patinete, y ahora vas de defensor del patinete porque no tienes otro remedio.
Gael se enderezó súbitamente, haciéndose el ofendido. Eso hizo que frenara un poco la velocidad, y Jian Pi aprovechó para dar un pateo rápido al suelo y tomarle una minúscula pero suficiente ventaja para llegar el primero a la cancha. —Ay, bro —dijo, frenando en seco y volviéndose hacia su amigo—, qué fácil resulta… —¿El qué? —Gael se bajó del patinete, con gesto serio, y se quitó el casco. —Desconcentrarte. —Jian Pi se acercó al otro para chocar los cinco—. Te he ganado. —No era una carrera —farfulló Gael con mucha dignidad. —Si. Lo. Fuera. Hubieras. Perdido. —Pero no lo era. Jian Pi iba a replicar, y la discusión se podría haber eternizado si no hubiera sido por Iris, que se aproximó a ellos. —¿Hacemos unos tiros? —sugirió, y sacó una pelota de baloncesto de su mochila, que Spook intentó coger. —Pero solo unos tiros, sin competir —dijo Jian Pi con guasa mientras recogía el balón que le pasaba la chica. —Por el placer de jugar un rato con los amigos —secundó Gael, arrebatándole la pelota y lanzando a canasta. Un tiro limpio que entró sin tocar el aro y que provocó que Gael hiciera un gesto de rotunda victoria. —Por supuesto —dijo Iris, sonriendo—. Yo nunca juego para ganar, la diversión es mi única meta. —Estupendo, y esa que acabas de meter no vale —respondió Jian Pi, recogiendo el balón y señalando a Gael. —¿Cómo que no vale? —Gael se cruzó de brazos—. Voy ganando… Y lo sabes.
Iris suspiró, aquellos dos no tenían remedio. De repente, se detuvo y preguntó: —¿Sabéis algo de Ian? Me dijo que iba a venir después de clase. Los chicos negaron mientras comenzaban a regatear por la posesión del balón. Iris sacó su teléfono móvil.
Cuando llegó a la calle 40 ya estaba anocheciendo. La salida del instituto no había sido tan tranquila como había pensado. Leona había dejado a Ratilla de guardia en los bancos de enfrente de la puerta principal. Esa era la única salida abierta por las tardes. Al verlo, Ratilla sonrió de manera siniestra y automáticamente sacó el móvil. Ian no se quedó a esperar nuevas señales de alarma. Dobló la esquina y echó a correr en dirección a la Dragonera. Si aparecía Leona, era mejor estar rodeado de amigos que pudieran amortiguar un poco el asalto. Después del esprint, estaba sudado y casi sin aliento, pero más tranquilo. Vio las farolas de la cancha y, a lo lejos, oyó el rebote de la pelota de baloncesto y las voces de sus amigos. Sacó el viejo papel que había encontrado escondido en el pomo de la puerta del lavabo y lo desdobló con cuidado. Entonces, oyó una voz tras él: —¿Dónde te crees que vas, listo? Ian cerró los ojos con fuerza. ¡Lo habían pillado! Leona le había leído el pensamiento, pues se encontraba apoyada en un coche, con gesto relajado, justo en el cruce de la casa de los gnomos con la calle 40. Y no estaba sola. Su hermano se encontraba con ella. El maldito Tigretón. Ian giró sobre sus talones, dispuesto a dar marcha atrás y salir corriendo de nuevo, pero se dio de cara con Ratilla. El muchacho también estaba empapado de sudor y falto de aliento, porque lo había perseguido desde el instituto. Ian se vio rodeado por los tres. Desde lo que había pasado en la vieja estación, Tigre había estado bastante calmado con los Dragonxs. Eso quería decir que no habían tenido ninguna bronca fuerte, más allá de discutir por su manía de ocupar la Dragonera para no hacer nada más que fastidiarles a ellos. Pero en ese momento no parecía muy contento.
Ian miró en dirección a la cancha con anhelo. Leona le leyó la mente y con un gesto rápido lo pegó contra la pared y le tapó la boca. —Qué pasa, boca sucia, ¿quieres llamar a tus amiguitos? —Ian negó con determinación, aunque era exactamente lo que quería hacer. Leona le cogió la cara y se la giró para mirarlo directamente a los ojos—. Pues lo siento. Pero no va a poder ser. Resulta que antes has dicho algo que me ha molestado un poco.
Tigre, que hasta ese momento parecía más ocupado en mirar su Instagram que en lo que estaba pasando, se giró hacia su hermana. —¿Qué te ha dicho? —Que si bebo de la taza del váter. Ian negó con vehemencia, él no había dicho aquello. Estaban sacando de contexto la broma, y si Leona le quitaba la mano de la boca, igual podría explicarse. O igual acababa cagándola más, que todo era posible. —¿En serio? —Tigre lo miró con desagrado—. ¿Cómo se puede ser tan maleducado? —añadió, pero enseguida centró la atención en su teléfono móvil. —Lo llevas claro, enano —se encaró Leona con Ian—. Vas a tener que compensarme… —dijo, mirando a su alrededor—. ¿Qué te parece si haces algo por mí? Ian, que vio la posibilidad de librarse de recibir una lluvia de collejas, afirmó sonriendo. Igual Leona no era tan mala persona. De hecho, hasta olía bien. Y eso Ian nunca lo hubiera imaginado, porque era hermana de Tigretón y este una vez lo agarró del cuello con el brazo y le metió el sobaco en la nariz y a rosas no olía. Ian estuvo días sin quitarse aquel hedor de la cabeza. Leona señaló el lodazal que había bajo sus botas de punta de acero y sugirió: —Podrías beberte este charco de agua, por ejemplo. ¿Mala persona? Leona era PEOR. Mucho PEOR. Ian analizó el charco: había colillas, lo que parecían restos de bocata y… cosas que no tenía claro qué eran, pero que sabía a ciencia cierta que buenas no iban a ser. No. Definitivamente prefería las collejas.
Negó con lo que, esperaba, fuera una determinación que realmente no tenía. —¿Te ha dado la impresión de que esto es una negociación? Leona le cogió el brazo y se lo dobló con fuerza haciendo que Ian se retorciera, y luego le puso la zancadilla para hacerlo caer. Pero algo sujetó al chico. Era la mano de Hera. Y era una mano muy poderosa. —Qué valientes, tres contra uno —murmuró, sin mirar a nadie en concreto. Ayudó a su amigo a ponerse en pie. Este, instintivamente, se colocó detrás de ella. Al verla, Tigre se puso tieso como una estaca. Ya conocía a Hera, había visto algunos de sus combates en YouTube y no tenía ganas de medirse con ella. La chica todavía llevaba puesto el kimono y la mochila con la que venía de entrenar y, aunque parecía estar muy concentrada en sus zapatos, sus manos estaban cerradas en puños y su actitud era la de estar preparada para entrar en combate. Pero Leona no se arredró como su hermano, y la desafió. —¡Eh, chula! —le gritó, al tiempo que se le acercaba de manera intimidante—. A mí, tus rollos de Jackie Chan me dan risa, así que lárgate si no quieres… — Hizo ademán de empujarla, pero Hera, mediante un rápido movimiento, la agarró del brazo y, con una llave precisa, la hizo retroceder y perder el equilibrio. Leona acabó en brazos de su hermano sin entender cómo había llegado hasta allí. —El amor de la familia es lo más bonito que hay en el mundo. Si no me doliera tantísimo el brazo aplaudiría —dijo Ian. Leona lo fulminó con la mirada. —Creo que deberíais marcharos —susurró Hera, sonrojada, pero sin dejar su posición de combate. Señaló el final de la calle, y dijo—: Esa es mi casa. Y
puede que mi abuelo salga en cualquier momento a ver qué pasa, porque gritas mucho —le espetó a Leona—. La gente que grita es porque no sabe defender con buenos argumentos lo que piensa y cree que diciéndolo más alto tendrá más razón. Pero eso no te da más razón, solo te convierte en una gritona.
—Eso es muy profundo —dijo Ian, con iración—. ¿Te lo ha enseñado tu maestro? —No. Un rapero que se llama Jian Pi —respondió Hera, sin sacar la vista de encima de su oponente—. ¿Has escuchado la maqueta que han hecho con Gael? —Ah, sí, buenísima. «No me gusta el sifón, ni el melón con jamón» —empezó a tararear su amigo. Pero calló de golpe cuando, tal y como Hera había predicho, la puerta de la casa del jardín de los gnomos se abrió. —Tú y yo no hemos acabado —siseó Leona al pasar a toda velocidad junto a Ian. El chico suspiró encogiéndose de hombros: —Lo sé. Al verlos finalmente marchar, Ian quiso compartir con Hera el viejo papel que había encontrado, pero en su mano solo quedaba un pedacito. Se volvió hacia sus enemigos y vio cómo Ratilla le sonreía al doblar la calle. ¡Ese ladrón miserable!
Daniela iba camino de su habitación, con mucho cuidado de no hacer ruido, cuando el detector materno se puso en funcionamiento: —La basura no espera —dijo su madre. Daniela giró sobre sus pasos, que arrastraba por el pasillo como alma en pena, y entró en la cocina, donde su madre acababa de vaciar los platos de la cena en el cubo de reciclaje. —¿No puedo tirarla mañana por la mañana? —suplicó, sin mucha convicción. —Hay pescado. —Y huele —murmuró ella por lo bajo, sin que su madre la oyera, como una canción que no le gustaba nada y que había escuchado cientos de veces. —Y huele —sentenció su madre—. Y si mañana por la mañana vas con prisas y te olvidas, la casa apestará a pescado. Y entonces, ¿qué harás? ¿Volverás a gastarme el perfume echándolo por todo el piso como si fuera ambientador, en el intento de que no me dé cuenta que, de nuevo, te olvidaste? —Eso solo pasó una vez. Hace eones. —El año pasado. —Lo que yo decía, muchísimo tiempo —respondió la chica, acercándose a su madre para coger las bolsas que le tendía. —¿Sabes dónde va cada una? Azul: cartón; en el amarillo, el plástico; y en el… —¿Me has tomado por un animal asilvestrado que no sabe reciclar? —la cortó Dani con un bufido. —Perdóneme, su excelencia —bromeó su madre, haciéndole una reverencia. —Es que cada vez que voy a tirar la basura me lo preguntas —se quejó la niña, con ademán de marchar. —Es que la primera vez…
—La primera vez me equivoqué porque siempre la tiraba… —Y ahí se calló de golpe. Su madre se quedó quieta. Hasta hacía un año siempre era el padre de Dani quien tiraba la basura por las noches, y Daniela nunca se había tenido que preocupar del tema. Pero ahora ya no vivía con ellas. Al ver la cara de agobio de su madre, Daniela sintió una punzada de compasión: —No te preocupes, mamá —la confortó—. Lo tengo claro. —Sin embargo, no pudo evitar proseguir con las quejas mientras salía de la cocina—: Pero tú no haces más que recordármelo cada noche. —Me parece que alguien está de muy mal humor hoy —silbó la mujer, en voz bastante alta, para que su hija, que ya estaba en el rellano, la oyera. Dani hizo como que no había oído nada. Aunque realmente su madre tenía razón. Tenía claro el motivo de su mal humor, lo que no estaba tan claro era cómo solucionarlo. Desde hacía un par de semanas, su padre ni la llamaba ni se había dignado a contestar los mensajes que le había enviado. Estaría muy liado en alguna de aquellas ferias tecnológicas a las que iba siempre a dar charlas sobre los aburridísimos programas de gestión empresarial que diseñaba, pero eso no era excusa para no dedicarle un rato. Tampoco debía sorprenderle: por eso mismo se había divorciado su madre de él, porque no dedicaba tiempo a la familia y, en cambio, estaba volcado totalmente en el trabajo. Eso los había llevado a discutir muchísimo durante una época, hasta que la mujer tomó la decisión de separarse. Daniela no pensó que el final de las discusiones en casa fuera también el final de las charlas padre e hija. Y eso le dolía mucho, porque ella siempre lo había defendido cuando surgía el tema, pero en días así veía que se le acababan los argumentos. Llegó a la esquina de su calle y cruzó al otro lado del carril bici, donde estaban los contenedores.
Dejó cada bolsa en su sitio, refunfuñando para sí, aún enfadada con su madre, cuando escuchó la aguda y chirriante risa de Ratilla. Se asomó al otro lado y vio a los del Banco del Fondo sentados en el portal de Tigretón y Leona. Estaban leyendo un viejo papel amarillo y arrugado. —¿Y crees que esto tiene algún tipo de valor para la Chiquipandi? —Tigretón no parecía muy convencido. Daniela, que permanecía oculta tras los contenedores, aguzó el oído. La Chiquipandi era uno de los motes con los que Tigretón solía referirse a ellos. —Lo llevaba como si fuera algo valioso, eso seguro —se defendió Ratilla. —¿Y ellos piensan que hay un tesoro al final de todo esto? —preguntó Tigretón incrédulo. —Pues no lo sé. Eso dice la carta, pero tiene pinta de ser viejísima. Es todo un poco extraño. Parece como un juego de rol, ¿no? Y fíjate en la fecha: 1984. —Pues entonces estará caducado. —¿El qué? —Ratilla no parecía comprender. —¡El tesoro! —exclamó Tigretón—. Después de tantos cientos de años, estará caducado. —Sí, y además no se entiende mucho. —Leona miraba por encima del hombro de su hermano—. ¿Qué significa «ornítico»? —¡Ornitológico! —puntualizó Ratilla. Leona le dio una colleja. —Vale, listillo. Lo que sea. ¿Qué significa? Ratilla se pasó la mano por el cuello, dolorido. —La ornitología es el estudio de los pájaros.
