Michel Leiris Y La Tauromaquia. 4q9

Michel Leiris y la tauromaquia Annie Maïllis 30/11/01

(Traducción de Alain Bruno Rodier) Prólogo Mi propósito se inscribirá en una cronología sin originalidad, desde antes hasta después de la segunda guerra mundial en Francia. Es éste el marco indispensable para seguir el recorrido que condujo a creadores como Pablo Picasso y Michel Leiris a instaurar la tauromaquia como «arte ejemplar». Quisiera efectuar un breve recuerdo, no en cuanto a Pablo Picasso, evidentemente, sino en cuanto a su amigo, el escritor Michel Leiris, a quien inició en la corrida en 1926. Ambos, más adelante, fueron muchas veces a los toros, hasta el último espectáculo que vieron juntos en 1965. Leiris, etnógrafo, poeta y autobiógrafo, cuyas preocupaciones para el lenguaje no encontraron al gran público, sin embargo es considerado en Francia como un escritor de primera categoría. Entre todos los autores que abordaron la tauromaquia, fue el único en haberlo hecho bajo todos sus ángulos, en una gran disparidad de escritos de entre los cuales no nombraré sino los más famosos : las series de poemas : Abanico para los toros (1939) y Tauromaquias (Tauromachies), el ensayo inevitable para quien quiere pensar la corrida : Espejo de la tauromaquia (Miroir de la tauromachie, 1938), o también el texto teórico : De la literatura considerada como una tauromaquia ( De la littérature considérée comme une tauromachie, 1935 y 1946).

La fractura La corrida «fantasmática» o fantasmada Para «entrar corto y derecho», según la jerga taurina, diría que la producción literaria y artística de los años 20 y del principio de los años 30 concerniente a la corrida se limitaba en aquellos artistas -como en muchos otros- a una visión estética de su espectáculo, soporte privilegiado para todo tipo de proyecciones. Picasso y Leiris entregan entonces en sus obras sus tauromaquias íntimas: para el Malagueño, la lucha del toro metaforiza la sexualidad desaforada, y para Leiris, desde entonces, el lenguaje portador de muerte, al cual el escritormatador de palabras debe enfrentarse. Por otro lado, la corrida ofrece también una dimensión ideológica: es la prueba viviente de ese «ensalvajimiento», según la ocurrencia de George Bataille, apreciado por algunos intelectuales a la búsqueda de un territorio virgen, auténtico, lejos de una Europa aseptizada y materialista: España en Francia es entonces, aún y siempre desde el Romanticismo, considerada como una reserva de fantasmas entre los cuales «Carmen» sigue siendo el síntoma más famoso y la corrida el espectáculo genérico. La corrida pues abre para Leiris y Picasso un espacio mítico privilegiado donde conjugar sus luchas íntimas, un campo estético donde experimentar una escritura/pintura desenfrenada, en la vena surrealista, y un territorio preservado donde regenerarse en su crueldad. La corrida en guerra Una primera fractura en aquella percepción de la corrida se opera al final de los años 30. La guerra civil española saca a Picasso de sus lidias domésticas y le hace volver con dolor a su hispanidad. A principios de 1937, la caída de Málaga, de la cual André Malraux y Arthur Koestler vendrán a hacerle el relato, despierta al pintor al «Sueño y mentira de Franco», título de una obra que desvía el tema taurino y lo vuelve contra el general rebelde. El ataque a Guernica y el cuadro epónimo de Picasso sueltan sobre la intelligentsia sa una bomba pictórica que quebranta su indiferencia hacia la suerte de España. La corrida, de ahí en

