Solemn la hora
––––––––
Claudio Hernández
Primera edición eBook: julio, 2019. Título: Solemn la hora © 2019 Claudio Hernández © 2019 Diseño de cubierta: Higinia María Código Safe Creative: 1906171184237 Licencia: Todos los derechos reservados. Todos los derechos reservados.
––––––––
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna y por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor. Todos los derechos reservados.
Also by Claudio Hernández
Ojos que no se abren El Juego de Azarus El vigilante del castillo Infectados, la saga completa La caja de Stephen King La historia de Tom Arnie El frío invierno Todo cuentos El Sanatorio de Murcia Una sombra sobre Madrid Los inicios de Stephen King El hombre que caminaba solo La primavera de Ann El maldito callejón de Anglés La mujer del Secreto Otoño lluvioso Cementerio de Camiones
Crímenes en verano La casa de Bonmati Mi lienzo es tu muerte Siete libros Siete pecados Muerte en invierno Aquel frío invierno Confidencias de un Dios El Secreto de Boad Hill LIFEY La verdadera historia de Drácula El susurro del Loco Un caso más Hotel hillover Pido perdón Solemn la hora Tú morirás Una cura
Watch for more at Claudio Hernández’s site.
Tabla de Contenido
Título
Derechos de Autor
Also By Claudio Hernández
Solemn la hora
Solemn la hora
Nota del autor
Biografía del autor
Sign up for Claudio Hernández's Mailing List
About the Author
About the Publisher
Este libro se lo dedico, una vez más, a mi esposa Mary, quien aguanta cada día niñeces como esta. Y espero que nunca deje de hacerlo. Esta vez me he embarcado en otra aventura que empecé en mi niñez y que, con tesón y apoyo, he terminado. Otro sueño hecho realidad. Ella dice que, a veces, brillo... A veces... Incluso a mí me da miedo... También se lo dedico a mi familia y especialmente a mi padre; Ángel... Ayúdame en este pantanoso terreno... Pero tengo a Sheila para recorrer este camino...
Solemn la hora
1
––––––––
Aquella mañana de un día cualquiera de primavera, Borg buscaba un lugar para levantar la pata y estrellar su preciado líquido amarillento contra las portezuelas de las farolas. Cualquiera servía. Sí, esas pequeñas tapaderas que ocultan todos los cables y un gran condensador eléctrico. Pero esa jodida mañana había ido mucho más lejos. Más hacia el bosque, atravesando un camino cubierto por una manta verde. Musgosas hierbas lo bordeaban, conservando las gotas de agua en un extremo de todas y cada una de las hojas. Estas parecían querer convulsionarse para desprenderse de ellas. Y el can horadó uno de esos espacios de la Naturaleza. Parecía que Kassel era la única ciudad en la que se respetaban las flores, las plantas así como los encorvados árboles vejestorios que se erguían, junto a los más jóvenes, como estacas clavadas en suelo firme. Fue el primero en aplastar lo que en el desierto sería un matorral, pero aquí era un buen puñado de hojas. Su hocico, húmedo, parecía seguir algo que le llamaba poderosamente la atención. Sus ojos titilantes, dentro de sus cuencas, se habían vuelto enrojecidos, y la lengua asomaba por un lado de su boca babeante. Avanzó a todo trapo en medio de la vegetación, poniéndose cada vez más nervioso. Hasta que su respiración se pudiera escuchar a un kilómetro a la redonda. Justo el perímetro en el que se encontraba su dueño, Markus: un jubilado de cuerpo enclenque, muy al estilo americano, aunque era alemán desde hacía 71 años. Su cabello blanco ondeaba en la brisa, que no era precisamente del mar. Sino un poco de viento que, incluso, podía mover las hojas de todo el bosque. Vestía un pantalón vaquero desteñido y una camisa a cuadros, blanca y
negra. En uno de sus dedos, un anillo de oro destellaba bajo los rayos del sol como el jodido tesoro de Frodo. Pero ya estaba viudo. Movió los labios y escupió un silbido que atravesó el aire rasgándolo en dos y alguien, en alguna parte, había hecho eco de aquel ruido tan agudo. Borg se detuvo orientando las orejas hacia la procedencia del sonido. Un pequeño gruñido indicó que había reconocido a su amo. Aquel estrepitoso ruido, que le molestaba muy a menudo, significaba algo: «ven, Borg, que coño, estás haciendo y dónde». El can volvió a agachar la cabeza y sobre la hierba solo se vislumbraba su rabo blanco, tan tieso como un remo apuntando a las nubes esponjosas de esa mañana. Markus miró en la distancia con sus pequeños ojillos lagrimosos y soltó un improperio: —Maldito hijo de puta. Después de rezongar, sus pies le llevaron hacia el final de la calle, justo hacia el camino del bosque. Donde nadie iba nunca. Una cosa muy curiosa en Kassel. Decían que allí dentro, entre las ramas, algo con garras en las manos te cortaba el cuello, ya fuera de día o de noche. Y que parecía ser una especie de árbol animado. Con vida propia. Pura leyenda. Pero los corazones de los críos se desbocaban cuando rondaban con la línea imaginaria de esos dos mundos paralelos. El de la realidad y la fantasía. Mejor era tomar toda la precaución del mundo, muy testarudos ellos. Borg seguía adentrándose en el bosque de forma vertiginosa y vigorosa, aunque tenía la cabeza gacha y arrastraba su lengua sobre la hierba húmeda. Aquel olor le atraía fervientemente. Era tan dulce como empalagoso. Y denso, al mismo tiempo. Sus ojos se volvían cada vez más locos orbitando en sus cuencas, que parecían agrandarse por momentos. Markus lo llamó por su nombre y éste lo escuchó, pero esta vez no levantó la cabeza. Simplemente se detuvo, olisqueó el musgo y, gruñendo, empezó a escarbar: primero, hundiendo el hocico lleno de mocos; y, después, con sus pezuñas.
Cuando ya había escarbado, casi medio metro de profundidad, Markus lo tenía a tiro, es decir, lo estaba observando y con algo de curiosidad. El can, que se estaba meando con ganas, aguantaba la vejiga lacerante mientras a su dueño se le estaban disparando las pulsaciones de su corazón. Evidentemente, por la carrera que le había supuesto dar para encontrar a su jodida mascota, la cual era tan grande como un poni: un cruce entre un San Bernardo y... No lo sabía. Nunca lo había descubierto. —¿Por qué cojones estás haciendo ese maldito agujero, Borg? —La voz del anciano sonaba casi quebrada y algo rasgada, como si en el pasado hubiera sido el mejor roquero del mundo hasta que le habían salido pólipos en las cuerdas vocales. Y, entonces, el perro se detuvo. 2 Debía ser algo raro en Kassel, pero ella, Henriette Penz, la inspectora más sensual de toda la provincia, era morena cuando el 99 % de las mujeres eran todas rubias. Eso le hacía sentir diferente y algo especial, porque, además, tenía los ojos verdes: solo un 2 % de los humanos ostentaban este color. Su largo cabello liso lamía sus hombros y su rostro era algo tan perfecto como casi imposible de descubrir las palabras que lo describieran bien. Sus labios eran algo voluminosos; su nariz, casi respingona; y los pómulos saltaban, con su particular círculo rosado, sobre unos hoyos que aparecían, al lado de su rictus, cuando sonreía y cuando no. Era de estatura alta: un metro setenta y cinco. Usaba zapatillas deportivas y tenía la talla casi perfecta: 40 para las faldas y las bragas, 90 de sujetador y un 39 de pie. Estaba soltera. Y esa mañana, después de aclararse la cara con agua fría, al levantar la mirada ante el espejo, el cual se había empañado por el vapor de la ducha caliente, ya olvidada en un rincón, sabía que algo perturbador iba a pasar ese día. Su inteligencia la hacía altamente intuitiva, y casi presagiaba los
acontecimientos más importantes. Su corazón martilleó su esternón en una punzada de dolor y le pareció ver resquebrajarse el cristal del espejo, como una enorme telaraña, aunque, cuando parpadeó, comprobó que eso no había sucedido realmente. Dejó correr el agua fría sobre la piel delicada de su cara. Y, aunque sintió un zumbido en el interior de sus oídos, todavía podía escuchar el chapoteo del agua, cuando escapaba por el ojo metálico que la estaba observando, impasible, desde el fondo del lavabo. 3 Y lo vio, aunque no brillaba. Era tan oscuro como el culo de una marmota. —¿Qué cojones es esto? —preguntó al silencio del bosque. Ninguno de los árboles le respondió; solo la brisa, un chorro de aire sutil que apenas podía, ahora, mecer sus cabellos deshilachados. Borg lo miraba a él; y, después, a aquello negruzco. Su lengua parecía agitada por un muelle desde algún extremo, y la baba se le escurría, por la rosada piel áspera, hasta caer al suelo, sin producir sonido alguno. El can empezó a lloriquear, y su pata derecha se posó sobre aquello que había desenterrado. Los ojos de Markus se clavaron en el suelo y la tierra removida que, además de oscura, emitía una fragancia a moho que le encharcaban los pulmones como si respirara un caro perfume, con tanta insistencia que se llenaba de cosquillas al hacerlo. Pero ahora algo le removía las tripas; y no era un apretón de diarrea, precisamente, porque aquella mañana todavía no se había tomado su café. Las uñas de Borg rompieron la bolsa y algo emergió de ella. Era algo plano y borroso, pero se veía bien lo que era: la esquina de una vieja fotografía, como si la hubiera meado Borg en aquel mismo instante. El viejo encorvado se agachó con cierta facilidad, aunque sus huesos crujieron como una puerta rota y astillada. Se puso en cuclillas y se perdió en lo que se veía en ese pedazo de papel. Era la mitad de la cara de un bebé. La instantánea mostraba un ojo abierto y una sonrisa que parecía viva, sobre el cartoné
manchado. Y un rictus se asomó al final de la comisura de sus labios prietos. Extendió la mano y la yema de su dedo índice rozó el rostro de aquella criatura. Ahora su corazón galopaba sin sentido, porque en el fondo creía haber encontrado un álbum de fotos antiguas guardadas en una bolsa de plástico de basura. Sí, era eso. Solo eso. Aunque no lograba comprender, al menos de momento, por qué se le erizaba la piel y sentía algo en su interior. Borg lo estaba mirando con inquietud mientras meneaba la cola y le colgaba la lengua igual que una sábana roja se desliza por el borde de una cama. La misma sensación que sentía Markus. Y ambos se sabían especialmente conectados, sí, esa era la palabra exacta para describir lo que sentían dentro en esos momentos. Incertidumbre y sensaciones extrañas, como las formas de unos copos de nieve estrellándose contra el cristal de la ventana, en la cual uno nunca sabe qué forma elegirá el caprichoso destino de esa mota de nieve. Con el dedo índice y el corazón, en una especie de pinza, tiró de aquella fotografía, que salió a la luz a través de la rasgadura que había provocado Borg. Una boca abierta, en forma vertical, como la mueca de un monstruo marino nunca visto antes. Y en una esquina se veía escrito un número en negro. —¿Seis? ¿Qué cojones es esto? —repitió una vez más. Ahora, la imagen del bebé sonriente parecía acariciar, con sus rollizas manos, la punta de la nariz del enclenque viejo. Y le hacía cosquillas. Pero vio algo más que hizo que sintiese como si miles de agujas se clavaran en sus venas. El sudor apareció en su frente de forma repentina mientras sentía la necesidad de respirar agitadamente. Y Borg emitió un feo gruñido. El corazón de Markus se detuvo para siempre. Y, entonces, Borg orinó. 4
En alguna parte debía brillar el sol en todo su esplendor, pero treinta y cinco años antes, en Kassel, en un recóndito y oscuro lugar del bosque, la lluvia golpeaba con furia el tejado de una casa oscura; totalmente pintada de negro. Dentro, el repiqueteo de las gotas de agua quedaba enmudecido casi por completo por el murmullo y los jadeos de cuantos allí se encontraban. Había mujeres. Muchas. Y estaban desnudas. Tan solo un pañuelo negro ocultaba sus vacilantes ojos, y ellas se rendían a los deseos de los hombres más poderosos de Alemania. Policías, jueces, abogados, deportistas y toda una escena de caras conocidas que, curiosamente, estaban recubiertas de una tela roja. De algodón. Escondidos incluso sus ojillos como los de una rata debajo de un saco; pero ellos llevaban capucha y el abrigo lamía el suelo, que siempre brillaba en aquellos encuentros en los que el placer sexual daba rienda suelta en sus mentes febriles. Y ahí estaba ella. La DAMA. Su traje oscuro ceñido podría excitar incluso más que el cuerpo desnudo de las demás. Todos querían conocerla, pero nadie podía tocarla y ni siquiera mirarla. Sus ojos también estaban cubiertos de aquel jodido pañuelo, pero ella podía ver a través de los agujerillos de la tela. Su trabajo consistía en que todo transcurriera bien, sin sobresaltos: recepción, invitación a una copa de Champaign y emparejamiento con una de aquellas desgraciadas. Y al final de todo: Decidir quién iba a pagar el plato roto. 5 Fueron los ladridos desgañitados de Borg los que alertaron a los vecinos más cercanos de dónde se encontraba. Entre sus dientes blancuzcos y las paredes negras de aquellas casas dispuestas en línea, podría haber hasta doscientos metros. Una de las puertas se abrió con un chirrido muy feo y, tras abrirse del todo, después de toda una eternidad, se asomó una cabeza rechoncha. Un abuelito de
unos ochenta años, y moreno porque se teñía el cabello. Le apodaban el Buick, por lo grueso que estaba y la poca estatura que presumía tener en un país como Alemania: un metro y medio exactos. Después de él, se abrieron otras puertas y fueron varios los ancianos esmirriados los que, encorvados, miraron con sus fatuos ojos hacia el bosque. Y aquellas puertas blancas se diferenciaban del resto de las casas adosadas, y respondían a los ladridos de Borg, como si de repente se hubieran convertido en puertas metálicas que vibraban ante las ondas que procedían desde muy lejos. Un escritor habría definido aquello cormo la respuesta de unas ondas expansivas o unas bolas de goma que rebotaban en las tablas. —Puto perro de mierda —rezongó Buick—. Seguro que es el perro de Markus. Conozco esos jodidos ladridos. No me dejan dormir una siesta en paz ni un maldito día. Después, reinó el silencio, entre comillas, porque los ladridos cesaron, atropellados por el ruido de un coche que circulaba por la carretera que había ante ellos y que iba, a toda velocidad, dejándose láminas de caucho sobre la calzada. Una vez que el coche se perdió en la distancia, regresaron los ladridos en busca de atención. Y el olor a goma quemada se adueñó del característico olor a humedad. —Buick, no seas tan grosero. El perro ladra porque debe de pasarle algo. ¿Sabes si Markus está en casa? —preguntó el vecino arcaico. Tenía un cigarrillo amarillento atrapado entre sus labios y sus ojos parecían dos aceitunas aplastadas. —No. No lo sé. Tocaré su puerta, a ver si sale —masculló el único moreno de esa calle, que parecía pender de un hilo en un acantilado. Se movió torpemente y, balanceándose, bordeó la reja de la entrada de la casa de Markus. Al abrirse esta, no chirrió como la suya. Caminó hasta la escalinata y, tras resoplar como un fuelle desgastado, sus nudillos se estrellaron contra la puerta. No hubo contestación, pero todos los vecinos, agarrados a sus puertas como si no hubiera un mañana, habían clavado sus miradas en la jodida puerta. —No está —exclamó uno de ellos.
