La mentira del Caso Freelance Ricardo Martín de Almagro
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© Ricardo Martín de Almagro, 2019
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Primera edición: 2019
ISBN: 9788417926441 ISBN eBook: 9788417927431
A los que estuvisteis. A los que estáis. A los que estaréis.
Parte 1:
La boda
Greensburg, 6 de octubre de 2017
Quiso mover los dedos pero reparó que habían sido cercenados. Una bocanada de aire. Intentaba respirar. No podía. Dentro de la escasa consciencia que le quedaba, cayó en medio de un shock que se abrió como la única ventana orientada hacia la evasión de su tortura. Y fue en medio del fugaz sueño de sus pupilas donde pudo empezar a cuestionarse una existencia vacía de vida. ¿Qué es la vida sino una búsqueda? Una intrépida cohorte que se abre paso entre la frondosa selva soñando encontrarse con El Dorado, el oro maldito y la civilización perdida; la que se abre al mundo en forma de un inmaculado paraíso que jamás vio el sol que del mismo cielo se escondía. Tras decapitar lianas y enredaderas que la caprichosa naturaleza arroja para poner a prueba la determinación que guía e impulsa cada paso de la aventurera expedición, finalmente se abre el claro que muestra el misterio. Miles perecieron en la laboriosa misión de traer a la realidad el mito. De hacer un hecho la suposición, la creencia. Todos sucumbieron soñando con ver ladrillos que con ámbares reflejos desafiara cada haz de luz, decididos a convertirse en la constelación en torno a la que levantar el más apasionado estudio de astrólogos que embelesados se pierden en cada destello de magnificencia azteca. ¿No es la vida confirmar que El Dorado existe? ¿No es la muerte el llegar al claro donde las cartas de navegación nos delatan las maravillas tapadas a los ojos de los viles conquistadores? Las noches arrugan las pieles, el agua apaga el fuego y al ardor, los años. Dando cuerda al reloj, miles de vueltas en la maleza
para desistir de la honrosa misión. ¿Perderse o ser perdido? Un destello atravesó las sombras creadas por la derramada maleza de su incursión, y como una flecha soltada por el forajido de Nottingham, directa fue a parar a su córnea, que lo hizo volver a la realidad y darse cuenta de que estaba más cerca que nunca de saber la verdad sobre la desdichada efímera ciudad mitológica. Había empezado a recorrer el temido túnel de las verdades, el que terminaba con el resplandor de la otra vida. Pupilas dilatadas, se dio cuenta de que acababa de escapar del shock al que había sido inducido. Aún tenía clavada en el brazo la jeringuilla que directamente le había metido a presión la adrenalina que le devolvía a la realidad, pero más clavado tenía en su tímpano el «Twist and Shout» de Los Beatles que gritaban desde su caverna de Liverpool. Sus receptores neuronales no transmitían información alguna salvo la de un artístico movimiento de venganza que iba y venía sobre él danzando al ritmo de los británicos. No distinguía el rostro del hombre que ante él tenía. Cientos de caras habían pasado de largo en su personal búsqueda de El Dorado, de su sencilla vida en Westmoreland County. Intentó reaccionar moviendo los inutilizados brazos, que dejaron de responder ante las órdenes que su mente daba disfrazadas de mandatos de pura supervivencia. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Dónde estaba? Se reconoció en mitad del campo donde días atrás los chicos de fútbol americano de la universidad habían roto la maldición de dos años sin conocer victoria. Se centró en su captor, que lo tenía amarrado y frenéticamente iba de un lado a otro, portando una hoja cuyos destellos le indicaba que estaba a un paso de desvelar si El Dorado era mito o realidad, si había un más allá en el que poder cobijarse. Quiso gritar para pedir ayuda, pero un recuerdo lo asaltó para enmudecer sus suplicantes alaridos. Naufragó en su mente para verse en la lejana ocasión que fue operado. Entre tubos y catéteres, una de las vías que iban a sus venas se sumergía en la yugular para aportar los vitales minerales que contenía el goteante suero. El día que la enfermera se dispuso a quitársela, la asfixia le invadió al notar cómo el diminuto objeto salía lentamente del cuello para desesperadamente experimentar lo que era la falta de aire, la misma que en aquel
eterno minuto sufrió. Intentó tomar una bocanada, pero solo la angustia se le instaló en los pulmones al ver la rojiza y brillante hoja del cuchillo salir de su gaznate acompañada de la misma borboteante sangre que desde pequeño lo había aterrado. No entendía nada, el desconcierto desplazó a la súplica de su mirada cuando, mientras su realidad se borraba, reconoció a su sonriente asesino.
Greensburg, 7 de octubre de 2017
—No sé qué hago aquí. —¿Por qué dices eso? —No tiene sentido. Este es el primero que me gana, he perdido. No sé cuántos más van a ser ejecutados y no puedo hacer nada para remediarlo. —No debes tirar la toalla. Persevera, Josh. No olvides que el momento más oscuro de la noche se da siempre antes del amanecer. —Pero… Pe… Primero el periodista, luego esos pobres condenados y ahora esto… Reiner guardó silencio. La voz se le empezó a quebrar, echaba de menos a su mujer, su apoyo y aliento en aquellos aciagos días. Se sentía responsable de las muertes que estaban sucediéndose, su incompetencia frente a aquel reto salía demasiado cara. ¿Cómo podía haber llegado a ser inspector jefe de los federales? ¿Cómo había llegado a ese punto de absoluta desorientación? —Quiero volver a casa… —el cejijunto soltó silenciosamente las primeras lágrimas en años, psicológicamente destrozado ante la barbarie—. Echo de menos el calor, el Barrio Francés, el jazz, Luisiana, Nueva Orleans… Bailar en carnaval, llevar al crío a las atracciones y… y te echo de menos a ti. Un suspiro de añoranza abrazaba las palabras en forma de agradecimiento, ya que la distancia empezaba a pesarle a ella también. —Tranquilo, cariño, cuando menos te lo esperes todo habrá terminado y disfrutaremos como cada año del carnaval. Un espigado hombre corría desde la lejanía, saltándose el cordón policial como si de un atleta olímpico se tratase. Unos agentes iban tras él, intentando inútilmente frenarle mientras a galope atravesaba las yardas del estadio donde el
veterano se encontraba. —¡Reiner! ¡Reiner! —gritaba Edgar—. ¡Es todo mentira! ¡Hemos estado engañados todo este tiempo! ¡Reiner! El sábado anterior era Damian quien con los Griffins de Seton Hill University corría desbocadamente, destrozando la defensa de los Cavs de Monroeville. El genial pase que Bonisch le había regalado desde veinte yardas atrás había destrozado una defensa que no esperaba esa penetración que se abría paso con fuerza titánica ante la eufórica celebración de la grada. En cambio, una semana más tarde era el forense Edgar quien corría movido por la urgencia de una prueba desvelada, una amenaza creciente. Los demás agentes federales le seguían al no haberse identificado. Y cuando más cerca estaba de su objetivo, el inspector jefe, los policías lo bloquearon e inmovilizaron, poniendo al joven médico forense contra el suelo. —Tengo que dejarte —fue la escueta despedida que Josh Reiner dio a su mujer. Colgó, pero en lugar de ir al encuentro de su recién esposado socio, volvió a aquel improvisado escenario del crimen. Edgar gritaba su nombre, pero él no escuchaba, no oía nada, solo un intenso pitido que perforaba sus tímpanos. Aquella muerte le había destrozado sus esquemas. Carecía de sentido. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho aquel señor al Creyente para que lo ejecutara? En Greensburg, Pensilvania, en mitad del campo municipal de fútbol americano, sentado en un pupitre, había aparecido aquella mañana otra víctima de aquel psicópata. Sin dedos, manos atadas, degollado… Parecía que rezaba.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
—Buenos días, señor. —Buenos días. La camisa de fuerza le apretaba. No terminaba de acostumbrarse a ella. Aún no daba crédito a cómo había acabado en un lugar como ese, amarrado y sin posibilidad de moverse más allá de los limitados vaivenes que como si de un gusano arrastrándose por el suelo se tratara. Así, tirado y mirando hacia arriba, el enfermero del centro de salud mental de UPMC en Pittsburgh se encontró a Robert Copman, poseído por su desesperante demencia. Las paredes acolchadas, blancas, una cama en la esquina derecha y una mesa metálica en el centro de la habitación. Completamente despejada, sin bolígrafos, sin folios, ni cuadernos, ni absolutamente nada. A ambos lados de la misma se hallaban dos sillas, del mismo material metálico de la mesa que las separaba. El sanitario portaba consigo un cuadriculado y negro maletín que junto a sí puso para custodiarlo. Con la mirada perdida, sumergido en sus pensamientos, aquel hombre de profundas ojeras contemplaba cómo su vida empezaba a transcurrir en aquella habitación que siempre sería su hogar. «¿Cómo he acabado así?», pensó Robert. —¿Lo sabes tú? —preguntó al enfermero que acababa de entrar—. ¿Vas a quedarte conmigo? ¿Vas a darme respuestas? —Vengo a que tome su medicina. Sacó una cajita de plástico. Al abrirla, en dos compartimentos dos pastillas le esperaban al demente, una de cada color. «¿Estoy en Matrix?».
—No necesito esa mierda, lavadle a otro el cerebro —empezó a temblarle la voz —. Prometo, ¡no!, juro que no haré nada. Deje salir de aquí, por favor. —Es por su bien, no se asuste. —Por mi bien lo único que puedes hacer ahora es matarme —suplicó—. O liberarme. El tiempo se detuvo ante el inmovilismo del sanitario, que las décimas de segundo que tardó en continuar con la preparación de la medicina despertó la efímera ilusión del enfermo. «¿Se lo está pensando?», dudó. Miró al pálido enfermero a los ojos, entre incrédulo y temeroso de que accediera. —¿Vas a matarme? —estaba acongojado—. ¡No quiero morir! ¡Por favor, no! ¡No quiero morir! ¿O es que vas a soltarme? Se dio la vuelta y cerró la puerta de la habitación 312 del Centro de Salud Mental de Pittsburgh. Después, del bolsillo del pecho de su blanco uniforme sacó un cuaderno. Fue entonces cuando el maniatado empezó a reparar en detalles. —¿Cómo te llamas, enfermero? ¿Por qué no llevas tu identificación? ¿Por qué llevas esos guantes verdes? Llevo aquí un año y no te he visto antes. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué es ese maletín? —el desconcierto le aterrorizaba. El enfermero se sentó frente a él. Sacó un bolígrafo y empezó a tomar nota en las vírgenes páginas del bloc tamaño cuartilla que con tapa de piel había desenfundado. —¿Qué quieres de mí? —repitió esperando una respuesta. Controlado por el torrente de sentimientos y contrastes que a diario le anulaban, el miedo en esta ocasión era el que lo dominaba. El sanitario le miró fijamente a los ojos, sereno. —Escucharte. ¿Cuándo era la última vez que alguien le había dicho eso? ¡Por fin! Tenía mucho que contar, no se había escrito todo en aquella historia de engaños. Tras un año de confinamiento, por fin le escucharían.
La emoción le superó y empezó a llorar. Empáticamente, el enfermero prosiguió: —Todos tenemos momentos malos, Robert. Estoy aquí para que me cuentes todo. Si no te importa, iré escribiendo lo que encuentre más relevante. Creo que tu historia es tan dura como apasionante. Robert, con las manos inmovilizadas, preso de un interminable abrazo a sí mismo que solo se veía interrumpido cuando semanalmente era adormilado para ser lavado, tragó saliva viendo cómo el temor estaba transformándose en una crisálida desde la que una cascada de nervios inundaría su oprimido estómago. Respiró hondo y se serenó. —He echado la llave, nadie debe interrumpirnos… No sabemos cuánto tiempo pasará hasta que nos descubran —aclaró el entrevistador—. Necesito escucharte. ¿Quién eres, Robert?
Beaver Falls, 27 de julio de 2016
—No te sueltes de mi mano. —Jonathan, estas locuras tuyas me ponen de los nervios. —¿Ves algo? —Nada de nada. ¡Por favor, me tienes vendada! —Ella reía y ciegamente trataba de tantear lo que enfrente de sí tenía, despeinando y restregando divertidamente su mano en la cara del enamorado. —Ven, Natasha, no te sueltes de mi mano —repitió Jonathan. En lugar de eso, ella le abrazó como si de un koala se tratase, entorpeciendo el movimiento del rubio periodista. Los dos caminaban lenta y torpemente por el caminito de baldosas que se habría en mitad del monte. —Oye, como sigas así vas a hacer que nos caigamos. En lugar de hacerle caso, Natasha trasladó la tenaza formada por sus delgados brazos de la cintura al cuello del joven, forzándolo a que empezase a doblarse hacia donde ella quisiera. —Cógeme en volandas. O, si no, me dejaré caer al suelo. Y tú vendrás al suelo conmigo. Él obedeció. Eran adultos y qué estúpidamente adolescentes parecían cuando se lo proponían. Pero aquella ocasión era importante, ella no lo sabía, aunque tampoco era tonta, algo sospecharía. Habían necesitado horas para salir de la urbe y su área metropolitana y llegar a ese punto abandonado de la sierra donde se encontraban. Pocos turistas se acercaban al rincón aquel que, pese a ser claramente visible, por su gran mirador y el monasterio allí abandonado, era un secreto para la mayoría. De hecho, Natasha no lo conocía.
En el borde del mirador se detuvo, bajándola de sus brazos. Tras situarse detrás de ella y quitarle el vendaje, se amarró a su cintura para dejarle ver las preciosas vistas del paraje. No se veía nada de la ciudad, solo aquel enorme valle y las cascadas al fondo. Frondoso, era el testimonio de que aún quedaba algo de naturaleza en aquella desgastada época que vivían. Estaba maravillada y un gritito de emoción se le escapaba entre los dientes. Era el atardecer más bonito que jamás había visto. —Te quiero —le susurró Jonathan al oído. Ella fue a darse la vuelta para con un beso decirle lo mismo, pero se encontró a su amado con la rodilla clavada en el suelo. Una mano tomaba la suya, y la otra sujetaba un fino anillo de oro blanco. —¿Quieres casarte conmigo?
Pittsburgh, 4 de septiembre de 2016
—Qué guapo está hoy, señor. —Gracias, Carmen. —Me lo han entregado para usted. Viene del juzgado de instrucción. —Más antecedentes, ¿eh? —Los dejé en la mesa y fui a por un café. —¿Va a descansar? —Sí. Me acompañó. Tras atravesar la recepción de la comisaría, nos postramos frente a la máquina que cada mañana nos inyectaba gasolina. Polvos y agua caliente, vaya asco. Si tuviera más tiempo iría a una cafetería en condiciones, pero ausentarme treinta minutos de mi puesto, con la de gente que entraba y salía del despacho, podría causar nerviosismo, aunque no hubiese razones reales para ello. —¿Qué sucede? —me preguntó. Me había pillado con la mirada perdida contemplando los jardines que daban la otoñal bienvenida a los viandantes que por las calles de la antigua Pittsburgh circulaban. —¿De qué sirve lo que hacemos? ¿Desde hace cuánto acumulamos expedientes de consumidores y rateros sin más? Ya sabes, de basura. Cuando pillamos alguno con las manos en la masa, pasando, a lo sumo tiene la cantidad que le evita ser investigado. Y tras ese primer aviso, desaparecen sin más. No reinciden, tienen miedo de volver a equivocarse. Antes, gracias a esos cabezas de turco, podíamos indagar quién se escondía detrás de las redes del manejo, del contrabando. Ahora tienen miedo. Trafican con lo justo hasta que le damos el aviso, hasta que los expedientamos. Una ridícula multa y, después, efímeramente se sumergen en las profundidades, se camuflan entre el resto. No se vuelve a saber de ellos.
—No recuerdo un día en que no fuera así, señor subinspector. —Llevas aquí solamente tres años… Todo empezó hace seis. Me acuerdo de cómo cambiaron las cosas… —¿Qué pasó? —Guerrita. Guerrita pasó. —Me miré el reloj para zanjar la conversación con la pretendiente—. Vuelvo al lío. Vaya mierda —mascullé entre dientes. Me llamo Robert Copman, aunque hay quien se limita a decirme «Bert». Tengo treinta y tantos años y soy subinspector de la Unidad de Delitos de Tráfico de Drogas y Estupefacientes dentro del Cuerpo Federal de Policía. Entré en él tras varios años de entrenamiento físico y académico, superando unas exigentes oposiciones que me llevaron a mí y a mis compañeros hasta el límite, hasta la extenuación. Al fin y al cabo, eso se trataba de un anticipo de la vida que nos espera a quienes accedemos a esta desagradecida profesión, nos pone al límite. Más tarde o más temprano, pero llega el momento en que te encuentras al borde del precipicio. Seis años hace de los Guerrita… Seis años hacía ya, y desde entonces no ha habido un solo segundo en el que no me plantease tirarme por aquel barranco que me animaba a saltar desde mi oficina. Todo menos comodidades, aprendí rápido la lección. Lo difícil no era solamente entrar: mantenerse dentro, con expectativas de poder ir avanzando en la carrera policial, escalar posiciones dentro del jerárquico organigrama que regía en la fuerza de seguridad no era sencillo. Pero ¿para qué me había servido? Hay quienes piensan que entrar a la vida pública, servir a la istración estatal, es abrazar una zona de confort, luchar por un sueldo, una lotería de la que vivir. Pasar las oposiciones nos reserva una plaza para servir a la nación. Dicho de otra forma, una empresa atemporal te hace fijo, indefinido, te garantiza unos mínimos derechos laborales —eso dice la teoría— y además, con la seguridad de que mantendrás un salario. Es fácil vivir placentera y cómodamente así, sabiendo que tienes las espaldas cubiertas. Sin embargo, esta calma que me invita a que me olvide de todo y disfrute de la vida, esta antesala al carpe diem, me está matando. Entré allí buscando acción, no lo que hacía. Sabía que esa jodida frustración dependía de la actitud frente a la vida, de cómo quería que fuese mi papel en ella: ¿actor o espectador? La elección era simple, pero compleja, y cada mañana renovaba la elección. Desde temprana edad fui
consciente de ello, y siempre supe que quería ser de los de la primera opción. Lo que ahora empiezo a comprender, en mi joven senectud, atrapado en el psiquiátrico, es que para ser actor en la vida necesitaba algo, algo que muy pronto había perdido: la motivación. Antes tenía ganas de vivir la vida que ideaba, ahora solo quiero verla pasar… Verla pasar en esta prisión de acolchadas blanquecinas paredes. Tenía la convicción de ser un hombre que se hacía a sí mismo. De ahí el desempeño y sacrificio que, desde que decidí opositar, derrochaba diariamente. Vivía para mi trabajo. Era un entusiasta y talentoso agente —según decía Teo— con ganas de comerse el mundo. Siendo savia nueva, quise ilusamente ser la espada de la justicia en el país. Por ello, el siguiente paso era alcanzar mi viejo puesto, la subinspección en la guerra al narcotráfico en Pensilvania. Mi misión no había cambiado, pero me encontraba irremediablemente estancado. Las arenas movedizas de la rutina me absorbían. Tal vez, para romper, debiera haberme cultivado en otros campos. Eso ayudaría a diferenciarme y dar un plus a la hora de competir con mis compañeros. Debía aprender del señor Costa, mi superior y mandamás de la unidad a la que pertenecía: estudió y se interesó por la psicología y la psiquiatría, siendo así capaz de definir perfiles delictivos comunes en el Estado de Pensilvania, anticipándose a que redes de criminalidad se desarrollasen gracias a sus análisis conductuales. Se diferenció del resto de subinspectores de su generación y ascendió para, en aquellos días, ser la ilustre cara de la ley en el Midwest americano. Me pregunto si sufrió alguna vez en su prolongada carrera una crisis como la que me vaciaba de sentido en aquellos insípidos años, que inexorablemente iba encadenando en forma de canas que crecían y poblaban una melena que se resistía a la calvicie. Esa era la idea que yo tenía en la cabeza inicialmente: ser capaz de desarrollar un método propio, único y depurado, que diese sus resultados. Pero eso suponía una segunda fase, ya que la primera fue acceder al cuerpo policial y hacerme un nombre dentro de mi unidad, destacar entre mis iguales. No estudié carrera universitaria ni una titulación superior tras mis estudios escolares. En lugar de ello, me puse a trabajar en lo que pude mientras me preparaba para dar el salto a lo que yo consideraba que era mi vocación: servir, y qué mejor forma de hacerlo que dentro del Cuerpo Federal, siendo policía.
¿Por qué? Bueno, donde vivía no era un lugar sencillo. Es complejo de explicar, pero convivíamos con una parasitaria economía sumergida o una realidad paralela que orbitaba en torno al narcotráfico. Nadie, absolutamente nadie, estaba libre de sus redes y sus métodos. Bandas y clanes dirigidos por cárteles que infestaban las ciudades. Era como las desigualdades sociales acababan expresándose, cómo escapaban del desamparo de un exacerbado capitalismo que jamás miró por las clases bajas, por los que quedaban excluidos del mercado. No contentos con ello, desde bien pronto se pudo contrastar la rentabilidad de un negocio que ahondaba en las miserias de las personas. Pasaba en México, Colombia, Inglaterra, Italia, España y donde se pudiera pensar. Era una realidad, la droga da mucho dinero. Peor aún, exprime a los que caen en sus redes. Eso era el tráfico de drogas en mis días de agente. Años atrás era más sencillo seguirles la pista. Sin embargo, en aquel momento de crisis existencial eran camaleones, era auténticamente complicado seguirles el rastro. Nos habían tomado la medida, aunque eso nunca antes había sido así, era un nuevo y pacífico modus operandi. Antes eran violentos y no dudaban en provocar el terror en los barrios deprimidos si fuera necesario.. Sin embargo, se percataron de que les era más fácil sobrevivir complaciendo que atemorizando, desarrollando métodos amables y discretos, crear redes de clientelismo y dependencia para así no ser delatados. En lugar de acribillarte por la espalda, darte una palmada en ella. Si de ellos dependiera, se habrían institucionalizado. Y así, mi vida pasó de ser pura adrenalina para quedar relegada a un triste y monótono despacho en el que compulsaba fichas de niñatos que querían jugar a ser drogadictos. Parece que nos acostumbramos, que aceptamos como normal este cotidiano problema. Familias separadas, vidas arruinadas… No era imprescindible derramar sangre para ser testigos de lo que era un drama. ¿Solo los agentes lo veíamos así? La tolerancia social que se trazaba paulatinamente me destrozaba, le quitaba sentido a mi vocación, a mi vida. Algún día el Congreso las legalizaría y nos pondría a mis compañeros y a mí el cartel de «Gilipollas», quedándonos con cara de tontos, todo ello con la complaciente aprobación de la Casa Blanca de fondo. Poco a poco, mi unidad iba quedando relegada a la tramitación de puro papeleo. No ver a mis compañeros tan frustrados como yo me ponía de los nervios. ¿Es que no lo veían? Los narcos nos iban ganando, los buenos perdíamos la partida. Me sentía un incomprendido, uno de los muchos que en la bíblica Babel hablaba
para no ser entendido, creyendo usar la lengua de los comunes. Sin embargo, cuando clamaba exasperado por cómo calentábamos las sillas de la oficina, se volvían y cuchicheaban, haciendo gestos con sus dedos como si de un loco hablasen al referirse a mí. Ellos deberían haber vivido lo que yo para comprenderme. Eran unos incompetentes. Me decían a menudo que estaba obcecado con el mismo tema siempre, pero lo hacían porque así estaban muy cómodos, siendo poco a poco cómplices con su pasividad. Casi nadie me entendía, solo algunos sabían que desde bien temprano pude ver que estábamos ante una tragedia social, una pesadilla, y que, aunque mostrase una cara amable ahora, jamás estaríamos libres de que a alguien le pasara lo que le sucedió a mi joven compañero de clase. Cualquier día podríamos amanecer como Regi.
Pittsburgh, 8 de agosto de 1996
Escuálido y de pálida piel, apenas levantaba los ojos. Siempre miraba al suelo e intentaba evitar el o visual al entablar la escasa conversación que su estado de ánimo ofrecía. Unido a su negruzco pelo y semblante triste, cargaba con algo que no quería compartir. Se me revolvió el estómago. En aquel entonces no llegábamos a conocer qué le provocaría su amargo semblante, solo con los años finalmente lo supimos. No fue hasta antes de entrar al Centro de Salud Mental en el que me encuentro cuando descubrí los demonios que acosaban al joven hispano. Como en tantos institutos, existían pandillas que competían entre sí para ver cuál era la más cool, la banda del patio. Las estupideces adolescentes nos transformaban en hormonados payasos peleando por ser los nuevos gallitos del corral. Había que marcar bien las diferencias entre quién estaba en la onda y quién no, y Regi acumulaba todas las papeletas para ser el centro de las burlas. Había que dejar claro quién era el macho alfa en el floreciente ecosistema púber. Si se añadía que el muchacho tenía un año más, era repetidor, acumulabas muchos puntos para ser un jefazo entre tus colegas de clase. Torear incluso a personas de mayor edad. En la lucha por el ego, una oportunidad como aquella era única. Además, Regi nunca oponía resistencia, esas historias no iban con él. —Oye, tú, te estoy hablando. Mírame a los ojos. ¿Por qué estás así de blanco? ¿Es cierto lo que dicen? ¿Es verdad que eres retrasado? —Seguro que sí. ¿Cuántas veces ha repetido? Es un mongolo —el grupo empezó el acoso. Callaba con la cabeza gacha, centrado en la amarillenta baldosa que le separaba de su corpulento compañero. No quería problemas, pero ellos acudían a él sin saber qué había hecho para merecer esa suerte. —¿Te ha comido la lengua el gato? ¿Por qué no me respondes? Te he preguntado que por qué estás tan blanco. ¿Acaso has visto un fantasma, eh,
Casper? —ridículamente se burlaba de él—. ¿Te dan miedo los fantasmas? Sí eres uno, al igual que tu familia, seguro. ¿Sois la Familia Addams? Seguro que eres La Cosa. —¡Es Fétido! Huele mal, es blanco y mongolo. ¡Fétido! ¡Fétido! El grupo de hienas que se amparaba bajo la conveniente amistad de Big Bucky reía a cada palabra que soltaba su enorme colega mientras iban echando más leña al fuego. El acomplejado chico sabía que como no tuviera cuidado podría llevarse una paliza del abusón y sus colegas. No había profesores vigilando en aquella zona del patio que le pudieran milagrosamente auxiliar, estando coaccionado por completo. Si se aventuraba a responder y no gustaban sus palabras, le caerían un par de puñetazos, y si no lo hacía, también. Por eso rezaba, interiormente, suplicando al cielo que no le hicieran nada. ¿Qué había hecho para merecer eso? Permanentemente estaba contra la espada y la pared, contarle a alguien lo que le sucedía podría acarrearle peores menesteres a la salida, al sonar el timbre, por lo que debía cargar él solo con ese sufrimiento. Ojalá tuviera quien lo defendiera, pero en tan poco tiempo y con esa introversión se le antojaba imposible. —¿Por qué hueles tan mal? ¿Te has hecho caca encima? ¿Tu mamá no te ha enseñado a ir al váter? ¿No tienes mamá que te enseñe? —Todos reían—. ¡Ya sé lo que le pasa! ¡Su mamá es un fantasma y por eso está así de blanco cuando la ve! ¡Y huele mal porque se caga encima cuando la ve! La pandilla, a carcajadas, lo señalaba y repetía al unísono, cantando, «Fétido, Fétido». En pleno apogeo, Big Bucky le propinó un empujón con toda su fuerza, cayendo al suelo mientras los dedos le apuntaban. Más se unían al coro para ser parte de la humillación. Asegurada su absoluta soledad, lloraba silenciosamente, sorbiendo los mocos y procurando que nadie le oyera. De la frustración e impotencia, se mordía los labios, produciéndole heridas cuyas costras se hicieron habituales en su rostro, en sus comisuras. Y así, día tras día, terminó por ser costumbre. —Hijo mío, ¿qué te pasa? —Estoy bien, papá.
—¿Y ese cardenal? ¿Qué ha sucedido? —Nada, iba corriendo en Educación Física y me caí —mintió. No podía decirle lo que ocurría, de ninguna de las maneras—. Pero estoy bien, de verdad. Era en aquellos momentos cuando levantaba la oscura mirada del suelo para verle la cara a su padre y transmitirle una tranquilizadora y breve sonrisa. El resto del día miraba al suelo y su semblante era serio, hundido en sus dolorosas tinieblas. Se tenían el uno al otro, y nada más. Por ello, derrochaba cariño y ternura con su hijo. Si alguien no debía verle titubear, ese era Regi. —Mírame un segundo. —Así lo hizo. El entrecejo fruncido escudriñaba el rostro del menor—. ¡Vaya! ¡Pero si te está saliendo bigote! ¿Quieres aprender a afeitarte? —Sí. —Sonriendo le acompañó deseando aprender una lección. En el cuarto de baño, los dos frente al espejo tenían la cara llena de espuma de afeitar. Tomó la cuchilla de afeitar y el hijo le imitó. Antes de proceder se detuvo para añadir: —¿Sabes qué? Tu madre estaría orgullosa de ti. Tristemente, las burlas de Big Bucky no iban mal encaminadas, y si bien la inteligencia del enorme niño brillaba por su ausencia, cada palabra hacia la difunta madre de Regi era una punzada en su corazón. Por eso, aquel día tan violentamente reaccionó.
Pittsburgh, noviembre de 1996
Era una bomba de relojería. Un profundo dolor le mordía el alma, le corroía el interior. Dentro experimentaba una explosiva mezcla de sentimientos que hacían de él un cóctel Molotov cuya mecha estaba siendo gradualmente encendida. Y, como era de esperar, reventó. —¿Qué haces, Fétido? ¿Contando hormigas? Tan pronto como Big Bucky se acercaba, Regi, con una piedra y rabia contenida, le golpeó en el rostro, partiéndole las paletas y provocándole una hemorragia. El grandullón cayó al suelo como si de Goliat probando la honda de David se tratara. Tras desplomarse, de rodillas mirando al suelo mientras escupía saliva con sangre. Intentaba incorporarse, pero su pálida víctima lo cogió por el cuello. —Te rajaré con una navaja de arriba abajo. Te trincharé como a un cerdo. Te lo juro. ¡Te lo juro! —le gritaba el acosado. Los acólitos del gigantón asistían a la escena boquiabiertos, no daban crédito a lo que veían. —Si alguien te pregunta, te has resbalado en la escalera y eres tan gordo y torpe que te has comido el escalón, ¿está claro? —dijo mientras levantaba amenazadoramente la piedra, dispuesto a grabarle a pedradas su mensaje—. Como le digas a alguien lo que ha pasado, no volverás a tu casa. O no de una pieza. —S… Sí —Big Bucky estaba aterrorizado, incapaz de resistirse al llanto. —Te estaré vigilando, gordinflón. El incidente corrió de boca en boca, entre los estudiantes, adquiriendo una fama no buscada ni deseada. Lejos de crear simpatía, originó un mayor rechazo al cual no era indiferente. Podía ver, notar, sentir, cómo murmuraban nuestros compañeros. Yo no era ajeno a ello, se percibía en el ambiente la frialdad que inundaba la sala con su mera presencia. Recuerdo cuando pasaba por los pasillos y le miraban con una mezcla de pavor y asco, entraba en la clase y todos se callaban. No era aceptado y jamás lo sería, haciéndole sentir más desgraciado a
cada día que pasaba. No aguantaría mucho en esa tesitura, más tarde o temprano acabaría explotando por algún lado. Sus problemas no habían desaparecido. Lo contrario, se habían expandido. No era más que el comienzo. Entonces llegó aquel día. A partir de aquella fecha percibimos que algo no iba bien. De un día para otro se le veía diferente. El momento en el que lo vi llegar a su pupitre tambaleándose y con unas ojeras más grandes que de costumbre supe que había comenzado a hacer algo fuera de lo normal. Estaba demasiado raro para ser él, movía de manera aleatoria la boca y hacía amagos permanentes de estornudar. Pasaron las horas y apenas cambiaron sus semblantes y gestos. Matemáticas, Literatura, Historia y él seguía igual. Prudentemente, permanecía callado mientras le observaba atrapado en la encrucijada de estar presente pero ausente. El resto de la clase se iba dando cuenta y rápidamente se convirtió en el centro de las miradas y rumores. Había cierta expectación en torno a él, la cual yo no entendía. Entonces, Cynthia, una de las chicas, en un descanso se aventuró: —Oye, Regi, oye. —Él le prestó vagamente atención—. Oye, ¿la has probado? Con esa edad estaba especialmente atontado, no entendía ni la pregunta ni el revuelo que se estaba generando. Me giré hacia Jonathan buscando una respuesta. —Droga, Robert —me aclaró mi amigo. «¿Eso qué es?», pensé. —Sí —le respondió Regi a la chica. La reacción de sorpresa no la comprendí en ese temprano momento. La gente le miraba con los ojos y bocas abiertos, como si fuera una proeza o algo extraordinario. Si normalmente era el centro de miradas, en aquel instante debió ser lo más parecido al centro del universo. Los alumnos acercaban las cabezas los unos a los otros, aproximaban sus oídos y susurraban. —Guau… Eso es… ¡Increíble! —¡Sí! —exclamó otro. —¿Y qué se siente?
