SELECCIÓ DE CUETOS: JUA GARCÍA POCE. EVÍO Muchas veces despierto pensando en ti. Es absurdo. No ocurría cuando estábamos juntos y ahora apareces como una imagen que me rodea y en la que me pierdo hasta que poco a poco se disuelve y el día empieza en verdad libre ya de tu recuerdo. Mientras la imagen está presente no siento alegría ni tristeza, nostalgia ni arrepentimiento. Nada más estás. Quizás esa es tu fuerza durante esos breves momentos. Supongo, imagino, porque es probable, que a ti te ocurre lo mismo. Nadie se desprende por completo de su pasado. Pero yo no quiero evocarte, sino tan sólo asentar que muchas veces despierto pensando en ti. Traducido con exactitud esto equivaldría a afirmar que muchas veces, al despertar, por la mañana, te conviertes en mi pensamiento y si me sorprendo es porque entonces me doy cuenta de que nunca supuse que ibas a ocupar un lugar en él. “Quiero estar contigo porque sí. No espero nada”, decías y además lo cumpliste siempre. Pero si tal vez fue cierto para ti, a mí no me ha ocurrido lo mismo. Es imposible vivir sólo en el presente. El pasado no permanece como lo que fue, lo vence el olvido; pero su triunfo consiste en una transformación dentro de la que sus huellas son mucho más poderosas. Si trato de precisar de qué manera despierto pensando en ti al recordar ese momento tengo que corregirme y asentar que primero no aparece una imagen sino una pura sensación, que además no es la sensación de nada, sino algo que reconozco como tu presencia en mí. Sólo entonces alguna imagen se une de pronto al reconocimiento. Te veo –¿pero desde dónde te veo, cómo es posible que te vea si no estás, si lo que veo en verdad al abrir los ojos para ver, son algunos muebles y las paredes de mi cuarto, las ventanas cuyas cortinas he dejado abiertas y el árbol más allá y tú ni siquiera conoces este cuarto, nunca has estado en él más que cuando te veo y tú no sabes que te veo?–; sin embargo, te veo. ¿Para qué interrogarme sobre algo tan banal? Todos somos capaces de imaginar y entre muchas otras cosas lo que alimenta nuestra imaginación puede ser el pasado. Pero, a pesar de la banalidad, ¡qué extraño es poder verte con sólo imaginarte y, sin que mi voluntad intervenga, a la que imagino sea a ti! Estás con un traje de baño amarillo de dos piezas junto a la alberca de un club privado, un club muy exclusivo porque tú eras –debes serlo todavía pero eso ya no le importa ni siquiera a mi recuerdo desde el que el pasado siempre es presente– muy rica. Me habías llevado ahí el tercer día que salimos juntos. Y ahora me doy cuenta de que
lo que veo al imaginarte, antes de que el recuerdo se transforme en una sucesión de un tiempo que ya no existe y la imagen se pierda, no es el momento en el que tuve la visión tuya con un traje de baño amarillo junto a una alberca en un club privado, sino una fotografía que he perdido o que nunca tuve porque tú te quedaste con ella que nos tomó la mujer de la pareja que iba con nosotros y que nos servían un poco de alcahuetes, porque al verte, sentada junto a esa alberca, yo estoy sentado también a tu lado y uno no puede verse como si hubiera tenido ocasión de verse desde afuera ni siquiera en el recuerdo. Eso sólo puede ocurrir en una fotografía. No sé cuál es mi propósito. Ignoro por qué me he confesado que muchas veces despierto pensando en ti. Quizás quiero utilizarte como pretexto para contar una historia, ¿pero qué interés puede tener esa historia, hubo una historia entre tú y yo? Tiene que haberla habido porque toda sucesión de acontecimientos va creando una trama y tú y yo vivimos, tal vez sin darle importancia pero viviéndolos porque nos atraía estar juntos, una serie de sucesos. No se trata entonces de recuperar nada. Ya te lo dije: no quiero evocarte. Sólo se trata de que algunas veces estás presente y no puedo dejar de reconocer que hay una historia que es nuestra historia, aunque ya no esté en ningún lado, del mismo modo que yo no sé dónde estás ahora y lo más probable es que a ti no te preocupe en lo más mínimo, más que si acaso en algunas remotas y fugaces ocasiones, dónde estoy yo. Juntos ya no existimos. Eso debe ser lo único que me seduce, que me atrae y me conduce una y otra vez al deshilvanado tejido de mis recuerdos: vernos como si ya no existiéramos. Algún día, en efecto, ya no existiremos y sin embargo, para nadie, para el recuerdo de nadie, los aspectos que nada más tú y yo podemos saber y a los que tendríamos que considerar como los que forman nuestra historia, habrán sido, y en esa dirección son irrevocables, aunque para lograrlo han pagado el precio, o pagarán el precio una vez que ni tú ni yo podamos recordarlos, de tener ninguna realidad. Y entonces, ¿en dónde se encontraría su carácter irrevocable, en qué futuro o en qué lugar, en qué espacio que sería el sitio donde el pasado que se ha salido del tiempo se convierte en presente, a pesar de que, esencialmente, ya no es sino tan sólo fue y porque fue ésta en ese espacio que alojaría a todo lo que alguna vez ocurrió y que es imposible de imaginar pues su dimensión tendría que ser la del infinito que, como no tiene principio ni fin, no está en ningún lado?
Alguna vez me contaste que tu primer marido –pues tú habías tenido un primer marido, habías enviudado de un segundo y te disponías a tener un tercero cuando nos conocimos– te había advertido que si empezabas a tener una relación conmigo terminaría usándote como modelo en algún relato. También me dijiste que le habías contestado que no te importaba porque fundamentalmente estabas muy satisfecha con tu presente y te negabas a pensar en el futuro. Nadie tiene futuro. El futuro no existe o más bien deja de ser futuro en el preciso instante en que ya existe. Tal vez yo estoy cumpliendo con una predicción; pero tiene un carácter distinto al de aquel con el que la hicieron. No es la misma. El presente hace falso el futuro que pretendimos imaginar. Y después de todo, ¿qué consecuencia puede tener ser el modelo para un relato? Ninguna. Siempre se puede negar la veracidad del que te ha utilizado como modelo, porque la verdad de los relatos no es la vida y en ellos todo se compone, se desfigura, se acomoda para lograr una verosimilitud que sólo le es necesaria al relato, de tal modo que el retrato nunca se parece al modelo. Pero además, cuando tú me dijiste todo eso, lo que yo pensé fue que eras adorable en tu ingenuidad, porque lo que me estabas diciendo es que te gustaría que te usara como modelo para un relato y yo no lo haría nunca porque no veía qué interés podrían tener para un relato tu persona, el papel que yo estaba actuando entonces y lo que los dos vivíamos juntos: una relación sexual privada muy intensa y que no necesitaba que yo la imaginara contemplada por ningún voyeur que la viera desde afuera. Ahora, al recordar tus palabras, vuelvo a verte en el momento de decirlas. Era por la tarde. Tus dos hijos habían salido y estábamos en la terraza de la parte posterior de tu departamento, la que no da a la calle sino al jardín del edificio y desde la que pueden verse los enormes árboles del bosque es nuestro legítimo orgullo y nuestro parque nacional desde tiempos inmemoriales, anteriores a ti, a mí y a la Conquista. Yo estaba bebiendo, como siempre, y tú traías un vestido de seda tras el que se dibujaba tu figura, tenías la pierna cruzada y de vez en cuando levantabas la punta del pie. Supe que era bello poder tener mujeres como tú y debería considerarme afortunado, pero que también, después de todo, nuestra relación descansaba en un malentendido porque a ti te excitaba considerarme un malvado y yo no era más que un ingenuo. La ventaja de ese malentendido era que, como ocurrió en ese momento, no dudé en proponerte que fuéramos a tu cuarto. Ni siquiera había intentado besarte antes o hacerte cualquier caricia que propiciara tu aceptación y te negaste alegando que tus hijos podrían regresar en cualquier momento. Yo dije entonces, un poco
molesto, que por la noche tenía que hacer y no podría verte y tú me propusiste, arrepentida, que al terminar, fuese la hora que fuera, regresara a tu casa e iríamos a tu cuarto. Lo que no aclaraste, pero yo lo sabía, era que tú también tenías que hacer en la noche porque tu novio iba a ir a verte. Te encuentro y me encuentro en los ocultamientos y engaños que forman nuestra verdad. Podría contarme cómo fui por primera vez a tu cuarto la noche que nos conocimos. Creo incluso que voy a hacerlo. Tal vez ese suceso merece permanecer dentro del tipo de presente que ya no le pertenece a nadie. Había llegado por la tarde a mi casa después de dar una conferencia en una ciudad de provincia. La conferencia había sido un fracaso, desde luego. Verdaderos racimos de madres abandonaban horrorizadas el salón llevando del brazo a sus hijas y detrás a los novios de sus hijas conforme yo avanzaba en la lectura del que consideré el más limpio e inocente de los capítulos de la novela que estaba escribiendo. Hice un horrible viaje de regreso en un avión tan lleno e incómodo como un camión de segunda. Estaba triste, gozando con la masoquista comprobación de que el signo del fracaso se hacía cada vez más evidente en mi vida y de mal humor por el aspecto de las calles de una ciudad que me encanta y que es espantosa e inhabitable, en el camino del aeropuerto a mi casa. Al entrar a mi departamento me encontré una nota de mi mujer, que me había echado de nuestra casa unos meses atrás, y me anunciaba, en términos más bien despreciativos, que tendría que presentarme en el juzgado a la mañana siguiente para el juicio de divorcio y otra nota en la que los amigos que más adelante nos sirvieron de alcahuetes me invitaban a una cena en su casa. Decidí ir con el aspecto que me correspondía y más que nada para poder comer y emborracharme gratis. No me había rasurado por la mañana y seguí sin rasurarme. Me puse un suéter con los codos rotos y un pantalón de pana inconcebiblemente sucio. Nunca se sabe de antemano por qué conviene adoptar cierta actitud: pero, en cambio, siempre se sabe que ya todo está escrito. Mucho de lo que acabo de contar me recuerda, por el malentendido que permitió crear, algunos aspectos de Hambre de Knut Hamrun. ¡Pero qué diferencia…! Sin embargo así fue y esos son los verdaderos antecedentes: sé que tú me tomaste por algo que no era: bohemio, descuidado y atractivo por eso. Pero yo no me equivoqué sobre ti. Recuerdo el momento en que nos presentaron y me recuerdo viéndote después, vestida de negro, con tu collar de perlas, con el enorme brillante de tu anillo, con tu sonrisa sin edad, con tu frente abombada y el pelo
corto, con tus movimientos en los que se afirmaba, se afirma todavía, estoy segura aunque haya pasado tanto tiempo sin verte, una secreta coquetería, una necesidad de gustar. A mí, por lo menos, me gustaste de inmediato. Eso siempre pasa. A uno le gusta la gente de inmediato o no le gusta nunca. Pero tampoco eso significaba algo. Tú eras una señora rica a la que mis amigos –poco recomendables como todos mis amigos– adulaban discretamente y yo un fracasado, con un oficio sin beneficio, sucio, vestido andrajosamente y, además, más joven que tú. Sin embargo, como es natural, como siempre cabe esperarlo, todas esas desventajas se convirtieron de inmediato en ventajas porque tú lo malinterpretaste todo. Mi aspecto tenía que ser un disfraz y yo hablaba como una persona muy inteligente. Lo cierto era que mi verdadero aspecto no consistía más que en tener que disfrazarme siempre y todavía no logro averiguar para qué me sirve esa inteligencia que acepto, a no ser que sea para seducir a personas como tú y luego no saber cómo enfrentar la seducción. Había pocos invitados además de nosotros, la cena fue más bien aburrida y yo bebí mucho antes de ella y durante ella. Nuestros amigos acababan de hacer un viaje a Oriente y al levantarnos de la mesa oscurecieron la sala y empezaron a pasar una interminable serie de diapositivas. No soporto esas crónicas de viaje que consisten en retratar desde un ángulo siempre equivocado los monumentos que tiene que irar todo infeliz turista. El dueño de la casa se sentía obligados además a dar una explicación sobre cada diapositiva. Era ya un especialista en Oriente y entre los invitados se encontraba hasta un profesor americano de literatura japonesa. Pero entre los invitados también estabas tú y a esas alturas yo ya te había observado con una absoluta iración durante la cena, había observado que tú advertías mi iración y estaba soberanamente borracho. En la sala oscurecida a medias quedé sentado cerca de ti. Vi cómo la dueña de la casa miraba con horror que había extendido el brazo y desde detrás de tu sillón te tocaba con la punta de los dedos el cuello. Supongo que para sorpresa de la dueña de la casa, tú, en cambio, no te horrorizaste. El tedioso viaje a Oriente empezó a hacerse interesante porque dejó de existir y era un perfecto pretexto para poder actuar en la semioscuridad. Te acaricié cada vez más francamente el cuello. Perdí mis dedos entre tu pelo. Agarré muy suavemente una de tus orejas. La dueña de la casa ya no miraba las diapositivas, me miraba sin saber cómo intervenir, cómo evitar esa ofensa, esa falta de respeto a una de sus invitadas más distinguidas por parte de alguien cuya conducta resultaba inaceptable y que, sin