—Aburridísimo —terció Tigretón, quien hizo una bola con el papel y la tiró sobre la acera—. Si era importante para el pedorro de Ian, se ha quedado sin él; algo hemos ganado. Leona sonrió, pero no parecía muy convencida. —Pero aún tengo que ajustarle las cuentas —recordó. —Bueno, mañana será otro día —concluyó Tigretón, quien se levantó, dispuesto a ir a casa. Su hermana lo siguió. Ratilla se quedó un momento allí quieto, pensativo. Cuando Leona y Tigretón desaparecieron por la puerta, cogió de nuevo el papel arrugado del suelo y lo extendió con cuidado sobre el bordillo de la acera, alisándolo. Cuando ya estaba todo lo liso que pudo, sacó su móvil y le hizo una fotografía. —Por si acaso —murmuró para sí. Después, se levantó y se marchó, dejando el papel allí tirado.
Gael salió de clase y se dirigió hacia la entrada principal, donde estaban ya reunidos Daniela, Jian Pi, Iris, Hera e Ian, que parecía el más inquieto. —Bueno, ¿nos vas a contar al fin qué sabes? —saltó Ian en cuanto Gael se acercó a ellos. —¿Me dejas ver el papel? —pidió Gael a Dani, a modo de respuesta. Esta sacó la carta de uno de los bolsillos traseros de sus vaqueros y se lo entregó. Gael lo desplegó muuuy despacio. —Pero ¡si tenías la foto en el móvil! —exclamó Ian, impaciente. —Eres un teatrero —le dijo Jian Pi a su compañero de baile, sonriendo. Gael los ignoró a ambos y se acercó a la pared, donde estaban todas las orlas de graduación del instituto. Empezó a repasarlas hasta que sus ojos se quedaron clavados en una de las más antiguas, con fotografías de los alumnos en blanco y negro. —Aquí está nuestro amigo —sentenció, señalando una de las fotografías de la orla—. Soy bueno con las caras y los nombres. Y ese nombre me sonaba mucho. Todos se arremolinaron a su alrededor para ver la imagen que les indicaba. Y efectivamente, bajo la fotografía de un rostro afable de un hombre con bigote y gafas, estaba escrito el nombre y su cargo: Ricard Herzog, director. —¿En serio eres capaz de reconocer a este tío entre tanta gente? —Jian Pi señaló las orlas, que iban desde el año 1978, en que se inauguró el instituto, hasta el curso anterior. En cada una de ellas había al menos una treintena de alumnos del último curso, y una decena de profesores.
—Tengo buena memoria —respondió Gael, orgulloso. —Eres un friki —puntualizó su amigo. —No. —Gael hizo como que se lo pensaba—. No. Definitivamente, no es por eso. Es porque tengo una memoria prodigiosa. Sí. El otro le dio un manotazo en el hombro para que dejara de fardar. El silencio volvió al grupo. Miraban cada detalle de la orla. Automáticamente, Gael revisó la orla anterior y la posterior para comprobar una cosa: el director era otra persona, un tal Benito Zambrano. —Qué raro —murmuró Gael—. Solo estuvo un año como director, pero su sustituto fue el mismo que había estado el año anterior a él. No tiene mucho sentido. —Eso es porque él era el suplente de Benito. Gael se giró al oír a Ortega, el profe de matemáticas, que en ese momento salía del despacho y se había acercado a los chicos con curiosidad. —Era un tipo muy curioso —prosiguió el hombre, con aire nostálgico—. Muy vivo y despierto, muy avanzado a su tiempo. Tenía ideas… Hacía cosas muy divertidas. Realmente fue una lástima que no se quedara. A mí me encantaba como profesor. Los chicos se miraron entre ellos, y finalmente Gael le entregó el papel a Ortega. —Encontramos esto…
Ortega se puso las gafas y, tras leer apenas las primeras líneas, palideció y murmuró más para sí que para los muchachos: —No puede ser… —¿Qué no puede ser? —preguntó Iris intrigada. —¡Habéis encontrado la pista número siete! —exclamó emocionado—. ¡No me lo puedo creer! Hace más de treinta años que nadie encontraba una pista. —La he encontrado yo —dijo Ian, hinchándose de orgullo. —Bueno, quizá la primera vez —apostilló Daniela—. Luego ya tal. De nada. Ian iba a replicar, pero Ortega dijo, dirigiéndose al despacho de los profesores: —¡Venid conmigo! —Se detuvo, se volvió hacia ellos y agregó—: Yo os lo explicaré. Todos siguieron a Ortega y, cuando los Dragonxs hubieron entrado en el despacho y el profesor hubo cerrado la puerta tras ellos, Ratilla, que había estado escuchando la conversación a escondidas desde el hueco de la escalera, se acercó con cuidado y pegó la oreja a la puerta. Puede que a Tigretón y a su hermana no les interesara el tesoro, pero si encontrarlo significaba adelantarse a Iris y a su banda, entonces seguro que se lo pensarían.
Sentado a la mesa de su escritorio, Ortega encendió la luz del flexo para analizar bien la hoja de papel. —Herzog había viajado mucho —dijo, sin dejar de mirar la carta—, acabó aquí de casualidad. Zambrano, el director de entonces, tuvo un serio accidente de coche, y no iba a poder volver en todo el curso. A Ricard nadie lo conocía, venía de fuera, así que, al principio, los profesores eran muy reticentes a sus… manías. —¿Usted no era profesor? —preguntó Daniela sorprendida. —No. Yo era como vosotros. Alumno. —Ortega miró a la niña, extrañado—. ¿Cuántos años crees que tengo? —No sé…, ¿sesenta? —respondió ella, sin pensarlo demasiado. Ortega suspiró. —¿Cincuenta? —intentó remediar Dani. Gael, a quien no le importaba la edad del profesor y, además, veía que este se había ofendido, recondujo la conversación. —¿Qué manías? —preguntó, acercándose a él. Como por imitación, el resto se arremolinó alrededor de la mesa del viejo profesor para atender a su respuesta. —Bueno —Ortega se encogió de hombros—, eran otros tiempos y Ricard era demasiado… ¿Cómo decirlo? Moderno. Le gustaba improvisar las clases. Él impartía historia, ¿no? Pues, por ejemplo, en su hora de clase nos llevaba a dar una vuelta por el barrio, a enseñarnos tipos de edificios. A partir de ellos, nos explicaba las distintas épocas por las que había pasado la ciudad. También recuerdo una vez que vino a clase disfrazado de centurión romano. Y, a veces, dejaba que consultáramos los libros en los exámenes o ni siquiera hacía exámenes, se sentaba a charlar con nosotros para ver qué habíamos aprendido, y luego evaluaba según su criterio… No sé, cosas así. —¡Vaya caña de profesor! —opinó Ian asombrado—. ¿Por qué no hace usted lo
mismo? Ortega sonrió. —Sí, supongo que era una caña. Ahora sus métodos no sorprenden tanto, pero antes nadie los entendía. A la mayoría de los profesores y padres —apostilló— no les gustaba mucho su manera de enseñar, y se alegraron cuando Benito regresó al año siguiente. —¿Y qué fue de Ricard? —preguntó Ian. —Se quedó en la ciudad algunos meses más, pero luego se marchó a Estados Unidos, y ahí le perdimos la pista. —Ortega se encogió de hombros. —¿Y esto? —Gael señaló el papel—. ¿Lo del tesoro va en serio? —Yo siempre lo he creído así —dijo Ortega—. Antes de marcharse, cuando Benito ya estaba a punto de reincorporarse, Ricard nos reunió a todos, profesores y alumnos, y nos soltó… No sé cómo llamarlo… —¿Un speech? —aventuró Jian Pi. —Sí —rio el profesor—, digámoslo así, un discurso motivacional. Nos dijo que se lo había pasado muy bien con nosotros y que, para agradecérnoslo, había escondido un tesoro y que una serie de pistas nos conducirían hasta él. Nadie sabía cuándo ni dónde aparecería la primera, decía que era un tesoro en el tiempo, que no había límite para encontrarlo, y cuanto más se tardara en dar con él, más valor tendría…
—O sea, que va en serio; había un tesoro… —murmuró Gael pensativo. —Pues si dijo que cuanto más tiempo pasara más valdría, ¡han pasado siglos! — añadió Daniela—. Valdrá millones. —¿Siglos? Dirás solo unos años… —corrigió Ortega. —Bueno, más que años… —respondió la chica, calculando—, ¡décadas! Ortega suspiró, tenía que darle la razón. —Es mucho tiempo —afirmó Iris—, pero puede que siga ahí. —Sí. Eso también es posible —concedió el profesor—. Aunque en todo este tiempo nadie ha encontrado el tesoro. Todos abrieron mucho los ojos. —¿En serio? —preguntó Jian Pi sorprendido—. ¿Nadie? —Nadie —sentenció el hombre, y se encogió de hombros—. Los chavales de los últimos cursos, que adoraban a Ricard, esperaban impacientes la primera pista, y una semana después de que Herzog se fuera… llegó por correo. Todos nos hicimos una copia. Al parecer, cada una de las pistas llevaba a la siguiente, y la nueve era el mapa del tesoro. Así que imaginad… —¿Y qué pasó? —preguntó Jian Pi, mirando con los ojos muy abiertos a Ortega. Se había sentado en el suelo y tenía las manos apoyadas en la barbilla, completamente absorto en la historia. —¡Lo que pasó es que nos quedamos atascados en la pista seis! —El profesor rebuscó entre los cajones de su mesa, y al final sacó una vieja libreta. De esta sacó una hoja tan amarillenta como la que ellos habían encontrado—. Esta es la pista número 6, la encontramos casi tres años después de empezar el juego… Y fue la última, nadie consiguió hallar la siguiente, porque nadie descifró esta pista —les contó, mostrándoles la hoja.
—Habla de una puerta —se aventuró Ian—. Eso es evidente. —Sí. Llegamos a esa misma conclusión. Y la sala que más suda… —¡El gimnasio! —dijo Hera con entusiasmo. Luego, al ver que todos la miraban, bajó la vista, roja como un tomate, y añadió con un hilo de voz—: Vamos, digo yo. —Exactamente eso pensamos —secundó Ortega—. Solo que al revisar las puertas nadie encontró nada. Y unos alumnos del último curso, muy impacientes, acabaron arrancando la puerta y destrozándola para ver si la pista estaba dentro. —Y no encontraron nada —dijo Gael. —No. Nada. Y claro, después del destrozo…, hubo expulsiones. Malas caras. Reuniones con padres. Y el tema de la búsqueda del tesoro se prohibió… hasta quedar en el olvido. —Ortega se dirigió a Ian, intrigado—: ¿Y dónde dices que la encontraste? —En el pomo de la puerta de los lavabos de la cuarta planta. Delante del trastero. Ortega se dio una palmada en la frente con una sonrisa amarga en el rostro. —¡Claro! ¡Qué tontos! ¿Cómo no lo pensamos? —Los chicos lo miraron extrañados—. Un par de años después de que Ricard se marchara, se cambiaron las puertas del gimnasio, pero no las de , sino las del lavabo del vestuario, que estaban algo viejas. Pero eran de madera maciza, así que las reaprovecharon y las colocaron arriba. —¡Por eso nadie encontró la pista! —exclamó Iris entusiasmada al comprender lo que había pasado. —Exacto —afirmó el profesor, dando una palmada sobre la mesa.
Ian se quitó el gorro de arqueólogo aventurero y miró alrededor con gesto firme y decidido. Los alumnos del instituto, que llenaban las gradas que se habían instalado en el centro de la Dragonera, lo miraban expectantes, conteniendo el aliento. Allí estaban todos, animándole: también sus padres, e incluso su tía Laura, que llevaba un táper de muffins de plátano (sus favoritas) y se lo enseñaba, triunfante. —¡Los he hecho para ti! ¡Para celebrar que vas a encontrar el tesoro! —le gritaba. Ian cogió la pala que le tendió el profesor Ortega, disfrazado de Centurión Romano, y la puso sobre la gran X roja que el chico había dibujado en el centro de la Dragonera. —¡El tesoro está aquí! —gritó, señalando el punto exacto. Todo el mundo arrancó a aplaudir y a vitorearlo. Los Dragonxs también se encontraban en las gradas apoyándolo; habían sido de gran ayuda en la búsqueda del tesoro, pero como él era quien había encontrado la nota, el honor de desenterrar el tesoro era suyo. —¡Vamos a ser ricos! —gritó con todas sus fuerzas, dirigiéndose a ellos. Entonces, vio que Leona también estaba en la primera fila y le lanzaba besitos al aire. «Vale, estoy soñando, ¿verdad? —pensó, decepcionado—. Porque esto es más increíble que si ahora bajaran extraterrestres y se pusieran a disparar con rayos láser…» Y, como por arte de magia, de entre las nubes comenzaron a aparecer naves extraterrestres disparando rayos láser. La gente comenzó a gritar, desesperada, en un intento de que el héroe local los salvara: ¡IAN! ¡IAN! ¡IAN!
—¡IAN! ¡Que te estoy hablando! —lo zarandeó Gael molesto—. ¿De verdad te has quedado dormido? Ian se frotó los ojos, intentando volver al mundo real. Vio que se encontraban en el parque del Pollo, donde se habían tumbado en la hierba después de comer. Se debía de haber quedado traspuesto. —Perdona, es que… después de comer me entra un poco de tontería. —La tontería viene de serie —bromeó su amigo. Luego añadió, cruzándose de brazos—: O sea, que no te has enterado de nada. Ian le pidió perdón con la mirada y un mohín de la boca. —Perdona. ¿Qué me decías? —Que deberíamos buscar a alguien que sepa de pájaros. Para ver si puede ayudarnos. —Gael repasó de nuevo la nota—. ¿Cuál será el tesoro arquitectónico ornitológico de la ciudad? Se supone que arquitectónico hace referencia a un edificio, ¿no? Pero ¿que además sea ornitológico? ¿A ti te suena que haya algo construido para pájaros? —¿Un nido, tal vez? —Ian miró en dirección a los árboles del parque—. Aquí hay muchos. —Pero que sea un tesoro arquitectónico ya es más difícil. Y encima, es una nota de hace la tira de años. Puede que ese famoso tesoro ya ni exista. Han cambiado muchas cosas en la ciudad… —Pero piensa que si es un tesoro arquitectónico es probable que siga existiendo… —rebatió Ian, y puso cara soñadora—. Quizá es un nido de oro. —No te emociones, fiera. —Gael seguía pensando intensamente—. Dudo que haya pájaros que hagan nidos de oro. —¿Eres experto en pájaros? —No, no tengo ni idea de pájaros.