—¿Está buena? Poco a poco un círculo empezó a formarse alrededor de él. ¿Popularidad? En una mañana había pasado de ser el centro de todas las maldiciones a ser sorpresivamente irado. Se rumoreaba que tomaba cosas de mayores, cosas que le habían llevado a estar con «gente chunga», a conocerla, se decían de unos a otros. —Conoce a la mafia —comentaban entre ellos. —¿Llamamos a la poli? —¿Estás loco? Ni de broma. No quiero problemas. Aunque fuésemos pequeños, sabíamos que a diario alguien aparecía muerto. Cada mañana se abría el noticiario con una nueva víctima del narco. No había que entrometerse en sus negocios. Ni la policía estaba libre. Ahora, el que antes llamaban «Fétido», era el chico malo, había que tener cuidado con él. Callado, pero malo. Era mejor respetarle y caerle bien porque conocía a «gente chunga». Los rumores en torno a su persona crecían exponencialmente según transcurrían los días, las semanas. Big Bucky, que meses atrás le había estado haciendo la vida imposible, pasó de la noche a la mañana a ser su amigo y con él, toda su pandilla. Ellos intentaban estar cerca de Regi, un triunfador en los rankings de «celebrities» del instituto con la fama que entre los estudiantes se iba generando. El huérfano veía que el consumo le ayudaba por doble partida. Cuando pensaba en su madre, tomaba y olvidaba; e ir drogado a clase le servía para sentirse aceptado y querido. Sabía que era todo falso, que su madre no estaba viva y que era el hecho de consumir «cosas de mayores» lo que hacía que tantos se codearan ahora con él. Y aunque fuera todo un engaño, decidió abstraerse de la realidad y secuestrarse en su mentira. Y así, de un día para otro, del consumo dio el salto al comercio y la distribución. Ninguno sabíamos cómo, pero poco a poco más iban al recreo a ver las bolsitas que ahora llevaba furtivamente el huérfano al patio. En las esquinas, a cambio de ciertos precios, empezó a vender distintas cantidades ridículas de la sustancia. Si
bien al principio su clientela eran mis compañeros de clase, pronto el rumor llegó a los mayores del colegio, que hicieron de él su camello. Todos acudían a él, que sin ser consciente de lo que hacía empezaba a tener la autoestima y el ego que nunca había conocido. Era como si cada mañana llevase una piñata y todos quisieran un poco de ella. Por fin tenía amigos. Regi pasó en poco tiempo de, permanentemente cabizbajo mirando sus zapatos a andar con el mentón alzado. Su arrogancia crecía al mismo ritmo que sus ojeras. Era un triunfador, el chico del momento. En cambio, yo no podía verlo como el resto de sus aduladores, me generaba inquietud y nerviosismo. Había pasado de ser un chico por el que sentía compasión a ser una araña en cuyas redes no quería caer, procurando marcar distancia y no interactuar con él, le temía. No era el único, Jonathan y más se encontraban en la misma encrucijada en la que me hallaba. No me había hecho nada, pero no quería acercarme a él. No me gustaba. Él, que no era ajeno a esos sentimientos, pronto lo notó.
***
Los perros maltratados derrochan agresividad ante la más mínima alarma y Regi era uno de ellos. Fue por ese motivo que tuvimos aquel encontronazo que tan terribles consecuencias tendría. Nunca imaginamos que llegaría todo tan lejos. De vuelta a clase, coincidí con él subiendo las escaleras. Faltaban cinco minutos, cinco minutos que no olvidaré jamás. Noté cómo mis pulsaciones pasaron a más de mil por segundo en un abrir y cerrar de ojos. —¡Robert! —escuché cómo desde el primer escalón me llamaba, pero me hice el sordo—. ¡Oye, tú! ¡Copman! —¿Yo… yo? —me traicionaba la voz. Sabía que no había hecho bien intentando ignorarlo pero no quería líos, aunque mi jugada no sirvió de nada.
—Pues claro, pedazo de imbécil —escupió, subió los escalones y se puso a mi altura—. ¿Por qué me ignoras? ¿No te gusto? ¿No te caigo bien? ¿Te crees que no me doy cuenta de que me evitas? —No, es que… —¿Entonces por qué me evitas? ¿Qué te he hecho? Veo más de lo que te piensas, renacuajo. —Yo… —Me iba a mear en los pantalones. —Es por esto, ¿verdad? —dijo mientras asomaba ligeramente uno de sus pequeños paquetes. Asentí con la cabeza, notando acongojado cómo la nuez me subía y bajaba frenéticamente. En casa pregunté tiempo atrás a mi madre qué eran las drogas, respondiéndome que algo terrible creado por Satanás… Y Regi traía cositas de él. De hecho, las vendía. El chico por el que antes sentía pena se había quitado la máscara y era un asalariado del diablo. Por eso los demás chicos le pagaban, era su trabajo. Y me daba miedo. —Sí. —¿Te crees que soy tonto? Esto no hace nada malo, eres tú que no me aceptas y deberías. ¿No viste lo que le hice a Big Bucky? ¡Ven te he dicho! Me llevó a los cuartos de baño. Tras cerrar la puerta, se desabrochó la bragueta y hurgó en sus calzoncillos. De dentro, sacó un objeto que no pude identificar porque seguidamente con una mano me cogió del cuello. Se me escapó un grito ahogado. —¿Por qué? ¿Qué te he hecho? —me gritaba mientras veía cómo ponía la cuchilla de la navaja que ocultaba su entrepierna en mi moflete. Si apretaba o deslizaba la hoja, me cortaría—. ¿Es porque soy así de blanco? ¿Es porque no huelo bien? ¿Es porque no tengo madre? Te vas a enterar, no voy a permitir que nadie vuelva a… De golpe la puerta se abrió y el profesor Montgomery, de Educación Física, le soltó una bofetada tan fuerte que se desplomó, soltando el arma y produciéndome un leve corte en la mejilla por el brusco movimiento.
Desde el suelo y sumido en el llanto, el agresivo huérfano le miraba a la vez que se palpaba la cara para ver si su carrillo seguía en su sitio. Junto a él, desperdigadas por el suelo, diferentes bolsas adornaban el parqué tras caérseles del pantalón. —¿Es eso suyo? Con un semblante serio, el profesor Montgomery preguntaba a mi paliducho compañero. Como si del mismo juicio final se tratase, él asentía levemente, incapaz de pronunciar palabra alguna. Sabía que le había llegado la hora de ser juzgado ante el director del centro. Respiraba angustiosamente, al borde del ataque de ansiedad. Todo se había acabado. —Robert, vaya a enfermería a que le curen y luego vuelva a clase. Usted vendrá conmigo. —La sentencia estaba dictada. Nos separamos y, tras completar las horas de clase que le quedaban a la jornada, volví a casa. Les conté a mis padres lo sucedido, los cuales, al verme el magullado rostro, llamaron al director para exigir explicaciones y disculpas. Regi había metido la pata hasta el fondo, se había metido en un lío muy serio. Sería expulsado y no repetiría el próximo curso con nosotros. Lo que nunca imaginamos ninguno es lo que finalmente sucedió.
Tras el incidente se destapó que, efectivamente, el chico se había convertido en un joven camello, un punto por el que acceder a un segmento de la población casi inexplorado por el mundo del narcotráfico. Esos delincuentes tienen códigos de conducta y límites que no sobrepasan, pero siempre hay bandas que deciden innovar e intentan reinventarse con la clientela. Si antes mantenían cierta moral, en aquellos tiempos se había empezado a relativizar. ¿Por qué estaría mal? El menor era libre de tomar lo que considerase oportuno. ¿No se les intoxicaba con bollería industrial? ¿O con comida basura? ¿Acaso eso no es igualmente terrible para su salud dejar que sean sebosas bolas andantes? Cuestionar principios, relativizar lo considerado bueno o malo genera duda, y es en plena confusión cuando surgen las mejores oportunidades de negocio. Se destapó que el padre de Regi era un consumidor, adicto. Cuando el pequeño se iba a dormir, intentaba evadirse recurriendo a pequeñas dosis. Pensaba que su crío descansaba, pero alguna vez desde la sombra lo observó y notó que aquella
blanca sustancia algo cambiaba en la persona. Por ello, el muchacho imitó a su progenitor en una ocasión que tuvo, probando la falsa harina, la cual le gustó. Empezó a cogerle dinero a escondidas a su padre y en poco tiempo frecuentó un punto de intercambio que descubrió espiando a su progenitor. Al inicio, el distribuidor de la zona, popularmente conocido como Seta, se negaba a venderle. Sin embargo, todo tiene un precio y cuando el crío apareció con cien dólares frescos, la tentación le pudo. ¿Habría descubierto una mina de diamantes con su nuevo amigo? —¿Pero de dónde sacas tanta pasta, hijo? —le preguntó el barbudo Seta. —Vendí lo que tenía mi padre. En mi colegio hay niños que me dan mucho dinero. —¿Tu padre? ¿Y no se ha dado cuenta de que le falta coca? ¿Y te compran de esto? —interrogaba, y mientras mostraba las bolsas, el menor asentía—. Ya veo… Creo que al jefe le gustará. Toma chico, me caes bien. —Le obsequió con una bolsita—. Nos veremos aquí a las ocho de la tarde cada domingo. Pórtate bien y no hagas trastadas. Y así Regi, sin ser consciente de lo que hacía, pasó a ser una diminuta hoja más en el colosal árbol del narcotráfico en Pensilvania. Por ello, cuando sucedió el incidente de la navaja, confesándole todo al director y al profesor Montgomery, no sabía que lo que realmente estaba haciendo era ponerse en el punto de mira. Lloraba asustado mientras relataba detalladamente su lista de pecados sin saber las consecuencias que tendría. Los siguientes días, entre seis y diez policías iban al centro educativo y mientras estaban allí mi compañero no salía de la sala de reuniones, donde se veía con ellos. Después volvía a clase, siendo el mismo chico cabizbajo que entró al instituto aquel inicio de curso, meses atrás. —¿Qué te han dicho? —¿Qué ha pasado, Regi? —¿Quieres que le pegue a alguien? —se ofrecía Big Bucky.
Ante la avalancha de preguntas, él mantenía un triste y cautivo silencio. No podía, ni debía, ni quería hablar. No entendía mucho qué pasaba, pero algo malo había hecho y se sentía fatal por ello. Recuerdo verle la cara y leer su arrepentimiento escrito en las renacidas costras de sus labios. Pasaron las semanas y su semblante no cambiaba. Una mañana, nos dejó el autobús escolar en el colegio. Caminando hacia la clase, me dijo Jonathan: —Creo que algo va mal. —¿Por qué? —Con el día de hoy hacen dos semanas sin que venga la policía. Estaba más tranquilo viéndola por aquí. —Será porque ya han resuelto lo que tengan que solucionar, supongo. —Pues sí —dijo mientras se encogía de hombros. Según avanzamos nos encaminamos al patio para dirigirnos a la clase. Sin embargo, escuchamos un grito y una multitud haciendo un corro. —¡Regi! ¡Regi! ¡Regi! ¡¿Me oyes?! ¡Regi! En el centro había un bulto. Big Bucky chillaba como un cerdo histérico, llorando incapaz de contenerse. Muchos de mis compañeros de clase, también de cursos superiores, veían la dantesca imagen. La multitud lloraba y emitía quejidos, gritaba aterrorizada. Estaban ante la escena de una película de terror. —¡Haceos a un lado! ¡Apartad! —Empujaba el profesor Montgomery a sus alumnos—. Dios mío… Dios mío… —su voz se apagaba mientras palidecía, temblándole las piernas y desfalleciendo por momentos. En el centro había una figura ensangrentada. La cara llena de contusiones, parecía que un enjambre de avispas le hubiese atacado su púber rostro. De las cejas, frente y nariz salían regueros que enrojecían el siempre blanco semblante de Regi. Con la boca entreabierta, una desesperada súplica se desvanecía con la brisa matutina. Habían deformado y degollado al menor. Sus manos estaban atadas y, si no fuera por la ausencia de sus dedos, parecería que oraba.
¿Cuántas horas llevaría allí? Nadie había visto nada, se lo habían encontrado allí tirado y maniatado. Era todo muy macabro, aquella imagen a más de uno nos perseguiría en pesadillas para siempre. La vida no se le había escapado. Alguien se la había arrancado. Nadie estaba libre de los cárteles, no habría piedad para el traidor ni perdón para el delator. El menor fue testigo de ello. La amputación de dedos era una práctica importada por las maras desde Centroamérica, y el mensaje era universal en esos lares: es el castigo siempre reservado para los «soplones». En cuestión de minutos, el colegio se llenó de sirenas y luces rojiazules. Se llevaron a Regi. La última imagen que tengo de él es en la camilla de camino a la ambulancia, envuelto en mantas que lo ocultasen de una escuela efervescente por el temor de una amenaza cierta, viva y presente. Jamás pude borrar de mis recuerdos el cuadro que presencié aquella mañana. En las noches me venía en sueños su destrozado rostro, me atormentaban los fantasmas del pasado. Yo era un pequeño inocente que despertó aquel día de su letargo para ver cómo todo lo que me rodeaba estaba podrido, enfermo. Ese día se suspendieron las clases y los alumnos volvimos a casa. Con el patio despejado, antes de ir al autobús, Jonathan y yo nos quedamos un rato donde había estado nuestro fallecido compañero. Mi amigo apoyaba su mano sobre mi hombro animándome. Todo lo que había pasado… si no hubiera hecho ruido aquel día en el cuarto de baño, el profesor Montgomery nunca habría descubierto a Regi y… —Ey, chico, ¿qué te pasa? —Unos serenos ojos azules se pusieron a mi altura, mirándome directamente. —Yo, señor, yo… —no me salían las palabras, mis piernas temblaban—. Es por mi culpa, señor. —¿Tú le hiciste eso? —Negué con la cabeza—. Pues no hay más de qué hablar. En este mundo hay gente realmente malvada, los años te lo enseñarán. Llegará el día en que recuerdes lo que ahora te digo, que los peores demonios no están en la Biblia, sino campando por la Tierra. Pero, si no has hecho absolutamente nada, ¿por qué quieres torturarte así? ¿Tú? ¿Culpable? Por favor, si hubieras sido tú ya lo sabríamos y estarías esposado, pequeño. —Paternalmente me miró—. ¿Cómo te llamas?
—Ro… Robert Copman, señor. —Robert, aprende de lo que has visto. Vivimos en un momento complicado, la gente sufre y hace por ello cosas terribles. La desesperación nos hace capaces de lo imposible y lo impensable, puedo verlo a diario… —Se quedó mirando un lugar indeterminado, hundido en sus pensamientos. Volvió a la realidad para añadir—: Cuando tengas problemas, llama al siguiente número. Si es urgente, pregunta directamente por mí. A la vez que atrapaba mi palma extendida entre sus manos, dejaba una tarjeta con un número de teléfono grabado. Se incorporó y se dirigió al coche patrulla que lo esperaba. Nuestro autobús también saldría en breves. —¿Qué pone? —me preguntó Jonathan, espectador de la escena.
«A. Glenn Costa, subinspector, Unidad de Delitos de Tráfico de Drogas y Estupefacientes del Cuerpo Federal de Policía».
Pittsburgh, 27 de julio de 2016
Estacionó la moto para dejar que ella se bajara. Estaban en su portal, en el que habían compartido mil y una noches, en el que se habían despedido tantas veces, en el que los suspiros habían compuesto con los años auténticas melodías. La ternura de una caricia, la pasión de un adiós, aunque fuera un hasta mañana. Pero aquella noche era diferente. Fundidos en un abrazo, eran poesía viva a los enamorados. —Todavía no me lo creo —dijo ella mientras se escondía entre sus brazos. —Créetelo, porque a partir de ahora todo va a cambiar. —¿Por qué ahora? —Porque te necesito más que nunca. —Pues me tendrás, nos tendremos. Desde hoy y hasta que la muerte nos separe.
Pittsburgh, 7 de septiembre de 2016
Como cada mañana, la alarma sonaba a las 6 a. m. Apenas empezaban a asomarse los primeros rayos de sol cuando, con la cabeza enterrada bajo la almohada, trataba de apagar la irritante melodía del móvil que me avisaba de que un nuevo día me esperaba. Silenciado el teléfono, me quedaba tumbado boca arriba observando el techo. A ratos me daba media vuelta y me ponía a buscar formas ocultas en el gotelé de la pared. Era perder el tiempo, pero siempre echaba entre cinco y diez minutos cada mañana a explorar recuerdos y estancarme en ellos. Tenía los pies puestos en la tierra, pero mi lado nostálgico llamaba a la puerta para añorar aquellas etapas en las que amé la vida, como en el caso Guerrita. Qué días aquellos. Después de mi pequeño momento privado tocaba continuar con el automatismo diario. Al estilo italiano, esperaba a que la cafetera chillase para apartarla del fogón y servírmelo en la taza. Café solo y para uno. Mientras la tostadora doraba el pan, daba vueltas con la cucharilla disolviendo la sacarina. Ante mí, el skyline de Pittsburgh. Absorto en mis pensamientos, desde la terraza del apartamento veía el gradual despertar de la urbe. Si algo había de belleza en ella, eran esos momentos de tranquilidad. Como solía hacer mientras me duchaba, escuchaba la misma gilipollez de la 86.7 FM. El vespertino programa Indios al Alba llenaba los huecos vacíos que dejaba el silencio. Tras una absurda simulación de nativos cantando en torno a una hoguera, arrancaba: —Buenos días por la mañana, queridos oyentes. Seguimos como siempre, incansables madrugadores, desgranando en tono satírico la actualidad que nos acompaña. Soy Paolo Salcines, y hoy, junto a mí, tengo al periodista y tertuliano Michael Berg. —Muy buenas, Paolo. ¿Qué te has hecho?
—¿Que qué me he hecho? Pues aparte de los rulos —se oía la entrecortada risa del presentador—, he cambiado de desodorante. —Podríamos empezar la sección con esta noticia. Cincuenta años después, nuestro querido Paolo Salcines ha sucumbido a la revolución sobacal. No entendía cómo podían tener tanta energía desde tan temprano. El itinerario del programa solía seguir un esquema cuyo inicio era un chiste o broma del estilo. Me cansaban nada más escucharlos, disipando el efecto de la cafeína que recorría por mis venas, pero era mejor que nada. —¿Y qué nos traes hoy, Michael? Además de tus observaciones sobre mi persona. No podrás negarme que cada día te enamoro. —Totalmente. Bueno, ¿por dónde quieres que empecemos? La familia real holandesa sigue creciendo, pero hay cosas más importantes como el debate entre republicanos y demócratas sobre los presupuestos y los aburridos planes de reestructuración de la deuda. —Bueno, bueno. Resumiendo y que sirva de prólogo para nuestros oyentes: ¿seguimos igual de jodidos? —Te contesto con otra pregunta: ¿alguna vez hemos dejado de estarlo? Y como cada mañana, se enzarzaron en sacarle punta hasta al último detalle de la vida pública. Indios al Alba duraba seis horas y, pese a que traían a su estudio escritores, políticos, tertulianos y demás personajes de moda; tenían la obligación de rellenar cada minuto de los trescientos sesenta que cubrían. Con cinco minutos de publicidad a repartir en cada hora, debían manejar bastante bien la improvisación, pero los recursos se les agotaban. —¿Recuerdas el día en que empezó todo? —Paolo, tienes diecisiete años más que yo, ni más ni menos. Te descuidas y podría ser tu hijo. Esa cuestión te la debería plantear yo a ti en todo caso. Se reían a través de los micrófonos. ¿Podían permitírselo o lo hacían por no llorar? —Pues si te digo la verdad, Michael, se me mezclan recuerdos y no te sé decir el
origen de este estancamiento. —¿Los noventa? ¿Los dos mil? —Cientos de miles de datos y nos cuesta saber qué hicimos mal. —¿Y si no es un problema de números y está más relacionado con el pensamiento? —¿El pensamiento? —Sí, ya sabes. ¿Por qué no mirar la raíz del problema? —¿Podrías sacarla a relucir? —Bueno, vayámonos a una fecha y un concepto. —Dispara. Un momento de silencio. Si era otra improvisación más, la de aquella mañana estaba siendo la más brillante desde que escuchaba el programa. —Veintisiete de julio de 1694, día de la creación del Banco de Inglaterra. El concepto: la usura. ¡Me olvidaba de un tercer factor! ¡La herramienta! —¿Y esa es? —El que llamaban «libre mercado». —¿Y qué sucedió en esta tragicomedia? —La perversión de la herramienta. —¡Pero qué manera de arrancar! ¡Querido público, deje el café y péguese la radio a la oreja! ¡Clávese el auricular en los tímpanos! ¡Michael Berg viene con el revólver cargado y más de un indio caerá en esta hermosa mañana! Apagué la radio. En treinta minutos entraba a la comisaría a seguir con la agilización del papeleo que suponía la apertura de expedientes delictivos. Ojalá llegase el día en el que esa función quedase relegada a la nada.
Chaqueta puesta y corbata ajustada, me dirigí a por el casco de la moto que usaba en días con tráfico como el que me aguardaba. Si no me estuviera pillando el toro, habría ido en coche e igual hubiera podido gozar de ese momento de lucidez de aquel esquizofrénico programa. No tenía mala pinta, aunque no sería la primera vez que dieran un giro radical en plena verborrea para regresar a la chabacanería que infectaban los medios. Estaba el semáforo en rojo. ¿Y yo? ¿Recordaba el día que empezó todo? Era demasiado joven para pretender responderme. Demasiado. A decir verdad, desde que tenía uso de razón no podía acordarme de una situación diferente a la que vivía. Es decir, la economía estaba en un punto de absoluto no retorno. Lo único que crecía era la desigualdad. Y la pobreza. El umbral de pobreza crecía y crecía, se multiplicaba como si de conejos en irrefrenable celo se tratase. No era hombre de refinados estudios, pero la intuición me decía que olía a chamusquina. No creía ser el único, pero estábamos en la paradójica situación de que, pese a estar teóricamente mal, la tranquilidad del ambiente invitaba a no hacer nada. La nuestra era una sociedad pretenciosamente perezosa, o eso quería creer. «Qué más da, todo sigue como siempre», solían decir los más adultos. «Durante toda la vida ha sido así»; «¿Crees que esto no pasaba cuando tenía tu edad?». En fin, no sabía si merecía la pena dedicarle más pensamientos al tema. ¿Para qué?
Pittsburgh, 30 de julio de 2016
—¿Por qué? —Sé que es difícil de comprender, pero debe ser así. —Te repito que no lo entiendo, Jonathan. ¿Por qué debemos hacer todo esto? ¿Tan complicado es? Se supone que es una simple boda. Me desconciertas. Nuestras vidas van a cambiar, sí, pero esto que me dices es… —Una revolución en tu mundo. —Sí, la boda es algo que esperaba ilusionada como una niña pequeña, por supuesto, pero esto que estás contando, que me estás pidiendo… no lo entiendo. Sé claro, por favor. Él suspiró. Natasha tenía razón, debía confiar plenamente en la persona con la que quería compartir su futuro. No tenía sentido andar con misterios a esas alturas de la relación. Pidió la cuenta y una vez pagaron, se dirigieron a la motocicleta dando un paseo. Un tenso silencio imponía su ley marcial. —Perdóname, Natasha. Tuve que haber sido mucho más directo. Quiero que me entiendas, por eso te voy a pedir que vengas a casa. —Mañana trabajo, no podré trasnochar mucho y tengo el uniforme en mi piso… —Seré rápido, lo prometo. Pero no puedo contártelo, no aquí en la calle. Debes verlo tú misma.
Pittsburgh, 7 de septiembre de 2016
Aparqué y me quité el casco. Tras cerciorarme con el retrovisor de que para nada había servido el peine esa mañana, concluí que me pelaría aquella misma tarde. No podía permitir una desgreñada imagen siendo subinspector. No era la panacea, pero sí implicaba un estatus y una imagen que cuidar ante el público. Además, la boda de Jonathan se acercaba. Allí se erguía la comisaría, mi segundo hogar. Allí se encontraba lo que ya empezaba a considerar como parte de mi familia. Con muchos compartía muchos años de trabajo, dolores de cabeza y experiencias. Ese punto neurálgico, esas cuatro paredes, eran testigo de mil historias diferentes que darían para escribir libros y filmar películas. Era uno de los lugares de la zona que mayor densidad de reporteros acumulaba. A varios conocía y con alguno que otro me las había tenido. La profesionalidad solía brillar por su ausencia, por no mencionar la ética o la falta de escrúpulos de muchos. Tal vez por eso mi amigo les sacaba años luz de ventaja y fama. Mi móvil empezó a vibrar. —¿Sí? —Robert, hijo, ¿cómo estás? —¿Papá? ¿Por qué me llamas tan temprano? —¿No te pillo en buen momento? —Son casi las ocho de la mañana y voy de camino al despacho. —Ah, bueno, entiendo. Es solo que tu madre estaba preocupada. —¿Preocupada por qué?
—Pues por ti, Bert. —¿Por mí? ¿Qué he hecho? ¿Qué ha pasado? —Eso es por lo que te llamo. Para saber de ti, nos tienes desinformados. —De veras que lo siento, es solo que todo sigue como siempre. —¿Y eso es que estás bien o estás mal? Un interrogante perturbó la cotidianidad que poblaba mi matutina mente. Cuando llevas años inmerso en el malestar, cuando estar en el hoyo se convierte en inercia… ¿Un día más en ese mismo estado es que todo va bien porque nada cambia o que estás irremediablemente trastornado? —Como siempre es como siempre, papá. —Hijo, nos preocupas. —No entiendo el motivo. —Estaba ya sentado en mi despacho—. Si queréis llamo cuando acabe por la tarde y hablamos con más tiempo. Así también puede ponerse mamá al teléfono y escucharme para que se alivie. —Vale, pero que no se te olvide. —Tranquilo, papá. Hablamos después. —Un beso, te queremos. —Otro para vosotros. Procuraba verlos cuando podía, pero las distancias y mi profesión se combinaban para hacer que atravesar de esquina a esquina Westmoreland County y verlos fuese una tarea más compleja de lo que a primera vista pudiera parecer. No recuerdo un mundo distinto. De hecho, pocas veces había salido de mi hábitat natal para explorar otras zonas del americano continente. Desde que nací, este había sido mi sitio y no hallaba razones para dejarlo e irme a otro lado buscándome el futuro. Eso le correspondió en su día a otras personas, como a mis padres en su juventud. De pequeño les solía preguntar:
—¿Y por qué os fuisteis? —Los jóvenes, antaño, no teníamos futuro allí. Huimos del país buscando oportunidades —me explicaba mi madre—. Nos llegaban ofertas y, por míseras que fueran, el simple hecho de comenzar a ganarte la vida nos hacía que lo dejáramos todo. —¿No teníais dinero? ¿Los abuelos no os ayudaban? —Mis padres claro que solían echarme un cable. Pero llegará el día en el que verás que no es tanto que te mantengan, sino el iniciar tu camino por la vida lo que te impulse a tomar grandes decisiones. Los dos se conocieron aquí, siendo extraños en un país que empezaba a virar al hermetismo absoluto, con la casualidad de encontrarse, en una ciudad como esa, dos exiliados del mismo lugar. Tuvieron arrojo y la vida se lo recompensó a cada uno con el otro, siendo lo mejor que sacaron de aquel nuevo inicio en tierras foráneas. Mi padre era un hombre inquieto, y por ello, una vez aquí instalados, montó su negocio de telefonía. Pasaron los años y, tras afiliarse al Unión Federal de Trabajadores de Pensilvania, terminó siendo un destacado y prestigioso líder sindical, abanderado del movimiento laboralista que tanta fuerza tomó antaño. En aquellos momentos estaba jubilado y retirado del reivindicativo campo de batalla, pero para mí jamás dejaría de ser un ejemplo. Podía visualizarlo en discursos clamando por derechos y dignidad. Luchó y se quemó, cansó y finalmente retiró de la escena pública. En momentos críticos, de descontento social, junto a varios compañeros y personajes públicos ejerció de auténtico pacificador, apaciguó las masas. De no ser así, la desesperación producida por la coyuntura económica del momento hubiera producido la tragedia en forma de violenta desesperación. En la sombra, era un héroe. Sus dotes de negociador hicieron mucho bien a trabajadores que se veían en situaciones críticas. Pasaron las décadas y la economía no se movió un ápice, desamparando a quienes se quedaban marginados del sistema mercantilista. Había crecimiento, pero no desarrollo y, ni mucho menos, progreso. Sin embargo, gracias a los actores sociales, la calma se había inyectado en las venas de la población pese a que las diferencias entre clases eran cada vez más evidentes, con una clase media
que se veía forzada a ser desplazada a la supervivencia. Ante el coma inducido del mercado, empezaron a surgir factores que movían el dinero de unas manos a otras, ofreciendo alternativas. Nacieron las llamadas economías paralelas, las creadas a raíz de actividades que jamás podrían ser aceptadas por motivos éticos y morales. Sin embargo, en esos extremos, cada vez más aventureros daban el salto y probaban esta nueva forma de acumular riqueza. La ecuación era tan sencilla como veraz: a mayor desigualdad, mayor pobreza; y frente altos niveles de pobreza la delincuencia se dispara. Un vistazo a la historia universal y especialmente a la contemporánea lo contrastaba, ya que era una realidad no nacional sino global. Un factor catalizador de los índices de la criminalidad es la necesidad. Progresivamente, el tráfico de armas, órganos, personas y drogas fueron desarrollándose para ser la realidad de la calle. Las leyes dan el soporte para combatir la perversión, pero el motivo de la delincuencia era primigeniamente la necesidad. Quienes tenían, codiciosamente acumularon, y quienes sufrían sobrevivieron a cualquier precio. En la ley de la selva solamente puede ganar el más fuerte. Y los Guerrita aterrizaron para sembrar el terror. —Buenos días, Sr. Copman —Buenos días, señorita Palin. —Llámeme Carmen —«Qué pesada», pensé. No me interesaba absolutamente nadie, soltero estaba bien—. Le dejo aquí estas fichas. Tres jóvenes a los que pillaron in fraganti con una cantidad de alijo que doblaba lo legalmente permitido para el autoconsumo. No es un delito, solo una leve infracción, pero no hay que perderles la pista. —Lo sé. Llevo aquí lo suficiente como para saberlo —dije con acritud. Deliberadamente trataba de ser cortante, tratando de hacerle ver que no estaba receptivo. —Disculpe, señor subinspector —estaba tan confusa como molesta. —Tranquila, no hay que pedir perdón. Había sido un grosero, pero me importaba bien poco. No tenía ganas de líos en el trabajo. Mezclar profesión y sentimientos no era buena idea, menos aún en mi
actividad. La voz de la experiencia hablaba por sí sola. Además, pese a ser tremendamente guapa, no me atraía. Hacía años que nadie llamaba mi atención. Los teléfonos sonaban en las oficinas y conforme transcurrían los minutos el edificio se convertía en una olla a presión, un auténtico hervidero. Así era el día a día de la principal comisaría del Cuerpo Federal de Policía en Pensilvania. —¿Qué le pasa a Carmen? —Ni idea —mentí. —Se habrá levantado con el pie izquierdo. O estará pasando por esos días del mes. —No seas estúpido, Teo. —Venga, Robert. Sabes de sobra que bromeo. —Entre broma y broma… —El caso es que estaba hecha una furia, ¿sabes? Le han tenido que decir algo que no le ha hecho mucha gracia, porque no te imaginas cómo está. —Se le habrán cruzado los cables —me hice el loco, sabía perfectamente que era por mi reprobable actitud con ella. Carmen inocentemente pagaba los platos rotos de mi apatía. —¿Qué más da? Mujeres, en fin. Teo Wagner se sentó en la silla situada frente a mi mesa. Esa apariencia de autosuficiencia no era más que una máscara bajo la que se refugiaba para no atender a la realidad: su fracaso en el amor, lo cual distaba de ser algo extraño. Muchas veces bastaba con escucharle al abrir la boca para encontrar las explicaciones de su frustración sentimental. A eso se le sumaba que no era el candidato ideal para Míster Universo, por lo que las posibilidades de hallar a alguien que le diera cariño se reducían a lo que el sueldo pudiera darle de sí en burdeles. —Qué triste…—se me escapó.
