Índice Portada Sinopsis Cita Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Créditos Nota de prensa
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SINOPSIS
El matrimonio de Sarah es un fracaso, pero ella no renuncia a este ya que le aporta comodidad y estabilidad económica. ¿Qué sucederá cuando un amor de su pasado vuelva a irrumpir en su vida para desordenarlo todo?
Si los celos son señales de amor, es como calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta. M. DE CERVANTES
CAPÍTULO 1
Karen Gilnet recibió la tarjeta de manos de su secretaria y primero pasó los ojos por ella sin darle importancia alguna. De súbito sus ojos se agrandaron y los alzó hasta el rostro impasible de su secretaria. Su voz tenía una ligera alteración al preguntar: —Dice usted que ese señor... desea verme. —Así es, señorita Karen. —Hum. Y volvió a asir la tarjeta entre sus finos dedos dándole varias vueltas ante sus pensativos ojos. —Bien, hágale pasar. Pero, dígame, ¿ha preguntado por mí directamente? —No —apuntó la secretaria—. Primero preguntó por la señorita Sarah. —Ya... Y usted le habrá dicho que no trabaja aquí... —Eso precisamente he dicho. Después preguntó por usted y como dudaba..., me entregó esta tarjeta para que se la hiciera pasar. Karen leyó sin abrir los labios ni parpadear:
«CLIFF CLAXTON»
Arrugó un poco el ceño. Pero después decidió resueltamente: —Hágale pasar.
La secretaria se fue y Karen se quedó contemplando absorta la tarjeta. En aquel momento no pensaba en Cliff Claxton en modo alguno. Es más, ni por la imaginación se le había pasado en aquellos dos últimos años. De repente un montón de pensamientos cruzaban su cerebro y no resultaba grato para ella pensar tanto en su pasado... Pero Cliff estaba allí, a dos pasos de su despacho y no era cosa de negarle el derecho a verla. Casi en seguida se abrió la puerta y apareció un hombre alto, fuerte, de pelo castaño y ojos negros. Vestía un pantalón beige de tela gabardina, un polo del mismo tono y una cazadora de ante corta, sin pasar la cremallera. Llevaba la camisa medio abierta y se le veía el pecho velludo y fuerte y una cadena corta, con un medallón raro, de plata ahumada. Tenía el pelo semilargo, sin ser melena ni mucho menos, una frente despejada, la piel curtida, morena, una boca de largos labios y al sonreír tibiamente mostraba unos dientes no muy largos, pero cuidados y blancos. Karen, que se hallaba tras su mesa de despacho, se le quedó mirando con una ceja alzada. En dos años Cliff no había cambiado demasiado. Seguía usando el mismo medallón, tenía los cabellos lacios igual y los ojos eran apacibles y de expresión serena como siempre. —Hola, Karen —saludó él con la mano extendida. Karen alargó la suya y Cliff se la apretó vigorosamente. —Cliff, quién iba a contar contigo... ¿De dónde procedes después de dos años? —He recorrido medio mundo haciendo de corresponsal. Hasta me metí en buenos líos, pero ahora he sentado la cabeza, me ofrecieron plaza en un buen periódico de Cleveland y aquí me tienes de director... No sé si aguantaré demasiado, pero de momento me quedó para dirigir ese periódico. No te he preguntado qué tal estás, Karen. ¿Te has casado? Karen se echó a reír. —No tengo madera de casada. Siéntate, Cliff —se levantó ella y Cliff se sentó
—. ¿Qué quieres tomar? —se acercó a un mueble bar y abrió las dos puertas—. ¿Whisky o brandy? —Si no te importa prefiero un whisky sin soda ni hielo. Ya sabes cómo lo tomo yo. —De acuerdo. Le sirvió un whisky y se lo entregó, yendo luego a sentarse de nuevo tras la mesa, y jugando algo nerviosa con un lapicero. Cliff, con el vaso entre las manos, miró en torno. —Oye, me dicen tus secuaces que Sarah no está. ¿Y eso? ¿Por qué ha dejado el trabajo? Era tu mejor diseñadora... ¿Acaso le han ofrecido algo mejor en otra parte? Karen pensó decírselo de sopetón y casi bruscamente para acabar en seguida. Pero ella estimaba a Cliff. Dos años antes Cliff pasaba casi todos los días por su despacho, e incluso por sus aficiones al dibujo él ayudaba a Sarah a trabajar en su estudio. Muchas veces se lo tenía dicho ella a Sarah: «No me gusta que tu novio entre tanto aquí». Sin embargo, ella le tenía simpatía a Cliff. Era un aventurero, cierto, ansioso de aventuras sin fin, pero en el fondo era un chico excelente. Sin esperar respuesta Cliff añadió, ajeno a lo que pensaba Karen: —Voy a hacer grandes reportajes de todo lo que he visto por esos mundos, Karen. Creo que gustarán... Hasta estuve preso por entrometido y anduve más de una vez entre tiros de metralleta. El mundo está bastante revuelto y yo no dudé en meterme en muchos de esos líos, pero traigo experiencias importantes. Tanto las negativas como las positivas son interesantes en todo momento. Escribiré cosas de lo que he visto y espero que interesen al público lector. Bebió un trago de whisky y sacó del bolsillo superior del polo cajetilla y mechero.
—¿Quieres? —ofreció—. Es tabaco negro. Karen abrió una caja y mostró cigarrillos rubios del que tomó uno. Cliff le dio fuego y los dos fumaron mirándose. —¿Me has dicho ya dónde anda Sarah? —No... No te lo he dicho, Cliff.
* * *
Hubo un silencio entre ambos. Karen hubiera querido estar sola para levantar el teléfono y comunicarse con Sarah. Le gustaría saber lo que deseaba Sarah que ella le dijera a Cliff. Pero no era posible. Primero porque era muy temprano y tal vez James estuviera aún en casa. Y segundo porque no sabía aún si debía hacerlo. Al fin y al cabo Sarah era su mejor amiga además de haber sido su más importante colaboradora, y Cliff no dejaba de haber sido tan solo el novio de Sarah... ¿Novio? Bueno, lo que fuera. Un amigo entrañable, sí. Un chico que anduvo con Sarah, un día sí y dos no, durante tres años. ¿Cuántos años tenía Sarah cuando empezó a trabajar en su casa de modas? No más de dieciséis y al poco tiempo ya apareció Cliff en su vida. Después, un día Cliff se despidió por las buenas. Dijo adiós y que no sabía cuándo volvería ni siquiera si lo haría. Y Sarah lloró allí mismo, en aquel despacho. Después todo se fue apaciguando y a los pocos meses apareció James durante una fiesta a la cual acudieron las dos.
—Bueno —decía Cliff, ajeno a los pensamientos de Karen—. Realmente vine a buscar a Sarah. Después de dos años, supongo que estará tan guapa como siempre. —Sarah nunca fue demasiado bella —apuntó Karen con el fin de ganar tiempo —. Aunque reconozco que sí sumamente atractiva. —A mí me gustaba mucho. —Pero te fuiste —saltó Karen brevemente. Cliff se alzó de hombros. —Si no me fuera sería siempre un resentido, un frustrado. Tenía que irme para verme a mí mismo, para conocerme mejor, para pelearme con el mundo y la noticia sangrante. Ya me entiendes, ¿no? No demasiado. Karen pensó un montón de cosas, pero solo dijo una. —De todos modos Sarah ya no trabaja aquí. —Eso me lo ha dicho tu secretaria. Por eso insistí en verte a ti. Si no trabaja aquí siendo tan amigas como erais sabrás dónde anda ahora. Karen fumó aprisa. Estuvo por espetarle la verdad en una o dos palabras. Pero prefería consultar antes con Sarah. No sabía cómo hacerlo. Estando delante Cliff no podía, y mandarle marcharse sin darle una respuesta más o menos aceptable, tampoco le parecía correcto. Además, entendía que tal cual estaban las cosas en aquel momento en la vida de Sarah, lo mejor era que no apareciera Cliff en su vida. Vio cómo Cliff cruzaba una pierna sobre otra y fumaba expeliendo el humo con lentitud.
Karen pensó que Cliff nunca fue un conquistador ni un falso, ni siquiera un picaflor. Pero sí era un hombre algo desconcertante. Nunca se le conocía bien. Nunca se sabía por dónde iba a salir ni lo que iba a hacer. Ella se lo decía a Sarah mil veces: «Ten cuidado. Cliff no es hombre que se detenga en un mismo lugar demasiado tiempo. Anda demasiado solo y la vida para él es inquietud. No es de los que se casan». —Ahora —decía Cliff sin penetrar en los pensamientos de Karen— me voy a quedar aquí un cierto tiempo. Tal vez para toda la vida. Todo depende si ser director me ilusiona o me aburre. Pero creo que puedo renovar muchas cosas y eso me entretiene. Me dan carta blanca. Voy a hacer de ese periódico el más polémico y leído de Cleveland —y sin transición—: He llegado aquí hace dos días y después de instalarme en mi antiguo apartamento, que por cierto tenía polvo de dos años por todas partes, decidí venir a ver a Sarah. No debo decir y no lo digo, que durante estos últimos años fue el recuerdo de Sarah una pesadilla, pero sí digo que alguna vez la recordé y siempre lo hice con sumo agrado. —Tú y Sarah —dijo Karen con un cierto raro acento legasteis a una absoluta intimidad. Cliff pareció asombrarse. —¿Te lo dijo ella? —Te lo pregunto yo a ti. —Bueno, bueno. Ya sabes, entre jóvenes... Un hombre y una mujer siempre tienen cosas que decirse y que sentir. Uno no tiene por qué reprimirse. —Te refieres al hombre y a la mujer. —Claro, por supuesto. Y como terminaba el cigarrillo, fue a aplastarlo en el cenicero de bronce que había sobre la mesa. —Tú sigues donde siempre —apuntó sin esperar respuesta de Karen—. Y además libre y soltera. ¿Sin compromiso?
—Los que me obliga mi negocio de modas. —¿Qué fue de Sam? Estaba loco por ti. Karen no pudo por menos de sonreír. —Sam sigue siendo mi mejor colaborador, pero en el negocio tan solo. Buenos amigos, excelentes camaradas, pero ya sabe Sam que de ahí no paso. En aquel instante se abrió la puerta y apareció la corpulencia de Sam diciendo: —Karen, tengo que consul... —de súbito vio a Cliff—. Muchacho, ¿tú aquí? ¿Cómo es eso, Cliff? ¿Cuándo has vuelto? Y como Cliff se levantaba rápido, Sam lo abrazó con toda su potencia corporal que era mucha. Karen se agitó. Se dio cuenta de que lo que ella callaba lo iba a soltar la inocencia de Sam en cualquier momento. Por eso interrumpió el entusiasmo de los dos hombres exclamando: —¿Qué deseas, Sam? Pero Sam no le hizo caso. Separaba a Cliff de sí murmurando: —Estás sapote, Cliff. Y fuerte. Da gusto verte. ¿Dónde te has puesto tan moreno? En esos viajes relámpago tuyos, ¿no? Apuesto a que te has metido en más de un lío periodístico. —En algunos, por supuesto. —¿Cuándo has llegado? —Hace dos días... Ahora he venido a buscar a Sarah. Karen volvió a interrumpirlos diciendo a Sam:
—¿Qué deseabas, querido amigo? Sam no le oía. Miraba a Cliff asombrado. —¿Sarah? —repitió—. Pero ¿no te ha dicho Karen que se ha casado? Cliff miró a Karen con expresión fiera. Karen se mantuvo inmóvil, algo rígida tras la mesa. Sam miraba a uno y a otro desconcertado. —Diantre, como siempre, creo que he metido la pata. Y se iba. Ni Cliff ni Karen repararon en su huida. Se seguían mirando ambos interrogantes.
CAPÍTULO 2
Sarah se tiró del lecho y se puso la bata sobre el pijama de raso azul celeste. Buscó a tientas las zapatillas. Después salió de la alcoba y se dirigió al salón. Se miró al espejo de la consola y como llevaba el cepillo en la mano se cepilló el negro cabello con cierta fiereza. Sentía a James andar por el baño y miró la hora. Las nueve y media. Milagro que James se retrasaba tanto. Casi siempre salía de casa a las nueve menos diez. Seguramente se había dormido. Suspiró y fue hacia la cocina dispuesta a pedirle a Rose una taza de café. Encontró a Rose manipulando ante el fogón. —Buenos días, Rose —saludó. La muchacha de servicio giró la cabeza. —Buenos, señorita Sarah. He puesto el servicio en el comedor. Supongo que el señor estará levantándose. Un poco tarde hoy, ¿verdad? Sarah asintió. No tenía expresión de mujer feliz, pero eso ya lo sabía Rose casi desde el principio, pues ella siempre estuvo al servicio de James Robertson y cuando aquel se casó, pensó que sería mejor tener en casa una señora. Pero se dio cuenta en seguida de que la tal señora era estupenda, pero no era precisamente feliz con su marido. —De todos modos, si me das una taza de café, me lo tomo aquí mismo —dijo
Sarah, interrumpiendo los pensamientos de Rose. La aludida se apresuró a preparar el café y se lo entregó a su ama. Sarah lo tomó a pequeños sorbos. —Tal vez eso le quite el apetito. Sarah reflexionó. Después dijo como añorando otros tiempos: —Cuando era soltera y vivía sola, lo primero que hacía por las mañanas era prepararme una taza de café, luego fumaba un cigarrillo y después me daba una ducha y me iba al trabajo. A media mañana salía hacia la cafetería de enfrente y tomaba un café con leche y un bollo. Rose pensó que ella era la sirvienta del señor antes de casarse aquel, pero si a la sazón le preguntasen a quién apreciaba más, diría que a la señora. Sarah era una muchacha sencilla, buena y comunicativa. El señor seguía siendo un poco hurón y más silencioso que una planta silvestre. Se oyó un ruido en el comedor y Sarah siseó: —Ya tienes al señor en el comedor. Será mejor que le sirvas el desayuno en seguida. Hoy se ha retrasado y sabes que no le agrada retrasarse. Su fábrica de pienso no funciona si él no está presente. Al menos él lo piensa así. Dicho lo cual se alejó a paso elástico. No se fue hacia el comedor. No tenía ningún deseo de ver a James. La noche anterior le armó uno de sus numeritos y maldito lo que le apetecía volver a iniciarlo o continuarlo. Se fue a su cuarto, separado por una puerta del de su marido. Pero el baño lo compartían los dos, y para evitarse tropezar con James, fue por lo que salió. Como en aquel momento se imaginaba el baño vacío, se fue directamente a él. Miró la puerta de comunicación. Estaba abierta y la cerró con brusquedad.
Ni siquiera recién casada ocupó el cuarto de su marido. Las cosas se torcieron el mismo día que se casaron. Se lo esperaba ella. Pero no tanto. Esperaba algunas preguntas y pensaba que James se conformaría con las respuestas. Ella no se anduvo con mentiras ni inventó historias espeluznantes. Dijo la verdad escueta: «Tuve un novio. Eso fue todo». Peor que peor. James dio patadas en el suelo y puñetazos en el aire. Y dijo una sarta de insultos insoportables e imperdonables. De ahí nacía todo. Estaba pensando que un día cualquiera dejaría a James plantado. Desde luego, le quería, pero no le amaba con amor de mujer. No obstante, dado lo sencilla y normal que era ella, de haberse comportado James de otro modo más comprensivo, seguro que ella llegaría a amarlo de verdad. Mientras se perdía desnuda en la ducha bajo el chorro de agua a presión que mojaba desde sus cabellos a sus pies, evocó un montón de cosas. Karen y ella habían ido con Sam a una fiesta. Iban frecuentemente en aquel tiempo, y en una de aquellas noches conoció al potentado. Pensó que James le convenía. Estaba harta de estar sola y una compañía masculina, a falta de Cliff, no le sería despreciable. De haber tenido familia, madre, padre, abuela o algún pariente, seguro que ella sería una muchacha de vida familiar, pero a los dieciséis años falleció su padre, que era lo único que le quedaba ya, y dejó el pensionado seglar donde se educaba. Decidió encontrar trabajo y como le gustaba mucho dibujar, entró en una casa de modas de ayudante de diseñadores. Allí pasó un año, al cabo del cual fallecía el dueño de la casa de modas y todo pasaba a poder de su hija Karen. Karen y ella se hicieron amigas desde un principio. Karen tenía cinco años más que ella, pero la edad no hace la amistad, así que nada más hacerse cargo Karen del negocio, le ofreció un puesto de diseñadora y entre las dos
hacían verdaderas monerías modernas que luego en los talleres convertían en modelos preciosos. Fue cuando conoció a Cliff. Sacudió la cabeza bajo el agua. Prefería no recordar aquello y eso que de aquello precisamente partía todo lo demás. Pero mejor era marginarlo de su mente y pensar en cómo se casó con James. Tenía veinte años justo cuando ya se sentía vieja y cansada, por lo tanto conocer un pilar como James consideró ella que era la culminación para evitar más soledades. Se lo dijo a Karen a media voz: «James, ese potentado de los piensos, me hace el amor. Creo que va directo al matrimonio». Karen estuvo de acuerdo. «Es joven —le dijo Karen—, pero está chapado a la antigua. No entenderá muchas cosas. Ten cuidado.» Empezó a aceptar las invitaciones del potentado. Un día James la llevó a su casa y le presentó a Rose, su sirvienta de confianza. Le fue simpática Rose y le gustó el lujoso piso donde habitaba James. Tampoco el mismo James era despreciable como hombre. Tenía tal vez treinta años y era bien parecido, esbelto, de pelo rubio y ojos azules. Además, tenía dinero. ¿Por qué despreciar aquella oportunidad de formar una familia? Dejó de pensar y salió del baño. Se envolvió en un albornoz de felpa y se golpeó el cuerpo con las palmas de las manos. Después, aún sin despojarse del albornoz, asió el secador de mano y empezó a dar forma al negro cabello que peinó con una melena corta y muy graciosa.
Sus ojos grises se fijaron en su propia imagen reflejada en el espejo. Pensó: «El negro de mi pelo y el claro de mis ojos, forman un contraste delicioso. No soy bella, pero soy sumamente atractiva». Curvó los labios en una sonrisa desdeñosa. No le servía de mucho ser atractiva. El tener veintidós años. Porque sí, llevaba dos casada. Dos años durante los cuales apenas si vio a Karen ni a nadie de sus antiguos conocidos. Vivía como recluida. Y, por supuesto, la primera condición que puso James antes de casarse fue que tenía que dejar el trabajo. Lo hizo, claro. Entre ser la esposa de un tipo atractivo y rico, a vivir sola e ir todos los días al trabajo, la elección fue obvia. Pues le pesó en seguida.