embargo, tú, por lo visto, no encontrabas la manera de rechazar y tenías que fingir que no advertías. Yo sabía, lo supe desde el primer momento, desde que arriesgué el primer o entre mis dedos y tu cuello, que tú no tenías ningún deseo de rechazar mi atrevimiento y al placer de tu aceptación se sumaba el gusto ante la turbación de la dueña de la casa, que era mi amiga, que me estimaba y que debería estar totalmente arrepentida de haberme invitado. Mientras, tú y yo estábamos en otra zona. Nadie tiene a ella más que los protagonistas que la hacen posible y acaban de descubrir un lenguaje particular. Yo confirmaba que, como todas las señoras que lo son de verdad, tú no eras una señora decente; tú contribuías a mi confirmación y te gustaba hacerlo. El principio de algo del que se desconoce por completo en qué va a consistir y que transforma a dos personas en lo que no eran apenas un momento atrás. Para alivio de la dueña de la casa, tal como me lo contó después, la serie de diapositivas se terminó al fin. Volvieron a prenderse las luces. El profesor de literatura empezó a hablar, en inglés, de Japón. Yo dejé mi lugar y me senté en el brazo de tu sillón. Ahora el dueño de la casa cambió una mirada con la dueña de la casa cuando te tomé la mano para ver tu anillo y me quedé con ella entre las mías sin que intentaras retirarla. Resultó que tú habías quedado de llevar a su hotel al profesor de literatura. Los demás invitados fueron yéndose y al final sólo estábamos tú, yo, el profesor y los dueños de la casa que, como supimos después, aunque sólo nos lo dijeron por separado y en diferentes términos y con otro tono (“La sedujiste, desgraciado” y “Puedes confiar en él, parece loco pero no lo es”) ya se habían dado cuenta “de que algo estaba pasando entre nosotros” y suponían que de alguna manera ese “algo” iba a convenirles. En vez de salir con el profesor, con todo cinismo y sin ningún respeto por los dueños de la casa a los que sabías a tus órdenes, hiciste que el dueño de la casa y yo lo lleváramos en tu coche, mientras tú te quedabas esperándonos en la casa. Luego me contaste que la dueña de la casa actuó como si no hubiera notado nada de nada. En cambio fui yo el que manejó tu coche –el dueño de la casa había olvidado sus lentes– y estuve a punto de chocar no sé cuántas veces, ante el terror del profesor y las repetidas súplicas de mi amigo de que manejara con más cuidado. Pero regresamos sanos y salvos y ahí estabas tú, con tu vestido negro y tu collar de perlas. Era obvio que yo iba a acompañarte y, a solas con nosotros, los dueños de la casa ya empezaban a ser nuestros alcahuetes. Después de todo conocían a tu actual novio, que no había ido a la reunión por una mera y afortunada casualidad, y
debían actuar como si supieran que tu conducta siempre sería irreprochable, tal como lo había sido durante tu primer matrimonio desgraciado, en medio del irreparable dolor de la muerte de tu segundo marido, que además te había hecho heredera de una cuantiosa fortuna, y como lo comprobaban la seriedad de tu actual prometido y de tu relación con él. Todo eso era tú; pero yo todavía no lo sabía. Para mí no eras más que alguien a la que acababa de conocer, que era un poco mayor que yo, no respondía en lo absoluto a la seriedad que le atribuían los dueños de la casa y había aceptado encantada mis groseras insinuaciones, gracias a las cuales ahora iba a acompañarte a tu casa. Tú y yo solos en la calle, sin intermediarios, sin testigos, dos totales desconocidos uno para el otro, unidos por una vaga sensación de espera. Te tomé del brazo y te solté enseguida. No había que precipitar lo que ya se había precipitado bastante y supuse falsamente por supuesto, que tal vez te turbaba. Dijiste que estaba muy borracho y te empeñaste en manejar. Te miré hacerlo, sin intentar tocarte ni hablarte casi. Fuiste tú la que me dijiste: “Me turba que me mires así”. Era una obvia, evidente, obscena insinuación; pero yo la ignoré y seguí sin intentar acercarme. Mientras te miraba estaba pensando en qué pensarías de mí si al llegar a tu casa me despidiera simplemente y, después, te hiciera saber a través de mis amigos que era homosexual. ¡Cómo te hubieras reprochado haber perdido el tiempo de una manera tan tonta y además haberte puesto en entredicho y qué explicación le habrías dado a mis amigos para justificar la facilidad con que habías cedido a mis gratuitas insinuaciones! Pero la verdad es que me gustabas mucho. Hay otro tipo de tentaciones más fuertes y de la posibilidad, siempre atractiva, de tener una conducta abyecta, pasé a pensar en cuáles deberían ser mis precisos pasos para evitar cualquier rechazo y hasta cualquier postergación de lo que podía esperar pero no estar seguro de si lo ibas a aceptar tan pronto. Llegamos a tu edificio, me diste las llaves del garage y me bajé para abrir. Metiste el coche, cerré, me acerqué al automóvil, voví a tomarte del brazo al ayudarte a bajar y apenas estuviste de pie frente a mí te di un rápido beso en la mejilla. ¿Te acuerdas de lo que dijiste? “Acabamos de conocernos, ¿cómo te atreves?” Supe que iba a tener éxito. Tu remedo de indignación era la más abierta invitación a seguirme atreviendo que he tenido en mi vida. ¿Te acuerdas de lo que contesté? Yo no muy exactamente. Una vaguedad sobre las nuevas costumbres que en cualquier forma iba a ser efectiva porque tú querías tanto como yo que subiera a tu casa, mi respuesta
carecía de importancia y es imposible recordarla. En cambio, vuelvo a verte “ahora” desde “aquella” maravillosa seguridad de que iba a acostarme contigo. Te veías adorable sin abandonar nunca tu actitud de señora decente sorprendida por un tipo de conducta al que no estaba acostumbrada. Sentado en el sofá de tu sala seguí tus ondulantes movimientos mientras te dirigías a servir la supuesta última copa que íbamos a tomar y regresabas a mi lado. Unos cuantos, obligados, gestos de rechazo y luego estábamos besándonos y te toqué por primera vez los pechos y empecé a intentar desvestirte. “Mejor vamos a mi cuarto”, dijiste, a medio desvestir ya. Después entramos a la oscuridad total; pero no la de los sentidos sino la de los pasillos por los que me llevaste sin prender la luz para no despertar a tus hijos la de tu cuarto con las cortinas cerradas. Tuviste que conducirme, literalmente, tomado de la mano, como se lleva a un ciego, hasta la cama, me dejaste ahí y saliste del cuarto “para ir al baño”, o sea, para “prepararte”. Es difícil desvestirse en medio de una oscuridad tan definitiva sin saber a dónde tira uno su ropa y quedarse desnudo en una cama sin ver nada y con una cierta sensación de ridículo. Pero luego tu cuerpo desnudo también estaba junto al mío. No lo veía, pero lo palpé y fui conociéndolo y resultó agradable estar totalmente a oscuras, aunque no me explicaba para qué habías tomado tantas precauciones cuando eres tan ruidosa verbalmente al hacer e l amor. Pensé que si tus hijos tenían el sueño ligero iban a entrar al cuarto de un momento a otro para salvar a su madre del asesino que la hacía quejarse de tal manera. Luego supe que tenían el sueño profundísimo pero te gustaba hacer el amor a oscuras, fingiendo para ti misma que no estabas muy segura de con quién estabas y en verdad, en esa ocasión al menos, no podías saber muy bien con quién estabas, pero a aquel con el que estabas le gustaba hacer el amor con la luz prendida para sumar el goce de la vista al de los demás sentidos. Lo averiguaste luego y aceptaste mis propias “idiosincrasias”, aunque nunca en tu casa, sino sólo en mi departamento. Tu sentido de la propiedad y la justicia era estricto: cada quien debería ser dueño de su propio terreno. Es hermoso contarte a ti lo que ya sabes, lo que sólo tú y yo sabemos, lo que no necesitar leer ni probablemente vas a leer nunca; pero no estoy muy seguro de por qué he sentido la necesidad de hacerlo. No estoy trazando tu retrato, aunque sé que me gustaría que te vieras en ese retrato y al verte supieras cómo te veía yo. Sin embargo, no eres mi modelo; eres el recuerdo que tengo de un retrato que me sirve
para llegar hasta ti como modelo. Ignoro por qué quiero hacerlo, del mismo modo que no sé por qué, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti. ¿Me interesa averiguar si nuestra historia es una historia y puede contarse para hacer que le pertenezca a todo el que quiera llegar hasta ella? No tendría ningún sentido en relación con nosotros dos que ya sabemos que nuestra historia es si acaso la historia de una relación que no llegó a ser una historia. ¿Pero lo tendría para lo que fue nuestra relación? ¿Hay que convertirla en una historia, una ordenada sucesión de acontecimientos en vez de quedarse sólo con tu imagen con el traje de baño amarillo y conmigo sentado a tu lado en la fotografía o en vez de tener el recuerdo de tu figura, con un traje sastre y tu inevitable collar de perlas, la primera vez que salí a abrirte después de que, pasados dos días de aquella primera noche, fuiste a verme a mi departamento, cuya dirección te habían dado nuestros amigos? Pensé de inmediato que ya me había metido en otro lío. Te hice pasar, pero por fortuna tenía un principio de gripe y lo usé como pretexto para no darte ni siquiera un beso en la mejilla. Sentada en el sillón que está frente a mi cama, que estaba frente a mi cama en aquel entonces en aquel departamento, jugabas nerviosamente con tu collar de perlas haciéndolo girar alrededor de tu cuello, mientras yo, en la orilla de la cama, inclinándome a cada momento con unos exagerados ataques de tos, te oía decir que no querías que lo que había pasado impidiera que llegáramos a ser amigos y yo pensaba en lo absurdo que era oírte justificar cuando habías sido tan adorable y estaba seguro de que lo único que querías era repetir el suceso, pero yo no iba a caer en la trampa. No obstante, caí en la trampa y sé por qué: no tomó la forma de una trampa sino que volvió a demostrar el seguro poder del azar y las coincidencias. Ante ellos nadie debe oponer resistencia o al menos yo no puedo hacerlo. Fue fácil despedirte de mi departamento con todo tipo de seguridades sobre mi acuerdo con el proyecto de que llegáramos en verdad a ser amigos. Fue inevitable terminar de nuevo en tu cuarto, sin ver tu cuerpo y encontrando tu cuerpo después de una breve ceremonia idéntica en todo a la anterior cuando, caminando por la calle, pasaste junto a mí en tu coche con los amigos en cuya casa nos habíamos conocido y, apenas un día después de tu formal visita a mi departamento, desaparecido mi principio de gripe, nos fuimos los cuatro al cine y después a cenar y después dejamos a nuestros amigos en su casa y yo tuve que acompañarte a la tuya. Ya había tenido la imprecisa y nada desagradable sensación de estar en camino de que me
tomaran por tu maquereau en el club al que fuimos la primera vez que nos vimos por la mañana y esa sensación se acentuó o más bien se hizo definitiva cuando me presentaste a tu novio, sin dejar de resultar nada desagradable, obligándome a pensar en la opinión que tenía de mí mismo. Según tu presentación yo era alguien al que habías conocido en casa de quienes ya sabemos, que te resultaba muy simpático y cuyo oficio te seducía, que era muy inteligente a pesar de su aire irresponsable, que era menos joven de lo que parecía y con el que estabas segura de que, a pesar de nuestras diferencias, tu novio también iba a simpatizar. No debo haberle caído mal y por mi parte, desde el principio, gozó de toda mi simpatía y estuve a su lado y contra mí en relación con lo que yo sabía que él tomaba por un momentáneo e inútil de combatir capricho tuyo, lo cual no impedía que debiese tener algunas dudas sobre mi rectitud moral. Pero la tentación de actuar cualquier papel que me convirtiera en otro era irresistible y además siempre podía decirme que si yo era un capricho tuyo, tú también eras un capricho mío, un capricho al que someterme, te lo digo sinceramente, me fascinaba mucho más de lo que estaba dispuesto a itir. Sé que tu novio llegó a respetar mi falta de respeto por mí mismo y a mi vez yo lo respeté más por ello. Hay que itir que los dos te reconocíamos igualmente y nos gustabas así. Eras una señora decente y una mujer fácil. A él le tocaba tu parte de señora decente y a mí la de mujer fácil. Un reparto justo y adecuado porque él era un serio hombre de negocios, bastante mayor que tú, tan rico como tú y que no podía dedicarte mucho tiempo y me temo que yo, tal como sigue ocurriendo ahora por si te interesa saberlo, tenía un porvenir abierto en el sentido de que por esa abertura huía todo lo que podría suponerse que era ese porvenir. Por eso podía acompañarte a nadar a tu club privado cualquier mañana sin ningún problema. Era un placer. La luz, el sol, la piscina, en vez de la oscuridad, el sexo, la cama, resultaban sinónimos. Me gustaste mucho también en traje de baño. Aprobé tu descaro al llevarme a ese club donde todos te conocían y dejar que de pronto te besara un hombro o te estrechara contra mí al pararme detrás tuyo para envolverte con una toalla al salir de la piscina. Incluso me sentí orgulloso de que pudieran pensar que yo era tu maquereau y tú una desvergonzada que abusaba del poder que le daba su dinero cuando, después de que nos vieron en la piscina, también nos vieron entrar al comedor donde te saludaron varios conocidos, el chef y casi todos los meseros y donde, ostensiblemente, igual que en la piscina al pagar las bebidas, firmaste la cuenta.