—¿Perdón? —Pese a haberlo musitado, mi atento compañero algo había oído. —Nada, Teo. Ando en mis cosas. El silencio se apoderó de la sala. De fondo, con la puerta entreabierta, los agentes subían y bajaban las escaleras, Carmen iba de un lado para otro sin respiro, los teléfonos sonaban y las fotocopiadoras escupían impresos sin cesar. Sin embargo, el espacio tiempo se apoderó por segundos del lugar donde los dos subinspectores estábamos. Él también era consciente de esa milésima de segundo de quietud. —Es curioso —añadió él para estallar la burbuja en la que estábamos atrapados. —¿El qué? —Es difícil darse cuenta, hay que mirar con perspectiva. ¿Te acuerdas de cuando éramos simples agentes? Ha cambiado todo tanto… Empecé a esbozar aquellos recuerdos que por momentos desterraba de mi memoria, condenados a un eterno exilio. No le faltaba razón al subinspector Wagner. —El crimen, pese a ser el mismo, era bastante diferente —añadió— El modus operandi de aquel entonces no era como el de hoy. Hemos llegado tan lejos profesionalmente para, a la hora de la verdad, combatir la cara amable del narco. Cuando me uní al cuerpo esperaba una vida más de Hollywood, como las series que de pequeño veía. —Las series son ficción, la realidad es esta. Deberíamos agradecer el cese de la violencia y no lamentarnos por carecer de las aventuritas de cine, delirar por la emoción que no llega. Seamos adultos. Teo me miró con mala cara, inconforme con lo que había dicho. Y cómo lo había hecho. Había que ser paciente conmigo, tenía mañanas en las que sacaba a pasear el iracundo Robert que albergaba entre el páncreas y los intestinos. —¿Qué mosca te ha picado? —Vaya, Teo, ¿te vas a quejar? Estás ante la versión simpática del gran Sr. subinspector Robert Copman. —La señorita Palin había vuelto para dejar en mi
mesa más antecedentes y fichas—. Deberías dar las gracias. —¡Carmen, no te olvides de que soy tu superior y me debes llamar de ust…! El portazo de la secretaria lo dejó con la palabra en la boca. Tenía carácter, era de armas tomar, y mi grosería con ella lo pagaría el resto de la comisaría a lo largo de la mañana. —Me voy a mi despacho, Robert. A las doce tenemos reunión de unidad, espero que para entonces hayas gastado tus impertinencias. Teo salió de la sala, cerrando también con fuerza. Debía moderar mi tono, pero día tras día las mismas caras y las mismas conversaciones terminaban por exasperarme. Había conseguido lo que quería: estar solo. Desde que ella desapareció de mi vida, decidí jurarle amor eterno a la quietud de mi inhóspita soledad. Mi compañero tenía razón: años atrás, Pensilvania era más violenta. Mucho más. Estábamos inmersos en lo que en su día se llamaba la «Guerra contra la Droga», aquel problema que desde siempre padecía México. Sin embargo, algo ocurrió y el derramamiento de sangre se frenó aceleradamente sin intervención policial alguna. No dábamos crédito en el cuerpo, era una de las investigaciones inconclusas. ¿Qué pasó para que, en cuestión de meses, la violencia quedara relegada a un segundo plano? Los Guerrita eran la respuesta. Seis años habían pasado desde esa incomprensible metamorfosis que desvaneció la cruda violencia de las calles que se manifestaba especialmente en los deprimidos barrios de Filadelfia, Nueva York, Boston o Pittsburgh. Seis años, los mismos desde que ella efímeramente pasó de ser tangible y real a ser un desgarrador recuerdo corriendo abatida, huyendo. De la noche a la mañana, los traficantes cambiaron su metodología para camaleónicamente camuflarse y serpenteantemente deslizarse sin ser vistos. No había ajustes de cuentas, no había policías asesinados, no había enfrentamiento entre bandas. ¿Qué pasó hacía seis años? Ella pasó, y con ella los Guerrita. Los incidentes nacían ahora por parte de los consumidores, sufridores de la dependencia, del síndrome de abstinencia. La hostilidad había cambiado de bando.
Al ser así, la gran repercusión que los escurridizos criminales antes tenían con sus métodos de ajusticiamiento quedaba disipada por una cara amable y un código de lealtad basado en el silencio y el clientelismo. Habían pasado de ser criminales callejeros a ser de cuello blanco, reducían al máximo su o con terceros. Alejarse de los asesinatos e inhumanas palizas les funcionaba y, aunque nadie estaba libre de sus redes, eran completos anónimos. Producían, distribuían y desaparecían, fugaces como las mismas estrellas de una noche de San Lorenzo, como las perseidas. Tan pronto como nos llegaban indicios e iniciábamos las primeras indagaciones inspectoras, los sospechosos se escabullían y no dejaban huella tras sí. Era eso o que los vínculos que los pudieran incriminar se dispersasen y deshiciesen en el aire. Se habían profesionalizado hasta cotas inimaginables. Por esa razón, la Unidad de Delitos de Tráfico de Drogas y Estupefacientes había reducido su labor a acumular antecedentes y fichas, pero sin poder iniciar ningún procedimiento o investigación que llegase a buen puerto. Era muy frustrante, uno de los motivos por los que ofrecía mi cara más arisca en el trabajo. Cada fallido expediente que Carmen dejaba en mi mesa era un gatillazo laboral, y con la impotencia llegaría mi dimisión.
Nueva Orleans, 1 de febrero de 2016
«Mierda», pensó desolado. La rubia cabellera se perdía dentro de la mortaja que el equipo forense de Nueva Orleans cerraba con la sonora cremallera al mismo tiempo que los flashes iban y venían. Los ojos azules del ensangrentado empresario que iba a ser llevado a practicársele autopsias se habían fortuitamente clavado en los del periodista que desde la lejanía contemplaba cómo una prueba desaparecía, cómo un culpable testigo se diluía en la incertidumbre de la muerte para dar un paso atrás en el ambicioso plan que Jonathan llevaba seis años diseñando. Sudores fríos rebajaron la asfixia que el caluroso y húmedo clima de la ciudad de Luisiana acostumbraba. El joven no salía de su asombro, aquella terrorífica estampa volvía a visitarlo décadas después.
Pittsburgh, 7 de septiembre de 2016
La reunión no aportó nada interesante, había sido un mero trámite burocrático para rellenar huecos de vacía ociosidad en el impasible horario. Había que levantar acta del cumplimiento de deberes istrativos y, como cada semana, procedimos a ello. Los subinspectores nos limitábamos a redistribuirnos el trabajo, otra vez. Bajé por las escaleras sumido en el tedio para dar algo de actividad a mi cuerpo tras estar toda la mañana sentado y empezar a notar las nalgas agarrotadas. Tenía el descanso para comer en menos de una hora, lo que veía como un alivio ante tanta desidia. Pasó Teo a mi lado sin decir nada, haciendo gala de una forzada y fría indiferencia. Más tarde debería romper el hielo para transmitir una suave disculpa. En otras condiciones le propondría comer juntos, pero aquella no era la ocasión. De nuevo en el despacho, me quité exhausto la corbata, pensando las opciones para comer en un lugar que no estuviera más allá de dos o tres manzanas. La comida jamaicana me gustaba bastante, pero no quería repetir en esa semana. Además, me saciaba demasiado y me entraba sueño después, aunque no creo que hubiera mucha diferencia entre dormir y seguir aislado en el cobertizo que llamaba despacho. —Deberías echarle un ojo a este muchacho. —La atractiva secretaria me dejó el que debía ser el último expediente del horario de mañanas. —Después de comer le echaré un vistazo —dije cansadamente. —¿Comes con alguien? —No. —¿Solo? —Sí.
Se quedó mirándome. Lo había captado al segundo, esperaba que ella entendiera que no la acompañaría. Estaba siendo un capullo con la sequedad que aquella mañana desfilaba de mi mano. —Te mereces estar como estás —espetó, y abandonó la sala.
Me puse el casco y subí a la moto. Antes de arrancar, me detuve a contemplar cómo anaranjados tonos adornaban el cielo poblado por rascacielos. Atardecía, dentro de poco caería la noche. Coches patrulla salían a incrementar la seguridad en las calles. Si algo pasaba solía ser a partir de esas horas. Si continuase con mi cargo de mero agente, si no hubiera ascendido, me subiría en uno de ellos y por lo menos pasearía o reduciría a algún drogodependiente agresivo. La tesitura en la que estaba atrapado no me hacía ningún bien. No se lo contaba a absolutamente nadie, era algo con lo que cargaba interiormente, pero hacía envejecer mi joven espíritu a pasos agigantados. No sabía si era el subconsciente que con maliciosas tretas empezaba a jugármela, pero ante el espejo encontraba mis primeras canas. Ojalá pudiera volver en el tiempo, regresar a aquellos meses en los que era aquel joven agente que aspiraba a ser subinspector persiguiendo la red de los Guerrita. Pese a todo, aquellos días fueron los más felices de mi vida. Tal vez, que tocasen a su fin era lo que los hacían tan especiales. Jamás viviría algo igual. Alejé esos pensamientos de mí antes de que la nostalgia me destrozase nuevamente, cuando todo se desenlazó me juré ser duro y aceptar la realidad que abracé. Costase lo que costase. Arranqué y me dirigí a casa. Debía recoger la ropa deportiva, las salas de musculación me esperaban. Daría una vuelta tras la sesión, intentaría disfrutar de un momento de recogimiento en las pobladas calles de aquel hormiguero.
***
Con los auriculares me abstraía del ruido urbano. De las pocas cosas que me hacían sentir bien, el bálsamo que más aliviaba las quemaduras de mis entrañas era la música «aburrida» o «antigua», como ella solía decir, que al alba me rescataba atrozmente de la tranquila Pittsburgh. A pesar de las décadas que los cantantes de mis auriculares cargaban en sus espaldas, me hacían sumergirme en ellas y, preso de las emociones que en mí afloraban, las horas volaban. Me veía como el protagonista del Cadillac solitario tirado en el Tibidabo condal español. Saboreaba cada nota musical de aquella herencia revelada por no recuerdo quién. En sus orígenes, la urbe fue levantada en torno a los ríos que ahora la atraviesan, donde el río Ohio y el Allegheny se abrazan para románticamente engendrar un tercer río, el Monongahela. No era el lugar más adecuado para bañarse, pero sí para pasear bordeando orillas, por las riberas iluminadas por los vivos colores callejeros de la norteña ciudad del Midwest. No dejaba de ser romántico y resultaba frecuente ver parejas acurrucadas, contemplando aquel caprichoso espectáculo de la naturaleza. Debía llamar a mis padres antes de que se hiciese más tarde. Llevarían acordándose de mí desde que colgué. —¿Papá? —¿Diga? Oh, pero si eres tú, hijo, disculpa. ¡Emily! ¡Emily! —¿Qué pasa, querido? —se escuchaba a mi madre de fondo responder asustada. —¡El niño! —Papá, no me llames… —¿«Berty»? —Hola, mamá. —¡Por fin sabemos de ti! Nos tienes preocupados, ¿estáis con mucha tarea últimamente? —Sí, mamá —mentí—. ¿Qué tal estáis? Me contó su día entero, nada especial dentro de la rutina de una jubilada. Algún
chisme de la vecina del sexto, que si es una señorita de compañía, que si hace mucho ruido. Después un volantazo, al parecer, a mi tía segunda Steisy le había salido un quiste cerca del trasero y tuve que aguantar las descripciones que mi madre hacía. Y así, media hora escuchando los intrascendentes sucesos que la mantenían entretenida. —Por cierto, hijo, tienes listo el traje ya, ¿no? —Claro, mamá. Hace meses que lo compré, chaqué incluido. Viniste conmigo a elegirlo. —Ya sabes que estas ocasiones me ponen muy nerviosa. Quiero que seas el más guapo de la fiesta. —Boda, mamá, boda. —¡Eso es lo de menos! Lo más importante es lo que viene después. Ya sabes, conocer a las amigas de la novia. —¿Para qué quieres que conozca a las amigas de Natasha? —Hombre, ya vas teniendo una edad… —Voy a colgar, me queda poca batería. —«Berty», no te enfades, hijo mío… —Dale un beso a papá de mi parte. Terminé la conversación por la vía rápida. No les entraba por la cabeza que mi estado actual de soltería era voluntario. Carmen lo sufría. Sin darme cuenta, había recorrido varios kilómetros andando por la orilla. Frente a mí se levantaban unos grisáceos apartamentos ubicados en la misma ribera, estrechando el falso paseo marítimo por el que caminaba. Dentro, en el ático del bloque cuatro, escalera derecha, vivía la novia. Necesitaba verla. Llamé al porterillo. —¿Diga?
—Natasha, soy yo, Robert.
Nueva Orleans, 21 de febrero de 2016
—¡Joder! —gritó tirando el vaso lleno de agua contra la pared del estudio que había alquilado. Empezó a preguntar en voz alta—: ¿Qué está pasando? ¿Por qué los están matando? Primero el empresario Drinkwater. En aquel momento, otros dos investigados más: un matrimonio. No uno cualquiera, eran precisamente esos dos, los que en el pasado estaban con Clint Drinkwater. Tres que estuvieron vinculados con los Guerrita, tres de los que sacaba y vertería información al mundo entero cuando se destapasen las cloacas del narco en Estados Unidos. Y nuevamente habían surgido espantosamente asesinados. Otra vez. Volvía a llegar tarde. Jonathan se tiraba de los pelos, desesperado. No entendía nada, y si su misión era peligrosa, lo que empezaba a vislumbrar era que el calado de todo podía ser peor de lo imaginable. Pensó en Natasha y supo que debía escapar. Reparó en el corpulento y cejijunto inspector de homicidios que en ambas escenas, manos resguardadas en la beige gabardina, había aparecido. Debía acudir a él, debía unir fuerzas con Josh Reiner.
Pittsburgh, 7 de septiembre de 2016
—Perdona por las horas que traigo, pero pasaba por aquí e imaginé que igual te podría ver para ver qué tal vas con todo. La boda y eso, ya sabes. Aunque puedo pasarme en otro momento si no te viene bien. —Pasa, no te preocupes. Estaba recogiendo la cena. Accedí al interior del piso de la prometida. Todo estaba ordenado con sumo celo, así era Natasha. Algunas cajas de cartón estaban distribuidas por el salón, pero sin alterar la armonía que reinaba en él. —¿Está Jonathan? —Qué va. Esta noche cada uno por su cuenta. Estaba bastante atareado, como de costumbre. —Qué envidia me da. —Bromeas. —Ojalá. —¿No van las cosas bien en el trabajo? —No, todo lo contrario, va como siempre. Ese es el problema. —Creo que te entiendo. Un portarretratos con una foto de los dos abrazados en un parque adornaba la mesita del hall. Me era bastante familiar. Había otra en la que salíamos los cuatro, los prometidos junto a nosotros dos. —¿Esto es en Hyde Park?
—¡Claro! ¿No te acuerdas? Nos la hiciste tú. —He sido vuestro fotógrafo personal, me pierdo entre tantos flashes. Los dos reímos ligeramente. Con un suspiro contemplé lo que eran los preparativos de la mudanza. —Te vas, ¿verdad? —Jonathan y yo entregamos hace dos meses la señal de un apartamento mayor en Stanton Ave. Ayer empecé sin prisa a guardar recuerdos para llevarlos allí. Tengo tres meses, después el contrato de alquiler de este piso vencerá. —Le tengo mucho cariño a tu casa, Natasha. ¿Cómo la llamábamos antes? ¿«La Morada»? —Sí. —Sonrió, acompañándome en el viaje al baúl de los recuerdos que había iniciado—. Éramos tan felices aquí los cuatro. —Los cuatro… El silencio secuestró las palabras. Ella suspiró. —Oye, si quieres podemos hablar. Ha pasado tiempo, pero con un whisky igual… —No, Natasha, no le des más vueltas, no tiene sentido. —El alivio apareció en su rostro—. Sin embargo, no puedo desestimar el whisky. Sabes tocarme la fibra sensible. Di una vuelta de reconocimiento por el sobrio saloncito. Me detuve ante una de las cajas que, abierta de par en par, mostraba la portada de la revista «Year»:
«J. A. y el éxito de la independencia. Digno integrante de nuestra lista de las 50 personalidades más influyentes del año, estudiamos su caso. La historia del freelance que batió a los mass media».
Desde pequeños juntos, desde el primer curso de primaria, desde los seis años. Toda una vida. Él era el hermano que nunca tuve, el amigo que jamás podría haber imaginado. Habíamos recorrido una larga trayectoria juntos. El repertorio de experiencias era amplio: desde trastadas y gamberradas con las que disgustábamos a nuestros padres hasta dolores por inmaduros desamores juveniles, todo lo habíamos compartido. Mutuamente, nos habíamos visto crecer, salir granos en la cara, ganar corpulencia y hacernos hombres. Para mí fue un gran apoyo en momentos críticos, como el trauma infantil tras lo que le ocurrió a Regi o cuando pasamos de ser cuatro a solamente tres. Cuando llegamos a la mayoría de edad nos tocó la primera elección importante de nuestra vida. Opté por prepararme para acceder al Cuerpo Federal y él siguió sus inquietudes periodísticas. Así, nuestros caminos se distanciaron, pero nunca llegaron a separarse. No lo permitimos. Desde que nos conocimos habíamos evolucionado hasta cotas irreconocibles. Si bien de pequeño Jonathan era tímido y callado, pausado y a veces miedoso, su yo adulto era lo opuesto. Tenía una personalidad muy fuerte, siendo ese el motivo por el que Natasha perdió la cabeza por él. Mi medio hermano era una persona de inquebrantables raíces, sin importarle el precio que ello supusiera. Tenía su particular visión del amor, la vida, una justicia tan característica e inusual en nuestros días que en más de una ocasión le habían acusado de perder la cordura, tanto en conversaciones de a pie de calle como en platós o emisoras. Si a eso se le añadía el empeño e ilusión que derrochaba ante los objetivos que se marcaba, el resultado era un auténtico huracán. Lo necesitaba como el mismo aire, era el cálido aliento que me reconfortaba en los más gélidos momentos. Involuntariamente sufría dependencia hacia él, pero no lo asaltaba ya que sabía que desde hacía unos años sus tareas habían adoptado una dimensión colosal. Trabajaba solo y para ningún medio de comunicación. Estudió periodismo para transmitir información al público y que este sacase de por sí mismo sus conclusiones. Temía que, en el servicio de grandes cadenas, se desvirtuase la finalidad que daba sentido a sus esfuerzos. Las ofertas empezaron a acumularse
hasta que desistieron al ver la negativa del intrépido reportero. «Ser ojos del ciego, voz del mudo y oídos del sordo». Con esta metáfora normalmente resumía su labor. Para ello, desarrollaba investigaciones y entrevistas, habilitaba podcasts de gran audiencia y abría canales de peticiones y sugerencias. Era un éxito permanente que se retroalimentaba con sus fieles seguidores, una personalidad instalada en el estatus del ser viral. La cara oculta era la cantidad de horas que diariamente invertía en ello. Descansaba los fines de semanas por completo —o eso decía—, pero el resto de jornadas empezaba a las seis de la mañana para acabar a las diez de la noche, más tarde a veces. Natasha lo llevaba bien, su profesión de doctora le hacía estar también muy atareada, pero le había hecho prometer a Jonathan tres meses de descanso tras la boda, a lo cual mi amigo accedió sin titubear. Si había un momento para disfrutar el uno del otro sería durante aquella temporada tras las nupcias. —¿Estás nerviosa? —No quiero pensar en eso, Robert. ¡Qué emocionante! Toda la iglesia mirándome, él en el altar guapísimo esperándome… —Se llevó las uñas a la boca, con un amago de mordisquearlas. —Ni se te ocurra, debes tenerlas perfectas para la manicura. —Es casi un acto reflejo, ¿sabes? No me doy cuenta, pero cuando se me acelera el pulso es inevitable. —Me lo imagino, pero no lo hagas. ¿Tenéis planeada la luna de miel? —Sí. Vamos a alquilar un coche y a perdernos por Europa Central. Hay una ciudad que dicen que es preciosa, reconstruida después de la Segunda Guerra Mundial, ¿sabes? —¿Te refieres a Núremberg? —¡Exacto! Es una de las que queremos ver. Pero hay más, cientos de pueblos pequeños, castillos perdidos, palacetes encantados… Es la ocasión perfecta para conocer la Europa profunda.
—Suena bien, me han dicho que es una maravilla. —Te enviaremos fotos. —Estoy deseando verlas. El silencio se apoderó de la sala. No sabía qué añadir. Perdimos nuestras miradas entre los recortes de la mesita. Natasha los había empezado a guardar en un nuevo álbum y al llegar la había interrumpido.
«Las vergüenzas municipales. Treinta minutos de programa para tumbar a la Senadora Michelle Dicker. El periodista Jonathan A. Rivers, en sus “Confesiones” desmonta la trama de corrupción del gobierno de Rajon Colin. ¿Visto para sentencia?».
Era un profesional ejemplar. Algún día su caso se estudiaría en las más prestigiosas facultades de periodismo. No había margen para la duda. —Menos mal que eran transparentes con los ciudadanos. —A todos se les llenan la boca y se dan golpes de pecho para ser los más cercanos al pueblo. La gente los vota esperando que sea cierto, pasan los años y revelan que mentían y no dejaban de ser tan corruptos como sus predecesores. Y entonces, surge un nuevo grupo de políticos con los mismos cantos de sirenas y la población, deseosa y desesperada de honradez, deposita en él su confianza. Y vuelta a empezar. Dimos otro trago al whisky. No podíamos añadir mucho al respecto. Muchos estábamos cansados de la misma historia de siempre. ¿Paciencia o permisividad? Me inclinaba más por lo segundo. —Natasha, tengo una pregunta que hacerte. —Te escucho, Robert.
—¿Lo supiste en cuanto lo conociste? Que te casarías con él. —No anticipes acontecimientos —bromeó. Se quedó unos segundos meditando —. Al instante, no. Solo cuando empecé a conocerlo. —Vaya. Es lo más sensato. —¿Y él? ¿Te ha dicho alguna vez algo del estilo? Seleccioné mis palabras para hacerme el interesante. —Puede, quién sabe. —No seas malo —suplicó como una niña pequeña. Me quedé mirándola fijamente. —Desde el primer minuto supo que quería pasar contigo el resto de su vida, o eso me dijo la última vez que nos vimos. Te quiere con fe ciega, con devoción. Eres una afortunada. —Lo sé, pero no termino de ser consciente. —Se le llenaban los ojos de lágrimas por la emoción—. Es tan bueno… Se me dibujó, inevitablemente, una fraternal sonrisa en la boca. Aquel cuento de hadas llegaba a su final de banquetes y perdices. El final de una etapa y el inicio de otra. —¿Entonces es verdad? ¿Es verdad que sabes con quién quieres pasar el resto de tus días solamente con verla? Sentí un nudo en el estómago. —No todos lo saben, creo yo. Será cosa de la intuición —respondí. Otro silencio vino al apartamento. —Suena tan mágico. —Lo es —me había temblado la voz. Carraspeé un poco y traté de disimular que también mis ojos tenían lágrimas, pero no de alegría. Añadí—: Sí… A veces
pasa.
Irwin, diez años atrás
—Pero bebe un trago aunque sea, Robert. No te pido tanto, ¡solamente es cerveza! —No me jodas, que el que se examina de las oposiciones en cuatro días soy yo, y debo estar sobradamente bien. —Pero qué exagerado eres. Lo respeto porque sé que es importante para ti y llevas mucho invirtiendo en esta gran empresa, pero que sepas que el viernes, cuando salgas, vas a emborracharte. Sí o sí. ¡¿O no?! —exclamó alzando la jarra. Teniendo en cuenta que llevaba la camisa desabrochada y medio quitada, parecía la «Libertad guiando al pueblo» de Eugène Delacroix. Lo único que fallaba era la bandera sa, sustituida por aquella maravillosa cerveza artesana que rebosante de lúpulo embriaga con solo olerla. La pandilla gritaba y jaleaba al unísono. De entre todos, el único que se mantenía sobrio era yo. Y esa circunstancia, en el Chucky’s, era una proeza comparable a las hazañas de Ulises. Era el tributo a sufragar por llegar a ser agente. La mayor parte de los reunidos había finalizado su periplo universitario y estaba trabajando o especializándose. No era mi caso, no tuve que estudiar como en las licenciaturas, pero la balanza del esfuerzo se completaba con otras facetas como el nivel físico requerido. No era sencillo aislarse del festivo ambiente, pero confiaba en que llegaría el día de mi ebria venganza. La puerta del garito se abrió para dejar entrar a un numeroso grupo de chicas. Nos miramos entre nosotros. Ridículamente ya me imaginaba a Clarence o Matt bailando como si no hubiera un mañana, arrastrándose por el suelo suplicando una mínima dosis de atención, terminando etílicos hasta la inconsciencia con tal de obtener un guiño o pestañeo de alguna de ellas. Estar junto a ellos no iba a ser la mejor carta de presentación. Edgar afinó la mirada y reaccionó saludándolas. ¿Las conocía?
—¿Qué haces? —Son de mi clase de Medicina. —Les hizo señas indicando que se acercasen—. ¡Venid, venid! Ellas lo reconocieron y sonrientes se acercaban. —¿Quién es esa? —intervino Jonathan mientras el grupo de jóvenes atravesaba la multitud. —¿La de la izquierda? ¿Natasha?
Pittsburgh, 7 de septiembre de 2016
La pantalla del teléfono se iluminó. La vibración del dispositivo sobre la mesita producía un jaleoso zumbido. Las letras dibujaban «Jonathan». —¡Anda! Hablando del rey de Roma. —Descolgó y lo puso en altavoz—. Hola, adivina con quién estoy. —Soy su amante —bromeé. —¿Robert? ¿Pero qué haces, canalla? —Estaba dando un paseo y me he pasado a hacer una visita a la novia. Me ha conquistado, ni imaginas el ojo que tiene para el whisky. —Qué peligro tienes —respondió jovialmente. —¿Qué sucede? —intervino la futura esposa. —Nada importante. Te llamo ahora más tarde. Bert, me siento algo celoso. ¿Qué te parece venir al piso el fin de semana? Yo cocino. —Trato hecho. —Te llamo en un rato —se despidió y colgó. Miré el reloj y, efectivamente, se me había echado el tiempo encima. Maldije interiormente, debía ir en la dirección opuesta e ir a la moto para volver a casa. —Ha sido un gusto poder compartir este rato contigo, Robert. —Lo mismo digo, Natasha. Bajé al rellano mientras en mi cabeza se dibujaban diferentes escenarios de la boda. Me excitaba el evento, era de lo poco que me motivaba en aquellos
momentos. Salí al exterior y regresé a la Tierra. No debía olvidar que las calles que ahora me tocaban recorrer eran las de aquel vacío Pittsburgh. Suspiré. Qué lleno estaba con ella.
Pittsburgh, 30 de julio de 2016
Ella permanecía en silencio, tratando de asimilarlo todo. —Por eso no quería que lo supieras. Me ha llevado años, Natasha, años. He tenido que recurrir a muchos os, jugar con fuego y exponerme, pero este es el resultado. Estaba conmocionada. —Es por eso por lo que debemos hacer todo lo que te he dicho, irnos lejos. Quiero lo mejor para ti. Aunque me parta el corazón, si decidieras dejarme aquí y ahora y hacer una mejor vida por tu cuenta, lo comprendería y aceptaría. Natasha, tragando saliva, nerviosa y asustada, negaba con la cabeza: —De ninguna de las maneras. Si ser tu mujer implica correr riesgos, no me importa. Prefiero vivir así a estar en un limbo permanente por no tenerte junto a mí. Un torrente de emociones circulaban como arroyo descontrolado dentro del periodista, que con un suspiro de gratitud confesó: —Te quiero más que a mi vida —se fundieron en un abrazo. Ella se separó, con la cara iluminada por un halo de esperanza. —¡Bert es policía! ¡Él podría ayudarnos! Jonathan A. Rivers inclinó la cabeza, descartando toda probabilidad de esa hipótesis planteada. —Ojalá, pero no. De ninguna de las maneras. Hay que asumir que estamos solos en esto.
Pittsburgh, 8 de septiembre de 2016
—Adelante. Tras golpear suavemente con los nudillos la puerta, accedí al interior del despacho del inspector en jefe de la Unidad de Delitos de Tráfico de Drogas y Estupefacientes de Pensilvania, el señor Glenn Costa. —Disculpe, señor. Necesitaba hablar con usted. La habitación, pese a sus considerables dimensiones, estaba plagada de armarios con miles de documentos, libros y carpetas, dejando escaso espacio libre para permanecer dentro. Una amplia mesa de reuniones quedaba junto a una de las dos ventanas laterales que, abiertas de par en par, inundaban de oxígeno el cargado ambiente, refrescándolo. Se hallaba sentado frente a su escritorio, en pleno centro de la sala. Encima de este se amontonaban manuales de psicología, su gran pasión. Cerró un cuaderno en el que tomaba anotaciones para focalizar su atención en mí. Escribía ideas que sacaba de un grueso libro cuyo estudio había empezado recientemente, según pude deducir observando los escasos marcadores usados para resaltar lo más relevante. —¿Y bien? —Si prefiere dejarlo para más adelante dígamelo —pese a la confianza que tenía con él, en el trabajo mantenía las distancias y recurría a los protocolos de educación, no debía olvidar que era mi superior. —¿Seguro? —preguntó mientras, incrédulo, levantaba una ceja. Me conocía de sobra. —En realidad no. —Tome asiento.
Obedecí y me situé frente a él. No sabía muy bien cómo explicarle la tesitura en la que me encontraba, la permanente frustración que me atosigaba. Él estaba pendiente de que abriese la boca. —¿Qué estaba leyendo? —decidí romper el hielo empezando por otro tema distinto, no quería ser tan directo. —¿De verdad? —Me miró extrañado. Mi pregunta era inusual, no solía interesarme por la psique humana—. Bueno, este es un manual que aborda la memoria desde varios estudios teóricos y empíricos. Ahora mismo iba por el experimento de Elizabeth Loftus y los niños perdidos en el centro comercial, de cómo poder insertar un falso recuerdo en los sujetos. —¿Realmente eso se puede hacer? —Sí. Lo que ya no sé es en qué situaciones. Encima, la lejanía en el tiempo del pretendido falso recuerdo que se quiera implantar es un factor a considerar. Además, cada mente es un mundo. Las habrá más vulnerables, las habrá más reticentes. Se me antoja imposible el establecer una regla de tres, una ecuación exacta que responda todo interrogante posible. —Suena interesante. —Los estudios de la doctora Loftus supusieron un seísmo en los sistemas judiciales del mundo, ¿sabes, Robert? En el momento en que demostró la maleabilidad de la memoria, evidenció que los testimonios de testigos e incluso de la propia víctima no siempre son fiables. De ahí que debamos acudir a pruebas con un soporte material si queremos dar firmeza, sostener versiones. Involuntariamente nos pueden mentir, engañar. Las pruebas son fundamentales, Bert. —No lo dudo, Sr. Costa. —Además, es peligroso si lo mezclas con trastornos que cualquiera podemos sufrir, chico. —Parecía un chiflado completamente apasionado, derrochando emoción en cada explicación—. Imagínate que nuestra víctima, a causa del trauma que pueda causarle un robo a punta de pistola o una violación, experimenta episodios de amnesia disociativa, general o específica de la situación, ¿qué nos ofrece tras ello? Venga, a ver si aciertas. ¿Qué nos ofrece?