Buick giró el cuello, y se escuchó toda una artillería que disparaba proyectiles en todas direcciones y que se perdían en la distancia. Eran sus puñeteras vértebras, que las tenía un poco jodidas. A veces, cuando se giraba de forma brusca, incluso sentía dolor. —Joder. Mi vecino no está —repitió Buick. Sus labios estaban prietos y sus ojos no se movían apenas, pero tampoco estaba desconcertado porque sabía que Markus daba largos paseos con Borg. Aunque también era cierto que no lo había escuchado ladrar así. Que parecía que el pobre animal acabaría reventando, como una granada, en cuanto toda la sangre se le colapsara en las venas de su cuello. Contorneó de nuevo la reja y puso los brazos en jarra. —Coño —dijo uno de aquellos enclenques viejos. 6 Por un coño se había desatado todo. Por uno y unos cuantos más. La DAMA era intocable, según las reglas de la orden, hasta que alguien desafió a la hermandad secreta. Hasta que la tocó con sus sucias manos ásperas y se desencadenó lo inesperado. Desde ese día, un rosario liado como una estola, entre su dedo índice y el corazón, fue testigo del castigo que convirtió en pesadilla el placer de aquellos desgraciados. Y el velo oscuro que tapaba sus bellos ojos observó todo el horror desembocado. 7 Borg no estaba desgañitándose no muy lejos de la calle Adolfstrabe, por lo que dos de los ancianos, aún arrastrando sus pies, consiguieron atravesar el camino deslizante de color verde y trepar sobre la hierba. Y allí estaba él, tumbado bocabajo. —¿Markus, estás bien? —preguntó uno de ellos con la boca tan abierta como una O perfecta. Sus ojos se clavaron en aquellos cabellos blancos y largos, que habían dejado de
ondear como miles de hilos. Borg cesó de ladrar y el canto grave se había convertido en una especie de llanto entrecortado. Y, aunque movía la cola frenéticamente, sus ojos derrochaban tristeza. —¿No ves que está mal? ¿Cómo quieres que te conteste? —le reprimió el otro anciano. Su dedo le estaba señalando en el suelo. —¿Y tú cómo sabes que está mal? —¡No se mueve! —Vaya, eso no lo sabía. —¿Por qué crees que ladra tanto el perro? —No lo sé. ¿Por joder un poco? El otro anciano, tan calvo como una rana, se convulsionó en una mueca que cubrió todo su cuerpo como una especie de espasmo, y como si un jodido rayo le hubiera atravesado los huesos. Sus ojos bizquearon. —Bueno, será mejor que lo movamos un poco, ¿qué te parece? El anciano renegón le clavó la mirada. —Está bien, Adolf. Pero te anticipo que no me puedo mover mucho... —Pero si este viejo debe de pesar menos que una bolsa de naranjas... —le cortó el otro, abriendo la palma de su mano derecha con los dedos arañando el aire. Aquella maniobra no era precisamente la de señalarlo en el suelo. En realidad, había sido un acto instintivo. —Está bien. Está bien —bramó el anciano, y su cabeza bajó casi rodando en el hueco del aire hasta llegar a medio recorrido de un péndulo imaginario—. Joder, mi espalda. Adolf hizo un intento de amigo. Él tampoco estaba muy bien de los huesos y estos crujieron como un saco de canicas.
—Me cago en todo —ladró. El otro sonrió lascivamente y, por un momento, sus ojillos brillaron como dos linternas. Después de muchos intentos, su mano huesuda supo cómo llegar al cuello de Markus, el cual estaba ya más frío que un pescado congelado. La piel se había tornado pálida y, en algunos momentos, parecía amoratada también. Eso le hizo sentirse algo mareado, pero, de todas formas, las yemas de sus dedos tocaron la yugular: tan tiesa como una estaca. —Creo que no tiene pulso —dijo. Y el otro abuelo, que también estaba encorvado (o quizá debería decir doblegado y doblado como una rama rota), abrió los ojos, con cierta expresión de asombro en ellos. ¿Acaso se había imaginado que aquello había sido un simple desmayo? Borg lloró como el viento lo hace cuando roza las esquinas de los tejados. —Mierda —exclamó el otro, al tiempo que tiraba de la camiseta de Markus. Su cuerpo se movió ligeramente hacia un lado. En verdad, no pesaba nada, pero daba la sensación de que la muerte estaba sobre él como una roca muy, muy pesada. Era difícil moverlo. Se miraron los dos buscándose sus claras retinas; y, con las cuatro manos, dieron la vuelta al cuerpo de Markus, que pareció haber chocado contra una piedra, por el ruido que hizo cuando los ojos abiertos y vidriosos se fijaron en el cielo, y que ya nunca más volverían a ver el sol igual que antes. Ahora todo era muy oscuro para Markus. No había nada. —Sí, está muerto del todo —aseguró Adolf volviéndose a erguirse como un muelle que recupera su estado normal—. Está en el otro mundo. El otro le miró a los ojos, todavía estando agachado. Le dolía la espalda y se llevó una mano hacia ella para presionar. Como si aquello aliviara algo. Pero había movido el cuello como si dentro hubiera unos engranajes oxidados, y lo
había buscado en la mirada. —Tenemos que llamar a la policía —dijo con un rostro lívido. —Me parece bien. Borg se acercó a su dueño y le lamió el rostro purpúreo mientras gemía y lloriqueaba como un ser humano. Ya no movía el rabo. —¿Cómo se ha podido poner tan morado en tan poco tiempo? —inquirió uno de ellos. Borg miró a los dos. 8 Después de todo, se entregó a las autoridades, bien perfumada y peinada, con el mismo vestido que hacía de ella la DAMA. Sin ninguna gota de sangre en sus dedos que mostrar. Y sus ojos liberados de la atadura de aquel pañuelo oscuro, que parecía clavarse como espinas en sus sienes y la nuca. Sus verduzcas retinas escrutaron la sala fría y distante de aquel edificio, lleno de ataviados hombres de azul, que la miraban estupefactos. Pero de eso hacía treinta y cinco años ya. Y solo dijo una cosa: —He matado a siete hijos de puta. 9 Borg olisqueó la bolsa de plástico que no habían visto los dos ancianos. Cuando el can tiró de un extremo de la bolsa, con cierta rabia incrustada en los sonidos que brotaban de su boca, fue cuando los dos vecinos se dieron cuenta de que allí, al lado, había un agujero muy profundo y que algo había emergido de las profundidades. —¿Qué estás sacando de ahí, Borg? —preguntó uno de ellos. —Parece una bolsa —acució Adolf. —¿Qué tendrá dentro?
—No lo sé, pero no pienso agacharme de nuevo. —Yo sí voy a hacerlo. Y, mientras Markus seguía mirando directamente a los dedos largos del sol, sin parpadear una sola vez, el perro alzó la bolsa arañada mostrándola como un trofeo. Algo que guardaba ciertas cosas repugnantes. —¡Joder! —gritó Günther, de repente. Y los pájaros echaron a volar, catapultados, desde las ramas de los árboles. —¿Qué mierda es eso? —cabeceó Adolf. Sus ojos se habían abierto tanto que podría pasar por platos de postre, blancos y planos. —Son... son... fotografías y trozos s de... ¡No, por Dios...! —¿Son dedos? —No lo sé. —Tenemos que llamar de nuevo a la policía. —Sí, claro. Y el anciano se pegó de nuevo el teléfono móvil a su oreja alargada y descolgada. —Soy el mismo de antes. Creo que hemos descubierto algo sin nombre... —¿Qué? —le interrumpió la voz que viajaba sobre las ondas. —El chucho ha sacado una bolsa de un agujero y está llena de fotografías y algo extraño... —¿Cómo qué? —le interrumpió, de nuevo, aquella cabalgante voz grave. —Mejor será que se den prisa en venir. —Dos coches patrulla ya han salido para allá... —Hubo un trasiego de silencio y,
después, la voz regresó como el sonido de un petardo—. Y una ambulancia. —¡Ah! Y colgó. 10 Henriette Penz se miró de nuevo en el espejo. Había pasado largo tiempo frente a ese pedazo de cristal reflectante. Desnuda. Con las tetas que apuntaban hacia un mar claro. El que se enmarcaba sobre el lavabo en un cuadro. Esta vez no dejó correr el agua, pero algo seguía martilleando sus sienes y sus pezones, que (no venía al caso) estaban duros. Pero ella era la chica de la película. 11 —No encontrarán sus restos —aseguró la DAMA con una mirada profunda, verduzca y tentadora. Su rictus al final de los labios la hacía más hermosa; «pero no menos asesina», según el agente que la miraba con ojos dilatados. —¿No piensa colaborar con la policía? —¿Acaso estaba la policía al tanto de esa hermandad de psicópatas sexuales? El agente la miró con la cabeza más hacia adelante. Parecía que quería verle el canalillo del pecho que mostraba el juego de aquel perturbador vestido ceñido a un cuerpo de deseo carnal. —Lo siento, señora. No sé de qué me habla. —Había policías y un comisario. Incluso un juez —acució ella mientras sus largas manos estaban laxas sobre la mesa. —Necesitamos que coopere, señora. De forma repentina, una de sus manos se transformó en una pala que golpeó la mesa, con tal estruendo que el lápiz saltó de la superficie de la mesa y rodó hasta caer al acantilado de la misma.
El agente la miró con más serenidad. —¡¡¡No!!! ¡¡¡Maldita sea!!! —La DAMA se levantó de la silla haciéndola casi rodar sobre el suelo rugoso y frío, en medio de un ruido generoso para amortiguar su voz—. Hay siete criaturas que no son culpables de sus deseos carnales. Ellos las querían olvidar cuando se quedaban preñadas. ¿Sabe lo que significaba para ellos ser olvidada? El agente meneó la cabeza en sentido de nones. —Lo siento, señora. No puedo entender nada. —Siete penes están enterrados en algún lugar de aquí. —¿Qué? Los ojos del agente rodaron hasta los bordes de los párpados y las pestañas. Parecían querer salirse de las órbitas. 12 Las luces azules era lo que más invadía el bosque con sus fluctuantes destellos en forma de reflejos estroboscópicos que intentan despertar la esquizofrenia en uno. Prematuramente, eso jodía el resplandor verde de las hojas, que ahora parecían reflejar el rostro de la muerte. Los pájaros no estaban precisamente acostumbrados a esa brillante luz que, quizá, la veían como si miraran de forma directa al mismísimo sol. Los coches de los policías habían aplastado todo rastro de hierba hasta el interior del bosque. Las portezuelas estaban abiertas como bocas sedientas sin lengua y, para joder un poco más el asunto, se mezclaba el color amarillo de la mala suerte. Esta provenía de la ambulancia, cuya sirena estaba muda en esos instantes. Unas botas de goma seguían aplastando la hierba hasta el cuerpo de Markus, quien seguía con sus ojos bien abiertos; pero ahora, en lugar de estar vidriosos, parecían acuosos, como los de un zombi. Sus manos estaban agarrotadas y los dedos parecían haberse movido, porque estaban casi estrangulados entre ellas. Los dos ancianos se miraban el uno al otro con cierto escepticismo. Y, en la calle de las casas adosadas, los esmirriados vecinos seguían agarrados al borde de la puerta, como si desde aquella distancia vieran algo. Y el murmullo se vio
eclipsado por el silencio, que producía ruido. Como un zumbido. Algo sórdido y amorfo. Joder. El joven, de cabello rubio y ojos claros pero ataviado con un uniforme que lucía una cruz de color rojo, tiró de la camilla cuando esta chirrió como la tapa de un ataúd. A dos metros escasos, la gravilla empezó a explotar como las palomitas dentro de la bolsa de papel en un microondas. Era una furgoneta tan negra como una noche cerrada y con la luna escondida en algún lugar del cielo nuboso; estaba deteniéndose junto a los agentes. Al final del todo, el ronquido del motor se detuvo con una especie de eructo y el joven de la ambulancia giró la cabeza. —Mierda —masculló. Sabía que esa era la primera puerta para entrar en el Anatómico Forense y, después, a la incineradora. Fin de la historia. Sin embargo, sucedió algo inesperado. —Necesito que examinen minuciosamente todas estas fotografías. Están todas numeradas y hay un nombre escrito por detrás, pero hay algo ininteligible que le sigue. Creo que puede decirnos algo, y en la bolsa hay... —Jochen, el agente más veterano de Kassel, comenzó a contar, uno a uno, aquellos trozos de lo que parecían trozos de madera, o al menos eso creía, hasta que sus ojos se salieron de sus órbitas—. Joder. Esto son restos humanos —exclamó y, mientras el corazón le latía en la punta de la lengua como un enorme sapo, añadió—: Parecen dedos. Y no terminó de contarlos. 13 —Hay siete fotografías con ellas. En una bolsa. Están los nombres del fruto de las preñadas y olvidadas. Yo me adelanté y me encargué de ellos antes de que descubrieran a esos bebés. Ahora estarían muertos si no hubiera sido por mí. — La DAMA miraba con una intensidad inusual al agente, que ocultaba sus ojos
agachando la cabeza fruto de aquellas declaraciones delirantes. Tan perturbador. Tan extremo y casi repugnante, o no. —¿Todo lo que dice es verdad? —Sí. —No consta ni desaparición ni denuncia alguna de lo que está hablando, bueno... —El agente empezó a tartamudear—. No hay con... stancia de na... da fuera de lo com... ún. —Y nunca la habrá —dictaminó ella. —¿Por qué? —Son poderosos. Su jefe podría ser uno de ellos. —¿Qué? 14 —¿Estás despierta, Henriette? —Sí. —El jefe quiere que hagas algo por él... —Sí, ya sé. Quiere que lleve un nuevo caso, ¿verdad? —¡Vaya! ¿Cómo lo has adivinado? —No es clarividencia sino experiencia. —¿Tú? Hubo un momento de silencio ominoso que reinó en el ambiente como una balsa de aceite premonitorio.