Fue nuestra primera mañana juntos y la tengo muy presente. Ibas con pantalones y con una camisa de seda floreada que no me gustó. Pero eso no tiene importancia porque en cambio me gustó sentir tu cuerpo bajo ella cuando al terminar de comer salimos a caminar por el campo de golf y fuiste tú la que te apoyaste en mí para que te abrazara, tal vez para poner más aún a prueba la complicidad de nuestros amigos. También era bella la suave ondulación verde con la súbita verticalidad de algunos grupos de árboles y las islas de algodón de las nubes moviéndose apenas sobre el azul del cielo. Nos acostamos uno al lado del otro en el pasto y nos quedamos mucho tiempo así, solos y juntos, a pesar de la presencia de nuestros amigos. A mí me gustan el dinero y la buena posición social. Son como el amor y el sexo: tomados debidamente sólo producen satisfacciones y hacen que los que no los tienen finjan despreciarlos. Pero también hay que aceptar que en los dos casos algunas gentes saben cómo conseguirlos y otras no. Cuando se tienen las cuatro cosas es perfecto; cuando no, hay que conformarse. Tú tenías las cuatro y te iraba por eso. Yo sólo tenía las dos segundas; tu novio las dos primeras. Un arbitrario reparto gracias al cual esa mañana me tocaba a mí estar a tu lado. Es más agradable todavía, pero menos cómodo, pasar por maquereau cuando algunos de tus amigos, que saben que no lo eres, pero se indignan ante el hecho de que aceptes representar ese papel, toman posiciones morales ante ello. A mí me sirvió para advertir lo que eran en verdad algunos amigos, para justificar contigo la necesidad de guardar las apariencias y usar eso como pretexto para conservar una independencia que no deseaba perder; pero tú te pusiste furiosa cuando unos de ellos se negaron a invitarme a una cena junto con tu novio. Te dije que tenían toda la razón. Fue un error. Decidiste portarte más desvergonzada aún y tuve que ocuparme más de ti. ¿Pero por qué trato de justificarme cuando lo que recuerdo con nostalgia y lo que tal vez sea una forma de amor por ti es el ocio en el que me hacías vivir y el placer de mi dependencia? La primera vez que fuimos a mi departamento, después de cenar en un restaurante en el que apenas me alcanzó el dinero para pagar la cuenta y tú lo notaste y me dijiste que no tenías ninguna objeción en ayudarme y sabías que no era lo suficientemente ridículo para ofenderme por eso, dándome ocasión de contestar que me gustaba pagar para tener la sensación de que había comprado un objeto valioso cuyo precio estaba más allá de mis posibilidades y llenándote de placer porque tú tuviste
la sensación de que te estabas vendiendo, te hice desvestir con todas las luces prendidas y además te pedí que te dejaras el liguero puesto mientras hacíamos el amor. No había preparado nada de eso, pero supongo que fijó lo que para ti era nuestra relación. Yo te trataba como a ti te gustaba que te trataran y estabas dispuesta a arriesgar todo por eso. Terrible compromiso. No para ti, es delicioso poder arriesgar algo, sino para mí, porque no me resignaba a renunciar al placer que me daba. Debo tratar de averiguar en qué consiste ese placer. La respuesta parece fácil. El sexo, desde luego. Pero me niego a aceptarla. Nuestra especie no es solamente animal. Lo que resulta difícil es reconocer cuál es ese agregado que se coloca en el sexo y lo transforma particularizándolo de tal modo que nunca se trata de hacer el amor, sino de hacerlo con alguien en especial y sin embargo, eso no pone el amor en el hacer sino que nada más convierte en algo diferente hacer el amor. Después de que hicimos el amo en mi departamento, con las luces encendidas y contigo dejándote el liguero puesto, todavía en la cama, te dije que te quería. Lo recuerdo perfectamente porque fue la única vez y aunque sé que te llenó de orgullo y te hubiera gustado contestar que tú también, tuviste la suficiente altura para no aprovechar mi debilidad y nunca me dijiste algo así, sino que sólo afirmabas que estabas conmigo mejor que con nadie y harías cualquier cosa por seguir estándolo. Dicho en cualquier lugar neutro, más allá del inmediato recuerdo del placer y el afecto o el agradecimiento o lo que sea por quien nos lo ha dado, eso me llenaba de terror y me hacía hablar cada vez con más frecuencia del respeto que me merecía tu novio y las indudables ventajas que la relación que tenían tú y él creaban para ti. Lo malo era que una de esas ventajas consistía en que te permitía estar conmigo y yo no podía dejar de aprovecharla. Sé que era delicioso y es más delicioso aún recordarlo, llegar a tu casa una tarde y ver ponerse el sol juntos desde la terraza. Me seducía mirarte y gozaba mucho con tus mentiras sobre ti misma; pero mi espíritu negativo y algún molesto residuo de mi estricta educación moral me llevaban a considerar que sólo perdía el tiempo contigo y no sabía lo que ganaba a tu lado. Encontraba la respuesta por la noche, en la oscuridad de tu cuarto, cuando llegaba a verte después de que se había ido tu novio, o en mi departamento iluminado, después de haber cenado, por ejemplo, en la casa de nuestros alcahuetes. Y también estaba siempre presente la curiosidad por comprobar las reacciones que provocaba nuestra relación entre tus
amistades. A unos, el ejemplo más radical y más claro era el de los dueños de la casa en donde nos conocimos, les convenía ser nuestros cómplices. Al fin y al cabo, tú eras una señora de posición; me imagino que ahora, después de tu matrimonio, todavía más. Otros, como tu novio, te eran fieles, despreciaban la opinión de los demás y no te juzgaban. Pero no hay que olvidar a los que se escandalizaban y rechazaban por completo verte en mi compañía, igual que aquellos aborrecibles pseudo amigos. Y ya sólo resta mencionar tu especial gusto en llevarme a conocer a algunas amigas que deberían tener también una conducta dudosa y con las que yo advertía de inmediato que les habías hablado de nuestra relación. Con ellas, inevitablemente, en algún momento y como si no te dieras cuenta, me hacías algún cariño que, aún cuando ellas no hubieran sabido todo de antemano, te hubiera delatado sin ninguna posibilidad de duda. ¿Por qué te iraba tanto entonces, por qué me gustabas tanto, qué placer encontraba estando junto a ti como el amante prohibido, como la relación ilícita, como el lujo que podías permitirte? ¿Me sentía orgulloso de gustarte? ¿Debo considerar que tengo o tenía una vanidad idiota? Tú deberías haberle dicho a tus amigas que yo era un amante maravilloso. Y entonces mi gusto o mi satisfacción son vergonzosos o despreciables. Todo autoanálisis termina en que se encuentra un defecto abominable y uno no puede evitar seguir interrogándose para averiguar si todavía lo tiene. Esa no era mi intención. Yo sólo quería recordar cuán agradable era estar a tu lado y hacerlo como una forma de homenaje a las virtudes a las que, probablemente, pero espero que no, debes haber renunciado ahora. Fue una de esas amigas con las que te enorgullecías de estar conmigo la que me comentó, con un aire contrito, una tarde que me crucé con ella en la calle, que te habías casado. No me importaba y ya me lo habían dicho los amigos en cuya casa nos conocimos, pero adopté también un aire contrito y le dije que así tenían que ser las cosas. Me sonrió llena de comprensión y simpatía. Y la verdad es que así tenían que ser las cosas. Por eso ahora puedo hablar de ti con la seguridad de que todo fue siempre perfecto, hasta mi asistencia a tu casa la noche en que le diste una fiesta a tu novio porque era su cumpleaños, en la que era inevitable oír algunas de las murmuraciones después de haber bailado contigo y en la que me emborraché muchísimo y me quedé hasta el final con la esperanza de llegar a estar solo contigo e ir a tu cuarto sin que tu novio dejara de mostrarse tan decidido como yo y no se fuera nunca.
Pasaste a buscarme a mi casa al día siguiente. Nos acostamos sin saber que era la última vez, lo cual demuestra la importancia de no conocer ese espacio inexistente en el que habita el futuro y a cambio de ello contar con el valor que el pasado tiene en el recuerdo, y luego decidiste que ibas a quedarte varios días ahí, en mi casa, pasara lo que pasara. Me negué resueltamente. Por último, fingiste aceptar mis razones. No te acompañé; te recuerdo sólo besándome al despedirte y saliendo de la casa. Dejamos de vernos varios días y luego nuestros amigos comunes se encargaron de decirme de tu parte que habías decidido casarte. No hubo despedida entre tú y yo. Alguna vez, cuando nos permitíamos imaginar proyectos irrealizables, en algún restaurante, después de haber bebido mucho, planeamos hacer un viaje a Europa juntos, con tu dinero, claro. Yo aceptaba entonces sin ningún esfuerzo, simplemente porque me hubiera gustado hacer ese viaje contigo y sabía que nunca se realizaría. Sólo era nuestro el placer de poder imaginar. Otra de las mañanas que pasamos juntos entramos a una librería y me regalaste una hermosísima edición de las cartas completas de Malcolm Lowry. Después nos fuimos a tomar unos sándwiches de tocino y tomate a una cafetería horrenda porque tú “adorabas” esos sándwiches. El libro es maravilloso. Todavía lo tengo. Leo alguna parte de vez en cuando y me conmuevo mucho con la vida de Malcolm Lowry y creo que también, un poco, ante el recuerdo de aquella mañana luminosa y banal en la que me regalaste ese libro y por tanto ante tu recuerdo y la unión entre tú y el libro. También cuando jugábamos con la posibilidad de ir a Europa te hablé muchas veces de mi absoluta fascinación por la Dánae de Tiziano que está en el museo de Viena. Durante tu viaje de novios me mandaste una postal en la que se reproducía ese cuadro. No la firmaste. Detrás sólo decía: “Es muy bello”. A partir del recuerdo de ese detalle todo se disuelve y sólo sé que, ahora, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti.