adelante y más que nunca, encarna el sacrificio en obra en la tragedia histórica de la guerra civil. El cuadro ilustra este sacrificio por la doble figura, desgarrada-desgarradora, del caballo destripado bajo la mirada del «toro –único vencedor– asaeteando eternamente con sus astas», según Leiris quien ve en el «rectángulo blanco y negro» d e Guernica u na carta de pésame mandada por el pintor. De esta manera Picasso reivindica el recurso a la manufactura de estampas tauromáquica para uso de las posiciones del Rojo que no dejará de ser. En aquel mismo mes de mayo de 1937, Nimes, primera ciudad taurina de Francia, inaugura con gran pompa la llegada de una estatua venida de París, trasladada a causa de la Exposición Universal donde precisamente será instalado el Guernica en el pabellón español. De este toro de bronce, Nimes hace su genio tutelar. En aquella ocasión, la ciudad decide abrirse a los forasteros, colocándose doblemente bajo el signo del toro, por la estatua y por la corrida que es la apoteosis de las ceremonias. La denominación dada al acontecimiento, «Fiestas del toro», recupera la noción festiva que define la corrida en España. La corrida ya no es únicamente considerada en su hispanidad, sino como emblema de una cultura meridional, investida desde entonces de una función identificadora. Rafaelillo, el modelo Un año después, en 1938, Leiris viene a Nimes para volver a ver ahí al matador que le deslumbró duraderamente, después de haberlo visto en Valencia en 1935. Aquel torero, Rafaelillo Ponce, tío abuelo del actual maestro Enrique Ponce, en seguida le inspiró Espejo de la tauromaquia, sus poemas Tauromaquias o Abanico para los toros; del mismo modo le dictó el pasaje central de su obra mayor, L’Age d’homme, y su prefacio ya famoso, La literatura considerada como una tauromaquia en el cual Leiris preconiza que se haga entrar «no fuese sino la sombra del pitón en la obra literaria». Rafaelillo en efecto había provocado en el escritor una revelación, en el sentido religioso de la palabra, y había instaurado de golpe la tauromaquia como «arte ejempla », según sus propios términos. En una de las cartas que hallé de nuevo, dirigidas a André Castel, su amigo de Nimes y revistero ocasional (que se fue a vivir en España en 1955), Leiris escribe, en aquel mismo año 1938: «nunca encontré, en ninguna obra artística y literaria, algo equivalente a lo que sentí en Valencia viendo torear a Rafaelillo. […] Ignoro lo que valía exactamente su trabajo, desde un punto de vista puramente técnico, pero sé que, en mi vida, había experimentado nada parecido.» La presentación de Rafaelillo precipitó sus exigencias literarias que formulaba a Jean Paulhan, en aquel momento patrón de las letras sas: «Una de las grandes interrogaciones que me siguen confundiendo desde hace mucho tiempo es la siguiente: ¿Dónde hallar, en la escritura, algo que sea equivalente a lo que son los pitones para el hacer del torero ? ». Así pues, en vísperas de los acuerdos de Munich, Leiris viene a Nimes con la esperanza de reiterar la experiencia turbadora de ver a Rafaelillo, pequeño de altura pero inmenso por el valor, tirarse entre los pitones, imagen exacta de este «comprometimiento», en la vida como en la escritura, que estaría pronto en el centro de las preocupaciones de los escritores ses enfrentados a la guerra. La corrida, aplazada a causa de una situación política tensa, cobra entonces un sentido nuevo para Leiris, que escribe otra vez a Paulhan: «Esa corrida se ha convertido en algo tan esencial e inmenso como los grandes goces de la infancia cuando uno se pregunta si no le serán negados». La corrida se identifica con los tiempos felices amenazados por el espectro de «la muerte de incalculables miles de hombres y no la de seis toros», y de los cuales es la última manifestación. Rafaelillo se le aparece no sólo como un doble heroico, sino también como una figura de referencia ante la inminencia de la guerra: «me siento un poco como el torero que pierde todo su valor desde la primera herida, escribe una vez más a Paulhan. Conseguirá mantener la figura delante de los novillos pero quedará paralizado al encontrarse frente a tíos. Una guerra, sea cual sea el modo de hacerla ¿no es un auténtico toraco?» De tal modo que siendo un matador que quedaría oscuro con el tiempo, Rafaelillo, que brillaba entonces en plena gloria, entró como figura mítica en la obra del escritor. La lección de valor de Rafaelillo, para quien la victoria del más débil sobre el más fuerte se conseguía gracias a una determinación sin fallo, explica sin duda, más allá de sus reales cualidades de lidiador, el extraordinario éxito de aquel pequeño matador, en vísperas de la