—¿Qué tienes en contra mía? ¿La edad? —No —exclamó aquella voz que se convirtió en la risita de un perro—. Es el poco tiempo que estás trabajando con nosotros. —Que te den, Susann. —Me llamo Gotthard. —¡Ah! Perdona. Pensé en llamarte por tu nombre de mujer, ya que eres transexual —y dejó escapar un resuello alejado de una risotada. —Si estás despierta, cabrona. —¿Me invitarás a un café? —Lo que tú quieras, cariño. Y Henriette colgó. En ese momento, que ya vestía un pantalón vaquero tan azul como el cielo y una blusa de color coral, se sintió temporalmente aliviada porque Gotthard era uno más de los que perdían sus ojos cuando ella entraba al cuartel general, como le gustaba llamar. No sabía si le miraban el trasero o si se doblegaban ante su inteligencia, que la marcaba sobre los demás. A decir verdad, dicha conversación le había hecho sentirse especialmente incómoda y observada. La luz de la pantalla táctil de su teléfono móvil desapareció como la idea de que toda la basura iba en busca de ella. Como un presagio, sintió que aquello era algo diferente. Algo que solo ella podría controlar. Se guardó el teléfono en el bolsillo delantero del pantalón y extendió la mano para coger las llaves de la mesa. Después salió de casa en busca de una nueva aventura y se preguntó qué demonios habría pasado después de lo del caníbal ese, que se cocinó el pene de su cita, ocurrido años atrás. 15
Había un topo. Pero más que un topo parecía un gatazo al que le podía la curiosidad; y la noticia llegó a los oídos de Annegret Hemprich: una psicóloga condenada a ocho años de cárcel por haberse freído, junto a la yema de dos huevos, los testículos despachurrados de su marido. Lisbeth, la funcionaria que estaba muy cerca de ella en todos los aspectos, se había colocado junto a ella y le había soplado la noticia al oído. Con una mano rolliza parecía querer azotar aquellas palabras que no tenían ni cuerpo ni color. Las demás reclusas seguían paseando por el patio de una pared a otra. En grupos de dos o tres mujeres. Todas vestidas de la misma manera, como las sirvientas del cuento de la criada, pero sin ese ridículo sombrero, o lo que fuera, aplastando sus grasientos cabellos. —Esto te va a gustar —dijo la funcionaria con una cínica sonrisa dibujada en sus labios. Sus ojos, por difícil que pareciera en Alemania, eran oscuros. —¿Qué ha pasado esta vez? ¿Un perro se ha meado en la rueda del coche del alcaide[1]? —No. Aunque hay un perro en esta historia. Los tiros no van por ahí. Creo que es algo que puede ir más allá de lo que habitualmente sucede en esta tranquila provincia. —Bien. Te escucho. Hemprich era como una muñeca frágil. Delgada, pero con un buen parachoques en su pecho. Su cabello rubio brillaba bajo los rayos del sol como las espigas a punto de ser recolectadas. Sus ojos eran azules, cómo sino. Sus labios, carnosos y tenía un hoyuelo en la barbilla. No era de dibujar sonrisas, pero de vez en cuando dejaba entrever un rictus al final de las comisuras. Y lo mejor de todo es que no mediría más de un metro sesenta y cinco. Y, en lugar de un gran corazón metido en su pecho, parecía tener una roca pesada e incandescente. Como la que escupe un volcán en erupción. Era extremadamente inteligente, aunque a veces hacia cosas que nadie comprendía. Como comerse los huevos de su marido. —Un perro ha encontrado una bolsa enterrada en alguna parte de aquí. Dentro
había varias fotografías y, lo mejor de todo —Lisbeth parecía estar cerca de explotar en una carcajada—: junto a esas fotografías había siete penes disecados. No es oficial, pero me lo han soplado de una fuente bastante fiable. La psicóloga la miró fijamente y, sí, apareció ese rictus que la caracterizaba. Sus ojos brillaron mientras las demás reclusas seguían con sus largos y repetitivos paseos. —Mira qué bien. Eso significa que alguna mujer ha sacado sus garras. ¿A que adivino una cosa? ¿En esas fotografías hay rostros de bebés? Aquella mujer rechoncha, que ya no podía disimular el pasar tanto tiempo pegada a la oreja de la reclusa, se apartó y le clavó la mirada. —¿Cómo lo sabes? —Lógica. Pura lógica —explicó Annegret, y miró hacia los demás guardias, que estaban clavados como estacas en la parte superior del recinto, entre los alambres de acero formando una oruga con espinas. No llevaban armas en sus regazos, pero sí una pistola pegada a la cadera. —Vaya. Eso sí que es tener coco —dijo jocosa la funcionaria. —Anda, vete ya, y no me seas pelota. —Oh, claro, señora. Lo que usted mande. Se separó de ella y se giró para encaminarse hacia la puerta oxidada. —Otra cosa —exclamó la psicóloga, esta vez sí, con un ápice de sonrisa asomando de sus labios. —Dime. —Quiero ayudar a la autoridad en este caso. Solo yo puedo descubrir las verdaderas intenciones de la asesina. —¿Asesina? —Sí. Es una mujer. Eso está claro.
Lisbeth no parecía recordar que ya se lo había dicho antes y por eso se había quedado perpleja, con los ojos asomando en el acantilado de su rostro. —Veré lo que puedo hacer, señora —acució. Y se dirigió hacia la puerta de salida alzando una porra de goma tan oscura como una barra de hierro en una noche sin luna. 16 —Según la declaración de la acusada, por ella misma y no por ninguna denuncia ni constancia de que hubiera sucedido algo en el lugar de los supuestos actos, se declara culpable de los hechos confesados hasta que se demuestre lo contrario. El mazo, porque aquello parecía un mazo de roqué, impactó sobre la madera con un estruendoso ruido similar al de un trueno mientras los labios del juez se arrugaban como dos gusanos retorciéndose de dolor. La capa oscura y sus ojos siniestros le hacían parece a Vlad el empalador o, mejor dicho, a Drácula. De repente en la sala se elevó un ruido intenso producido por aquellas voces que se habían quedado desconcertadas ante tal decisión, tan absurda como fantástica. No la conocían a ella, pero la sentencia había sido algo surrealista hasta aquel momento. La DAMA, que estaba de pie detrás de una pequeña valla de madera, sonrió abiertamente ante el asombro de todos. —Pero qué mierda es esto —gritó alguien en la sala. Esa voz rebotó en el techo de caoba y regresó a sus oídos como una onda expansiva que producía dolor al escucharse a sí mismo. Una especie de urraca con las alas abiertas, que estaba sentada al lado derecho del juez, alzó una mano como una garra y la meció como un péndulo desbocado. —¡Silencio! Pero nadie le hizo ni puto caso. Sí, esa era la definición correcta. Hubiera sido la más refinada, pero nadie le hizo caso. Y no la conocían de nada.
—¿Por qué tanto escándalo si no sabemos quién es? ¿O si dice la verdad? —se quejó el juez con el ceño fruncido. El murmullo se elevó tanto que creó una especie de nube, densa y pegajosa, con el aliento contenido en esa especie de masa. —Mi clienta sufre delirios —espetó el abogado de oficio que, supuestamente, defendía a la DAMA. El bigote oscuro bajo su nariz parecía ahora una gran raya dibujada, de forma torcida, sobre sus labios anchos. —Eso no está demostrado —replicó aquel juez de mirada distante. —Pues solicito un estudio a mi defendida —exigió el abogado regordete alzando la voz. —De momento, creo que la sentencia quedará en firme y pido que la DAMA, ya que no quiere dar su nombre real, entre en la cárcel por tiempo indefinido. El jolgorio, y no de fiesta, se elevó hasta salir por las ventanas cerradas, como si los cristales hubieran estallado. —Esto es intolerable —espetó el abogado. El otro. El abogado de la acusación, que no tenía a ningún cliente sentado a su lado, casi estalla en carcajada, pero su rostro enrojecido mostraba su satisfacción. La DAMA les conocía bien. A los dos. 17 —No debería estar aquí haciendo caso a una absurda idea que, al parecer, ha convencido al señorito de mi jefe para que me presente aquí a mirar las musarañas. No sé si lo entenderá. — Henriette hizo una pausa para mirar el techo lúgubre de aquel túnel con rejas adosadas en un lado de la pared—. Tengo mucho trabajo que hacer como para visitar a una reclusa que no tiene que ver nada con...
—¿La bolsa de los siete penes disecados y esas fotografías de los bebés numerados? —le interrumpió Hemprich. En ese mismo instante, los tubos fluorescentes parpadearon y cobraron una vida fría. El rostro de la reclusa, detrás de aquellos barrotes oscuros, parecía un filete hecho a la barbacoa. Sus ojos estaban fijos en alguna parte entre ella y la inspectora. Henriette se quedó asombrada por lo fácil que era conocer cosas del exterior de la cárcel. Al parecer, y repitiendo lo mismo, la cárcel de Wehlheiden tenía orejas en lugar de paredes rocosas tal y como se mostraba desde el exterior. La inspectora pensó, a su vez, que, tal vez, hubiera alguna chivata allí dentro, porque hacía apenas unas horas del encuentro de la jodida bolsa con la sorpresa —la cual no llegó a ver en realidad dentro—, y la noticia había volado como un pájaro espantado por la explosión de un tiro. Cabeceó como un caballo sin relinchar y clavó la mirada en los ojos claros de aquella reclusa que le parecía ahora enigmática e interesante. —Bien. Veo que hay un colador en el cuerpo de la policía y esta cárcel — rezongó la inspectora. Se mesó el cabello. —Esto es lo que hay. El mundo está podrido, ¿verdad? Ahora a Henriette no le parecía nada interesante. —¿Para eso me han hecho venir aquí? No lo puedo creer —exclamó la inspectora moviendo sus manos en el vacío del aire que la separaba de las rejas. Delante de ella había una silla. —No. No es solo eso lo que quiero enseñarte... —¿Ahora me quieres enseñar? El cabello de la inspectora flotó literalmente en el aire (que no lo había, porque no había ni una sola ventana por donde entrara un soplo del mismo, aunque fuera rancio), y a ella le pareció que la reclusa seguía sonriendo. Había visto cómo en sus labios se había dibujado el rictus de la caricatura de un payaso riéndose. —No se sulfure, inspectora. —Las manos, con los dedos extendidos, tocaron dos de los barrotes que se sumergieron en un golpe carnoso, muy inaudible. Apretó
los dos barrotes con fuerza cuando los dedos se cerraron en torno al hierro forjado y helado—. Quiero ayudarla. Solo yo puedo hacer eso por usted. Henriette pensó en estallar en una carcajada que rebotara en todas aquellas jodidas paredes tan oscuras como siniestras. En el pasillo había tres celdas. La de la derecha estaba a oscuras, pero consiguió escuchar una respiración que se parecía a un resuello fingido. Ahora la inspectora, que había bajado la cabeza momentáneamente, levantó la vista, con el rostro tenso, e hizo una seña. —¿Eres la listilla de Wehlheiden? Hemprich sonrió abiertamente y puso los ojos como los de un loco; por un momento le miraron dos bolas de fuego semejantes a dos ojos centelleantes, como si hubieran emergido del mismísimo infierno. Ojos cargados de un apetito colosal y frío. Pero la realidad era bien distinta. La inspectora pensó que estaba simplemente perturbada por pasar mucho tiempo en aquel lugar oscuro y tenebre, donde todo el mundo te dice que estás loca porque te pasas todo el tiempo hablando a las paredes. —Digamos que poseo un don especial —respondió con seguridad. De pronto, los ojos de la inspectora titilaron, se pusieron vidriosos, giraron hacia arriba hasta dejar al descubierto la esclerótica, y mostró unas bolas tan blancas que parecían dar más luz a aquella oscura celda. —Oh, Dios, ¿por qué me tocan todas las piradas a mí? — Henriette se apoyó en el respaldo de la silla, que se movió hacia un lado, lo que significaba que estaba coja. —No voy a responder a esa pregunta —acució la mujer detrás de los barrotes—. Porque eso sí que no lo sé. En el fondo del pasillo, en la oscuridad, dos ojillos brillaron como las luces de freno de un coche, pero eran tan diminutos que se podía pensar rápidamente en una rata que estaba observándolas desde su cuartel general. —Bueno, al menos has dicho algo coherente, pero sigo pensando que todo es absurdo. Aunque sepas de la existencia de ese descubrimiento, no te da más
juego que pensar en por qué han aparecido de esa forma. Estás en igualdad de condiciones que yo. Excepto que yo soy la poli de guardia; y tú, una asesina que está cumpliendo la condena impuesta por el juez. Es decir, no tienes nada que aportar. Absolutamente nada. Y la policía no suele trabajar con presas. ¿Lo entiendes? Los dientes de la inspectora rechinaron de tanto que los había apretado. —Es una mujer. En ese momento, de forma súbita, un silencio abrumador invadió el espacio entre las dos, que lo llenaba con una densa nube que parecía viscosa al tacto y que se había formado como si sus alientos se hubieran fundido en algo retorcido. Era el ruido de la no existencia de sonido alguno. —¿Cómo puedes estar segura de eso? —Quién sino una mujer podría cortar los penes de los hombres. Yo misma me bebí las pelotas de mi ex con leche mezclada con yogur. No sabes lo delicioso que estaba. El cabrón me había puesto los cuernos con mi hermana y había abusado de mi sobrina. Solo una mujer tiene suficientes razones para hacer algo así. Me refiero a esos siete penes. Las fotografías indicarían el resultado de unas posibles violaciones o sumisión. —Parece que le da usted bastante al coco. No. No había pensado en ello. Porque también un hombre, en este caso un marido, puede cortar los siete penes de los que se acostaron con su mujer. Y sobre las fotografías: pues podrían ser los hijos de esos desgraciados. ¿Qué le parece mi teoría? Hemprich se inclinó hacia atrás, dejando suelta la cabeza en una posición preocupante, por lo de las vértebras del cuello dobladas del revés. Sintió cómo la sangre le subía de forma lacerante y espesa entre las dos sienes y la parte superior de cada ojo, que bizqueaban en esos momentos. No se soltó de los barrotes, para erguirse de nuevo, como si le hubieran propinado un puntapié en la cabeza. Ahora sus ojos sí eran los de una loca. Pero furiosa. Henriette la miró con semblante serio. Todavía tenía las manos apoyadas en el
respaldo de aquella vieja silla coja. El tubo fluorescente parpadeó de nuevo y mostró una palidez absoluta en el rostro de la reclusa, pero después se volvió rosa. —No está mal —respondió la voz desde el otro lado de los barrotes—, pero permita que insista. Es una mujer. La inspectora tuvo deseos de tirarse de la piel de la cara hasta convertirse en una especie de monstruo de plastilina, pero en lugar de eso apretó los puños y soltó un gruñido. —Brrrr, no sé por qué estoy perdiendo el tiempo contigo cuando debería estar en el lugar de los hechos. —Será en el lugar del descubrimiento del siglo —acució la presa. Ahora sus ojos brillaban más que nunca. Peor que los de una loca, y sin entornarlos. —Será mejor que me vaya de aquí —espetó Henriette contorneando la silla. A su vez, una voz que se elevó por encima del ruido dijo: —¿Queréis callaros de una vez? No puedo dormir. —¡Cállate vieja! —gritó Hemprich—. Bastante he tenido que soportarte ya — convino. En el fondo del pasillo seguían brillando aquellos ojillos rojos. Como los dos extremos de un cigarrillo, pero, al regresar el silencio sepulcral, pareció que eso de allí se estaba riendo con una especie de chillido. —¿Tu compañera de celda? —inquirió la inspectora con una sonrisa proyectada en sus labios. —Sí. Por desgracia. —Menuda compañía, ¿eh? No quiero ni imaginarme el resto. —¿A qué se refiere? —A la vida de dos locas. Cómo tiene que ser en los momentos más aburridos.
