El mundo de cristal de Primera Memoria: una infancia hecha añicos La escritora española Ana María Matute emplea en muchas de sus novelas el personaje del niño o joven para narrar un mundo infantil y adulto que en muchas ocasiones chocan de forma contundente. Este hecho se ve claramente en Primera Memoria, publicada en 1959 y que supone el volumen inicial de su trilogía Los mercaderes. Matia es la joven protagonista de catorce años que debe vivir en un mundo no siempre comprendido por ella. Su inseparable compañero –inseparable no por voluntad propia– es su primo Borja, un niño casi hombre que refleja el prototipo de joven mimado e hipócrita que sabe ingeniárselas para salir bien parado de sus malos actos. Por encima de ellos, la mirada de su abuela se extiende desde la casa, lugar en el que su libertad está coartada en contraposición a lo que ocurre en el exterior de la misma, donde pueden moverse com mayor facilidad por una diversidad de espacios. El ambiente de fondo que enmarca este lugar y momento es el del comienzo de la Guerra Civil en 1936, si bien a la pequeña isla en la que viven no llegan más que los ecos de la contienda. Es esta idea de la isla como espacio aislado, cercado, con un o mínimo con el resto del país la que lleva a ver este contexto espacio temporal como un mundo en miniatura, una reducción de lo que está sucediendo fuera del mismo. La mirada desde la que se describen los hechos es la de una joven que acaba de dejar la infancia y entrar en la adolescencia pero en la que todavía quedan deseos y evocaciones inocentes propias de los niños, como el muñeco llamado Gorogó que conserva o las alusiones al mundo de los cuentos infantiles. El lugar y los hechos que describe tienen los reflejos del país y la guerra que suceden en el exterior, cual cristal que reflecta una imagen deformada y reducida del mundo. Se podría emplear la metáfora del patio de recreo y la escuela como un microcosmos, como un espacio que
recoge a menor escala los hechos propios de los adultos. En primer lugar, la casa de la abuela, con su mirada controladora, las apariencias fingidas de niño bueno de Borja y el ambiente represor serían comparados con la función del edificio en sí de todo colegio, como elemento disciplinar de una sociedad de niños, igual que el gobierno ejerce fuerza y control sobre los adultos –sobre la sociedad en general–. Así describe Matia el ambiente experimentado en casa de su abuela: “La calma, el silencio y una espera larga y exasperante, en la que, de pronto, nos veíamos todos sumergidos, operaba también sobre nosotros. Nos aburríamos e inquietábamos alternativamente, como llenos de una lenta y acechante zozobra, presta a saltar en cualquier momento.” (18). Borja se comporta de forma muy diferente ante su abuela, gobernadora de la casa, y ante su prima u otros jóvenes del lugar sobre todo cuando está fuera de la misma. Así, dentro aparece bajo el régimen de su abuela, acatando sus normas y comportándose de la buena forma esperada, mientras que su verdadero carácter hace acto de presencia cuando está con Matia, El Chino o los otros niños del pueblo, haciendo alarde de una hipocresía más propia de un adulto que de un adolescente. Además, siguiendo con el elemento de la casa, es aquí donde los dos primos reciben sus lecciones impartidas por El Chino. El único espacio donde podían respirar era la logia, que precisamente supone ese punto de o entre el interior y el exterior del edificio. Por otra parte, los espacios como el declive o la plaza y las relaciones que en ellos se establecen reflejarían esa reducción a menor escala del fenómeno de la guerra, de igual forma que el patio de recreo es un micromundo en el que también se desarrollan relaciones personales que reflejan en miniatura aquellas de los adultos. Es interesante observar como los jóvenes de Primera memoria luchan en dos bandos distintos, uno liderado por Borja y otro por Guiem, aunque entre ellos sigue habiendo relaciones, sobre todo en los momentos de tregua. Estas peleas