guerra. Su ejemplo animó -y habría que entender este término en su acepción más estricta- a resistir, a pesar del miedo, al monstruo surgido de las tinieblas. Leiris concluye de esta manera un texto corto titulado «Rafaelillo el 9 de octubre en Nimes», y publicado al principio de 1939: «Así, el muchacho enclenque que se parecía a los saltimbanquis y demás seres malditos de las primeras épocas de Picasso […] da a quien quiere ver, una lección de grandeza: nada puede ser válido sino lo que se realiza sin trampa, lo que se hace con toda voluntad y con el alma, domando la materia puesta en obra como debe domarse al toro, antes de la estocada decisiva». La tauromaquia no es solamente un «espejo» al uso de los creadores por su belleza surgida del peligro afrontado, que funda una ética-estética sacrificadora, sino que se encarga de proponer a todos un «modus vivendi» de los tiempos de guerra, «exemplum» de un valor necesario a los escritores, como a toda una generación enfrentada a elecciones vitales, a la prueba calificadora de la guerra. Los reencuentros taurinos o la tauromaquia revisitada. La corrida, « Eldorado » de los tiempos sombríos Cuando la guerra, la afición a los toros se vive en negativo, como los placeres de los cuales uno está privado. Durante los días negros de la Ocupación, la corrida toma, según la expresión de Leiris, el cariz de una «Edad de oro» que se confunde con la de la paz. El mismo Picasso observa un duelo pictórico tauromáquico, del cual no sale sino para pintar «naturalezas muertas (hay que dar al término todo su sentido) con cráneo de toro», o para declinar en 21 dibujos su momento favorito, la suerte de varas: en ella la violencia de los tiempos se expresa a través del choque del picador enfrentado al toro obscurecido con tinta china mientras calaveras están mirando desde sus órbitas al animal vencedor del jinete. El 5 de agosto de 1940, va copiando minuciosamente «divisas» taurinas, propias de cada ganadería, como un alumno escribiendo «renglones», para exorcizar con este alfabeto la angustia de haber perdido un lenguaje esencial. En 1942, se divierte juntando un manillar y un sillín de bicicleta para hacer una cabeza de toro. Leiris, por su lado, mantiene su nostalgia evocando con Castel, el amigo de Nimes, iconos extrañamente nombrados: Niño de la Palma, Gitanillo de Triana, El Estudiante, Rafaelillo, o, de una manera más clásica, Joselito, Belmonte, Ortega, y por fin Manolete, de cuyos prodigios llega a Francia un eco lejano a través de la prensa especializada. Leiris sueña incluso con las corridas celebradas en París en aquel mismo estadio del «Vel’ d’Hiv’», donde un mes antes, las redadas habían acorralado a 16.000 personas antes de llevarlas a la muerte. Con el tiempo, las preocupaciones taurinas de los dos amigos parecen ligeras, incluso fuera de lugar, por aquellos días en los que se estaba hundiendo todo lo que les importaba. Sin embargo pueden entenderse como una necesidad de responder, de una manera fútil, gratuita, y disparatada a una situación trágicamente loca. La corrida prohibida a causa de la guerra se convierte en un paraíso perdido donde los golpes bajos están proscritos y descalifican la victoria de quien los asestó: mencionarla permitió a los dos hombres aguantar o mantenerse cuando códigos y marcas estaban pervertidos. El renacimiento taurino Los habitantes de Nimes salieron lastimados de la Ocupación. Tanto es así que se precipitan febrilmente hacia el corazón de su ciudad dolida, su Plaza de toros donde celebrar con la misa taurina la reconciliación de los hombres. La afición a los toros es efectivamente una pasión federadora, más allá de las divergencias ideológicas, sociales o afectivas. De tal modo que, al unir de nuevo en su espacio concéntrico y alrededor de los toros a una población no hace mucho despedazada por la guerra, la Plaza le permitió volver a coger el hilo de una historia común. La verdadera resurrección tauromáquica ocurre el 9 de junio de 1946. Por primera vez en la historia taurina de la ciudad, se añade a la corrida otras manifestaciones. Las festividades celebran el retorno a la paz, la fe en un futuro caluroso y triunfante. Rehabilitan plenamente la función lúdica y suntuaria de la corrida, borrando los años de penuria material y moral. Lejos del salvajismo a menudo imputado a su espectáculo, la corrida recuperó entonces una función civilizadora, dotando a la colectividad de un sentimiento de libre pertenencia a una cultura, más allá de los nacionalismos que acababan de devastar a Europa, y sublimando en el marco estrecho de su rito y la sintaxis de su arte, la muerte dada poco tiempo antes de manera tan bárbara. La función mítica de la corrida, ampliamente analizada por Leiris, (consagrar la victoria