TAJIMARA En su coche, camino a Tajimara, Cecilia me dijo al fin el motivo de la fiesta: Julia iba a casarse y Carlos había organizado la reunión para “despedirse de la casa”. Asombrado, le pregunté quién era el novio. Dijo un nombre que no significaba nada para mí y luego me explicó que era un chileno al que podría aplicársele el aforismo de Schopenhauer sobre las mujeres: pelo largo e ideas cortas. Yo quería que me contara todo, pero con Cecilia eso era imposible; por encima de cualquier otra cosa adoraba la confusión y el misterio, y ésta era una oportunidad única. Contestó que no sa-bía nada, que ya los vería y me daría cuenta de lo que había pasado. Comprendí que era inútil intentar sacarle algo más y me dediqué a mirar la carretera en silencio. Estaba lloviendo y, vistos a través de los cristales em-pañados, los abetos sacudidos por el viento, las mon-tañas pardas y el cielo gris y deslavado, parecían en-vueltos en una enorme bolsa de celofán. Antes, Cecilia y yo habíamos recorrido estos mismos veinte kilóme-tros innumerables veces; pero el paisaje nunca me había parecido tan melancólico como ahora. En cierto sentido, que ella manejara siempre era casi simbólico. Me había guiado hacia donde ella quería toda mi vida y cuando después de seis meses de no verla se presentó de pronto para invitarme otra vez a Tajimara, no tuve ni siquiera tiempo de pensar en lo que sentía, acepte simplemente, consciente de que jamás sabría si la quería o la odiaba. Al manejar levantaba ligeramente la cabeza y la postura acentuaba la extraordinaria gracilidad de su cuello. Con su vestido verde, sin mangas, cerrado hasta el cuello, recto y pegado al cuerpo, se veía divina. (Cuando la conocí usaba trenzas y a veces se las recogía en rodetes sobre las orejas. Todos los muchachos del barrio estábamos enamorados de ella y buscábamos continuamente pretextos para desahogar a golpes el odio que había logrado provocar entre nosotros sonriéndole cada día a uno diferente. Pero, con el tiempo, cada quien se fue por su lado. Yo dejé de verla y un día supe que se había casado. Pensé en ella un momen-to como algo hermoso e irrecuperable y no traté de averiguar nada más. Mucho después volví a encontrar-la en una tarde de lluvia como ésta, mientras yo atra-vesaba corriendo la Reforma. Me subió a su coche y nos fuimos a tomar un café. Mis padres habían regre-sado a Guanajuato y yo vivía con Mario en un depar-tamento viejo, helado, apestoso y lleno hasta el tope de nuestras porquerías: libros, reproducciones, recortes de revistas, fotografías antiguas y la colección de arte indígena de Mario, que era antropólogo. No tenía un centavo y me pasaba el día traduciendo novelas poli-ciales a cinco pesos la
cuartilla, con la vaga esperanza de terminar la carrera algún día. Mientras la miraba, tratando de reconocer a la Cecilia de antes en esta nueva persona de gestos nerviosos, ojos inquietos y pelo corto, ella me contó que se había divorciado, per-diéndose en una interminable historia sobre la tontería de su marido y su incapacidad para comprender las inquietudes de ella. Cuando terminó, yo casi sin darme cuenta empecé a hablar del amor que le tenía y de có-mo me hacía sufrir. Sonrió encantada y comentó: “Yo te tenía muy en cuenta; pero estaba enamorada de Gui-llermo y sólo podía pensar en él.” Fue una verdadera revelación. Para mí Guillermo siempre había sido una más entre sus víctimas, y aunque los había sorprendido juntos muchas veces y sabía que a ella le gustaba, nunca pensé que hubiera algo especial entre ellos. Luego, Cecilia insistió en llevarme hasta mi casa. Habíamos hablado cerca de cuatro horas y al final yo no sabía quién era ni dónde estaba; el pasado se revol-vía con el presente y sentía la misma emoción que diez años atrás cuando, por la noche, tiraba piedras a su ventana con la esperanza de verla un instante y, cuan-do salía, sólo me atrevía a decirle que necesitaba hablarle al día siguiente y me alejaba furioso conmigo mismo por no haberme atrevido a decir más. Me dejó su teléfono y al cabo de una semana nos veíamos todas las tardes. Su forma de hablar me recordaba, a veces, a la Cecilia que paseaba conmigo por el Parque México en tardes afortunadas y no me dejaba tomarle la mano. Pero entre nosotros siempre había una especie de nos-talgia por la inocencia perdida. En aquella época los dos éramos vírgenes y yo soñaba con tenerla noche y día; ahora ninguno de los dos nos perdonábamos no haber sido el primero y nos castigábamos mutuamente por eso. Sentado frente a la ventana, la veía llegar y salía a recibirla a la escalera. Apenas entrábamos ella se desnudaba, se ponía la bata de Mario y me enfure-cía con frases como “nos estamos destruyendo” o “no podemos seguir juntos”. Representaba cada tarde un personaje distinto. A veces fingía que mi indiferencia la exasperaba y tiraba las cosas al suelo. “Me estoy dando a ti por completo, a ti, no te hagas a un lado, no lo permito.” Un día rompió varias figuras de la colección de Mario y él, que estaba harto de pasarse las tardes fuera, tomó esto como pretexto y se peleó conmigo). Cecilia, cansada de mi silencio, se echo a reír de pronto. La conocía perfectamente y sabía que era sólo un pretexto para iniciar otra conversación, pero le pregun-té de qué se reía. —Estoy imaginando la cara de Guillermo cuando me vea entrar contigo —dijo.
—¿Va a estar allí? —pregunté, aunque sabía cuál iba a ser su respuesta. —Sí. Por eso te traje. Como lo esperaba. El eterno juego estúpido al que no podía dejar de prestarme, ego maniaco masoquista que había encontrado la pareja ideal. El tenue telón de la lluvia entre el campo amarillo y el cielo gris. La intimidad del coche en la carretera solitaria. Adivinando el cuerpo de Cecilia bajo la tela del vestido. (Yo no podía pagar un departamento solo, pero no quería volver a ninguna casa de huéspedes. Al día siguiente le conté todo a Cecilia. Se echó a reír y me dijo que ella se ocuparía de encontrarme lugar. “Conozco mucha gente. Demasiada. No te preocupes.” Como siempre, tenía puesta la bata de Mario. Se la quitó y se subió al arcón de madera de debajo de la ventana. La lluvia afuera y el cielo gris con su figura recortada contra la ventana. “Llévame al cuarto, estoy helada.” Las tardes interminables en que yo trataba de hacerla gozar y el olor revuelto de nuestros cuerpos después de hablar horas enteras en la cama con las piernas entrelazadas, manchando con ceniza las sábanas. “A veces no siento nada. Es inútil. Siempre me ha pasado lo mismo. Estoy mal.” Siempre ¿con quién? Pero luego, con el sudor revuelto, me rodeaba la cintura con las piernas y yo la buscaba por dentro y después de revolverse y quejarse y suspirar se aflojaba al fin y murmuraba “gracias, gracias por esperarme”. Consi-guió el estudio de Julia y Carlos, que habían alquilado ya la casa en Tajimara, pero no querían perderlo y me lo subarrendaron por una cantidad ridícula. Era sólo una estancia, con las paredes manchadas de pintura y un olor permanente a tíner y a chapopote que fue im-posible quitar, y un baño destartalado; pero la ventana daba a un jardín viejo y melancólico, por las mañanas los gritos de los niños llegaban hasta nosotros y al atardecer veíamos a un viejo solitario que sacaba a mear a su perro. Cecilia inventaba historias intermina-bles acerca de él. Entonces se pasaba el día entero conmigo. Yo no me cansaba de mirarla. “Tú, tú”. “No; ya no soy ésa. No sueñes, no inventes. Todo se acaba.” Pero cuando ella hablaba así era cuando yo más quería hacerlo durar. Bajábamos la escalera con mi brazo alrededor de su cintura para comprar un pollo en la esquina y en la calle había viento, los árboles se veían tristes, el cielo estaba gris, el ruido del tráfico se perdía en el aire y la gente parecía extraña a nosotros, que después íbamos a hablar de una época muerta y a pen-sar por separado que, sin embargo, ya nada era igual.) Las gotas repiqueteaban como municiones sobre el techo de lámina del coche. Cecilia siguió hablando sin mirarme, atenta al camino, limpiando de vez en cuando con la mano los cristales empañados.