* * *
—Sarah, ¿estás ahí? Salió del baño aún descalza por la moqueta y después de dejar el secador sobre el soporte. Su pelo ya estaba seco y formando una graciosa melenita semicorta. Desnuda bajo el albornoz se plantó en su cuarto y miró a James. Él, como siempre, tenía el rostro fruncido. Los ojos como perdidos bajo el peso perezoso de los párpados. —¿Qué deseas, James? —preguntó, amable.
Ella nunca perdía la amabilidad para hablar con su marido. James frunció más el ceño. —Espero que no salgas. —O sea, como todos los días a quedarme aquí aguardando por ti. —Vendré temprano y te llevaré a comer —dijo de mala gana. —¿No crees que debemos hablar? —¿De qué? —De nuestra situación. Él apretó los labios. —¿Qué de raro tiene nuestra situación? —Oh, tú lo sabes. Todos los días armas la polémica. ¿No podías parar ya? Después de dos años, sigues pensando que puedo engañarte con el primero que pase. Y no te das cuenta de que de querer te habría engañado ya hasta con el fontanero. James dio una patada en el suelo con suma impaciencia. —Ya nos conocemos —dijo, alterándose nuevamente—. Ya hemos discutido bastante el asunto. Las cosas están así y así han de aceptarse, pero no será porque yo esté de acuerdo. Las cosas se hablan claras, y antes de casarte debiste decírmelo. —Cuando me lo has preguntado no te lo negué —dijo Sarah sin alterarse en absoluto. —Y te parece bien. —Ni bien ni mal. También tocamos ese asunto miles de veces en estos dos años. Yo lo tengo todo olvidado, pero con tu actitud, lo revives a cada instante. He tenido un novio, ¿qué pasa? Eso fue todo.
James empalideció de ira. —¿Todo? Y su voz parecía atronadora. —Cuando existe amor de por medio, las cosas son naturales. Eso es lo que opino yo de mí misma. Pero ya sé que tú tienes otro concepto de las cosas. Podías culparme de algo concreto si ahora que estoy casada contigo te fuera infiel. No te lo soy. Ni quiero ni tú me das oportunidad a que te lo sea, pero si las cosas siguen así, un día me iré de esta casa y no volveré más. Estoy hasta la coronilla de tus celos infundados. Además, si tanto te repugna lo ocurrido, ¿por qué me buscas cuando me deseas? —Tú no estás arrepentida de nada —le gritó, exasperado. —No —replicó Sarah sin inmutarse—. Para mí cuenta la vida desde que te conocí en adelante. Para ti, en cambio, cuenta mucho antes. Y no tienes derecho. Aquel trozo de vida era mío, no tuyo. Yo no te había conocido a ti, por lo tanto a nada estaba obligada contigo. —Pero fuiste de otro antes que mía. Sarah se impacientó. —¿No hemos discutido eso aún ayer? Mira la hora que es. Llegarás tarde al trabajo. James dulcificó un poco la voz: —Sarah, yo te quiero, pero... —apretó las mandíbula— hay cosas que no soy capaz de olvidar. —Tanto peor para ti, James. —Y para ti, que sufres las consecuencias de mis rabias. —De tus celos infundados. ¿Qué temes? ¿Que regrese el fantasma? —Ahora no puedo detenerme, pero ya volveré a almorzar y hablaremos de eso.
—¿Otra vez? ¿No crees que ya va siendo hora de que organicemos nuestra vida al margen del pasado? —Tú eres la culpable, por eso te es difícil. Yo fui el engañado. Se iba. Sarah no pensó retenerlo. Ya desde el umbral, él se detuvo y dijo a gritos: —No salgas, ¿eh? Si tienes que salir llévate a Rose. —La carabina. ¿No crees que eso ya pasó de moda? La apuntó con el dedo enhiesto: —Te digo que sola, no. Con Rose. Sarah bostezó. Estaba presa en aquella jaula de oro. Un día u otro se cansaría, dejaría a James y sus riquezas, sus manías, sus súbitos arrebatos pasionales y se iría a vivir su vida. James dio la vuelta súbitamente, se acercó a ella en unas zancadas y la asió por la nuca, besándola en la boca con desesperación. Después se fue y Sarah se quedó, como casi siempre, tambaleándose. James era así. Tan pronto apasionado como un salvaje, como un acusador insoportable. Se fue al baño de nuevo y procedió a vestirse. Lo hizo con calma. No tenía ninguna prisa porque casi nunca salía de casa. Sola jamás, o con Rose o con él... Estaba a punto de reventar.
CAPÍTULO 3
—Karen —decía Cliff, atragantado—, ¿por qué te lo callabas? Karen respiró mejor. Encendió un nuevo cigarrillo y se echó un poco hacia atrás en el sillón giratorio. —No me lo has preguntado. Además, ¿quién soy yo para decirte lo que no parecía curiosidad para ti? —El hecho de venir a ver a Sarah dice algo, ¿no? —Se puede venir a visitar a una amiga, sin importar que esta esté casada. —¿Cuándo se casó? —Hace dos años... —¡Cielos! A poco de irme yo. —Justo. —Y te parece normal. ¿Qué ocurriría si yo viniera dos meses después? Karen no se inmutó demasiado, Puestas las cartas boca arriba, ya no tenía por qué andarse con medias frases. —La habrías encontrado aún soltera. Pero a los seis meses de irte tú, sin dar señales de vida, ella conoció a un hombre que le convenía y se casó. Al fin y al cabo no sé yo que antes de irte le dieras palabra de volver. Ni siquiera hablaste con ella referente a vuestras relaciones con el fin de prolongarlas en un futuro más o menos largo. ¿Me equivoco? —¿Te habló Sarah de eso?
—Te lo pregunto yo a ti. Cliff se quedó mirando al frente pensativo. —No —confesó—: No dije a Sarah nada de volver. Ni mencioné nuestras relaciones para el futuro. Yo entiendo que el futuro no existe. Coges el presente cuando te apetece y se acabó. —Tal vez te convenga saber que Sarah no tiene el mismo concepto de la vida. —No creo que los conceptos tengan nada que ver con esto. —Es muy posible. Pero si algo quieres aclarar, será mejor que lo hagas con ella. —¿Dónde vive? Karen entrecerró los ojos. —Veo a Sarah muy de tarde en tarde, pero lo poco que la veo, no me parece dispuesta a recibir nada referente al pasado. Su marido es un tipo particular. No le agradará verte por la vida o el entorno de su mujer. —Sarah y yo fuimos excelentes amigos. Nada nos pedimos en concreto, pero nos lo dimos todo. —Y eso para ti no tiene más que una relativa importancia, ¿no? —La he recordado, y ahora que vuelvo, vengo a visitarla. ¿Te parece poco? —Yo no sé nada de nada. Es decir, sí sé que tú y Sarah fuisteis íntimos amigos. La palabra intimidad abarca mucho, ¿no? Para ti Sarah debió ser solo una mujer con la cual lo pasabas bien. ¿Mediste los sentimientos de Sarah y los tuyos? Cliff encendió un cigarrillo con precipitación. Fumó muy aprisa, nerviosamente. —Sarah nunca me pidió que me casara con ella. —¿Y tú se lo pediste a ella?
—Claro que no. No creo que para vivir feliz sea imprescindible un contrato matrimonial. —Esa es la diferencia entre tú y ella. Ella sí lo creía imprescindible puesto que se casó. Tú esperabas tenerla aquí a tu regreso. Cliff arrugó el ceño. Después dijo como si se diera una razón a sí mismo: —Yo quise mucho a Sarah y la sigo queriendo. —A tu manera. —¿Y qué otra manera hay de querer? —No sé. Pero se me antoja que Sarah buscó esa otra manera. —Casándose. ¿Dónde va nuestro amor? Yo te digo que la quería. Fuera a mi manera o a la manera equivocada que tú consideras, yo de cualquier forma que fuera amaba a Sarah y la sigo amando. —Yo no soy nadie para hacerte reproches, Cliff. Tal vez Sarah te haya comprendido mejor que yo. Pero de todos modos, llegas bastante tarde. —¿Es feliz en su matrimonio? Karen entendía que era todo lo contrario. Pero no estaba ella autorizada a meterse en tales honduras. —No lo sé. Cuando aguanta dos años casada será que lo es. —Esa es una razón ambigua. —Y yo no puedo darte otra. No estoy dentro de Sarah. —¿La ves con frecuencia? —No.
—¿Has dicho que no trabaja? —Eso he dicho. —¿Es rico su marido? —Tú, tan relacionado como estás o estuviste en Cleveland, sabes quiénes son ricos y menos ricos. Se trata de James Robertson... —¿El de los piensos? —Ese. —Oh, es el hombre menos capaz de hacer feliz a una muchacha tan estupenda como Sarah. —Pues ve y díselo a él. Te aconsejo que a Sarah no la busques. En cambio tal vez salieras malparado si fueras a decirle a James que fuiste el novio de Sarah. —Es de suponer que ya lo sepa. Que la misma Sarah se lo haya dicho. —Eso es mucho suponer —replicó Karen, ambigua—. De todos modos yo no te lo puedo aclarar, pero si me pides mi parecer, me atrevería a decir que Sarah no dijo nada referente a ti. James es conocido como fabricante de piensos, pero tú como periodista polémico nunca has pasado inadvertido en Cleveland. —No hace falta que me digas dónde vive —manifestó Cliff, levantándose y alisando las arrugas del pantalón—. Me será fácil pillar un listín de teléfonos y buscar a Robertson. Lo demás es fácil. Karen fue tras él hacia la puerta. —De todos modos, si quieres comunicarte con Sarah, te aconsejo que no la visites. Mejor es que la llames por teléfono. —Adiós, Karen, y gracias por los informes.
* * *
Rose apareció en la puerta del cuarto de su ama diciendo: —La llama por teléfono la señorita Karen. —Ah, pasa aquí la comunicación, Rose. Gracias. Rose se fue y Sarah se levantó del taburete situado ante el tocador y se fue hacia un sillón cercano a la telefonera. Levantó el auricular y preguntó con una voz queda y profunda, muy personal: —Dime, Karen, buenos días. ¿Qué cosa ocurre? —No te decides a volver al trabajo, ¿verdad? —Eso me lo has preguntado mil veces en estos dos años. ¿Sabes lo que te digo, Karen? De buena gana volvía, pero James no me lo permite. Las cosas entre nosotros no andan demasiado bien. James es un celoso empedernido y, como sabes, nunca me disculpó aquello... Tú tenías razón cuando me hice novia de él y me advertiste que estaba chapado a la antigua. Pues yo creo que aún es más que eso. Parece que nació cuando mi bisabuela. Ya en aquella época había hijos naturales, pero aquella que tenía la suerte o desgracia de tenerlo podía darse por olvidada de la sociedad. Una injusticia soberana, pero James nunca entenderá eso. —¿Por qué no te divorcias? —preguntó Karen, enojada—. Entiendo que no tiene por qué meterse James en tú pasado. Lógico sería que se metiera si le fueras infiel ahora. Pero lo que hayas hecho antes de casarte y conocerlo a nadie le importa. —Ve y dile eso a James —rio Sarah, desdeñosa—. Te mata o te echa de su lado a cajas destempladas. Por esa razón no le agrada en absoluto que te vea. Debe de sospechar que, sobre el particular, piensas como yo. —Y como casi todo el mundo con cierta humanidad, razonable y lógica. —Para James tales lógicas no existen. —¿No has consultado con ningún abogado?
—¿Y para qué? —Es rico. Dicen que aún más de lo que parece, y lo parece bastante. De manejar bien los hilos, un abogado podría divorciarte por sevicias y sacarle una fortuna para tu manutención. Sarah no respondió en seguida. Cuando lo hizo su voz tenía una tenue vibración: —En primer lugar, si no me interesa el hombre creo que no me va a interesar su dinero. Soy joven y puedo ganarme la vida estupendamente con mi profesión de diseñadora. No es por ahí. En cuanto al divorcio, no me he planteado aún ese problema. Hay algo desconcertante en todo esto de mi unión con James. En cierto modo le aprecio mucho. Y no es un tipo despreciable, sino maniático. Es capaz de amarme como un loco una semana y pasar a mi cuarto todas las noches, y es capaz igualmente de estarme haciendo reproches otras semanas después sin pisar siquiera el umbral de mi alcoba —suspiró—. Por otra parte, vivo bien. Me gusta moverme en una sociedad privilegiada. Me saca casi todas las noches cuando está de humor, y aunque luego me haga una escena de celos, yo soy poco egoísta y comparando cómo vivo y las escenas que me hace James, me quedo con vivir bien. —Nunca estuve de acuerdo contigo. —Lo sé. Pero es que tú has tenido siempre cuanto has querido y yo he sentido la falta de todo lo que ahora me sobra. La diferencia entre tú y yo es notoria. —¿Y el pasado, Sarah? La joven dudó. Después dijo rotundamente: —Se ha ido un día en avión con Cliff... Como comprenderás, no merece la pena evocar cosas que ya no volverán. —¿Y si volvieran? Sarah soltó la risa.
—Me quedaré con James, ya ves. La voz de Karen cobró una cierta intensidad: —Sarah, no te llamo para que me cuentes tu vida. Te llamo por algo muy diferente. —Para preguntarme si estoy dispuesta a volver a tu empresa de diseñadora. —No. —¿No? —Cliff está en Cleveland. Un silencio. A Karen le pareció muy largo. Sentía la respiración de Sarah, ahora algo agitada. —Dices que... Karen la atajó: —Acaba de irse de aquí. Vino a preguntar por ti y en vista que le dijeron que ya no trabajabas con nosotros, pidió verme a mí —le refirió la conversación, terminando de este modo—: Te estará llamando ya. Le conoces bien. No es celoso, por supuesto, ni te hará una escena porque es hombre civilizado, pero le agradará hablar contigo. Verte, cambiar impresiones. Incluso me preguntó si eres feliz. —¿Y tú qué le has dicho? —Nada concreto. Yo no soy quién para comentar tus intimidades. Únicamente le dije con quien estabas casada y él respondió que no era hombre James Robertson para hacer feliz a una muchacha como tú. —Esa es una apreciación atrevida. —No medí ese atrevimiento que tú dices. Solo te llamo para advertirte. Si no quieres tener más problemas háblale claro y dile que estás casada y que el pasado se ha quedado en eso, en pasado. Que tú vives el presente y que estás de
acuerdo en como es. —Una inquietud más que añadir a las que ya tengo —confesó—. Pero, por supuesto, después de no tener nada y poseer ahora algo, prefiero las rabietas de James a las inquietudes y eventualidades de Cliff. No estoy enamorada de mi marido. Lo podría estar si James fuera menos absurdo, pero tampoco tengo en la mente el recuerdo de Cliff —guardó silencio para añadir después—: Espero que Cliff tenga la cordura de aceptar las cosas tal como están. Nada tiene que reprocharme. Se fue sin decir que volvería. Para él todo lo ocurrido entre nosotros fue natural. Yo ya no sé si lo fue o no, pero a fuerza de escuchar los reproches de James, llego a la conclusión de que no fue natural. De todos modos, es algo que pasó y que ante James tengo que superar yo. —No sabes cuánto celebraría que las cosas fuesen mejor entre James y tú, e incluso que te permitiera trabajar. Viviendo así recluida como vives, terminarás por volverte neurasténica. —Salgo mucho —apuntó Sarah, algo alterada. —Lo sé. Te veo por fiestas y clubs. Pero sales siempre con él y se me antoja que si un hombre te mira más de la cuenta, ya tienes la guerra armada esa noche. Sarah suspiró. —Eso forma parte de la personalidad de James. —Sarah, una sola pregunta: ¿No serías tú más feliz emancipada, realizándote en el trabajo que fuera aunque resultara sacrificado, que supeditada a unos millones y a unos celos que son siempre tan molestos? —Es posible —dijo Sarah ambiguamente—, pero, de momento, aún no me he cansado. El día que me canse no habrá fuerza humana que me contenga y plantaré a James. O cambia él, o mucho tengo que cambiar yo. Y yo, íntimamente, aún no cambié nada, aunque exteriormente parezca que sí. De todos modos, gracias por el informe, Karen. —¿Qué vas a decirle a Cliff cuando te llame? —No lo sé —dijo, riendo.
Y era verdad.
CAPÍTULO 4
Pero tuvo ocasión de decirlo momentos después. Había terminado de arreglarse. Se había puesto un modelo precioso de seda natural, escotado y sin mangas. Calzaba altos zapatos. Tenía un vestuario fastuoso, pues para decirlo todo, había que añadir que James no le regateaba nada. Ni joyas, ni modelos, ni pieles. Salvo las escenas de celos y el retornar al pasado de Cliff (cuya personalidad él desconocía, pues ignoraba quién había sido el primer hombre en la vida de su mujer), en todo lo demás James era un marido espléndido, y casi casi complaciente. Hubiera sido fácil amarle, pensaba Sarah honestamente, de no ser que James lo que ganaba en un día lo perdía en media docena y a veces de la mayor placidez o la mayor pasión pasaba automáticamente a la ira más enconada. Sarah suspiró. De momento Cliff era un fantasma ido de su mente y sus sentimientos. Ni por asomo se le ocurrió asociarlo a su vida presente. Le había querido con la pasión del primer amor y a su lado descubrió cada aleteo amoroso que desconocía. Pero el tiempo no pasa en vano y una vez entregada a James, el pasado de Cliff había fenecido, aunque le recordara con sumo placer y consideración. No le culpaba por haberse ido sin promesas. Al fin y al cabo nada se prometieron uno a otro jamás. Vivieron el amor y la pasión y nunca entre ellos existió un mañana ni un ayer. Luego, entonces, si fue así, ¿qué rencor podía ella experimentar hacia Cliff? Fue un amigo maravilloso y a su lado aprendió a ser mujer teniendo la edad de una adolescente. Pero todo pasa y todo se olvida y al casarse, por ser ella mujer fiel y honesta, se entregó por entero a James, su marido. Nunca entró en su mente engañar a James. Serle infiel sería lo último que ella
hiciera, pero contando con que James mereciera su honestidad y fidelidad. En eso pensaba cuando apareció en el salón. Justamente en aquel momento Rose posaba el auricular en la telefonera para decirle: —Es para usted. ¿Cliff? Iba a ser grato oír su voz, pero le diría sencillamente que el pasado se había ido con él y que ella, pasados seis meses, se casó porque encontró al hombre que le convenía para marido. Y, además, lo importante es que se casó segura de que amaría a James lo suficiente para hacerla feliz y serlo ella a su vez. Por otra parte, cuando se casó con él, no recordó lo ocurrido con Cliff ni pensó, valga la salvedad, que James podía saber tanto de mujeres y el amor que se percatara de que ella no iba virgen al matrimonio. Dicho en otras palabras, no se creyó tarada por ello. Cuando se entregó a Cliff le quería y dentro del amor y los sentimientos, pensaba Sarah, no tenía por qué entrar una entrega sentimental, física y amorosa. James la sacó de su error. O, por lo menos, puso bien de manifiesto su pecado mortal y su deshonestidad. Ella, en cambio, pensaba que una cosa era entregarse a cualquier conocido de un día y otra muy distinta hacerse el amor con el hombre que amaba. Había amado a Cliff y mucho, por lo tanto no se consideraba sucia ni borrada del mapa como mujer honesta, por tal causa. Sacudió la cabeza pensando todo esto y fue a acomodarse junto a la telefonera en un confortable sillón. Miró en torno. Le gustaba su casa, el confort que encerraba y toda la vida fácil, en cuanto a lujos y caprichos, que llevaba.