del héroe sobre el monstruo), recobra plenamente su sentido después de la guerra cuando, frente al terror sombrío, la determinación de las democracias venció. En Francia, el cierre de las fronteras con España impone por entonces, en los carteles, a matadores mejicanos. Fermín Rivera es el gran triunfador de las corridas de la Liberación. Leiris acudió a Nimes, también, para celebrar el reencuentro taurino: si Rafaelillo provocaba antaño la emoción del peligro visiblemente rozado, Rivera, por el contrario, suscitaba una diferente, nacida de su maestría tranquila, de la serenidad de los lances. Leiris, en su Diario, anota entonces: «¿Belmonte no había alterado el toreo introduciendo en él una especie de patético beethoveniano? ¿El estilo de Manolete no es –al llevar hasta el colmo la inmovilidad tancredista- sino un regreso a la facilidad, a la ligereza que eran (según lo que creo) cualidades impresionantes en Joselito?» Un alivio nace ante la aparente facilidad del toreo jubiloso de Rivera, lejos de la valentía ostentosa y trágica de un Rafaelillo. Además, la evolución del toreo, lejos de la lidia brutal de antaño, privilegiando la maestría estética, colma las esperas de un público traumatizado por la violencia asesina de un pasado reciente. Una necesidad urgente de ver la vida con colores por fin vivos explica el entusiasmo por Rivera. En aquel Apolo vestido de luces, la multitud celebró a quien le devolvía su unidad y el valor impasible cuyo precio todos acababan de medir, a veces incluso a la luz de su propio fallo. Así, después de la guerra que «desciviliza» a sus actores e introduce violentamente una ruptura en el orden humano, la tradición taurina reinvestida permitió reemprender el curso del tiempo donde se había parado. Al desorden asesino, sucede la regeneración de una lidia a muerte, codificada, salutaria, trasmutada en arte. Picasso, incitado por Leiris, vuelve a encontrar a su vez el camino de las plazas, abandonado desde hacía más de una década. Tras la Liberación, se estableció cerca del Mediterráneo, donde volvió a encontrar su espacio original, para vivir ahí un amor compartido y una paternidad triunfante. Sabe que su país le está prohibido, y la fiesta brava vivificará en adelante una hispanidad, definitivamente cortada de su manantial. Picasso, encontrándose con el matador «Parrita» en Nimes, confía de este modo su goce a un periodista: «Es maravilloso... Sí, tengo la impresión de encontrar de nuevo a mi país ». Pues la corrida representa también ese lugar de una hispanidad viva en el exilio, no sólo para su más famoso representante, o para sus amigos que le acompañan en Nimes a las corridas, los pintores Manuel Angeles Ortiz u Óscar Domínguez, sino también para los miles de trabajadores españoles instalados en la región, por motivos económicos o políticos. En aquel fin de los años 40, intelectuales y artistas harán pública su pertenencia ideológica y su hispanofilia mostrándose al lado de Picasso, en los tendidos de las plazas meridionales. A lo mejor se justifican de esta manera de su mala consciencia por no haberse comprometido lo suficiente cuando era el momento… Leiris se divierte entonces escribiendo reseñas técnicas para un periódico local de Nimes y redactará un comentario para la película pedagógica La Corrida de toros: es una manera para él de volver por fin a la realidad de la tauromaquia. En cuanto a Picasso, los toros de la plaza real suplantan entonces a sus hermanos fantasmáticos y mitológicos de antaño. Las hazañas con las banderillas de los mejicanos, y particularmente de Carlos Arruza, le impresionaron. Tanto es así que se pone a fijar en el ruedo de sus lienzos o de sus alfarerías, esta suerte d e excelencia, que es también el momento de alegría de la corrida, mientras que varas o estocada tienen siempre un carácter innegablemente trágico. Multiplica entonces las variaciones en torno al toro-fetiche, sobre soportes proporcionados por nuevos procedimientos: litografías y cerámicas cantan el reencuentro del pintor con su fiesta nacional. La terracota, de esencia mediterránea, es el material apropiado para esas corridas más bien sol que sombra: estas obras de tonos resplandecientes, dan un papel primordial al sol en la dicotomía luminosa de la plaza, testimonios de una felicidad recuperada. Si el picador se presta todavía a las proyecciones del artista, sin embargo, después de 1945, su gestualidad pictórica se parece más a la realidad del hombre proyectado fuera de su montura para castigar al toro, que a los enlaces lascivos de las obras de antes de la guerra. Las corridas, antes brindadas en el lienzo de una intimidad exhibida, desde 1947 son cogidas como in praesentia, como los pictogramas fulgurantes de la Tauromaquia, breves momentos de vida fijados en la hoja. Las famosas copitas del Museo de Ceret traducen la fiesta y la unión de los hombres en la corrida ceñida en el espacio estrecho del objeto de terracota. El ojo, motivo recurrente de las obras de este periodo, erotiza la tauromaquia en que todo es cuestión de miradas, de visiones más que de

vistas, y da testimonio sobre todo de la presencia activa del espectador Picasso. Así, en la década de la posguerra, como Leiris y Picasso, artistas como Jean Cocteau, Jean Dubuffet, los escritores Jean Paulhan, Georges Bataille o el poeta Blaise Cendrars se apresuran en los tendidos de las plazas, celebrando ahí el retorno a los placeres compartidos, reconociendo en el arte del diestro luminoso la imagen misma de su propia condición. En la lidia de muerte bajo el gran sol, se liberan del horror de las matanzas oscuras de un pasado reciente, todos serenados por el hecho de que, según las últimas palabras de la película La Corrida de toros ( La Course de taureaux, 1951), escritas por Leiris: «Frente al toro siempre renaciente, habrá siempre, para el triunfo o para el fracaso, un nuevo torero».