—Pero no voy a regresar contigo. No íbamos a ningún lado así. Cuando éramos niños era diferente. Aho-ra no podía salir bien. Si nos hubiéramos casado en-tonces tendríamos diez hijos y seríamos felices. Pero yo le di todo lo de esa época a Guillermo y el no supo tomarlo. ¿Sabes lo que me dijo el doctor? Que los tor-turaba a ustedes por él y mi padre. Así me vengaba del poco caso que ellos me hacían. (Cecilia, con el uniforme del colegio y una cinta azul en el pelo. Esperaba todas las mañanas a que ella salie-ra, siempre con el temor de que fuera demasiado tarde y se hubiera ido ya, y luego la seguía sin atreverme a hablarle hasta que ella se volvía fingiendo sorpresa. La acompañaba hasta la puerta del colegio y me quedaba acostado enfrente, sobre el pasto, con la esperanza de verla asomarse por la ventana, pero primero sólo salí-an sus amigas, riéndose y empujándose mutuamente, y al final ella aparecía un instante y me hacía señas de que me fuera.) —Y ahora ¿qué ganas con Guillermo? —Me vengo en él directamente. Es mucho mejor. —Tiene que haber algo más. —Tal vez. Tal vez esté todavía enamorada de él. Quién sabe. ¿Sabes lo que me hizo el día que cumplí quince años? Nunca se lo he contado a nadie antes. Había estrenado vestido y lo estuve esperando toda la tarde, pero no llegó. Por la noche me habló por teléfono para decirme que ya no me quería y no iba a verme más. Hacía un mes que me acostaba con él. Ahora es una tontería; pero entonces... No lo podía creer. Estuve hablando con él horas enteras, tratando de convencer-lo, como una idiota, diciéndole que era imposible, que todos ustedes estaban enamorados de mí y en cambio yo sólo lo quería a él. Y era verdad. Yo no sabía cómo eras tú en ese tiempo, ni tú ni nadie; sólo él. A ustedes no podía verlos. —Veme ahora. —No. Es inútil. Con la lluvia había oscurecido de pronto, sin que viéramos meterse al sol. El coche lleno de humo. Los cristales, convertidos en espejos, devolvían la figura de Cecilia del otro lado del coche, doblándola. Los brazos delgados, de niña todavía, extendidos hacia el volante; la suave curva de la nuca, con unos cuantos rebeldes pelos castaños saliéndose del peinado. Me acerqué a ella y le acaricié el cuello. —¿Por qué no? —No sé. Le pasé suavemente la mano por el brazo y sentí cómo se le erizaban los vellos. —Párate un momento. Sin contestar ella arrimó el coche a la cuneta y paró el motor. En un momento la lluvia empañó por completo los cristales. Desde algún lado se oía correr un
arroyo. Empecé a besarla. Primero, ella se dejó hacer; pero luego me apartó, se inclinó sobre el volante y apoyó la cabeza en los brazos. Le puse una mano en la rodilla y la subí por los muslos. —¿Traes algo debajo? —Sí —dijo ella, sin levantar la cabeza. Subí la mano hasta el fin y la acaricié hasta que la tela se humedeció. Entonces, con la otra mano, empecé a bajarle el cierre del vestido, por la espalda. Le desabroche el sostén, la atraje hacia mí y le acaricié el pecho, apretándole el pezón con los dedos. —No —dijo ella. Pero bajó los brazos y se dejó sacar el vestido hasta la cintura y luego levantó las nalgas para que se lo quitara por completo. La acaricié despacio, sintiéndola estremecerse y tirar de mí para que me acercara a ella. —Entra. Pero salte antes. No quiero que pase nada. Pero ésta no es la historia que quiero contar. La otra, la de Julia y Carlos, significa realmente algo. Lo mío y de Cecilia es distinto y además ella no se llama Cecilia y en todo lo que he dicho hasta ahora hay algo falso, aunque los sucesos sean verdaderos. No he hablado de los proyectos que pensamos realizar, ni de la mágica complicidad, ni de cómo empezó todo en realidad, ni he logrado que ella, la Cecilia verdadera, se vea tal cual es: niña frágil, absurda, tímida y descarada, exasperante, imposible, exigente y débil, sorprendente siempre y desesperadamente independiente, inasible, tan difícil de penetrar y tan desequilibrada, y a veces, también, tan tonta, empeñada en vivir en una edad irrecuperable y tratando siempre de cambiar el sentido de sus actos, hablando todo el tiempo sin decir nada y con una mirada que de pronto parecía abarcarlo todo, con la pasividad inagotable de la luna. La primera vez que la llevé al departamento todavía no la había besado nunca en mi vida. Hasta entonces nos citábamos en cafés o simplemente en cualquier esquina conocida, porque ella no quería que fuera a buscarla a su casa. “Ésa era otra época, no debes volver por allí.” Un día me dijo que quería ver cómo vivía y yo le prometí llevarla al día siguiente. Le expliqué todo a Mario y conseguí que me dejara el departamento libre. Pasé por Cecilia a un café y ella manejó hasta la casa. Llevaba pantalones y mientras subíamos la escalera le metí la mano por la espalda, por debajo del suéter. Pero después, adentro, los dos estábamos muy turbados. Tuve que enseñarle, una por una, todas mis cosas y responder a las preguntas más absurdas acerca de ellas, como si cada una fuera el objeto más extraño e incomprensible. Cuando no hubo más que hablar sobre el departamento, Cecilia se sentó en un sillón, lejos de mí, y empezó a hablar de su matrimonio, sin dejarme intervenir para nada. Yo la escuchaba aburrido y des-ilusionado, distraído, sin detenerme a
pensar en si lo que me decía era verdad o mentira; de todos modos, la historia era absurda. Al fin se levantó para irse y en-tonces me acerqué a ella y la besé. Al principio pensé que tenía los labios demasiado delgados y en cierta forma era una desilusión, pero de pronto ella me metió la lengua en la boca y se apretó contra mí y me olvidé de todo. La desnudé ahí mismo, la llevé al cuarto y me desvestí mirándola, mientras ella se acariciaba. El pa-sado, el presente, todos los años que había vivido tran-quilo, sin pensar jamás en Cecilia. Ese día terminamos al mismo tiempo y luego desnudos, en la cama, le hablé de todo lo que la había querido. “No te conocía, no me daba cuenta, hubiéramos sido felices”, decía ella y yo sentía que la quería tanto como entonces; pero luego, por la noche, a solas, después de contárse-lo todo a Mario, pensé que había sido una tontería. Ella ya no era la misma, ni yo era el que había sido y la actual Cecilia no me interesaba. Sin embargo, siguió viniendo y me enamoré de ella o tal vez, simplemente, volví a encontrarla. Su conversación me exasperaba; pero apenas se iba empezaba a extrañarla. Me contó que desde su divorcio iba con un psicoanalista y pro-puso que desde el principio nos contáramos todo lo malo que pensáramos uno del otro para que nuestra relación fuera verdadera. Tuve que decirle que al prin-cipio sólo quería acostarme con ella y me contó detalladamente con quiénes y cómo se había acostado. El resultado fue que ninguno de los dos nos lo perdonamos nunca, y eso no lo confesamos. A veces hablábamos de casarnos e irnos a Puerto Vallarta o a no sé que pueblo de la costa de Colima del que Cecilia había oído hablar. Yo enviaría por correo las traducciones y estaríamos todo el día en traje de baño sin que nada se interpusiera entre nosotros. Pero veíamos todo como algo vago y lejano, que en el fondo sabíamos que nunca se realizaría. En el estudio, Cecilia se ponía un suéter y unos pantalones viejos míos e intentaba, sin éxito, poner un poco de orden o preparar algo de comer, aunque siempre era yo el que terminaba friendo los huevos porque ella le tenía miedo al aceite hirviendo. Me llevó a su casa. Sentí una sensación extraña al reconocer los muebles de la Cecilia de antes, y conseguí que me regalara la pequeña mesa de su cuarto para tener siempre algo suyo junto a mí. Luego nos llevamos el álbum de fotografías y nos pasamos tardes enteras repasándolo, tratando de convencernos de que el tiempo no había pasado y éramos los mismos, aunque ella jamás quiso dejarme ninguna de sus fotos antiguas y se llevaba consigo el álbum cada vez. Pero, a pesar de la intimidad, las conversaciones interminables y los paseos por las calles, bajo la lluvia, en tardes gri-ses y rosadas, sintiendo la ciudad, solos y realmente unidos, todavía no sé cómo es
Cecilia, cuál de todas es Cecilia y sólo su figura está siempre presente. Cecilia desnuda, de pie sobre el arcón de Mario (eso ya lo dije); Cecilia con los tirantes del sostén bajados para que yo viera cómo se veía en bikini; Cecilia en el sofá, dejando que la mirara; en pantalones, con la gabardina encima; en el coche, diciéndome adiós, un breve es-corzo de la mano y la sonrisa; en las fiestas, sin nada debajo del vestido, como yo se lo había pedido; discu-tiendo con Clara en la carretera, olvidándose de que iba manejando, después de estar con Julia y Carlos en Tajimara. (Es inútil.) Julia y Carlos son hermanos. Cecilia había conocido a Julia en no sé qué clase de pintura (Cecilia había hecho de todo) que las dos tomaban juntas. Entonces Carlos estaba fuera de México, estudiando también. Cuando regresó, alquiló el estudio para él y para Julia y presentaron una exposición. Vendieron algunos cuadros y dos o tres críticos los elogiaron, especialmente a ella, y su padre, entusias-mado, les dio el dinero para comprar la casa en Taji-mara. Se parecían mucho, aunque ella era un poco más alta que él. Cecilia y yo los ayudamos a trasladar sus cosas y luego los visitamos de vez en cuando. (Los viajes en el coche, sentado al lado de Cecilia, por las tardes, sin pensar en nada, mirando los árboles ama-rillos y las flores en las lomas y luego las montañas pardas, verdes y azules diluyéndose con el fin del día.) La casa tenía ventanas con barrotes de hierro y un hermoso y descuidado jardín en el centro, pero llevaba años deshabitada. Los pisos estaban levantados y el techo tenía una imprevisible cantidad de goteras. Julia y Carlos pintaban en todas las habitaciones y hasta en el enorme patio del fondo entre los manzanos y las higueras. Hacía mucho frío. Por la noche prendían la chimenea y la estancia se llenaba de humo. Los visitaba mucha gente y todos terminaban borrachos, con los ojos enrojecidos por el humo y los pies helados. Conversaciones de este tipo: —En el mundo, menos húngaro, se puede aprender todo. —Yo pinto con música africana en el tocadiscos. A todo volumen. El ruido atrae la inspiración. —Vamos a desnudarnos todos. —¿Te has acostado con ella? —Strindberg, Strindberg, no hay más. Y entre todas sus mujeres, Adele. En el pueblo todos se reían de Julia y Carlos. Ellos nos recibían manchados de pintura de la cabeza a los pies, y se reían más que nadie, pero se vigilaban mutuamente, y sólo se quedaban tranquilos cuando los dejábamos solos otra vez. Carlos tenía que soportar el asedio de Clara y a Julia la perseguían todos; pero
ellos no miraban a nadie. Ésa es la historia que quiero contar. Cecilia y yo la descubrimos durante un fin de semana. Habíamos llegado el sábado a mediodía y mientras ellos pintaban nos fuimos a la huerta. Acostados bajo los árboles, dejamos pasar la tarde. Hacía más de cinco meses que estábamos juntos y aunque yo estaba harto de la gente de Tajimara ella me arrastraba siempre hasta ahí. Clara se había hecho íntima amiga suya y no nos dejaba en paz. La recuerdo en el coche, de regreso de Tajimara, incansable, hablando sin parar, después de haber estado bebiendo toda la noche, sentada en el asiento de atrás, con los codos apoyados en el respaldo de nuestro asiento, mientras yo dormitaba con la cabeza apoyada en el vidrio. —El artista tiene que ser libre. Eso es lo irable de Julia y Carlos. No se paran ante nada. Y eso se ve en sus cuadros. A mí que no me hablen de responsabilidad ni de ninguna de esas tonterías. Vivir y expresarse; crear, eso es lo único que importa ¿verdad, Cecilia? Míralo. ¡Dormido! ¿Cómo lo soportas? No le importa nada. Y lo peor es que debe tener algo adentro; pero con esa indiferencia es imposible sacarle algo. Des-pierta, tú. Dime qué piensas del mundo, qué esperas, qué le exiges. Habla. Y etcétera. Aquella tarde Cecilia estaba en shorts y los niños del pueblo se asomaban todo el tiempo por encima de la barda para verla. Luego llegó Julia. —Vengan a ver mi último cuadro. Era una gran tela negra con una mancha roja en el centro en la que el empaste producía una obsesionante sensación de movimiento. A través de la puerta se veía a Carlos en el cuarto siguiente, absorto, manchando otra gran tela de verde. Julia se alejó unos pasos de su cuadro para mirarlo otra vez y llamó a Carlos. —Ven a ver esto antes de que se acabe la luz. Él se acercó y se paró a su lado. —¿Qué tal? —preguntó ella. —Muy hermosa —dijo é1, mirando a Julia. Y de pronto le pasó el brazo por los hombros y la besó en el cuello. Después, como si hasta entonces se diera cuenta de que Cecilia y yo estábamos ahí, se apartó turbado. (Y en cambio, el domingo, Clara se presentó con Guillermo que no tenía nada que hacer allá. Al principio, él ni siquiera se dio cuenta de quién era Cecilia y sólo la reconoció cuando se la presentaron. “Te cortaste las trenzas.” “Sí, claro”, dijo ella. Yo la miré. Estaba pálida. Cuando todos estábamos borrachos, bailó con él y dejó que la llevara al patio. Luego regresaron y ya no le habló más. Se puso a bailar conmigo y me dijo que era un perfecto imbécil; pero bebió más que nadie, y al final estaba tan borracha que tuve que manejar yo.
Salimos todos al mismo tiempo y Guillermo intentó subirse a nuestro coche. Arranqué antes de que abriera la puerta y lo dejé con Clara. En el camino, Cecilia se puso a llorar de pronto y me pidió que parara y nos acostáramos, pero yo sabía que los otros venían atrás y no le hice caso. Entonces se quedó dormida, con la cabeza apoyada en mi hombro, tapándose con la gabardina. Poco antes de llegar a la caseta empezó a amanecer. Había neblina, pero abajo la ciudad se veía rosa y anaranjada. Frente al Panteón de Dolores estaban instalando los puestos de flores. Las calles estaban vacías y el silencio sólo era interrumpido por el paso de los primeros tranvías y el lento rodar de los carros de los barrenderos. Frente al estudio, en un rincón del parque, un perro flaco revolvía un montón de basura. Los columpios colgaban inmóviles y alguien dormía sobre una banca, envuelto en periódicos. Dejé a Cecilia dormida en el coche y me fui a la farmacia de la esquina a hablar por teléfono a su casa. Contestó su madre. Le dije que Cecilia se iba a quedar en Tajimara un día más y me había encargado que le avisara. No podía llamarle después y por eso... Ella estaba muy asustada, y furiosa. Me preguntó quién era, le di un nombre inventado y colgué antes de que empezara a lamentarse. Regresé al coche y traté de despertar a Cecilia, pero fue inútil; movía la cabeza y se quejaba, pero no abría los ojos. Entonces, así dormida, la saqué del coche, me puse su brazo alrededor de los hombros, la tomé de la cintura y la subí hasta el estudio casi a rastras. Allí, la acosté en la cama, vestida, y me senté frente a la ventana, muerto de cansancio pero incapaz de dormir. De vez en cuando me volvía a mirarla; había vuelto a dormirse profundamente. El ceño fruncido hacía que toda su cara tuviera un aspecto malhumorado. La noche anterior yo había dormido por primera vez junto a ella y nos habíamos levantado juntos. Nos habíamos dormido abrazados, pero durante el sueño nos separamos y durante toda la noche apenas me daba cuenta, inconscientemente, estiraba el brazo buscándola. Por la mañana se había puesto mis panta-lones y mi camisa y me había obligado a correr desnu-do hasta el baño detrás de ella. Yo debería haberle hablado durante uno de nuestros paseos por el Parque México y deberíamos habernos casado entonces, cuando teníamos quince años, y tener ahora los diez hijos que ella decía, aunque nos hiciéramos viejos prematuramente. Entonces la necesitaba ya y entonces las cosas hubieran salido bien. A cualquier edad se puede necesitar a una persona, antes de tener expe-riencia, antes de tener nada y yo la quería como ahora, tal vez mejor que ahora. Cualquier cosa es mejor que una necesidad que nunca es satisfecha.