Y, lenta y parsimoniosamente, se alejó de allí. Sin hacer ruido, pues no llevaba tacones. Claro que no. 18 La DAMA fue ingresada en la cárcel media hora después. El juez se había dado por satisfecho porque sabía quién era ella. Vaya si lo sabía y creía que con esa decisión se quitaría un grano del culo. Bueno, al menos eso fue así desde entonces. Se había levantado de su sillón en el mismo momento en que los ojos de aquella mujer lo habían dejado de mirar con odio, y se preguntó si todo lo que había dicho era cierto. Hubo una respuesta inmediata. Claro que sí. Durante el mes de agosto de 1984, siete de ellos habían desaparecido, es decir, los de la comunidad secreta. Lejos estaban ya aquellas noches de lujuria y sexo desenfrenado, y la sumisión de aquellas mujeres. El caso es que lo hacían por voluntad propia y a todos les parecía bien. Ellas obtenían mucho poder, prestigio y dinero, a cambio de su coño. Ellos, liberar sus pensamientos más pecaminosos llevándolos en la práctica. Orgias, felaciones, voyerismo, caricias, penetraciones anales, y, por qué no, pellizcos en los pezones. Ellas iban desnudas, con los ojos tapados con un simple pañuelo de compromiso; y ellos las elegían señalándolas. Y mientras se daba la vuelta para bajar de aquel mostrador, al que pertenecían los letrados y hombres de ley, recordó aquel rostro, el de la doncella de la casa que frecuentaban para dichas reuniones, entre comillas. La señora DAMA. Sí. Era ella. Pero nunca hablaron de esos siete compañeros que nunca regresarían de... ¿dónde? Eso era un secreto que despertaría treinta y cinco años después.
19 El sol se arrastraba ya por el medio del eje de un cielo azul celeste; con una bandada de nubes grisáceas, en una esquina, amenazantes. Las ramas de los árboles copaban sus dedos largos dorados y proyectaban sobre la hierba toda una suerte de sombras: eso sí, siempre rectas, pero con un parecido a ciertos gigantes que tenían sus garras alzadas. Parecían perseguir a la inspectora Henriette en cada recóndito lugar del bosque mientras se acercaba al lugar precintado ahora por una miseria de tira de plástico color blanco, azul y amarillo. Los polis buenos siempre creían que, si alguien se tropezaba con algunas de aquellas cintas, rodearían el camino o huirían de ellas como de la peste porque, si no, un poli de dos metros de altura se las vería con quien tocara con un solo dedo la puñetera cinta. Pero la verdad era bien distinta. Los críos eran los primeros en tirar de ella desde un extremo hasta ver cómo se rompía en dos pedazos y, entonces, resoplaban diciendo: «vaya mierda». Sin embargo, allí no había críos perversos, sino un angustioso perro llamado Borg que añoraba a su dueño. El can olisqueaba de forma continua el suelo donde su amo había caído muerto. Todavía podía respirar su olor personal. Para Borg, su amigo seguía estando allí, tumbado. Invisible, pero tumbado. Además, estaba lloriqueando como un bebé. —¿Qué haces ahí, perrito? —preguntó la inspectora chasqueando los dedos con sutileza. No quería descubrir el lado oscuro de estos animales. Evidentemente, el perro no contestó. Solo se limitó a mirarla con unos ojos húmedos e inyectados en sangre. Al principio, esa mirada le contrajo el corazón a la inspectora; pero, cuando escuchó el gemido del animal, supo que estaba llorando la muerte de su amo. «Elemental, querido Watson», se dijo a sí misma. Lenta y oficiosamente, se acercó al animal con la mano extendida. No en un puño, sino mostrando los dedos abiertos; pero no como garras. Además, contuvo el miedo de alguna forma porque sabía que, si esos animales olían el miedo, se lanzaban sobre ti como un depredador.
Borg enseñó los dientes; pero no eran babeantes, sino que abrió la boca para dejar salir una lengua rosada que estaría fría al tacto. La inspectora no era capaz de ver siquiera el aliento de aquel perro, que permanecía tumbado con las patas delanteras estiradas sobre el césped aplastado como las algas del mar. En el suelo había muchas marcas de pisadas, guantes de látex (como si fueran condones olvidados tras su uso), y trozos de plástico rotulados con números. Lo normal. No había nada más. Ni mantas isotérmicas, ni jeringuillas, ni esparadrapo. Y mucho menos la bolsa de la que tanto había oído hablar pero no visto. Se acercó más y más al can. No como si la persiguiese una máquina metálica a la cual le acaban de salir unos colmillos de acero en una boca hedionda y llena de engranajes. No, eso sería correr y correr. Ella no estaba asustada, sino preocupada por el estado del animal. En el fondo, aunque sus métodos en el trabajo no fueran los más elegantes (algo que la definía como alguien frío) , tenía sentimientos). Pero solo con los animales. Su personalidad contrastaba mucho, sin embargo, con las personas. Era agria, distante y grosera muy a menudo. Se agachó delante de Borg y le acarició la cabeza. El perro lloró una vez más y ella quiso comprender qué era lo que le decía, porque a ese animal, sí lo escuchaba. El lenguaje de la Naturaleza se anteponía ante las palabras de las personas. Se le contrajo el corazón y sintió un frío intenso, allá dentro de su pecho. A un lado de ellos, estaba el agujero con la tierra removida y húmeda. El musgo se había mezclado como si fuera una salsa de guisantes y, justo en la boca del agujero, vio la oscuridad de un trozo de plástico. Un trozo de bolsa de apenas un centímetro. Ella lo miró largamente mientras rumiaba cosas sin sentido. Escuchando la respiración de Borg y el penetrante sonido del silencio, que se alzaba sobre todas las cosas. Era como un zumbido.
20 En 1984 el agua era igual de cristalina que ahora. Fluía por las tuberías, los ríos y grifos abiertos, como sucedería siempre. Y en invierno, estaba más fría. La mujer obesa y con cara de malas pulgas sostenía entre sus manos un extremo de una manguera amarilla. La DAMA, que estaba en un rincón apoyada contra la pared y totalmente desnuda, parpadeó al ver el uniforme azul y después sonrió tímidamente. Pero eso solo duró el tiempo de un estornudo, pues, después de eso, cuando el agua brotó con furia de aquella manguera, la mujer miró la boquilla de la misma y lanzó un alarido. Su cuerpo se estrelló contra los azulejos de la pared, que estaban, paradójicamente, tan blancos como la cara de un muerto. La fuerza del agua la empujó, con obstinada determinación, hacia aquellas placas mojadas. Las gotas salpicaban su cara como si fueran perdigones y el dolor comenzaba a hacer acto de presencia en un momento en el que su cuerpo se enfrió de tal forma que se quedó tan tiesa y agarrotada como una estaca. Y entonces empezó a blasfemar y a decir obscenidades La voz de la DAMA se seguía elevando, acercándose al clímax, y, mientras, el agua estaba empujándola contra la pared. Convirtiéndola en un pez saltando fuera de su hábitat. El cabello se enroscó justo detrás de la nuca y otra parte le sirvió de flequillo, tan aplastado como una mancha de alquitrán. Aquella estúpida mujer de traje azul sonreía como una loca; y, en esta ocasión, sí, sus ojos volaban en círculos dentro de sus cuencas extremadamente grandes. La manguera escupía el chorro de agua con una velocidad demencial, vertiginosa: el o de un dedo con el chorro habría bastado para que la mano íntegra fuese despedida como un papel mojado hecho añicos. Mientras la DAMA gritaba por encima del sonido de aquella ducha helada, el hormigón vibraba y temblaba bajo sus pies. Y fue justo en ese momento cuando sintió algo en su entrepierna. Algo caliente y resbaladizo. Podía apreciarlo en su piel y olerlo en el aire como si fuera ozono, salvo que era dulce. A decir verdad, pronto se elevó el tufo de la sangre caliente. Y, cuando sus ojos miraron al suelo, un río rojo estaba siendo succionado y reducido a un pingajo sanguinolento en solo unos segundos.
—¡Vaya! Te ha venido la regla del susto, ¿eh? Y siguió apuntándola con la maldita manguera y ese chorro de cubitos de hielo. La DAMA se llevó una mano a su pubis y con la otra se tapó la cara. No dijo nada. 21 —No me interesa cómo se llama ni cuándo ha empezado a estudiar este material. Solo quiero respuestas —exigió la inspectora mientras los fluorescentes de una de las salas del Anatómico Forense se proyectaba sobre su cabello y hombros como lo habría hecho el mismísimo astro rey. Salvo que esta luz era más blanca, fría y le recordaba a la loca de la cárcel. El hombre, de cabello anillado, moreno y con una nariz prominente que sujetaba unas gafas de cristal grueso, dijo: —Como usted diga, señora inspectora. Tampoco le llamaré por su nombre. Aunque yo sí lo sé. Solo le diré una cosa. Son siete pollas disecadas y cada fotografía está exenta de huellas. Pero, eso sí, tienen un número cada una. Un nombre y una frase en clave. O al menos así lo entiendo. —La risa final de aquel forense parecía la de un payaso asesino. —Pues qué bien —suspiró ella. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Allí dentro parecía hacer frío. En realidad la temperatura era bastante inferior a la de la estación de aquel año. Buscó con la vista un termómetro ahorcado en una de las paredes —siempre había uno— y lo vio en un extremo, tan lejos que le hizo caminar hasta aquel cacharro. 17 grados. El forense le había seguido con la mirada clavada en el culo, pero sin apartar esa estúpida sonrisa de su cara en ningún momento, hasta que ella se volvió de nuevo hacia él y dijo: —Está bien, señor capullo. Tengo siete pollas que pertenecen a siete hombres. ¿Es capaz, señor capullo, de dar con la identidad de sus dueños?
Henriette le mostró el lado perfecto de su cara. Una cínica sonrisa. Casi burlona, que, combinada con una mirada picaresca, hacían de ella una mujer muy peculiar en sus modales y en su forma de trabajar. Y en ese momento recordó al perro blanco que lloraba porque creía que su amo estaba allí durmiendo, bueno, porque sabía que había estirado la pata. Los animales saben más de la muerte que los humanos, salvo que siempre se llevarán la respuesta al agujero, porque solo unos pocos gozan de una pequeña tumba en un cementerio olvidado. Y ese perro estaba delante de sus ojos, ahora, con las fauces abiertas y babeando mientras sus destellantes ojos se tornaban cada vez más rojos. —Bueno. Con la tecnología que disponemos hoy en día, es algo posible... —¿Quiere decir que “a lo mejor” o “quizás”? —le atajó la inspectora mientras elevaba una mano en el aire (como si fuera un remo que corta una nube llena de pestilencia que se hace visible a simple vista). —No. No he querido decir eso —prorrumpió el hombre de bata blanca y gafas negras. Parecía un loco científico delante de unos gusanos: tan tiesos como la mierda seca después de estar expuesta al sol durante una semana. —¿Entonces puedo saber a quiénes pertenecen? —Creo que sí. —¿Cree? —¿No debería estar usted trabajando en equipo, señora inspectora? —¿Eso le importa a usted mucho? Henriette se volvió para darle la espalda y poder abrir sus labios en una casi grotesca sonrisa; y una sombra —gigantesca, amorfa— bloqueó los tubos fluorescentes en esos momentos. En realidad, fue producto de la consecuencia del parpadeo de los mismos. Pero esa sombra se erguía sobre ella, mirándola con un silencioso rictus de terror. Un terror que podría estar sintiendo, también, el forense; ya que no sonreía y se podía ver esa sensación en sus ojos. Ambos sintieron que detrás de esas insignificantes «barritas de chocolate» había toda una historia de terror. Algo tan perturbador como descubrir a quién pertenecían esas pichas.