Jian Pi, que hasta entonces había permanecido en silencio, sentado junto a ellos, participó en la conversación: —Bro, yo conozco a un experto en pájaros, seguro que nos ayuda. Gael se lo quedó mirando con suspicacia. —¿Tu padre, ¿no? Jian Pi negó con rotundidad. —Mi padre no tiene tiempo de ayudarnos. Si le pido el favor voy a tener que echar más horas en el bar y paso. —Entonces… —Gael sospechaba a quién se refería su amigo, y no lo veía muy claro—. Si estás pensando en… —¿En qué estás pensando? —preguntó Iris, que acababa de llegar en ese momento. —Está pensando en vendernos al enemigo —respondió Gael—. Y me parece una idea horrorosa. Si les damos ventaja, nos ganarán la partida. —No seas así —insistió Jian Pi—. Dale una oportunidad.
Ratilla había estado dando vueltas al tema de la pista siete después de escuchar la conversación de Ortega y la Chiquipandi en el despacho de profesores. Si había alguien que sabía mucho de pájaros, un tema que a él le aburría sobremanera, ese era Tanque. Lo malo era que desde la historia de la estación de metro casi no lo había visto. Incluso parecía que los rehuía un poco, y había que sacarlo a rastras de su casa.
Por supuesto, ni Tigre ni Leona iban a recriminarle nada. Tanque vivía la vida tranquila del que mide casi dos metros y pesa cien kilos: poca gente está dispuesta a llevarle la contraria. Pero seguro que, al tratarse de su afición favorita, lo ayudaba sin dudarlo. Decidió no decirle nada a Tigre ni a su hermana de lo que pretendía. Si salía bien, ya se enterarían, y si salía mal, al menos no se burlarían de él como cuando les enseñó la séptima pista.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —les espetó Ratilla, molesto. —Hemos venido a hablar con Alberto. ¿Por? —Jian Pi se cruzó de brazos, desafiante—. ¿Qué problema hay? Tanque, que simplemente había saludado a Ratilla arqueando levemente las cejas, volvió a sumergirse entre las páginas de un viejo libro que estaba mirando. Como si toda esa gente en su casa, preguntando por pájaros, fuera lo más normal del mundo. Ni siquiera parecía sorprendido o preocupado por la irrupción de Ratilla. Este, viendo a los otros allí y a Tanque consultando atentamente el libro, llegó a la conclusión de que sus enemigos estaban ROBANDO información vital para su objetivo. No sabía si tomarse aquello como una traición, en cuyo caso Tanque se convertía en su enemigo, o bien… No tenía muy claro cómo reaccionar. Lo único seguro era que debía tener a Tanque de su lado, nunca del contrario: pensar en él como un enemigo daba mucho miedo. —Bueno. Problema ninguno. No sabía que Tanque… —Al oír su nombre, este lo miró con interés, cosa que hizo que a Ratilla se le secara la boca de golpe, y la voz le saliera más aguda de lo normal—, Alberto…, tuviera movidas con vosotros. —Yo no tengo movidas con nadie —dijo Tanque—. Y espero que nadie tenga movidas conmigo. Las movidas no son lo mío. Eso dejó el tema zanjado y a todos en silencio. Allí nadie quería movidas de ningún tipo con Tanque. —¿Sabes que Leona está deseando verte? —le susurró con una sonrisa maliciosa Ratilla a Ian, que estaba cerca de él. —Estupendo —respondió este, encogiéndose de hombros—. Ya sabe a qué insti voy… Al mismo que ella. Y que tú. Lo tiene fácil. —Qué chulo eres cuando ella no está delante. —Y qué chulo eres tú, ¿no?, que siempre andas detrás de ellos porque solo no
das miedo a nadie —se encaró Ian con él, alzando la voz. —Os rogaría que no subáis la voz, mi madre tiene migrañas y no le gusta el ruido. Y a mí tampoco —pidió Tanque, con voz pausada y la atención aún centrada en el libro. Pero, aun y haberlo dicho con un hilo de voz, el efecto que causaron sus palabras fue inmediato: la chulería se acabó enseguida. Ratilla se fijó en que Gael le sonreía mientras escribía en el móvil, así que supuso que el resto de la Chiquipandi debía de estar siendo informada en ese momento de lo que estaba pasando. Le dieron muchas ganas de hacer lo mismo, decírselo a Leona y a Tigre para que vinieran e igualar las fuerzas, pero no creía que aquello fuera a mejorar nada. Y quizá molestara a Tanque.
—Vale. Creo que ya sé lo que buscáis… —Tanque les mostró una de las páginas del viejo libro. Todos, incluyendo a Ratilla, se arremolinaron a su alrededor para ver la foto que había en ella. —Pero por la hora que es —prosiguió Tanque—, hasta mañana no vais a poder comprobarlo.
El sótano de la casa de los abuelos de Hera, que se utilizaba como cuarto de la lavadora y despensa, se había acabado convirtiendo a su vez en el gimnasio de la niña. Tenía tantos objetos de entrenamiento que no cabían en su habitación. También había allí un viejo sofá, un televisor, el tocadiscos y la colección de vinilos de su abuelo, así que, además de gimnasio, también era una suerte de sala de estar para la muchacha. Daniela asomó la cabeza por la puerta del sótano y vio a Hera golpear con fuerza el saco de entrenamiento. —¿Te molesto? —preguntó en voz baja la invitada al ver a su amiga muy concentrada en el ejercicio.
—¿Qué? ¡No! —respondió Hera. Dejó el entrenamiento y se quitó los guantes —. Es que después de cenar siempre le doy un rato, para mantener los músculos tonificados. —A veces me gustaría tener un saco para darle yo también. Hera le sonrió. —Pues por mí no te cortes. —Hera le lanzó los guantes, que Daniela cogió al vuelo, sin saber muy bien qué hacer con ellos—. Puedes venir siempre que quieras. Pegarle a un saco relaja mucho. ¿Qué, no te animas? —la exhortó, mientras se dejaba caer en el sofá y, con una pequeña toalla que había allí, se secaba el sudor de la frente. —Bueno… Es que… —empezó Daniela, sentándose junto a ella— mis padres se han divorciado. Supongo que lo sabes. —Bueno, sí… —Hera se levantó y abrió la nevera, sacó dos botellines de zumo y le tendió uno a Daniela. —Pues mi padre… es comercial, y siempre está de viaje. Supongo que ese fue uno de los motivos por los que se divorciaron. Hera no dijo nada, solo asintió y la dejó continuar. —Y desde que se fue de casa, cada vez lo veo menos. Es como…, como si al divorciarse de mi madre, también se hubiera divorciado de mí. No sé. Nunca tiene tiempo para charlar, para que le cuente mis cosas, para explicarme las suyas… y te juro que nunca hemos tenido malos rollos ni nada, es simplemente que… tengo la sensación… de que se está olvidando de mí… —Al decir aquello, se le aguaron los ojos—. ¿Crees que soy una exagerada? Hera le dio un abrazo y le sonrió. —No —dijo—. Para nada. Mis padres viven a ocho mil kilómetros de mí y hay días que los echo tanto de menos que me falta el aire. No creo que exageres. Es muy duro no tener a quien quieres cerca, pero eso no tiene por qué afectar a vuestra relación. ¿Has intentado hablarlo con él?
—Siempre está ocupado. Lo llamo y no me lo coge. —Bueno, pues díselo de alguna manera. —Hera cogió de las manos a su amiga y se las apretó para reconfortarla—. Mis padres están en otra franja horaria y trabajan un montón de horas al día, pero yo los quiero, ellos me quieren y lo hemos hablado, así que cada día, en lugar de levantarme a las ocho, me levanto a las siete y charlamos un buen rato. Díselo. Busca la forma, envíale un email, un mensaje de voz, uno de texto, algo que sepas que le va a llegar. ¿Tú crees que tu padre te quiere? Daniela asintió sin decir nada. —Pues explícale cómo te sientes. Exactamente como me lo has dicho a mí. Y plantéale que necesitas encontrar una solución, y que esté más en tu vida, y si no puede estar contigo porque viaja mucho, que te guarde un rato cada día para poder hablar. ¿Qué te parece la idea? Daniela le devolvió el abrazó a su amiga. —Me parece una buena idea. ¿Qué haría yo sin ti? —Bueno. Piensa que yo de mayor quiero ser psicóloga, así que aprovéchate ahora, que luego cobraré. Daniela se echó a reír y le dio un puñetazo amistoso en el hombro. —¡Qué mala eres! —¡Eeeeh, tienes una buena diestra! —Hera le señaló los guantes—. ¿En serio no quieres darle una tunda al saco? Daniela lo pensó un momento y se puso los guantes. —Creo que sí, que ahora sí que voy a darle su merecido. —¡Esa es mi chica!
Leona estaba tumbada en el sofá cuando el móvil de su hermano comenzó a vibrar. Tigre se encontraba en ese momento en uno de sus períodos de abducción: conectado a la consola, con los auriculares puestos y gritando a través del micro porque lo habían matado. Algo que pasaba muy a menudo. —¡Como te pille vas a flipar! —Tigre comenzó a pulsar frenéticamente el botón para hacer reaparecer a su personaje—. ¡Venga! ¡Venga! Que no se escape ese idiota. Leona sabía que su hermano era mediocre en los videojuegos. Un jugador del montón que no tenía paciencia para aprender. Su mejor baza en la realidad, intimidar a la gente, no servía de nada con los jugadores online. Así que los gritos e insultos, en verdad, eran en vano. —Da igual que le chilles —dijo Leona—. Es ruso. No te va a entender. Pero Tigre ni se enteró, estaba demasiado metido en el juego. Ese fin de semana, sus padres se habían marchado a la casa que tenían en la sierra, y no volverían hasta el domingo. Lo que significaba que su hermano estaría conectado a la consola día y noche, y a ella solo le quedaba escapar de casa para no oírlo bramar a todas horas. Podía llamar a Bulla, pero le daba pereza solo pensar en aguantar su cháchara interminable de cotilleos sobre gente que, en realidad, no le interesaba lo más mínimo. Estuvo un rato dando likes y haciendo comentarios dignos de hater en las fotos de algunas compañeras de clase. Cuando se cansó, de puro aburrimiento, cogió el móvil de su hermano para curiosear.
Leona pensó en decírselo a Tigre, quizá así conseguiría que dejara la consola un rato. —¡Toma! ¡Toma metralla! —gritó Tigre—. Ahora vas a comerte otra granada, ¡pringao! Leona suspiró; no le haría ningún caso. El poder centrifugador de la consola podía con todo. Se quedó mirando el mensaje de Ratilla sin acabar de entenderlo. No se lo pensó: marcó el botón de videollamada. Ratilla apareció en la pantalla. —Ah, hola, Leona… ¿Y Tigre? —dijo. Leona pudo ver que ya no se encontraba en casa de su amigo. —¡¿QUÉ HACES, PAVO?! ¡Como te pille, te mato! —rugió Tigre justo entonces. Ratilla abrió los ojos, espantado. —Calma, no va contigo —lo tranquilizó Leona—. Está conectado. Con el vicio. —Ah, vale —resopló Ratilla aliviado—. Dile que luego me conecto y podemos hacer una partida en equipo y lo apoyo en los flancos y… —Vale, no me cuentes tu vida —lo cortó Leona—. ¿Qué pasa con la Chiquipandi? ¿Qué hacían en casa de Tanque? Ratilla miró tras su espalda antes de contestar: —Le han pedido ayuda… —Como estaba en la calle, y había ruido, se acercó el teléfono a la boca para susurrar—: Están buscando el tesoro. Leona puso cara extraña, como de no saber de qué hablaba Ratilla, y este, que seguía su camino, miró a un lado y a otro antes de volver a repetir «el tesoro» en un susurro tan leve que la otra apenas lo oyó. —¿Me estás vacilando, Ratilla? —reaccionó Leona, finalmente—. ¿Ya estás otra
vez con eso de los ornigofrónicos? —¡Ornitólogos! —Lo que sea —respondió Leona, dispuesta a dar la conversación por zanjada—. Chau. —¡Que no! —exclamó el chaval, para que Leona no colgara—. ¡Que va en serio! —Luego, bajó la voz de nuevo, como si estuviera compartiendo un secreto con ella—: Hace años, un director del instituto enterró un tesoro, y dejó una serie de pistas, y… —¿Me tomas el pelo? —lo interrumpió Leona. Ratilla suspiró. Convencerla iba a ser más difícil de lo que creía. —Tanque ha ayudado a los Dragonxs a encontrar la siguiente pista, y mañana irán a buscarla. —¿Y qué tesoro puede haber ocultado un director de instituto? ¿Un montón de exámenes corregidos? ¿Libros de mates? ¿Un montón de tizas de colores? ¿Un carnet de la biblioteca? —rio la chica.