Cierto que todo, de súbito, solía amargarlo James con uno de sus estallidos de cólera, evocando siempre lo que ella hubiera deseado que James olvidara. Pero si bien James tenía temporadas pacíficas, que la amaba con todas las venas de su ser, y era un marido modelo, bastaba que un día salieran a cenar, que un hombre la mirara más de la cuenta para que James estallase como una granada. Suspiró y antes de tomar el auricular entre los dedos encendió un cigarrillo. No se sentía impaciente porque Cliff estuviera esperando oír su voz. Ni porque al otro lado del hilo estuviera Cliff. No le interesaba Cliff. Es decir, como amigo, sí, por supuesto, si ella pudiera tener libremente amigos blancos, pero dado como era James no había que esperar que ella disfrutara jamás de la libertad que disfrutaba cualquier mujer de su edad. Un día se cansaría del encierro, estaba segura, a menos que James cambiase, que también podía ocurrir, y que en realidad era lo que ella esperaba. La convivencia, un hijo incluso, el tiempo, los días y los años, ¿por qué no podía apaciguar a James y que fuera comprendiendo, a través del comportamiento honesto y dócil de su mujer, que era merecedora de él? No se hacía demasiadas ilusiones al respecto. En dos años que llevaba casada con él, no había tenido una semana seguida de tranquilidad y por otra parte verse encerrada allí, era como si le inyectaran claustrofobia y un día podía estallar su paciencia y mandar el dinero de James y su tranquilidad y seguridad económica al diablo. A veces añoraba sus días de intenso trabajo en los estudios de la casa de modas de Karen. Y sus charlas interminables con su amiga y la pandilla de compañeros que se iban de excursión en los fines de semana, pero después miraba en su entorno y se decía que valía más la seguridad económica que disfrutaba. Un día se lo dijo así a Karen, aquella saltó de ira e improperios. Dijo que ella poseía una fortuna y, sin embargo, continuaba en la brecha, trabajando y luchando. Ella respondió que tal vez ocurriese así porque nunca le faltó nada y si trabajaba lo hacía por capricho más que por necesidad.
Por otra parte, poseía una madre que la esperaba en casa y una hermana menos que estudiaba y le gustaba la vida de hogar. ¿Qué tenía ella? A James. Fuera bueno o malo, regañón o sosegado, solo tenía a su marido. De momento y fuera como fuera James, era su único familiar y también le agradaba ir hacia las afueras de Cleveland y meterse en la casa-palacio de los Robertson y charlar con los padres de James, los cuales, dicho en verdad, parecían apreciarla mucho y ella se hacía a la idea de que eran sus propios padres. Volvió a suspirar y asió el auricular dejando automáticamente de pensar en sí misma y en por qué se sometía a aquella vida plácida, algo alterada a veces, pero siempre bastante cómoda, que la que tenía cuando disponía solo de un cuarto para vivir. Asió el cigarrillo entre sus dedos y con la mano libre acercó el auricular al oído. —Diga —murmuró. Al otro lado oyó una respiración algo jadeante. ¡Cliff siempre fue algo nervioso! Seguramente que al oír su voz se acentuaba su nerviosismo. Ella, en cambio, no estaba nada nerviosa. —Diga —volvió a insistir. La voz de Cliff sonó algo ronca: —Hola, Sarah... Soy Cliff. ¿Ya no te acuerdas de mí? Sí que se acordaba. Era Cliff mucho Cliff para que ella lo olvidase, pero lo hacía con sosiego y paz y como algo que estuvo dentro de su vida, pero que ya no tenía razón de estar.
* * *
—Hola, Cliff —replicó, amable—. Ya me dijo Karen que estuviste en la casa de modas preguntando por mí. —Y allí supe que te habías casado. —Es verdad. —¿Por qué, Sarah? La joven alzó una ceja. Le agradaba oír la voz de Cliff. Era bronca y firme, muy apasionada. Además, Cliff había sido un muchacho estupendo. A su lado vivió momentos inolvidables, descubrió cosas de cuya existencia no tenía idea, despertó a la vida a su lado. Además era cariñoso, afable, y nunca le armaba líos por celos ni porque ella conversara con sus amigos. Fueron tiempos fabulosos. Tristes en el fondo porque pese a todo lo que sentía por Cliff y sabía que sentía él por ella, nunca se prometieron nada y a veces en las súbitas ausencias de él, se quedaba tremendamente sola. —¿Por qué, qué, Cliff? —Te casaste. —Porque encontré un hombre que me gustó, que me convenía y al que aprendí a querer. ¿Puede existir razón más poderosa? —Yo pensaba volver —dijo Cliff con amargura. Le dolió la amargura expresada en la voz de Cliff. Pero, realmente, no le juzgó del todo bien, ya que pensó que Cliff nunca le dijo que volvería. —Tú nunca me hablaste de un regreso, Cliff. Te fuiste, me dijiste adiós y no mencionaste en absoluto lo habido entre nosotros. Es más, yo pensé que todo era
natural. —¿Es que ahora no piensas igual? —Pues... —lo dudó—. No. Pienso que nada fue natural. —¿Se lo has contado a tu marido? —Claro que no. Pero no me lo callé por malicia ni por cazar a un hombre rico. En realidad, si supiera la trascendencia que para él iba a tener se lo habría advertido. No olvides que fuiste el primer hombre y que yo apenas si tenía diecisiete años. Salía de un internado y la vida para mí era una pura ceguera. —¿Me estás reprochando el que yo te haya despertado? Sarah sacudió su bonita cabeza como si realmente Cliff estuviera presente. —En modo alguno —dijo—. Pero hubiera sido mejor que yo supiera cómo comportarme en caso de matrimonio. —No me digas que tu marido, al comprobarlo, no lo entendió. —No demasiado. —Oh... ¿Eres feliz con él? Lo pensó un segundo. Después murmuró con la naturalidad que ella imponía a todo cuanto decía y pensaba: —No demasiado. Y todo por el pasado. —Sarah, es absurdo que te haga sufrir por eso. —No es que me haga sufrir —dijo, sonriendo—. Es que me lo hace recordar. Y no de muy buenos modos, pero ya pasará. —Sabe quién fue ese hombre. —Claro que no.
—¿Qué hacemos, Sarah? Ella abrió mucho los ojos. —¿Hacer qué? —Los dos. —Ah, no sé lo que harás tú, Cliff. Yo ya lo estoy haciendo. Vivo con James Robertson..., soy su mujer. —¿Y estás conforme con serlo? —Entre lo que he ganado y perdido, prefiero lo que he ganado —dijo con seguridad. —Incluyéndome a mí en lo perdido. —No te he perdido, Cliff. Te fuiste tú. —Conociéndome tenías que suponer que volvería. —Es una postura cómoda, ¿no crees? Le oyó suspirar. Después dijo: —O sea, que ni siquiera como amigo puedo participar en tu vida. —Tú no, desde luego. Puedo tener mil amigos, que en todo caso tendrían que serlo antes de mi marido, pero tú no entras en ese clan. —¿Porque tú me has borrado al casarte? —No es así exactamente, pero digamos que te borró del clan mi matrimonio. —¿Qué esperas tú de la vida, Sarah? —Lo que tengo, ¿te parece poco?
—Dinero y lujos, ¿no es eso? —Y un compañero que en cierto modo es algo muy mío. —Con el cual te liga un interés económico y poco más. —Un certificado matrimonial. —Esa es la importancia que tú das a la legalidad de la entrega. —La que tiene, ¿no? —Has cambiado —dijo él roncamente—. Y mucho. Lo siento.
CAPÍTULO 5
Sarah creyó que iba a colgar pero, al segundo, oyó de nuevo su voz. Era una voz rara, algo vibrante. ¿Censora? Pues sí. A Sarah le dolió que él la censurara. Al fin y al cabo les ligó un amor, pero jamás se ataron por promesa alguna: —Indudablemente, hace dos años no pensabas así. —Casi tres, Cliff... —Aunque sean media docena. El caso es que no pensabas así. —Será porque soy la esposa de un hombre que no piensa como piensas tú. Pero eso también es natural. ¿No te parece? —Quiere ello decir que no vamos a vernos. —Lo considero difícil. No sé qué estás haciendo tú en Cleveland. Me llamó Karen y me refirió la conversación que habíais tenido, pero omitió lo que tú hacías aquí. ¿Es por mucho tiempo? —Es tal vez para siempre. Me han nombrado director del periódico más importante de esta ciudad. Eso sí que no se lo esperaba Sarah. Quedó, incluso, algo confusa. Y todo porque ella pensaba que Cliff estaría de visita en la ciudad y que se volvería a ir como siempre hacía. Si además de quedarse era director de un periódico podía ocurrir, y de hecho ocurriría, que se encontraran muchas veces en el mismo ambiente social. No es que a ella le disgustara, pero podía ocasionarle problemas.
Ver a Cliff y no hablarle le parecía demencial, pero si James observaba que hablaba con aquel hombre más de la cuenta, le armaría el escándalo tan pronto estuvieran solos o la arrancaría de donde fuera con no muy buenos modos. —Te has quedado callada. Se apresuró a decir con un dejo raro: —Pensé que estabas de paso. —Tengo veintinueve años y mucha andadura, muchas vivencias a mi favor. Es hora de que me detenga y consolide mi profesión. Puede que esta sea una buena oportunidad para mí. —Me alegraré, Cliff. —Pero no estás dispuesta a verme. Sarah respiró hondo. —Cuando la ocasión se presente, ¿por qué no? —Podíamos almorzar juntos, Sarah. La joven no soltó la risa porque hubiera salido algo agria. Sin embargo, dijo: —Por lo visto nada de cuanto te he dicho referente a mi marido lo has tomado en cuenta. —No me digas que te prohíbe salir con tus amigos. —No, exactamente, pero sí que no salgo salvo con él. ¿No te dice eso suficiente? Hubo un silencio. Cliff, después, estalló: —¿Es que te tiene presa? Porque no me digas que no eres libre de hacer lo que te acomode. ¿Es que duda tu marido de ti? Porque si así fuera sería como para
desollarlo vivo. Tú eres una mujer honesta y justa. Puedes serle infiel a tu marido porque ames a otro, y estoy seguro de que tendrás la valentía de hacérselo saber así. Pero tú no eres una mujer de la vida expuesta a que tu marido dude de ti por conversar o almorzar con un amigo. Un entrañable amigo. Sarah empezaba ya a dudar de lo que estaba bien o mal. Habituada a vivir con James aquellos dos años, pensaba que no estaba demasiado bien lo que hacía o decía aquel, pero tampoco excesivamente mal si se tiene en cuenta que ella le dio motivos para pensar y hablar así. Pero resulta que para Cliff todo era diferente y ella no sabía aún qué pensar No es que ella fuera tonta ni inmadura. Es que vivía con un hombre y estaba ceñida a sus directrices. Se había olvidado ya de cómo vivió con Cliff y cuán amiga de los amigos de Cliff era... A la sazón no era nada amiga de los amigos de su marido. Una conversación trivial, un saludo cortés y poco más. Su vida se reducía a James. —Sarah, ¿me oyes o te has retirado? —Estoy aquí. —Pues has estado silenciosa mucho rato. —Ya. —¿En qué pensabas? —No sé ni si pensaba. No, Cliff. No puedo almorzar contigo. Vendrá James a hacerlo y estaré esperándole. —Como una esposa del año ochocentista haciendo ganchillo. —No hago ganchillo —replicó Sarah, algo relamida.
—Pues rezando el rosario. —No soy rezadora. —Sarah, ¿qué carajo te han dado a ti en este tiempo que falto de Cleveland? —Un marido. —Un marido retro capaz de tenerte casi encarcelada. No lo entiendo, Sarah. Tú eras una chica estupenda, liberal, sencilla y preciosa. Pero sin gota de complejos o prejuicios. ¿Qué pasa ahora? —Tal vez se deba a que vivo en otro ambiente. —¡Qué ambiente ni qué narices! ¿Quieres hacer el favor de salir? Sé dónde vives. Iré hasta la cafetería que hay enfrente de tu casa. Podemos tomar una copa juntos y charlar. —¿De qué? —preguntó Sarah, algo perpleja. De mil cosas. Los amigos se hablan de cientos de cosas sin tener que rozar lo irrozable. ¿Que no quieres saber nada del pasado? Pues nada. Pero el presente tiene mil temas que tocar. Nuestros ideales, nuestras esperanzas. Nuestra propia juventud. La política. Los dos... ¡Qué sé yo! —No, Cliff, gracias, pero prefiero quedarme en casa. —Sarah..., ¿lo prefieres o tienes que quedarte? —Me debo de quedar y me quedo. —No te entiendo. Bien, pero de todos modos, ya buscaré la forma de encontrarte.
* * *
Sarah quedó con el auricular en la mano y en cierto modo algo desconcertada.
En realidad ¿por qué no podía ella ver a Cliff, charlar con él y cambiar mil impresiones? De hacerlo, James se enteraría en cualquier momento y vendría después un problema insoportable. Ella prefería evitar los problemas. «Así te estás encogiendo tú», solía decirle Karen cuando se veían (contadas veces) y le refería algo de la intimidad de su vida. Ella se miró interrogante. Estaba muy elegante, muy bien vestida. El modelo era carísimo y exclusivo y sus zapatos de primera calidad, y en el dedo lucía una alianza de oro y conjunto de brillantes montados al aire. Usaba perfume carísimo, regalado por James. ¿Qué más podía pedir? Que James le armara una trifulca de vez en cuando, bien se podía soportar. Ni Karen lo entendería jamás, ni Cliff iba a entenderlo aunque ella se lo explicara. Además, era mejor mantener a Cliff lejos. Podía ella volver a pensar como pensaba cuando se veían con frecuencia y eso no iba con el carácter y la personalidad de su marido. Y ella con quien vivía era con su marido. Y aunque tuviera de vez en cuando un problema con él, prefería seguir viviendo como vivía. Se alzó de hombros y se quedó fumando en el salón. Realmente no supo el tiempo que estuvo allí. Estaba ensimismada. Le molestaba bastante que el pasado volviera en la persona de Cliff. ¿Qué ocurriría si James se enteraba de que el primer hombre que hubo en su vida, el único excepto él, fue Cliff, el director de aquel periódico? No quería ni pensarlo. Se menguó en el butacón y no se movió de allí hasta que sintió el llavín en la
cerradura. Entró James mirando aquí y allí. Ella se levantó y, como tenía por costumbre, fue hacia James y él la asió por la nuca, la besó en la boca largamente y la miró a los ojos. —No habrás salido, ¿verdad? O si lo has hecho, irías con Rose... —Ni salí —dijo cuando pudo respirar— sola ni con Rose... —Ah. Y soltándola fue hacia la mesa de ruedas que hacía de bar. —¿Un martini, Sarah? —Bueno. —¿Alguna novedad? Y como un sabueso empezó a olfatear en torno. —Nada. —¿Alguna llamada telefónica? Mintió. Pero eso ya era habitual. Para el desconfiado, la mentira... ¿Quién podía evitarla? Ella jamás dijo mentiras, pero a fuerza de vivir a su lado y comprobar que las verdades le exasperaban, aprendió a mentir: —Ninguna. —¿Estás segura?
—Ninguna, te digo. —Tus amigos de antes, ¿qué? Sarah se impacientó. —¿Qué pasa con mis amigos de antes? —Eso digo yo. ¿Te han olvidado por completo? —La única persona que era evidentemente amiga es Karen. Y no tiene tiempo para hablar por teléfono. Trabaja demasiado. James servía el martini de espaldas, pero Sarah le vio cómo temblaba la mano que sostenía las copas. Iba a estallar. —No creo que una mujer haya hecho lo que tú sabes. Sarah tragó saliva. —Karen, te digo y te dije, fue quien me ayudó. —¿A conseguir al hombre aquel? —¿Qué hombre? —Sarah —la paciencia de James tocaba a su fin y estallaba en él el hombre violento que no se le ocurría besar con pasión—, ¿tenemos que sacar a colación lo que ambos sabemos? Sarah se menguó buscando el muelle asiento del sillón. Miró a su marido con ansiedad y descontento. —Mil veces te pedí dos cosas diferentes. Que me dejes o que te calles — exclamó, dolida. James ya no se interesaba por el martini.
Parecía un energúmeno. —Estoy hasta la coronilla de sospechar cosas raras. ¿Comprendes? Y te pregunté una y mil veces quién fue el primer hombre. Sarah entrecerró los ojos. Cuando se ponía así lo aborrecía. Y tal se diría que a James le habían contado lo que ella había hablado por teléfono con su antiguo novio. No podía sospechar de Rose. Le era fiel. Es más, estaba segura de que si un día se le ocurriese la peregrina idea, que no se le ocurriría, de recibir a un hombre en casa, a Rose antes le cortaban la lengua que decírselo a James. Así de fiel sabía ella que le era. Pero también era cierto que no les daba motivos ni a Rose ni a su marido para dudar. Pero así como Rose creía en ella, a James, de vez en cuando, como aquella mañana, le sacudía la duda y se ponía como un gallo de pelea. —Fue un novio que tuve —dijo, exasperada—. De eso hablamos mil veces en estos dos años. ¿Por qué, de repente, te pones como un energúmeno? ¿Qué más quieres de mí? Me quedo en casa. Te soy fiel... Jamás se me pasó por la mente serte infiel. No me permites hablar con nadie porque hasta con tus amigos dosificas la amistad. ¿Qué quieres que diga y haga? James respondió en seguida. Dejó el martini y se fue hacia la puerta del comedor. —Vamos a almorzar —gritó—. Dejemos todo eso. —Yo no lo saco a colación. —¿Y qué si lo saco yo? ¿Falté yo? No, faltaste tú... —A los diecisiete años, y llevo dos casada contigo siendo la más fiel de las
mujeres. —Eso de que eres fiel, ¿quién me lo asegura? —¡James! —Tengamos la fiesta en paz —dijo él, renegado—. Pasa. Sarah tardó en pasar. Cuando lo hizo llevaba la cabeza desafiante.