infantiles no son más que el eco de la guerra que los adultos están llevando a cabo en territorio continental. De la misma manera, la muerte del padre de Manuel es un hecho que queda vinculado también con la violencia ejercida en la Guerra Civil. Sin embargo, en la novela se describe sólo un asesinato, no una serie de fusilamientos y muertes en mayor dimensión, como ocurría en la península durante la contienda. La muerte de José Taronjí parece casi un hecho aislado dentro de ese ambiente de calma que todavía conserva la isla, aunque sucedan en ella hechos de evidente violencia. Las luchas de los jóvenes son casi vistas como cosas de niños, molestas pero inofensivas. Las relaciones entre los personajes también se corresponden con las desarrolladas en el mundo adulto, pero a menor escala, de igual forma que ocurre en el patio de recreo. Borja ejerce la dominación sobre el resto de la sociedad salvo su abuela. El joven, en realidad, se comporta bien ante ella no porque tema el poder de su anciana pariente y las consecuencias que puedan acarrear sus más que travesuras sino porque en realidad le interesa mantener su falsa fachada para obtener beneficios. Esto precisamente llega al final de la novela cuando acusa injustamente a Manuel de instigarle a que robara dinero, y gracias a la apariencia creada con anterioridad su abuela lo cree y el castigado es Manuel, no Borja, el verdadero culpable. También se describe aquella parte de la sociedad que queda marginada, que vive al margen de la misma no por sus malos actos sino por imposición de otros. Así, Manuel y su familia son repudiados por todos los del pueblo. La lucha entre iguales, entre antiguos de un mismo lugar, como así fue la Guerra Civil, no sólo se observa en las luchas de los niños, sino también en la relación entre José Taronjí y los Taronjí–los cuales, partidarios del bando nacional, fusilaban a aquellos de la parte republicana–: “Los Taronjí y el marido de Malene tenían el mismo nombre, eran parientes, y sin embargo nadie se aborrecía más que ellos” (37). El padre de Manuel es finalmente muerto por su
propia familia. Sin embargo, no todas las relaciones son tan negativas y conflictivas, pues Matia entabla amistad con Manuel, siendo los momentos que pasan juntos algunos de los más apacibles y puros de la novela. El final de la obra supone el fin de esa vida para Matia. Es muy interesante la oposición de dos momentos (niños y realidad) al final de la obra, cuando la protagonista insiste a su tía Emilia en que Manuel es inocente pero esta le contesta: "No lo tomes así, ya te darás cuenta algún día de que esto son chiquilladas, cosas de niños..." Y de pronto estaba allí el amanecer, como una realidad terrible, abominable. Y yo con los ojos abiertos, como un castigo. (No existió la Isla de Nunca Jamás y la Joven Sirena no consiguió un alma inmortal, porque los hombres y las mujeres no aman, y se quedó con un par de inútiles piernas, y se convirtió en espuma.) Eran horribles los cuentos. Además, había perdido a Gorogó […]. (243) Su vida y sus problemas en la isla han sido calificados por un adulto como un juego de niños, algo propio del patio de recreo, si bien ella ha sentido pleno dolor por lo ocurrido. Es en ese momento, el del amanecer, el que despierta en ella esa consciencia de que su mundo anterior ha acabado, de que no es una niña y de que debe salir de ese espacio que había constituido un microcosmos para ella, con la casa y el pueblo, de la misma manera que un niño cuando crece debe dejar atrás esa infancia vivida en la escuela. Pierde el último resquicio material de su infancia, Gorogó, y se da cuenta de que aquello en lo que creía de niña en realidad no existe y que la realidad es horrible. Su mundo de cristal, aquel que refleja la imagen deformada y reducida del mundo adulto sumido en una guerra, se rompe. De la misma manera que la escuela
refleja a menor escala el mundo en paz de los mayores, la isla –concretamente la casa de su abuela y los alrededores– en la que Matia vive es también un microcosmos pero en este caso corresponde con el mundo en guerra de la península.