La verdad es que no tenía ni idea de lo que me estaba hablando. Empezaba con sus reflexiones y para el resto de mortales era como asistir a una discusión entre físicos sobre la teoría de cuerdas: siendo optimistas, no nos enteraríamos de la mitad. Así estaba yo en aquel momento. Al ver el silencio como respuesta, prosiguió: —¡Un libro en blanco! ¡Es un libro en blanco! ¡Su mente tendrá vacíos que podrán ser llenados por lo que queramos! ¿No te resulta obvio? —Suena interesante, señor, pero no estoy al nivel de seguirle el hilo del todo — le confesé. —¡Oh! —Se percató de su deriva—. Lo lamento, empiezo a hablar, pensar en alto y pierdo el control. Despejó el escrito, liberándolo de sus extraños estudios. Se dobló hacia delante, mostrando con sus gélidos ojos que ahora yo acaparaba el cien por cien de su atención. —Sr. Costa, el motivo de la reunión que le he pedido es porque estoy planteándome abandonar el cuerpo.
Pittsburgh, 30 de julio de 2016
—¿Y qué haremos entonces? —No te agobies. —Pero ¿cómo puedes pedirme eso? Me da miedo lo que pueda ser de nosotros. —Escúchame: hay que asumir riesgos, de lo contrario todo sería en balde. Tantos años… ¿Para qué? —¿Qué va a pasar? Estoy asustada. —Tranquila, cariño. Lo primero de todo, la boda. Después, sé qué haremos. Confía en mí. Todo va a ir bien. Natasha sabía que aquellas palabras significaban precisamente lo contrario.
Pittsburgh, 10 de septiembre de 2016
Llegó el sábado y con él la cita en el piso de Jonathan. Dos días atrás le expuse mis dudas a mi superior y, aunque no las eliminó, sí las alivió. Cierto era que estaba muy volcado con el trabajo, demasiado, y esa era una de las causas de mis problemas. Así me lo hizo ver el Sr. Costa. Debía tomar ejemplo e imitar a otros compañeros buscando algún hobby. Él tenía la psicología, como bien era sabido, otros el golf, otros deportes de riesgo, etc. Por ello, como primera medida liberé mi mente y me centré en lo que me esperaba esa tarde. Según tenía entendido, se lo había dicho a los demás del grupo, como en nuestros antiguos días universitarios. Edgar, que fue el vínculo de conexión entre Natasha y J. A. Rivers, estaba entre ellos. Era una persona que por su profesión de forense veía más a menudo, aunque tras los ceses de violencia, nuestras visitas laborales se reducían a determinar qué droga había producido la sobredosis de la víctima de turno. «Maldición», pensé. Otra vez relacionando todo con el trabajo. Qué pesadilla. ¿Y si mi existencia se reducía al trabajo? Entre otras cosas, Glenn Costa me dijo: —Precisamente, subinspector, se da el caso de personas que tienden a evadirse de estresantes situaciones o de la amarga realidad, sobrecargándose de actividades que le impidan pensar o llevando el trabajo a la frontera de lo personal. Según le escucho, temo que pueda ser su caso. ¿No será así, no? ¿Huye usted de algo, Copman? Pese a que le mentí negándoselo, me percaté de que ya era hora de ir pasando página, debía olvidarla. Sería duro, pero la herida debía ser cicatriz y quedarse anclada en el pasado. Nada volvería a ser como antes, debía asumirlo. La había perdido. Me paré frente a la puerta y llamé. Se podía oír desde fuera la música que, junto a las risas, daban sonido a aquella noche.
—¡Han llamado! Abro, ¿vale? —se podía distinguir a Edgar. Unos pasos, giro de pestillo y tras el chirriar de la puerta; el espigado médico forense me plantó un afectuoso abrazo. —¿Dónde estabas? ¿Por qué has tardado tanto? —me interrogaba mientras no se separaba de mí, acompañándome por el pasillo hacia la sala de estar. Me fijé en sus pupilas, olor corporal y andares. Efectivamente, estaba borracho. Cuando conocimos al grupo de ellas, Edgar pretendía a Natasha, si bien enseguida tuvo que ceder ante la evidente conexión y complicidad que la doctora mantenía con el periodista a los pocos días de conocerse. —¡Robert! —Jonathan atravesó el salón y me apretó también entre sus brazos. —¡Benditos los ojos que te ven! —Lo sé, he estado hasta arriba. A veces esta mierda te desborda, y encima ultimando los preparativos de la boda ya podrás hacerte una idea. —Más o menos. ¿Qué bebidas habéis comprado? —Sírvete —me invitó mientras extendía la mano. Me guió al minibar y añadió, en un tono más bajo—: Como puedes ver, aquí hay de todo: whisky, ron, ginebra, bourbon… Todo tuyo. —No te imaginas lo que necesitaba un trago. —Oye, Robert. —¿Qué sucede? —Me gustaría que te quedases unos minutos más. —Su semblante se había transformado súbitamente, adoptando una sombría faz—: Ya sabes, cuando todos se vayan. ¿Qué pasaba? No tenía problema alguno en estar con él, pero la forma en la que se había dirigido a mí me hacía estar alerta. Se volvió con los demás invitados mientras yo preparaba mi bebida. Y así, con
una copa en la mano, acomodados en el sofá y viejas canciones de fondo, gastamos las horas de la tarde para pasar a hacer lo propio con las de la noche, si bien tenía en mente qué quería Jonathan A. Rivers hablar secretamente conmigo. El día siguiente era domingo, pero no uno cualquiera. Estábamos a menos de veinticuatro horas de la ceremonia, la emoción crecía por minutos en el ambiente y mis amigos, ebrios, no dudaban en expresarla con continuos brindis. Tras uno de ellos, Clarence, al que llamábamos «Mao» por su achinado rostro y rechoncho físico, reparó en un detalle y se puso en pie. —Oye, ¿quieres que apague? Se te ha olvidado hacerlo —sugirió señalando un ordenador que, absurdamente, permanecía encendido. —No, no te preocupes —quitó importancia J. A. —Pero mira, está grabando por la cámara frontal. —Lo sé, no te preocupes. Simplemente se almacena, va al disco duro y de ahí a mi nube, nadie nos ve. Está así por el programa con el que edito el podcast y hago videoconferencias. Si se apaga o reinicia me lleva horas aplicarle la configuración que le puse. Se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo, obedeciéndole. —Oye, cada año tienes una mayor audiencia, pero también es porque usas instrumentos más cualificados, de más calidad. ¿Cómo lo haces? Ningún medio te da soporte alguno. —Bueno, ya sabéis que colaboro en publicaciones y libros con la universidad, y recordad que los programas que desarrollo tienen patrocinadores, hay empresas que pagan bastante bien con tal de aparecer diez segundos antes o después de mis secciones. —Imagino que no serás barato —apostilló Edgar. —Imaginas bien —respondió Jonathan. —Por las esferas en las que te mueves, de la comunicación, conocerás famosos, ¿no?
Él asintió mientras nos revelaba que alguno de ellos vendría el cada vez más cercano domingo. Entre ellos, tanto el famoso presentador de radio Paolo Salcines y el que había sido su invitado, Michael Berg. No me iba a librar de esos estúpidos, estaban hasta en la sopa.
Pittsburgh, 1 de agosto de 2016
Jonathan estaba sentado en su salón. La mesita del apartamento había quedado por completo cubierta por un mapamundi de los que se hacían antiguamente, a finales del lejano siglo XX. Era una reliquia, pero pese a ello, el periodista se había dedicado a señalar de rojo diferentes puntos. —¿Qué haces? Es muy tarde, deberías descansar. —Lo siento, Natasha, pero no tengo tiempo que perder. Ya dormiré después de la boda. —¿Qué son esos puntos colorados? —El tour que haremos como luna de miel. —¿Y qué significa eso? —Que tenemos que huir.
Pittsburgh, 10 de septiembre de 2016
La noche transcurrió y según llegaba la hora de retirarnos, uno tras otro abandonó la casa de J. A. Me aseguré de ser el último. Pasé al cuarto de baño mientras él despedía a Clarence para no levantar sospechas, no quería poner al dueño de la casa en el apuro de tener que dar explicaciones. Volví al sofá y allí, en el salón, esperé hasta que despidió al rechoncho chino. —¿Qué ha sucedido? —Nada, todavía. —Entonces, ¿por qué querías verme a solas? —Estoy preparando un podcast especial, será una despedida. —¿Cómo? —No tengo intención de continuar con el programa ni con mi carrera. —No lo entiendo. —Estoy muy desgastado y no quiero seguir con este ritmo de vida. —¿Por qué? —Porque quiero ser un ejemplar padre de mis hijos, estar allí cuando estos me necesiten, vivir sus alegrías y llorar sus penas, celebrar sus triunfos y apoyarlos cuando fracasen. Estos años me he esforzado por ser un profesional que imitar. Ahora, quiero lograr el mismo objetivo, pero en el ámbito familiar. Además, Natasha… —¿Qué sucede con ella? —No la merezco para el poco tiempo que le he dedicado estos años. Tan pronto
como me despida de mis espectadores, cogeré un bate y destrozaré ese condenado ordenador —dijo señalando amenazantemente la pantalla—. Ella ha sido quien, en aciagos momentos, se ha negado a verme desfallecer. Debo corresponderle. El silencio secuestró su voz. Calmados, pensativos, nos dábamos cuenta de cómo nuestras vidas iban a cambiar inminentemente para nunca volver a ser las mismas. Era el inicio de una nueva andadura. —¿Y a qué te dedicarás? —Trabajaré para una universidad o en cualquier colegio, me da igual. Antes de que se me olvide, quiero darte un regalo. Sumergió la mano en el bolsillo de su pantalón, buscando las llaves de su casa. Las sacó y me las ofreció, con la palma extendida. —¿Qué haces? —Son para ti. No para que vengas a vivir, está claro, el piso no está en propiedad. —¿Entonces? —Ya sabes que en estos armarios y placares almaceno información de aquellos casos que he estudiado a título particular. —Abrió uno de ellos: pilares de cajas, archivadores y carpetas saturaban su interior—. Son para ti, de algo te servirá seguro. Está feo decirlo, pero los considero una fuente valiosa. Créeme, sé de gente que pagaría bastante por esto. No salía de mi asombro por el torrente de hechos que condensados en tan pocos minutos estaba viviendo. —Muchas gracias, pero a ver de dónde saco yo espacio para tanto papel —dije mientras extrañado tomaba el inusual obsequio que me había hecho—. ¿Y qué pasa contigo? —Tengo esta otra copia de las llaves. —Me las mostró antes de guardárselas—. Quiero romper con el pasado para mirar al futuro, Robert.
Miré el mueble donde estaba el ordenador grabando la totalidad de la sala. Junto a él, una docena de finas carpetas aproximadamente levantaban una diminuta columna. —¿Y esto? —pregunté señalando con la cabeza. —El gran final, la despedida. Me acerqué, muerto de curiosidad. —Ni se te ocurra. Algo no iba bien. Jonathan A. Rivers había perdido la cabeza. —¿Por qué? —Debes esperar a mañana. —¿Qué sucede? —Voy a desatar un terremoto. Mi instinto reaccionó ante la confesión, si bien decidí respetar sus extrañas palabras para darle vueltas en la que empezaba a ser mi aburguesada mente funcionarial. Jamás dejaría de ser policía, y a pesar de la desidia que a bandazos me desafiaba, el joven agente Copman que años atrás era me decía que Jonathan Rivers estaba a punto de cometer un error.
Pittsburgh, 1 de agosto de 2016
Ambos, ataviados con el pijama, seguían contemplando aquella madrugada el colorido mapamundi. —Los puntos verdes. Uno de ellos. —Moscú, Ginebra o Estambul… —Sí. Una vez que estemos allí, por fin podremos olvidar este infierno, esta ciudad, este Estado, esta nación. —¿Cómo estás tan seguro? —Nos han ofrecido asilo. Saben de cerca lo que se me va a venir encima. —¿Cómo? —No sería el primero que acaba mal por meterse donde no le llaman.
Westmoreland County, 11 de septiembre de 2016
La iglesia no era una cualquiera, usual, de barrio. Para aquella ocasión la pareja había decidido celebrar la boda en un lugar a una hora de Pittsburgh, Greensburg. El pueblo, lleno de colinas, tenía una bonita universidad en la cumbre de la más alta de ellas, una colina en la que los verdes estivales árboles daban un romántico aire a la celebración, pareciendo un cuento de hadas. Dentro de aquel edificio, de unos doscientos años, una agraciada capilla tallada en madera y apuntalada por rojizos ladrillos esperaba la unión conyugal. El edificio rebosaba vida como hacía años que no se veía. Los invitados llegaban y se paraban tanto dentro como fuera para hablar. Muchos se hacían los sorprendidos de encontrarse y jovialmente se abrazaban. Con el intercambio de frases hechas y cortesías, el alboroto se instalaba dentro del edificio. El reverendo Mont D’Or había salido ya varias veces de la sacristía, micrófono en mano, recordando a los asistentes el lugar ante el que estaban, pidiendo respeto y decencia, pero era completamente ignorado. De poco servían sus ruegos, por lo que desistió y se resguardó en el cuarto, preparando las palabras que cuidadosamente había seleccionado para la ocasión. Aparte de los invitados, la prensa rosa había hecho acto de presencia. Aquella mañana se había producido un hecho que disparó la curiosidad, más si cabe, entorno a mi amigo: había anunciado, vía redes sociales, que el siguiente programa sería el último, la despedida. Por eso, en escasas horas desató la locura y los periodistas se multiplicaban por minutos. ¿Qué diría en su adiós? Abrazándome a mí mismo, me refugiaba en los recovecos de mis reflexiones ante el extraño comportamiento y las palabras que la víspera a la nupcial fecha Jonathan me había confesado. Se despojaba de todo para dejarlo en mis manos antes de desaparecer. Mi instinto policial gruñía desde mis vísceras levantando una no deseada sospecha en el prometido periodista. —¿Eres tú Robert Copman?
Un hombre me detuvo en medio de aquel frenesí de gente entrando y saliendo, impacientemente, del templo. Su voz me resultó familiar. —¿Michael Berg? —Efectivamente. —El tertuliano me estrechó la mano. Sonrisa reluciente y melena morena perfectamente peinada, me recordaba al marido de las muñecas Barbie—. El Sr. Rivers me ha hablado mucho de usted. Jonathan le tiene un gran aprecio. —Ayer me confesó que usted vendría hoy, señor Berg. No sabía mucho de su relación. —Sí, hemos estado trabajando juntos, colaborando, durante bastante tiempo. —Vaya, pensaba que era autónomo y no recurría a nadie. Supongo que eso es imposible hoy día. —Llámalo sinergismo. Un cámara acompañado de una mujer, micrófono en mano, de la nada surgieron. A ella la conocía de programas de televisión, trabajaba en Notorious Channel. —¿Señor Berg? ¿Tiene unos minutos para nosotros? —la famosa reportera Mónica Whitney irrumpió. —¿Me disculpa? —Dándome unas palmaditas en el pecho antes de atenderla, me dijo como despedida—: En ocasiones, él nos necesita. Me dio la espalda y se detuvo a contestar las preguntas que la cincuentona le hacía, ávida de una exclusiva. —¿Es usted su nueva pareja? —Un periodista con gafas y barba perfectamente recortada me asaltó—. Soy Ryan Harckless, de «Citrus Afternoons». ¿Es usted la nueva pareja de Michael? —No, no, lo siento. —Me zambullí entre el caos del ambiente, escapando de las hienas. «¿Dónde está Jonathan?», pensé para mis adentros. Buscando tranquilidad y aire fresco, me retiré unos metros del recinto y consulté
el reloj. Las agujas marcaban la cada vez más cercana hora. Mi amigo debía estar allí ya. Natasha no saldría de casa hasta que le confirmasen la presencia del novio, quería que fuese como en las películas, con él ya en el altar. No era el único que había reparado en ello. A unos metros, Edgar, Clarence y sus parejas conversaban. Ellos me dirigieron sus miradas. Sus ojos expresaban el desconcierto que solamente los que conocíamos a Jonathan podíamos empezar a percibir. Cogí el teléfono y marqué, esperando una justificación de por qué no estaba allí aún. En cambio, estaba comunicando. Debía estar hablando con otra persona. Esperé unos minutos y repetí la operación para obtener el mismo resultado. Empezaba a ser desconcertante. Me acerqué a las parejas y, para tranquilizarlas, les informé: —Voy al apartamento de Jonathan, ahora os digo —dicho esto, tomando direcciones opuestas, ellos se introdujeron dentro de la iglesia mientras que a mí me esperaba el coche. Por el camino me crucé a la Sra. Costa que, junto a su marido Glenn, también estaba invitada. —Hola, tú eres el subinspector Copman, ¿verdad? Querido mío, cuánto tiempo, ¡cómo has cambiado! —Ese tipo de frase hecha quedaba mejor con los niños pequeños, pensé para mis adentros. —¿Está su marido por aquí? —Sí, pero como siempre —suspiró y señaló a un alejado Sr. Costa que permanecía pegado a su teléfono, distante, lo suficientemente lejos como para que no entendiésemos qué decía mientras dejaba caer su peso sobre el bastón que le ayudaba a caminar—. No me hace caso… No sé qué hago mal, me hace sentir culpable. Ni en una ocasión especial me presta atención o me dice algún piropo. —Está usted exagerando, seguro que no es para tanto, la quiere con devoción. —¿De verdad? Hace años me fue infiel durante una temporada, no te fíes de esa cara de bueno que tiene.
—¿Cómo lo sabe? —Simplemente lo sé —sentenció ella. Miré de nuevo el reloj. —Voy a por Jonathan. Por favor, dígaselo cuando termine su conversación — dije señalando a Glenn Costa. Los nervios empezaban a asaltarme. Una vez dentro del coche, introduje torpemente las llaves y arranqué. Las manos me sudaban. Algo no iba bien. Algo debía pasar, conociendo a mi amigo. Eché mano al teléfono y marqué los números, esperando respuesta. Silencio. Colgué. Repetí la operación. Silencio. Colgué. Una más. Silencio. Desconecté el automóvil, bajé y busqué a Edgar. Tras un rato merodeando e intentando frustradamente dar con el prometido, llegué a la escalera donde el espigado forense estaba, como yo antes, pegado al teléfono. Sus ojos reflejaban nerviosismo. —Su último programa… —la voz le temblaba mientras se separaba el teléfono. De fondo se podía oír el contestador de J. A. Rivers. Mi cabeza empezó a funcionar, a relacionar ideas. El legado que me había dejado… Todo. Jonathan había hecho algo. Salí corriendo hacia el coche, ordenando previamente a Edgar que avisara a Costa. Debía apresurarme, volvía a Pittsburgh con un mal presagio rondando entre mis siniestros temores.
Pittsburgh, 3 de agosto de 2016
Ella suspiró, acariciándole el pelo, rascándole ligeramente el cuero cabelludo. Sus dedos se perdían entre las frondosas matas de su prometido. —Perdóname. —¿Por qué? —Porque con otro podrías tener una vida más cómoda y tranquila… Ser la doctora que siempre quisiste ser y alcanzar las metas que siendo más joven te propusiste. La prometida le tomó suavemente la cara y, mirándole fijamente a los ojos, le respondió: —No seas tonto. Prefiero una vida complicada contigo antes que el mayor de los lujos sin ti. ¿Recuerdas aquel álbum? —¿Amar es combatir? —Sí. Amar es combatir.
Pittsburgh, 11 de septiembre de 2016
Aparqué en la misma Franklin Street, donde Jonathan vivía. Durante el trayecto había probado a llamarle, pero ahora me daba comunicando. ¿En qué diablos estaría pensando? Debería haber empezado el acto y aún no se había presentado por la zona. Peor todavía, estaba incluso incomunicado. Me encontraba nervioso. Recordaba la conversación que horas antes habíamos tenido y, viendo el devenir de los acontecimientos, mil historias nacían y morían en mi cabeza, a cada cual más catastrofista. Pero ninguna podía ser, no en aquella segura Pensilvania en la que ahora vivíamos. Seis años atrás no hubiera sido tan descabellado, pero en aquellos tiempos todo había cambiado. Tras asegurarme de llevar conmigo las llaves que la noche de antes me había dado, salí corriendo, sin titubear pese a las miradas de extrañeza de los viandantes. Una vez en el portal, pulsé el telefonillo pero, incapaz de aguardar ni un segundo más, preso de mis temores, cogí el manojo de llaves y directamente me introduje en el bloque de pisos. A toda prisa, de dos en dos, subí los escalones hasta llegar a la quinta planta, la misma que la noche anterior relajadamente visitaba. Plantado frente a la puerta, golpeé con los nudillos, con bastante fuerza esta vez. —¿Jonathan? ¿Estás? ¡Estamos todos esperándote! «Lo mismo no lo ha cogido antes porque iba conduciendo», sugirió la más sensata de las voces de mi cabeza. Hice una llamada, esta vez a Edgar. —¿Ha llegado ya? —No. —¿Cómo están los invitados?
—Algunos han empezado a irse, hace más de una hora que esto debía haber comenzado. —Joder. ¿Y Natasha? —Está esperando, llorando. La intentamos tranquilizar diciendo que está llegando, pero no hay manera. Dice que él no vendrá.
Pittsburgh, 10 de agosto de 2016
—¿Qué haces con eso? Estaba horrorizada con la pistola que Jonathan escondía en su mesita de noche. Aquella mañana, cuando despertaron, al abrir el cajón de la ropa interior, ella reparó en el oscuro manillar que tímidamente destacaba entre las prendas. —No te asustes. —¿Por qué la tienes? ¿Quién te la ha dado? —La tengo por nuestra seguridad. —¿Qué ocultas?
Pittsburgh, 11 de septiembre de 2016
Mi paciencia se había agotado. Empecé a aporrear la puerta mientras lo llamaba incansablemente. Sin embargo, el silencio fue todo lo que tuve por respuesta. Sin titubear, agarré las llaves. Igual que hice para acceder al edificio, de nuevo sin esperar respuesta, en un abrir y cerrar de ojos me planté dentro. —Oye, ¿por qué estás tardando tan…? —mis palabras se cortaron. Un sudor frío vino a mi cuerpo y en un abrir y cerrar de ojos palidecí. Todo seguía exactamente igual que el día anterior. No se había movido ni un solo cojín del sofá, ni una de las sillas que ordenadamente dejamos en su lugar tras dar por cerrada la noche. En el suelo, una silueta. Desplomada, boca arriba. Junto a ella, un arma. Aún olía la pólvora del disparo. En cambio, ni tan siquiera lo había oído desde fuera, en el rellano. De rodillas, caí frente al cadáver del que consideraba mi hermano. Se había volado la cabeza, saliendo borbotones suaves de sangre de los orificios que le perforaban el cráneo. El día de su boda, instantes antes de ella, Jonathan A. Rivers se suicidó. Oí unos pasos que por la espalda, corriendo, se acercaban a mí. Abrazado al cadáver gritaba de dolor, en puro shock. El cuerpo aún estaba caliente, demasiado. —¡¿Qué ha pasado?! Oye, Bert, ¡escúchame! ¡¿Qué ha pasado?! —Yo… Yo… Glenn Costa se plantó frente a mí, tiró el bastón y se acuclilló, como hace muchos años hizo cuando nos conocimos.
—Bert, se ha suicidado. Tranquilo. No tienes la culpa de nada. Hijo, lo siento tanto… En shock. Asentía, sin saber muy bien qué me decía. Mi mente no estaba allí en aquellos momentos. ¿Por qué, Jonathan? ¿Por qué? ¿Qué sería del grupo? ¿Qué sería de Natasha? ¿Qué sería de mí? El inspector en jefe desenfundó su arma y empezó a registrar el piso andando como su maltrecha pierna le permitía. Tras comprobar que nadie más había dentro, llamó a las emergencias. Parado en mitad del salón, contempló la escena que protagonizábamos: el rojo teñía la moqueta del suelo, además de las gotas que, tras salir despedidas, manchaban de sangre la mesita. La trayectoria de la bala era fácil de adivinar, el orificio dejado en la pared ayudaba a ello. Temblando y moqueando, tomé la pistola que había usado. Estaba cubierta por el charco que se había generado en torno a Jonathan. ¿Desde cuándo la tenía? Noté la palma del Sr. Costa en mi hombro. Ahora apretaba paternalmente, cargando con mi cruz. —¿Por qué lo ha hecho…? Glenn… —mi voz temblaba. No podía continuar. Mi superior suspiró, expulsando su pesar de dentro. —Robert, me temo que tu amigo tuvo secretos que jamás nos reveló.
***
En pocos minutos, el caos y la conmoción se apoderaron del apartamento y, con él, de Pittsburgh. La noticia corrió como la pólvora, de boca en boca. En breves pasó de ser tendencia a ser trending topic nacional. Una de las personas más destacadas de los últimos años, en el día de su boda y tras anunciar horas antes que se retiraba, se quitaba de en medio de una forma tan cruenta como la de un balazo en la cabeza. No había optado por la sobredosis con la que muchos famosos ponían fin a sus días. De todas las posibilidades, eligió una de entre las más violentas, haciendo de su muerte una nueva versión de Kurt Cobain y su
trágico adiós. La sacudida duraría semanas, meses. Llegó la policía para acordonar la zona y tomar pruebas para descartar hipótesis, aunque era bastante evidente lo ocurrido. De todos modos, mi superior daba instrucciones y tomaba declaración al equipo contando lo que había visto, cómo tras registrar el piso no encontró a nadie, cómo subiendo por las escaleras nadie se cruzó con nadie. Jonathan se ejecutó a sí mismo, responsable de una pena que con él se llevaba a la tumba. Destrozado, empapado en helados sudores, con la cabeza entre las manos me refugiaba del mundo que me rodeaba. El cadáver había sido tapado y en breves se lo llevarían consigo. Cubierto por una manta, la oscuridad imperaba en mi visión. Quería abrir los ojos y descubrir que todo era mentira. Edgar, en su condición de médico forense, accedió al interior. Cuando le llegaron las noticias de lo ocurrido, a toda velocidad dejó la iglesia y vino convulsionado por el llanto. El Sr. Costa solicitó expresamente su presencia, sabía de nuestra amistad y no quería que estuviera solo mientras levantaban el cordón policial. Trataba de animarme, pero estaba derrumbado también. —Yo… —a él tampoco le salían las palabras. Me rodeó con el brazo y allí nos quedamos, callados, petrificados. Todo se había ido a la mierda.
Parte 2:
Los Alfas
Luisiana, lugar desconocido, 30 de enero de 2016
«Well, shake it up, baby, now Twist and shout Come on, come on, come, come on, baby, now Come on and work it on out».
Dio una vuelta sobre su cintura y, mientras chasqueaba los dedos, con cortos pasos movidos por el inconfundible bajo de Paul McCartney, ella se acercaba moviendo su oscura melena hechizada por los acordes de George Harrinson y John Lennon. Uno, dos, y otra vuelta. Él iba acercándose poco a poco, deleitándose en cada estrofa del baile que en los alegres momentos gozaban desde hacía años. Esperaban un hijo.
«Well, work it on out, honey You know you look so good You know you got me goin’ now Just like I know you would».
Un grito mudo salió de la amordazada boca de Clint Drinkwater, que atado a la silla, contemplaba con los ojos fuera de sus órbitas cómo aquel señor le había arrancado el dedo índice de su mano izquierda. Aquel loco bailaba en mitad de la sala abandonada el icónico tema de los Beatles mientras, con un cuchillo
oxidado por sangre anteriormente vertida, se iba acercando con la fría sonrisa que le indicaba que aquella era su ejecución.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
Robert tomó aire por un segundo. Las lágrimas empezaban a recorrerle las mejillas, sin podérselas limpiar gracias a la psiquiátrica sujeción a la que estaba sometido dentro de la acolchada habitación. Era realmente complicado seguir igual recordando todo lo que había vivido. —No se imagina cuánto lo siento —dijo el enfermero. —Gracias, señor. No había hablado de esto con nadie antes. —Se antoja realmente duro. —Lo es. Mi vida no es más que una sucesión de desgracias que me han llevado aquí. El veterano enfermero, con sus rasuradas mejillas, se sonrojó al reconocer: —Casualmente, a mí también. —¿A qué se refiere? —Da lo mismo, prosiga con su historia, señor Copman. Le escucho. —De acuerdo… —Pero antes de nada, tengo una pregunta. —¿Cuál? —De tener que ponerle un título a tu historia, ¿cómo la llamarías? El silencio meditativo del demente concluyó sentenciando Robert: —No huyas de ti mismo.
Pittsburgh, 13 de octubre de 2016
Me recosté, con la mente en la lejana escena en la que Jonathan me decía sus últimas palabras mientras legaba en mí su trabajo. Debía ir allí y, sin embargo, no hallaba fuerzas. Estaba tranquilo al respecto, lo había hablado con Costa y habíamos tomado la decisión de esperar a que se normalizase la situación. Sin embargo, ¿podíamos realmente aguardar a conocer las verdades de la última voluntad de un hombre? ¿Qué era para mí más diligente, saltarme la cadena de mando o bien esperar las indicaciones de mi superior? Optaba por lo segundo, conocedor de la experiencia en la que me aventajaba. Sin embargo, como un mosquito zumbándome entorno los tímpanos brotaba en mí un ánimo deseoso de derribar la puerta de aquel piso y ver qué escondía. —Ya ha pasado un mes desde la efímera boda, del día de los mil misterios. Según vamos avanzando en el calendario, aparecen nuevos actores, nuevos personajes, circunstancias desconocidas, secretos ocultos y sorprendentes revelaciones. ¿Es el suicidio del freelance la noticia del año? Soy Kaitlyn Hamilton y esto es «Amanece que no es poco». Estaba desparramado en el sofá, inerte. Era como una marioneta que necesitaba de unas externas manos moviendo hilos para cobrar vida. Si bien Jonathan ya era historia, varios nos quedamos muertos en vida ante el impacto que trajeron consigo los sucesos del día de la boda. Necesitaba ayuda. Pero yo no era el único, sus padres, Edgar y los demás, Natasha… Natasha. —Recordemos lo que hasta día de hoy sabemos: finalizando el verano, un once de septiembre ni más ni menos, la sociedad estadounidense estaba expectante porque uno de sus personajes más célebres iba a contraer nupcias con una mujer que es difícil distinguir si es humana o angelical, ¡qué bella era! Medios locales, nacionales e incluso internacionales se vuelcan. Recordamos que J. A. tenía un gran número de seguidores, adeptos, repartidos por el planeta. Estábamos ante lo que la prensa rosa catalogaba como una de las parejas del año. »Es entonces cuando salta el primer bombazo del día. Él, en su línea de
sorprender, nos deja a todos boquiabiertos cuando, por sus cuentas oficiales de Twitter, Facebook y demás anuncia que el programa de esa noche, el de ese domingo noche, será el último, retirándose del periodismo. Elige el día de su boda para alejarse de la pantalla. Nos transmite una afectuosa despedida que jamás imaginamos qué consecuencias tendría. El alba de la jornada nos trajo esa primera sorpresa, pero jamás pensamos en una despedida como la que finalmente fue. »¿Qué ocurrió? Que, si algún indiferente quería ignorar el evento, se frustraron sus intenciones. Tal cual. Menudo hervidero, cuantos nervios y emoción. Es recordarlo y se me ponen los pelos de punta, señores. Era un romántico adiós, ¡ojalá mi exmarido hubiera dejado también todo por mí! Muchas nos íbamos derritiendo con tanto romanticismo público. »No termino de dar crédito al que fue el devenir final de los acontecimientos. Las doce y ni él ni la novia habían llegado. ¿Nos habrían despistado a todos para fugarse, desaparecer de la Tierra, y vivir felizmente el amor por el resto de sus días? ¿Era todo uno de esos antiguos cuentos de princesas? Pero no, extrañamente, ella llegó primero y junto a la solitaria prometida el murmurar de los presentes. »Regocijándonos en nuestra común fantasía y desfalleciendo de la emoción, sopesando que fuese así, casi caímos al suelo babeantes por lo romántico que había llegado a ser el joven periodista. No conocíamos esa faceta suya, qué bonito era todo. »Estaba allí yo, en directo alucinando con la impuntualidad de los novios cuando, de repente, vi rostros desencajados, pálidos, miradas nerviosas y vacías. ¿Qué pasaba? Fue entonces cuando me comunicaron por el pinganillo el fatídico desenlace. »Envuelto en una ensordecedora y dolorosa melodía, encontraron a la estrella muerta entre los brazos de uno de sus fieles amigos, que amargamente lloraba sin querer desprenderse del cadáver. Él, subinspector, junto a su superior, presenció el suicidio de su amigo, según recogen los informes a los que hemos tenido . »Los vecinos afirman no haber oído ningún disparo ni nada extraño. Según supimos del inmueble en el que vivía J. A., los materiales que componían las
paredes provocaban la hermética insonorización de las viviendas, por lo que el disparo fue un hecho que quedará en la intimidad del difunto. »Mil preguntas en el aire, y cada día que pasa nace otra nueva. La primera de todas, ¿de quién era la pistola hallada? Si era suya, ¿por qué iba armado? ¿Estaba en peligro? ¿Por qué se había suicidado? ¿Qué secretos se llevaba a la tumba? ¿Era su muerte el último programa? Si no, ¿qué oculta esa última emisión nunca retransmitida? ¿Existe? ¿La tiene alguien o ha sido destruida? ¿Qué sabe la novia de todo esto? ¿Qué ha sido de ella? ¿Conocíamos realmente a J. A. Rivers? »Para hablarnos de todo han venido esta noche Michael… Apagué la televisión. Iban a empezar a debatir y lanzar hipótesis al aire y no tenían ni la más remota idea, los veía venir. Iría gente que haría como si se conociesen de toda la vida y eso me provocaba náuseas, ganas de vomitar. No iba a consentirlo. La televisión me repugnaba, y en aquellos momentos recordaba el porqué. Desgraciadamente, no hablar de mi difunto amigo era un reto. La presentadora había resumido muy bien tanto el transcurrir de los acontecimientos como las preguntas que nos rondaban a todos. En aquel momento me encontraba perdido, tanto en lo sucedido respecto a Jonathan como en mi vida. El golpe me había noqueado, dejándome tambaleándome en el ring. Había perdido al hermano que jamás tuve. Volví a mi labor. Imprimí el escrito y tras firmarla, guardé en el sobre mi carta de dimisión.