CAPÍTULO 6
Karen se quedó mirando a Cliff, interrogante. —Hago buena propaganda de tu casa, Karen —dijo él, riendo y entrando en el despacho—. No me digas que en estos quince días que llevo al frente del periódico, no me acuerdo de ti. —Pasa, Cliff. Te lo agradezco. Pero aparte de eso debo decirte que me gusta como llevas la dirección, el periódico está cambiando y además cambiando a gusto de la gente. Es polémico y eso siempre resulta interesante para vender ejemplares. —No vengo a hacerte un chantaje, Karen. La joven que se hallaba sentada tras la mesa asintió. —Lo sé —dijo en alta voz—. ¿Qué ocurre, Cliff? —He hablado con Sarah varias veces durante este mes. O la encuentro con la voz alegrísima y feliz o casi llorando. ¿Puedes explicarme lo que le ocurre? No he podido verla. O yo no frecuento su ambiente o ella no sale de casa. —Pueden ocurrir ambas cosas. Eres un director novato aún y necesitas algún tiempo para penetrar en el ambiente en que se mueve Sarah..., cuando se mueve, claro. Pero... ¿por qué acudes a mí? ¿Por qué piensas tú que yo soy tan amiga de Sarah como antes? —No lo sé. Pero me imagino que una amistad como la vuestra no se muere así como así. Le has ayudado mucho a Sarah, me consta. No pudo ella olvidar eso. Al menos la Sarah que yo conocí. —Cliff, una sola pregunta y después responderé a todas tus interrogantes: ¿Qué buscas tú hoy en la vida de Sarah? Cliff se llevó la mano a la cara y apretó el mentón con los cinco dedos.
Estaba nervioso. Algo excitado. —Si me asegura alguien que Sarah es enteramente feliz, desde ahora mismo me olvido de ella. Pero no soporto la idea de que una persona tan sana, honesta y alegre como Sarah sufra dentro de su propio hogar. —¿Y si sufriera y ella estuviera conforme, qué podrías hacer tú? —No lo sé. Pero algo. Siempre queda algo que hacer para salvar a los amigos que te fueron entrañables. Karen le miró fijamente sin pestañear. —Cliff, una pregunta más. ¿Amas a Sarah? Cliff miró al frente y después clavó los ojos en el semblante serio de Karen. —Hay una cosa que está clara. He tenido en mis brazos a muchas mujeres. Sabes perfectamente que yo no soy de los tipos pasivos que se quedan cruzados de brazos cuando existe una mujer de por medio, y en mi vida existieron docenas. Pero mi preferencia por Sarah es evidente. La he querido mucho. Pensé que las promesas y los juramentos entre los dos quedaban sellados por sí solos, exclusivamente con el trato y el o. —Eso es demasiada vanidad. —Es posible. Ahora me doy cuenta de ello. Pero te repito que si supiera a Sarah feliz con otro hombre, me conformaría. Si la sé encerrada e infeliz, no lo digiero. ¿Entiendes? Yo soy un pasota, pero hay ciertas cosas que me sacan de quicio. Las personas deben ser libres y elegir libremente su camino. Cerrarlas, empuñarlas, doblegarlas, no entra en mí. Y Sarah fue mi mejor amiga. La recuerdo con añoranza. No pretendo ser un obstáculo ni una extorsión en su vida, pero... ¿es feliz? ¿Me garantizas tú que es feliz? Karen no podía garantizárselo. Por eso meneó la cabeza dubitativa.
—No veo a Sarah, Cliff. Si te refieres a lo que sé, se me antoja que sé tanto como tú. Es decir, menos, porque no la llamo todos los días por teléfono y no puedo, por tanto, observar esos cambios de humor que tú dices. Sé únicamente que el marido le hace la vida imposible a veces para luego arrepentirse y amarla, pero nadie puede despejar de un ser humano, de la mente de ese ser humano, los malos ratos pasados. —Es decir, que para ti Sarah no es feliz. —Pero vive bien y es lo que ella buscaba. —Eso sí que no —gritó Cliff, malhumorado—. Cuando yo conocí a Sarah no buscaba riquezas ni lujos. Era mujer y buscaba comprensión y el placer del amor. —Pero eso se lo dabas tú y te fuiste, Cliff. —¿Me lo estás reprochando? —Sí, sin duda. Te fuiste sin decirle que volverías. Luego, entonces, Sarah hizo de su capa un sayo. Buscó lo que más le convenía. Si te amaba a ti y tú le faltabas, lógico y humano que ella buscara, a falta de amor, bienestar físico. —Eso es monstruoso. —Sin duda. —¿No se lo has hecho ver así a ella? —¿Y de qué me ha servido? Karen —dijo Cliff enérgicamente—, yo no puedo conseguir por teléfono que esa mujer salga de casa. Vengo a verte para que me ayudes. Cítala aquí. Karen le miró como si Cliff fuera un demente. —¿Yo? ¿Crees que yo puedo conseguir eso? Cliff la miró desconcertado. —¿Y vuestra amistad?
—Sarah no es amiga más que de James Robertson... Cliff, ¿por qué no aceptas esta situación y te olvidas? Cliff se pasó los dedos por el pelo. Los alisó impaciente. —La persona con la cual hablo por teléfono todos estos días, no se parece en nada a la Sarah que yo conocí, pero eso no quiere decir que la «sienta» feliz. —Es que no es feliz —saltó Karen, irritada—. Sarah ha cambiado. Sarah vive bien, con todas las necesidades cubiertas. Al marcharte tú, Sarah se veía sola en su cuarto del apartamento y llegó a odiarlo. El trabajo que tenía no compensaba sus soledades. Un día topó con un hombre que podía ofrecerle mucho más. Hogar, familia, hijos... —Pero no tiene hijos. —Eso es que Dios no se los dio. No creo que Sarah los evite. —¿Y si no pone los medios para tenerlos? —Los pone, de eso doy fe. Sarah tiene confianza conmigo. Limitada, si quieres, pero a veces necesita expansionarse y se expansiona. Hay en Sarah dos encontradas pasiones. El bienestar físico y su lucha con el marido. Yo entiendo que un día se cansará. Pero ¿no será demasiado tarde? Cliff se agitó en el butacón. —Karen, ¿no puedes citarla aquí para lo que sea? —Y que se vea contigo. —¿Por qué no? —No —dijo Karen, resuelta—. Prefiero que Sarah, si un día reacciona, lo paga por sí misma, pero nunca porque el pasado o el recuerdo del mismo la obligue. No me busques para cómplice, Cliff. No podría serlo. Aprecio a Sarah como si fuera algo mío y mientras ella no se libre del yugo por sí misma, no seré yo
quien le tienda un lazo. Cliff se levantó. Parecía más alto al estirarse tanto dentro de su pantalón marrón y su camisa a cuadros y su chaqueta tipo sport abierta por los lados. —O sea, que no me ayudas. Que puede Sarah estar sufriendo en su casa y nosotros marginados a ese sufrimiento. —No tanto. No creo a Sarah capaz de sufrir más de lo que ella desee. Todavía pueden cambiar las cosas. Es posible que James Robertson reaccione y termine por dejar en paz el pasado y la haga feliz. —Luego, entonces, tú crees que ese pasado de Sarah conmigo es el motivo de las inquietudes de Sarah. —¿Es que lo dudas? —Pero aquello fue natural. —Te lo crees tú porque lo has vivido. Pero el marido no piensa igual. Cliff apretó las sienes con ambas manos.
* * *
Pensó que Cliff se iría. Pero seguía allí mirándola fijamente. —Soy tu amiga. Si tienes necesidad de confiar algo, confíalo. —No sé si es necesidad física de Sarah o es una viva ternura que me inspira su desolación matrimonial, pero lo cierto es que no vivo pensando en ella y en todo lo que puede estar sufriendo. Karen hizo un gesto vago.
—También puede ser feliz a ratos. No considero a Sarah capaz de sufrir demasiado. No se puede haber olvidado de cuando vivía aquí y trabajaba a mi lado y te conocía a ti. Fue una época feliz de su vida. Si desea volver a ella, ¿quién se lo impide? —Está supeditada al marido. —No nos engañemos, Cliff. Está supeditada a su bienestar físico. Pero a nada más. Tal vez en el fondo haya aprendido a querer a su marido y si le quiere, lo que tú opines, o lo que opine yo, está borrado de su mente. —Te digo que llevo un mes llamándola todos los días a una hora en que el marido no está. Karen hizo otro gesto vago. —¿Y qué? —El ánimo de Sarah cambia cada día. —Pero ello no la induce a salir como supongo que tú le propondrás. Cliff asintió, diciendo después en alta voz: —No. Ya no me quedan frases para convencerla. —Y ella se niega. —Rotundamente. —¿Lo ves? Tiene lo que desea. —Lo que le obliga su situación. —Cliff, por favor, sé razonable. Piensa un poco con tu privilegiado cerebro de intelectual. Las situaciones como las de Sarah son problemáticas y acomodadas a la forma de pensar de cada uno. Si ella no sale, si está de acuerdo en no verse contigo, ¿por qué insistes? ¿Por qué no la dejas en paz? Al principio de casarse y una vez regresó de su viaje de novios, yo también la llamaba todos los días... No saqué nada en limpio. De una cosa sí me di cuenta. Sarah es feliz a ratos, pero si
está conforme con esos ratos espaciados de felicidad, ¿quién soy yo para decirle que la felicidad es continuada o es una angustia latente? —O sea, que tú ya te percataste. —¿De que Sarah es feliz solo a ratos muy espaciados? —Sí. —Por supuesto. —¿Y estás conforme? —Claro que no lo estoy. Pero lo que yo piense no cuenta. Solo cuenta lo que Sarah esté dispuesta a aguantar. —Le retorcería el pescuezo a ese cretino. —Tú, menos que nadie, Cliff. Si tú te metes de por medio, él sabrá quién fue el hombre y terminará todo en una angustia terrible para una persona tan sensible como Sarah. Cliff hizo un gesto agrio. —Sensible lo era cuando yo la veía cada día. Ahora no es sensible. Va solo a lo que le conviene. —No creo que Sarah hipoteque su vida por una joya o un perfume. Cliff se fue hacia la puerta. Desde allí se volvió diciendo: —Pues ten por seguro que su vida está totalmente hipotecada. —Déjala en paz, Cliff. Te estoy dando un buen consejo. Cliff propinó una patada en el suelo. —Vine aquí por ella —farfulló—. Solo por ella. Ya te he dicho que hubo muchas mujeres en mi vida. ¿Para qué voy a engañarme? Pero solo a ella recuerdo.
—Pero llegaste tarde. —Dos años en una vida no son nada. ¿Por qué no supo esperar? —Eso tendrás que preguntárselo a ella. Cliff salió sin responder. Karen encendió un cigarrillo y fumó impaciente. Después miró la hora. Era buena para llamar a Sarah. No estaría James en casa. Aún recordaba cuando regresaron del viaje de novios que llamó sin mirar la hora y se puso James y cuando preguntó por Sarah, James le respondió fría y secamente que no estaba. Después Sarah misma le contó que ella estaba a dos pasos. ¿Cómo podía una persona tan liberal como Sarah aguantar aquello? Un día de plena sinceridad, por teléfono, Sarah se lo dijo: «Por nada del mundo volvería a la soledad de aquel cuarto tétrico, Karen». Era un rebeldía como otra cualquiera. Pero... ¿compensaba lo recibido? Ella entendía que no. Pero si Sarah pensaba lo contrario... De súbito decidió hablar con ella y levantó el auricular. Marcó su número.
CAPÍTULO 7
Sarah se hallaba tendida en el canapé del salón. La vida no era demasiado alegre. Tenía sus altos y bajos. Pero de cualquier forma que fuera, ella se sentía con fuerzas para afrontar la realidad. Y si bien de momento la realidad seguía siendo apacible y alterada, esperaba que al fin todo llegaría a su cauce sosegado. Rose entraba en aquel momento y como Sarah estaba a oscuras y la luz del día iba feneciendo, preguntó amable: —¿Puedo encender las luces, señora? Sarah respiró hondo. —Oh, claro, claro, Rose. Estaba así por pereza. Rose sabía cosas de su vida. El piso era amplio, pero ella no podía evitar oír cosas. Y las oía. Condenaba al señor. La señora era cauta, buena y amable. No la trataba como una esclava. La trataba como un ser humano y eso para Rose era importantísimo. —He ido al cine —dijo Rose, depositando la entrada en el interior de un macetero como al descuido— y no me ha gustado nada la película. —Es una lástima —comentó Sarah sin moverse— que para una vez a la semana
que vas al cine, haya sido una mala película. —Ahora todos son desnudos. —La moda —indicó Sarah, riendo. —¿Usted ve esas películas? —Pues no. Mi marido las detesta. —Es que son detestables. Todo el mundo enseña su anatomía y encima hacen uso de ella. Ya me entiende. Sarah hizo un gesto de asentimiento. —Allí —le explicaba Rose mientras encendía luces y se iba hacia la puerta que conducía al office— todo el mundo se entiende sentimentalmente. Hombres con hombres, mujeres con mujeres. —Eso se llama lesbianismo y homosexualidad —rio Sarah, divertida. Rose se le quedó mirando interrogante. —¿Y le gusta a usted? —Pero si no lo veo. Lo sé porque lo leo en las revistas. —¿El señor no la lleva nunca a ver esas atrocidades? —Nunca. Pero tampoco me importa demasiado, Rose. —Hace usted bien. Yo fui porque el título era sugerente. Me agradó y pensé que se trataba de algo sentimental, pero la verdad es que allí no había más que sexo. —Suele ocurrir —apuntó Sarah, encendiendo un cigarrillo y fumando con deleite—. Ponen títulos llamativos y sentimentales, pero casi nunca hay cosas del sentimiento, sino del físico sexual... —y de súbito preguntó riendo—: ¿Nunca estuviste enamorada, Rose? —Sí, señora. Una vez.
—Oh. —Pero un buen día él se fue y me dejó plantada. No volví a verle. —Le amaste mucho. —Lo bastante para esperarle. Pero, como le digo, él nunca volvió. Como ella con Cliff. Solo que Cliff volvió. Estaba allí, en la ciudad. Y encima la llamaba todos los días por las mañanas. Respiró hondo. Se ahogaba. Era como si se le pusiera un nudo en la garganta. A veces, cuando sonaba el teléfono y lo levantaba y oía la voz de Cliff, pensaba: «Me va a dar algo. Algo mortal». Pero seguía viva. —¿Le amaste a él únicamente? Rose suspiró. Era mayor. No demasiado, pero lo bastante para no tener esperanzas amorosas para el futuro. —Le quise a él tan solo. Entre que se fue y le esperé pasó el tiempo —se alzó de hombros— . Ahora ya no tengo esperanzas de nada. Sarah se estremeció a su pesar. ¿Tendría ella esperanzas cuando ya no pudiera tenerlas?
Sonaba el teléfono en aquel instante y Sarah, olvidándose de los problemas de Rose, pensó: «James que me anuncia su venida para dentro de un rato y me dirá que vamos aquí o allí.» Rose se acercó al teléfono y levantó el auricular. Sarah fumó más aprisa. James llevaba cuatro días apacible. No parecía recordar nada. Era un hombre amoroso y apasionado. Casi fogoso, si a James se le podía llamar así... —Es para usted —dijo Rose, mostrándole el auricular. —¿Mi marido? —No. Una dama. Sarah se tiró del diván y alisando el modelo que vestía se acercó al sillón cercano a la telefonera. Rose le entregaba el auricular. —¿Prepararé la comida o comerán fuera? —preguntó, alejándose. Sarah tapó el auricular. —Aguarda a que llegue mi esposo. No tardará. Después atendió la llamada.
* * *
—Sí... —Sarah... El rostro de la aludida se animó. —Karen... —Hola, Sarah. —¿Cómo andas, Karen? —Yo bien. ¿Y tú? —Lo bastante bien para conformarme. —Solo eso. —¿Te parece poco? —Nada. —Ah. —Sarah, estuvo a verme Cliff. Sarah arrugó el ceño. ¡Cliff! Casi todos los días oía su voz por teléfono. Cada día era como estar en su cuarto y que entraba Cliff con su rostro sonriente y apacible... Después sus caricias ardientes y llameantes. ¿Por qué tendría Cliff que llamarla todos los días? Cada vez que llamaba, ella pensaba en que podía abrirse la puerta y aparecer James.
No. No quería problemas de ese tipo. Ya tenía suficientes sin necesidad de que James supiera que era Cliff aquel hombre, y que, además, estaba en la ciudad de Cleveland y le llamaba... Además llevaba cuatro días que todo marchaba sobre ruedas. Ella podía conservar su posición y James no le sacaba a relucir tiempos pasados. Era un buen amante James cuando se olvidaba del pasado. Un buen marido e incluso casi un buen amigo. —Dime, Karen. —No tengo nada que decirte. Solo lo que ya te he dicho. Cliff asegura que tienes cambios de humor. Que unos días estás animada y otros pendenciera y triste. —Todo el mundo cambia de humor de vez en cuando. —Lo sé. Pero en ti... —¿Por qué tengo que ser diferente? —Sarah, conmigo no valen medias palabras. Lo sabía. Se mordió los labios. —Dilo que sea, Karen. —Cliff está empeñado en que eres muy desgraciada. —¿Y a él qué le importa? —Mucho, parece ser. Sarah apretó el auricular con las dos manos.
—Karen, dile que le tenga yo sin cuidado. —¿Lo deseas así? No. Le gustaba, en el fondo, que alguien se preocupara por ella. Cliff era el pasado. La intensidad pasional. La entrega viva. Desde que él volvió todo era diferente. Todo se tasaba y se medía. Antes de llegar él, solo pensaba en hacer feliz a James. En que James olvidara el pasado, en que ciñera su vida al presente. Pero a la sazón, todo era distinto. Y no quería que lo fuera. Le daba miedo. Respiró profundamente. —Debo desearlo —dijo con voz vibrante. —Una cosa es el deber y otra el hacer. También sabía eso. No obstante, se quedó muda. Hasta el extremo que Karen preguntó impaciente: —Sarah, ¿me oyes?