¿Pero qué había de las fotografías de los bebés? —Señora inspectora. Si no le parece mal, enviaré las fotografías al departamento de criminología. Así como al de analítica. Tenemos que saber qué esconden esas palabras codificadas. Ella se volvió. Como si su cuerpo hubiera recibido una descarga eléctrica; y buscó la mirada de él. —Esas fotografías no deberían estar aquí. No son restos humanos. Son simples fotografías que deben ser analizadas en busca de huellas y, después, pasar por el departamento de Ciberdelincuencia y Ciberseguridad. Es lo que se entiende por expertos informáticos, para poder desvelar el crucigrama de esas dichosas letras. ¿A que queda mejor así? El forense se hundió en sus hombros. —Sí. Así está mejor —titiló. —Parece que ya nos entendemos mejor. Démelas —ordenó mientras extendía su mano abierta. Aquellas caritas amarillentas de ojos grandes —dentro de unas cuencas que parecían extremadamente pequeñas— miraron al fluorescente sin parpadear, porque no eran de verdad. Y, aunque aquellos bebés sonreían bajo la luz, tampoco se podía aventurar que ahora fueran personas adultas. Cabía la posibilidad de que hubieran sido enterrados después de esas instantáneas. Henriette tenía un problema. Entonces, de forma casi repentina, el timbre de su teléfono móvil rebotó en aquellas frías paredes blancas. Su mano —como una crónica anunciada— se dirigió a la parte trasera del pantalón vaquero y tiró del terminal. Mientras vibraba como un consolador, lo miró y vio el nombre de la llamada entrante. Era su superior. —Dime.
—Ella puede desvelar el contenido de esas palabras de las fotografías —desveló una voz grave. —¿Ella? —Sí. Hemprich. —¡No me jodas! —Si pudiera, créeme que lo haría, pero de otra forma. Y colgó. 22 —No me interesa contestar a tus preguntas, chica mona —explicó solemnemente la DAMA. Ahora, el vestido negro había sido sustituido por un mono (¿de qué color? Eso ya no importaba). Era una más. Una presa que compartía patio y comida con las más veteranas, porque se la robaban. Y había algo más... La miraban ostensiblemente como aquellos hombres de la hermandad. —Uhhmmm —ululó la chica con el cabello encrespado (como si en algún momento del día hubiera metido los dedos en el enchufe). No tenía nombre. Allí todas eran reclusas y —como tal, como mucho— se llamaban INOCENTES. —Qué pasa, ¿te duele algo? Y después escondió la cabeza entre sus rodillas. —Nooo, qué va. Te dolerá a ti, si no te comportas... —¿Qué pasará? —le interrumpió la DAMA con voz queda. Parecía la voz de un comisario cabreado. El sol no había salido aquella mañana de otoño. El cielo estaba encapotado y las primeras gotas de agua caían con cierta pesadez, por el ruido que producían al estrellarse contra el suelo de cemento del patio. Eran tan grandes como una moneda de... Es igual, pesaban. Ambas estaban sentadas, bueno, la DAMA, sí; pero la INOCENTE estaba casi de rodillas frente a ella.
Un grupo de “cebras[2]” rayadas las estaban observando con cierto descaro. Era como ver salir sus ojos empujados por un muelle. Solo les faltaba el palillo rodando entre sus dientes amarillentos, porque allí toda la belleza se perdía en el aire. Se evaporaba. —¿Ves a aquellas señoritas de allí? —La mujer estaba señalándolas con un dedo índice destartalado. Como el de una vieja. Su piel estaba tensa y áspera. No tenía apenas uña. Se la había comido hacía unos días. La DAMA levantó la cabeza, cabizbaja. Pero la elevó hasta señalar con el mentón a aquellas regordetas mujeres sin pechos. —Sí. ¿Qué pasa? —Pues que son las HERMANAS —matizó ella y añadió—: Y a falta de polla les gustan los chochetes. ¿Sabes a lo que me refiero? La mujer, que un día antes se había entregado a la policía, sabía de qué estaba hablando. Solo le bastaba con mirar hacia atrás, sin necesidad de leer ninguna mente con un don especial. «En las orgias, había muchas mujeres que se lamían el...» Bueno, dejó de pensar. Eso había sucedido y ya está. —Sí. Lo sé perfectamente. La otra se quedó con cara de boba. —¿Eres bollera? —No. Solo me dedico a cortar los penes de los hombres que no se merecen tener colgando. Al principio, la reclusa abrió desmesuradamente los ojos, como si hubiera visto una máquina industrial recobrar vida: blandiendo todos los rodillos y los hierros que la formaban mientras se transformaba en algo espantoso; acechando, con una gigantesca boca metálica con una lengua de lona; arrancando sus patas de metal del suelo de hormigón y echando a andar como un dinosaurio. Pero, después, de su rostro salió una sonrisa. Toda la piel de su cara se había estirado como un plástico, formando zonas tan lisas como una camisa de seda; y otras, tan arrugadas como el cuello de una tortuga.
Los ojos de la DAMA la observaban implacables. Y, entonces, aquella mujer arrancó el motor de su pecho con una sonora carcajada que hizo que aquel grupo de mujeres se fijaran más en ella. —Me gusta tu humor —exclamó tras toser como una condenada. Apenas le llegaba aire a sus pulmones por las contracciones de la risa y añadía—: Me gusta... —y tosía hasta ahogarse en su propia saliva. Y, entonces, como un reclamo, empezó a llover con fuerza. Con tanta fuerza que parecía que alguien les disparaba a los pies con perdigones. 23 El mismo pasillo. Las mismas pocas ganas de conversar con aquella pirada llamada Annegret. ¡Wow, qué novedad! Ahora tendría que mirarla otra vez a los ojos y eso no iba a ser lo más difícil; sino escucharla, depender de ella y no de los distintos departamentos de investigación. ¡Qué bien! Una pirada tenía la llave de la cajita roja. —Ya sabes que no tengo muchas ganas de hablar —se presentó la inspectora. Annegret estaba oculta en la oscuridad del fondo de su celda. Como un búho en la noche, salvo que no estaba sobre una rama sino apoyada en la pared con los brazos cruzados por delante del pecho. Y sus ojos no brillaban en dicha oscuridad. Por muy claros que fuesen, no brillaban. Ni un ápice. Henriette sostenía algo en su mano derecha. —¿Te gusta mirarte desnuda frente al espejo todas las mañanas? —La voz que brotaba de la oscuridad parecía trémula, pero solo era una ilusión. La inspectora no respondió de inmediato. Esta vez sí: se sentó en la silla, y esta hizo un ruido casi ensordecedor en la cavidad de aquel pasillo, iluminado por un solo fluorescente que parpadeaba como una luciérnaga que se esconde entre las hojas del bosque.
—¿Por eso no te han puesto un espejo a ti? —No es por eso. Es por seguridad. ¿No lo sabía? —Claro que sí. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta nada más recibirme? Podría haberse ahorrado unas cuantas palabras diciendo solo: «hola». —No soy tan cordial. —Vaya. Eres idéntica a mí. Solo que tú estás al otro lado de los barrotes... —Y tú, mona morena, justo al otro lado —le cortó aquella voz que ya no era trémula. Hubo un silencio corto que reinó como el rugido de un dragón. Ominoso y casi perturbador. Henriette se preguntó si estar muerto sería algo así. Desechó rápidamente esa idea. La silla se inclinó hacia un lado. —Bueno, pues empezamos bien. El capullo de mi superior me llamó de nuevo, ¿sabes? Nunca estoy por las instalaciones u oficinas, o como quieras llamarlo. Y me habla siempre por teléfono. Es agradable escuchar una voz a través de un teléfono. Te creas un perfil a partir del tono de dicha voz y después te encuentras a una persona totalmente distinta a la que te imaginas. Eso es desalentador. Y me pidió que volviera a verte. Vaya asco. La verdad es que no me hace mucha gracia. ¿Te has acostado con él para tener tantos privilegios? ¿Eh? —¿Lo has hecho tú? —Digamos que no es mi tipo de hombre. —¡Vaya! ¡Qué sorpresa! ¡Pero si estamos hablando de todo menos de lo que pueden decirte esas fotografías que llevas en la mano! —Ahora la voz oculta sonó más grave. Era como si se hubiera transformado en una secuencia de ladridos. —Tú has cambiado el curso de la conversación. Reinó de nuevo otro momento de silencio. El fluorescente recobró la luz fría y proyectó unas sombras que apenas parecían manchas de humedad en el suelo. A la silla le había salido unas patas tan largas como las de una araña gigante, y
encima de ella había algo encorvado. Era la inspectora. —Empieza a abrir la bolsa y te explicaré lo que dice la primera fotografía. —¿Eres adivina? —No. Soy John Smith. —Qué bien. Todos lo conocen, pero no sabía que eras su hija. —Henriette estiró sus labios pintados en una clara sonrisa casi malévola. ¿Por qué demonios estaba allí? Era ridículo. —Vaya, si sonríe y todo. Así puedo apreciar su belleza. —¡Baj! «Esto es lo más ridículo que me ha pasado nunca», pensó la inspectora, y tuvo el irrefrenable deseo de levantarse, darle un puntapié a la silla y marcharse de allí dando saltitos. ¿De qué pie se había levantado su jefe ese día? Todo era tan surrealista que sintió pánico inyectado en sus venas, como si la sangre se hubiera vuelto negra de repente y le picara todo el cuerpo antes de morir en una agonía. Sí, en una agonía. Pero lo que hizo fue sacar una fotografía de la bolsa y extender la mano en el hueco de los barrotes, que estaban rodeados de penumbras y frío. Entonces, algo líbidinoso, casi amorfo —y espectral, durante unos interminables segundos—, se despegó de la oscuridad para presentarse como el recuerdo de un fantasma; hasta que se acercó lo suficiente hacia los barrotes, donde brillaba con luz propia. —Dámelo —dijo. 24 —¿Sabes cómo se las cortaba? —La DAMA lanzó al aire la pregunta como un dardo que va a dar en la diana. Su compañera de celda (pues había una litera)
estaba tumbada bocarriba, con la mano detrás de la nuca, cuando movió la cabeza imperceptiblemente. —Fsshhhh... —Sonó como un neumático desinflándose (o quizá como un flotador, porque el sonido era más sutil). Los ojos de aquella reclusa de cabello corto —eso sí, rubio— estaban fijos en los muelles de la cama de arriba. —Te lo contaré. Quieras o no, te lo voy a contar. Me complace hacerlo. Así me aseguro de que lo que hice estaba bien. La compañera movió la cabeza hacia un lado y volvió a soplar. Esta vez no salió ningún sonido más que el aliento de un gato asustado, pero en realidad estaba harta de escucharla hablar a todas horas. Al principio le pareció una mujer testaruda, muda y casi dramática al mirar sus verduzcos ojos. Pero ahora resultaba cansina del todo. Sin embargo, la escuchaba, pues no le quedaba más remedio que hacerlo ya que no era una mujer de sueño fácil. Sus oídos estaban en constante alerta, por el grupo de las hermanas. Esas rollizas buscaban siempre un chochete y, a veces, un culo. Eran la pesadilla de toda la penitenciaría. Eran con las que no deseabas cruzarte en tu camino. —Adelante —rezongó finalmente la mujer con los pechos aplastados por el efecto de la gravedad. La mujer que muchas noches había caminado con los ojos vendados. Aquella, que sin embargo, veía a través de la tela y que guardaba todos los secretos de aquellos cabrones, y que estaba ahora apoyada en la pared, justo al lado de una mujer que llevaba encerrada más de dos años y que mostraba unas ojeras inolvidables, como los ojos de un sapo rechoncho que está al borde de la muerte. Pero eso le importaba una mierda a aquella que vio orgias y todo tipo de obscenidades consentidas de unos desequilibrados y unas sumisas del poder; a aquella que vio injusticia en las que señalaban como “las olvidadas” tras quedar preñadas. Estaba a punto de contar por enésima vez cómo lo hacía. Cómo lo hacía. —Yo era la DAMA. —Acentuó con especial énfasis esta palabra mientras miraba a su compañera—. Era la que recibía a los invitados y a las chicas que querían placer. Porque todos allí habían jurado un pacto secreto. Eran la hermandad y, según su criterio, el sexo era libre. Pero yo no podía acceder a ese placer, a menos que me ocultase. Nadie me conocía. Esa era la regla de oro. Mi
vestido oscuro y el pañuelo que ensombrecían mis ojos ocultaban mi verdadera identidad. Sin embargo, a veces yo accedía a los placeres mundanos. Lo hice por aquellas chicas que fueron asesinadas tras dar a luz. Lo hice tras comprobar cómo sus cuerpos purpúreos eran enterrados en mitad de la noche en un bosque profundo y aterrador. Lo hice por el bien de ellas, para que descansaran en paz después de todo. Sí. Todo era muy bonito, hasta que se quedaban preñadas... —Me estás liando —le increpó la reclusa levantando una mano—. Pareces un disco rayado y tu vocabulario está al borde del vacío. Saltas de un tema a otro como si yo lo supiera todo. Bueno, mejor no quiero saberlo. Ya sé por qué estás aquí. Ya puedes continuar. —La voz sonó como un motor arrancado al que le fallan las poleas. —No me interrumpas más —exclamó la DAMA. Sus ojos se oscurecieron en la penumbra. No se volvieron rojos, simplemente perdieron brillo; y sus labios parecían una cremallera cerrada. Muy fina. Pero no tardó en abrirlos—. Todas tenían el dichoso pañuelo. Aunque lo importante era que no fueran conocidas. Siempre eran mujeres que venían de fuera, y aquí todas son rubias, así que todas eran iguales. Caminaban desnudas por la mansión, deslizándose sobre una moqueta roja que marcaba el camino a seguir. Después se ponían en fila, y ellos —con sus capas y máscaras— se complacían contemplándolas. Después se dirigían a ellas y las elegían. Yo, sin embargo, las siete veces que cambié de rol, me dirigí directamente a cada uno de ellos. El primero era un tipo que tenía un bigote de mantequilla bajo una máscara broncínea. Tenía los pantalones bajados y estaba sentado en una de esas sillas forradas de terciopelo. Yo me senté sobre él. Sobre su miembro empalmado. La tenía como una barra de hierro y podía sentir sus latidos en su miembro, porque lo cogí con mi mano. Lo apreté y su corazón se aceleró. Después lo guié hacia mi “secreto” y sentí un placer tremendo, por desgracia. Me abrió como una flor en mitad de un día de primavera. Y me gustó. Mi mano izquierda estaba apoyada en su hombro y mi mano derecha tenía unas tijeras. Siempre me aseguraba de elegir un buen escondite en aquella maldita mansión oculta en las entrañas del bosque. Él empezó a jadear y a moverse, pero yo cabalgué un poco antes de hacerlo. ¿Sabes qué? Hubo un rato de silencio, que ni era ominoso ni se escuchaba como un zumbido. Finalmente, una voz rasgada rompió el hielo. —¿Qué?