Conmoción. Ese es el resumen del fatídico mes que estábamos sufriendo cada uno en nuestras carnes. Los recuerdos del día abrían heridas por las que nos desangrábamos, por las que poco a poco se nos iba la vida. Tanta emoción, un ambiente tan maravillosamente festivo como el que aquel día existía en los jardines de la iglesia se derrumbó para pasar a ser pesadillas que, por escenas, cada noche nos visitaban. No podía borrar la imagen de mi amigo ensangrentado, sin vida, aún caliente, en mis brazos. Se vistió, se preparó para la ceremonia y, pistola en mano, decidió
aventurarse a saber qué hay más allá. Aún podía ver mis manos ensangrentadas sosteniéndole, su cabeza colgando de un flácido cuello sin fuerza alguna, los ojos perdidos en el infinito. Durante mis últimos años de escuela tuve un profesor de Filosofía brillante. Decía que la verdad absoluta de la realidad, el que Dios exista o no, solo se nos revela en el momento de la muerte. Es entonces cuando vemos si efectivamente alguien nos espera más allá o este efímero tránsito por la Tierra no se debe más que al azar y, tras ello, está la nada absoluta. Me acongojaba pensar qué había o dejaba de haber. Jonathan encontró la fuerza suficiente para apretar el gatillo y obtener su respuesta. Me costaba asimilar lo ocurrido. De haber sido más rápido, de haber estado más atento o de haberle acompañado en la preparación para ir con él a la iglesia no hubiera pasado. No se lo habría permitido, no hubiera tenido margen de actuación. Fue en el momento de estar a las puertas de la iglesia en el que me percaté de que ninguno de los amigos del grupo, de los que íbamos de testigos nupciales, estábamos allí junto a él. Ni sus padres, nadie. Inconscientemente, le abandonamos. ¿Y si realmente era lo que quería? Soledad para… Sea como fuere, tuve que empezar a ingerir todas las pastillas que las prescripciones médicas indicaban. El impacto de la escena y el ser parte de ella me cambió e hizo que jamás volviera a ser el mismo. Contra la ansiedad tenía un repertorio del que abusaba inmisericordemente. No sabía exactamente qué tenía, qué trastornos me habían diagnosticado, pero sin más me limité a ingerir todos los coloridos fármacos. Desde el primer momento se me asignó ayuda psicológica para salir del bache, del hoyo existencial al que en aquellos días me había arrojado. El cuerpo de profesionales vio con buenos ojos que el Sr. Costa me asistiese, ya que me conocía desde hacía ya muchos años. De esta manera, empezaba sus sesiones para combatir mi trauma recurriendo a las técnicas de la memoria que tan estudiadas y trabajadas tenía. Así, poco a poco iba logrando que mis recuerdos de la escena se difuminasen y quedasen reducidos, progresivamente, a la mínima expresión. Había que olvidar, sí o sí. Por mi bien, por el bien de todos. No era el único con apoyo de este tipo. Los padres de Jonathan, Clarence, Natasha… Natasha. No había vuelto a saber de ella. Había desaparecido.
Y yo olvidaba. Y Natasha no estaba. Pero, con pastillas, yo olvidaba. Y los secretos de Jonathan me aguardaban. Pero yo olvidaba.
Pittsburgh, 10 de agosto de 2016
—Nunca me has hablado de él. —Es porque nadie debía saber de nosotros. —Ni siquiera yo… Ella permanecía sentada en la cama. Empezaba a dudar de la boda. ¿Cómo podría aceptar casarse con una persona a la que no terminaba de conocer? —¿Y confías en él? Un silencio se apoderó de la sala. Jonathan se sentó junto a su amada, con la reglamentaria pistola en la mano. —Me la dio para protegerme de cualquiera, también de él. —No te fías entonces. —No. Él miraba fijamente el arma, absorto en sus pensamientos. —¿Por qué? —Porque creo que es peligroso. —¿Cómo se llama? —Josh Reiner.
Luisiana, lugar desconocido, 30 de enero de 2016
«Well shake it, shake it, shake it, baby, now (shake it up, baby) Well shake it, shake it, shake it, baby, now (shake it up, baby) Well shake it, shake it, shake it, baby, now (shake it up, baby) Ah! Ah! Ah! Ah!»
La blanca camisa quedó irreconocible, como estaba el rubio empresario de Nueva Orleans tras pasar por el machete que justicia clamaba al cielo. Vio lo que había hecho y dejó caer el arma, sopesando hasta qué punto había perdido el control. Tendría que limpiar aquel salón de nuevo, pero antes tacharía el nombre de la lista y le daría un apasionado beso a su mujer, que con satisfacción le clavaría la brillante mirada en sus ojos para mostrarle que, a pesar de todo, aunque fuese un sádico psicópata, lo amaba como el primer día. Llegó con el vestido de lunares y la pamela con la que se protegía del veraniego día que hacía, mostrando sus tersos muslos con cada vivo paso dado. Sin poder contenerse más, fue a atraparla entre sus brazos y fue cuando, estando a solo dos centímetros de su perfumada presencia, se abalanzó para abrazar un vacío que era el que ella había dejado, ennegreciendo el día para con lluviosas nubes recordarle que fuera un manantial de agua aislaba la casa y que, como el abrasador verano, ella era solo una ficción de su mente y lo único real era el cuerpo sin vida que atado a la silla parecía orar.
Pittsburgh, 13 de octubre de 2016
—Soy el culpable. —Han pasado años desde que nos conocimos y aún no me explico por qué persistes con esas ideas. Te nublan la cabeza, la visión, y te impiden ver más allá de tus narices. Recuerdo cuando fue asesinado aquel joven en tu instituto y decías lo mismo que ahora. —No he sido un buen amigo. —¿Por qué? —¿Por qué? Por favor, había cosas que me ocultaba… ¡A mí! Estuve con él desde que tengo uso de razón y me ocultaba cosas, joder. Imagínate que me hubiera contado en su día lo de la pistola, por ejemplo. Que tenía una pipa por alguna razón. —¿Qué hubiera cambiado? —Todo. Personalmente me habría encargado de averiguar qué le preocupaba hasta tal punto de necesitar ir armado. Es impensable, llevamos años de paz, el narco, las bandas, aprendieron que la violencia los perjudica. —Esa paz sabes que es falsa, sabes que esa tregua es una farsa creada por los delincuentes porque les conviene. Es curioso que ahora te quejes de que él no se amoldase a esa mentira que te destroza, Robert. He perdido la cuenta de las veces que has venido a mi despacho a quejarte de ella, quejarte del cese de violencia y la tranquilidad que trajo. Y, sin embargo, ahora recriminas que tu amigo no aceptase esta mentira. —Maldita sea. ¿Cómo sabía que la paz es una ficción? ¿Qué información tenía para necesitar ir armado? ¿Tan grave es que prefirió quitarse de en medio? —Jamás lo sabremos. Lo único cierto es que todos tenemos secretos, Bert.
Repito, todos: tú, tus padres, yo… Y J. A. también. Somos humanos. Una semana después de la boda, el equipo de forenses levantó el acta y determinó que la causa de la muerte de Jonathan A. Rivers había sido el suicidio. Se propinó un limpio disparo en la sien, perforando la cabeza de lado a lado, lo cual le causó la muerte de manera instantánea. Se tomó constancia de la contaminación de la escena por mi aterrorizada y esquizofrénica irrupción, lo que supuso un claro entorpecimiento al tomar muestras, pero de ninguna manera se pudo determinar una hipótesis diferente al suicidio atendiendo a los hechos y la información extraída. Se interrogaron a vecinos sobre si habían visto movimiento, gente desconocida por el edificio o por los bloques en los últimos días, alguien que despertase sospecha. Solo nos vieron entrar a mi superior y a mí minutos antes, nadie más. Por ello, una vez que no era determinable nada más allá de la versión oficial del suicidio, decidimos llevar a cabo la que sabíamos que era su última voluntad. Fuimos todos los amigos, junto con los padres y demás familiares a hacerlo. A nuestra comitiva se unieron personalidades públicas y acudieron los medios a cubrir el adiós. La única ausente era Natasha, que nadie sabía nada de ella. Tras incinerarlo, llevamos la urna que lo contenía a un pequeño mirador en Beaver Falls, bastante alejado de Pittsburgh y su calmado caos cotidiano. Y allí, en mitad de la naturaleza, el lugar donde meses atrás los dos enamorados se prometieron, las cenizas de él se perdieron de vista, arrastradas por el viento que aquel día soplaba en el barranco donde se hallaban recuerdos de un amor fallido. Y así, sin más, J. A. Rivers se despidió.
Pittsburgh, 1 de noviembre de 2016
—Adelante. —Buenas tardes, señor. —Buenas tardes, Bert. Por favor, tome asiento. Le escucho. —No, no se preocupe, no hará falta, seré breve. —¿Qué le trae aquí? A todo el equipo le alegrará verte de vuelta después de casi dos meses. Saqué la carta de mi bolsillo y sin decir nada se la dejé a mi superior encima de la mesa. En el sobre, escrito a pluma, se indicaba su destinatario, «Al inspector en jefe Costa». —Veo que de poco han servido las sesiones. —Nada más lejos de la realidad, lo ocurrido ya se me antoja como si de un inconsistente sueño se tratase. Me estoy recomponiendo. —Y sin embargo, tienes un sentimiento de culpa tan profundo que quieres dejar aquello por lo que llevas una vida peleando. Guardé silencio por un momento. Me conocía bien, demasiado bien. —Usted sabe de sobra que no es la primera vez que vengo aquí con dudas. Esto ha sido un largo proceso que se ha visto acelerado por lo vivido estas semanas. El veterano policía suspiró y, tras mirar brevemente el sobre, abrió uno de los cajones de su mesa y lo guardó. —La leeré con mayor tranquilidad cuando llegue a casa. Bert —añadió tras una breve pausa—, sabes de sobra que, pese a que nos une es una formal relación
profesional, aquí tienes a un amigo para lo que haga falta. Lo sabes, ¿no? —Lo sé, señor. —No quiero ponerme sentimental, pero recuerdo el día que entraste por la puerta como el novato agente que eras esperando qué hacer, una orden —el tono melancólico guiaba cada una de sus palabras—. Mucha suerte en la vida, hijo. Seguiré tus pasos.
Pittsburgh, 12 de agosto de 2016
Jonathan miraba fijamente aquella fotografía que tenía de los cuatro en Beaver Falls. Eran dos parejas realmente felices. Él y Natasha, Robert y Aurora… No necesitaban nada más. Quién les diría a aquellos jóvenes el futuro que los esperaba. Bert no sabía nada de la existencia de aquel recuerdo y así era mejor. Todo fue demasiado doloroso, él no era capaz de recomponerse. El afamado periodista notó unos brazos que por detrás le rodeaban, dándole un somnoliento abrazo. —¿Qué haces a estas horas de la madrugada aquí pasmado? —la voz de Natasha se mezclaba con los dulces bostezos que emitía. —Estaba recordando. —Me sabe mal lo de ellos. —A mí también… —J. A. se quedó pensativo—. ¿Qué harías si yo desapareciera? Suspiró cansada. Con los ojos cerrados, apoyó la cabeza en su hombro y añadió: —Desaparecería.
Nueva Orleans, 31 de enero de 2016
«It’s not time to make a change, Just relax, take it easy You’re still young, that’s your fault, There’s so much you have to know».
Aparcó la furgoneta que le había robado al arrepentido cadáver que en el maletero llevaba envuelto en negras bolsas de plástico. Cat Stevens sonaba de fondo aconsejando a su hijo, y este le respondía en la melodía que reflejaba la belleza existente en la cotidiana relación fraternal, como la que él tuvo. El orante cadáver iba traqueteando por los inestables amortiguadores del viejo vehículo. Bajo una bóveda de Lafreniere Park dejó los restos mortales del rehabilitado criminal. Iba a amanecer, y los rojizos tonos de su fiel acompañante, su leal verdugo, destellaban recordándole el día que se cobró su primera víctima y la satisfacción que sintió. Quería volver a experimentarla, como hizo con cada parte que de Clint iba desgajando. Miró la lista que antaño redactó, tachando el nombre del desdichado rubio. Lo bueno de ese método era que, en medio de la tortura, desesperados por ser perdonados, aquellos Alfas confesaban sobre sus socios. Por eso, entre gritos y ahogos obtuvo la dirección del matrimonio cuyo destino tenía en sus manos.
«Find a girl, settle down If you want you can marry
Look at me, I am old, but I’m happy».
Pittsburgh, 1 de noviembre de 2016
«Aurora, cómo te necesito». Sí, en esos momentos la echaba en falta. La fuerza que me transmitía hacía que me sobrepusiese a los más duros contratiempos. Cuando las sombras me hostigaban, ella era el ángel de la mañana que me iluminaba, como cantaba Juice Newton décadas atrás. Mi referencia, la razón por la que pelear, por la que dar lo mejor de mí en los más duros imposibles. Pero hacía tiempo que ella no estaba. —Vendrás a vernos, ¿no? Ya sabes que esta mesa, esta sala… Esta comisaría… Eres tú. —Carmen me despertó de mis memorias. Me encontraba atareado guardando mis objetos personales y la decoración que poco a poco había ido llevando esos años a la sala. Ella estaba apoyada, brazos cruzados, en el marco de la puerta. Teo también estaba con nosotros en la habitación, levemente sentado en la esquina de la mesa contemplando cómo la iba vaciando. —Si queréis os dejo intimidad. —No hace falta. —No pretendía dejarle margen a la secretaria. Estaba muy confundida, lo que no me explicaba era por qué insistía. ¿Es que acaso nunca la habían rechazado? La miré una milésima de segundo y allí seguía, solo que ahora estaba cabizbaja, mirando un punto perdido de la moqueta. Tenía los ojos lagrimosos, percatándome de que lo que en ningún momento pretendía era hacerle daño a una buena mujer como ella. —¿Por qué te vas? —mi compañero fue directo al grano. Medité las palabras antes de liberarlas de mi interior: —He tenido que perder a un amigo para darme cuenta de que la vida se me va
poco a poco en algo que no me hace feliz. No quiero dejar de vivir, y aquí me estoy pudriendo poco a poco… ¿Para qué? Para nada. Fui bastante frío, la sala bajó quince grados con mi hiriente declaración. Sin embargo, me daba igual. Precinté una caja y continué llenando la siguiente. Era la tercera. —¿Acaso sabes dónde está? —Teo, si algo le caracterizaba, es que cuando quería podía ser realmente incisivo. Llegaría lejos. —No. —¿Y aun así vas a ir a buscarla? —Tampoco tenía la sensibilidad de esperar a que no estuviera presente la joven secretaria. Suspiré y seguí guardando mis pertenencias. Saqué la placa de la cartera y la deposité dentro de aquella tercera y última caja. —Sí… Sin dudarlo. No debí dejarla ir. Hubo un portazo. Carmen no había aguantado más.
***
Ya me encontraba en el coche, en mitad del atasco que al ocaso, con el final de la jornada, se formaba día sí y día también. En aquel momento sentía que estaba justo en el punto de inflexión que mi vida necesitaba. Lo dejaba todo atrás, el pasado y el presente, y con ellos se irían muchos de mis recuerdos. No quería pensar en nada ni en nadie. Sin titubear había empezado dos semanas atrás antes de presentar mi dimisión a plantear escenarios y dibujar posibilidades de futuro. ¿Dónde? En cualquier lugar diferente a aquella maldita urbe. Iba a dar un paso de gigante, había necesitado la muerte de mi amigo para darme cuenta de lo mucho que necesitaba tomar decisiones y avanzar. Era insostenible continuar en una situación como la que me había estado atrapando hasta ese momento. Es por ello que la palabra
«liberación» se convirtió de la noche a la mañana en mi lema, catalizando el proceso que aquel día había por fin culminado. Hasta nunca. Pero el piso y sus secretos me esperaban.
—Delirios de grandeza. —¿Delirios de grandeza? —Exacto, eso es lo que explicaría todo. —Sorprendentes declaraciones tenemos hoy aquí, en «Citrus Afternoons». Uno de los reporteros que acudió a la boda nos ofrece una posible explicación en directo. Somos todo oídos, señor Harckless. ¿A qué se refiere? —Pensemos en frío. Es decir, tenemos aquí a un sujeto con un gran ego, eso lo podíamos ver en cada programa. Derrochaba arrogancia y se creía por encima del resto al declararle la guerra a los medios de comunicación, medios como el nuestro, a humildes trabajadores como nosotros. ¿Acaso estaba él a esa altura, más que la de organizaciones integradas por miles de trabajadores? ¡Por favor! Nada más que la existencia de su programa era un escupitajo a la cara. —¿Piensa usted que el fallecido era víctima de su ego? —Permítame decir que el Caso Freelance no es más que la culminación de una dramática obra de teatro en la que el protagonista se quita la vida para ser recordado durante décadas. No sé si sabrás el caso de Mark David Chapman, asesino de John Lennon. En unas declaraciones que realizó al prestigioso «The Telegraph», confesó que hizo eso porque deseaba ser alguien, ser el asesino más famoso de la historia. ¿Y si J. A… tenía el deseo de ser el suicida más famoso de la época? Analiza todo, amigo. O, por lo menos, ser recordado como el periodista más famoso de la nación durante años. —Suena incluso macabro. —Lo es, lo es. Viendo su rechazo por trabajar en equipo, ese reflejo de ser antisocial no es descartable que estemos ante un psicópata en toda regla. Y con delirios de grandeza, el gran colofón para su tragedia: morir el día de su boda,
dejando a una novia con el corazón roto y a una audiencia de la que se despide para que así no sea solamente su prometida quien le anhele. Y no olvide la forma de quitarse de en medio: vestido de novio y con un tiro en la sien… ¡Vaya escena más impactante! Estos delirios están a la altura de Nerón cantando a la Roma incendiada por él mismo. —Creo que entiendo tu razonamiento. Resumiendo para ustedes, oyentes, Ryan Harckless teoriza sobre el afamado periodista exponiendo un terrible narcisismo que le hizo perder el control. Da para película. Pasamos a abrir el debate, ya que parece que Michael… Apagué la radio. «Maldita basura informativa», pensé. Me intenté contener, pero no pude, propiciando dos directos con mi puño derecho a la radio del coche. Alguna tecla se cayó, desprendida por el impacto. Por los nudillos empezaba a brotar tímidamente la sangre. Después se me hincharía, pero me daba igual. ¿Cómo eran capaces de decir esas barbaridades de Jonathan? Recordé a aquel condenado de Ryan, un maldito reportero de tres al cuarto buscando el morbo allá por donde pasase. Menudo caradura, si lo volvía a ver no descartaba hacer con su cuidado cutis lo que acababa de hacer con mi coche. Ese era el nivel en Pensilvania, en Estados Unidos, «periodistas» intentando dar vueltas sobre cualquier exclusiva para tener de qué hablar y ganarse así la vida, a golpe de titular morboso. Retorcían la realidad y teorizaban, opinando sobre lo primero que se les ocurriese. Qué asco les tenía. Y, dentro de la libertad de expresión que protegía la Primera Enmienda, se justificaban para mentir o decir medias verdades. El vibrar de mi móvil me sacó de mis cada vez más furiosos pensamientos. Era Edgar. —Dime. —¿Has escuchado a ese hijo de puta de Harckless? —Mi magullada mano empezaba a latir mientras sujetaba el teléfono contra mi oreja. —¿Tú también? —No te imaginas el enfado que tengo. Como los padres de J. A. lo escuchen…
—Es asqueroso. —Ese desgraciado iba merodeando por la iglesia el día de la boda y ahora viene con esta puñalada injustificada. Como le pille por la calle… —El enfado era compartido. Tres segundos de silencio le sirvieron para recuperar la compostura —. En fin, no te llamaba para esto. ¿Te pillo ocupado? Miré el asiento de copiloto ocupado por las cajas y demás enseres de mi antiguo despacho. Salvo los compañeros con los que había coincidido, nadie sabía de mi dimisión ni de mis planes de mudanza. —No, dime. —¿Podrías venir al Centro de Medicina Forense? Hay algo que tienes que ver.
Pittsburgh, 12 de agosto de 2016
La mañana de aquel veraniego domingo era espléndida. El sol fuera calentaba lo justo para no notar el frío que usualmente reinaba en Westmoreland County aquella época del año. Dentro del antiguo coche, Jonathan y Natasha permanecían callados disfrutando del silencio que solo la confianza permitía cómodamente crear. Simplemente, el ser capaces de estar callados sin necesitar hablar les hacía ser conscientes de qué grande era el vínculo que siempre los uniría. Estaban embelesados con el verde paisaje que ante ellos se mostraba. Tras atravesar el bosque y Mount Pleasant, se adentraron en pleno Greensburg. —¿Por qué elegiste este lugar, cariño? Él tardó un poco en responder. Una universidad de humanidades y una escuela de medicina compartían la cumbre de la más alta colina. —Aquí encontré la paz que siempre he buscado. Aquí te encontré. —¿Viniste por mí?
Luisiana, lugar desconocido, 19 de febrero de 2016
Qué bella era. De familia rusa, con la exuberancia de sus rasgos, la mujer de platinos cabellos y frondosa verde mirada hacía que con solo un pestañeo el más inocente pudiera perdidamente enamorarse de ella. A pesar de los años, sus pómulos de mármol no perdían el reflejo que en aquellos momentos se exageraba por las lágrimas que atrevidamente surcaban sus rasgos para caer al suelo con la fuerza de las cataratas del Niágara. —No lo hagas, por favor te lo suplico. No lo hagas. Le arrojó uno de los dedos. —De ti depende. —Te he dicho que no sé nada, te lo juro. Él la miró, compasivo. —Me duele verte así, pero ya te he dicho que de ti depende. Se giró y, con el rápido y frío movimiento del cuchillo, le quitó el pulgar a su marido que con alaridos se retorcía en la silla que prisionero lo mantenía. Ella gritó, incapaz de ver su sufrimiento. Sin embargo, ambos eran insonorizados por unos Beatles que a pleno pulmón cantaban «Here comes the sun». —¿Dónde está el policía? —No lo sé, te lo juro. Un alarido de su esposo fue la respuesta al tiempo que convulsionaba, preso del dolor tras una nueva amputación. —¿Dónde está el policía?
Otro agónico aullido. —¡Pittsburgh! Sé que se fue allí. Él sonrió, complacido por la jugosa información que había extraído. —Muchas gracias, Annia. Introdujo el cuchillo en la garganta de Ryan, asomándose tras la cabeza del prisionero, viendo la punta la tintineante luz de aquella sala tras abrirse paso por la nuca. Su esposa lloraba, sabiendo que era la siguiente.
Pittsburgh, 1 de noviembre de 2016
En plena noche recibí el frío saludo del Centro de Medicina Forense al aparcar en el parking que había frente a él y contemplar el parpadeante cartel iluminado con el que mostraba al público su nombre. El interior del edificio en sí era bastante sobrio, sencillo: largos pasillos de paredes blanquecinas interconectaban las diferentes áreas en las que se organizaba el centro. Puertas de chapa metálica, salas refrigeradas con mesas de disección, laboratorios con pruebas en químicos procesos, despachos y poco más. Tras el gran acaparador de la recepción se encontraban los que aquella noche les tocaba hacer guardia, inmersos en sus ordenadores, respondiendo vagamente a los teléfonos y a quienes se acercaban a resolver dudas. La sala de espera era el lugar al que me habían mandado al llegar preguntando por Edgar. Esperaba que me recibiese, aguardando mi tardía llegada, pero no. Junto a mí, en la habitación, un cejijunto y curtido hombre esperaba sentado también. Con el pelo entrecano y mirada dura, me resultaba familiar. No sabía dónde, pero no era la primera vez que veía a ese señor. No saludó ni yo hice el esfuerzo de musitar el más mínimo hola. Un silencio tenso anidó allí donde los dos estábamos. Él también me conocía, deduje por cómo me miraba. La inexplicable hostilidad se respiraba en el recibidor. Oportunamente, la puerta se abrió de forma violenta para dejar entrar enérgicamente a un ataviado médico. —Buenas noches, perdonad el retraso. —Entró apresurado mi espigado amigo envuelto en su reglamentario batín forense. —No se preocupe, señor Tavares —respondió mi sombrío acompañante. ¿Acaso se conocían?
Edgar cazó al vuelo la sorpresa que por milésimas de segundo reflejó mi semblante al ver que lo nuestro no era una cita a dos. —Bert, no te he avisado. Este es el señor Josh Reiner —extendió su mano para, con un firme apretón, darse por presentado. El forense prosiguió—: Señor Reiner, este es Robert Copman, subinspector de… —Ya no, Edgar. No he podido avisarte antes, pero he dimitido esta misma tarde. —Pero… ¿Cómo…? —Ahora el sorprendido era él. —No sé entonces para qué está él aquí, señor Tavares. —Aquel señor de frondosas cejas era tan firme y directo como su apretón de manos. —¿Por qué? —Edgar, voy a irme de esta ciudad. La cara del jovial forense era un poema, descompuesta por el estupor, tratando de ordenar tanta información arrojada en tan pocos segundos. —Pero… ¿Por qué? ¿Es por Jonathan? El silencio fue mi respuesta. —Si el señor Copman no va a colaborar, lo mejor que podemos hacer es continuar nosotros. Tavares, no estoy para perder tiempo. Esto es una carrera a contrarreloj. El sombrío Reiner se quedó mirándome fijamente. ¿Quién y qué era para hablar con esa autoridad? Salió de la sala de espera a la recepción, dejándome a solas con Edgar. —¿Quién cojones es ese tío? —No es de Pensilvania. —¿Y qué demonios hace aquí? —Es complicado, Bert. Lo conocí hace escasamente dos semanas, no es una persona fácil de tratar según he podido ver.
Me relajé respirando hondo por un instante. Fuera estaba aquel señor esperando y parecía no estar para muchas bromas. —Me suena su cara, Edgar. La he visto antes. —Sí, lo has visto. Vino al funeral, conocía a Jonathan.
***
—¿Nos ponemos ya en marcha? ¿O voy buscando algún hotel donde dormir? Reiner hizo el amago de ponerse el sombrero con el que había acudido al Centro de Medicina Forense. Con la gabardina larga y los tonos marengo de su traje, parecía uno de esos gánster de las películas. —¿De qué conoces a Jonathan? —No estoy aquí por ti —dijo mientras giraba su cabeza para centrarse en el forense. —Te vi en el funeral, responde o… —¿O qué? —Se me encaró, alzando el mentón. Le sacaba una cabeza, pero aun así sabía imponerse—. No estoy aquí para perder el tiempo con frustrados como tú, pero te responderé antes de que llores: trabajábamos juntos. No hay más preguntas. Me dejó callado al enseñarme la placa. Era inspector en jefe, pero no de Pensilvania. Esa placa era del Cuerpo Federal, pero de Luisiana, Nueva Orleans para ser más exactos. Ese hombre había tenido que recorrer miles de kilómetros, por lo que entendí al momento que estábamos inmersos en una situación de excepción. —Ya se lo he dicho antes, señor Tavares: no tengo toda la noche. —Disculpe, venid los dos.
Le seguimos por el entramado de pasillos que contenía un edificio tan grande como ese. Cuando por fin llegamos a la puerta cuyo letrero rezaba «Dr. Edgar Tavares», miré atrás convencido de que de allí no sabría salir solo. El despacho del doctor estaba con archivadores y cajones caóticamente desordenados. El nerviosismo y estrés con el que vivía Edgar invadía a nada que pasaras más de dos minutos en esa desordenada habitación. Un claro se abría paso entre la maraña de papeles del escritorio para destacar en su centro una carpeta. Tras sentarse, la abrió y nos dio su contenido. Con semblante serio, esperó a que estudiásemos una por una las fotos del cadáver de J. A. Rivers. Había de todos los tipos, cuerpo entero, busto solo, de perfil, etc. El mero hecho de contemplar el contenido de las mismas me revolvía el estómago. Verlo tan pálido, inexpresivo, con ese boquete en el cráneo era espeluznante. En cambio, Reiner las miraba una y otra vez impasible. —¿Y bien? —Quiero que os centreis en estas —dijo Edgar separando las que comprendían solamente la cabeza. La herida era aparatosa, un orificio que debía ser lo más parecido a un agujero negro de los que se suponen que pueblan el espacio. Era profundo y terminaba en otra perforación en el lado opuesto de la cabeza. —¿Qué pasa? —Estuve estudiando la trayectoria que debió seguir la bala, e incluso hice alguna simulación balística. Al hacerlo, comprobé ciertas anomalías o, bueno, cosas fuera de lo común. —¿Cómo qué? —Llevo aquí pocos años si me comparas con otros. No soy el más veterano ni mucho menos, aún soy joven, pero en mi corta trayectoria sí que he podido estudiar y tomar nota de otros casos de suicidio parecido a este. Sacó varias fotos que tenía guardadas en un cajón de su mesa. Esas en concreto
las tenía perfectamente localizadas. Las puso una por una en la mesa tras quitar más papeles y echarlos al suelo. Tanta cara inexpresiva me recordaba a aquellos años violentos del narco. —Son todos casos de suicidio que, en un principio, podría decirse que son exactamente iguales a los de J. A. en cuanto al modus operandi: un tiro en la sien. Mientras explicaba iba haciendo montañitas de imágenes de casos, de manera que compuso montones de fotografías de cabezas perforadas por balazos, todo desde diferentes perspectivas. —Como podéis contemplar aquí —continuó—, el suicida, según podemos adivinar por la orientación de los agujeros de entrada y salida, tiende a colocarse el cañón en la sien para después apretar el gatillo. ¿Qué veis en común? —Entiendo. Podríamos casi confirmar que la trayectoria de la bala, si estudiamos esos orificios, roza la horizontalidad, ¿verdad? —observó Reiner—. Hay algunos más acertados, otros menos, pero apenas se desviarán veinte o treinta grados si trazásemos un ángulo con la ficticia línea horizontal compuesta por las sienes. —Efectivamente. En cambio, mirad el expediente de J. A. ¿Lo veis? ¿Os dais cuenta? El ángulo que dice el señor Reiner, en el caso de J. A., no está en ese intervalo de desviación. De hecho, supera los cuarenta y cinco grados. Mirad. Dista bastante de los casos a los que acostumbramos. Observad. Efectivamente. Era escandaloso, si bien el orificio de entrada estaba en su sien derecha, el de salida estaba situado donde antiguamente debió estar la oreja. La trayectoria de la bala había sido diagonal. —Nunca es descartable que él mismo se infligiese tal herida, pero considerando su posición, su relevancia, y la información que manejaba, no es descartable que… —Sea un asesinato —concluyó Reiner.