—Sí. —Y dices muy poco. ¡Nada! Prefería no decir nada. ¡Tenía tantas cosas que decir, de decir algo! —¿Sigues encerrada en casa? Tampoco deseaba que Karen entrara en la verdad de las cosas. Por eso dijo casi molesta: —Salgo con James todas las noches. —Al club privado. —¿Y por qué no? —No sé, Sarah. Has cambiado. En eso tiene razón Cliff. Dime, ¿de verdad no quieres verle y romper con todo lo que te ata al presente? Estaba loca Karen. El presente era su... sosiego. ¿O no lo era? ¿A costa de qué conseguía ella aquel sosiego? A costa de dar y dar de su persona. Pero no lo dijo. —Yo voy adonde va James, Karen. Lo entiendes, ¿verdad? —A medias tan solo. —Pues no entiendo que lo consideres a medias. —De todos modos —puntualizó Karen con voz vibrante—, si tú lo entiendes así,
¿quién soy yo para inmiscuirme en tu vida? Tampoco deseaba quedar mal con su amiga. —De momento todo marcha bien, Karen. —Con sus altos y bajos, ¿no es así? —Ciertamente lo es. —Si soportas los bajos... —Espero que todo llegue a estabilizarse. —¿Y Cliff? —Por favor, de él, ni una palabra. —Entonces no me queda nada más por decirte, Sarah. —Mejor. —Adiós. —Adiós. Y colgó. Quedó algo tensa. Realmente muy tensa. Miró al frente. Rose se movía por la casa. Esperaba. ¿Que llegara el señor? Oyó el llavín en la puerta. Se levantó y esperó erguida.
Suave, cálida, amorosa. ¿Para algo? Todo dependía del humor que trajera James de la calle.
CAPÍTULO 8
James entró dejando el sombrero en el perchero. Sarah hizo lo de todos los días. Avanzó hacia él suave y tierna. Linda, apasionada y emotiva. Él la tomó en sus brazos y la besó en la boca, asiéndola por la nuca. Era su hacer. Fogoso en lo que podía. No demasiado. Sarah, desde que regresó Cliff y la llamaba por teléfono cada mañana, no hacía más que compararlo. Todo era distinto. Pero su egoísmo, o lo que fuera, la retenía en el hogar esperando por su marido. —Estás algo fría —dijo él, hurgándole en los labios. —¿Fría yo o el ambiente? —El ambiente y tú. —Pues te estoy esperando. James le pasó una mano por la espalda y la rodeó llegando a sus senos. Ella, a su pesar, se agitó. No pensaba en James en aquel momento. Pensaba en otros días. Idos, lejanos...
James la soltó y, como siempre, dio unas vueltas por el salón. De repente vio la entrada cortada y la levantó en sus dedos. La contempló alzada. —¿Es que has ido al cine? Y blandía la entrada cortada ante los ojos sorprendidos de Sarah. —Por supuesto que no —dijo, segura de sí misma—. Ni se me ocurriría sabiendo que tú no lo deseas. James se había apartado de ella y daba algunas vueltas por el amplio salón, sin soltar la papeleta cortada por el medio. —Pues no entiendo esto —murmuró, malhumorado—. Es una entrada de cine y trae la fecha de hoy —leyó en alta voz—: Sesión de tarde. Sarah no se explicaba cómo estaba aquello allí. No había visto a Rose poner la entrada en el macetero. A decir verdad tampoco recordó a Rose. Solo pensó en la expresión dura del rostro de su marido y la sequedad y brevedad de su ira contenida. Lo vio dejarse caer en un sofá como algo desalentado. En realidad Sarah pensó que sufría por cualquier cosa relacionada con ella. También pensó que algo la quería, pues de lo contrario se limitaría a disfrutar de ella y se olvidaría de pequeños detalles. Lo veía en aquel instante arrugando la entrada entre los dedos crispados y la vista fija, obstinadamente fija, en la alfombra multicolor. Al tener la cabeza inclinada, sus lacios y rubios cabellos parecían prendidos por un rayo candente debido a la luz que resbalaba por ellos. —Me gustaría creer en ti —decía a media voz, ronco el acento—. Me gustaría no sentir esta rabia, este coraje. Creo que me mientes siempre, que me engañas a cada instante, que nada más salir yo de casa te lanzas a la calle y haces todo cuanto te viene en gana. —Eso es desconfianza —apuntó Sarah, cohibida. Y es que cuando James desconfiaba de ella, perdía aquel aire juvenil de hombre comprensivo y bueno, se sentía menguada, no sabía qué frases usar para
convencerle, porque de antemano sabía que no podría lograrlo. —Yo te quiero —exclamó él de súbito con un arrebato vivo y candente—. Pero no soy capaz de doblegar estas ansiedades, estas dudas... Es como si el pasado tuyo pesara sobre mí como una losa de miles de toneladas. Quisiera también olvidar aquello. Pero no puedo —se pasó los dedos por el pelo—. Dirás que soy un cretino —alzó vivamente la cara—. ¿Te lo parezco? Sarah estuvo a punto de gritarle que sí. Pero, en cambio, dijo apaciblemente: —Pienses lo que pienses no he ido al cine. Yo nunca salgo de casa si no es contigo. Los tormentos de celos que tú pasas, yo no los provoco ni quiero provocarlos. James respiró hondo. Lanzó a sus pies el papel arrugado alzando la cabeza con fiereza. —Vengo a casa de buen humor. Me paso el día en la fábrica esperando mi hora para llegar aquí —hablaba bajo como para sí solo—. Estoy deseando llegar y verte. Besarte. Tocarte. Hacerme a la idea de que me perteneces por completo — sacudió la cabeza con irritación—. Y cuando llego me hincho de rabia. ¿Por qué estos cambios de humor? —Podíamos afrontar la realidad sin ambages, James. —¿Acaso existe otra realidad que la que sabemos ambos? —Existe. Existe la confianza que debemos tener uno en el otro. A mí no se me ocurre pensar que tú me engañas y, sin duda antes de casarnos, habrás tenido mil aventuras. ¿Eres capaz de asegurarme que no has tenido ninguna? James le miró desconcertado. Dijo con rabia: —Es diferente.
Sarah meneó la cabeza de un lado a otro denegando. Estaba hartándose de aquella silenciosa y brutal lucha de James. O sí o sa. Pero acabar con las dudas de una maldita vez. Y no era por la presencia de Cliff en la ciudad. Ni por sus llamadas mañaneras. Era que pretendía defender lo poco que quedaba de su unión con James. A su manera y después de la convivencia con él, creía quererle lo bastante. De no ser así, no se consideraba ella ni tan valiente ni tan cobarde como para soportar aquella situación. Debía existir algo más en su corazón, en sus sentimientos. —No es diferente, James. Te lo parece a ti. Estás chapado a la antigua. Aún estás en aquella fase de hace cincuenta años, que se consideraba que la mujer a sus labores y a ser la esclava de su marido y el marido al cine. Ni me apetece ni voy porque sé que tú no lo deseas. Pero creo que tus tormentos nacen precisamente de esa represión hacia mí. Me gustaría tener libertad para entrar y salir cuando me viniera en gana. Discutir de una vez por todas el pasado y centrarlo en el lugar que le corresponde, que es algo ya ido y pasado de moda. Algo que huele mal cuando se le remueve. La vida no se puede ni debe centrar en un pasado, sino en el presente y el futuro. —Todo el presente y el futuro nace de ese pasado. —Porque tú te empeñas. James se levantó. Se fue a servir un martini. Rose asomaba por la puerta tímidamente. —¿Comerán en casa los señores? —preguntó. Y cautelosa al ver el papel en el suelo, se inclinó para recogerlo. James preguntó malhumorado: —¿Qué haces, Rose?
—Debí tirarla sin querer, señor. Es la entrada del cine al que fui esta tarde. James se mordió los labios. Sarah se quedó algo confusa.
* * *
—Comemos en casa —dijo James de modo raro. Rose giró y salió cerrando la puerta tras de sí. En el salón cundió un silencio. James, nervioso, se servía un martini de espaldas a su mujer. Era bonita Sarah. Dulce y bonita. Él no tenía nada que reprocharle aparentemente, pero no podía evitar de ser como era. Le roían los celos. Y todo por aquello. ¿Quién había sido el tipo? ¿Más de uno? ¿Quiso Sarah al hombre con el cual recibió la primera experiencia sexual? Ojalá pudiera él evitar aquel conglomerado de pensamientos entremezclados que dimanaban de lo ocurrido cuando se casó. La voz de Sarah se dejó oír como siempre, suave y tierna: —Ya has visto, James. Él no respondió. En cambio preguntó con sordo acento: —¿Quieres un martini? —No, gracias. Prefiero comer luego y beber algo a la hora de la comida. Se iba. Pasaba detrás de James. Llevaba la cabeza algo levantada. James sintió como una sacudida. Bruscamente, de forma rara, algo confusa, alargó la mano sin mirar y la asió por el codo.
La retuvo. Sarah quedó tensa. James no pronunció una sola palabra. Sin mirada aún la atrajo hacia sí. La apretó con un brazo contra su costado y volvió un poco la cabeza de modo que quedó a la altura de la de Sarah. La besó en plena boca. De repente parecía un salvaje. Pero un salvaje tierno y cálido. Sarah se estremeció por aquella súbita dulzura encendida de sus labios que hurgaban en los suyos con ansiedad. Una fuerza íntima, imperiosa, le obligó a abrir los labios y James apretó más aquel beso. Una de sus manos soltó la copa que sostenía y cayó como al descuido en los senos femeninos. Los acarició un segundo. Sarah se estremeció y blandamente se separó de él. Era lo que tenía James. Creía saber por qué soportaba sus arrebatos de celos, sus insultos. Por aquella pasión súbita que le encendía de vez en cuando y que al ocurrir dejaba en ella como una huella candente. Sin frases, ni por parte de él ni de ella, Sarah se fue separando de él y se encaminé al comedor. James quedó allí con las piernas un poco separadas, y mudamente asió la copa y la llevó a los labios. Lo bebió en dos tragos. Después, nerviosamente, encendió un cigarrillo. No quisiera ser como era. Le hubiera gustado olvidar el pasado. Incluso permitirle a Sarah salir y entrar con toda libertad, pero los celos le roían
las entrañas. Siempre estaba pensando que si Sarah salía sola, se enzarzaría con el primero que pasara. Era bonita, pero sobre todo atractiva, sexy... Se le miraba cuando iba por la calle. Incluso cuando salía con él la miraban los hombres. Él hubiera querido fulminarlos a todos. «¿Por qué seré así?», se preguntaba. No quisiera ser como era, pero no podía remediarlo. De repente oyó su voz: —La comida está servida, James. ¿Pasas al comedor? Su voz cálida. ¿Qué tendría él que hacer para enfadarla? Era lo peor. Nunca se enfadaba. Únicamente, en silencio, se cerraba en su cuarto, y la noche que él decía algo desagradable no tenía esposa a menos que fuera a buscarla, y no iba jamás. Él tenía su orgullo. Pero bien sabía que las cosas así no marchaban. Un día u otro Sarah se cansaría de soportarlo. —Mañana es domingo —dijo al llegar al comedor—. Me gustaría ir a almorzar con los padres. Podíamos pasar allí la noche. Sarah estaba sentada desplegando la servilleta. Estaba seria. Sus ojos grises no relucían. —¿Estás de acuerdo, Sarah? —¿Cuándo me preguntas? —Te estoy preguntando. —Haz lo que gustes. Y empezó a comer lo que, silenciosamente, servía Rose. James también empezó
a comer, pero en su frente se plegaba una profunda arruga. —Un día —dijo Sarah de súbito— voy a plantear la papeleta. —¿Qué papeleta? —preguntó él, asombrado. —La nuestra. —¿Es que existe algo con lo que no estés de acuerdo? —Todo. Y guardó de nuevo silencio. James no preguntó con qué no estaba de acuerdo. Presentía que de seguir por aquel camino iba a perder a Sarah y el solo pensamiento de perderla le ponía los pelos de punta.
CAPÍTULO 9
Estaba en su cuarto, sentada ante el tocador. Nada más comer, se había levantado, dado las buenas noches y se había ido. Allí se quedaba James con sus manías y sus represiones. Tal vez ella había cometido un terrible delito amando a Cliff, pero aquello había pasado a la historia. Estar sufriendo las consecuencias una vida entera ni le parecía justo ni estaba dispuesta a aceptarlo. Lo mejor de todo era poner las cartas boca arriba, discutir el asunto, y de seguir James por aquel camino, plantarlo y ella rehacer su vida. Era demasiado joven para luchar tanto. Para soportar los arrebatos pasionales e irritantes de James. Si él tenía complejos que los destruyera, o si no, que fuera a sofocarlos contra quien quisiera, pero no con ella. Igual que había ocurrido con la entrada del cine, ocurría con cualquier cosa. Pensó que si Rose no recoge la entrada del suelo y dice que es suya, estaría James aun discutiendo el asunto. No lo soportaba. Cada vez se cansaba más. Lo que al principio le parecía que se disiparía, a la sazón ya dudaba de ello. James sería siempre como era, sin más. —Sarah —oyó su voz. Miró sobresaltada. James estaba en la puerta de comunicación. En pijama a rayas. Un batín encima atado de modo muy flojo como si el cinturón se le fuera a escurrir de la cintura de un momento a otro.
Ella también vestía pijama azul, sin bata encima. Estaba descalza sobre la moqueta y automáticamente cepillaba el negro cabello. —¿Qué ocurre ahora, James? —preguntó de mal talante. Él no estaba habituado a que Sarah le hiciera frente. De tanto echarle en cara su culpa, Sarah había llegado a la conclusión de que era culpable, pero ya no más. —Dices que podíamos hablar. —Yo no he dicho eso, James. —Lo has dejado entrever. —Y crees que hablando se arreglará todo. Tú siempre llevas razón, y si no la tienes, que casi nunca la tienes, te empeñas en tenerla y anulas con un gesto cualquier cosa razonable que yo diga. Como, por ejemplo, antes de casarte has tenido mil y una aventuras. Y yo que solo he tenido una, soy la condenada por ti, y yo no puedo condenarte. Pues te equivocas. James la miraba cegador. Sus ojos, de tan azules, casi parecían blancos o muy oscuros. Según la expresión que les diera. —Una mujer tiene el deber de mantenerse virgen. —Es muy fácil de decir, pero cuando una persona ama no piensa en esas cosas. Se limita a vivir y a desahogar su amor. Sí, no me mires de ese modo. Tal vez nunca te he dicho esto. Pero te lo digo hoy y es bastante pronto —de súbito se envalentonó. Estaba hermosa con su ira en los ojos—. He querido a un hombre como, seguramente, tú habrás querido a cien mujeres. Yo he querido a uno solo —meneó la cabeza dubitativa—. Eso no quiere decir que le siga queriendo. Fue algo que pasó por mi vida cuando tenía diecisiete años. ¿Se me puede condenar eternamente por ello? Es absurdo que yo viva una cruz por algo que ya ha pasado. Yo no tengo celos de tus antiguas amigas. Ni de las presentes ni siquiera de las futuras. Nada tiene que ver eso con el amor. Me refiero a los amigos que
podemos tener los dos. Si no crees en la fidelidad de tu mujer, es mejor que te mueras. Yo creo en ti, ¿por qué tú no tienes que creer en mí? —Miramos la vida desde prismas diferentes —dijo él, avanzando y yendo a sentarse en el borde de la cama de su mujer—. Yo te soy fiel. Pude tener aventuras antes de casarme. ¡Qué hombre no las tiene! Pero ahora solo existes tú. Ella giró en el taburete y se le quedó mirando interrogante. —Y yo por haber amado una vez a un hombre determinado, tendré que estar amando a todos los demás hombres además de amarte a ti. ¿Por qué razón no puedes pensar que en este instante soy tu mujer y no me pasa ninguna tentación por la cabeza? James apretó las dos manos entre las piernas abiertas. No la miraba. Tenía los ojos fijos en el suelo. —Es distinto, ya te dije. —Pobres razones las tuyas. Al paso que vamos, caminamos hacia un divorcio sin remisión. James alzó vivamente la cabeza. En sus ojos vio Sarah el desconcierto. —Nunca has dicho eso. —Un día tendría que decirlo. —Siempre me has sido sumisa. Has lamentado tú misma lo sucedido. —Creo que se acabó mi paciencia, James. Me he casado contigo y debiera bastarte. Te he obedecido hasta ahora, pero estoy acabando la paciencia. Soy una persona hábil en mi profesión y tengo allí esperando mi empleo. ¿Por qué no podría serte fiel y al mismo tiempo trabajar? ¿Crees que se puede alimentar tu cariño de dudas y sinsabores? —Es la primera vez que dices esas cosas. Nunca mencionaste querer volver a trabajar.
Sarah se levantó. Dio algunos pasos por el cuarto. No es que dominase la situación, pero al menos no se quedaba callada ante los reproches de James. Ya estaba harta. Tampoco podía saber, y es que no lo sabía, si todo lo que decía se lo inducían las llamadas de Cliff y su recuerdo, pero de cualquier forma que fuera su paciencia había llegado al límite. Una cosa era su matrimonio con James y lo que aquel pudiera gustarle, y sin duda le gustaba lo suficiente para vivir con él, y otra soportar sus exabruptos.
* * *
—Voy a volver, James —dijo resueltamente—. Mañana mismo. Tómalo como gustes. Pero mañana a la mañana llamo a Karen y le pregunto si me tiene reservado el puesto. En realidad, si continúo en esta casa encerrada voy a enloquecer y además que nunca sabré si te quiero lo suficiente como para volver a casa a la hora habitual de dejar el trabajo. No sé aún si debido a mi encierro soy lo bastante fiel y honesta como para amarte. —Nunca daré mi consentimiento para que trabajes. No lo necesitas. —Eso es lo terrible. Que así, sin luchas fuera del hogar, teniendo solo las que tú provocas, no sé si al salir a la calle daré saltos de alegría y me colgaré del primer cuello masculino que encuentre. Es más difícil serte fiel fuera de casa, que obligada aquí en ella. Eso es lo que me gustaría saber. Si trabajando y saliendo todos los días camino de mi deber profesional, soy lo bastante fiel para volver a tu lado deseando hacerlo. —No te entiendo. —Es muy fácil. ¿Te soy fiel porque tú me encierras para que lo sea o te lo soy porque te quiero y deseo sértelo?