—No lo sé —reconoció Ratilla—. Pero antes de que Iris o… —al muchacho se le iluminó el rostro— Ian lo encuentren, yo voy a intentar buscarlo. Aunque solo sea para fastidiarles. Voy de camino al parque central, ahí está la siguiente pista. Y mañana, cuando vayan… —Sonrió. —No vas a poder entrar. El parque está cerrado de noche —le recordó Leona. —Bueno…, saltaré. —Ratilla volvió a hablar en voz baja—: Mi hermana mayor lo hace. Sé cómo. Eso decidió a Leona, que también necesitaba una excusa para salir de casa y acabar con el aburrimiento. Colgó al muchacho, y fue a por la chaqueta, dispuesta a acompañar a Ratilla en su búsqueda. Tenía una cuenta pendiente con Ian, y la iba a saldar. —¿Adónde vas? —preguntó Tigre, quien apartó la mirada un segundo de la pantalla para prestarle atención. —A que me dé un rato el aire —respondió ella, ya en la puerta. —Pues cómprame algo… —dijo Tigre, y sacó distraídamente un par de arrugados billetes de su pantalón y los tiró sobre la mesa—. Una pizza, un refresco, unos dónuts… o algo dulce. Y tabaco. —¿Tengo cara de ser tu sirvienta? ¡Levanta el culo y te lo compras tú! Pero su hermano ya había dejado de prestarle atención, y volvía a estar enganchado a la pantalla. —¡Pero serás imbécil! ¡Toma granada! —gritó—. ¡Chúpate esa! —Nada como tener un niño rata por hermano para hacerte salir de casa — murmuró la chica, antes de cerrar la puerta de entrada tras ella—. O salgo de casa o le rompo la consola en la cabeza —sentenció.
Era viernes, y todos los viernes, en casa de Iris, se cenaba pizza. Era una tradición conocida en la jerga familiar como «la notte». Y saltarse ese evento se consideraba alta traición. Como eran muchos en casa (Iris tenía cuatro hermanos mayores a los que los Dragonxs apodaban los Hermanos Dalton), su padre, defensor a ultranza de «la notte», se dedicaba a cocinar gran cantidad de pizza casera. Y como siempre sobraba, los invitados ocasionales también eran muy bienvenidos. Martín, que así se llamaba el padre de Iris, estaba sacando una pizza picante de cebolla y pepperoni del horno cuando Iris entró con Gael e Ian en la cocina. —¡Oh, papá, qué bien huele! —dijo la chica. —Y sabrá mejor —añadió Martín. Al percatarse de la presencia de los amigos de su hija, los invitó a quedarse—: ¿Queréis cenar aquí? —¡Usted no sabe lo que es invitar a este a comer! —rio Gael, señalando a Ian—. Le vaciará la nevera. —Tú no sabes lo que es mi padre haciendo pizzas —le respondió Iris—. Hace tanta pizza que deja incluso a mis hermanos fuera de juego. Sobra pizza para un regimiento. Y —añadió, para dejarlo más claro— te garantizo que mis hermanos tragan tanto como Ian o más. Ian, que no había quitado la vista de las pizzas que ya estaban en la mesa, levantó la mano. —Contad conmigo —dijo. Solo ver las pizzas se le hacía la boca agua. Gael también levantó la mano. —En mi casa hay salteado de verduras —contó—. Me quedo. Spook entró entonces en la cocina moviendo la cola, alegre, pues no había visto a Iris en todo el día. Esta se arrodilló para acariciarlo, a modo de saludo. —¡Hola, hola! —le dijo al perro, en tono cariñoso—. ¿Quién es mi pequeño?
El enorme perro, que pesaba casi ochenta kilos, parecía estar de acuerdo en ser «su pequeño», porque se puso a hacerle todo tipo de monerías a su dueña, y se tumbó en el suelo bocarriba para que esta le rascara la barriga. —La verdura es comestible. La pizza es un placer —afirmó Ian, tras meditarlo un segundo—. Y esta tiene una pinta… Mi comida favorita es la pizza, y las patatas fritas. —¡Chooocaaaa! —exclamó Gael, que estaba totalmente de acuerdo con su compañero—. Voy a preguntar en casa si puedo quedarme. Gael sacó el móvil, e Ian lo imitó. —A ver… He hecho dos vegetales, una barbacoa y otra de pollo, la de atún y… ¿qué os parece si la última la hago tropical?
A los dos chicos se les iluminaron los ojos, y asintieron. Martín sacó una nueva bola de masa de pizza de la nevera y se puso a condimentarla sobre la mesa. —Bueno, ¿y qué habéis hecho esta tarde? —preguntó. —Buscar un tesoro de hace mil años… ¿Qué te parece? —respondió Iris, sonriendo. —Lo escondió un director del instituto —apostilló Gael. —¡No me digas que aún se habla de ese tesoro! Vaya… —dijo el padre de Iris —. Cuando yo iba a vuestro insti hace… —… siglos —se burló la niña. —Algunos años —corrigió Martín—, también había gente que lo buscaba. ¿Cómo se llamaba el director? —Herzog. Ricard Herzog —respondió Gael. —¡Eso! Era muy simpático. Siempre tatareaba por los pasillos, y nos recitaba poesía. A veces venía disfrazado a clase. Un tío divertido. ¿Y cómo es que os habéis metido en esto? Hace un montón de años que la búsqueda se paró… Ian sacó el papel y se lo enseñó. —Encontramos una pista. Martín soltó una carcajada. —¡No lo puedo creer! —Cogió la hoja y la leyó con curiosidad y avidez—. ¿Y habéis resuelto el acertijo? —Pues sí —respondió Iris—. Mañana iremos a investigar.
A Ratilla le costó más de lo que creía saltar la verja de dos metros que delimitaba el parque central. Pero lo que no esperaba era tener que trepar un enorme árbol. —¿En serio pretendes subir hasta allí arriba? —preguntó Leona. —Si no lo hacemos nosotros, lo van a hacer ellos por la mañana. —Pero ¡¿cómo van a trepar allí?! —Leona señaló el árbol, que se erguía majestuoso hacia arriba—. Es que ni con una escalera, ni con cuerdas ni con nada… ¿Cómo van a hacerlo? ¡Es imposible! ¿Van a traer una grúa o qué? —Pues no lo sé… Ratilla miró a su alrededor. —¿Qué buscas ahora? —rezongó la chica cruzándose de brazos. —Una piedra. Para tirarla. Leona negó con fastidio, pero se puso a ayudarlo. ¿En qué estaría pensando para dejarse liar por Ratilla? Eso era el efecto de los gritos del pesado de su hermano contra los que jugaba, que la sacaban de sus casillas y la hacían hacer locuras. ¿A quién se le ocurría acompañar a Ratilla en vez de quedar con Bulla para ir al centro comercial y criticar a las de clase? Ratilla volvió con un par de piedras enormes que había cogido de la zona de la verja. —Está demasiado alto —dijo Leona, sin esperanza—. Es imposible que puedas darle. Es que ni vas a llegar. —Por intentarlo… —respondió el otro, sopesando la primera piedra. —Procura que no te dé en la cabeza cuando caiga. —¿El nido? —No, la piedra.
—¿Quieres intentarlo tú? —Ni de coña, me han hecho las uñas esta tarde y no voy a destrozármelas solo porque a ti te da que ahí arriba hay un tesoro. —No hay un tesoro, solo la octava pista. —¿En serio? —Leona no lo podía creer. —¡Te lo dije antes! ¡No me escuchas! —¿Cómo voy a escucharte, si no dejas de decir tonterías? De repente, algo crujió. Y una voz les asustó. —¿Se puede saber qué estáis haciendo? —El guarda del parque los observaba, de brazos cruzados y con cara de pocos amigos—. ¡El parque ha cerrado hace más de media hora! Ratilla dejó caer la piedra disimuladamente. —Es que… Estamos… —Leona pensaba a toda velocidad, pero no se le ocurría ninguna excusa convincente. —Sí, ya… —dijo el guardia serio—. No sois los primeros que entran en el parque de noche para estar solos, ¿sabéis?
—¡NO! —exclamó Leona en cuanto entendió lo que aquellas palabras significaban. Se había puesto colorada. Ratilla no estaba mucho mejor. Solo que él palideció. —N-no —atinó a decir—. Hemos venido a… Yo quería… Fue incapaz de seguir hablando. Señaló lo alto del roble. El guarda miró hacia ese punto. —¿Qué pasa? ¿Se os ha colado una pelota? Ratilla afirmó, no muy convencido. Leona, que en realidad era muy cobarde, arrancó a correr en dirección a la verja, sin mirar atrás y a toda velocidad. —¡Eeeeh, que la puerta está cerrada! —advirtió el guarda. Ratilla seguía sin reaccionar, clavado al suelo. El guarda lo miró, y el chico le sonrió nervioso. —¿Qué le pasa a tu amiga? ¿Tanta vergüenza le da que os haya pillado besándoos? Entonces, Ratilla sí se quedó mudo. Le dio tanto apuro que el guarda lo mirara de ese modo, con media sonrisa en la boca, que salió disparado tras su amiga, pues lo único que quería era desaparecer de ese lugar. —¡Pero qué hacéis! —exclamó el guarda, viéndolos trepar la verja con rapidez y dirigiéndose hacia ellos—. ¡Que os vais a hacer daño! ¡Esperad, y os abro yo la puerta! —los instó—. A ver, chavales, que cada noche pillo a dos o tres parejitas aquí, que no os preocupéis, que no es para tanto. Esa última frase los puso aún más nerviosos. Sin ni siquiera mirarse, siguieron su huida. Al final lo consiguieron, aunque Ratilla perdió un trozo de camiseta al engancharse con la verja al saltar.
—¡Os vais a hacer daño! —gritó el guarda preocupado. Pero no pudo decir nada más porque los chavales ya habían desaparecido calle abajo.
—Así que sabéis donde está la siguiente pista… —dijo Martín, con una sonrisa burlona—. ¡Venga! ¡Sorprendedme! —En el roble centenario del parque central —respondió su hija—. En la copa hay un enorme nido de cigüeñas. Creemos que ahí está la pista. La idea es… —¿Creéis que un director de instituto enviaría a los alumnos a escalar un árbol de más de doce metros para destrozar un nido de cigüeñas histórico en la ciudad? —preguntó Martín, con las cejas arqueadas. —Dicho así suena fatal —concedió Ian. —Sí, no suena muy bien —murmuró Gael. —Y eso sin contar con que haya huevos en el nido… porque, entonces, las cigüeñas os lo van a poner muy pero que muy difícil… —El padre de Iris juntó los dedos de la mano derecha, en forma de pico, y empezó a hacer cosquillas a los chicos. Todos se desternillaron de risa. No obstante, Iris apenas sonrió ligeramente. Su padre era muy gracioso, pero tenía razón: encontrar la siguiente pista estaba complicado. —Peeero —dijo Martín alzando el dedo índice y sonriendo con picardía— hay otro enorme tesoro ornitológico arquitectónico que se os ha pasado… Uno que lo tenéis tan cerca que ni habéis reparado en él… Uno seguro, cómodo y al que el director del instituto podía acceder fácilmente sin necesidad de pelearse con cigüeñas… Un tesoro… reluciente y grande… Iris y sus amigos lo miraban con curiosidad, pero sin entender a qué se refería. Martín se levantó y comenzó a dar vueltas por la cocina, imitando a una gallina. Gael e Ian se miraron, y no pudieron contener la risa. Estallaron en carcajadas. —Estáis tan cansados de verlo cada día que ya no lo veis, aunque lo tengáis delante —insistió el hombre. De repente, todos comprendieron, y adivinaron la respuesta.
—¡El parque del Pollo! —rugieron. —¿Me estás diciendo que he estado durmiendo la siesta todo este curso encima de la pista? —preguntó Ian sorprendido.
—¿Vamos? —exhortó Gael excitado—. ¡Antes de que se nos adelanten! —¿Quién se nos va a adelantar? —respondió Iris—. Nadie sabe dónde está la pista excepto nosotros. Y en ese momento saltó la alarma del horno: la pizza estaba hecha. —Yo creo que me voy a quedar a cenar pizza y ya si eso vamos mañana a por la pista —dijo Ian hambriento. Todos estuvieron de acuerdo.
En Espacio Emoción había un salón de videojuegos, una bolera, camas elásticas y una piscina de bolas para los más pequeños. Los altavoces petaban atronadores con música electrónica, que se mezclaba con los ruiditos de las máquinas de videojuegos y las conversaciones, gritos y risas de los adolescentes. Espacio Emoción era uno de los sitios más ruidosos un viernes por la noche, pero Leona lo prefería a tener que aguantar a su hermano. Después de la aventura del parque y el susto que se habían llevado, no tenía muchas ganas de volver a casa, así que los pies la habían llevado hasta allá. Vio a Bulla bailar dándolo todo en una de las máquinas. A su amiga le encantaba el baile, y no se le daba nada mal. Había dejado su bolso a un lado, del cual sobresalían un montón de tiques para el resto de las máquinas. Al finalizar la partida, Leona se puso a su lado para saludarla. —Buah, tía, esto es casi como ir a una clase de spinning —dijo irada. Bulla se secó el sudor con la manga de la camiseta. —¿Vamos a pillar algo de beber? Leona asintió. —¿Cómo es que tienes tantos tiques? —preguntó. Bulla se encogió de hombros con una sonrisa. —Si compras bonos, ¡te dan premios! Cada noche me llevo alguna cosilla, un mechero, un peluche… Chorradas, pero bueno… Me hace ilusión —explicó la otra, mientras se sentaban en el bar—. Pensaba que ya no ibas a venir.