Pittsburgh, 12 de agosto de 2016
Tras pasear por las instalaciones de aquella universidad, se dirigieron al paseo previo que había frente al edificio principal, el de istración. En los jardines correteaban las pequeñas ardillas, que no llegaban a reunir el valor suficiente para acercarse a la joven pareja, observándola cautamente desde la prudente distancia. —Me encantaría volver a aquellos días. —A mí también. Apenas teníamos la simple preocupación de vernos en algún descanso, ajustar horarios para simplemente ver cómo nos iba el día. —¿Por qué no pudo detenerse el tiempo y quedarnos atrapados? —Bueno, viviendo esa utopía no hubiese podido ver lo valiente que eres. —¿Acaso lo soy? —Has permanecido conmigo a pesar de todas las dificultades. Quieren dañarme y la mejor forma de hacerlo es yendo a por ti. Tú lo sabes y, sin embargo, decides seguir aquí, con este loco. —Bueno, considéralo como una apuesta. Nosotros contra ellos. Y tengo fe ciega en que ganaremos.
Pittsburgh, 1 de noviembre de 2016
—No debemos descartar ninguna hipótesis. —Lo sé, pero unas imágenes solo nos sirven para hacer lo que estamos haciendo: especular. No tenemos nada firme entre manos. Que la trayectoria sea inusual no significa automáticamente que alguien haya matado a la víctima. —Desde luego, necesitamos indagar más sobre qué sucedió aquel domingo por la mañana. —Me cuesta creer que no sea un suicidio. De milagro no oí el disparo, y en la trayectoria que iba desde el portal del edificio hasta su rellano, en ningún momento me crucé con nadie. —¿Nadie estaba con él en los preparativos? —Hasta día de hoy sabemos que estaba solo, a no ser que alguien lo acompañase secretamente. —No es posible, nadie estaba allí cuando llegué y el cuerpo estaba demasiado caliente, reciente. —Efectivamente, determinamos la hora de la muerte a escasos cuatro minutos antes de que Costa y tú llegaseis. —¿Y si se escondió el asesino? Negué con la cabeza: —El señor Costa registró el piso y estaba vacío. Hay muchas cosas que no encajan con la hipótesis del asesinato. No lo veo claro. ¿Acaso no pudo suicidarse? Y que sea uno de esos extraños casos de trayectoria balística inusual. —Por poder, claro que puede ser, no seré yo quien diga que el prometido no
quisiera suicidarse. Ahora bien, ¿por qué? No tiene sentido. Además, ¿qué hacía aquella pistola allí? Edgar y yo nos quedamos pensativos, era cierto que no era usual en nuestro difunto amigo. ¿Qué hacía con ella? Algo no encajaba. ¿Y si compró el arma para llevar a cabo su delirante plan de matarse? —La pistola se la di yo —sentenció Reiner. —¿Qué? —Lo que acaba de escuchar, señor Copman. La pistola se la di yo. —¿Por qué? —¿Acaso eso importa? —¿Cómo? ¡Nos ha jodido ahora! ¿Que si eso importa? Me cago en la leche. — Levanté los brazos al cielos a modo de protesta—. ¿Pero qué mierda de respuesta es esa? —Tranquilo, Bert —medió Edgar—. Reiner, hay cosas que nos debes contar. Él negó con la cabeza, añadiendo: —Lo siento, muchachos, pero el secreto policial me limita. —¿Secreto policial? ¡Yo soy policía! —estallé. —Eres de la jurisdicción del Estado de Pensilvania, no de la de Luisiana —el cejijunto empezó un demoledor contraataque. Cada frase que severamente pronunciaba era un gancho directo a encajar—. Además, oficialmente has renunciado a seguir siendo parte de los federales. El hecho de que estés hoy aquí, esta noche, no tiene sentido. Un ciudadano cualquiera no debe inmiscuirse en una investigación como la que tengo abierta. Considérate un afortunado de tener al doctor Tavares como amigo y que yo, Josh Reiner, inspector en jefe de Homicidios del Estado de Luisiana, acepte que estés aquí, delegando un voto de confianza ciego en un idiota al que solo vi de lejos en el funeral del que era mi ayudante.
¿Ayudante? Aún no sabía qué relación mantendría con el sombrío policía, pero lo que tenía claro es que iba a ser difícil que no fuera conflictiva. A diferencia del señor Costa, el inspector Reiner era de todo menos amable. Cada vez que se producía un cruce de frases, la tensión se instalaba y debía ser acompañada de un súbito silencio que la rebajase. —Escuche los dos —el escuálido forense tomó la iniciativa—. Si lo que queremos es aclarar qué pasó con J. A., debemos cambiar de actitud. Era una persona importante para los tres, ya sea por una u otra causa. Por eso debemos centrarnos y dejar disputas para cuando sepamos qué sucedió. Controlando mi tono, reflejé lo que me rondaba por la mente: —Si el señor Reiner le dio la pistola, lo cual aún no entiendo… —El cejijunto me soltaría un guantazo en cualquier momento. Edgar, con la mirada me reprochó que otra vez empezase, por lo que rectifiqué—. Vale, lo siento. La pistola era lo que en un principio me hizo dudar, pero sabiendo que le fue entregada no podía descartar el suicidio. Lo que no entendía era el motivo que le empujaba a hacer eso. Reiner se levantó y empezó a dar vueltas por la sala, reflexionando en voz alta: —J. A. llevaba mucho peso a sus espaldas, más allá de su programa y su labor periodística. No solo hacía el dar una exclusiva o escribir un artículo, también, al ser freelance, se dedicaba cien por cien a investigar usando fuentes autónomas, propias. Tenía sus equipos, os y medios. Por eso recurrí a él. —¿Recurrir a él por qué? Fue tu ayudante, según has dicho —quise saber. —Eso tuvo una consecuencia directa —me ignoró o no me escuchó—: ser el centro de las miradas, es decir, que lo tuvieran fichado. A pesar de que era un profesional camaleónico, cada vez empezaba a estar más controlado. Y no hablo de la prensa rosa que envuelve a todo personaje público. —Le he hecho antes una pregunta, espero respuestas. Reiner se paró en seco. No me aguantaba y yo a él tampoco. Nuestro inicio de relación debía enseñarse en las escuelas para saber cómo forjar una enemistad.
Por lo pronto, exasperaba al veterano policía, que no terminaba de encajar mi forma de ser. La súbita pausa del cejijunto hizo que el agua del edificio entero se helase. Dirigió una reprochadora mirada al escuálido forense, que esquivaba cruzar sus ojos con los del curtido policía. Le echaba en cara que yo estuviera allí. Me daba cuenta que en aquella noche aún no había aportado nada que tuviera valor, solo había entorpecido la cita. Y eso, a Reiner, no se le pasaba por alto. —Oficialmente, señor Copman, usted no es más que un ciudadano de la calle. Como cualquier otro. Ha hecho la estupidez de dejar el cuerpo según ha dicho antes. Sus motivos tendrá, y no seré yo quien entre a juzgarlos, pero lo que sí que quiero que le quede bien claro es que si quiere incorporarse a esta investigación o aportar algo, lo primero que debe hacer es romper su carta de dimisión cuanto antes, retractarse de sus palabras. Mientras no lo haga, aquí no pinta absolutamente nada, así que deje de hincharme las pelotas esta noche y váyase por donde ha venido. Y por favor, cuando regrese hágalo siendo un hombre maduro, no un niñato encerrado en un cuerpo de cuarentón amargado. ¿Cuarentón? Edgar suspiró, exasperado de que otra vez hubiesen vuelto a brotar chispas. Decidí encajar las palabras del inspector y tragarme el orgullo. Pese a que no me gustaba ese hombre, debía darle la razón. Así, el silencio fue mi respuesta. Con él, la tensión se diluyó en el aire al darse cuenta mis dos acompañantes de velada de que no pelearía más. No esa noche. Carraspeó Reiner y prosiguió: —Bien, como he dicho recurrí a él. Perseguíamos los dos a alguien, no sabíamos quién, ni si era una persona o eran varias. Y empiezo a sospechar que ese fue el motivo de su muerte, con indiferencia de que se la quitase él u otro. La investigación a la que se incorporó lo mató, estoy seguro. ¿En Pensilvania? Costaba creérselo, hacía años que la violencia de este carácter cesó. La persecución y quemas de brujas que en sus días de esplendor acometía el narcotráfico quedó atrás, siempre gracias al buen hacer que tuvimos varios en su día dentro de mi recién abandonada unidad. Desde el caso Guerrita y sus consecuencias, nuestra labor de control y erradicación de todo indicio de criminalidad violenta había sido impecable. ¿Una personalidad de trascendencia
pública como el afamado periodista Rivers estaba amenazada? ¿Y nosotros no lo habíamos visto? ¿Y él no lo había denunciado? ¿Ni tan siquiera me lo había revelado a mí, su mejor amigo? —Me cuesta creerlo, hay cosas que no encajan… Es la primera vez que oigo esto, inspector. —¿Por qué no nos dijo nada, Bert? —Edgar esperaba una respuesta en mí—. ¿Por qué no a nosotros? —Había secretos… Incluso entre nosotros… Reiner contemplaba desde una esquina nuestra confusión. Sabía más de lo que nos reflejaba, era una persona reservada. Poseía una información privilegiada que soltaba con cuentagotas. Cada una de esas pequeñas dosis podría suponer un chasco que modificase nuestra visión respecto al difunto. El cejijunto estudiaba y analizaba perfectamente lo que decía y lo que callaba. Era inteligente, aunque fuese un capullo también. —Subinspector Copman —me llamó. —Ya no soy eso. —Quiero que vuelvas a serlo. —¿Por qué? —Porque te necesito. —Después de tan mal inicio tenía el valor de ir directo al grano. ¿Había contado todo eso para que fuese más vulnerable? ¿Para que no me pudiese resistir ante su petición?—. Y tú me necesitas. —¿Te necesito? —Sí, porque quieres saber la verdad de todo esto. Y porque, viéndote y sabiendo lo poco que sé de ti, estoy convencido de que estás jodido y yo puedo ayudarte. ¿Qué sabía él de mí? Más allá de aquella noche, poco podía conocerme. ¿Era un truco para embaucarme? —¿Por qué me necesitas?
Sereno y con intensidad en los ojos, sombríamente sentenció: —Porque alguien ha quitado de en medio al héroe que a todos iba a desenmascarar. Porque los narcos están nerviosos y no saben cómo actuar. Porque hay un hijo de puta que debemos atrapar.
Pittsburgh, 12 de agosto de 2016
—¿Qué hay del tipo de Nueva Orleans? —¿Reiner? —Sí. ¿No puede hacer nada? —No. Él va tras el Creyente, es lo que le preocupa. —Entonces, ¿quién va tras nosotros? —Jefe, Jefe… Intentará eliminarnos. —¿Por qué? —Porque hay mucho dinero en juego.
Pittsburgh, 2 de noviembre de 2016
«Tendrás que esperar», pensé mientras guardaba su foto en la mesita de noche. El sol ya estaba fuera, acababa de amanecer. Eran las seis de la mañana y la suave melodía de la alarma no fue necesaria para despertarme, la inquietud lo había hecho previamente. La apagué y enérgicamente me incorporé. No habían pasado ni cuatro horas desde que había vuelto del Centro de Medicina Forense, de la reunión que mantuvimos hasta la madrugada. Había aceptado sin dudar echar un cable a Reiner con lo que se traía entre manos. Me juró más datos, pero para ello debía hacer una cosa. —Debes revocar tu renuncia al Cuerpo Federal de Policía, y más específicamente, debes seguir dentro de tu unidad. No me importa si como agente, subinspector o limpiador, pero te quiero dentro. Debe ser así. La orden fue clara y directa. Me quería de nuevo en activo, en el ajo. Todavía no habían transcurrido ni veinticuatro horas desde que le diese al señor Costa la misiva por lo que, con suerte, no la habría firmado ni sellado. Es más, igual aún no había abierto el sobre, conociendo lo ocupado que normalmente estaba. Fuera como fuera, debía darme prisa. Pese a que contaba con un mes para ejercer mi derecho de revocación, si llegaba antes de la oficialización legal de mi dimisión y anulaba el documento, a efectos prácticos esta nunca hubiera existido jurídicamente hablando. Por eso debía darme toda la prisa posible por llegar cuanto antes al edificio de mi unidad. No quería que quedase ni la más mínima huella de aquel amago de huida del servicio policial. Era vergonzoso llegar a las instancias con el rabo entre las piernas, pero era tarde para andar con lamentos. Dejé que el café hirviera mientras a toda prisa me duchaba y acicalaba. Tras salir de la ducha, no perdí ni una milésima de segundo en afeitarme la barba de tres días que empezaba a saludar al mundo. Me vestí rápido, engullí la primera fruta que pillé a mano para echarme algo al estómago y tomé el oscuro y amargo elixir
colombiano que salía recién hecho de la cafetera. Después de esa ardiente bebida matinal, apagar antorchas con el gaznate era cosa de aficionados. Tal era la prisa que llevaba, que ni una oportunidad le di a Paolo Salcines y su programa que diariamente me entretenía. Llaves, casco, cartera, carnet… Todo en orden. Cerré la puerta y salí directo al sótano a por mi Harley. Con ella sería más fácil esquivar el tráfico matutino que colapsaba las arterias urbanas. —Tan pronto como anules tu decisión, llámame. Recuerda que jugamos contra el tiempo. —¿Por qué? —Ya lo sabrás, pero mientras sigas fuera no soltaré prenda. Sé lo más rápido que puedas. —De acuerdo. —Bien, cuando reciba tu llamada hablaré con el juez Maurice Brosman. Es el juez instructor de esta investigación paralela, extraoficial. Mediante auto, te incorporará a ella y pasarás a estar bajo mi mando. —¿No habrá ningún impedimento? Es decir, ¿tan fácil será? —No, pero tenemos amigos. Si la fiscal da su aprobación, deberá Brosman aceptar tu incorporación. Es la ley, esas mierdas procesales por las que se pillan estos juristas, ya sabes. —¿Y cómo sabes que la fiscal lo aprobará? —Porque es Le Vert, la fiscal Mattie Le Vert. Sí, la que se encargó junto a ti de los Guerrita. Aquello me pilló completamente desprevenido. ¿Cómo él, siendo de Nueva Orleans, sabía tanto? —¿Cómo es posible que me tengas tan controlado de antemano? —Señor Copman, Jonathan seguía muy de cerca tus pasos y me los contaba
cuando trabajábamos juntos. Me contó hasta el último detalle que sabía, hablaba maravillas de usted. Y no es para menos, Pensilvania y buena parte de los Estados Unidos os debe mucho por ello a los dos. Aquella trama supuso un punto de inflexión en su día, tanto para el oriental Estado americano como para los que nos vimos involucrados. Ni la vida de Costa, ni la de Aurora… ni la mía volvieron a ser las mismas. Ella desapareció de mi mundo y yo pasé a ser un laureado subinspector, cargo que ahora debía urgentemente recuperar. Por una mala racha había tirado por la borda aquel gran sacrificio que adopté para llegar tan lejos. Al detener a ese cártel, la delincuencia cambió y, con ella, también cambió el destino de la Unidad de Delitos por Tráfico de Drogas y Estupefacientes. La desaparición de la violencia callejera de aquella forma tan radical supuso un antes y un después para todo ciudadano de la zona. A mí me fue sumergiendo lentamente en una apática y deprimente rutina carente de emoción, formando una burbuja que el día anterior estalló con mi dimisión. Tuvo que morir mi amigo para ser consciente de que mis días de policía de acción habían quedado atrás para pasar a ser un un mero istrativo galardonado sin razón de ser. Y en aquel momento, tuvo que ser Reiner quien corrigiese el rumbo de la deriva que yo había adoptado tiempo atrás.
Pese a que no empezamos con buen pie, no había transcurrido un día desde nuestra accidentada cita y ya sentía cómo la inquietud y el nervio de la juventud volvían a fluir por mis venas. El inspector sureño estaba convencido de que había responsables en la trágica muerte de J. A. y me quería en su equipo. Era un reconocimiento hacia mi persona, pese a lo tortuosa que empezó nuestra relación, y sobre todo era una válvula para escapar del ostracismo que me había secuestrado tiempo atrás. Esperando en un semáforo, cerca ya de mi antigua oficina, empecé a sopesar el disculparme con el inspector Reiner cuando reparé en algo mucho más cercano: ¿qué cara pondrían mis compañeros al verme tan pronto de vuelta? Qué situación más vergonzosa. Ni veinticuatro horas y ya estaba allí, orejas gachas, para pedir continuar dentro. —¡El hijo pródigo ha vuelto! —el pelirrojo Wagner no dudó en regodearse al
verme llegar. A esas horas el edificio estaba medio vacío, excepto por las limpiadoras que entraban una hora antes, lo cual me alivió. ¿Qué hacía allí el subinspector? —¿Vienes de limpiar los retretes? —¿Qué haces tan pronto aquí? ¿Tu dimisión era una broma de cámara oculta? —Más o menos —señalé las escaleras—. ¿Sabes si ha llegado ya el Sr. Costa? —Aún no, le quedarán diez minutos. Hoy iba al Instituto Federal de Psicología, por lo que estará aquí de mero paso. Creo recordar que dijo que iba a ayudar a un grupo de perfiladores criminales, compartiendo con ellos conclusiones que está sacando a raíz de sus últimos estudios y experimentos sobre los trastornos de la memoria o algo así. —Se ve que has estado atento a la clase. Sí, algo así se trae entre manos. —Sabes tan bien como yo que estas cosas le encantan. No habla de fútbol, baloncesto, mujeres o copas; siempre está con lo mismo. —Al parecer, su señora no está muy contenta con él. Decía que le engañaba, al menos antes, con otra. Tal vez sea la psicología su amante. —Quién sabe —añadió encogiéndose de hombros. Se fijó en el pasillo que a mis espaldas se prolongaba, y con una pícara sonrisa añadió—: Hombre, mira quién viene por aquí. Ayer la vieron llorar en los aseos. Carmen acababa de atravesar el control de seguridad para entrar al edificio. Tras recoger su bolso de la cinta del escáner y pasar por el control contra metales, inició cabizbaja un enérgico caminar, rumbo a su mesa. Iba realmente radiante, su ondulado pelo y ajustado vestido podía cautivar a cualquiera. Me consideraba un idiota por no darle una oportunidad. Sabía que era una buena persona y no solo era guapa, sino que su fuerte personalidad no dejaba indiferente a nadie. En cambio, mi situación sentimental encalló tiempo atrás, se vio en un camino de no retorno. No salía de mí el darme a otra persona. No de nuevo. Lo lamentaba por ella, solo deseaba que se diera cuenta de que hombres había miles y todos ellos mejor que yo. Llevaba años perdiendo el tiempo, debía mirar mejor a su alrededor y simplemente elegir. Sus pretendientes
competirían ciegamente en interminables justas medievales si ella lo desease. Pero no, mi negativa para con ella se la devolvía al mundo rechazando a diestro y siniestro a sus iradores, Teo entre ellos. —Carmen, hoy estás espectacular. —Eres un cerdo, Wagner. —A ella no se le pasó por alto la mirada del subinspector, que de arriba abajo trataba de desnudarla con los ojos. Era valiente, dura y directa, lo cual la hacía más atractiva si acaso eso era posible. Se fijó en mi presencia—: ¿Para esto me hiciste ayer llorar? Me pilló por sorpresa el reproche. —No quise en ningún momento dar lugar a ello. —Pues lo hiciste. Pensé que no te volvería a ver. —Lo siento, qué quieres que te diga. Simplemente he venido a anular mi decisión. Quiero seguir aquí. Ella suspiró, me dio la espalda. Antes de ir al ascensor, añadió: —«Qué quieres que te diga…» —mi respuesta no le había hecho gracia—. A ver si empiezas a tener el valor de tomar decisiones firmes y no echarte atrás. El ascensor se la llevó a los pisos superiores. Me quedé callado, pensativo. ¿Por qué no…? —De ser tú, ya me la habría llevado varias veces a la cama. —Teo, creo que la castración química se inventó por gorilas como tú. —También lo creo. Reconozco que tengo un problema. —El primer paso es reconocerlo.
—¿Qué haces aquí? —El veterano al que esperaba irrumpió con su familiar cojera en el departamento de nuestra unidad.
Costa se sorprendió de verme, frente a su puerta cerrada, como si de un crío esperando para entrar al despacho del director fuera. El día anterior le di un abrazo de despedida y aquella mañana me lo devolvía en forma de bienvenida. «Hijo Pródigo» pasó a ser mi mote entre los agentes y demás istrativos. Abrió su despacho y me devolvió el sobre. No tenía ni el más mínimo amago de haber sido abierto, permanecía cerrado. ¿Acaso sabía que regresaría? Menuda tontería. —Me gustaría que hablásemos sobre algo, Robert, pero voy con prisa. Ayer le comenté a tu padre lo que habías hecho y no lo entendió. Tal vez sería bueno que le dijeras que sigues con nosotros, se puso nervioso. Estaba desconcertado. No recordaba nunca que mi progenitor me hubiera dicho nada acerca de Costa ni viceversa. ¿Se conocían? Pertenecían a la misma generación, lustro arriba o lustro abajo, pero edades semejantes. Tal vez por este razonamiento pudiese encontrar una explicación. De lo contrario sería muy extraño. En ocasiones semejantes a esta me sentía como el tonto que es el último en enterarse de un cotilleo. —No sabía que os conocieseis. Se hizo el sorprendido: —¿No? Bueno, ahora voy con prisa, pero cuando tenga la agenda más desahogada hablaremos de lo que nos une a tu padre y a mí. —Dándome un par de collejas mientras reía amistosamente añadió—: Espero que estés preparado. Mi padre fue líder sindical, pero no tenía nada que ver con el sindicato policial, defendía otros sectores, por lo que los motivos laborales quedaban descartados. Fuese como fuese, ya hablaríamos de ello más adelante. Debía centrarme en mi misión. Miré el reloj: eran las 8:17 a. m. Genial. Encerrado en mi despacho, procedí a la llamada: —Joder, Copman, me pillas en el hotel un tanto apurado. Qué oportuno. —Señor Reiner, me han dado los buenos días de maneras más agradables. —¿Nunca has disfrutado de la magia de la escatología o qué? En fin… —pude
escuchar el esfuerzo del policía de Nueva Orleans seguido de la cadena del retrete. —¿Qué haces a estas horas así todavía? —Aquí las preguntas las hago yo. Esa pregunta me ha recordado a mi mujer, ya me has fastidiado la mañana. ¿Has hecho eso ya? —Sí. El sobre estaba intacto, por lo que nunca ha tenido lugar la dimisión. Ahora tendré que mudar otra vez mis cosas del piso a mi despacho y… —Genial, no me cuentes tu vida —me cortó secamente. Aquel señor igual me trataba de usted como de repente cambiaba y empezaba a tutearme como si fuera un mocoso —. Lo bueno de no estar en Luisiana ahora es el poder tener mi propio horario, por eso ando aún aquí con estos menesteres. Vivir tantos años con mi señora me ha enseñado a saber dar explicaciones. ¿Intentando contar un chiste? No le pegaba, era demasiado serio y sombrío. Convivir con ese hombre debía ser una mezcla de ceguera e inquebrantable amor. —Si necesita unos minutos de intimidad… —No cuelgues ahora, me has cortado el rollo, Copman. Vamos al grano. —La melodía de fondo indicaba que el desagüe funcionaba perfectamente—: la Corte de Justicia abre a las 10 a. m. Estoy alojado en un hotel que está a dos manzanas del mismo. A las 9:30 a. m tengo la cita con Le Vert. Haremos el informe y pasarás a ser parte del equipo. Maurice Brosman no podrá hacer nada al respecto, simplemente firmar y aceptar. Nos saltamos al juez. —¿Por qué tanto problema con él? Siendo el juez de instrucción, debería darnos facilidades. —Le Vert me lo ha aconsejado así. No se fía de su compañero. —No lo entiendo. —Ni yo, pero así debe y va a ser. —No se lo discuto.
—No sé qué cojones os pasa, aquí todos tenéis secretos. Nuestra querida Mattie me ha dejado caer que le gusta la «harina», ya sabes. —¿Cómo? —Tú esto lo sabes mejor que yo, Robert. Si la coca triunfa es porque es la favorita para el nicho de mercado de la alta sociedad. —Desgraciadamente es así. —Entenderás entonces que de ser ciertos los rumores, el viejo jurista os tendrá controlados a los polis antidroga. Querrá sabotearos con tal de que no le corten el suministro. Suspiré. Tras tantos años seguidos de expedientes infructuosos se me había empezado a olvidar cómo eran realmente las redes del narcotráfico. Al fin y al cabo, el tráfico de drogas seguía existiendo.
Pittsburgh, 14 de agosto de 2016
Natasha miraba el mapa. Aquella luna de miel era una huida. Lo había confiado todo a su prometido. Quedaba poco para la futura boda, los preparativos estaban casi listos. Tras la misma, los dos desaparecerían. —¿Por qué Rusia? —Es lo único fiable ahora mismo. ¿Sabes el caso de ...? —No sé si quiero saberlo… —Le interrumpió— ¿Por qué dijiste que Reiner era peligroso? Jonathan meditó sus palabras. —Porque es imprevisible.
Pittsburgh, 2 de noviembre de 2016
No terminaba de encajar el nexo que vinculaba al mayor de los Copman con Glenn Costa. Algo tan sencillo como era decirme que se conocían había llegado a mis oídos a través de mi jefe en vez de mi padre. No lo comprendía. A no ser qué… —Ni de coña —me respondí en voz alta. —¿Qué? Reiner pensaría que me faltaba un tornillo, hablando de repente solo. No era para menos. —Nada, cosas mías. Descarté la estúpida idea que se me había pasado. Recordé a la Sra. Costa el día de la boda, sus quejas y sospechas sobre la infidelidad de su marido con otro. Rezaba porque esa señora estuviera equivocada y, de lo contrario, que el amante del amable inspector no fuera el hombre que me engendró. —¿Por qué los del norte estáis así de locos? Reiner tenía la costumbre de cortar el silencio saltando con preguntas tan aleatorias como esa. Nos encontrábamos en mi coche, atrapados en el atasco de media tarde de la urbe. Un sinfín de cláxones histéricos componía una estridente melodía que nos acompañaba en esa improvisada velada. En cambio, dentro de mi vehículo los dos mirábamos al frente sin intercambiar palabra. Habíamos quedado con Edgar en el Centro de Medicina Forense. Mi compañero me había citado a las cinco de la tarde para recogerle, ya que iría cargado según dijo. No quería llamar la atención con un taxi ni ir en transportes públicos, por lo que fue claro y conciso cuando me ordenó ir a por él sin retrasarme. En aquel instante estábamos atrapados en un interminable atasco, lo cual no alteraba la composición de su semblante. La misma mirada plomiza se perdía entre los
coches. Con celo, guardaba atrapada con su brazo una gruesa carpeta, además de un cuaderno de notas. Con todo ello, un maletín se escondía entre sus pies en el asiento del copiloto. —¿Qué hay dentro? —No me has respondido. —¿A qué? —Da igual. Nuestra conversación empezaba a parecerse a ratos a una relación de desgastada pareja. Lo siguiente sería mandarme a dormir al sofá. —¿Eres feliz? —volvió al ataque. —No entiendo sus preguntas, señor. —Mira dónde vives, míranos dónde estamos. ¿Se puede ser feliz en un mundo como este? Mis abuelos me contaban que antaño no existía este caos. Y mira Pittsburgh ahora, sobredimensionada… Antes la gente vivía en los pueblos, incluso en el campo. Recuerdo al bueno de Dustin cuando me enseñó a disparar… El veterano relajó su semblante y, perdiéndose en sus recuerdos, dibujó lo que se parecía a una sonrisa en su curtido rostro. Jamás olvidaría aquella expresión. —¿Pueblos? Suena a otra época. —Era otra época. Las oportunidades se trasladaron a las capitales, y con ellas los jóvenes y la vida. Y así estamos de jodidos ahora. —Tranquilo, el atasco este se disipará en media hora como mucho. —¡Que le jodan al atasco! Pensé que seguías el hilo, Copman. —Es que no sé por qué dices que estamos jodidos. —Joder, mírame, mírate, míranos. ¿Crees que le importamos una mierda a alguna de estas hormigas? ¿Crees que le importamos a alguien? Tenemos familia
y unos poquitos supuestos amigos que están más pendientes de su trabajo que de nosotros. —Exageras. —Y una mierda. Y lo sabes. Una mierda. Date cuenta, Copman. Date cuenta. ¿Sabes que tiene la metrópoli? Disuelve comunidades. Mis abuelos me contaban que todos se conocían entre sí allí y se tenían los unos a los otros. ¿A quién tenemos nosotros? El silencio era mi respuesta. Cuando estaba mal acudía a Jonathan o a Natasha, y él estaba muerto y ella desaparecida. No sabía a quién tenía. ¿A Edgar? No, realmente no. Era evidente que estaba jodido. —Te confieso, Copman, que la suerte de mi vida es mi mujer. De no ser por ella, me habría metido un tiro hace tiempo para huir de este cruento mundo. Nueva Orleans es enorme, no es ajena a este proceso de concentración urbana. Allí se es más consciente de la soledad que las grandes ciudades han creado. ¿Y sabes cómo enfrenta la población ese problema? Quitándose de en medio. Creen que no importan, que no aportan. Y por eso, se apartan de la vida, se suicidan. Es la principal causa de mortalidad no relacionada con la salud a nivel nacional, ¿lo sabías? La soledad empuja al suicidio, y estamos más solos que nunca. Sin darme cuenta, se había sacado un paquete de tabaco negro y había empezado a fumar. El humo me hizo toser endeblemente. —La magia que tenían los pueblos era la capacidad de crear comunidades a las que pertenecer —prosiguió—. El ser humano es comunitario por naturaleza, y el privarle de desarrollarse en un entorno del que se sienta parte lo destruye por dentro. Un hombre aislado es todo menos un hombre. —Debo confesarte que hace tiempo que empecé a dejar de serlo —no pude aguantarme. —Lo sé. Jonathan me reveló tu desesperación en los últimos años. Él tenía miedo de que fueras tú el que se suicidase. —¿De verdad? Afirmó con la cabeza.
—En tu cara se ve lo jodido que estás. Eso explica tu dimisión, querías dar un giro radical a una vida que empezaba a terminarse. Tu unidad no te satisface, sois burócratas, y encima no tienes una chica que te dé la fuerza que tus ojos piden a gritos. —¿Cómo sabes tanto de mí? —Eres joven, chico. Tenías aspiraciones que se han topado con una realidad amarga. Todos hemos pasado antes por eso. Suspiré. Ni un coche hacía el más mínimo amago de moverse. —Si los ciudadanos fuesen conscientes de todo lo que dice, señor Reiner, de lo mal que estamos… ¿Qué cree que pasaría? El cejijunto me miró con dureza. La intensidad de sus ojos daba incluso miedo. A aquel señor sí que le faltaba un tornillo. —Robert, todos somos conscientes de nuestra desdicha. Pero en la vida hay que tomar la decisión de actuar o evadirse. Tú, perteneciendo a la Unidad de Delitos contra el Tráfico de Drogas y Estupefacientes, sabrás de sobra que ese negocio es una mina de oro interminable. Se drogan para evadirse, nadie quiere salir de su zona de confort. Necesitan el famoso soma de Huxley en Un mundo feliz. Los que tienen conciencia prefieren o callarla o distraerla. Y así estamos. —¿Y usted qué hace? —¿Acaso cree que he venido de Luisiana para evadirme? —Jonathan… —Jonathan actuó, y por eso está muerto.