James parecía alelado. Se levantó y parecía tambaleante. —Yo te quiero —dijo roncamente—. De tal modo que me da miedo... El solo pensamiento de perderte me enloquece y me hace ser como soy. Sarah avanzó despacio hacia él. La miró fijamente, tanto que él parpadeó confuso. Sarah se daba cuenta de que empezaba a ganar peldaños en aquella callada lucha entre ella y James. O dejaba de ser celoso, o le daba libertad para vivir, o todo terminaría en una fosa y nadie se acordaría de lo que había dentro. Y habría un rotundo fracaso matrimonial. —Jamás —dijo, y su voz tenía una rara vibración—, no puedes tasar todo mi presente y mi futuro por algo que ocurrió cuando no te conocía. No estoy dispuesta a que tases me vida a través de eso. No lo soporto. Un día u otro esto tenía que ponerse boca arriba y lo estoy poniendo. —¿Tienes recuerdos de ese pasado? —preguntó él de modo raro. —No, o sí. No sé. Todo depende de tu comportamiento. Si eres generoso y razonable no los tengo por qué tener. Si eres pendenciero y ruin, sin duda echaré de menos lo que en otra época fue grato y apacible para mí. Te repito que todo depende de tu comportamiento para conmigo. Dices que amas. Yo creo amarte a ti y no me ha pasado por la mente buscar aventuras lejos de ti y de esta casa. Pero si tanto dudas de mí terminaré por engañarte aun sin darme cuenta, simplemente para que te salgas con la tuya. James, atragantado, alargó una mano y asió los dedos femeninos caídos a lo largo del cuerpo. Apretó aquella mano con desesperación. —Sería capaz de matarte si me engañaras —dijo con un ronquido. Sarah rescató su mano y la pasó por el pelo con desgana. —Es mejor que te retires, James.
—¿No puedo quedarme a tu lado esta noche? Sarah se asombró de su voz ansiosa. Del mirar largo de sus ojos. Del temblor convulso de sus labios. ¿Tanto la quería? ¿Había tenido que salir ella de sus casillas para descubrir la pasión íntima que aquel hombre, su marido, sentía por ella? Bruscamente cayó sentada en el borde del lecho. Y casi en seguida lo sintió sentarse a su lado y sintió a la vez en su costado el calor del costado de James. No volvió la cabeza para mirarlo. Pero sentía en su cara el calor de la mirada masculina, cegadora, ansiosa, perturbada e irritada al mismo tiempo. —Nunca me has hablado así, Sarah. ¿Te das cuenta? Le hablaba muy cerca. Casi pegada su boca a su oreja. Sarah miró al frente. Se sentía desmadejada. Había soltado todas las frases que quiso. ¿Inducida por qué? No lo sabía. Tampoco sabía si amaba tanto a James como para probarlo hasta el fin. ¿Merecía la pena? La mano de James se deslizó por su busto y ella volvió la cara y tropezó con los ojos azules de su marido. Eran cálidos y al mismo tiempo chispeaba en ellos un fuego abrasador.
—Te deseo mucho —le oyó decir quedamente— y te amo. Pero... —¿Pero...? Él no respondió. La tiró hacia atrás. Se inclinó hacia ella tapándole el cuerpo con el suyo. No la besó en seguida. Con un dedo le delineó las facciones. Una por una. Con sumo cuidado. Ella no recordaba haber sentido a James así desde que se casó con él. Seguramente que en cualquier momento saltaría como un corzo y diría insultos sin fin y se iría sin poseerla. Era lo habitual en James. Tan pronto se encendía como una hoguera, como la dejaba sola después de insultarla. Pero en aquel momento estaba siendo sencillamente exquisito, delicioso, casi perturbador. No, no recordaba ella a Cliff en aquel momento. Lo de ella y Cliff fue todo distinto. En aquella época ella vivía y no tasaba lo que vivía, ni siquiera lo reflexionaba y pocas veces lo saboreaba precisamente por vivirlo un poco inconscientemente. No era mujer madura en aquel entonces. Aprendió a serlo con James. Era todo muy distinto. El dedo que delineaba sus facciones se juntó con los otros cinco y así asieron el mentón femenino. Lo oprimió un poco, de modo que ella quedó con los labios entreabiertos y fue cuando James se derrumbó sobre ella y la besó en plena boca. Largamente.
Parecía diferente. Tenía como fuego en los labios al diluirse en los suyos. No mil veces. Una sola vez prolongadamente hasta que ella, como inconsciente, levantó los brazos y le rodeó el cuello. Fue la noche más intensa de su vida. Una noche loca y delirante. Cuando se dio cuenta James decía a media voz: —Vas a coger frío. Se vio como estaba y lanzó un suspiro. Se cubrió con la sobrecama. Él se había levantado y ataba la camisa del pijama. La miraba desde su altura. —Mañana iremos a la finca de mis padres —dijo como si no recordara haber vivido con ella—. Y, por supuesto, ve pensando en dejar esa idea de trabajar. Gano yo suficiente para los dos. Ya era distinto. Sarah se daba cuenta de que en su cara se plasmaba ya aquel feo celaje de dudas y resquemores. ¿Qué pensaba James? ¿Que había sido él como pudo haber sido con el primer hombre? Lo veía irse a paso corto, como si arrastrara los pies. —James —llamó, enérgica. Él no se volvió. —Madrugaremos mañana —comentó tan solo.
Y se fue de súbito a paso largo. Sarah parpadeó aturdida. No era la primera vez que ocurría así, pero aquella noche James fue tremendamente apasionado y sensible. Se diría que en él había dos hombres. El que se acostaba con ella y el que se alejaba sin poderlo remediar. Saltó del lecho y se puso la bata, que tenía a los pies del lecho, sobre su cuerpo desnudo. Se fue al baño. Necesitaba sentir en su cuerpo la presión del agua templada.
CAPÍTULO 10
Era muy temprano cuando, aún en pijama y bata, estaba en el salón. Ni Rose andaba levantada. Ella se sentó junto al teléfono y levantó el auricular. Marcó un número. Tardaron mucho en responderle: —Sí... —Karen... —¿Qué? ¿Qué hora es? ¿Eres tú, Sarah? ¿Qué ocurre? —Siento haberte despertado —siseó Sarah. —¿Te vas a separar? Sarah no pudo por menos de omitir una risita. —No. No creo... Solo te despierto para preguntarte si el lunes puedo ir a mi trabajo. —¿Cómo? ¿Qué? —Lo que has oído. —¿Qué ha ocurrido? —Nada de particular. Pero así no es vivir. Necesito realizarme. Sentirme yo... Por encima de todo yo. —¿Y qué dice James a eso?
—No se lo dije aún como hechos consumados. No creo que lo crea aunque se lo diga. Pero hay que forzar las situaciones. He descubierto algo grandioso. —¿Qué es ello? —Que James me ama por encima de todo. Siendo así, o lo habitúo a vivir como dos personas civilizadas o nos divorciamos. Una de dos. —Y tú... ¿quieres divorciarte? Sarah miró al frente. Tuvo la sensación de ser poseída de nuevo por su marido. Sacudió la cabeza como si Karen la estuviera mirando. —No. Supongo que no. Pero no hay más alternativa que probar. Probarme yo ante el mismo Cliff y probar a James. —¿No es temerario eso? Es posible. Pero no sabré lo que necesito a James mientras esté encerrada aquí. Creo que de seguir así incluso puedo perjudicar a James. Él no se ha dado cuenta aún, pero terminará dándosela y mandándome a su abogado. —¿No has podido decir todo eso en otro momento? —No. James está en su cuarto. Rose no se levantó aún, y dentro de dos horas estaremos camino de la finca de los Robertson... Pasaremos allí todo el día. —Con tus suegros. —Sí. —Sarah... —un titubeo—, ¿has tenido algún fuerte altercado? —Nunca son fuertes, ya te lo dije en otra ocasión, son trifulcas a media voz que lastiman más que los gritos. Los celos de mi marido lastiman más que un escándalo a viva voz. De todos modos esto tiene que acabarse. De una forma u otra le pondré fin. O terminaremos para siempre o me acepta tal cual soy, con mis defectos y virtudes, tal cual yo le acepto a él. —Karen parecía totalmente despabilada.
—¿Se lo has planteado así? —No. No así mismo, pero lo haré en el día de hoy. No sé si de camino hacia la finca de sus padres, o antes de levantarnos de la mesa del desayuno. Supongo que si lo hago durante el desayuno, no habrá viaje a casa de mis suegros. —Una pregunta, Sarah, ¿has reaccionado así, o vas a reaccionar, pensando en alguien determinado? Sarah no pensó en Cliff. Nada más lejos de su mente que Cliff en aquel instante. Pero dijo con rotundo acento: —Sí. Karen tardó en responderle. Pero al rato hizo la pregunta: —¿Cliff? Sarah quedó mirando al frente. ¿Cliff? ¿Era el recuerdo de Cliff el que la envalentonaba? ¿Acaso sus llamadas telefónicas mañaneras? —No —dijo rotunda—. Lo hago por una persona, pero no es Cliff. De momento lo hago por James. —Ah. —Creo hacerle un bien reaccionando así. O una cosa u otra. O nos divorciamos o empezamos a vivir como dos seres civilizados que se disculpan sus mutuos defectos y aprecian sus mutuas virtudes. Eso es lo que haré y el motivo por el cual lo hago es James. O despierto en él el sentido de la justicia y el razonamiento, o no habrá fuerza humana qué le haga salir de ese infeccioso cascarón en el cual vive. —¿Y tu ambición personal? Porque en tu antiguo trabajo ganas un sueldo, pero
no te da para modelos, pieles o trajes y tendrás que volver a tu cuarto de soltera. A tu cuarto de paredes encaladas, a tu cama de duro colchón, a tu taza de café a veces frío y a tus comidas en cafeterías o restaurantes baratos. Sarah miró al frente de nuevo. Se veía a sí misma en la lucha de cada día. Sus diseños, sus comidas a veces frías e insípidas, sus trajes corrientes, su cuarto solitario. Ni eso le arredraba. O poseía todo en un conjunto añadiendo a James o lo perdía todo y también a James. Pero tener las cosas a medias, saborear la riqueza y faltarle el cariño y la comprensión del marido, no lo soportaba más. Se acababa la paciencia. Todo tiene un límite. La de ella había tocado a su fin. Y todo por una entrada de cine partida a la mitad. Se preguntaba si un día hubiera ido al cine de verdad. ¿No era natural que fuera mientras su marido estaba trabajando? ¿Por qué no podía ella salir sola a comprarse una cinta o un ramo de flores? ¿Es que iba a someterse todo el resto de su vida a vivir como una encarcelada? Se consideraba una buena chica. Y creía serlo. Honesta, cariñosa, deseosa de un hogar, de hijos, de familia, de ternuras compartidas con su esposo. Y solo tenía pasión. Además era una pasión desmedida, pero rara, confundida con una ira enconada que llevaba incluso cada caricia. —Sarah, ¿estás ahí? —Sí. —Es que no contestas.
—Pensaba. —Ah. ¿En qué? —En la respuesta más honesta que debo darte. —¿Y la has encontrado? —Desde luego. Rompo con todo, me expongo a perderlo todo. No siento las ambiciones del principio o será que ya me habitué a tener todo cuanto deseo. Tal vez cuando me falte lo añore. Pero no puedo ser toda la vida un objeto. —Y ahora te sientes mujer objeto. —Ciertamente sí —de súbito guardó silencio para añadir en voz baja—. Siento ruido. O se ha levantado Rose o es mi marido. —Entonces corto y me voy a la cama otra vez. Es domingo y no tengo ninguna prisa en levantarme. —Aguarda. —¿Qué más cosas me quieres decir? —preguntó Karen con voz cálida—. Sarah, estás en este instante cargada de decisión. ¿No te fallará después? Tu marido es persuasivo. En cierto modo te domina. Yo noto que le quieres más de lo que supones... ¿No tendrá James frases lo bastante acertadas para cortar tus alas de independencia y libertad? —No. Ya no. Y no lo hago por salir a la calle a respirar libertad. Es que tengo necesidad de saber hasta qué punto me necesita James y yo le necesito a él. La vida así no es posible continuarla —añadió resueltamente y estaba aún más resuelta de lo que ella misma pensaba e incluso de lo que pensaba su amiga Karen—. Los celos de mi marido, sin fundamento alguno, son hirientes. Me duelen y me destruyen. Una de dos, o me destruye él a mí o rompemos los dos con esta unión. Pero yo no estoy dispuesta a que los celos infundados de mi marido me destruyan. Soy persona y como tal he de defenderme. Quiero mi parcela de libertad que nada tiene que ver con mi cariño. O si tiene que ver con él, la libertad no impide que yo siga amando a James. ¿Hasta qué extremo le amo? No lo sé. Ni sé aún si mañana mismo me agarro de la mano de Cliff y me marcho a vivir con él. No sé nada aún de mí misma, Karen, y es lo que necesito
descubrir. —¿De qué manera piensas hacerlo? —Trabajando. Saliendo y entrando, convirtiéndome en un ser humano más de los que pululan por Cleveland de su trabajo a casa y de casa a su trabajo. —Pero tú estás casada con un hombre rico. —No lo dudo. Y sé también que en otras circunstancias ni se me hubiese ocurrido volver a mi antigua profesión. —De haber tenido hijos tal vez las cosas se desarrollasen de otro modo, Sarah — la voz de Karen tenía como una rara reticencia—. ¿Los evitas? Sarah dio un salto en el butacón. —Claro que no. —¿Y no has ido al médico? Después de dos años lo lógico es que tuvieras un hijo. —No he pensado en ello. Dada la lucha íntima que tengo en el hogar, no eché de menos aún un hijo. Además, de momento prefiero que no vengan porque para sufrir basto yo. No soportaría que un tercero, y además hijo mío, se percatara de la lucha interna que existe entre James y yo. —Tienes el trabajo allí, Sarah. Puedes ir el lunes, pero piénsalo un poco más y discútelo con James. Dado su carácter es muy posible que no te lo permita en modo alguno. Y es posible asimismo que ello sirva para llegar a un desastre matrimonial irreparable. —No —cortó Sarah con súbita energía—. No, porque si su amor es verdadero, lo terminará entendiendo. Y solo cuando vea su cambio absoluto dejaré de trabajar y empezaré a vivir de nuevo, pero de otra manera y nunca supeditada al encierro en este lujoso hogar. Al otro lado del hilo telefónico, Sarah oyó el suspiro de Karen. —Te veo divorciada y casándote con Cliff o viviendo con él, que para el caso es
igual. Sarah entrecerró los ojos. ¿Se veía ella así? No del todo. No sabía si la idea le agradaba o le dolía. Pero sí sabía una cosa, cuando se levantara James le expondría lo que pensaba hacer le gustara o no le gustara, y aún le daría razones más plausibles que le estaba dando a su amiga en aquel instante. —Te veré el lunes —dijo por toda respuesta—. Sin duda me agradará mucho sentarme de nuevo ante el tablero del estudio. —Si decides no ir, me llamas, Sarah. —Es que ya lo tengo decidido. Iré. Adiós, Karen. Y colgó. Se sintió más a gusto. Se fue a la cocina y como tenía por costumbre saludó a Rose y le pidió un café. —Hace un día espléndido, señora —dijo Rose entregándole el café negro—. ¿Van a salir esta mañana? —No lo sé, Rose. Es posible que sí y es muy posible que no. De todos modos ya te advertiremos a tiempo para que hagas o no la comida. —Si los señores no salen iré a ver a mis sobrinos. —De acuerdo. Y fue a cambiarse de ropa.
CAPÍTULO 11
No sintió un solo ruido en la alcoba contigua a la suya, lo cual le indicó que James aún dormía. Se metió en el baño que compartían ambos y cerró la puerta por el lado de la alcoba de su marido, después se despojó de la bata y el pijama. Se metió bajo la ducha y como hacía siempre, forzó la presión del agua para que saliera con más fuerza y empezó a enjabonarse el cabello. Lo hizo con vigorosos movimientos manejando después la manopla de duras púas contra el cuerpo, de forma que la sangre empezó a bullir. Después dejó el agua rodar por su piel hasta despojarla de todo el jabón. Así se perdió en el interior del albornoz. Descalza, con el cabello empapado, lo enrolló dentro de una toalla y dispuso el secador. Ella no necesitaba ni peluquería ni maquilladora. Se las apañaba sola porque tenía un atractivo natural y juvenil capaz de ser bella sin necesidad de afeites. Con el cepillo dio forma al cabello y pasaba el secador con su paciencia habitual. A la media hora el cabello parecía recién salido de la peluquería, pero mucho más esponjoso y brillante que de una peluquera. Se arregló un poco la cara. Un suave maquillaje dorado, una sombra en los ojos, una pincelada en los labios y después procedió a vestirse. Su ropa interior era primorosa, como ella, y sus modales exquisitos y su clase natural. Una vez puesta la braga y el sujetador, salió del baño y abrió un armario. Sin sacar ropa se acercó a la ventana y levantó la persiana de modo que el sol le inundó la alcoba. Un día espléndido de pleno verano. Se estaría a gusto en la finca de sus suegros. Gente buena aquella pareja. Gente rica, pero sencilla y afable. Parecían quererla. Ella también les había
tomado profundo afecto. Mildred y Peter Robertson eran personas llenas de humanidad y comprensión. Seguramente que creían felices a ella y su hijo. Podían serlo, pensaba Sarah. Sin duda elementos para ser dichosos poseían ambos, pero el carácter de James quisquilloso y absolutista no daba paso a una felicidad plena. O dos personas se entienden, se aman, se respetan y se comprenden disculpándose sus mutuos defectos, o todo es pura pantomima. Ella había llegado a la conclusión de que no aceptaba pantomimas. O era real lo que vivía y sentía o era ficción, y si fuese esto último, lo mejor era dejarlo. No suponía bastante la riqueza de su marido para que ella se convirtiera en una pobre mujer presa y desvalida, dominada por la voluntad del esposo intransigente. Debió de pensarlo antes. El por qué lo decía aquel día, no lo sabía. Ni siquiera sabía si era inducida por las llamadas de Cliff. ¿Tanto suponía aquel recuerdo en su vida? No, de no ser por James ella hubiera olvidado a Cliff el mismo día que se casó con su marido. Pero la actitud intransigente de James haciéndole recordar el pasado, hacía de aquel pasado un total presente. Era contra lo que luchaba. Contra el fantasma de aquel pasado que James, con su hacer inadecuado, retornaba al presente. Se puso un pantalón blanco ajustado en las caderas y algo ancho por los bajos. Se miró y giró tres veces ante el espejo. No estaba mal. Era esbelta y sus caderas redondas, sus piernas largas y derechas. Tenía un busto túrgido, de senos firmes. Sacudió el pelo y un suave perfume envolvió la alcoba. Buscó en los cajones una camisa y revolvió entre varias de seda natural. Era de un verde botella, de forma sencilla, abierta por los lados, camisera... Se la puso y
se miró dando dos vueltas más ante el espejo. Le sentaba como un guante. Hacía relucir sus negros cabellos y los ojos grises, en contraste, aún parecían más glaucos. Sobre los mocasines de tacón medio, se puso un poco sobre las puntas de los pies y se miró de perfil. Perfecta. En esto estaba cuando apareció la cara redonda de Rose en la rendija de la puerta. —La llaman al teléfono. Cliff. ¿No le tenía advertido que no la llamase los domingos? Molesta se dirigió al salón y sin sentarse llevó el auricular al oído. —Dígame. —Sarah, soy yo. Claro, Cliff. Respiró fuerte y sin separar los ojos de la puerta por donde en cualquier momento pudiera aparecer James, murmuró: —Te tengo advertido que los domingos me ignores. —Me gustaría salir contigo. —También a eso te di respuesta. —Sarah... —Lo siento. No sabes cuánto lo siento, pero entre tus deseos y mi tranquilidad, pesa mucho más mi tranquilidad. Buenos días, Cliff. Y colgó sin esperar respuesta. No le dolía haber sido dura.