(Cerca del mediodía, ella despertó y me llamó a su lado. Me había quedado dormido en el sillón, con la cabeza apoyada en la mano izquierda. Me senté en la orilla de la cama y ella, con el pelo revuelto, despintada y con los ojos hinchados, me preguntó qué íbamos a hacer. “Nada”, contesté. “Abrázame”, dijo ella. La besé en los labios secos y me acosté a su lado. Des-pués nos bañamos juntos y la obligué a tomar café y un huevo frito, y, más tarde, apagamos los cigarros sobre las manchas amarillas que habían dejado las yemas en los platos. Era una de esas tardes grises en las que, sin embargo, no llega a llover realmente, sino que sólo de vez en cuando caen algunas gotas gruesas y uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye. Le había dicho ya que había hablado con su madre, pero al anochecer se empeñó en irse. No quiso que la acompañara hasta su casa y nos despedi-mos junto al coche, donde la besé, apoyándola contra él. Luego me quedé allí, mirándola alejarse. Ella, antes de dar la vuelta en la esquina, sacó la mano por la ven-tanilla y me dijo adiós. En el estudio, las sábanas su-cias y revueltas guardaban el olor de su cuerpo. Des-pués me dijo que esa misma noche Guillermo le había hablado por teléfono y habían salido juntos. (Empecé a esperar todas las noches frente a su casa. El sabor amargo en la boca, la rabia y el desprecio por mí mismo. Horas enteras, inacabables, convenciéndo-me a mí mismo: “Cinco minutos más”; y luego: “No voy a irme ahora, cuando ya no puede tardar, me que-do hasta que llegue.” Le escribí una carta: “Cecilia, es una tontería, no ha cambiado nada, no te inventes co-sas, estábamos muy bien, no tienes de que vengarte ni sabes lo que estás haciendo, eso no importa y te quie-ro, ven, déjame hablarte.” La vergüenza de tener que esconderme detrás de cualquier cosa cuando ella lle-gaba con Guillermo y el odio el día que los encontré caminando, del brazo. “¿Qué haces por aquí?” “Na-da... La casa de un amigo.” Mirando a Cecilia para que ella entendiera. Me fue a buscar al día siguiente, pero no subió al estudio sino que me llevó a dar una vuelta en el coche. “¿Lo quieres?” “No.” “¿Te quiere?” “Tie-ne que quererme.” “Es un idiota.” “¿Qué importa?” “Déjame besarte.” “¿Para qué?” y después: “¿Ves? Es inútil. No vayas más por mi casa. No voy a salir. ¿Dónde te dejo?” Era diciembre. Los árboles sin hojas, el tráfico peor que nunca y las gentes caminando de prisa, en el viento. Le devolví el estudio a Julia y a Carlos y me fui a pasar las vacaciones con mi familia. Ahora Cecilia no había querido decirme cómo me había encontrado. “Aquí estoy. ¿Quieres venir o no?”).
Estaban arreglando la carretera frente a Tajimara y la desviación estaba llena de lodo. La lluvia era ahora un verdadero aguacero. Por las pocas calles iluminadas se veían correr ríos ocres. Frente a la casa había ya tres coches estacionados; uno de ellos era el de Guillermo. Cecilia paró el suyo detrás y se arregló el vestido. La miré mirarse en el espejo. Ella se volvió hacia mí y sonrió. —Te quiero —dije. —No digas tonterías. Voy a casarme con Guillermo. —¿Para qué pasaste por mí entonces? —Decidí venir a última hora y tú eres el único que podía acompañarme. Intenté besarla y me apartó. —Ahora vas a portarte bien. Él no me espera. Si te interesa saberlo, todavía no me he acostado con él. Le había entregado el estudio al padre de Carlos y desde la última vez con Cecilia no había vuelto a Tajimara. (¿Podría haber empezado todo el relato con esa frase? Me imagino que es imposible seguirme, pero todas las historias policíacas están perfectamente construidas y yo estoy harto de ellas. Tal vez ahora pueda volver definitivamente a Julia y Carlos). Al atravesar corriendo el jardín con Cecilia vi que la lluvia había borrado casi por completo el mural que Julia y Carlos pintaron juntos en la pared del fondo. En el corredor se amontonaban también varias telas semidestruidas. Entramos corriendo, sacudiéndonos el agua y todos nos recibieron a gritos. Guillermo miró a Cecilia asombrado y se la llevó aparte enseguida. No sé que hablaron. ¿Qué importa? Bailaron toda la noche y yo, sentado, los miré pasar, irando el cuerpo de Cecilia, envuelto en el vestido verde. El grupo había cambiado un poco. Estaba una muchacha que no co-nocía, sin pintar y vestida de negro; y un muchacho de no más de dieciocho años, rubio, con una pipa enorme colgando, apagada, de la boca; los dos críticos que habían facilitado la compra de la casa en Tajimara con dos mujeres desconocidas y, claro, el novio. Éste era alto, flaco, pálido y tonto. La luz amarillenta del único foco apagaba los reflejos de la chimenea y los cristales de las ventanas repetían en el patio oscuro los movi-mientos de los invitados. Es todo. Cecilia y yo no tu-vimos oportunidad de hablar de Julia y Carlos y ahora sólo recuerdo el parlamento de Carlos, borracho ya: —Estamos aquí reunidos para celebrar la muerte de la soledad y el triunfo del amor, la alegría y la paz. Julia, ven a mi lado. Como dos gotas de agua, como una sola fuerza, y la lluvia se desprendió de la nube porque la unión era imposible y no podía ignorar al sol. Juntos haremos triunfar a la inocencia, y al final la
princesa se casó, como en los cuentos, y tuvo un hijo antes del tiempo señalado por el uso y las buenas costumbres. Aunque eso no lo cuentan los cronistas, detrás de cada pecado hay un pecador que se esconde en las sombras y jamás da la cara. El padre a veces no debe conocerse. De mutuo acuerdo los pecadores ocul-tan su vergüenza. Todos sabemos que en cada cruci-fixión hay un buen ladrón y a veces éste se queda con la gloria, triunfa sobre el Hijo y el Padre y guarda a la víctima, que ya no lo es más porque el amor ilumina sus pasos. Pero no se debe revelar la verdadera esencia de los hechos. Por mucho que yo me extendiera no podría decir más. Julia miraba a Carlos y en sus ojos había amor antiguo y odio. De pronto él descubrió su mirada y sacó a bailar a la muchacha de negro. En la alegría, nadie lo había escuchado. Por encima de la música las goteras hacían repiquetear los cubos. Componemos todo con la imaginación y somos incapaces de vivir la realidad simplemente. Recuerdo la destartalada y antigua casa en Tajimara, el estallar de los manzanos e higueras, la voluntaria confusión de los cuadros de Julia y Carlos, y el vacío de las tardes sin Cecilia. ¿Para qué hablar de todo eso? Julia se casó por la iglesia. Fui a la boda. Vestida de novia parecía una virgen de pueblo. En el atrio, Carlos hablaba de irse a Europa. Me senté a escuchar el órgano y durante toda la ceremonia pensé en Cecilia. Al salir, la luz era deslumbrante y el sol reflejaba contra los muros amari-llos el verde de los árboles. Caminé sin rumbo y sentí dentro de mí el vacío de la tarde que empezaba sin Cecilia. El sentido de la historia es lo de menos; mientras la escribía sólo tenía presente la imagen de Cecilia. Jamás podemos olvidarnos de nosotros mismos y nuestros problemas envuelven a los demás y los deforman.