—Ni yo, pero es que me estaba agobiando en casa. Bulla se acercó a ella y le dijo al oído: —¿Te has enterado de que hay un tesoro en el insti? Leona suspiró. Otra. —Algo he oído. —Pues no lo has oído todo. Según me han dicho, el tesoro vale mucha pasta. Leona puso los ojos en blanco. —Si te lo ha dicho Ratilla… —¡Que no! ¿Qué va a decir ese? Ortega, el de mates, nos lo contó en clase esta tarde… —¿Y dijo específicamente que lo que había en ese tesoro valía mucha pasta? —Bueno, dijo algo parecido… Dijo que la persona que lo había enterrado había escrito que cuanto más tiempo se tardara en encontrarlo, más valdría. Han pasado un puñado de años, ¿no? Pues ahora, sea lo que sea, valdrá… ¡MILLONES, TÍA! Leona se quedó pensando durante un instante. —¿Y dijo algo más? —Que había una nueva pista… —Sí, sé cuál es. Ratilla la encontró. —Ortega colgó una foto de la pista en las redes del insti… Está todo el mundo como loco buscando el tesoro.
—Pues si lo están buscando tan bien como Ratilla, van listos —masculló Leona, recordando el episodio del guarda. —¿Qué crees que puede ser el tesoro? —Ni idea, pero no me creo que valga oro. ¿De verdad se creen que un pobre director de instituto va a dejar algo realmente valioso a los alumnos? ¿Recuerdas cuando hicimos los juegos culturales de verano? Nos decían que a los ganadores nos darían grandes premios y sorpresas. ¿Y recuerdas los premios y las sorpresas? ¡Un diploma fotocopiado y una bolsa de chuches! —Oye, ¡y no te olvides de la camiseta de la asociación de madres y padres de alumnos para el primer premio! —recordó Bulla, riéndose a carcajadas. —¡Si era mejor no ganar! —¡Qué camiseta más fea! ¡Y con el logo del instituto! No me la ponía yo ni para estar en casa… Me pongo yo esa camiseta y me sale alergia de lo fea que era. Leona sonrió y se quedó mirando a unos chavales que estaban cambiando una pila de tiques por un peluche diminuto. Puede que el tesoro no valiese nada, pero aunque fuera una chorrada como ese peluche minúsculo, no le hacía ninguna gracia que la Chiquipandi lo encontrara. —Yo no creo que sea un verdadero tesoro —dijo entonces Leona, retomando el tema—, pero ¿puedes averiguar si los Dragonxs han encontrado algo? —Claro. Pero no serán los únicos que busquen…
Jian Pi llegó, subido a su monopatín, cuando el resto de la banda ya estaba reunida alrededor de la estatua del gallo. La base de la escultura era una gran losa de granito con un reloj de arena cincelado en una de sus caras. Encima de esa base se erguía una enorme escultura de metal oxidada de un gallo. —Mirad —observó Gael, señalando una parte bajo la losa un poco más hundida y donde no crecía hierba—. Ahí es donde duerme Ian sus siestas. Tiene el hueco con la forma de su culo hecho. —Eres tope de gracioso, chaval —respondió este, dándole un empujón amistoso —. Las siestas están recomendadas por los médicos, listo. Así tienes energía por la tarde. Y yo, que hago waterpolo después del insti, necesito energía. —Chicos, centraos —interrumpió Iris. Releyó la pista y dijo, sin quitar la vista del papel—: Aquí pone que hay que cavar. Spook pareció entenderla, porque se acercó a ella y levantó la pata. Iris sonrió, y le acarició la cabeza. —Ian, ¿te animas a ayudar a Spook? —bromeó Gael. —Estás graciosete hoy —respondió su amigo. —Yo he traído esto —dijo Jian Pi, y sacó una pequeña pala de plástico. —Es una pala de niños —rio Gael—. ¿Te has traído también el cubo para hacer castillos de arena? —¿Acaso has traído tú algo, bro? —le respondió el otro. Gael negó con la cabeza—. Pues entonces no te quejes de mi pala de playa. Que hasta le he tenido que dar un euro a mi hermano para conseguir que me la dejara. —¿Por qué tú te llamas Jian Pi y tu hermano Pedro? —preguntó Ian, a quien de repente le había asaltado la duda.
—¿Y por qué tú te llamas Ian? —rebatió Jian Pi, algo irritado. —Porque a mis padres les gusta mucho el actor que hace de Gandalf en la peli de El señor de los anillos —explicó este tranquilamente—. Y resulta que este actor se llama Ian, y decidieron ponerme el mismo nombre que él. Mis padres son unos frikis, es lo que hay. —Pues mis padres nos pusieron Jian Pi y Pedro porque les dio la gana… O no sé, porque la verdad es que no se lo he preguntado nunca. Gael, que se había acercado a Iris para revisar la nota también, preguntó: —¿A qué se refiere con lo de «la mitad del tiempo»? Daniela sacó el móvil para consultarlo en Google. Pero no le dio tiempo, porque el mismo Gael, analizando la estatua, continuó: —Bueno, igual no es tan rebuscado. La mitad del tiempo en un reloj de sol serían las seis, ¿no? Justo ahí —dijo, y señaló los números romanos «VI» en la parte inferior del reloj. —Puede… —secundó Daniela—. Fijaos en que señala justo a un lado del pie del pedestal. —¡Puede ser! —exclamó Iris, y le indicó a Spook que se acercara. Se arrodilló justo debajo del número y empezó a dar palmadas en el suelo—. Vamos, pequeño, ¡busca! ¡Busca! Spook se puso a arañar la tierra como si debajo de esta estuviera enterrado el hueso más sabroso del mundo. Jian Pi, al ver la maña del animal, guardó de nuevo la pala en la mochila. —Bueno, parece que no la vamos a necesitar. —Pero ha sido buena idea traerla, en serio —le dijo Gael, guiñándole un ojo. —Gracias, bro. De repente, cuando el hoyo ya tenía un par de palmos de profundidad, Spook
dejó de cavar y se puso a olisquear y a mover la cola. Iris se arrodilló a su lado y exclamó: —¡Eh, Spook ha encontrado algo! No sin esfuerzo, logró coger lo que escondía la tierra, y lo limpió con las manos. —Es un tarro de mermelada de cristal —dijo al leer lo que ponía en la tapa. Se lo enseñó a los demás, estaba sucio y cerrado. La tapa se había oxidado y, por más que la muchacha intentara abrirlo, no había forma. —Rómpelo contra el suelo —sugirió Daniela. —No creo que sea buena idea, se va a llenar todo de cristales… Y tampoco sabemos si lo que hay dentro se puede romper también. —¿Me lo dejas? —Gael cogió el tarro y, tras limpiar los restos de tierra con la manga, lo levantó para ponerlo a trasluz y tratar de ver lo que contenía—. Hay una cosa que parece una pila gorda… —¿Una pila? —Hera se situó detrás de Gael para poder mirar también—. Eso no es una pila, parece un carrete de fotos.
—¿Un carrete de fotos? —Ian la miró extrañado—. ¿Eso qué es? —¿No sabes lo que es un carrete de fotos? —Hera lo miró atónita—. Se usaban en las cámaras de fotos, antes de que todos hiciéramos fotos con el móvil. —Mis padres guardan una —dijo Jian Pi—. Pero tiene poca definición y memoria, caben pocas fotos y la batería le dura nada. —Tú hablas de una cámara digital, esto de aquí… —dijo Hera, al tiempo que intentaba abrir la tapa del tarro, que empezó a crujir. La capa de óxido cedió y consiguió abrirla. Sacó el carrete del fondo del tarro y se lo enseñó a todos— es de cuando las cámaras eran analógicas. El carrete hay que revelarlo, así podremos ver las fotos que haya dentro guardadas. —¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó Daniela. —A mi padre le gusta hacer fotos con cámaras antiguas —explicó su amiga—, y revela las fotos él mismo. —¡Pues nos puede echar una mano! —se alegró Jian Pi—. Le podemos pedir que nos enseñe qué hay dentro del carrete, ¿no? Bueno, sacar las fotos… Lo que sea que se haga para verlas. —Se imprimen en papel fotográfico —sonrió Hera—. El problema es que mi padre vive a ocho mil kilómetros de aquí, dudo que pueda ayudarnos… — finalizó la muchacha. —No pasa nada —resolvió Daniela, quien se acercó a Hera y cogió el carrete de las manos de su amiga—. Hay una tienda de fotografía detrás de mi casa. Hacen fotos de carnet y de bebés, felicitaciones navideñas y todo eso… Igual pueden echarnos una mano. —¡Claro! —exclamó Ian—. De pequeño mis padres me llevaban a hacerme fotos con el Papá Noel que está delante de la tienda en Navidad, y luego, a los días, íbamos a buscarlas. Y hacían eso de imprimirlas en papel. Mi abuela tiene un montón de álbumes. —¿A qué esperamos entonces para ir a revelar el carrete? —dijo Iris.
—Bueno…, hay un problema… —comentó Gael. —¿Cuál? —preguntó Iris, sin comprender nada. —¿Sabéis de quién es esa tienda? —Gael los miró, preocupado. —Oh-oh… —dijo Ian. —Ahora entiendo cuál es el problema —asintió Iris. —Vaya —suspiró Daniela. Jian Pi se tapó las manos con la cara y negó con la cabeza. —¿Soy la única que no se entera? —preguntó Hera, que no sabía por qué sus amigos habían reaccionado de aquella manera.
Como cada sábado por la mañana, Ratilla salió de la panadería. Sus padres dejaban que se quedara con el cambio, que invertía en comprarse sobres de cromos de fútbol. Era una afición que tenía desde pequeño y que había heredado de su padre, que a principios de los noventa había comenzado sus propias colecciones y ahora tenía más de veinticinco años de álbumes guardados. No es que ninguno de los dos fuera especialmente forofo de ningún equipo, pero lo de completar el álbum era un ritual que empezaba cada curso y que les entretenía bastante. Cuando se acababa la colección, plastificaban el álbum y lo guardaban en una estantería, junto a los otros. Pero ese día, después de comprar los sobres, no sintió la punzada de nerviosismo por ver si le salía alguno de los ocho cromos que le faltaban. Estaba preocupado: tenía miedo de hablar con sus amigos, si es que todavía lo eran. Después del encuentro con el guarda la noche anterior, le entraba el pánico cuando pensaba en encontrarse con Leona, que no estaba acostumbrada a que la gente la reprendiera y había salido del parque a toda velocidad, marchándose sin darle tiempo siquiera a pedirle perdón. Y lo peor de todo no era eso, sino que se había cruzado con Pedro, el hermano de Jian Pi, y este le había contado que la Chiquipandi había quedado delante del parque del Pollo. ¡Del Pollo! ¿Cómo había podido ser tan tonto? ¡Le habían tomado el pelo! Y lo peor… Tanque estaba metido en el ajo o, quizá, le habían tomado el pelo a él también. Leona, que ya debía de estar bastante enfadada con él, lo iba a matar. Y justo cuando estaba pensando en ella y su hermano, el móvil comenzó a vibrarle en el bolsillo.
Ratilla sonrió aliviado, al parecer seguían siendo amigos, y de nuevo estaban de su parte. Bueno, al menos Tigre, pero si él lo apoyaba, Leona acabaría perdonándole el error de la noche anterior. Ahora lo que tenía que hacer era averiguar qué habían descubierto los Dragonxs, cuál era la siguiente pista y, sobre todo, adelantarse a ellos para encontrar el tesoro.
Antes de entrar en casa, se comió la punta de la barra de pan recién comprado, que todavía estaba caliente, y sonrió. Volvía a estar alegre. Metió la mano en el bolsillo y palpó los sobres de cromos, que tendrían que esperar. Entró en la cocina, dejó el pan sobre la encimera y, antes de volver a salir por la puerta de entrada, advirtió a su madre: —¡Mamá, me voy a dar una vuelta! —¡A las dos en casa, que viene tu abuelo a comer! —respondió esta desde el comedor, donde estaba viendo un concurso en el televisor. —Vale —dijo Ratilla, retrocediendo por el pasillo y asomando la cabeza en el salón. —¿Y los cromos? —preguntó su padre al verlo. Ratilla fue hasta él y se los dejó en el regazo. —¿No los abrimos juntos? —se extrañó su padre. —¿Lo dejamos para después de comer? —pidió Ratilla.
—Esto no lo hacemos para divertirnos —afirmó Tigre muy serio, sentado en el respaldo del banco del fondo de la Dragonera—. Se trata de fastidiar a Iris y a su bandita. Su hermana y Tanque lo escuchaban. Ratilla no había aparecido, probablemente no se atrevía a enfrentarse a Leona, aún. Tigre encendió un cigarrillo y pegó una larga calada. Una señora que pasaba con el carrito de la compra, al verlo tan joven y fumando, lo reprendió. —Oiga, ¿le digo yo algo con la cara de pasa que tiene? —se le enfrentó el chico. —Eres un maleducado. —La señora no se arredró, incluso se acercó a ellos—. Y no deberías sentarte así, ensucias el asiento. Tigre, que no esperaba que la mujer le respondiera, se sintió muy cortado, se levantó y se sentó de forma correcta. —Solucionado —dijo, con un tono entre irritado y chulesco—. ¿Ya está contenta? La señora del carrito suspiró, asintió y siguió su camino murmurando «esta juventud…».