En cambio sí sentía una profunda inquietud por todo lo que pensaba discutir con James. Se dirigió de nuevo a su cuarto y vio la puerta del baño abierta y a James en pijama por el interior del baño. Evocó lo vivido con él la noche anterior y un tibio rubor la invadió. James la miraba aprobativo. —Estás muy veraniega —le dijo empezando a afeitarse, pero sin dejar de resbalar sus ojos por la figura femenina. —Has dicho que íbamos a casa de tus padres. Es la ropa apropiada para andar por una finca. —Estaré listo en seguida —dijo él por toda respuesta. —Te espero en el comedor.
* * *
Se hallaba ante el ventanal contemplando absorta la calle por donde rodaban automóviles y pasaban los transeúntes en aquella espléndida mañana de sol. Tenía el visillo levantado y cuando oyó los pasos masculinos se volvió. James parecía más joven con aquella ropa. Cualquier otro día aparecía vestido con ropa clásica, corbata, camisa, traje entero de colores más bien oscuros. Pero aquella mañana James vestía un pantalón beige sujeto a la cadera y como cayendo un poco, sin siquiera cinturón, y una camisa azulina de manga corta. Su pelo rubio peinado hacia atrás despejaba la frente pensadora y los azules ojos parecían relucir en su piel más bien tostada. —Nos iremos tan pronto hayamos desayunado —entro diciendo—. Podemos regresar el lunes por la mañana e incluso si tú quieres quedarte allí, yo iré en la tarde del lunes. Era un buen momento para iniciar la conversación o, por lo menos, llegar al objetivo que ella se proponía.
Y no se anduvo con medias frases. Estaba seria. Bonita y sumamente atractiva, pero seria y su voz resultaba muy firme, cosa rara en ella que ante James tenía casi siempre sus vacilaciones. —El lunes no podré faltar en la ciudad. Pienso ir a trabajar. James, que iba a sentarse, se quedó de pie. La miró cegador. —¿Qué dices? Sarah se sentó y desplegó la servilleta. Como Rose servía el desayuno no respondió de inmediato y James, sin dejar de mirarla esperando una respuesta, se dejó caer ante la mesa. Rose dejó las bandejas con el desayuno y se fue silenciosamente cerrando la puerta tras de sí. —No pienso quedarme más aquí esperando que tú vengas, hagas reproches, me restriegues el pasado por las narices y me hagas tu amante en el momento que te apetezca. Era duro, lo sabía. Pero también que si no planteaba así las cosas, nunca podría hacer lo que pretendía. —Cuando nos casamos —apaciguó él cauteloso— los dos llegamos a un acuerdo. Tú no trabajarías más. —Pero las cosas no fueron como era de esperar. —No me culparás a mí de ello. —Te culpo. Y le miró desafiadora. James no se alteró.
Era lo peor de él. Nunca se alteraba. Su cólera se traslucía en sus ojos o en las palabras; pero nunca levantaba demasiado la voz. Pero aun así, resultaba si cabe más hiriente. Ella hubiera preferido verle hecho un energúmeno. Salvo dos o tres veces desde que se casó, no lo vio así, sino, más bien insultante, pero silencioso y sus ojos acusadores fijos, terriblemente fijos en ella. Como en aquel instante. —Es tremendamente chocante que me culpes a mí de algo de lo que debieras culparte tú misma. —No estoy tratando aquí del pasado. Ocurrió —le miró furiosa—. ¿Y qué? ¿Puedo volver atrás? ¿No he purgado bastante un cariño que tuve en una ocasión? ¿Soy por eso una pecadora? No lo es ni la prostituta que luego se arrepiente, cuanto menos yo que tuve un amor y se lo di todo, pero cuando me casé contigo, sin duda alguna te fui fiel. Y lo que me pregunto es si te lo fui porque me forzaste a sértelo o porque realmente quería serlo yo. Es lo que ahora descubriré. —¿Pero qué dices? —Eso. Lo tomes como lo tomes yo saldré a la calle, hablaré con quien me plazca, trabajaré y conversaré con amigos que me encuentre en cualquier lugar. Necesito libertad. Y no tanto por mí como por ti. De esta manera cualquier mujer es fiel. Así no cabe lugar a un desliz. Yo quiero el peligro y salir de él airosa por tu cariño. ¿Que no te quiero? ¿Que lo descubro volviendo a mi vida de profesional de antes? Te lo haré saber. No creo que seamos la primera pareja que se divorcian. James aplastó las manos en el borde de la mesa. Inclinó un poco el busto. —O sea, que lo que tú deseas es el divorcio. —Otra vez sin entenderme. No quiero el divorcio. Pero sí deseo saber si lo puedo querer o no. Así no lo sabré jamás. Me hartaré de ti y de tus exigencias. Seré tu amante y no tu esposa. Siempre estaremos atados a un pasado. O disipamos entre ambos ese pasado o el pasado nos traga a nosotros y la convivencia matrimonial. —Eso es absurdo. El que ama el peligro perece en él.
—Es tu apreciación, pero no la mía. El que ama el peligro o triunfa o se estrella. Yo prefiero estrellarme con todas las consecuencias, que tener un triunfo mezquino. James se levantó. Miró en torno con expresión ausente. —De modo que quieres libertad absoluta. —Exactamente. Y haré de ella lo que el cuerpo me pida. No sé si me pedirá quererte más o dejar de quererte por completo. Ya lo sabremos en el transcurso de los días. Estaba de espaldas a ella. Sarah no podía ver su semblante, pero se lo imaginaba demudado. —Esa es tu decisión. Lo decía sin preguntar. Su voz era ronca y extraña, como si en el fondo le silbara una contenida vibración. —Lo es. Hablé con Karen esta mañana. Volveré a mi antiguo empleo. —Y verás al hombre al cual quieres aproximarte. —También es posible —dijo secamente—. Pero no sé aún si desearé volver con él o quedarme a tu lado. James giró en redondo. Sus ojos estaban inmóviles. Tanto que Sarah pensó si la iría a despedir en aquel mismo instante. Pero no, la voz masculina volvía a ser mesurada, algo sibilante, pero lo bastante sosegada para desconcertar nuevamente a Sarah. —Puede ocurrir que una vez hayas salido por esa puerta, yo te prohíba la entrada.
—También me expondré a eso. Como él no decía nada, Sarah añadió de modo raro. Le temblaba un poco la voz y James pensó que aquella sensibilidad femenina salía a flor de piel y quizá se debía a que él la estaba ofendiendo siempre con sus dudas. —Es posible que me duela que no quieras itirme. O puede ocurrir que no me duela nada. Eso lo sabré pronto. Pero si no ites que viva como debe vivir un ser humano, con entera libertad y sometida a los deberes que su conciencia y cariño le dicte, vale más que me lo digas ahora. Creo que te quiero —añadió después de una pausa que él no interrumpió—. Me parece que profundamente. Pero lo que no soporto son tus dudas, tus reproches y que me tomes como amante cuando te viene en gana. Necesito estar a tu lado para todo. Para hablar de tu trabajo, para sufrir tus inquietudes y compartirlas, para amarte y consolarte si es preciso. Tú, en cambio, me tienes en casa para dos cosas. Para reprocharme un desliz del cual ni me acuerdo y para hacerme el amor cuando te acomoda. No —sacudió la cabeza—. No más. Se terminó todo este estado de cosas. O me ites como soy o me dejas salir, y dime antes de salir si puedo entrar o busco refugio en cualquier otro sitio. James no respondió en seguida. Se diría que medía el pro y el contra de sus propios pensamientos. Mas, era evidente que estaba haciendo un sobrehumano esfuerzo para mantener aparentemente la tranquilidad y el equilibrio. —Si tú quieres probarte a ti misma —dijo al fin yendo de paso hacia la puerta—, es mejor que lo hagas. Yo también me probaré. De tus ausencias, de mis dudas y celos, puede ocurrir que surja un olvido total y una absoluta indiferencia. Pero si no probamos nunca lo sabremos —ya estaba en la puerta—. De momento puedes salir cuando gustes. Yo me voy a la finca de mis padres a pasar el día. Volveré por la noche. Sarah se levantó con firmeza. Era temperamental. Se le veía en aquel instante. En unos cuantos pasos rápidos se plantó á su lado. Era más alto que ella. Hubo
de levantar la cabeza para buscarle los ojos. Se miraron fijamente, en silencio, un rato. Se desafiaban. Intentaban medir sus propias fuerzas.
CAPÍTULO 12
Fue ella más débil. James parecía inmutable. No era fácil saber lo que sentía y pensaba en aquel instante. Mas era obvio que su cerebro no estaba vacío. Sarah debió ser más sincera que él porque dijo de modo raro, aunque temblándole un poco la voz: —De modo que desde este instante ya me dejas a mi propia merced. Pero ello, dado tu modo de ser, no significa que estés de acuerdo, sino, muy al contrario, que a tu regreso de casa de tus padres, habrán aumentado tus dudas. Ello dice poco en bien tuyo. Nada en tu favor, porque si para tenerme segura y fiel has de mantenerme cerrada, yo en tu lugar no querría esa forzada fidelidad. James no se derrumbó. Pero fue menos enérgico cuando dijo: —No pareces entender lo que me ocurre, Sarah. Quisiera que penetraras en mí. Cierto que soy anticuado como dices. Que la vida actual no parece haber sido hecha para mí. Si pienso así y soy así, ¿acaso tengo yo la culpa de dudar de todo cuando tú me diste motivos para esa duda? Jamás se me ocurrió pensar que el día que me casara, no estrenaría a mi mujer —meneó la cabeza con pesar. Su voz era un silbido—. Quisiera ser moderno, creer en las gentes y en las cosas. Pero no me es posible. Y de no haberte querido tanto, te habría dejado el mismo día de la boda. ¿Puede alguien culparme de esta debilidad que alimenta mi duda? Nadie sensato lo haría. Tendrían que fundirme de nuevo y no me han fundido. He nacido así y así crecí... Parece ser que los hombres de hoy no dan demasiada importancia a la virginidad. Para mí sigue siendo esencial. Te quise tanto que no tuve valor para dejarte. Pero ¿puedes, honestamente, pedirme que olvide eso? Y como Sarah le miraba dolida, él añadió con bronco acento: —No me mires así. No estoy demente. Ni soy un idiota. Tampoco soy celoso
como piensas. Lo único que me ocurre es que tú no le das importancia alguna a lo que tanta tiene para mí. ¿Por qué no pensar, así pues, en que al salir a la calle aceptarás los galanteos del primero que pase? —se llevó la mano al pelo. Se agitó—. Perdona que sea tan franco, pero es que estamos en un momento en que los dos nos quitamos la careta. O rompemos con todo o lo arreglamos para siempre. No tengo por qué pensar que tú eres voluble o frívola. Dos años saliendo solo conmigo debiera de darme la dimensión exacta de tu honrada personalidad. Pienso, incluso, que has aguantado mucho —meneó de nuevo la cabeza—. Pero es que yo no puedo evitar el ser como soy. Ahora que ya te he dicho lo que pienso, obra como gustes. No creo tener fuerzas para no itirte el lunes en mi casa. Supones demasiado de mí, pero... déjame ir ahora a la finca de mis padres. Solo. Necesito estar solo y pensar o no pensar... Pero sí que necesito estar solo. Y tú, si quieres salir, atrapar esa libertad que te falta, sal... —Y cuando vuelvas no me mirarás a la cara. —No sé lo que haré cuando vuelva. Tal vez ni siquiera vuelva. Nada más decir esto la miró a ella. Sarah estaba a su lado e iba retrocediendo hacia un sofá. Se dejó caer en él y metió las dos manos entrelazadas bajo la barbilla. Miraba al suelo. Permanecía silenciosa. —Me será duro prescindir de ti —dijo él de súbito avanzando y situándose a su lado, alzando una mano y posándola en el negro cabello. La joven alzó la cara. Se le quedó mirando interrogante. —James, ¿es posible que el pasado te domine así? ¿No es posible que sepas disculpar una falta juvenil? Yo era una niña, James. Hoy soy una mujer, sé lo que quiero y necesito —miró en torno desolada—. No sería capaz de vivir en esta jaula. Cerrada aquí como si fuera una pecadora o tu concubina... Necesito compartir tu vida —suspiró, alzó de nuevo la mirada y fijos los ojos en los azules, tan azules de su marido—. En toda su dimensión humana, James. No sé a quién dar la culpa de tu forma de ser. La educación recibida, los principios de tu infancia y adolescencia... —meneó la cabeza—. No sé a qué cosa achacar tu
íntima rebeldía hacia la liberación de la mujer. No somos objetos, James. Somos seres humanos y como tal hemos de comportarnos. Con debilidades y fortalezas, con pecados y virtudes, con defectos y cualidades. De no ser así, no seríamos seres humanos vulnerables a fallos. Se levantó. Él estaba muy cerca. Tenía la vista fija en un punto inexistente. Alto y delgado, con su elegancia natural, aquellas ropas deportivas, parecía de cuerpo más joven y de rostro casi un anciano por la madurez y pesadumbre de su mirada. Ella, impulsiva, le asió el brazo con las dos manos. —James, me parece que en este instante estamos dilucidando, sin darnos cuenta, el futuro de nuestras vidas y junto con él nuestra felicidad. Ya no soy capaz de soportar tus dudas. Cuando me casé y escuché aquella noche tus duros reproches me sentí culpable. No quiero disculpar mi pecado, si de alguna forma hemos de llamarle. Yo quise a un hombre. Le quise mucho y el corazón es grande para querer muchas veces. Yo aquella vez amé y tenía diecisiete años... Me entregué a aquel cariño de la mejor forma que supe, pero no emponzoñé mi vida por eso. Di una parte de ella. Eran mis sentimientos los que se daban. No soy una prostituta ni una cualquiera y para mí el sexo tiene suma importancia, pero siempre que vaya acompañado de un sentimiento. No sería capaz de rasgarme las vestiduras y acostarme con el primero que encuentro, y oyéndote y viéndote a ti esa es la sensación que me doy de mí misma. Y es la que quiero descartar. La que necesito liberar. ¿De qué forma hacerlo? Solo tasando tu cariño a través de mis vivencias comparadas con otros seres que trate en la calle. O se es fiel a un sentimiento o se es una cualquiera. Yo sé ser fiel a un sentimiento. También te digo que si en este momento no te amase, te diría adiós sin más. No usaría palabras, ni disculpas, ni debilidades. Te diría adiós únicamente y me importaría un rábano lo que pensaras. ¿Nunca has llegado tú a esas conclusiones? Había llegado a todas. De tanto pensar, le parecía que el cerebro se hacía agua.
Se daba cuenta del punto de vista expuesto por Sarah. Sabía que tenía razón, pero él no podía evitar el tener miedo a perderla y para evitarse ese miedo confiaba que cerrada en casa o saliendo solo con él la tendría segura. Pero ya no estaba seguro de nada. No dijo una palabra. Tampoco la miró. Pero movió un brazo y la asió por el cuello. Le apretó la cabeza contra su pecho. Sarah quedó allí inmovilizada. Él apretó su cara mucho mucho, después la alzó hasta la suya. La miró entonces. Largamente. Tenía los ojos tristes. Sarah susurró quedamente: —Además sufres. Es lo que más siento. Él apretó los labios en un gesto duro. Se notaba que emitía aquella dureza contra sí mismo, contra sus inquietudes. Después, despacio, lento, como si se gozara en el placer esperado, acercó su boca a la de ella y la besó. Largamente. Diluyó sus labios en aquellos otros. Apretándole el cuerpo contra el suyo. Ella sintió en sus muslos la masculinidad de James erizada. La besó, sí. Mucho tiempo. Después la fue soltando y quedó erguido, mirando al frente, inmóvil, tenso. —James, tú me amas y me necesitas. La voz le salía hueca, pero profunda al mismo tiempo. Una oscilación en los senos, un loco palpitar en las sienes y los pulsos. Todo podía acabar allí si James la llevaba al cuarto. La miraba de nuevo y volvía
a besarla. Pero James parecía mudo y absorto. Tenía las piernas un poco separadas. De repente, como dando fin a aquella conversación mal hilvanada, dijo: —Es mejor que te quedes. Yo debo irme. Necesito irme, pensar, reflexionar. Es posible que sea cierto todo lo que dices. Pero yo no estoy seguro de nada. Y se fue. Sarah no corrió tras él. Lo conocía. Sabía que era cierto, que necesitaba pensar y estar solo. Es más, ni siquiera tenía la seguridad de que fuera a casa de sus padres. Lo vio irse salón adelante y adentrarse en el pasillo para verlo reaparecer después con un suéter colgado del cuello. La miró aún. —James —dijo ella quedamente—, yo voy a salir. Voy a citar a mi amiga Karen... —Bueno. —Es lo que tú no deseas. —No. —Pero lo hago... —Sí, ya sé. Es tu ultimátum. —No quisiera que fuera el ultimátum a nuestras relaciones sentimentales y matrimoniales. Él se fue sin responder.
Sarah cayó de nuevo en el sofá y ocultó la cara entre las manos. No lloró. Nunca supo llorar demasiado. Aprendió de muy niña a estar sola, a vivir como podía, a depender de los demás. Ni siquiera cuando falleció su padre lloró. ¿De qué servía? No iba a resucitarlo por eso. Era su gran filosofía. Pero sí sintió dolor. Profundo y desgarrado. Le parecía que todo saltaba en torno a ella convertido en añicos. Aguantó las sienes como si fueran a estallarle. Después se levantó y como sonámbula fue hacia su cuarto. Miró en torno. Vio un papel escrito sobre su tocador. Corrió hacia él. Unas pocas frases y sin firma. Eran de él. Sería absurdo suponer que podía haberlas escrito cualquier otra persona si solo él entraba en aquella casa.