—Moví mi mano derecha con las tijeras atrapadas entre mis dedos. Eran enormes y brillaban con luz propia. El cabrón tenía los ojos cerrados y entonces yo me separé de él y las tijeras fueron al lugar exacto. Un apretón, y el alarido era ahogado por mi mano izquierda. La sangre fluía entre mis dedos como una baba caliente, y el aire era dulzón (o debería decir «empalagoso»). Había un tufo de sangre. Al final de dos segundos sentía el característico ruido metálico. Clic. Y su polla caía libremente al suelo en un charco de sangre. Yo le apretaba la boca, y sus ojos parecían dos globos a punto de explotar. Era fuerte, pero la punta de la tijera se clavó en su corazón. Qué lástima. No quería hacerlo. Solo quería su polla. Solo quería eso. —¿Y con tanto ajetreo nadie se dio cuenta? —Nunca. —Joder. Lo flipo. Ahora me das más miedo que las hermanas. No sé si fiarme de ti o no. Porque a lo mejor te da por cortarme un pezón... —¡No! No temas por ello. Ya acabó todo. Ahora solo falta esperar y esperar. — Técnicamente le había cortado el aliento, bueno, sus palabras. —Ya —ladró la reclusa, cuyo nombre todavía desconocía. Su corazón se había acelerado en sus sienes. Cada latido retumbaba ahí y sentía como una especie de punzada que atravesaba la cabeza. Tenía miedo. Y, después, la DAMA permaneció en silencio durante mucho tiempo. Lo suficiente como para que los fluorescentes del pasillo se apagaran, como la luna oculta tras una nube oscura después de la medianoche. El suficiente tiempo como para que todas, en el pabellón dos, cerraran sus ojos, a pesar de todo. Incluso ella. 25 —Este número no indica nada. —El dedo de Annegret lo tapaba. Era como un manchurrón de sangre—. Está puesto al azar. No indica nada, salvo que estas fotografías están numeradas para contabilizar siete. —¿Y no puede ser el orden exacto en que fueron tomadas? —sugirió la inspectora.
—No. No lo es. Ni tampoco el orden en las que fueron elegidas. Aunque podría haber sido así. El número uno el primer bebé nacido. El número uno en escribir el nombre del ser despreciable del hombre que la preñó... —Un momento —le atajó Henriette—. ¿Cómo puedes estar tan segura de esto? —Me subestimas inspectora. —La reclusa se marcó un rictus casi terrorífico. —¿Qué pasa? ¿Hay algo que yo me pierdo? ¿Acaso es un secreto a voces y me vienes fanfarroneando con tus truquillos de mierda? Los dedos de Annegret presionaron con fuerza la fotografía. No se desmenuzó como el atún, ni como un pergamino viejo. Aunque estaba amarillenta, la fotografía todavía podía tocarse y manosearse sin que sufriera grandes desperfectos. —Shhhsss. Tranquila. Yo no sé nada que tú no sepas. Solo uso la lógica. Bueno, en parte tienes razón. Me estoy quedando contigo con lo del numerito, pero si sigue un orden o no me da igual. Está claro que están marcadas por algo especial y está claro que el nombre que hay escrito es masculino, ¿verdad? Los ojos de la inspectora bizquearon. —Sí, claro. El nombre es de un hombre. —Por esta vez, te la dejo pasar, señora inspectora. Pero hay que estar más atenta a los más pequeños detalles... —Tengo prisa —le interrumpió Henriette. Se levantó de la silla y quiso cogerle la fotografía de la mano sin éxito. La reclusa de ojos muy abiertos y cabello encrespado había retirado la mano hacia su espalda. —Aquí dentro el tiempo se detiene. ¿Sabe lo que significa eso, señora inspectora? —No me llame más señora inspectora o le meteré el tacón de mis zapatos por el culo. Los ojos de Annegret recorrieron el trazo que iba desde el tobillo hasta el suelo. A pesar de que estaba poblado de sombras desvaídas, pudo comprobar que no
llevaba tacones, sino unas zapatillas de running. —Bueno, observo que ese tacón es demasiado ancho para mi culo, ¿no le parece? ¿Se pasa todo el día corriendo? De pronto, prorrumpió la voz de la celda de al lado. La misma de la vez anterior. Y, en un gruñido perruno, dijo: —¿Podéis callaros de una puta vez? Solo quiero dormir. La inspectora volvió la cabeza para mirar la forma que tomaba el sonido, en aquel lúgubre pasillo lleno de ratas en el fondo. Todas esperaban impacientes su asalto final. Ella, al verlas, sintió cierta repugnancia, pero no fue a más. —¡Cállate tú, vieja! —gritó Annegret. Una mano se agarró a uno de los barrotes oxidados y pareció vibrar, del todo, como un palo de goma. Aquella voz se sumergió en la oscuridad de la celda que apenas podían ver de perfil. Ni siquiera habían asomado unas manos negruzcas, o blancas; o quizá llena de manchas oscuras. Nada. —Bueno. No he venido aquí para escuchar regañinas —explicó la inspectora—. El capullo de mi jefe me ha enviado aquí. Por mí no hubiera venido, pero ya que estamos y que veo que no dices más que chorradas, ¿sería demasiado pedir qué sabes exactamente de estas malditas fotografías? La miró con el semblante serio. Una densa y pegajosa nube de aire caliente se había instalado, entre las dos, de forma casi repentina. Si un momento hacía frío, al siguiente hacía calor. Era como andar sobre una superficie volcánica, en la que pisas lava o no. —Sé descifrar el texto de la parte de atrás —aseguró Annegret. La inspectora frunció el ceño y tomó asiento de nuevo. Eso le interesaba y, al pensarlo, sentía cómo toda su sangre bullía por sus venas. Como si de repente tuviera fiebre. Pero, al mismo tiempo, sintió una sensación de alivio y paz en su interior. «Absurdo», pensó.
—Muy bien. Pues adelante. —Señaló la fotografía con los cuatro dedos de su mano. El pulgar estaba curvado hacia dentro y la posición de la mano era la misma como cuando te mandan a tomar por saco. —Espera. No corra tanto. Que tenemos mucho tiempo por delante. —Lo siento, chica mona, pero yo no dispongo de tanta paciencia. Una emotiva sonrisa se dibujó en los labios de Annegret. Y, ahora sí, sus ojos brillaron más que nunca. Parecían los ojos de un muñeco ventrílocuo que se asomaba desde la oscuridad con su sonrisa malévola y los dientes brillando como el mármol. —Vaya. ¿Así que soy una chica mona? La inspectora se cruzó de brazos y frunció de nuevo el ceño, pero esta vez sus labios se sellaron como una cicatriz sin puntos. La silla se inclinó de nuevo hacia un lado. Estaba hasta el mismo coño de ese balanceo. —¿Puedes descifrar el enigma? —insistió algo cabreada. La verdad es que desde el principio no había estado de otra forma, bueno sí, antes estaba algo confusa. La jodida fotografía se revolcó en las manos de la reclusa. Sí, esa psicóloga que se había tragado los testículos de su marido batidos dentro de un yogur. (Eso lo digo por quienes os habéis incorporado directamente desde esta página). —El cifrado no es robusto. Solo ha cambiado alguna cosa del código CÉSAR... —¿Qué? —¿Le suena a chino, verdad? —Sí. —El código CÉSAR fue utilizado por los romanos en el reinado de Julio César, de ahí el nombre. Cambiaban las letras en tres posiciones a la derecha, es decir, las consonantes y vocales. Era muy sencillo, pero en aquella época triunfó. Hoy día es un juego de niños. Desde la segunda guerra mundial se han creado verdaderos algoritmos de cifrado, algunos tan míticos como ENIGMA. Utilizado por Adolf Hitler...
—¡Ah! Ya entiendo —le zanjó Henriette. —No. No entiende. Lo veo en sus ojos. Me muestran cierta incertidumbre, pero no voy a dar más la lata con ello. Voy a descifrar el nombre. —¿Es un nombre? —Sí. Y un número. —Oh, vaya. Cualquiera lo diría, mirándolo así tan enrevesado. —Ya le digo que solo ha movido consonantes de lugar y ha dejado intacta las vocales. Los números también han sido distribuidos. Esto se parece más a un crucigrama que a un texto cifrado. —Está bien. Pues siga. La inspectora tomó aire y en sus bronquios sonaron toda una suerte de tuberías oxidadas. Agachó la cabeza y observó, con mucha dificultad, que el suelo estaba húmedo. —Sin duda, el número es el 48 —comenzó Annegret—. El 0 no significa nada, porque hay tres de ellos. ¿Tiene un lápiz y papel? —No, pero puedo escribirlo en el teléfono móvil. —Está bien. La inspectora siguió respirando como si Borg, el perrito blanco de donde salieron esas fotos, estuviera a su lado con una risilla jadeante. Por otro lado, Annegret movía su dedo índice sobre cada una de las sílabas de aquella escueta frase, a la luz del titilante fluorescente. Wilh... elm... shöhe. Estación ferroviaria de Kassel-Wilhelmshöhe —aulló, jocosa. —¡Vaya! Qué ingenio —itió la inspectora. Las ratas seguían observándola al final del pasillo y parecían hacer ruido con sus dientes rechinantes. —Después tenemos otro número. El 7. Creo que es la combinación de alguna
consigna de la estación o el número de una vieja llave. Esta mujer quería que lo descifrasen de forma rápida. Quería, aún a pesar de intentar ocultar el mensaje, que fuera fácil de descifrar. ¿No estaría un poco pirada? —No lo creo —asintió Henriette mientras sus dedos volaban sobre la pantalla táctil del teléfono—. Creo que estaba furiosa cuando escribió eso. Annegret dejó caer la fotografía como una hoja arrancada de una rama en pleno otoño. Pero, por su propio peso, que era superior, cayó con más vehemencia y casi se pudo percibir el golpe contra el suelo. —Ya no sirve para nada —dijo la reclusa. —¿Que no sirve para nada? ¿Y por eso se desprende de ella? —Sí. Estoy algo cansada. ¿Puede venir más tarde? El aspecto ceñudo de la inspectora, que acababa de guardarse el teléfono en uno de los bolsillos de sus pantalones, indicó cierto desconcierto que no lograba entender. —Bueno. Mientras tanto voy a comprobar estos datos. Espero encontrar algo. —Que tenga suerte. La inspectora, que se había levantado de la silla, la cual se balanceó una vez más, se detuvo en seco para clavarle la mirada. La fría luz de aquel pasillo se convertía en una densa nube de niebla que se interponía entre ambas como un velo opaco. Friccionó los labios y se agachó para coger la fotografía, y en un acto instintivo miró hacia el fondo del pasillo. Aquellos ojillos rojos seguían observándola en la distancia. —Mierda. Y se fue de allí. 26 —No puedes estar aquí dentro durante el tiempo de patio —escupió la funcionaria de prisión. Su rostro era una calcomanía de una mancha de petróleo,
sin brillo en los ojos, y los labios prietos. Sus mofletes parecían estar a punto de estallar y el tono de su voz parecía un graznido. La DAMA, que estaba sentada en el borde del colchón con las manos cruzadas sobre sus piernas, levantó el mentón y la buscó con su bella mirada. —He cortado siete penes por una buena causa —dijo, sombría. —¿Ya estás otra vez con la misma historia? ¿Es que no sabes hablar de otra cosa? —Sí, pero me da más placer recordarlo, ¿te parece bien? Hubo un momento de confusión en el que la funcionaria habría querido batir su porra sobre ella, pero no lo hizo. Cabeceó dos veces y dijo: —Eso lo decide tu PUTA cabeza —dijo, acentuando con voz grave la penúltima palabra. Ahora sus ojos se habían abierto hasta mostrar el hueco de sus cuencas, y se podía ver cómo eran de oscuras al lado de las bolas blancas que sostenían sus córneas. No era precisamente rubia sino morena, o quizá algo castaña. En cualquier caso, no era el tipo de mujer alemana que todos veían por la calle, en cualquier lugar. Ella era diferente. Como los perros. —Está bien, pero no saldré al patio hoy —insistió la DAMA—. Está lloviendo y tengo una manta de mocos en mi pecho. —Entonces, empezó a toser llevándose un puño a la boca. La funcionaria se echó para atrás con semblante serio. Todavía más oscura y siniestra, pero sin enarcar ni una jodida ceja, y eso que eran profundamente pobladas. Como las de un tío. —No tosas delante de mí —dijo, y se dio media vuelta. La DAMA la siguió con la mirada y ella simplemente despareció en la distancia, como una silueta que perdía tamaño y uniformidad, hasta que se convertía en un punto distante y diminuto que había arrastrado, durante todo el camino, el ruido del taconeo, que fue de mayor a menor, quedando solo un zumbido muy por debajo de los que emitían los fluorescentes.