Leona, que estaba pendiente del móvil, señaló la pantalla. —Dice Bulla que en el grupo de wasap de clase solo se habla del tesoro, y que un montón de gente lo está buscando. —Tenemos que ser los primeros —dijo Tigre, volviéndose hacia su hermana. Tanque parecía no prestarles atención. Ni siquiera los miraba. Tenía la vista clavada en sus pies. En cuanto los Dragonxs supieron que la pista indicaba otro lugar, le mandaron un mensaje, y le volvieron a dar las gracias por su ayuda. Incluso lo habían invitado a ir con ellos en busca de la pista siguiente. Pero eso le habría traído malas caras con Leona, Tigre y Ratilla. Y no le gustaba estar a malas con nadie. Pero, aunque no lo demostrara, estaba bastante enfadado con ellos, con Ratilla sobre todo, pues había intentado tirar abajo el nido de cigüeñas a base de pedradas. Por suerte, el guarda los había visto porque, si de verdad Ratilla lo hubiera conseguido, Tanque, que odiaba el enfrentamiento y las peleas (aunque no lo dijera, porque le venía bien que nadie lo supiera), se hubiera enojado de verdad. Y eso que consideraba a Ratilla uno de sus pocos amigos. Los tres se quedaron en silencio, sumidos en sus pensamientos. Leona sacó de uno de sus bolsillos del pantalón un puntero láser que Bulla le había regalado del Espacio Emoción y se puso a jugar con él. Al cabo de un momento, apareció un gato callejero que salió del parque más allá de la cancha, y comenzó a volverse loco tratando de cazar el punto rojo. Leona estaba tan enfrascada en su juego con el felino que ni se dio cuenta de que Tigre lo estaba hablando. —¡Oyeee! —insistió él. Al fin, Leona lo miró. —¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Han dicho algo más en el wasap? Leona revisó el móvil, y abrió mucho los ojos. —¡Cuarenta y siete mensajes nuevos! —exclamó, y se puso a leer—. Iraya dice que Iris le ha contado que esta mañana tus «amigos» han estado en el parque del Pollo haciendo agujeros… —¿El parque del Pollo? —Eso pone. —Pues entonces ya tienen la nueva pista —maldijo su hermano—. Hay que averiguar cuál es la siguiente, porque solo quedará una hasta el tesoro… Va a ser divertido cuando se lo robemos en la cara. Tigre se puso en pie y aplastó la colilla contra el suelo.
Se quedó mirando la vieja escultura del gallo. Alguien había removido el suelo a los pies de la estatua. Habían excavado un hoyo y luego lo habían vuelto a rellenar. ¡Seguro que habían encontrado algo allí! Ahora tenía que averiguar el qué… Y solo había una persona de confianza que podía enterarse rápido de todo. Sacó el móvil y buscó en su agenda de números favoritos. Al segundo tono, Bulla contestó. —Rata, ¿qué tripa se te ha roto? —Sabes que no me gusta que me llames Rata. —Por eso precisamente lo hago —rio ella. —¿Quieres que te llame Nerea? —Puedes llamarme como te dé la gana. ¿Es solo para esto o quieres algo? Me están haciendo las uñas y estaba subiendo una story… —Perdona. Te llamaba por si puedes hacerme un favor, a mí y a Tigre… —¿Qué favor? —Esta mañana la Chiquipandi ha encontrado una… cosa en el parque del Pollo. —Aaah, el tesoro. —¿Ya lo sabes?
—Algo sé… —afirmó Bulla, haciéndose un poco la remolona—. Los han visto cavando delante del gallo. Se ha corrido la voz, pero se han largado antes de que llegara la mitad de la clase, al parecer ahora todos se han vuelto locos buscando el tesoro. Ah, y Leona también me ha llamado, estaba bastante cabreada con alguien que yo me sé. De hecho, no sé si debería estar hablando contigo… Ratilla supo, sin lugar a duda, que en cuanto colgaran, Bulla llamaría a Leona para decirle que había estado hablando con él, y trataría de meter más cizaña todavía. Conocía a Bulla de toda la vida, y sabía de su afición por hacer que la gente discutiera y se enemistara. —Ya. Mira, fue fallo mío, y quiero pedirle perdón, ¿vale? —Ok. Ambos se quedaron en silencio. —¿Algo más? —preguntó la chica. —¿Sabes qué han encontrado? En el parque. —Bueno… No sé lo que han encontrado. Pero sé dónde han ido después de encontrarlo… —¿Cómo consigues enterarte de todo? —dijo el chico impresionado. —¡Porque los he visto mientras me hacían la manicura! Los he tenido justo aquí delante de mis narices, en la tienda de fotos. Ahora ya se han ido. —¿La tienda de fotos? —¿Estás sordo o qué te pasa? —¿La tienda de fotos de…? —Que sí, tolái, la tienda de fotos de tu abuelo.
Ratilla llegó sudando y casi sin aliento a la tienda de su abuelo, quien ya estaba cerrando la persiana. —¡Hombre, dichosos los ojos! Mi querido nieto se digna a venir a verme. —Su abuelo sonrió al decirlo. —¿Es ironía? —resopló Ratilla, no muy seguro. —Si no fuera porque tu madre me invita a comer a vuestra casa el fin de semana no te vería el pelo —respondió el anciano. —Pues ahora estoy aquí —respondió Ratilla, un poco a la defensiva—. He venido a buscarte. El hombre lo miró con desconfianza, entrecerrando los ojos. —Algo querrás —dijo, y echó a andar calle abajo. —¡Jo, abuelo, cómo eres! —Te conozco. Ratilla se quedó callado, y anduvo un rato en silencio al lado de su abuelo. Hasta que no pudo aguantar más. —Bueno… Sí. Quería preguntarte algo. —El hombre lo miró, arqueando las cejas, como diciendo: «Lo sabía»—. Pero no te voy a pedir dinero, ¿eh? —Esta sí que es nueva. —Es que hoy unos amigos del insti han ido a tu tienda… Su abuelo se lo quedó mirando con suspicacia y solo respondió con un «ajá». El silencio volvió a imponerse. Su abuelo no se lo estaba poniendo nada fácil. Ratilla insistió: —¿Qué querían? —A ver, tengo una tienda de fotos… ¿Qué es lo que podrían querer?
—No sé… —Ratilla tuvo que hacer un esfuerzo por pensar en las cosas que hacía su abuelo en la tienda—. ¿Hacerse una foto de grupo para una felicitación navideña? —¿En mayo? —bufó su abuelo. —Pues no tengo ni idea —se rindió el chico. El abuelo lo miró y, viendo su abatimiento, se detuvo y suspiró. —Querían revelar un carrete de fotos. Ratilla también se detuvo, extrañado. —¿Un carrete de fotos? —El anciano asintió—. Abuelo, ¿tú me harías un favor? —No. —Por favor, yayo. —Ni hablar —contestó el hombre, reanudando la marcha. —Es muy muy muy importante para mí… Porfa, porfa, porfa… —suplicó, con cara triste, la misma que ponía cuando quería pedirle dinero. —Que me pongas cara de perro pachón no me vale —respondió el anciano—. Puede que te sirva para sacarme uno o dos euros, pero esto… Que ya me imagino por dónde vas, ya te digo yo que no. —¡Pero si solo necesito una copia de esas fotos, yayo! —Te he dicho que ni hablar —zanjó su abuelo, tajante. —¡Pero es que ellos me lo han robado! —mintió el chico. —¿Qué? —Yo tenía que encontrarlo primero… —murmuró, con verdadera rabia y pena —. No lo entenderías. Su abuelo volvió a detenerse y lo miró fijamente, serio.
—¿Por qué no? —Es una cosa del insti, una búsqueda del tesoro, y ayer me tomaron el pelo, y se me adelantaron, y… —Ratilla sollozó. Su abuelo le pasó el brazo por encima del hombro, intentando confortarlo. Ratilla describió el episodio del nido de cigüeñas, argumentando que los Dragonxs le habían mentido y engañado con pistas falsas para que se dirigiera al lugar equivocado y así ellos habían aprovechado para tomar ventaja.
También se inventó que aquello era un proyecto del instituto que daba puntos de cara a la evaluación, y que por culpa de las artimañas de los Dragonxs no iba a sacar buena nota. Por eso era tan importante que su abuelo compartiera las fotos con él. Estas, quizá, le harían recuperar el tiempo perdido y alcanzarlos en la competición. Al final, cuando ya estaban llegando a su casa, Ratilla estaba seguro de que tenía a su abuelo en el bote. —¿Así que es un proyecto para el instituto? —quiso asegurarse este. —Te lo juro, yayo. Su abuelo se quedó pensando unos instantes. —Bueno, haremos una cosa entonces. No voy a darte una copia, porque eso sería ilegal, pero, si quieres, puedes venir conmigo a echarme una mano esta tarde a la tienda y, así, me ayudas a revelar, entre otros, ese carrete. ¿Qué te parece? —¿Cuándo irán a recoger las fotos? —Bueno, en principio el lunes. Los sábados por la tarde no abro la tienda; aprovecho para adelantar trabajo. Ratilla sonrió. Eso le daría dos días de ventaja con respecto a los otros. Y, vale, quizá su abuelo no le diera una copia de las fotos… pero siempre podría hacer capturas de estas con el móvil. —Me parece genial —resolvió, y abrazó a su abuelo—. Gracias, yayo.
El lunes por la mañana, y nada más entrar en el instituto, Iris notó que se respiraba un ambiente distinto. Todo el mundo cuchicheaba sobre el tesoro. —¿De verdad que vais a compartir la pista? —Iraya corrió a su encuentro en cuanto la vio entrar en clase—. Porque algunos no se lo creen. —¿Qué es lo que no se creen? —preguntó Gael, que entró en clase detrás de Iris. —Que vamos a compartir la pista con el resto del insti. —¿Ah, sí? —respondió el muchacho, con los ojos como platos. —Pues claro, esto lo hacemos por diversión, ¿no? Está bien compartirlo —dijo su amiga. —Bueno, pero nosotros hemos encontrado la pista —argumentó él—, a mí me daría un poco de rabia hacer todo el trabajo y que el mérito luego se lo lleve otro… A modo de respuesta, Iris se encogió de hombros y se dirigió a su pupitre. Gael iba a imitarla cuando Jian Pi entró corriendo en el aula, echó un vistazo a los alumnos que había en ella y, al verlos, exclamó: —¡Tenéis que venir! ¡AHORA! ¡Es por lo de la pista…! Aunque se había dirigido a Iris y a Gael, la mitad de la clase salió en tromba detrás de Jian Pi, que los guio hasta el pasillo de los trofeos del instituto, donde encontraron a Ratilla acorralado por un montón de alumnos, entre ellos Ian y Hera. —Bueno… Ya vale con la broma —se defendía el chico—. Deje pasar, que llego tarde a clase… Hera le sonrió, pero se interpuso en su camino, evitando que Ratilla pudiera escapar. —¿Qué pasa? —preguntó Gael.
—Lo hemos pillado intentando llevarse esto. —Ian señaló una de las enormes fotos enmarcadas que había colgadas en el pasillo. En ella se veía a un antiguo equipo de baloncesto posando junto a la copa de encuentros interescolares. Uno de los escasos triunfos deportivos que había tenido el instituto en su historia. —Yo no quería llevarme nada, solo estaba mirando —se defendió Ratilla. —La ha descolgado y se la estaba escondiendo en la mochila —acusó Ian. —¿Esta es la siguiente pista del tesoro? —aventuró Iraya, observando la fotografía de cerca. Gael, sin querer perder comba, se situó a su lado e hizo exactamente lo mismo.
Ratilla no dijo nada. —¿Y cómo sabías tú cuál era la siguiente pista? —preguntó Jian Pi suspicaz—. ¡Eso es que has visto las fotos! —¿Qué fotos? —preguntó otra alumna—. ¿Esta es la pista? ¿La foto? —dijo, señalando la que permanecía colgada—. ¿O hay más? Todo el mundo empezó a hablar a la vez, y se formó un barullo tremendo. Hasta que Iris pegó un silbido que hizo que todos se callaran inmediatamente. —La pista era un carrete de fotos —explicó—. El viernes lo llevamos a la tienda de su abuelo —prosiguió, y señaló a Ratilla—, y está claro que él ha visto las fotos antes que nadie.
—Nuestra idea era recoger las fotos hoy y compartirlas en el grupo de clase — dijo Jian Pi. —Estupendo —murmuró Gael. Iraya lo fulminó con la mirada. Ratilla echó un vistazo alrededor para calibrar su situación: había al menos veinte alumnos de diversos cursos rodeándolo. Y algunos lo miraban con mala cara. Vio a Tanque entre ellos, pero cuando intentó, con un gesto, decirle «échame una mano», el gigante le dio la espalda y se dirigió a clase. Parecía que ya había tenido bastante aventura del tesoro. —Bueno, yo… —empezó a decir mientras pensaba a toda velocidad una excusa. —Venga, se acabó el circo. —Leona apareció entre la multitud y la disgregó de malas maneras—. Dejad al chaval tranquilo, ¿os va el bullying o qué? Los pocos que permanecían allí se marcharon, incómodos. Excepto los Dragonxs que, aprovechando la dispersión, se acercaron, curiosos, a mirar la foto. Ratilla suspiró aliviado. Miró a sus enemigos, pero sonó el timbre que marcaba el inicio de las clases, Leona le hizo un gesto con la mano, llamándolo, y la siguió hasta el aula. Antes de entrar, esta le susurró: —¿Es verdad? —¿El qué? —preguntó el chico, sin saber de qué hablaba. —¡Tío, lo de la pista! ¿Está en la foto? Antes de contestar, Ratilla se aseguró que nadie más pudiera oírle. —Sí —susurró a su vez—. En el carrete solo había una foto… ¡Esa! —exclamó, y señaló en dirección a la enorme foto enmarcada que colgaba en el pasillo. —Bueno… Hay que procurar que nadie se la lleve —dijo Leona—. Igual el mapa está escondido ahí.
—Eso he pensado yo —confirmó el chaval. Entonces, Ortega, que estaba a punto de entrar en clase y los vio cuchichear en el umbral de la puerta del aula, los interrumpió: —¿Algún problema, chicos? —Nada, cosas de… clase —salió Leona al paso, con una sonrisa falsa. ¿Los habría oído el profesor? No estaba segura. —Ya. Nada. Claro. Venga, entrad en clase —los azuzó—, ¡que ya ha sonado el timbre! Leona se volvió hacia su compañero. —Luego lo comentamos. —Y le advirtió, dándole en el pecho con el dedo—: Y en vez de ir de listo, podías habérnoslo dicho, y te hubiéramos ayudado con la foto. No la vuelvas a cagar. El chico bajó los ojos, avergonzado y dispuesto a disculparse, pero se quedó con la palabra en la boca, porque Leona ya había entrado en la clase.