Sal... Búscate a ti misma. Yo intentaré entender esa postura tuya. Te prometo que lo intentaré.
Nada más. Estrujó el papel entre sus dedos hasta hacerlo un ovillo. Después empezó a ir de un lado a otro.
Saldría, se adentraría en la calle, buscaría. ¿Qué buscaría? No sabía aún. ¿A sí misma como decía él? —Señora... no me ha dicho si comen en casa. Rose estaba allí. La miró como algo alucinada. —Comeré sola, Rose —dijo y pensaba decirle que se iría a comer por ahí. Pero no fue capaz de salir. No tenía ganas. Comió sola y después se tendió en un diván cerca del teléfono. Vio salir a Rose vestida, según dijo, a ver a sus sobrinos. Se quedó sola, absorta. Sin ganas de moverse...
CAPÍTULO 13
Se durmió allí, sobre el diván. Puso las dos palmas juntas bajo la mejilla y cuando se dio cuenta la despertó el timbre del teléfono. Alzó una mano automáticamente. —Diga. —Sarah... —Ah, hola, Karen. —Te llamé por pura casualidad. Estamos aquí Cliff y yo... Pensé que no estarías. Es más, creo que me has dicho esta mañana que te ibas a la finca de tus suegros. —Me he quedado. —¿Estás sola? —Pues... sí. —Te noto algo rara. Lo estaba. Confusa y rara. Desmadejada. Como ausente de sí misma. ¿Tanto amaba ella a James que le dolía contrariarlo y por eso se quedó allí? Sacudió la cabeza como si así pretendiera despejar el cerebro. —Sarah, ¿te ocurre algo? Dijo lo de siempre. Lo que habitualmente se decía.
—¿Y cuándo no ocurren cosas? —Hay cosas de cosas —dijo Karen—. Pueden ser muy malas o menos malas. ¿Cuál te ocurre a ti? —Si te digo la verdad ni siquiera lo sé. Ocurre algo... Siempre ocurre algo. —¿Dónde está tu marido? Se alzó de hombros como si Karen estuviera viéndola. —Ha ido a la finca de sus padres. —¿Y te dejó sola? Sal, vente con nosotros. Estamos merendando en una cafetería Cliff y yo... Cliff ha querido que te llamara. ¡Cliff! ¿Qué decía Cliff a su vida afectiva? Nada. Ni recordaba el pasado. Fue un pasaje de su vida ya superado. —Sarah —dijo sin que ella respondiera—, Cliff quiere hablar contigo. Se preguntó in mente ¿de qué? De una despedida insulsa, de un esperar sin esperanzas, de una llegada demasiado tarde... De un vacío absoluto... De un ayer sin continuidad. —Prefiero que no hable, Karen. —Decididamente estás apática. —Sola y pensativa, eso únicamente. —¿Dolida?
—No lo sé. —¿Por qué no vienes hasta aquí? No estamos lejos de la cafetería de la sala de modas... Ya la conoces. Solíamos reunirnos aquí todos. Eran otros tiempos. Y más joven. Otros años infelices, de soledad total. Años inseguros. Un poco absurdos, infantiles, al menos cuando ella carecía de madurez sexual y sentimental. —Sarah, ¿me oyes? —Sí, sí, claro. —Vente. —No tengo deseos de moverme. Me gusta esta casa, su olor, su perfume, su ambiente cálido y sosegado. Estoy tumbada en un diván. Tengo un cigarrillo a mano y estoy hablando contigo. —Pero sola otra vez. —No, no tan sola íntimamente acompañada de un recuerdo. —¿Cliff? ¿Estaba loca Karen? —Claro que no —dijo con fuerza—. Si algo tengo en la mente y en el sentimiento es a mi marido. Hubo un silencio. Karen dijo quedamente: —Sarah, entonces es que le quieres mucho. Tú tan rebelde, tan contestataria... si te quedas ahí con un recuerdo es que estás enamorada.
Y como no respondía, porque no sabía qué responder, Karen añadió apurada: —Cliff quiere hablar contigo. Tal vez te convenza él. ¿De qué? Se mantuvo inmóvil y relajada en el diván con el auricular apretado en el oído. Hubiera querido decirle a Karen que no deseaba oír a Cliff. ¿Qué significaba Cliff en su vida? Un ayer pasado, sin continuidad. Un vacío enorme. Una espera vana. Un sentimiento ido... Pero no quiso responder, porque oyó entre la nebulosa de su cerebro como Karen decía bajo: «Toma, Cliff». Y después la voz de Cliff. Una voz masculina que ya no decía nada a sus sentidos ni a sus sentimientos. Era como una voz vacía sin eco. Su propio eco que no escuchaba...
* * *
—Sarah, estás sola y nosotros aquí aguardándote. Karen dice que mañana vas a trabajar. Haces bien, Sarah. Debes salir de ese hoyo vicioso que te aprisiona. Eres mujer libre, debes de ser liberada de las telarañas que te aprisionan.
¿Qué decía Cliff? —Sarah, ¿me oyes? Claro. No perdía sílaba. Pero nada de cuanto decía Cliff hacía mella en ella. Ni el sol que había lucido aquel día. Ni la noche que se ceñía ya en las tinieblas del salón. Ni las sombras que parecían envolverla a ella. —Sarah, ¿me oyes? —Sí. —Tienes una voz rara, como salida de lo más profundo de tu ser. —Seguramente está saliendo de esas profundidades de mis dudas. —¿Dudas? —Tengo menos. —No entiendo tu lenguaje. —Es muy posible, Cliff. —¿Por qué no lo entiendo? —parecía impacientarse Cliff. Ella arrugó el ceño. Se daba cuenta de que Cliff no la entendía porque ella tampoco pretendía entender a Cliff. Era el pasado algo fenecido hacía tiempo. Algo que tiró a un lado el día que conoció al potentado rubio de ojos azules, aquel que poco a poco fue penetrando en ella... Que la supo dominar, poseer y recrearse voluptuoso en su posesión.
Aquel que hería, dañaba, y complacía. —Sarah, ¿me oyes? —Sí. —¿Y qué te pasa? —Nada. —Es lo peor que puede ocurrirle a una persona, que no le pase nada. —Nada relacionado contigo, se entiende. Cliff, lo comprendes, ¿verdad? Él lanzó una sorda exclamación, después: —Tú no me amas nada. —Nada, es la verdad. Amo a mi marido. ¿Cómo empecé a amarlo? No lo sé. Un día cualquiera. Ayer, el año pasado, el día que le conocí, hoy, no sé... Fue sin darme cuenta. Lo entiendes, ¿verdad, Cliff? —No es fácil de entender, aunque lo entienda. Me pregunto cómo ha ocurrido eso. ¿Es que ya no piensas trabajar el lunes? —No lo sé. —¿Es su dinero, Sarah? Era ofensivo. Más, mucho más que James con sus celos, sus dudas, sus temores. ¿El dinero de James? No lo recordaba. Ni hablando con James ni con Cliff. ¿Por qué tenían que confundirlo todo? Y de paso confundirla a ella.
Cliff añadía ensañándose: —Es demasiado rico tu marido para que tú recuerdes lo ocurrido hace luego tres años... Cerró los ojos. Vapuleada por un lado y por el otro. Uno reprochando aquel pasado, otro recordándoselo ensañado y ruin. Respiró profundamente. —Sarah, ¿me has oído? —Claro. —Y no tienes palabras para defenderte. —Sí que tengo. Pero no las digo. ¿Para qué?, no me importa lo que tú digas o pienses. No es eso... Es algo diferente. Está dentro de mí como una llama. Como una herida, como un gemido... Pero tú no lo provocas, Cliff. Ya no... Has pasado al libro de esa historia que solo se lee de vez en cuando para distraerse. No pretendo dañarte, ¿sabes? Te digo la verdad. La voz de Cliff sonaba ronca: —Lo noto. Lo veo. Lo presiento... Ya no me amarás nunca más, Sarah. El pasado para ti no tiene importancia. Pero sí, la tiene el presente. Eso es lo que me duele. Que teniendo tanta importancia, el causante de ella no te entienda. —Deja eso para mí. —Buenas noches, Sarah. —Adiós. Dile a Karen que no sé si iré el lunes al trabajo. No sé aun lo que haré... No lo sé, no.
Y era cierto. Colgó el auricular y quedó lasa. No encendió la luz. Seguramente que luego llegaría Rose y la encendería ella. Se adormilaba de nuevo en el diván, en el salón envuelto en tinieblas, cuando sintió un ruido. No abrió los ojos. Rose que llegaba. Pasaría de largo. No la vería. Se iría a la cocina y encendería sus dependencias. Pero, de súbito, una luz lució y una figura avanzó despacio. Alzó los párpados. —Ah —dijo tibiamente— eres tú... James. Él miró en torno desconcertado. —¿Qué haces ahí? —Dormitaba. —Pero... ¿no has salido? —No. —¿Por qué? —No tenía ganas. Fue cálido y tierno el ademán de James al sentarse en el borde del diván. Pasó un brazo en torno a ella y se inclinó.
—Debiste salir. Yo me estuve haciendo a esa idea. Sarah meneó suavemente la cabeza. Su pelo se esparcía por el diván. Él lo acarició con lentitud, tierna y suavemente. Sus dedos se enredaban en sus pelos y bajaban. Se perdían en la garganta femenina. Le asían el mentón y así la besaba largamente en la boca. —No fui a casa de mis padres. —Debiste ir —dijo ella quedamente. —Es que no pude. —¿Y qué has hecho? —Nada. Vagar por ahí... Pensar... —He leído tu nota. —¿Y por eso no has salido? —Sin ti... no me apetecía. La cerró contra sí. La levantó casi por la espalda. La besó en la boca. —¿Quieres salir ahora? —preguntó en sus labios. —No... Quiero estar contigo... La levantó en sus brazos y caminó con ella pasillo abajo. La depositó en el lecho. —Sarah... yo te quiero. —Lo sé. —Y tú... —Yo te quiero a ti... No sé si como amiga, como amante, como esposa o como
todo unido. Pero he notado tu falta... —Necesito que salgas mañana. Que vuelvas si quieres a tu trabajo. Que tases mi cariño a través de tus más íntimas necesidades. Tienes tú razón, Sarah, querida mía, amor mío. Es mejor y más eficaz conocerse a sí mismo sin enfermedades psíquicas y físicas... a través de todo lo que halles en la calle. Se apretó contra él. Era bueno aquello. Diáfano, puro, voluptuoso... sexual, sentimental... Le asió la cara con sus dos manos y le besó en la boca. Le metió los labios en los suyos. Se gozó en aquel o. —Sarah... —Creo que ahora nos entendemos de verdad... James. Nos entendemos...
CAPÍTULO 14
No salió al día siguiente, ni al otro, ni en toda la semana. Pero un día, de súbito, sintió la necesidad de salir sola y se fue a la calle. Llegó él primero que ella. Rose andaba por el salón poniendo las cosas en orden. James llegó y preguntó asombrado: —Pero... ¿no está la señora? —Ha salido —dijo Rose—. No tardará en volver porque hace más de dos horas que se ha ido. Dijo que iba a comprar algo que necesitaba. —Ya. Se fue hacia el bar y se sirvió un martini. Se sentía sosegado. Aquella semana amando a Sarah sin rencores, sin recuerdos ingratos, sin pasados, fue grandiosa, inefable... Profundo todo ello. Como salido de la sangre misma, compartiéndola con Sarah. Placeres, silencios, goces... inefables silencios. Pero entregado uno a otro intensamente. Una semana inolvidable. Sin discusiones, sin altibajos, sin reproches... Una semana entera queriéndose.
Sencillamente. Él iba a su cuarto o Sarah al de él. Así, sin ambages. Como dos amantes apasionadamente unidos. Ni frases reprobadoras mi reproche alguno. El pasado olvidado. Viviendo solo el presente como una necesidad física y psíquica, sentimental, íntima... Entregados al ardor de un cariño verdadero, de un deseo físico indescriptible, de una necesidad profunda y grata. Se oyó un llavín en la cerradura. Entró Sarah. Juguetona, feliz, riendo. —Pero, ¿ya has vuelto, cariño? Él se le quedó mirando largamente. Estaba hermosa, atractiva, sexy, tan suya... En los ojos, en la sonrisa, en toda ella que parecía respirar intimidad conjunta. Llegaba cargada de paquetes. —Mira lo que he comprado —dijo, depositándolo todo en un butacón. Él no miró los paquetes. La miraba a ella. Largamente. No sentía dolor en sí, ni herida alguna. Sentía, en cambio, que le parecía normal que ella llegara de hacer compras. —Estás sin calcetines —le decía riendo juguetona—. Estuve mirando los cajones de tu armario y vi que tenías dos pares... —No me digas que has ido a comprarme calcetines. —Claro.
Se iba hacia él. Estaba bonita. Sensible, buena, cariñosa, apasionada al mismo tiempo. Se empinó sobre los altos zapatos de tacón y le besó en la boca. —Sarah... —¿Esperas mucho tiempo? —Un rato... —Cuánto lo siento, cariño. Y volvía a besarle los labios con ternura, pero al mismo tiempo apasionadamente sensible y voluptuoso. Sus labios se movían en los suyos. James sintió aquel ardor. Aquella necesidad de ella. La apretó contra sí con los dos brazos. —Fogoso —susurró Sarah quedamente. —¿No te gusta? —Mucho. Y se pegaba contra él voluptuosa y cálida. James perdía un poco el control. Era un hombre vehemente, aunque a veces ocultara sus vehemencias, pero al sentir a Sarah contra sí, toda ansia despertaba en él. La ciñó en su propio cuerpo. Estaba excitado, apasionado, ardiente... —Seguro que no te gustó que saliera... —le susurró ella en los labios.
James la dobló en su cuerpo. Le buscó los ojos y después los labios con su boca. —Igual aparece Rose y nos ve. —¿Y qué? ¿No somos uno de otro? Eran así ahora. Celajes fuera. Dudas, resquemores. Recuerdos del pasado idos... Solo quedaba el presente y ellos. Y el futuro. Un futuro que compartían los dos. ¡De qué forma lo compartían! —Comeremos luego —dijo él bajo. —¿Qué hora es? —No lo sé. Y la llevaba pegada a su costado, caminaban los dos por el salón. Él alto y delgado, musculoso, rubio de ojos azules. Ella gentil, esbelta, perfectamente vestida... sobre los altos tacones, frágil, casi grácil... Como si volara sujetada por el brazo masculino. —Quiero besarte y quererte, Sarah. Ella le miró sonriente, maliciosa. —¿No tienes dudas... ya? —Ninguna... Entraban en el cuarto en penumbra. —No enciendas la luz —dijo él quedamente.
—Pero Rose nos llamará para comer después... —Después sí —rio él en su mismo rostro—. Pero no ahora. —James... —Sí. —Te quiero. —Lo sé. —¿No lo has sabido hasta ahora? —No. —¿Y por qué lo sabes en este instante? —Hace muchos instantes que lo sé. No recuerdo cuándo empecé a saberlo. Ahora sí lo sé y eso me consuela. Mata mis dudas, mis temores... Se enredaban los dos sobre el lecho blando. —¿Sabes lo primero que haré mañana, Sarah? No quería saberlo. Todo le daba igual. Solo necesitaba sentir a James así, tan dentro de ella, sobre su cuerpo túrgido y blando al mismo tiempo, sobre su calor, su afán, su necesidad física y amorosa. Pero aun así preguntó quedamente bajo los besos ardientes que enloquecidos le buscaban la boca: —¿Qué harás? No se lo dijo en aquel instante. Fue después.
¿Cuánto tiempo después? Mucho tiempo. Estaban los dos apacibles, equilibrados, después del ardor que compartieron. —Encargaré un lecho matrimonial muy ancho, donde quepamos los dos. No soporto más dos cuartos y dos camas. Y... ¿sabes? además... —No sé. Empiezo a saber cosas tuyas íntimas, profundas, verdaderas. —Necesitaremos tener un hijo de los dos, de esta unión tan diferente a la de antes. —¿Cuándo cambió? —preguntó Sarah quedamente. —Un día... —¿Cuándo? —No sé. Un día, cuando tú empezaste a decirme lo que suponía para ti... Sarah. ¿Me permites que te diga algo más? —Te lo permito todo. A ti... ¡todo! —Sal cuando gustes. Ya sé cómo eres. Lo que esperas de mí, lo que yo deseo de ti... Lo sé todo de los dos... Un día, cuando quieras, toma el volante y ve a buscarme a la fábrica. Me gusta verte en la calle. Lozana, gentil, grácil, hermosa... —No soy hermosa, James... Él la besaba. Cálido, reverencioso. Íntimo, inefable y voluptuoso. Se mezclaban sus labios. Se sentían uno junto al otro. Íntimos, profundos... sabiéndolo todo uno del otro.
Lloraba ella. Era la primera vez que lloraba. James la miraba ciegamente enamorado. —¿Lloras? —De felicidad. La felicidad impulsa al llanto. No sé llorar de dolor, pero de dicha sí, y lloro. Empezó él a consolarla. Así aprendieron uno con el otro. El pasado se borraba en la nebulosa de sus vidas. Quedaba la diáfana claridad de un amor apasionado compartido y vivido. Lo demás... era un pasado que ya no importaba nada.
FIN
Los celos de mi marido Corín Tellado
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Edición digital distribuida por Editorial Planeta, S.A. idoc-pub.descargarjuegos.org
Todas las situaciones, personajes y entidades de esta novela son producto exclusivo de la fantasía del autor, por lo que cualquier semejanza con hechos actuales o pasados será mera coincidencia
Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre de 2017
ISBN: 978-84-9162-740-1 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com
El 14 de febrero de 2017 Grupo Planeta lanzó su nuevo sello Ediciones Corín Tellado.
Con una publicación inicial de más de 600 obras de la autora española de sentimientos por excelencia, Ediciones Corín Tellado pretende dar la oportunidad a los lectores de redescubrir su voz y su valioso legado.
Además, durante 2017 verán la luz digital 100 obras publicadas sólo en papel y que rescataremos en una versión digital.
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela romántica o de sentimientos, como le gustaba decir a la propia autora sobre su obra. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, también publicamos varias novelas eróticas.
Corín Tellado hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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