Filadelfia, 28 de febrero de 2016
El matrimonio había aparecido muerto. Sus socios habían pasado por las manos del carnicero que empezó aquella macabra limpieza. Necesitaba saber quién era el Creyente, como empezaban a llamarlo los federales. No era el único frente abierto, estaba aquel periodista por cuya culpa se hallaba en esa delicada situación. Su libertad pendía de un hilo por culpa de Jonathan A. Rivers. Era imperdonable cómo había destrozado su vida y cómo iba a eliminar todo lo que había levantado. Era un héroe, un anónimo que pese a ser público como el mismísimo presidente de los Estados Unidos, desde la sombra realmente salvaba miles de vidas condenándolas a la perdición de un sueño despierto, de una alucinación evasiva. Él era el arquitecto de aquella drogadicta maraña, y por ello la sociedad estaba en deuda con él. Había que matarlo. Sí, a él y todo lo que pudiera delatarle, pero no sabía cómo. Y no solo había que ejecutarlo, había que desprestigiarlo. Miró la pequeña bolsa de cocaína que en el tapizado tablero de su mesa tenía. Los Leppi esperaban su aprobación y fue así como se le iluminó la mente para deshacerse del periodista. Pero habría que esperar, primero debía saber quién estaba asesinando así a sus trabajadores. sco estaba nervioso, aguardando indicaciones. Antes de arrugarla y tirarla a la basura, miró una última vez la foto de Clint Drinkwater en esa orante posición.
Pittsburgh, 2 de noviembre de 2016
—¿Nos explicará ya de qué conocía a J. A.? —Lo prometido es deuda. Edgar y yo, sentados, escuchábamos ávidos de información. Tras el infernal atasco, llegamos por fin al Centro de Medicina Forense. Nuevamente nos encontrábamos en el despacho del larguirucho doctor. Decidimos que esa sala pasaría a ser nuestra base de operaciones desde aquella tarde, el lugar de encuentro. —Dijo usted que trabajaron juntos. Creo que tiene algo que explicarnos. —Bueno, lo primero de todo es deciros que me tuteéis, bastante tengo con verme las canas y las patas de gallo cada mañana en el espejo. —Si íbamos a trabajar juntos debíamos suavizar crispaciones y él era consciente. Desde aquella reunión seriamos compañeros, como en su día lo fue J. A.—. Efectivamente, estuvimos trabajando juntos. Os contaré cómo el destino nos llevó a irremediablemente colaborar.
Nueva Orleans, 22 de febrero de 2016
Un lluvioso día en Nueva Orleans tenía secuestrado a los policías de la comisaría, que en lugar de salir a fumar tuvieron que contentarse con quedarse en el patio interior. En teoría no debían hacer eso, pero tampoco pasaba nada por saltarse las reglas de vez en cuando y echar un cigarrillo a hurtadillas. Entre el charloteo del descanso, la silenciosa figura de Reiner se distanciaba años luz de sus compañeros. ¿Cómo podían seguir ahí, así como si nada? Ese lunático que perseguía había vuelto a actuar. Otra víctima más. Otro muerto más. Alguien había llegado ese nubloso día al edificio, una celebridad. Todos hablaban de él, que estaba por allí en las dependencias policiales, pero Josh nunca había escuchado el nombre de aquel individuo. Se encontraba enfrascado en su labor, de manera que todo famoso de la televisión, radio o redes sociales era para él como cualquier anónimo de la calle. No le importaban lo más mínimo, no iba con él ese tipo de gente. —¿Sabes quién está aquí? El periodista Rivers. Viene de Pittsburgh, ha tenido que hacer un largo recorrido para llegar aquí. —Sí, sé quién es. Estoy suscrito a su canal, a su programa. Hacen falta más tíos como ese. —¿Qué hace aquí? El revuelo generado por ese tal Rivers estaba irritando a Josh Reiner. Tenía solo un rato para tomar un respiro y se daba de bruces con un apoteósico y ruidoso gallinero. —Josh —Van Kirk, de la unidad de drogas, se asomó al patio buscándole—, ¿tienes un minuto? —Qué remedio —escupió el cejijunto.
Fueron los dos a la sala de reuniones de la tercera planta del extenso complejo que tenía el Cuerpo Federal de Policía allí en el edificio principal de Luisiana. Había varios inspectores en jefe de distintas unidades. Una vez al semestre se reunían allí, pero aquel día era por motivos extraoficiales según podía deducir Reiner viendo que los protocolos se dejaban para otra ocasión. —Oye, ¿a qué viene todo esto? —susurró a su compañero. —Tenemos un invitado especial. —Joder, ¿tú también con la mierda del Rivers ese? El afamado periodista se pasó por la sala y saludó. Reiner aún no sabía qué se le había perdido por allí. El afamado jovenzuelo tomó un café con el equipo de mandamases de la policía del lugar, charlando distraídamente con cualquiera de ellos. Josh, refunfuñando, se tomó su taza de café. No le gustaba que le hicieran perder el tiempo y ese día se lo estaban haciendo perder de una manera inmisericorde con protocolarias y artificiales sonrisas de compromiso. Tras el recibimiento, empezaron todos a retirarse para volver a sus puestos de trabajo. En cambio, Josh decidió salir nuevamente al patio a fumar en tranquilidad absoluta el cigarro que antes le había sido negado. Necesitaba relajarse, le daban ataques de ansiedad el mero hecho de pensar que aquel psicópata podía volver a actuar. Por eso, en aquellos momentos trataba de poner orden a las ideas en su cabeza. Ese sádico estaba suelto y le entretenían con aquel niñato. Se palpó el cuello, notando cómo la tensión le había subido nada más que de pensarlo. Debía relajarse, pero era complicado en aquella profesión, en aquella encrucijada. Van Kirk irrumpió en el patio, pero esta vez acompañado de Jonathan. —Me ha preguntado quién llevaba el departamento de homicidios y demás atentados contra la vida, así que te lo dejo todo a ti, Reiner. Soltó la bomba para desaparecer en el interior de la oficina. El joven y el cejijunto quedaron frente a frente, la situación era incómoda. Ni se habían apretado la mano para saludarse mutuamente.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Rivers? —Señor, hace tiempo empecé una investigación que aún sigo desarrollando. Llevo seis años con ella. —Muy bien. ¿Y qué? —Mis investigados han sido asesinados. —Vaya, descansen en paz. El cejijunto trataba de volver a su trabajo, no tenía tiempo para escuchar la historia de aquel periodista. Que lo dejara en manos de la policía de su ciudad, como debía hacerse. —¿Eso es todo lo que va a decirme? —Asesinatos hay varios a diario, deje que los oficiales hagan su trabajo. —No me ignore. Sé que conoce este caso. Reiner levantó una ceja. ¿Qué podía saber aquel entrometido reportero? —¿De quién se trata? —De un empresario. Y un matrimonio. —¿Quiénes? —Drinkwater, Clint Drinkwater. Y Annia y Ryan. Reiner se paró en seco. Eran las últimas víctimas del asesino en serie que no lograba cazar. ¿Estaba aquel famoso tras el Creyente también? Su interés se despertó repentinamente. —¿Qué sabes del autor? —De él nada. —¿Entonces?
—Sé de las víctimas. —¿Y bien? —Eran narcotraficantes, empresarios de la droga. —¿A quién investigas, hijo? Jonathan suspiró. No podía seguir ocultando su labor, los sujetos a los que quería forzar su detención habían empezado a morir bajo un mismo patrón. Por ello, se lo confesó al cejijunto: —Hace seis años el narco cambió de mentalidad y decidió modificar su forma de actuar. Antes de los Guerrita, el conocido cártel, no dudaban en emplear la violencia e ir de frente. Recuerdo que había suburbios a los que ni la policía se atrevía a pasar. Ahora, en cambio, han decidido camuflarse y desaparecer del mapa, ser invisibles. Pero no lo son para mí: tengo información, testimonios y grabaciones que sacarán a relucir las vergüenzas de Pensilvania y de buena parte del país. —¿A qué te refieres? —Estoy desarrollando un golpe maestro, el golpe de gracia contra el tráfico de drogas. —¿Y están muriendo sus investigados? —Clint Drinkwater. Perdí también a Annia Rashputova y a su marido Ryan Bravo. Y todos brutalmente asesinados. —Son tres de las cinco víctimas del Creyente —¿El Creyente? —Así es como lo he bautizado. —¿A quién? —Al asesino. —Bueno, como ya sabrás, las primeras víctimas…
—La primera fue un menor de edad, de Pensilvania precisamente. —Lo conocía. Estaba en mi colegio.
Pittsburgh, 2 de noviembre de 2016
—¿Por qué ese nombre? —interrumpí el relato—. ¿Por qué el Creyente? A Reiner no le hizo gracia alguna que lo cortase así. Abrió de malos modos su misteriosa carpeta y empezó a sacar informes de los asesinados de los que nos había hablado. Entre tanto papel, rescató cerca de una decena de fotos que esparció sobre la mesa. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Pensé que jamás volvería a ver algo así. Eran los tres investigados de Jonathan: Clint, Annia y Ryan, los tres degollados. Y sus manos, maniatadas, parecían estar rezando si no fuera por un detalle; les habían cortado los dedos.
Luisiana, lugar desconocido, 20 de febrero de 2016
Antes de someterla al severo juicio del desgastado machete se afeitó nuevamente, mirándose en el espejo que tiempo atrás destrozó de un golpe cargado de remordimientos. La telaraña que deformó el liso reflejo se esparcía a lo largo del metro veinte entre el que procuraba hallar un solo pedazo con el que poder distinguir su rostro entero para comenzar la poda de la naciente barba que en sus días de abogado jamás permitió crecer. Annia estaba dormida, maniatada en la silla desde la que había contemplado cómo Ryan Bravo expulsaba su último aliento en un ahogo de desesperación al saber por la mirada del asesino que ni la bella rusa estaba libre de su temerosa misión. Se acercó a ella tras limpiarse la espuma del mentón y, acariciándole suavemente el rostro, la despertó y fueron sus ojos los que reclamaron el final de todo. Hasta la fecha, solo había matado varones, aquella era la primera fémina que pasaba por su inhumana justicia. Ella no podía hacer más por él, le había dicho todo cuanto sabía y el dolor de perder a su marido ante su desgarrada mirada hizo que ni una palabra más saliera de su espíritu. Por ello, cuando la caricia la despertó y su esmeralda mirada penetró en los atormentados ojos del Creyente, este decidió que si alguien merecía misericordia era ella, y no podía ofrecer una mayor dosis de la misma que, tras darle un dulce beso de despedida en la frente, pasarle la fina hoja por el cuello, dibujando un bermejo colgante que se llevó la hermosa vida de la rubia mujer. Y solo fue cuando comprobó que su corazón no latía cuando decidió proceder con los dedos, ponerla en orante posición y recordar al mundo y sus futuras víctimas cuál era el motivo por el que aceptó la barbarie para así redimir sus tormentos. Aunque perdiese el juicio por el camino.
Pittsburgh, 2 de noviembre de 2016
—Es espantoso. —Estos tres tienen algo en común: trabajaban para el narcotráfico y a los tres los investigaba J. A. —Y el Creyente los mató sin dejar huella alguna. Edgar estaba pálido. Reiner iba explicando lo que sabía hasta la fecha del macabro asesino. Yo permanecía callado, experimentando en mis carnes la cruel visita de un recuerdo borrado. —Lo sé. No sabemos de quién se trata. No sabemos si se debe a simples ajustes de cuentas entre bandas o si es tan sencillo como que un sádico anda suelto. Lo que estoy casi seguro al cien por cien es que no se tratan de muertes aleatorias: el criminal al que buscamos sigue un plan. Sabe de antemano a por quién va y, si sabe a quién matar, es porque tiene una razón para hacerlo. —¿Y qué hay de las otras víctimas? —¿El padre y su hijo? Bueno, no hay fotos de sus restos. De hecho, el único que puede ser considerado como víctima es el hijo, ya que el padre se suicidó. De hecho, era el único testigo que podría habernos ilustrado algo. —¿Cómo? —Hace bastantes años su pequeño sufrió el ataque del asesino que buscamos, fue la primera víctima. Todo sucedió a raíz de un problema que el niño tuvo con el narcotráfico. —¿Un menor de edad? —Sí. El padre era cocainómano, y a partir de ahí el hijo empezó a meterse en las cloacas de la droga. Tras un incidente en el colegio, confesó a la policía lo que
sabía. Unas semanas después, el Creyente lo mató. —¿Qué pasó con el padre? —Hace unos meses se suicidó. En aquel momento, cuando su hijo murió, desapareció de la escena. Estamos seguros de que tenía información que el pequeño no contó. —¿Y por qué no lo denunció? —No lo sabemos. Tendría miedo, supongo. Literalmente, huyó. El silencio invadió la sala. Aquel padre perdió a su hijo por su vicio. Pobre desgraciado. —Lo conozco —atraje la atención de los dos. Llevaba un rato callado, procesando la información. Edgar y Reiner esperaban con las miradas que dijera algo más, pero eso no se produjo. No era capaz, aún trataba de asimilarlo. —¿Al asesino? —No, al hijo. Sé quién es, estaba en mi colegio cuando todo ocurrió. —¿De veras? —Sí. Le llamábamos Regi —proseguí—. Recuerdo el incidente: a partir del mismo se destapó una red de tráfico en nuestro distrito. Él le contó a la policía quién le pasaba la droga que distribuía en el recreo y… lo ajusticiaron. —Se llamaba Ramiro Souza, no Regi. Creemos que el mismo que le hizo eso a Ramiro Souza está volviendo a actuar. Parece que ese individuo, si realmente es solo uno, la ha tomado con una parte de la mafia. —¿El Creyente es un sicario? —Puede ser alguien que haya sido contratado para eliminar a esos sujetos. —¿Por qué a esos?
—Tendremos que investigarlo. Si bien no me equivoco, ya vuelves a ser subinspector, y seguro que entre tantos expedientes podemos encontrar algo que relacione entre sí a las víctimas, todas ellas estaban emparentadas con el tráfico de drogas. Sea como sea, debemos anticiparnos a la siguiente jugada, que de seguro llegará. —¿Y por qué tampoco hay foto del padre? —preguntó Edgar. Reiner suspiro. —El padre de Ramiro, Néstor Souza, desapareció. Dejó Pensilvania y vino a Luisiana. Hizo una breve pausa, seleccionando las palabras. —Aquel hombre no tenía esposa, ella falleció tiempo atrás. Y después de lo que le ocurrió a su hijo se derrumbó. —¿Y qué pasó con él? —Trató de hacer una nueva vida, pero fracasó. Cambió de Estado y vino al sur, buscando la paz que la dependencia a la droga le arrebató —Josh Reiner suspiró —. Pero fracasó, no quería seguir viviendo. Tras varios años combatiendo contra sí mismo, desistió. Lo último que sabemos de él es que hace unos meses arrancó su coche y se lanzó con él al fondo de Prien Lake. Los equipos aún siguen buscando su cuerpo. Los escasos testigos del incidente tratan de ayudar para buscar en el sitio exacto, pero una zona tan fangosa como esa… Es perder el tiempo. Las autoridades de Lake Charles le declararon fallecido. —El único testigo útil está enterrado en un lago. ¿Y crees que es el Creyente quien eliminó a Jonathan? —Eso me temo. —No lo entiendo. ¿Qué motivo tendría para matarlo? ¿Y por qué cambió con él su metodología? ¿Por qué no lo degolló ni le cortó los dedos? —Bueno, considere que su amigo iba tras los pasos de Drinkwater, quería revelar una trama de mafiosos y narcotraficantes. Se me ocurre que cada muerte, cada tipo de muerte, tenga un mensaje.
—¿A qué se refiere? —El pequeño Regi era un camello en potencia y los otros tres tenían cargos dentro de una organización criminal. —¿Cómo sabes eso? —Los informes de J. A. Tanto Drinkwater como el matrimonio estaban o estuvieron haciendo dinero con la cocaína. —Tal vez el Creyente opere así para mandar una advertencia. ¿Es una forma de represión o algo similar? —Puede que sí. —Creía que la violencia en el narco había terminado. —La realidad es bien diferente. —¿Y entonces qué pasa con J. A.? Reiner se preparó. —¿Puedo contaros mi hipótesis? —ambos asentimos. Queríamos escuchar qué pensaba el veterano—: J. A. iba a destaparlos. Y por ello lo asesinaron sin más, valiéndose de su propia arma para simular un suicidio. Tenga en cuenta que quien haya hecho esto debe ser un profesional, capaz de manipular escenarios para no dejar huellas. Con su amigo van cinco muertes: Ramiro Souza, Clint Drinkwater, Annia Rashputova, Ryan Bravo y, ahora, Jonathan A. Rivers. —Las cinco muertes tienen un factor en común —Edgar intervino. —¿Cuál? —Han sido útiles. —¿A qué te refieres? —Ramiro empezó a hablar. Clint, Annia y Ryan iban a ser destapados… J. A. tenía información privilegiada. El Creyente no está protegiendo al narco, sino a alguien dentro del narco. Debemos tener cuidado porque en cualquier momento
podemos estar en su lista. Efectivamente, de ser cierta la hipótesis de Edgar, había que ser cautos. Era cuestión de tiempo que la policía volviese a estar en el punto de mira, y más aún mi unidad. Debía avisar a Costa. —Reiner, ¿cómo convenció a Rivers para que llevara el arma consigo? Él siempre estuvo asqueado con ellas, las rechazaba. —No se la ofrecí yo, me la pidió él. Edgar añadió con pesadumbre: —Tenía miedo.
Filadelfia, 28 de febrero de 2016
Descolgó el teléfono. —¿Qué quieres? —respondió al otro lado de la línea Jonathan. —Voy a acabar contigo. Y lo mejor es que no vas a poder hacer nada, ¿sabes? Sé cómo desacreditarte. —¿De verdad cree que está en posición de chantajearme? No olvides que es lo que es por mí. —Los están matando. No sé quién o quiénes, pero de momento han aparecido tres muertos si no me equivoco. Los Leppi, Thorton y demás están preocupados. Tus investigados aparecen ejecutados así, y tanto tú como yo sabemos dónde hemos visto eso antes. —¿Por qué me llamas? —Porque quiero saber si eres tú quién está detrás de las muertes. —Vaya, precisamente quería hablar contigo para hacerte la misma pregunta, Jefe.
Pittsburgh, 3 de noviembre de 2016
Maurice Brosman no era ajeno a mi día a día. Aquel juez de instrucción tenía una mala fama ganada entre mis compañeros por ser lo que era: un frustrante obstáculo. Era conocido por todos que ponía demasiadas trabas y en lugar de agilizar, entorpecía. Había quienes rumoreaban que lo hacía a propósito, por viejas rencillas con Costa. Otros decían que su amor por el derecho procesal le hacía ser tan intransigente que la rapidez que un proceso público de urgencia pudiera requerir se la pasaba por el forro. Y después estaban los enamorados de las teorías de la conspiración, quienes lo acusaban desde ser consumidor de cocaína hasta quienes aseveraban que era una marioneta colocada por agrupaciones de cárteles, por la mafia. Reiner era de los que afirmaban sin titubear la adicción del viejo magistrado. Sea como fuere, decidimos actuar al margen de su conocimiento para nuestra primera jugada en aquel desafío que el Creyente nos había planteado. Había que mover ficha, recopilar información para seguir avanzando en el laberinto que aquel anónimo había levantado entorno a su figura. Había vidas en juego y no podíamos permitir que Brosman nos sabotease con sus paparruchas. Teníamos prisa. Mucha prisa. Debíamos comprobar un detalle básico que se nos pasó por alto: el escenario del crimen, el lugar donde J. A. había sido asesinado. Había pasado mucho tiempo ya, pero nadie tenía al piso excepto yo. Edgar reparó en un hecho que tuvo lugar semanas atrás, antes de la boda. En aquella velada en casa del periodista hubo un momento de revelación de gran información. Desde entonces una mosca rondaba mis tímpanos invitándome a ir cuanto antes, ver la herencia que el periodista me legó. Jonathan era un periodista que se valía de sus propios medios para gozar de la autonomía que le catapultó a la cumbre. Eso significaba que no acudía a otros para completar sus estudios e investigaciones, quedando todo reflejado en el exitoso programa en streaming que había enganchado a miles de espectadores por años.
—¿Y cómo hacía ese programa? —nos preguntó el forense, esperando que respondiésemos dándole voz a su reflexión. —¿Y a mí qué narices me cuentas? —Al cejijunto no le habían enseñado que la grosería no era una virtud. —El ordenador —añadí. —Exacto. ¿Recuerdas, Robert, lo que nos contó sobre él? Edgar podía llegar a ser muy avispado, y momentos de lucidez como aquel le hacían compensar que sus intervenciones hasta el momento hubiesen sido prácticamente de mero mediador entre Reiner y yo. Efectivamente, el ordenador de J. A. tenía algo que lo hacía especial: siempre estaba encendido, grabando. El difunto hacía un «veinticuatro horas» de las cuales solo seleccionaba unas pocas de ellas para hacer sus tertulias, reportajes e ilustradores monólogos. La obsesión del periodista le hacía ser esclavo de la cámara. Eso significaba que el portátil debió grabar el momento en el que el Creyente le voló la cabeza. Esa imagen no quería verla ni en las peores de mis pesadillas, pero ahí teníamos la clave para identificar al psicópata que traía a Reiner por la vía de la amargura. Si le poníamos rostro, ese malnacido tendría las horas contadas. Lo primero que había que hacer era saber del paradero del ordenador, saber si se lo había llevado la Policía Judicial porque, de ser así, solamente habría que acudir al depósito, coger el portátil y rebobinar al momento en el que J. A. fue ejecutado. Teníamos una ocasión de oro para saber el rostro del perturbado asesino, de manera que lo siguiente sería dar la orden de búsqueda y captura y cazarlo. Reiner y yo íbamos en el coche, dirección al apartamento que fue testigo de la tragedia. Gracias a Dios aún conservaba las llaves que me dio Jonathan. Nuestra intención era realizar un registro del mobiliario extraoficial. Para asegurarse de no perder el tiempo, el inspector extranjero estaba ya hablando con la fiscal Le Vert, que entre otras competencias tenía poderes directos sobre la Policía Judicial.
—Josh, lamento comunicarle que no se tomó acta ni se inventarió el mobiliario del inmueble. Se dejó tal y como se encontró, salvo la limpieza propia del levantamiento del cadáver. —Perfecto, era una información que necesitaba contrastar. —¿Qué tienes nuevo? —Ya lo sabrás. Debo dejarte, te llevo en manos libres porque voy conduciendo. Colgó. Había mentido, no conducía. Solo iba en manos libres para que pudiera escuchar yo también. ¿Una muestra de confianza? —¿Qué me dices? —En un principio, el portátil debe seguir allí. Vamos a comprobarlo. Aprovechando un semáforo, marqué el número de la familia de los Rivers. Decidí corresponder a mi compañero dejando el manos libres, que no hubiese secretos en aquel pequeño tramo. —¿Diga? —la madre no tardó ni dos décimas de segundo en responder. —Señora Rivers, soy Robert Copman. —¡Bert, cariño! ¿Cómo estás, hijo? —¿Quién llama? —se escuchaba al señor marido de fondo. —Es Berty, el amigo de nuestro pequeño. —Esta vez se dirigió a mí—: Perdona, cielo, pero llevamos semanas que no dejan de llamarnos. Esto es un infierno, la prensa no hace más que acosarnos para saber si lo que dijo aquel periodista sobre los delirios de grandeza de nuestro hijo es cierto. No sabemos qué hacer. —Debería demandar a ese cabrón —reparé en la edad de mi interlocutora, debía ser más educado—. Disculpe, pero es inisible. Hay que tomar cartas en el asunto. —Pero se nos van a echar a la yugular entonces… No tenemos fuerzas para eso. Con nuestro hijo se fueron las últimas que nos quedaban —la voz hizo un amago
de quebrar—. ¿Por qué llamabas? —Estoy con el inspector Reiner intentando saber qué pasó realmente. Queremos esclarecer los hechos. Por ello, quisiéramos saber si se llevó usted o su marido algo del piso de su hijo. —¿Pero cómo vamos a volver a ese lugar? Jamás… Jamás. Es la tumba de nuestro pequeño, no queremos destrozarnos nada más pensando en qué pasó allí dentro. No hemos vuelto a poner allí un pie. La anciana señora emitía una quebradiza voz que empezaba a romperse en leve llanto. —Eso mismo es lo que queríamos saber. —¿Por qué? —Ahora mismo el secreto policial me impide hablar, pero pronto lo sabrá. Lo siento. Colgué. Reiner me miró. No era la primera vez que esos ojos me regañaban desde que nos conocíamos. —¿Cómo se te ocurre decirles que carguen contra la prensa? —me espetó—. ¿Cómo tienes tan poco tacto? La has machacado. —Deberían demandar a esos mentirosos. —Idiota, es lo que ellos quieren. ¿No te das cuenta de que quieren carnaza? Morbo, morbo para hacer dinero. Esos carroñeros… Algún día descubrirás que es más mortal una portada de periódico que una bala de gran calibre. Bastante tienen ellos con su calvario. —¿A qué viene tanto reproche? —Debes ponerte en la piel de los otros. Te falta mucho por aprender. En esos momentos echaba en falta a Edgar y su mediadora habilidad. Debía aprender a convivir con ese hombre que a ratos se creía mi padre.
—¿Y la novia? —¿La novia qué? Estoy soltero. —Te pregunto por la de J. A., si ella habrá cogido o no cosas del piso. No me mires así, tú la conoces mejor que yo. —Natasha ha desaparecido. Nadie sabe de ella desde el día de la boda. —¿Seguirá viva? —Espero. —Deberías llamarla. —Me da miedo hacerlo.
Aparqué dos manzanas más abajo del portal de J. A. Andando, llegamos al recinto. Ahí estábamos los dos pasmados, yo buscando la llave que abría el portal y Reiner a punto de estallar de exasperación por mi torpeza. Sus bufidos me ponían nervioso y eso hacía que no atinase a meter la llave. —¿Te cuesta siempre tanto meterla? —¿Cómo? —Explicaría muchas cosas. Iba a replicarle, pero no sabía si se estaba quedando conmigo o simplemente era así de idiota. No sabía distinguir cuándo bromeaba y cuándo no. ¿Y ese señor estaba casado? Qué mujer más valiente le debía aguantar. Valiente o santa, aún no sé cómo podría llevar tantos años con él. ¿Veinte? ¿Treinta? irable. Subíamos en el ascensor cuando empezó a resumir las hipótesis descartadas en voz alta: —La Policía Judicial no inventarió ni se llevó nada. Luego, los padres ni han accedido al interior de la vivienda.
—Sí —apostillé. —Y queda más que descartado que la ausente Natasha haya tomado nada del edificio. —Al cien por cien. —Bien, a ver qué nos espera entonces. A ver si podemos ponerle cara al asesino. En un principio, somos los primeros en acceder al piso desde que fuera el levantamiento del cadáver. El portón se abrió lentamente, crujiendo tímidamente. Mientras, los dos asomábamos la cabeza como si dos asustadizos suricatos fuéramos. La expectación era máxima. Allí debía encontrarse una de las claves del Caso Freelance, así bautizado por la prensa. Aquella ocasión podía ser un atajo para cortar de raíz lo que podía ser un baño de sangre, según parecía dejarnos a entender el Creyente. Dejar a alguien sin dedos, además de darle una paliza, antes de ejecutarlo… Vaya locura. Inevitablemente no podía dejar de acordarme del pobre Ramiro, del pobre Regi. Era un simple crío... Las cosas seguían tal y como las recordaba la última noche que estuve allí, el día antes de la boda. La mesa del salón con sus escuetos adornos, las persianas medio bajadas, las fotos con Natasha, con nosotros, la orla del bachillerato, la foto de la graduación. De su muerte solo quedaba la moqueta, oscurecida en aquellas zonas manchadas por el joven carmesí del periodista. —¿Dónde se supone que debe estar? Miré el mueble que respondía al interrogante del cejas grandes, una pequeña cómoda desde la que se grababa el salón entero. Pero no. Allí no estaba. —Mierda. —¿Qué pasa? —No está. —¿Cómo no va a estar? Se supone que nadie ha accedido, somos los primeros.
La cerradura no estaba forzada. ¿Cómo coño no va a estar? —No está, Reiner. —No te precipites, vamos a registrar el piso de arriba a abajo. No sabemos si igual lo que hizo fue simplemente recogerlo o esconderlo antes de ser ejecutado. —Tras enfundarse las manos con los guantes de látex, ordenó—: Prosigamos. Empecé a interiorizar las consecuencias del motivo por el que Jonathan me dio las llaves. «Voy a desatar un terremoto», había dicho. —Un momento —musité. Noté cómo, de un escalofrío, mi temperatura corporal bajaba más de treinta grados. «Tierra trágame», pensé. Después de la boda tenía un solo encargo: llevarme sus informes de allí, lo cual no había hecho. Era el recado que me encomendó, un regalo que me ayudaría en investigaciones, la herencia que me dejó su última noche. Me había encargado información pendiente de recoger, había dejado pasar demasiado tiempo. Llegábamos tarde. —Mierda… Mierda… ¡Mierda! —grité. La fiscal Le Vert había dicho que el apartamento se mantuvo intacto, solo se habían llevado el cuerpo de Jonathan. Después, el piso permaneció cerrado a cal y canto. Yo mismo pude ver que un agente echaba los seguros de la puerta con mis llaves, las cuales me devolvió en el mismo acto. Nadie podía haber pasado adentro. El cejijunto contemplaba atónito mi ataque de locura. En aquellos momentos pensaría que había perdido la razón, lo cual no era extraño. No podía controlar mi reacción, la había cagado. Tuve que haber ido antes al piso. Alguien se me había adelantado. Corrí de un extremo al contrario del apartamento, abriendo los cajones de armarios y placares a pares cumpliéndose mis temores: todo vacío. No solo faltaba el ordenador, alguien había limpiado el piso entero llevándose consigo toda información posible. —¡Imbécil, ponte los guantes! ¡Vas a dejar todo contaminado de huellas! —gritó
Reiner, pero hice caso omiso. —¡Mierda! A la lista de ausentes se sumaban los informes e investigaciones de J. A., años de trabajo. Todo estaba vacío, alguien había desvalijado los cajones del piso, dejándolo todo ordenado después, como si nadie hubiera pasado por allí. Y junto a todos aquellos documentos. Junto al portátil, destacaba otra ausencia: se habían llevado el guión del programa de la despedida, que debía estar junto al ordenador, en la cómoda. Lo recordaba perfectamente, en la noche previa a la boda él lo tenía allí. Estaba todo listo para decir adiós. Imbuido en mi desesperado frenesí, arrojaba los cajones vacíos al suelo, desencajándolos del armario. Alguien nos la había jugado otra vez. Estaba convencido de que había sido el narco. Así actuaban ahora, borrando todo rastro posible. De repente, un sordo golpe hizo que se instalase un pitido en mi cabeza. Me desplomé al suelo por el golpe que me acababa de propiciar. Reiner permanecía de pie, pistola en mano. Fríamente me observaba. Noté el cálido fluido saliente de la brecha que me había causado con la culata del arma. Todo me daba vueltas. Poco a poco, mis ojos dibujaban la vista de negro.
Filadelfia, 28 de febrero de 2016
Colgó Jonathan y el Jefe se quedó temblando de ira, una ira que a ratos se mezclaba con el almíbar del temor que a su espíritu traía la amenaza desconocida que así había ejecutado a Clint, Annia y Ryan. ¿Cómo saber quién era el Creyente? Él lo sabía todo, quién hacía qué en qué lugar y siempre bajo su consentimiento. Él, el Jefe, lo controlaba absolutamente todo. Era el Gran Hermano de Orwell que desde sus escondrijos controlaba y manejaba todo cuanto pasaba en Pensilvania, en el Midwest y en la Costa Este del país. Si había un asesino a sueldo, él debía saberlo. Si había una nueva prostituta en la esquina de Liberty Ave, él debía saberlo. La pena capital le esperaba a ese tal Creyente que tantos problemas estaba empezando a causar. Juró erradicar la violencia, pero aquel anónimo fantasma estaba jugando con fuego y no iba a consentirlo. Tras seis años de elaborada paz, era el momento de volver a ponerle precio a una cabeza. —sco Leppi al habla. —Medio millón a quien me traiga al Creyente. Vivo o muerto. —De acuerdo, Jefe. —Y quiero que me traigáis todo lo que sepáis sobre Rivers. Es una amenaza. —Jefe, es nuestro socio. Gracias a él, todo esto es posible. Con el mentón apoyado en las entrelazadas manos, su pétrea mirada se perdía entre los manuscritos que inundaban su escritorio. «¿Gracias a él?». ¿Debía estar agradecido? Por su culpa él se encontraba atrapado en esa cárcel llamada Jefe de la que no podía escapar. Debía deshacerse de Jonathan para ser libre y poder rehacer su vida. —Es una amenaza para todos, sco.