EL GATO El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacia suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era la adecuación con que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches, al regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso. Cuando D, vencido el primer tramo de las escaleras, daba la vuelta para tomar el pasillo, el gato, gris y pequeño, un gato niño todavía, volvía la cabeza hacia él, buscando que su mirada encontrara sus ojos extrañamente amarillos y ardientes en medio del suave pelo gris. Luego los entrecerraba un momento, hasta convertirlos en una delgada línea de luz amarilla y volvía la cabeza hacia el frente, ignorando la mirada de D que, sin embargo, seguía viéndolo, conmovido por su solitaria fragilidad y un poco molesto por el peso inquietante de su presencia. Otras veces, en lugar de en el pasillo del segundo piso, D lo encontraba de pronto acurrucado en uno de los rincones del amplio hall de la entrada o caminando despacio, con el cuerpo pegado a la pared, ignorando el aviso de los pasos ajenos. Otras más, aparecía en alguno de los tramos de la escalera, enroscado entre los barrotes de hierro, y entonces bajaba o subía delante de D, poniéndose en movimiento sin volverse a mirarlo y apartándose de su paso cuando estaba a punto de darle alcance para volver a enroscarse alrededor de los barrotes, tímido y asustado, a pesar de que, al dejarlo atrás, D sentía la amarilla mirada sobre su espalda. El edificio en que vivía D era una construcción antigua pero bien conservada, con la sabia arquitectura de hace treinta o cuarenta años que daba valor y lugar a los elementos rios y cuyo estilo se ha vuelto anacrónico por su mismo carácter sin perder su sobria belleza. El hall de la entrada, la escalera y los pasillos ocupaban un vasto espacio del edificio y marcaban con su aspecto grave y vetusto toda la construcción. Unos días, quizás unas semanas antes de la aparición del gato, la imprevisible voluntad de los porteros, tan vie-jos e imperturbables como el edificio y que se apretu-jaban con hijos y nietos en el tapanco de la planta baja espiando recelosos el paso de los inquilinos, había eliminado del hall los dos pesados sofás de gastado terciopelo y el pequeño pero macizo escritorio de ma-dera cuya antigua presencia acentuaba ese peculiar carácter conservador y ajeno al
paso del tiempo de la construcción, y a D le pareció que el gato ocupaba ahora el lugar de los muebles. De algún modo, su in-explicable presencia se llevaba con el tono del edificio y, significativamente, D nunca lo vio entre las amplias y redondas macetas de barro con plantas de anchas hojas tropicales que la pareja joven del departamento contiguo al suyo había colocado por iniciativa propia en los descansos de la escalera para darle vida al pasi-llo. El gato parecía ser contrario a esa remota evoca-ción de un jardín; su terreno eran los elementos so-brios y desnudos de pasillos y escaleras. Así, de la misma manera que se había acostumbrado a los dos sofás y el escritorio que llenaban el espacio vacío del hall y ahora extrañaba su presencia, D se acostumbró a encontrar de pronto al gato y recibir su mirada indife-rente, y a verlo bajar o subir delante de él en las esca-leras sin preguntarse a quién pertenecería. D vivía solo en su departamento y pasaba en él la mayor parte del tiempo que no le quitaba su cómodo empleo, del que, a cambio de unas cuantas horas diarias de trabajo metódico, recibía lo suficiente para vivir; pero su soledad no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente y se quedaba en el departamento todos los fines de semana. Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían, aunque fuera en un plano condicionado y determinado por sus cuerpos que a los dos, por lo menos, parecía bastarles. Para D siempre era motivo de un renovado placer poder mirar desde casi todos los ángulos del pequeño departamento, en las horas muer-tas que se extendían frente a ellos los domingos por la mañana, el cuerpo desnudo de su amiga extendido indolentemente sobre la cama, cambiando una postura atractiva por otra postura atractiva que siempre acen-tuaba aún más esa desnudez a la que hacía casi procaz la conciencia, por parte de ella, de que él la estaba irando y gozando con la exposición de su cuerpo. Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imagi-naba así, extendida indolentemente sobre la cama, con las mantas que podían cubrirla invariablemente rechazadas aun cuando estaba dormitando, ofreciendo su cuerpo a la contemplación con un abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo irara y en realidad no le perteneciera a ella, sino a él y tal vez también a los mismos muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los árboles de la calle, que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante e impreciso. A veces la cara de ella permanecía oculta en la almohada y su pelo, castaño oscuro, ni largo ni corto, casi impersonal en su ausencia de relación con las facciones del rostro, remataba el prolongado trazo de la
espalda que se iba estrechando hacia abajo hasta perderse en la amplia curva de las caderas y el firme dibu-jo de las nalgas. Más allá estaban sus largas piernas, separadas una de la otra en un ángulo arbitrario, pero estrechamente relacionadas. Entonces para D el cuerpo de ella tenía casi un carácter de objeto. Pero también cuando estaba de frente, dejando ver sus pechos pe-queños con sus vivos pezones y la rica extensión plana del vientre, en el que apenas se sugería el ombligo, y la zona oscura del sexo entre las piernas abiertas, el cuerpo tenía algo remoto e impersonal en la buscada facilidad con que se olvidaba de sí mismo y se entre-gaba a la contemplación. Definitivamente, D conocía y amaba ese cuerpo y no podía dejar de experimentar la realidad de su presencia mientras iba de un lado a otro en el departamento realizando las pequeñas acciones cotidianas cuyo sentido se pierde en el carácter mecánico con que podemos cumplirlas. Y del mismo modo la sentía cuando se desvestía delante de él o cuando era ella la que, siempre desnuda, se movía de un lado a otro del departamento, volviéndose de pronto hacia D para hacer un comentario banal. Así, la presencia de su amiga, su soledad de dos, la profunda y tranquila sen-sualidad de su relación, en la que ella estaba siempre desnuda y era suya, formaba parte de su departamento como era una parte de su vida y cuando estaban entre más gente el conocimiento de esa relación volvía de pronto a D envolviéndolo con una fuerza perturbadora que le hacía buscar la piel de ella bajo su ropa y lo separaba de todo al tiempo que lo obligaba a sentir que el conocimiento que tenía de ella se proyectaba hacia los demás como una especie de necesidad de que par-ticiparan de su secreto atractivo. Entonces ella era para él como un puente por el que todos deberían transitar del mismo modo que la luz que entraba por las venta-nas, cuando ella se extendía sobre la cama, se posaba sobre su cuerpo e igual que los muebles del departa-mento parecían mirarla junto con él. Una de esas mañanas de domingo en que ella dormitaba sobre la cama, D escuchó a través de la puerta cerrada del departamento unos maullidos lastimosos, insistentes, que rodaban sobre sí mismos hasta convertirse en un solo, monótono sonido. D se dio cuenta, sorprendido, de que era la primera vez que el gato mostraba de esa manera su presencia. Su departamento quedaba exactamente arriba de aquél ante cuya puerta, un piso más abajo, el gato se echaba sobre la esterilla; pero los maullidos parecían salir de un sitio mucho más cercano, daban la sensación de que el gato estaba en el interior de su departamento. D abrió la puerta de entrada y lo encontró, pequeño y gris, casi a sus pies. El gato debía haber estado pegado
por completo a la puerta, lanzando sus lamentos contra ella. Sin dejar de maullar, levantó la cabeza y se quedó mirando fija-mente a D, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en dos estrechas rayas amarillas y volviendo a abrirlos enseguida. Instintivamente, D, que un momento antes había pensado en salir del departamento para comprar los periódicos del día como todos los domingos, lo levantó con las dos manos, lo metió al departamento dejándolo otra vez en el piso, salió y cerró la puerta tras de sí. En el pasillo y la escalera siguió escuchando todavía sus maullidos, insistentes, rodando sobre sí mismos, como si reclamaran algo y no estuvieran dispuestos a cesar hasta conseguirlo, y cuando regresó, con los periódicos bajo el brazo, éstos no habían cambiado. D abrió la puerta y entró al departamento. El gato no estaba a la vista y sus maullidos se escuchaban como si no vinieran de un sitio específico sino que ocuparan todo el espacio del departamento. D avanzó por la sala comedor a la que se abría la puerta de entrada y a través de la otra puerta, en el extremo opuesto, que comunicaba con la habitación, pudo ver el cuerpo de su amiga en la misma posición en que él la había dejado, dormitando con la cara escondida en la almohada. Las mantas arrinconadas al pie de la cama hacían más absoluta aun su desnudez. D entró a la habi-tación, envuelto en el lastimero sonido de los maullidos y vio al pequeño gato gris mirando fijamente el cuerpo desnudo, de pie sobre sus cuatro patas, en el centro de la otra puerta de la habitación, como si no se deci-diera a entrar a ella. La distribución del departamento permitía que el a la alcoba desde la entrada pudiera hacerse a través de cualquiera de sus dos puer-tas, avanzando directamente por la sala o dando un rodeo por la cocina y el pequeño desayunador que se comunicaba directamente con ella y con la alcoba. D se sorprendió preguntándose si el gato había dado ese rodeo o había pasado directamente a la habitación y ahora sólo fingiera que no se decidía a entrar a ella. En tanto, en la cama, bajo su mirada y la del gato, su ami-ga cambió de posición estirando una de sus largas piernas para pegarla a la otra y rodeando con un brazo la almohada sin levantar la cabeza de ella ni permitir que el pelo castaño se hiciera a un lado para dejar ver el rostro. D se dirigió hacia el gato, lo levantó sin que éste dejara de maullar, lo dejó otra vez en el pasillo y cerró la puerta. Después se sentó en la cama, acarició lentamente la espalda de su amiga reconociendo su piel contra la palma de su mano como si ella sola pudiera llevarlo al fondo del cuerpo que se extendía ante él, y se inclinó para besarla. Ella se volvió con los ojos cerrados todavía, le echó los brazos al cuello levantando el cuerpo para pegarlo al de D y con la
boca en su oreja le susurró que se desvistiera y se mantuvo pegada a su cuerpo mientras el obedecía. Después, cuando los dos yacían uno al lado del otro, con las piernas entrelazadas todavía y envueltos en el olor mezclado de sus cuerpos, ella le preguntó, como si de pronto recordara algo que venía de mucho más atrás, si en algún momento había metido a la casa al gato que había estado maullando afuera. —Sí. Cuando salí a comprar el periódico — contestó D, y se dio cuenta de que los maullidos habían cesado ya. —¿Y dónde está, qué hiciste con él? —dijo ella. —Nada. Volví a sacarlo. Ya no tenía objeto que estuviese aquí. Yo quería que te sorprendiera mientras yo no estaba —dijo D y luego agregó—. ¿Por qué? —No sé —explico ella—. De pronto me pareció que estaba adentro y me extrañó y me gustó al mismo tiempo, pero no pude decidirme a despertar... La amiga siguió en la cama hasta bien entrada la mañana, mientras D, sentado en el piso, a su lado, leía los periódicos que había dejado sobre la mesa al entrar. Luego salieron a comer juntos. El gato no había vuelto a maullar ni tampoco estaba en el pasillo, ni en las esca-leras, ni en el hall y los dos olvidaron el incidente. Durante la siguiente semana, aunque no volvió a escucharlo maullar, D se encontró en varias ocasiones al gato, gris y pequeño, mirándolo un instante, inmutable sobre su esterilla frente a la puerta del departamento de abajo, enroscado entre los barrotes de hierro de la escalera, subiendo o bajando de él sin volverse a mirarlo, como si le huyera, o caminando muy despacio, pegado por completo a la pared del hall, y cuando cerraba la pesada puerta de vidrio que daba a la calle, dejándolo tras de sí, le parecía que el gato se afirmaba cada vez más como dueño del edificio y esperaba rece-loso que D regresara igual que los porteros, fingiendo indiferencia sobre su esterilla o enroscado entre los barrotes de la escalera, con su figura frágil y delicada de gato niño que nunca va a crecer y sin embargo no necesita a nadie. A pesar de que a veces su silenciosa presencia resultaba inquietante, su aspecto tenía siem-pre algo tierno y conmovedor que incitaba a proteger-lo, haciendo sentir que su orgullosa independencia no ocultaba su debilidad. En una de esas ocasiones, D lo encontró cuando subía a su departamento con su amiga y ella, reparando en la pequeña figura gris, le preguntó de quién sería, pero no se extrañó cuando D no supo contestarle y aceptó con absoluta naturalidad la supo-sición de que tal vez no era de nadie, sino que simple-mente había entrado un día al edificio y se había que-dado en él. Esa noche estuvieron en el departamento hasta muy tarde y como otras muchas veces la amiga, que siempre decía que le