27 Estación ferroviaria de Kassel-Wilhelmshöhe. El letrero lo indicaba claramente y no fue allí con todo el equipo, sino con unos dos hombres en la parte de atrás del coche. Cada uno de ellos tenía una placa en su solapa. Ella, un colgante en el cuello que la rodeaba como una estola. Ni siquiera encendió la luz azul. Condujo serenamente con la fotografía en el asiento de copiloto. De vez en cuando su vista se distraía en ella. No hubo un momento en que tuviera que agarrar el volante con fuerza por un desvío infortunado. Solo redujo la velocidad mientras sus ojos se clavaban en el letrero; puso punto muerto; frenó y giró la llave en sentido contrario a las agujas del reloj, cuando el motor enmudeció con un siseo. —Ya hemos llegado, agentes. Vamos a ver qué nos encontramos aquí —explicó la inspectora mirando a través el espejo retrovisor. Los rostros de los agentes parecían posar para una cámara fotográfica. Casi le dio ganas de soltar una carcajada, pero no lo hizo. —Supongo que más pistas —dijo uno de ellos con tono casi jocoso. La inspectora soltó una especie de gruñido mientras siguió inmersa en el espejo retrovisor. La cara del agente que había hablado parecía derretirse como la cera en el cristal. Pero eso solo fue producto de su imaginación. El agente adoptó un semblante serio. —Voy a salir del coche —dijo el otro agente mientras abría la portezuela. —Ya he aparcado —acució ella. Un golpe seco pero casi carnoso indicó que el agente había cerrado la portezuela con algo más que entusiasmo. El otro agente abrió la puerta de su lado mientras la inspectora Henriette hacía rechinar sus dientes. —Yo también voy a salir, inspectora. Esperamos órdenes. Esta vez, la puerta se cerró de forma sutil, sin ruido amorfo, sin un repicar en el encaje de la puerta. Parecía que el agente había traspasado la puerta como un
fantasma, como una especie de humo formando una silueta grisácea. Eso también fue una ilusión. Finalmente, bajó ella. 28 —Escribí algo en cada fotografía. Algo de manera cifrada, pero con una fácil resolución —itió la DAMA mientras paseaba por el pabellón dos. El pasillo era tan largo como los caminos inescrutables de un bosque. Salvo que el aire que respiraba no era el tufo de la tierra húmeda sino de la pestilencia de los aseos de cada celda. No había suficiente agua como para mandar la mierda al final del tubo y, claro, a veces la inmundicia flotaba como pequeños submarinos marrones. Su compañera de celda tenía los brazos cruzados delante de su pecho. Y, al caminar, miraba de forma constante el suelo como si allí tuviera la oportunidad remota de encontrar algo interesante. Pero solo había escupitajos. Y a veces gotas de sangre. 29 El número 48 brillaba con su óxido en el frontal de la consigna, pero más que un brillo parecía una ausencia del mismo. Como una niebla pegada, como una ventosa. Las nuevas consignas electrónicas tenían el número de color broncíneo, pero por alguna razón habían decidido mantener las consignas viejas, que se abrían con una llave. Los tres pensaron que esas viejas consignas ya no se utilizaban, y estaban en lo cierto. Simplemente, estaba allí. Sin más. Todas cerradas, como los párpados que ocultan los ojos. —Quiero la llave número 7 —ordenó Henriette. Estaba, literalmente, con la punta de la nariz apoyada en la cerradura. El olor era mohoso. Solo eso. —Sí, señora inspectora. Ahora se la traigo.
—Bien —ladró ella sin moverse. El otro guardia le miró el culo. Era suntuosamente perfecto. Al cabo de un cierto tiempo, unos dos minutos, el guardia se acercó con un hombre alto y rubio, y, cómo no, de ojos claros. Tenía barba rala y llevaba una bata azul. Eso le extrañó mucho a Henriette, pero no dijo nada ni le dio importancia; solo le pareció retroceder en el tiempo. —Señora. Aquí tiene la llave —dijo el joven. Tenía una cosa rara entre sus dedos. Tan oscura como el pasillo de la cárcel de Wehlheiden. La inspectora vio, con asombro, cómo pasaba el tiempo para un metal: se ponía negro como un sapo de río. Y, evidentemente, la llave estaba oxidada. —Bien. Puede abrir la consigna —acució Henriette haciéndose a un lado. El joven hizo una mueca y se puso delante de la consigna. Al principio, la llave no entraba en la cerradura. Estaba atascada. Tuvo que presionar con fuerza para escuchar un feo ruido que le podría indicar que la había atravesado como una lanza el pecho de un guerrero. Pero era, simplemente, el ruido de forzar una cerradura que no ha sido utilizada en muchos años. Ahora sus dedos trataron de girar la llave. Ésta se resintió e hizo otra mueca. En lugar de forzar la llave, la sacó levemente y jugó con los engranajes de la cerradura. Después de escuchar un ruido similar al de una bolsa de canicas, la cerradura cedió y la diminuta puerta salió como una lengua impregnada de moho. El olor era fétido y el joven insistió en hacer otra mueca. —Ya está, señora. —No estoy casada. Puede llamarme, simplemente, Henriette. Los dos agentes intercambiaron una fría mirada. —Está bien, Henriette. Ya está abierta —y su mano señaló el interior de la caja. Una emoción se transmitió en el interior de la inspectora. Había visto algo que no se esperaba. En realidad, no sabía qué encontraría por lo que no debería sorprenderse; pero no fue así. Había una carta amarillenta dentro.
—Vaya. Mira lo que tenemos dentro —dijo Henriette con un rictus al final de sus labios—. Gracias por abrir la consigna. El joven respondió con un «de nada» y se marchó por donde había venido. Henriette estaba impaciente por coger la carta. La mano extendida movía sus dedos dentro del cubículo que contenía la carta. Casi temblaba. Quizá de emoción, quizá de horror. Finalmente, sus dedos tocaron el papel. Estaba frío y era áspero. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Dos de sus dedos hicieron la pinza y sacaron la carta treinta y cinco años después. La miró al trasluz y todo estaba opaco. Sin duda, había algo dentro. Su mirada no dejaba de contemplar aquel viejo papel de la carta. Se la acercó al regazo y empezó a abrirla de forma cuidadosa. Una lengua amarilla y blanca se asomó cuando la carta fue abierta. Dentro, un papel mejor conservado la aguardaba. Lo sacó lentamente. Todo parecía un ritual. Absurdo. Y empezó a leer en voz alta.
––––––––
Dirk Kähler Enterrado en Niederzwehren Cemetery La DAMA Después de leerlo, exhaló aire y los dos agentes tomaron un aspecto ceñudo. Sus sonrisas se habían quedado en casa. Eran rígidos como una estaca. —¿Qué hacemos ahora, señora inspectora? —prorrumpió uno de ellos. No hubo una inmediata contestación. —¿No es un cementerio de soldados muertos en la segunda guerra mundial? — preguntó por fin Henriette. —No lo sé —respondió el otro agente.
—Pues vayamos allá —acució ella, y se guardó la carta en un bolsillo—. Con la de cementerios que hay aquí. No había tenido en cuenta que debía haber depositado dicha carta en una bolsa de plástico como prueba. 30 —¿Sabías que el pene se hincha primero y después se vuelve fláccido al cortarlo? Su compañera reclusa la miró de reojo e hizo una mueca. —Qué asco. —Y se queda atrapado dentro de tu flor. —¡Buaj! Entonces, las luces se apagaron y fuera el viento lloró en los picos del edificio, como si se hiciera daño al rozarlos. La DAMA disfrutaba torturándose a sí misma. Y a las demás. 31 Las luces azules y rojas se proyectaron sobre aquellas lápidas cubiertas de hierba, musgo y hojas. El suelo estaba encharcado, con lodo. Y sus bambas chapoteaban como los pies de un crío jugando en un charco de agua. Los agentes hacían más ruido con sus pesadas botas. El sol se proyectaba en el barro oscureciéndolo más, sí, y después se escondía para mostrar los charcos de agua emborronados. Turbios. Los ojos de Henriette bailaban en torno a las letras desvaídas de aquellas tumbas. Todas puestas de manera pulcra y dando al cementerio un aspecto espectral. Daba la sensación de que, de un momento para otro, todo se envolvería en una gran niebla, y los muertos alzarían sus brazos desde las profundidades de la Tierra y el barro.
Pero eso solo sucedía en los libros de terror. El cementerio era el lugar más tranquilo y que más secretos guarda del mundo. Ella lo sabía. Los dos agentes lo sabían. Todos lo sabían. El sol lo sabía cuando sembró de brillo, de nuevo, todo el cementerio, ahogando el destello de aquellas jodidas luces azules y rojas. El coche se había quedado esperando en la puerta. Eso sí, con el motor apagado. Una pareja de ancianos contorneó el vehículo que estaba empotrado literalmente en la entrada y despotricó mientras hacían malabarismos para rodearlo. Sus dos hijos estaban enterrados allí. — Dirk, Dirk, Dirk —repetía la inspectora, al tiempo que sus ojos bailaban en sus cuencas, de tan abiertos que los tenía—. Quiero que leáis todos los nombres —ordenó. Los agentes respondieron con un ademán, pero ella no lo vio. No tenía ojos en la espalda. De modo que repitió la orden hasta que escuchó un «sí» vehemente. Como una confesión de alguien que jura un alto cargo. —¿Cree usted que deberíamos dispersarnos? —preguntó uno de ellos con cara enjuta. No se reían ni aunque la inspectora se tirara un pedo delante de ellos. —Sí. Está bien. De acuerdo. —Pero sus ojos no se apartaban de las lápidas grisáceas y oscuras. Los tres se separaron hasta que desaparecieron entre aquellas estacas de piedra. Pero, antes, un gato negro cruzó por delante de la inspectora y esta se persignó varias veces de forma precipitada. El felino tenía la cola gacha y caminó con la lentitud que se aprecia cuando están tranquilos. Ahora sí, los agentes mostraron un rictus paranoico. Pero, al fin, sus figuras se disiparon. Veinte minutos después, Henriette fue la afortunada. Dirk Kähler 1940-1984
Su corazón le dio un vuelco cuando lo leyó. Era como si se hubiera encontrado un buen fajo de billetes. Ahora sonreía porque sabía que había dado un gran primer paso. Al menos ahora empezó a creer en Annegret, porque en el fondo no la había prestado mucha atención y no veía nada serio en ella. Pero había algo en su jefe que le decía: «esa mujer puede sacarte de ciertos apuros». Estaba pletórica. ¿Y ahora qué? 32 —¿Te he contado lo de las cartas? —preguntó la DAMA mientras estaba acostada cuan larga era sobre su litera. Su compañera de celda le respondió: —Sí. El otro día. Pero no terminaste de contarlo todo. ¿Cuándo me dirás cuál es tu nombre real? ¿DAMA? La mujer morena de ojos verdes no contestó inmediatamente. —Soy la DAMA. Ese es mi nombre. —Joder, que testaruda eres. —¿Quieres saber lo que había en esas cartas? —No quiero saberlo, pero da igual. Llevas dos meses hablándome de tus hazañas —se quejó su compañera, la cual no se había presentado con su nombre formal todavía. La DAMA rumió largo rato. —Tú tampoco me has dicho cómo te llamas en todo este tiempo. —Reclusa. Me llamo reclusa —respondió, y sintió un vicio inesperado de tener un jodido cigarrillo, en la boca, para asfixiarse de humo y de nicotina. Y la noche avanzó como una fila de hormigas lo hace hacia su madriguera; lentamente y en silencio.
33 —¡Qué sorpresa!, ¡pero si está aquí la señora inspectora! — Annegret era toda dientes. Sus manos se agarraron a los barrotes y puso cara de loca fingida. —Encontré la tumba de ese hombre —confesó la inspectora. La jodida silla seguía estando allí, y se preguntó por qué tenía que estar allí y no en cada una de las tres celdas que había en ese oscuro pasillo. —Bien. Acerté. Su jefe estará muy contento conmigo. Henriette se hundió en sus propios hombros. —Pregúntele a él. —¿Cómo? —Supongo que sentirá lo mismo que cuando se ofreció a ayudarnos en este caso. Se sentiría desconcertado o quizás retuvo una carcajada. Caso excepcional y raro, pero... —Pero que le ha salvado el culo, ¿verdad? —Bueno. Tenga esta segunda fotografía. —La inspectora extendió la mano cerrada. Había un número: el 1. Annegret la cogió rápidamente. Estaba enmarcada dentro de una bolsa de plástico transparente perfectamente ajustada. —Esta mujer está utilizando el mismo sistema de cifrado, o simple engaño, en el mensaje oculto —sonrió. —Pues yo no lo entiendo. Dígame, como la primera vez, qué ve en esta ocasión. —Espere un momento. —¿Pero es que no podéis dejarme dormir? —masculló la presa de la celda de siempre, la de al lado. La inspectora alargó el cuello y, por la forma en que lo hizo, pareció usar muelles desde su interior. No vio nada. Salvo oscuridad.