Cuando el abuelo de Ratilla les entregó el sobre con la foto, no parecía muy contento. —Solo había una foto en el carrete. Todo lo demás estaba vacío. —No hay problema —agradeció Iris. —Mi nieto me ha dicho que era una cosa del instituto. ¿Es cierto? Porque se puso muy pesado con vuestra foto. Ian iba a contestar algo gracioso, pero Daniela se le adelantó, e hizo un gesto a su amigo para que callara. —Sí, es un trabajo en grupo —corroboró—. Como un juego de pistas.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Ian, al bajar en dirección a la Dragonera. —Es que... —Daniela se ajustó las gafas, tal como hacía siempre que reflexionaba—. Creo que Ratilla está pasando un mal momento. —¿Qué? —Ian parecía confuso—. ¿Ahora te da pena? ¡Si es un seguidista! —¿Qué es un seguidista? —preguntó Hera. —El que sigue al matón de la clase —explicó Jian Pi—. Ya sabes, el que le ríe las gracias y trata siempre de estar a buenas con él. —En el caso de Ratilla, era Tigre —prosiguió el relato Gael—, pero, desde que lo echaron del insti el curso pasado, ahora el puesto «de honor» lo ocupa su hermana, y Ratilla intenta pelotearla, pero parece que no se le da tan bien como con Tigre. —Entonces no me gustan los seguidistas —decidió Hera. —Son mejor los amiguistas —le dijo Jian Pi con una sonrisa en los labios y un guiño del ojo.
Iris, que caminaba en silencio al lado de Daniela y seguía observando la foto, no comentó nada, pero miró a su prima. —Creo que Ratilla se ha tomado lo del tesoro muy en serio —insistió esta. —¡Yo también me lo tomo muy en serio! —exclamó Ian. —Pero tú lo haces porque te divierte, ¿no?
—¡Claro! —respondió—. Lo importante es pasarlo bien. —¡Y encontrar el tesoro! —añadió Gael—. ¿Es que soy el único que piensa en eso? No lo olvidemos. Que parece de repente que la gente se olvida de que al final de todo esto hay un tesoro. TE-SO-RO. Y el tesoro solo es para el primero que lo consigue. El segundo se lleva un cofre vacío. —Ya, pero… ¿y si al final no hay tesoro? —dijo Daniela, quien volvió a ajustarse las gafas y luego suspiró—. ¿Y si en esa foto no hay nada o no sabemos descifrar la pista? ¿O si encontramos el tesoro y son un montón de exámenes corregidos de hace treinta años? —Que sea cualquier cosa menos eso, por favor —rio Ian. Para entonces, habían llegado a la Dragonera. Se sentaron en círculo en medio de la cancha, como hacían cada vez que tenían reunión. —Pues… Si no hay tesoro… —Iris miró a su alrededor—. No pasa nada, ¿no? —Claro, para nosotros no pasa nada —dijo Daniela, mirándolos a todos, muy seria—. Pero ¿qué pasará con Ratilla? ¿Cómo creéis que se lo van a tomar Tigre y su hermana? —Es su problema —rebatió Jian Pi—, por juntarse con quien no debe. —No haberse metido —secundó Gael. —A lo mejor solo quiere que se le tenga en cuenta —dijo Daniela, y miró a Hera, porque sabía que ella lo entendería. Hera le devolvió una sonrisa—. Quizá no lo haga muy bien, pero creo que en realidad lo único que quiere es que lo valoren. Todos se quedaron en silencio, pensando en ello. —¿Y qué propones? —preguntó Iris.
Al día siguiente, al entrar en clase, Ratilla vio a Iris hablar con Ortega junto a la mesa del profesor. En cuanto se dieron cuenta de su presencia, callaron. Y eso lo inquietó. Iris se dirigió a su sitio y, al pasar a su lado, le dejó encima de la mesa una copia a color de la foto de la pista ocho. —¿Y esto? —preguntó el chico, desconfiado. —Por si a ti se te ocurre algo que se nos escape a nosotros. Podemos trabajar en equipo. Ratilla no entendía el cambio de actitud de Iris, pero no tuvo tiempo de pensar sobre ello, porque Ortega cerró la puerta del aula, dispuesto a empezar la lección. Para sorpresa de todos, en vez de comenzar explicándoles matemáticas, se paseó por las filas de pupitres, entregando a cada estudiante un par de guantes azules de látex. —¿Esto es para hacer matemáticas? —preguntó una alumna. Ortega sonrió antes de responder: —Hoy vamos a hacer una clase diferente. Vamos a potenciar la mente deductiva, que es una parte importante de las matemáticas, y quizá no la hemos sabido potenciar a base de problemas y problemas de pizarra que consiguen aburrirme hasta a mí. —A mí me parece estupendo —dijo Ian—. Todo lo que sea dejar de lado los problemas... —Además, está el tema de la foto que lleva al tesoro y que a todos parece interesaros mucho de repente —agregó el profesor. Ratilla se volvió para mirar a Iris. ¿Qué le habría dicho aquella chivata? ¿Le habría contado que intentó robar la foto? Iris, que se había percatado de que Ratilla tenía los ojos fijos en ella, señaló a Ortega para que le prestara atención.
Este sacó la enorme foto de una bolsa de tela que había en el suelo y la puso encima de su mesa. —Vamos a ver… —dijo. Con ayuda de las tijeras abrió las lengüetas de la parte posterior del marco y sacó la imagen—. Vamos a analizarla, seguro que entre todos conseguimos averiguar la nueva pista. Quiero que os paséis la foto, el marco, y hasta el cristal, para que los reviséis a conciencia. Pero no quiero juegos ni tonterías, id con mucho cuidado. De ahí los guantes: pensad que la foto es muy antigua. Cuando acabéis, compartiremos ideas y deducciones.
—¿Y había algo escondido detrás de la foto? —preguntó Gael. Echados a su lado, a los pies de la estatua del parque del Pollo, se encontraban Iris, Jian Pi e Ian, que se estaba comiendo el bocadillo del almuerzo. —Nada —dijo Iris—. Ni detrás de la foto ni en el marco. —¡Menudo chasco! —exclamó el chico—. ¿Y en el cristal? Recuerdo que había una tinta invisible que se hacía con limón, la hicimos una vez en clase. —Pues como le hayan dado al limón con cristalimpiales lo llevamos claro — apostilló Ian. —Limpiacristales —lo corrigió Jian Pi.
—Eso he dicho —dijo el otro. —No exactamente, pero bueno. —No había ningún mensaje secreto en el cristal —aseguró Iris—. Tiene que ser algo más fácil… Nosotros siempre nos complicamos la vida y en realidad todo es más sencillo. El resto asintió. Iris tenía razón. La chica siguió hablando: —En clase, alguien ha tenido una idea. Hemos quedado esta tarde con él en la Dragonera. —¿Con quién? —preguntó Gael, lleno de curiosidad. —Ratilla —contestó su amiga. —¿De verdad? —dijo Gael, sin poderlo creer—. Sabéis que si le dejamos participar, va a contárselo a Tigre, y ganarán ellos. Habremos hecho el esfuerzo para nada. Jian Pi le pasó la mano por encima del hombro, pero Gael se la quitó con fastidio: —Venga, bro… Esto no es una carrera. Eres demasiado competitivo —dijo Jian Pi. —¿Qué hay de malo en ser competitivo? A mí, esos rollos del instituto de lo importante es participar… ¡me parecen un pastel! Si no importa quién gana… ¿para qué se hacen las competiciones, por qué hay premios? Y oye, si no importa quién gana, deje ganar siempre, y todos contentos, ¿no? —Ese es el problema —señaló Jian Pi—, que no sabes perder. Cuando pierdes te pones de mal humor, y no puede ser. —Es que no es solo eso —se defendió Gael, poniéndose en pie—. A mí lo que decía Daniela de que se va a quedar sin amigos…, pues oye, que se lo curre, como todo el mundo. A los amigos hay que mantenerlos y cuidarlos… Si ha
elegido como amigos a esos dos idiotas de Leona y Tigre, es su problema. Iris, que había comprobado en el móvil que era hora de volver a clase, también se levantó. —Bueno. Tú sabes que te queremos, ¿verdad? —dijo con una sonrisa. —Qué tonta eres —respondió el muchacho. —Lo digo porque si piensas que te vamos a cambiar por Ratilla… lo llevas claro. Tú siempre serás nuestro gruñón favorito. —¿Gruñón? ¿En serio? —dijo Gael, yendo detrás de ella, pues Iris caminaba ya hacia el instituto. —¡Gruñón! —gritó la chica, y echó a correr, entre risas. —¡Como te coja! —gritó Gael a su vez, corriendo tras ella y riendo también.
Daniela dejó las cosas del instituto sobre la cama, y se sentó a comerse un yogur con cereales mientras revisaba distraídamente el móvil. Habían quedado en la Dragonera en media hora, así que tenía tiempo de merendar con calma. Su madre trabajaba en el turno de tarde y no llegaría hasta las nueve pasadas, así que podía salir con sus amigos y luego volver a casa y preparar la cena para los tres. «Para las dos», pensó, rectificándose mentalmente.
Eso hizo que recordara la conversación que había tenido con Hera. Abrió el WhatsApp, buscó el o de su padre y comenzó a redactar un largo mensaje.
Haber quedado con los Dragonxs hacía que Ratilla se sintiera raro, como un traidor. Le daba miedo encontrarse en la cancha con Tigre y Leona y tener que dar explicaciones, por eso respiró aliviado cuando comprobó que la pista estaba vacía a excepción de los Dragonxs, que ya estaban ahí, puntuales. Incluso en eso cumplían. Y le daba rabia. Si él hubiera quedado con los del Banco del Fondo, ¿cuánto se hubieran retrasado? ¿Se habrían presentado siquiera? Y eso que eran ellos los que siempre decidían cuándo y dónde quedaban. —¿Qué tal, Carlos? —le dio la bienvenida Iris, al verlo. Ratilla se sorprendió. Hacía tanto tiempo que nadie que no fuera de su familia le llamaba Carlos que le sonaba extraño en boca de la muchacha. Miró al resto del grupo, y los saludó tímidamente con la mano. Estos, en general, le devolvieron el saludo. Gael era el único que estaba más serio, pero aun así, forzó una sonrisa. —Bien… Supongo —respondió, y se sentó con ellos en el centro de la cancha. Echó un vistazo al banco del fondo, donde normalmente se sentaba con los otros, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda—. Bueno. ¿Habéis averiguado algo más de la pista? Iris negó con la cabeza. Gael, sin embargo, comentó: —Sí y no… Si no hemos encontrado ninguna pista en el marco ni en la propia foto, o en el cristal, es que está escondida en la imagen... —Claro, Hera y yo pensamos lo mismo, que igual la pista está en alguno de los que aparecen en la foto —secundó Daniela—. Podríamos averiguar quiénes son e ir a preguntarles y hablar con ellos. —Eso sería muy complicado —respondió Iris—, y nos llevaría mucho tiempo. Es algo más fácil, ¡estoy segura! —Por eso… —Ratilla se sorprendió al comprobar que todos se volvían hacia él para escucharlo con atención, como si de verdad fuera importante lo que iba a
decir—, creo que hay que fijarse en lo esencial. —Sacó la copia que Iris le había entregado de la foto, la desplegó, la puso sobre el suelo de la cancha y la aplanó bien para que todos pudieran verla—. Y para mí, lo esencial es esto —dijo, y puso el dedo en un punto central de la imagen. —La copa del torneo. La copa que ganaron —murmuró Gael, que empezaba a entenderlo. ¡Ratilla era realmente bueno! —Esa es la copa que está en la vitrina de trofeos, delante del gimnasio — resolvió Jian Pi—. Podríamos hablar con Ortega a ver si nos deja verla de cerca.
—Sí —dijo Ratilla, a quien eso no se le había ocurrido. —Y mejor guardar el secreto, de momento —advirtió Gael, mirando fijamente a Ratilla—. Porque si algún animal se entera de que quizá la última pista está en la copa, es capaz de robarla. —Eso sería una locura —susurró Ratilla. Pero Gael se fijó en que había apartado la mirada al decirlo. —¿Esto que nos has dicho, se lo has comentado a Leona y a Tigre primero? — quiso asegurarse. Ratilla lo miró asustado. —¿Y qué pasa si se lo ha comentado? —salió Daniela en defensa del nuevo—. Pues es lo normal, son sus amigos, ¿no? Lo guay es que lo comparta con nosotros también. Gael bufó y se cruzó de brazos. Iris intentó poner paz. —De todas formas, hasta mañana por la mañana no podemos comprobarlo. Ahora el insti está cerrado —dijo. —Para ser sincero…, eso no es así… —confesó Ratilla con un hilo de voz culpable. —¿A qué te refieres? —preguntó Ian.
Todos los martes y jueves, el instituto permanecía abierto un par de horas por la tarde, después de finalizar las clases y las extraescolares. Ese tiempo se aprovechaba para dar refuerzo de matemáticas. Y Leona debía asistir. Aunque era lista, no atendía en clase. Y eso hacía exactamente también en repaso, distraerse con el móvil, que miraba a escondidas del profesor. Pero esa tarde no le importaba estar allí. Esperaba, paciente, al final de la clase para ejecutar la idea de Ratilla. Si salía bien, se iban a reír un montón de los Dragonxs. Y ella, en particular, del insoportable de Ian. Solo había un punto del plan que la preocupaba: cómo abrir la vitrina, porque estaba cerrada con llave. Y no tenía ni idea de cómo conseguirlo, quién la guardaba. Su hermano, el bestia, le había propuesto colarse con el bate de béisbol que le habían regalado para su cumple, romper la vitrina y llevarse la copa, pero ella, que sí tenía cabeza, se había negado en redondo. Además, tampoco tenía claro que, esta vez, Ratilla no se equivocara. —¿Puedo hacer una pregunta? —dijo, levantando la mano para que la viera el profesor.