gustaba que D se quedase en el departamento después de estar con ella, no quiso que él se levantara para acompañarla a su casa. Al verse de nuevo, ella comentó que al salir había encon-trado al gato en la escalera y que la había seguido has-ta el hall, deteniéndose sólo un poco antes de que ella saliera, como si quisiera y al mismo tiempo temiera irse a la calle, por lo que ella tuvo que cerrar la puerta con mucho cuidado. —Sentí ganas de cargarlo y llevármelo, pero me acordé que tú dijiste que él había elegido el edificio —terminó la amiga, sonriendo. D se burló de su amor por los animales y volvió a olvidar a la pequeña figura gris; pero el domingo siguiente, al regresar de comprar los periódicos encontró al gato, al que no había visto al salir, enroscado entre los barrotes de la escalera. Pasó a su lado sin que se moviera como de costumbre para subir delante suyo y D, sorprendido, se volvió, lo levantó y entró con él al departamento. Su amiga esperaba en la cama como siempre y D, que la había dejado despierta, trató de no hacer ruido al cerrar la puerta para sorprenderla. Lle-vaba al gato en los brazos todavía y él se había acurru-cado cómodamente en su regazo entrecerrando los ojos. D podía sentir su pequeño cuerpo cálido y frágil latiendo junto al suyo. Al entrar a la habitación vio que su amiga había vuelto a dormirse extendida por com-pleto sobre la cama, con las piernas juntas y un brazo sobre los ojos para protegerse de la luz que entraba libremente por las ventanas. En su cuerpo no había ningún signo de espera. Estaba allí simplemente, sobre la cama, bella y abierta, como una esbelta e indiferente figura que no guardase ningún secreto para sí y sin embargo tampoco ignorara en ningún momento el jue-go silencioso de sus y el peso del cuerpo, que formaban su propia realidad, y fuese capaz de hacer que la desearan y de desearse a sí misma con un doble movimiento que desconoce su punto de partida. D se acercó a ella con el recogido cuerpo gris inmóvil en su regazo y después de mirarla un momento con la misma extraña emoción con que algunas veces la veía vestida entre la gente, dejó con mucho cuidado al gato sobre su cuerpo, muy cerca de los pechos, donde la pequeña figura gris se veía como un objeto apenas viviente, frágil y atemorizado, incapaz de ponerse en movimiento. Al sentir el peso del animal, su amiga retiró el brazo de su cara y abrió los ojos con un gesto de reconocimiento, como si se imaginara que la que la había tocado era la mano de D. Sólo al verlo de pie frente a la cama bajó la vista y reconoció al gato. Éste estaba inmóvil sobre su cuerpo, pero al verlo ella hizo un movimiento, sorprendida, y la pequeña figura gris rodó a su lado, sobre la cama, donde se quedó quieta
de nuevo, incapaz de moverse. D se rió de la sorpresa de ella y la amiga se rió con él. —¿Dónde lo encontraste? —preguntó después, alzando la cabeza sin mover el cuerpo para ver al pequeño gato inmóvil a su lado todavía. —En la escalera —dijo D. —¡Pobrecito! —dijo ella. Tomó al gato y volvió a ponerlo sobre su cuerpo desnudo, cerca de sus pechos, en el mismo lugar en el que D lo había dejado antes. Él se sentó en la cama y los dos se quedaron viendo al gato sobre el cuerpo de ella. Al cabo de un momento, la tímida figura gris sacó las patas de debajo de su cuerpo, estirándolas primero sobre la piel de ella e iniciando luego un inseguro in-tento de avanzar por el cuerpo para quedarse ensegui-da inmóvil otra vez, como si no quisiera arriesgarse a salir de él. Los ojos amarillos se convirtieron en dos estrechas rayas y después se cerraron por completo, D y su amiga volvieron a reírse divertidos, como si la actitud del gato resultara inesperada y sorprendente. Luego ella empezó a acariciarle el lomo con un movi-miento suave y repetido y finalmente tomó el pequeño cuerpo gris con las dos manos y lo levantó mantenién-dolo frente a su cara repitiendo una y otra vez “pobre-cito, pobrecito, pobrecito”, mientras lo movía ligera-mente de un lado a otro. El gato abrió un momento los ojos y volvió a cerrarlos enseguida. Con las patas col-gando hacia abajo, libres de las manos que lo sostenían tomándolo por el cuerpo, parecía mucho más grande y había perdido algo de su fragilidad. Sus patas traseras empezaron a estirarse, como si quisieran apoyarse en el cuerpo de la amiga de D y ella dejó de moverlo y lo bajó lentamente, dejándolo con cuidado sobre sus pechos, donde una de las patas estiradas tocaba directamente el pezón. A su lado, D vio como el pezón se ponía duro y saliente, como cuando él la tocaba al hacer el amor. Estiró el brazo para tocarla también y junto con el pecho de ella su mano encontró el cuerpo del gato. Su amiga lo miró un instante, pero los ojos de uno y otro se apartaron enseguida. Después ella hizo a un lado al animal y se levantó de un brinco de la cama. El resto de la mañana leyeron los periódicos y oyeron discos cambiando los comentarios casuales de siempre, pero entre los dos había una corriente secreta, perceptible sólo de vez en cuando y acallada sin necesidad de ningún acuerdo, distinta a la de todos los domingos anteriores. El gato se había quedado en la cama y cuando ella se extendía indolentemente sobre las sábanas, sin cubrirse, como lo hacía todos los domingos para que el sol tocara su cuerpo junto con el aire que entraba por la ventana abierta y la mirada de D pareciera sumarse a la de los muebles, acariciaba la
pequeña figura de vez en cuando o la ponía sobre su cuerpo para ver cómo el gato, que al fin parecía haber recuperado la capacidad de moverse por su cuenta, avanzaba sobre ella, posando sus pies delicados sobre su vientre o sus pechos, o atravesaba de un lado a otro por encima de sus largas piernas, estiradas sobre la cama. Cuando D y su amiga entraron al baño, el gato se quedó todavía en la cama, adormecido entre las man-tas revueltas que ella había echado hacia atrás con el pie; pero al salir lo encontraron parado en la sala, co-mo si extrañase su presencia y estuviera buscándolos. —¿Qué vamos a hacer con él? —dijo la amiga, envuelta todavía en la toalla, haciendo a un lado su pelo castaño para mirar al gato con una mezcla de cariño y duda, como si hasta entonces advirtieran que a partir de la inocente broma inicial había estado todo el tiempo con ellos. —Nada —dijo D con el mismo tono casual—. Dejarlo otra vez en el pasillo. Y aunque el gato los siguió cuando entraron de nuevo a la habitación para vestirse, al salir D lo tomó en brazos y lo dejó descuidadamente en las escaleras, don-de se quedó, inmóvil, pequeño y gris, mirándolos bajar. Sin embargo, desde ese día, siempre que lo encontraban, silencioso, pequeño y gris, en la penumbra ama-rillenta manchada con huecos de sombra del pasillo, el hall o la escalera, la amiga lo tomaba en sus brazos y entraban al departamento con él. Ella lo dejaba en el piso mientras se desvestía y luego el gato se quedaba en el cuarto o recorría indiferente la sala, el desayuna-dor o la cocina, para, después, subirse a la cama y acostarse sobre el cuerpo de ella, como si desde el primer día se hubiera acostumbrado a estar allí. D y su amiga lo miraban riéndose celebrando su manera de acomodarse en el cuerpo. De vez en cuando, ella lo acariciaba y él entrecerraba los ojos hasta convertirlos en una delgada línea amarilla, pero la mayor parte del tiempo lo dejaba estar allí simplemente, escondiendo la cabeza entre sus pechos o estirando lentamente las patas sobre su vientre, como si no advirtiera su presen-cia, hasta que al volverse para abrazar a D el gato se interponía entre los dos y ella lo apartaba con la mano, poniéndolo a un lado en la cama. Cuando D esperaba a su amiga en el departamento, ella entraba siempre con el gato en los brazos y una noche que anunció que no lo había encontrado en ninguno de los sitios habitua-les, la pequeña figura gris apareció de pronto en la alcoba entrando por la puerta del clóset. Sin embargo, un día que ella quiso darle de comer, el gato se negó a probar bocado, a pesar de que ella intentó incluso to-marlo en sus brazos y acercar el plato a su boca. Desde la cama,
D sintió una oscura necesidad de tocarla al verla sosteniendo la alargada figura del gato pegada contra su cuerpo y la llamó a su lado. Ahora, los domingos, la pequeña figura gris se había hecho indis-pensable junto al cuerpo de ella y la mirada de D regis-traba vigilante el lugar en que se encontraba buscando al mismo tiempo las reacciones de ella ante su presencia. Por su parte, ella había aceptado también al gato como algo que les pertenecía a los dos sin ser de ningu-no y comparaba las reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el o con las manos de D. Ya nunca lo acariciaba, sino que esperaba sus caricias y cuando se quedaba dormitando, desnuda y con él a su lado, al abrir los ojos después del sueño sentía también, como algo físico, cubriéndola por completo, la mirada fija de los entrecerrados ojos amarillos sobre su cuerpo y entonces necesitaba sentir a D junto a ella de nuevo. Poco después, D tuvo que quedarse en cama unos días atacado por una fiebre inesperada, y ella decidió arreglar sus asuntos para poder quedarse en el departamento cuidándolo. Atontado por la fiebre, sumergido en una especie de duermevela constante en la que la oscura conciencia de su cuerpo adolorido era molesta y agradable al mismo tiempo, D registraba de una ma-nera casi instintiva los movimientos de su amiga en el departamento. Escuchaba sus pasos al entrar y salir de la habitación y creía verla inclinándose sobre él para comprobar si estaba dormido, la oía abrir y cerrar una y otra puerta sin poder situar el lugar en que se encon-traba, percibía el sonido del agua corriendo en la coci-na o el baño y todos esos rumores formaban un velo denso y continuo sobre el que el día y la noche se pro-yectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente, y a través de ese velo le parecía advertir hasta qué extremo estaban unidos y separados, como cada una de sus acciones la mostraban frente a él, aparte y secreta, y por esto mismo más suya en esa separación desde la que ella no sabía nada de él, como si cada uno de sus actos se situara en el extremo de una cuerda tensa y vibrante que él sostenía del otro lado y en cuyo centro no había más que un vacío imposible de llenar. Pero cuando D abría al fin por completo los ojos entre dos incontables espacios de sueño, podía ver también al gato siguiendo a su amiga en cada uno de sus movimientos, sin acercarse mucho a ella, siempre unos cuantos pasos atrás, como si tratara de pasar inadvertido, pero, al mismo tiempo, no pudiese dejarla sola. Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que pa-recía abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente. D volvía a quedarse
dor-mido con una vaga, remota sensación de espera, que quizás no era parte más que de la misma fiebre, pero en cuyo espacio reaparecían una y otra vez, distantes e inalcanzables en unas ocasiones, inmediatas y perfec-tamente dibujadas en otras, invariables imágenes del cuerpo de su amiga. Luego, ese mismo cuerpo, concreto y tangible, se deslizaba a su lado en la cama y D lo recibía, sintiéndose en él, perdiéndose en él, más allá de la fiebre, al tiempo que advertía, a través de esas mismas sensaciones, cómo estaba siempre enfrente, inalcanzable aun en la más estrecha cercanía y por eso más deseable, y cómo ella buscaba de la misma mane-ra el cuerpo de él, hasta que volvía a dejarlo solo en la cama y reiniciaba sus oscuros movimientos por el de-partamento, prolongando la unión por medio de la quebrada percepción de ellos que la fiebre le daba a D. Durante esos largos instantes de acercamiento concreto, el gato desaparecía de la conciencia de D. Sin embargo, en una ocasión se dio cuenta de que él estaba también con ellos en la cama. Sus manos habían trope-zado con la pequeña figura gris al recorrer el cuerpo de su amiga y ella había hecho de inmediato un movi-miento encaminado a hacer más total el encuentro, pero éste no llegó a realizarse por completo y D olvidó que una presencia extraña se encontraba junto a ella. Había sido sólo un breve rayo de luz en medio de la laguna oscura de la fiebre. Unos cuantos días después ésta cedió tan inesperadamente como había empezado. D volvió a salir a la calle y estuvo otra vez con su amiga en medio de la gente. Nada parecía haber cam-biado en ella. Su cuerpo vestido encerraba el mismo secreto que de pronto D deseaba develar ante todos; pero al acercarse el momento en que normalmente deberían irse al departamento ella empezó, a pesar suyo, sin que ni siquiera pareciera advertirlo conscien-temente, a mostrar una clara inquietud y trató de re-trasar la llegada, como si en el departamento le espe-rara una comprobación que no deseaba enfrentar. Cuando al fin, después de varias demoras inexplica-bles para D entraron al edificio, el gato no estaba en el hall, ni en el pasillo, ni en las escaleras y mientras avanzaban por ellos D pudo advertir que su amiga lo buscaba ansiosamente con la vista. Luego, en el depar-tamento, D descubrió en el cuerpo de ella un largo y rojizo rasguño en la espalda. Estaban en la cama y al señalarle D el rasguño ella trató de mirarlo, anhelante, estirándose como si quisiera sentirlo fuera de su propio cuerpo. Después le pidió a D que pasara una y otra vez la punta de los dedos por el rasguño y en tanto ella se quedó inmóvil, tensa y a la expectativa, hasta que algo pareció romperse en su interior y con el aliento entre-cortado le pidió a D que la tomara.
El gato no apareció tampoco los días siguientes y ni D ni su amiga hablaron más de él. En realidad, los dos creían haberlo olvidado. Como antes de que apareciera entre ellos la frágil y pequeña figura gris, su relación era más que suficiente para los dos. La mañana del domingo, como siempre, ella se quedó largamente extendida sobre la cama, abierta y desnuda, mostrando su cuerpo indolente mientras D se distraía en las mí-nimas acciones cotidianas; pero ahora ella era incapaz de dormitar. Oculta tras su indolencia y ajena por completo a su voluntad, apareció cada vez más firme una clara actitud de espera, que ella trataba de ignorar, pero que la obligaba a cambiar una y otra vez de posi-ción sin encontrar reposo. Finalmente, al regresar de la calle con los periódicos, D la encontró esperándolo con el cuerpo separado de la cama, apoyándose en ella con el codo. Su mirada se dirigió sin ningún oculta-miento a las manos de D, buscando sin reparar en los periódicos y al no encontrar la esperada figura gris se dejó caer hacia atrás en la cama, dejando colgar la cabeza casi fuera de ella y cerrando los ojos. D se acercó y empezó a acariciarla. —Lo necesito. ¿Dónde esta?, tenemos que encontrarlo —susurró ella sin abrir los ojos, aceptando las caricias de D y reaccionando ante ellas con mayor intensidad que nunca, como si estuvieran unidas a su necesidad y pudieran provocar la aparición del gato. Entonces, los dos escucharon los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad. —Quién sabe —dijo D imperceptiblemente, casi para sí, como si todas las palabras fueran inútiles mientras se ponía de pie para abrir—, quizás no es más que una parte de nosotros mismos. Pero ella no era capaz de escucharlo, su cuerpo sólo esperaba la pequeña presencia gris, tenso y abierto.