Le hizo un gesto a Annegret. Ella hizo círculos con su dedo índice cerca de la sien. Volvió a bajar la mirada hacia la fotografía. —39. —¿Y? — Estación ferroviaria de Kassel-Wilhelmshöhe. —¡Coño! —Es lo que quiero que me toquen ahora —sonrió Annegret. —Dejando a un lado eso, que lo comprendo, ¿qué le sugiere esto? Ella la miró directamente a los ojos, y dijo: —Querida morena de ojos verdes. Ha repetido lo mismo. ¿No se había dado cuenta de que es la misma frase? Quiere que lo encontremos todo de forma muy sencilla. Fácil, diría yo. La inspectora se ruborizó. 34 —¿Sabes qué escribí en cada fotografía? La compañera de celda soltó un resoplido ante tanta redundancia. —¿Se lo has contado todo al juez? —No me dio tiempo —respondió la DAMA. Su cuerpo, desnudo ahora, estaba tumbado bocarriba con los pezones apuntando hacia la pared y la reja que hacía de puerta. Y, aunque eso estaba prohibido, se saltó las reglas y se quitó el pijama para quedarse como Dios la trajo al mundo. Tal y como aquellas condenadas paseaban por el interior de la mansión tantas y tantas noches. Tal y como se mostró ella cuando estuvo con aquellos siete poderosos hombres
reducidos a un pingajo pegado en un extremo de las tijeras. —Señor, ¿por qué tengo que aguantar esto? Y la letanía, como el sonido de una oración, empezó a llenar la celda como el ruido del agua que repiquetea en una tormenta atroz. 35 Esta vez no. Esta vez aparcó el coche en el mismo lugar, pero con las luces apagadas. Los dos agentes que la acompañaban hablaban de forma distendida entre ellos. Había mandado a paseo a aquellos estreñidos hombres de cara de pasa. —Inspectora, ¿qué número de consigna había dicho que buscaba antes? Ella no contestó a la primera de cambio. —¿Vas a hacer mi trabajo tú? El agente sonrió abiertamente y mostró una perfecta dentadura en el espejo retrovisor. Cuando salieron del coche, todavía mantenía esa estúpida sonrisa y Henriette le despistó diciéndole un número inventado. —1444. A lo que el otro agente arrugó la frente mientras clavaba la mirada a su compañero. Vino el chico de la vez anterior. Esta vez no le había sorprendido tanto el que le pidiera la llave de la consigna 39, o quizá sí, porque dudó un momento. Pero, algunos minutos después, llegó con la llave ennegrecida en la palma de su mano. Henriette se encontró de nuevo con una nueva carta. Sonrió despectivamente. Extendió su mano, cogió la carta, la abrió y la leyó en voz alta. Sin que le temblara el pulso y con cierto regocijo en su tono. Eckart Kähler
Enterrado en Niederzwehren Cemetery La DAMA —¿Eso es todo? —preguntó el agente que había estado todo el rato sonriendo. El más alto, con pelo anillado y gafas de sol. —¡No! —gritó Henriette terriblemente ofuscada—. Quiero todas las consignas abiertas. ¡Ahora! El joven de la estación de tren puso cara de sorpresa. —Ya ha oído a la inspectora. Queremos todas las llaves —ordenó el otro agente mientras al primero se le difuminaba la risa tonta de su rostro. Parecía un cielo nublado. —Está bien. Voy en busca de ellas. La inspectora estaba vuelta de espaldas a ellos y tenía la cabeza gacha. Sus puños se apretaron con fuerza hasta hacer crujir sus huesos. La carta se arrugó dentro de uno de ellos. —¡Será posible! ¿Tiene algo que ver esta bruja? —Al hablar tan fuerte, de su boca salieron escupitajos del tamaño de unos perdigones. Su principal sospecha era ella: Annegret. El joven regresó con un tintineo de llaves capturadas en un círculo de metal. Parecía un funcionario de cárcel, con tantas llaves en una mano. La inspectora, presa de aquel sonido metálico, giró sobre sus talones y su cara había cambiado del todo. Aunque ya era seria de por sí y poco agradable pero bella, ahora mostraba unos ojos más oscuros y siniestros. Tenía la frente arrugada y pareció encogerse dentro de sus pantalones vaqueros. —Con su permiso, señora inspectora. Vamos a proceder a abrir todas estas consignas. —Ábranlas —exclamó ella. Y se metió la carta hecha una pelota en uno de los bolsillos de su pantalón. Veinte minutos después tenía en sus manos el resto de las cartas hasta sumar
siete. Todas decían lo mismo; excepto el nombre. Todas indicaban el mismo cementerio, y al final de todo, como una firma, aparecía «La DAMA». Volvió a pensar en ella. En Annegret. —Señora inspectora, ¿qué hacemos ahora? —preguntó el agente de la inolvidable sonrisa que, por cierto, ya no la mostraba en su cara por razones obvias. —Ir al puto cementerio —dijo ella, ahora, con una voz más sosegada. 36 Esta vez no llovía. Todas las reclusas se paseaban por el patio con el reumatismo clavado en sus rodillas como largos clavos. Ninguna se miraba a los ojos, salvo la DAMAn que no desclavaba sus pupilas de las de su compañera de celda. Ésta estaba tan desesperada que se atrevió a coger el brazo de una de las funcionarias de la cárcel. —Ey, chica mona. Quítame la mano de encima —ladró aquella mole de grasa con los ojos bien abiertos. —Necesito ayuda... —¿Dónde estarás mejor que aquí? —inquirió la funcionaria. El culo parecía un cojín adosado bajo los pantalones. —En cualquiera de las otras celdas. No sabe lo que es aguantar los delirios de esta mujer. —Señaló a la mujer bella. —Todas acabáis locas aquí dentro —refunfuñó la funcionaria mientras se quitaba, con la mano, las posibles bacterias de su desnudo brazo de codo para abajo. —¿No puede hacer nada? —¿Por qué no te lo pensaste antes de entrar aquí? —Yo soy inocente —respondió la mujer, sabiendo que la amorfa había cambiado de tema.
—Todas lo sois. Qué bonita palabra. Léeme los labios. —Esta vez, su dedo señalaba su boca abierta—. Inocentes. Y soltó una carcajada como la de un borracho. Con sonido roto y cimbreante, bueno, trémulo. —Y vosotras todas sois iguales —espetó la reclusa. Sobre sus hombros brillaba el sol como una avispa amarilla (las había negras). —No tenéis la capacidad de reprimir recuerdos —dijo la funcionaria, y se encaminó hacia el final del patio. Donde le esperaba una puerta cerrada de color rojo. —Asquerosa —musitó la reclusa. Y la DAMA mostró un rictus de terror combinado con el principio de una sonrisa. —En todas las cartas escribí el nombre de aquellos hijos de puta. De los siete — explicó—. ¿Quieres que te explique cómo disequé sus penes? Y la compañera se llevó las manos a la cara para estirar la piel hasta que le llegara a los tobillos, como una especie de goma. 37 Las lápidas estaban rodeadas con una densa niebla que les estaba esperando, como un velo de vapor que flotaba sobre los cantos de las mismas. Los esperaba en medio de su flamante y ominoso silencio. — Eckart, Friedbert, Julius, Aarnulf, Ignatz, Gerolf... La inspectora repetía los nombres, una y otra vez, mientras sus ojos se separaban del nervio óptico casi un milímetro. Sus manos acariciaban las húmedas hojas que bordeaban las tumbas. Algunos nombres brillaban más que otros, pero no comprendió por qué, si se suponía que era un cementerio de soldados de guerra. Según su teoría, todos habrían sido enterrados casi al mismo tiempo, y debajo de esas losas pétreas no habría nada. Ni polvo. Estaba casi eufórica.
De repente, una voz rasgada quebró el silencio sepulcral del cementerio. —¡Señora inspectora! ¡He descubierto la tumba de Julius Schwenke! Henriette se detuvo entre dos tumbas. Sus ojos brillaron bajo la mezquina luz que las ramas de los árboles dejaban pasar. —Bien. Seguid buscando —ordenó. Y dos minutos después, encontró la lápida de Gerolf Lerman. Sintió cómo su corazón bombeaba sangre a borbotones por sus estranguladas venas. El picor en la piel la paralizó casi al completo. Otra voz renuente dijo: —Creo que tengo otro. Estaba lejos de ella. —¿Por qué me lo ha puesto tan fácil? —se interrogó a sí misma. Ahora su corazón retumbaba, como dos tambores, entre sus sienes. Apretó los puños, de nuevo, esa mañana y en uno de ellos se clavó una uña en la palma de la mano. Una herida poco profunda, en forma de medialuna, empezó a sangrar. Nada que resultara interesante, pero sintió el calor de su sangre. Todo el cementerio estaba frío. 38 La noche estaba adornada de una perturbadora luna llena, pero ellas, las presas, apenas podían ver el resplandor atravesar aquellas ridículas ventanas de dos barrotes. Después de apagar las luces, todos los ojos se giraban para ver el centro de ese cubo de un palmo de ancho. La mezquina luz que lograba entrar en cada celda apenas podía crear una sombra decente en el suelo o en la pared. Por eso, ellas seguían soñando en algún día salir de allí y ver si en realidad había cambiado de aspecto la cara visible de la luna romántica, para los que poseían la libertad y la cordura. —Tengo ganas de salir de aquí para ver la luna en todo su esplendor —anheló la
compañera de la DAMA. Estaba sentada en el borde del colchón, con las piernas colgando como dos péndulos. Estaba descalza. La DAMA la observaba desde abajo. Ahora no estaba desnuda. —Todos ellos eran importantes hombres de negocio, varones, jueces, policías, abogados, y hasta generales de nuestro ejército. —¡Vaya! Ya estamos otra vez —graznó la reclusa. Tenía los oídos tapados con sus dos manos. —Todos los hijos nacidos de esos eventuales accidentes fueron dados en adopción. Todos. Pero de ellas no sé nada, aunque me lo imagino. Eran las olvidadas. Seguramente, morían tras el parto. Todas ellas fueron enterradas, unos meses después, en el cementerio de Niederzwehren, como soldados de guerra. Era un plan perfecto. —¡Oh, Dios! —Le dije que parara antes de hacerme eso con su miembro viril. —¿A que parara de qué? —A parar de follarme —exclamó la DAMA. Sus labios se cerraron como una cremallera y se imaginó cabalgando sobre ese tipo. ¿Qué era? ¿Un juez? —Pero si te lo tiraste tú. —No me está escuchando. —Sí que te escucho. No me estás escuchando con el corazón sino con tu cerebro. Tu problema es el cerebro. Y no puedo confiar en ti. —Sí puedes confiar en mí. —No en una loca. —Mira quién habla. ¿Se acabó toda esta historia? Se hizo el silencio.
En el pabellón, al final del todo, se ahogaba el taconeo de una de las funcionarias que llevaba una linterna apretada en su mano. Parecía buscar caracoles en una noche de tormenta. Finalmente, la DAMA dijo: —Creo que sí. Sobre ella resonó, como una sirena, un bufido que podría haber sido de un caballo. 39 —¡Me has estado engañando todo este tiempo! —gritó la inspectora tras la silla coja. Los ojillos del fondo del pasillo parpadearon por primera vez—. ¡Lo sabías todo porque la asesina eres tú! —Estaba encolerizada y tenía algo de baba en las comisuras. Su cabello lacio se había deslavazado. Sus ojos parecían salírseles de las órbitas—. ¡Eres tú! Annegret se agarró a los barrotes como un mono. No sonreía. Solo la miraba, quizá algo desconcertada, o quizá interpretando un nuevo papel en una obra de teatro. —No sé de lo que estás hablando. —¡Tú eres la asesina! ¡Tú eres la DAMA! El dedo de la inspectora casi le perfora el pecho. —Estás muy equivocada, chica mona —dijo, con total seguridad, la psicóloga de los testículos revueltos en un yogur. —No. No estoy equivocada. Lo tenías todo planeado, ¿verdad? —No. —Sí. Porque te he descubierto. ¿Por qué me has hecho esto? —Porque ella no sabe nada —prorrumpió la voz de la celda de al lado. Ahora se podían escuchar unos pasos carnosos. Como si fueran unos pies de cera fundidos
por el fuego. Uno de los barrotes vibró como una cuerda tensa. En él había unos dedos rodeándola. Con unas uñas extremadamente largas y amarillentas. Un mechón de cabello blancuzco pareció volar en medio de un aire inexistente—. Yo soy la DAMA. Siempre lo fui. Y tu padre es Aarnulf Schwenke y yo soy tu madre. —¿Qué? Henriette no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Deseaba, con toda la fuerza del mundo, despertar de esa absurda pesadilla. El corazón bombeó tanta sangre que pudo sentirlo latir en la punta de la lengua. —Te di en adopción. Fui la única mujer que escapó con vida. Supe hacerlo bien. Nada más entregarte a los brazos de tu madre adoptiva, sin mirar atrás, me entregué a la policía con la esperanza de que algún día todo lo que sucedió saliera a la luz. Perdóname, hija. Lo hacíamos por voluntad propia. Salvo que ellos cometieron un error. Olvidar a las mujeres que se quedaban preñadas. Yo te llevé, dentro de mí, nueve meses. La inspectora estaba claramente aturdida y aquellos ojillos rojos, del fondo del pasillo, se apagaron de forma fulminante. No comentó nada durante largo rato. —No te creo —dijo al fin. —Pues créeme, hija. Entonces, los jodidos fluorescentes parpadearon de nuevo con su luz tan fría como aquella situación y las lágrimas hicieron acto de presencia en sus ojos verdes, de forma involuntaria, en Henriette. O quizá no. Y le vio el rostro.
––––––––
FIN
Nota del autor
He estado en Kassel y me gustó tanto que he querido situar la acción de esta historia, aunque repugnante, allí. Y, a pesar de que la recorrí desde un punto a otro durante un tiempo, siempre hay un pero. Me he tomado la libertad de modificar, de forma intencionada, algunos lugares de la zona para adaptarla a la historia. Espero sepan perdonarme. Gracias, queridos lectores.
Biografía del autor
Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró, la cual pertenecía a su padre, que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Ojos que no se abren", "Crímenes en verano" y "Mi lienzo es tu muerte". Pero no serán las únicas que pretendo publicar este año.
––––––––
[1] Director de una cárcel o centro penitenciario. [2] Reclusas
Don't miss out!
Click the button below and you can sign up to receive emails whenever Claudio Hernández publishes a new book. There's no charge and no obligation.
https://books2read.com/r/B-A-OOAH-LZLQB
Connecting independent readers to independent writers.
About the Author
Sobre el autor: Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el thriller, Algunos libros míos son: "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "La casa de Bonmati", "El Sanatorio de Murcia", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "El hombre que caminaba solo", "Tú morirás", "Muerte en invierno", "El club de los tres", "El callejón de Anglés", "El vigilante del Castillo" y "El frío invierno" Read more at Claudio Hernández’s site.
About the Publisher