Ortega, que acababa de escribir uno de sus largos e increíblemente aburridos problemas en la pizarra, se volvió hacia ella, con cara de sorpresa. —Es la primera pregunta que haces desde que empezamos estas clases —sonrió —. Por favor, pregunta, pero no me digas que quieres pedir permiso para ir al lavabo; me decepcionaría mucho. —No exactamente —respondió ella, con una sonrisa falsamente amable—. Pero tampoco es de mates, lo siento. He tenido una idea relacionada con el tesoro…
Al llegar al instituto, Gael se sorprendió al ver a algunos compañeros frente a la entrada. Miró al resto de los Dragonxs y preguntó: —¿Qué hacéis aquí? —No entendía que hubiera tantos alumnos en el instituto en horas no lectivas. —Los avisé yo —dijo Iris—. Si encontramos la última pista… llegaremos al tesoro. Gael sintió un cosquilleo que le subía por la espalda. Fue él quien primero entró en el instituto, y todos lo siguieron. Se encaminaron en tropel al pasillo de las vitrinas, para analizar la copa. Pero esta no estaba. Había desaparecido y, en su lugar, solo quedaba una marca de polvo.
—Vaya —dijo Gael, a quien no le sorprendía que el trofeo no estuviera en su lugar—. Parece que alguien se nos ha adelantado y se ha llevado el mapa. Hubo un tumulto general, pues el resto de los alumnos desconocía qué había ocurrido. Gael miró a sus amigos. Jian Pi lo miró preocupado; Ian le hizo el signo de ok, pero tenía la mandíbula apretada. La única que sonreía era Daniela. —Te veo muy contenta —le susurró Hera a su amiga. —Luego te cuento —contestó esta, con un brillo misterioso en los ojos. —¿Cómo habrán conseguido la llave? —se preguntó Ian. Iris, que había oído voces en el aula de refuerzo de mates, señaló en esa dirección y dijo: —Fácil, pidiéndola.
Entraron en tropel en clase y se arremolinaron alrededor de la mesa de Ortega. Este había quitado la base de la copa y estaba desdoblando lo que parecía un amarillento mapa. Las ocho cabezas de los de refuerzo se apelotonaron más al darse cuenta de que los Dragonxs y otros alumnos también intentaban ver la pista. —¡Profesor! —exclamó Leona—. ¡Aquí hay alumnos que no son de recuperación! ¿A que no pueden entrar en clase? Ortega alzó los ojos, y fue entonces cuando vio a la multitud de chicas y chicos a su alrededor. Sonrió. —La clase ha terminado hace diez minutos, Leona. No seas tan picajosa. —Pigacosa lo serás tú… —murmuró la muchacha. —Es picajosa —terció el profesor, que a pesar del tono bajo de su alumna había oído la respuesta—. ¿Sabes lo que significa? La chica se puso colorada. Tuvo que itir que no. —Pues lo buscas en el diccionario. O en San Google, que no sabéis hacer otra cosa —zanjó Ortega, y volvió a centrarse en el mapa. Leona no dijo nada, pero fulminó con la mirada a Ratilla, que había entrado el último y se había mantenido detrás del gentío, tratando de pasar desapercibido. Su misión era entretener a Iris y la Chiquipandi, no traerlos directos a fastidiarle el plan. —¿Es un mapa del insti? —preguntó Iris intrigada. —De la cuarta planta, para ser más exactos —confirmó el de mates, tras inspeccionarlo un momento. —Y si hacemos caso a lo que pone aquí… —Gael señaló un punto en el mapa. —… hay un cofre enterrado bajo un montón de colchonetas apestosas al fondo del trastero —acabó Ian la frase por él.
Ninguno podía creer que el final de todo aquello estuviera a apenas unos metros de donde había empezado, con la pista en el pomo de la puerta. Pero, si lo pensaban, tenía todo el sentido del mundo. Después de todo, la búsqueda del tesoro la había preparado uno de los directores del instituto. Lo normal es que la búsqueda empezara y acabara allí. Por un segundo, se hizo el silencio y nadie se movió. Pero entonces, Gael, Ratilla y Leona salieron disparados del aula en dirección a la escalera. Tras un instante de sorpresa, el resto de chicas y chicos salieron también de clase, en una estampida general, detrás de ellos.
—Corred, corred —dijo Ortega, divertido, al encontrarse solo en clase. Recogió sus cosas, que guardó en la cartera, y se puso la chaqueta—, que las llaves de la puerta del trastero las tengo yo.
A Ortega le costó llegar hasta la puerta del trastero, de tantos alumnos agolpados que había delante de ella. Antes de abrirla y dejarles entrar, les indicó que tuvieran cuidado, pues en esa estancia había muchos muebles y objetos viejos, y si alguno se hacía daño, a él se le caería el pelo. Pero de poco sirvieron sus advertencias porque, tan pronto la puerta quedó abierta, los alumnos entraron en tromba hacia el final de la habitación, donde sabían que se encontraban las colchonetas. —Profe. —Ratilla se había quedado al lado de Ortega, sin participar en la frenética labor de búsqueda de sus compañeros—. ¿De verdad cree que hay algo? —Bueno… No lo sé. —Ortega se rascó la cabeza—. Aquí no sube nadie, así que si Herzog escondió un tesoro en este trastero… es muy probable que siga ahí. Ratilla sonrió. Los alumnos, a excepción de Leona, que se había quedado a un lado de brazos cruzados y quejándose del mal olor, apartaban la pila de colchonetas, tratando de llegar al fondo de todo. —¡Aquí! —gritó Iraya triunfal—. ¡Está aquí! Todos se acercaron a ver. —Vaya porquería de cofre del tesoro —soltó Leona, decepcionada. —Es que no es un cofre —dijeron Iris y Jian Pi al unísono. —Es una maleta —confirmó Iraya, que ayudaba a sus compañeros a cargarla—. ¡Y pesa un montón! Eso de que pesara un montón devolvió el interés a los que se habían sentido un poco defraudados. Los que permanecían de pie, dejaron un pasillo para que los tres se acercaran al profesor. Este se arrodilló para inspeccionarla, pero justo cuando estaba a punto de abrirla, Daniela lo interrumpió: —Ortega —dijo, sonándose la nariz—. ¿Podríamos abrirla abajo? Es que tengo
alergia al polvo y estoy que no puedo más… ¡pero no me lo quiero perder! Ortega la miró, y le concedió el deseo. El resto también la miró, pero con malas caras; ¡no podían esperar a saber qué había dentro de la maleta! Ortega cargó con la maleta hasta su despacho, pero ahí no cabían todos, así que volvieron al aula de refuerzo. El profesor se subió a la tarima y puso la maleta encima de la mesa, dispuesto a abrir los cierres. Todos aguantaron la respiración.
—Lo que yo decía —dijo con sorna Leona—. Un montón de exámenes viejos corregidos. Y era cierto. Dentro había un montón de exámenes corregidos, desperdigados. Ortega los apartó y descubrió una nota que estaba pegada a una enorme caja que ocupaba toda la maleta. Ortega leyó la nota: «¡SEGURO QUE ALGUNO SE HA PEGADO UN BUEN SUSTO CON LOS EXÁMENES!». Todos se rieron con ganas. Excepto Leona, que no lo encontró para nada gracioso. Ortega sacó la caja y la abrió. Y dentro había muchas cosas… —Vaya… —dijo el profesor, sorprendido—. Echad un vistazo y coged una cosa cada uno, pero tratad de no pelearos por nada. Si hay peleas por algo, lo confisco. En caso de que dos queráis lo mismo, no será para ninguno. ¿De acuerdo? Todos asintieron.
Ratilla llegó a su casa con una sonrisa de oreja a oreja. Leona al final no se había enfadado tanto por haber llevado a los Dragonxs hasta la última pista, porque se había llevado una máquina de hacer pulseras que había en la maleta. Pero él estaba seguro de haberse llevado el premio gordo de la noche, aunque nadie se hubiera dado cuenta. Al entrar en el piso, vio luz en la cocina. Se acercó; su padre estaba sentado en uno de los taburetes de la barra americana, viendo la tele distraídamente. —¿Qué tal te ha ido el día, Carlitos? —preguntó el hombre. —Bien, he estado con los amigos —respondió el chaval, mientras dejaba la mochila sobre la mesa, abría uno de sus compartimentos y rebuscaba en él. Tras encontrar lo que buscaba, se acercó a su padre, que lo miró con una sonrisa en la boca y lo despeinó, en un gesto cariñoso. —Y fíjate lo que he encontrado, papá. Su padre abrió mucho los ojos. —Pero no puede ser… —dijo, irando lo que tenía su hijo en las manos.
—¡Un álbum de cromos de la liga de 1983! —Ratilla lo abrió con cuidado y pasó las páginas poco a poco, para que su padre lo viera—. ¡Y está entero! —Pero ¿de dónde lo has sacado, hijo? —preguntó preocupado. Sabía que aquello tenía mucho valor. —¿Te acuerdas de aquel proyecto del cole que comentábamos con el yayo? Si resolvíamos una serie de pistas, había un tesoro. —Pues esto de verdad es un tesoro —afirmó el hombre, cogiendo el álbum y mirándolo con reverencia.
Gael entró en el almacén del bar de los padres de Jian Pi. Este estaba ya montando los micrófonos y la mesa de DJ para el ensayo. Cogió el viejo micrófono estilo Elvis Presley, lo que había elegido del tesoro, e intentó conectarlo a la mesa de mezclas. —¿Crees que funcionará? —preguntó Gael. —No lo sé, pero es molón, ¿no te parece? Podemos usarlo en los conciertos, y así dar un toque distinto. —Jian Pi subió el volumen y probó el micro—: Uno, dos, uno, dos… Probando… Cojo el micro como un león arrogante, le doy tanta caña como si estuviera untado en… —se lo pensó un momento— salsipicante. —¿Qué es salsipicante? —dijo Gael, con media sonrisa divertida. —No lo sé, me lo acabo de inventar para la rima… ¿Una salsa picante? Ambos se echaron a reír. Gael se puso a conectar el otro micro mientras su amigo iraba su nueva adquisición. —Bro —empezó Jian Pi, que parecía francamente sorprendido—, no entiendo que te hayas conformado con lo último que quedaba en la caja. No va contigo. No es propio de un ganador. —Bueno, yo creo que sí he ganado. —Pero todos —puntualizó Jian Pi.
—Pero solo uno se ha llevado una medalla de oro —dijo Gael remarcando cada palabra. Entonces, le enseñó la medalla que llevaba colgada al cuello, y bromeó —: Así que soy el verdadero campeón del tesoro. —Bueno… Eso de que sea oro… —dudó Jian Pi, con una sonrisa. —Tío, ¡no me quites la ilusión! —respondió el otro, riendo también—. Venga, salsipicante, dale al play y ensayemos de una vez.
Iris, Hera y Daniela estaban sentadas en la escalera de la casa de Hera viendo cómo Spook saltaba entre los gnomos del jardín y buscaba una de las pelotas de tenis que su dueña le había lanzado. —Me encanta la cámara que te has pillado —le dijo Iris a Hera al ver que esta revisaba la vieja cámara, su premio del tesoro—. Ortega dice que es la misma cámara con la que se hizo la foto del equipo de baloncesto. —Compraré algún carrete y haremos fotos como antes —respondió Hera, que comprobaba que el objetivo estuviera en buen estado. —¿Y tú, primita? —siguió Iris—. ¿Estás contenta con tu parte del tesoro?
Daniela iba a contestar cuando comenzó a sonar su móvil. Miró la pantalla y el nombre que aparecía en ella hizo que se levantara como un resorte. —Es mi padre —susurró con apenas un hilo de voz, temblando. Les hizo un gesto a las otras y se alejó de ellas para responder—. Hola, papá… Hera sonrió. ¡Esa llamada sí que podía considerarse un tesoro! —Espero que hablen todo lo que tengan que hablar… Y que solucionen las cosas —dijo en voz baja. —Seguro que sí. —Iris la miró—. Mi tío es un poco pesado con su trabajo, y no se da cuenta, pero seguro que lo arreglan… La quiere un montón. Ambas estaban tan emocionadas con esa llamada y por su amiga y prima que les salió abrazarse. —Oye, ¿y tu tesoro? —Aquí. —Iris sacó del bolsillo un taco de tiques y se lo tendió. —¿«Una noche de miedo y misterio en el Museo de Cera»? —leyó—. ¿Seguirá abierto ese museo? —preguntó. Iris asintió—. ¡Genial!, ahora solo falta que te dejen entrar con esto —dijo, guiñándole un ojo y haciendo ademán de devolverle el premio. —Mira detrás —le advirtió su amiga, sin cogerlo. —«Esta entrada no caduca nunca» —leyó Hera, con sorpresa. —«No caduca nunca» —repitió Iris con satisfacción, y algo de misterio.
Dragonxs. El mapa del tiempo Iván Ledesma y Kaos
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© del texto: Iván Ledesma García, 2021
© de las ilustraciones: Juan Bermúdez Romero, 2021
© Editorial Planeta, S. A, 2021 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
[email protected] www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com idoc-pub.descargarjuegos.org
Editado por Editorial Planeta, S. A.
Primera edición en libro electrónico (epub): mayo de 2021
ISBN: 978-84-08-24338-0 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com
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