Pittsburgh, 3 de noviembre de 2016
—¿Qué cojones te crees que haces? ¡Te vas a enterar, cejijunto de mierda! Traté de incorporarme, pero el mareo me devolvió a la moqueta. Había permanecido inconsciente unos segundos, pero sabía qué había pasado y quería ajustar cuentas con el sureño. —¡Gilipollas! Pedazo de inconsciente, ahora si toman registro del piso y nos pillan podrán acusarnos de asalto. ¡Has contaminado todo con tus putas huellas! ¿Cómo coño no te paras a pensar antes de actuar? ¿Y tú eres subinspector? —Joder. —Me llevé la mano a la cabeza, coloreando mi palma de rojo. Mi vista empezó a dar de nuevo vueltas. Me quedé tumbado en el suelo, desistiendo de intentar incorporarme. —Te mereces más. ¿Qué demonios se te pasaba por la cabeza haciendo eso? Desde el suelo empecé a ver la luz, a unir nexos: —Jonathan le seguía la pista a Drinkwater antes de que ambos muriesen. Iba a hacer un último programa de despedida, y del empresario no había hablado todavía. —¿A qué te refieres? —Se lo estaba guardando para la última emisión. La noche de antes me dijo que desataría un terremoto para el país. —Dices que J. A. quería hacer un programa sobre… —Sí, sobre los capos que manejan los cárteles, y Drinkwater era uno. Cuando vine aquí la víspera de la boda, quise saber del contenido de unos documentos, pero me lo negó, alegando que era confidencial, una sorpresa para su programa
final, un colofón antes de desaparecer de la vida pública. —Y ahora no queda nada. Efectivamente, Drinkwater era uno de los jefes de la mafia según me confesó cuando iniciamos nuestra secreta andadura juntos. Afirmó tener pruebas contra él que lo dejarían indefenso. Me incorporé titubeando. —No lo entiendo. —¿El qué? —J. A. era un hombre muy difícil de seguirle la pista. —¿Crees que lo tenían vigilado? —No sería extraño. Ten en cuenta que tenía la capacidad de destapar las miserias que se propusiese, era un dolor de cabeza para muchos. ¿No recuerdas el famoso affaire del ayuntamiento de hace unos años? —Quieres decir entonces que le tenían miedo al periodista. —¿Por qué no? Reiner suspiró con cierto cansancio. —Sea como sea, debemos cerciorarnos de que la policía no haya estado aquí antes y se llevase todo. Y, además, debemos dejar todo como nos lo encontramos. Deshagamos este desastre que has hecho.
***
Aún me encontraba ligeramente mareado por el golpe recibido. Antes de dirigirnos a la comisaría, me había estado limpiando la herida que el veterano me había causado. No olvidaría lo que había hecho. Íbamos de vuelta a la comisaría donde trabajaba. Se nos había escapado de entre
las manos la que podía ser la clave del Caso Freelance, la verdad tras el aparente suicidio de J. A. Además, no podíamos identificar al Creyente, por lo que más gente podría seguir en peligro. La ventaja de la seriedad de Reiner era que en aquellas situaciones parecía estar como si nada hubiera ocurrido. Seguramente, no sería la primera vez ni la última que alguien limpiaba de esa manera el lugar de los hechos. Había gastado ya varios cartuchos y no se mostraba tan alterado como yo. Cada vez que pensaba en mi negligencia la ansiedad venía a mí, impidiéndome respirar con normalidad. —¿Qué haremos ahora? —Muy sencillo. Encontrar el nexo que vincula a las víctimas, dejando de lado a Rivers. Los lazos, el parentesco, no cuentan: descartamos automáticamente hechos como el matrimonio de Annia y Ryan. Debemos estudiar qué unía a los fallecidos. —¿Para qué? —Imagínese que traficasen en una determinada zona exclusivamente. De ser así, quién sabe si la próxima víctima es otro más de ese mismo mercado, otro distribuidor, traficante o productor de la barriada. —Creo que en su día, tanto Drinkwater como Annia y Ryan fueron seguidos de cerca por nuestra unidad. Hace mucho, más de seis años. No sé si incluso era yo aún parte del cuerpo. Sea como sea, debe estar en los archivos de donde trabajo. —J. A. investigó también a los dos. Eran varios los capos que iban a ser destapados, más allá del empresario y el matrimonio. Si el Creyente los está limpiando, debemos anticiparnos. —Descubrir quiénes son esos peces gordos de la droga. —Exacto. Así no solo podrás salvarles la vida, sino que también podrás encerrarlos entre rejas. —¿Estamos protegiendo a esos malnacidos? —No, estamos cumpliendo la ley.
—¿Y qué papel jugaba Ramiro en todo esto? Fue su primera víctima hace muchos años y no ha vuelto a actuar hasta ahora. —Eso es lo que no me encaja. —Reiner se quedó mirando al infinito, tratando de resolver el puzle. —Habló con la policía y amaneció muerto. Y esto es lo raro: el Creyente acabó con él sin anticiparse a que revelase la información, dejó que la contara. Además, durante todos los años que han pasado hasta que ha vuelto a actuar ha estado permitiendo que haya cientos de chivatazos. Hemos llenado las cárceles de delincuentes. —Me produce dolor de cabeza pensar en toda esta ecuación. Voy a reunirme con Le Vert, a ver si Brosman cede un poco y nos ayuda en la instrucción. —Buena suerte, Reiner, es más fácil negociar con una pared que con ese juez. —Cuéntale a tu superior la situación. No quiero que niñitas con mariguana te distraigan ahora que estás de vuelta. Te quiero bajo mi mando todo el tiempo.
Morgantown, 1 de marzo de 2016
Hizo un alto en el camino para estirar las piernas y con un ligero paseo, permitirle a sus pulmones oxigenarse y las articulaciones recrujir su envejecida y aquejada alma, que recordaba la última vez que pasó por la ciudad de West Virginia. La verde arbolada se abría paso entre las capas de una blanca nieve que iba venciendo a la proximidad de la primavera, que a la vuelta de la esquina se moría de ganas de llenar de color hasta el último rincón del adorado Estado por John Denver, donde la vida era más vieja, pero más joven que las montañas. Aparcó la furgoneta en la ribera del río Monongahela, dejando bien escondido el oxidado machete con el que iba cumpliendo su último propósito antes de morir, porque sabía que cuando el último nombre fuera tachado, él podría desvanecerse en forma de polvo como lo hacía Quasimodo abrazado a Esmeralda en Nuestra Señora de París. Él, sin su Esmeralda, sabía que el soplo final que lo borrase del mundo sería la conclusión del acto de demente justicia que cuando tuvo ocasión empezó. Tras merodear por Krepps Park, contemplando a los niños corretear entre risotadas, se preguntó qué había sido de él. Un destello le arrancó de su alucinación para desdoblar la arrugada lista y releer los nombres que aún quedaban por tachar. Debía encontrar al policía.
Pittsburgh, 3 de noviembre de 2016
Cuando llegué, Costa estaba, como de costumbre, liado con sus estudios sobre la memoria y sus juegos psicológicos. Andaba inmerso en el estudio de uno de sus manuales, tomando notas en un oscuro cuaderno. Cuando me vio entrar por la puerta, apresuradamente lo cerró y lo guardó en su escritorio, como si vergonzosamente tratara de ocultar algo. No entendía muy bien sus estudios, por lo que no debía preocuparse, no tenía intención alguna de plagiarle. No entendía ese apresuramiento a no ser que entre los folios escondiera fotos y recortes de ciertas revistas, lo cual encajaría con la versión infiel de mi superior que su esposa intuía. Le estuve contando todo lo que hasta la fecha conocíamos del Creyente y su modus operandi, así como la excepción que había parecido hacer con J. A. Mataba como mataba por un motivo, por una razón o estándar. Si no cumplía el requisito, no se tomaba tantas molestias e iba por la vía rápida, como había hecho con el periodista. Costa, con semblante serio, escuchaba, asintiendo. Entendía lo urgente de la situación. —¿Sabéis quién puede ser el siguiente? —No. Es por eso por lo que quería pedirle dos favores. —Adelante. —El primero es que me permita estar trabajando las veinticuatro horas del día bajo las órdenes de Reiner. —No me gusta, pero si crees que es lo mejor, adelante. —¿Por qué? —No se habla bien de él y sus métodos. Pero no importa, hay que pillar a ese
asesino. ¿Cuál es el otro favor? —¿Qué información tenemos de las víctimas? —¿A qué te refieres? —Quiero saber si tenemos expedientes o no de Ramiro Souza, Clint Drinkwater, Annia Rashputova y Ryan Bravo. —Deberíamos tener, pero no creo que estén aquí, en Pittsburgh. —¿Entonces? —Deberás ir a los servicios centrales del cuerpo en Filadelfia. Aquí poco puedes hacer. Ya sabes que cada cierto tiempo se traspasa la información. —Así haré. Costa se quedó mirando las fotos que, con permiso de Reiner, había llevado a la comisaría. Los rostros sin vida de las víctimas reflejaban mandíbulas desencajadas, de gritar por la tortura previa a la ejecución. El Creyente se recreaba con ellos. —Es como el día en que nos conocimos. —Desgraciadamente sí, señor. —Tienen miedo. —¿Quiénes? —Ellos, los narcotraficantes. Saben que algo no va bien. Los noto nerviosos. —¿A qué se refiere? —Sí, están nerviosos. Tenemos que tener cuidado. —Costa estaba sumergido en sus paranoias—. Nunca se sabe si nos puede tocar a nosotros, Bert.
De vuelta a mi despacho, me hallaba sumergido en el ordenador. Dentro de los
ficheros que a título particular tenía, trataba de rescatar algo de utilidad, pero frustradamente no sabía por dónde empezar. Quería recopilar datos, pero no sabía de quién ni de qué. En aquel día no me daba tiempo a llegar y volver a Filadelfia, por lo que trataba de hacer algo mientras esperaba nuevas órdenes del veterano de Luisiana. La extraña actitud de Costa cada vez que me lo encontraba desarrollando sus estudios psicológicos no me gustaba, era una muestra de falta de confianza. Eran estudios científicos, no le pillaba consultando páginas de pornografía en el trabajo, como hacía Teo. Me disgustaba. Además, seguía esperando a que me explicase cómo demonios conocía a mi padre. No quería empezar a desconfiar de él, pero aquella actitud no era de mi agrado. —Perdona, ¿estás ocupado? Era Carmen, ligeramente asomada a la puerta. —Sí, claro. Pasa. Ella hizo tal como le indiqué, cerrando tras de sí la puerta. —¿Qué sucede, Carmen? —Eso mismo quería saber yo. Estas semanas te has comportado de una manera un tanto bipolar. —¿A qué te refieres? —Te vas, vuelves en menos de un día, vuelves, pero no para estar aquí… —¿Nos has espiado a Costa y a mí? —Pasaba por allí y solo alcancé a escuchar que no querías estar bajo su mando. ¿Qué está pasando? La secretaria no era ajena al ajetreo que mi vida estaba viviendo. Yo le importaba y, aunque no me escribiese ni me mandase mensajes al móvil, sabía que estaba pendiente de lo que me pasaba e intentaría ayudarme en todo lo que pudiera.
—Es todo por Jonathan. —¿Qué pasa con él? Sé que es duro, pero debes ir aceptando su suicidio. —Carmen, no fue un suicidio. —Pero todo el mundo dice que sí, ¿no has visto la prensa? —No escuches a esos malnacidos. —¿Qué pasa con ellos? —No hacen más que mentir. —¿Cómo eres capaz de afirmar algo así? —Vi el cadáver y eso no puede afirmarse que es un suicidio. —¿Entonces? ¿Quién lo ha matado? —No sabemos quién es. Los dos permanecimos callados, uno frente al otro. La investigación era secreta, solamente Costa y algunos subinspectores debían saber de ello. No sabíamos tras quién íbamos, no teníamos modo de tomar medidas preventivas si el Creyente decidía poner el ojo en los agentes del cuerpo. Al mismo tiempo, alzamos nuestras miradas para encontrarse la una encallada en la otra, presas del silencio y la quietud de un ambiente en el que empezábamos a flotar por el cúmulo de emociones experimentadas en tan poco tiempo. Reparé en ello y mis alarmas saltaron, levantando el infranqueable muro de mi apatía. —Carmen, aprecio de corazón tu preocupación, pero es mejor que te mantengas al margen. —¿Por qué me tratas así? —Lo hago por tu bien, no quiero que te pase nada. —¿Qué podría ocurrirme?
—No quiero que te inmiscuyas donde no te llaman. Deja de molestar —fui seco, sabiendo que me había comportado como un gilipollas. No debía ser así, pero era necesario. Ella me miraba fijamente, herida en sus sentimientos. Estaba con los ojos lacrimosos, le había dado de lleno con mi tóxica labia. Realmente lo lamentaba, pero no quería imaginar qué podría pasar si el Creyente decidiera ponerla a ella en su punto de mira por meterse donde no la llaman, como creíamos que había hecho con Jonathan. No quería ver otra nota que me anunciara quién sería la siguiente víctima de este juego. No quería volver a sufrir lo que experimenté con Aurora. Una lágrima corrió por su mejilla, yendo después directa a la moqueta del despacho. Silenciosamente, otra la acompañó, pero en la mejilla opuesta. Y así, poco a poco, la joven y bella istrativa lloraba, encogiéndose de hombros, con ligeros espasmos. —Perdón —me arrepentía de lo que había hecho. Ver así a una persona como ella, que además tenía un buen corazón, me partía en dos el alma. —No te preocupes por mí, no me inmiscuiré en tus asuntos. —Antes de salir por la puerta, dijo, hiriente como un puñal clavado en el corazón —: No sé cómo era ella, pero iro cómo fue capaz de soportar a un insensible como tú. Encerrado en la oficina, me quedé pensando en las palabras de Carmen. Tenía razón, yo sabía que mi carácter no era fácil de tratar, no era un tipo sencillo, sino lo contrario, y a veces me inundaban oleadas emocionales que podían desestabilizarme. Era un problema que tenía. A eso había que añadirle que la frustración me podía demoler por dentro, convirtiéndome en un hombre arisco y antisocial. De hecho, la frustración que el caso de los Guerrita me estaba produciendo me dejó al borde de la depresión. Sin embargo, ella apareció y me salvó. Sí, Carmen tenía razón: Aurora fue la mejor persona que pasó por mi vida.
***
Otra pesadilla. Otra vez lo mismo, no conseguía librarme de la imagen del moderno salón de Jonathan lleno de salpicones de sangre que había dejado. Su cuerpo aún estaba caliente, podía oler la pólvora. Angustia. Mucha angustia. Impotencia, mucha impotencia. Dolor, mucho dolor. Me miraba desde el suelo con cara inexpresiva, me preguntaba con esos ojos vacíos de vida el porqué, qué había sido del Robert que estaría allí como fiel escudero. Dónde estaba cuando el asesino usó su propia pistola, su gran secreto. Llegó, la tomó y dibujó un perfecto orificio que se acercaba a formar los cuarenta y cinco grados con la horizontal de las sienes, entrando por el principio de una de ellas y saliendo por detrás de la oreja. Costa me llamaba a gritos, me decía que todo estaba bien, que no era mi culpa. Vi el ordenador de Jonathan siendo testigo del trágico asesinato. En mitad de la pesadilla mi mente me recordó que esa era la única forma de resolver el enigma. De repente, al lado del cadáver del periodista estaba el cuerpo sin vida de Regi. Sin dedos, las manos atadas, implorando. Y de nuevo aparecía Costa para recordarme que no era mi culpa, que debía olvidar. Me prometía que me borraría los recuerdos y yo se lo agradecía. Descarga eléctrica. Aquellas pastillas. Desperté de golpe, lleno de sudores, apestando a miedo. ¿Me tenía que pasar cada noche la misma tortura? Miré el reloj indicando que eran las cuatro de la mañana. Ya me desvelaría, no me quedaba otra que irme preparando para el viaje a Filadelfia.
Pittsburgh, 3 de marzo de 2016
Tras atravesar la ruta 376 de Westmoreland County, desde la colina que descendía hacia el valle que albergaba al Monongahela, observaba cómo la centenaria ciudad del hierro le daba la bienvenida como si se tratase del fantasmagórico hijo que por Navidad vuelve a casa. Recordaba cómo había dejado todo atrás para ser feliz antes de que la desidia de la cotidiana vida permitiera robarle lo que más quería y hacer de cada esquina un rosal de alegres flores e hirientes espinas. El Creyente clavó la mirada en el retrovisor, perdiendo sus recuerdos en el oscuro maletín que lo acompañaba a todas partes en los asientos traseros, recostado. «¿Por qué seguimos con esto?», le preguntó su oxidado amigo. —Porque deseo morir. «¿Y por qué no me concedes ese honor? Lo merezco más que nadie». Aquel inanimado machete tenía razón. —Te complaceré, lo juro. Pero antes debemos acabar la lista. No va a ser fácil, el que nos espera es escurridizo. Tal vez necesitemos incluso meses para dar con él. La desgastada arma blanca se quedó pensativa, tumbada cuan larga era en el asiento de copiloto. Debería ocultarla para no levantar sospechas. Mientras la resguardaba con la raída manta que antaño lo protegió de la indigencia, con paranoica ilusión le confesó al Creyente: «Todavía no he robado vida de policía».
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
—¿Aurora? —Sí. Aurora Galiot. —¿Qué te enamoró de ella? —No te sé explicar bien. Es simplemente que la ves y en tu mente suena algo así como un «ella», y ya no desaparece del cerebro. Es complicado… —El demente Copman se quedó absorto para concluir—: A veces pasa. —Te entiendo. —¿De veras? —Sí. Yo también me he enamorado perdidamente, Robert —confesó el enfermero—. Y desgraciadamente, ella tampoco está. —¿Qué sucedió? El amable enfermero se quedó por décimas de segundo en silencio, carraspeó y prosiguió: —Se fue, sin más. No nos distraigamos, sígueme contando tu historia.—hizo una reflexiva pausa y añadió—: Pero, efectivamente, a veces pasa.
Pittsburgh, 4 de noviembre de 2016
—Ya conocí a ese tal Brosman. Cuando lo vi supe que… Me encontraba sentado en uno de los vagones del tren que atravesaba Pensilvania de lado a lado, de Oeste a Este. Era llamado el Pensilvanian y se caracterizaba por su anticuado aspecto. A pesar de tener más de treinta años, los asientos eran bastante cómodos y el interior era espacioso, con bastante margen para poder caminar por el pasillo y dejar las maletas en los altillos. Pegado a la ventana, contemplaba el bello y frondoso paisaje que aquella región de los Estados Unidos de América ofrecía. Las numerosas cumbres y colinas, repletas de rojizos y dorados robles, fresnos y demás árboles, los caudalosos ríos, los infinitos lagos; todo hacía que, pese a estar Reiner al otro lado de la línea telefónica, yo me encontrase en un mundo muy lejano. No paraba de hablar, pero yo no estaba presente. —Robert, ¿me estás escuchando? —Perdón, ¿lo último que has dicho? Al otro lado del teléfono se escuchó un bufido de exasperación. —Chico, concéntrate. Como te estaba diciendo, Brosman parecía estar abierto a nuestras peticiones. —¿Qué le pedisteis? —Abrir un sumario en paralelo bajo la responsabilidad de Le Vert. —¿Y ha accedido? —Ahí está el asunto. Cuando le contamos el problema del Creyente, se mostró dispuesto. En ningún momento le dije nada de quiénes eran las víctimas y parecía acceder. Pero todo se ha truncado esta mañana.
—¿Qué ha pasado? —Ayer le solicitó a Le Vert información básica de las víctimas para darnos un mayor o más estrecho margen de actuación. Inicialmente estaba dispuesto a firmar una hoja en blanco y que hiciéramos lo que creyésemos conveniente, aunque eso conllevase saltarnos algunas leyes federales. —¿Entonces? —Espera, he aquí lo que me ha tocado las pelotas. Bert, ese hombre está comprado por la red de mafiosos. —Al otro lado del teléfono pude oír un golpe. Reiner podía llegar a ser muy temperamental—. Le Vert le pasó los nombres y profesiones de Drinkwater, Rashputova y Bravo, en ningún momento mencionó sus vínculos con el narco. Y esta mañana nuestra amiga fiscal ha recibido un fax de su señoría. —¿Qué decía? —Solicitud denegada por motivos de orden público. ¡Su puta madre! —Se lo advertí, Josh, ese hombre es un problema para el Cuerpo Federal. —No hace falta que lo jures… Te dejo, avíseme cuando llegues a nuestra vieja capital. Voy a pensar qué hacer con este jodido problema. —Sin darme tiempo a despedirme, colgó. Ese juez era un auténtico dolor de cabeza. Debíamos intentar apartarlo porque iba a darnos más de un disgusto. Pese a haber vidas en juego, el viejo magistrado nos torpedeaba de esa manera. Si quebrábamos la ley podían inhabilitarnos o, incluso, cerrarnos las puertas para cualquier cargo público, aunque fuese como barrendero en la Cámara de los Representantes. Yo estaba convencido de que era adicto a la cocaína y que el miedo a perderla era el motivo que lo empujaba tantas veces a taparnos. En nuestro edificio se comentaba, pero nadie se atrevía a meterle mano ya que era una persona muy influyente. Llegó una señora de mediana edad, empleada del tren, pidiendo con estridente voz los boletos del tren para marcarlos, comprobando que los pasajeros que allí estaban hubiesen pagado. Tras proceder con los míos, salió del vagón, reinando
la calma dentro. Y entonces, en el silencio, recordé las palabras que Carmen me dijo el día anterior. Era imposible que en esos momentos de soledad no pudiera irremediablemente acabar pensando en Aurora.
***
A veces pasa. No es usual, pero a veces pasa. No sabría decir si es una suerte o una maldición, se puede experimentar la mayor gloria del inconcebible paraíso o ser una condena en el lúgubre averno. Tocar el cielo o caer al abismo. A todo el mundo le pasa. Disfruté y sufrí, la cara y la cruz, cal y arena… Y es que pasa. Pasa que, en un momento, sin buscarlo, sin quererlo, de repente irrumpe en la vida aquella persona que, destrozando esquemas, como pura dinamita, lo revoluciona todo. En los recovecos más escondidos del cerebro un abrumador eco suena permanentemente clamando: «¿De verdad existe gente así?». Es un antes y un después, es un punto de inflexión, libera de tormentos para cariñosamente susurrar que el camino sigue y no has de desviarte del tuyo. En el momento de deriva, es el viento que sopla la vela de tu navío estancado en mares calmados. Vas a desfallecer, rendido por los reveses de la hiriente inercia, e irrumpe para sujetar y ayudar a recorrer los últimos kilómetros de la maratón de Boston que inconscientemente es recorrida. Respiras, intentas calmarte, pero ¿cómo es posible? No hay manera de hacerlo, los astros se han alineado. Esa persona surge de la nada para que veas que los deseos de cosas imposibles pueden cumplirse. Por eso, a veces pasa. Conoces a ese imán del que no te quieres separar. No es más que esa persona con la que puedes labrar el camino a la felicidad, no es posible con otra. Es sencillamente fantástico, tu maltrecho corazón vuelve a alegremente latir, limpiando la herrumbre de las cañerías que te mantenían atascado. Al poco tiempo de acceder al Cuerpo Federal, llegó el momento en el que entré
en crisis. El ritmo de vida que estaba llevando me superaba por momentos. Progresivamente empecé a perder fuelle, me notaba cansado, exhausto. No había cumplido aún ni los treinta años y la carrera dentro del Cuerpo Federal de Policía me consumía. Me vencía el estrés y el no ver resultados ni avances en la investigación que estaba llevando a cabo. Quería atrapar al clan Guerrita y mi continuo fracaso me deprimía. Cada mañana sonaba el despertador y, como un ave fénix, debía resurgir de mis cenizas y renacer. Cada día nacía con el alba y moría en el crepúsculo. Absorto en mis frustrados pensamientos, apenas podía prestar atención a los compañeros que entraban al despacho. Hacía como que los escuchaba y tomaba nota de lo que me decían, pero tan pronto como abandonaban la sala volvía a mi ostracismo y a ese punto de no retorno en el que me quedaba, en mi laberinto sin salida. Es en estos momentos de debilidad cuando el asedio comienza, en mi cabeza se asomaban interrogantes que me perseguían las veinticuatro horas del día. Preguntas como: «¿merece la pena?», «¿por qué estoy haciendo esto?» o «¿para qué?» me acosaban y desvelaban en altas horas de la madrugada. A lo más mínimo mutaban en forma de pesimismo, invitándome a abandonar, a desistir. La temerosa oscuridad me rodeaba, nublaba y me impedía ver dos palmos más allá de mis narices. Fue entonces cuando, como si de un guantazo se tratase, apareció esa persona y me hizo recobrar el sentido, noqueando la intempestiva vorágine en cuyo eje me hallaba. Nunca podré olvidar el día que conocí a Aurora.
Pittsburgh, 12 de noviembre de 2010
En los años previos a ser subinspector, me encontraba atravesando una dura crisis que rozaba los calificativos de existencial. Desde bien temprano me quedó marcado cuál debía ser mi cometido en la vida, qué le debía a la sociedad en sí. Mi estado se había convertido en un virulento foco de criminalidad y economías sumergidas, degenerado por una pobreza que para sobrevivir recurría al crimen organizado, ya fuese mediante la prostitución, ya fuese por medio del tráfico que perseguíamos. Hasta esa fecha se me habían confiado investigaciones de poco calado, llegando como mucho a detener algún traficante de poca influencia en distritos deprimidos de Pittsburgh, pero nunca nada de gran peso. Solía ser paciente y humildemente me recordaba que el objetivo era limpiar las calles de delincuentes, con independencia del cargo. Sin embargo, era conocedor de que me engañaba a mí mismo. El cuerpo me pedía más iniciativa y dinamismo, y sabía que eso solamente me llegaría de la mano de un puesto con una mayor autonomía como era el de subinspector. Mientras continuase en la tarea de mero agente no quedaba más remedio que seguir obedeciendo esperando la ocasión de promocionar internamente, y así tuve que hacer durante años hasta que llegó el caso de los Guerrita. Ernesto Guerrita y su familia habían levantado sospechas de manejar una red de lavado de dinero procedente del narcotráfico con la ayuda del turco Elliot Can. El empresario, además de ofrecer servicios a Pensilvania y estados circundantes con múltiples talleres y concesionarios repartidos por ellos, se podría estar llevando una comisión legalizando el dinero de los capos de las mafias. Además, el Departamento de Tesorería nos había pasado informes de sus inspectores en los que se concluía que mediante ecuaciones de ingeniería fiscal estaba desviando cantidades ingentes a paraísos fiscales. Se le habían descubierto cuentas en las islas Mauricio y conexiones con Panamá. Acumulaba papeletas para poner él y su prole los pies en la cárcel. Pero ahí terminaba todo. Sospechas e indicios sin la fuerza necesaria como para convertirse en evidencias
probatorias. Era en ese juego de presunciones incompletas en el que me encontraba atascado, con el agravante de que él sabía que andábamos tras sus pasos, por lo que se había vuelto más sibilino si cabe. Su astucia evitaba que me convirtiera en parte del gabinete de subinspectores del inspector en jefe Glenn Costa. Aquella era otra mañana más de mi desanimada y desmotivadora rutina. Desde hacía cuatro meses la investigación se había quedado estancada. A ratos me sentía tentado de coger el teléfono y llamar a Jonathan, pero sabía que estaba inmerso en un gran proyecto que le estaba consumiendo día y noche, según me contaba Natasha. Por ello decidía no molestarle. A ello se sumaba que, si aspiraba a subir un peldaño en el organigrama de las fuerzas de seguridad, era mi deber demostrar autosuficiencia, hacer las cosas por mí mismo sin suplicar el auxilio de terceros. El caso Guerrita se antojaba imposible, y por ello el derrotismo me invadió cuando tomé las riendas de la investigación y frustradamente veía que no avanzaba, que encallaba. Hasta que llegó aquella joven que iluminó mi vida. Aurora Galiot era una recién egresada de su doble licenciatura de Derecho y Criminología, con escasamente veintitrés años cumplidos y que repentinamente apareció por la puerta de la comisaría la tarde otoñal de un doce de noviembre con la ilusión de unirse al Cuerpo Federal de Policía. En su recién finalizada época universitaria había sido activista de múltiples movimientos estudiantiles y asamblearios, los cuales tuvo que dejar de lado en el momento que la destinaron a Pittsburgh para seguir con su formación. Además, en su tiempo libre se dedicaba confeccionar tarjetas y adornos que vendía a tiendas dedicadas a la organización de eventos como cumpleaños, fiestas o bautizos, así como cafeterías y reposterías. Con ello, se sacaba un dinero que pese a ser escaso, le daba un margen de independencia del que disfrutaba jovialmente. Inquieta y alegre, con su baja estatura y vitalidad, me cautivó. Era mi hada Campanilla, pero con la diferencia de que en lugar de muda poseía una dulce y armoniosa voz con la que aquella mañana me despertó del obstinado ostracismo para hechizarme bajo el encanto de su dulzura. —Buenos días. —Nuestros ojos conectaron al instante. Esas miradas que se enlazan por puro magnetismo—. Disculpe, ¿es usted el señor Copman?
—Sí, soy yo —dije apresuradamente con una temblorosa voz que confesaba cautiverio e irracional enamoramiento instantáneo. Una leve risita se le escapó de la comisura de sus labios. —Buenos días. Me llamo Aurora Galiot. No sé si le habrán dicho algo alguno de sus compañeros, pero tendré que estar un tiempo con usted para aprender el oficio. —No me llames de usted, Aurora, soy de los más jóvenes de la comisaría. ¿Acaso empiezo a clarear? —bromeé mientras echaba una de mis manos a una imaginaria calva. —No, no —dijo apresuradamente mientras se tapaba vergonzosamente la sonrisa que se le había vuelto a dibujar en el rostro. —Primera regla: no podrás llamarme ni «usted», ni «señor», ni nada por el estilo hasta que se me empiece a caer el pelo. —¿Robert mejor? —Mejor. Nuestras miradas se volvieron a quedar clavadas por enésima vez en décimas de segundo. No pensaba mucho en qué narices estaba haciendo. Sin darme cuenta, sin hacerlo de manera deliberada, estaba flirteando con una chica que recién había entrado a la comisaría para formarse profesionalmente. Y yo babeaba en lugar de ofrecer mi faceta más responsable y seria. Vaya agente estaba hecho. ¿Y así pretendía ser subinspector? No era ni mucho menos el camino a seguir. Me avergoncé de mí mismo y agaché los ojos a los papeles que tenía en la mesa. —¿Cuáles serán tus funciones? ¿Te han comentado algo? —dije mientras me hacía el atareado rebuscando aún no sé el qué entre los documentos de la carpeta que había sacado de un cajón. —Bueno, tendré que darle soporte y aligerar la burocracia que maneja usted y su equipo. —No me llames de usted, Aurora. Perfecto. —No sabía muy bien qué decir, no estaba preparado para esa situación, por lo que fui breve y busqué una escapatoria—: Tómate el día libre y mañana te incorporas.
—De acuerdo, Robert. Abandonó la sala. Cada paso que daba derrochaba vitalidad y energía, puro nervio. Me quedé embobado viendo cómo salía del lugar. Antes de cruzar se giró y nuestras miradas se mantuvieron. Otra vez.
Filadelfia, 4 de noviembre de 2016
—Veamos qué tenemos por aquí. El rechoncho y bigotudo informático se ajustó las gafas antes de empezar a teclear los nombres de los asesinados por el Creyente. Me encontraba con él en un gran archivo, allí en los servicios centrales que el Cuerpo Federal de Policía tenía en Filadelfia. Pese a las kilométricas dimensiones de la sala, dentro la potente calefacción hacía que nos encontrásemos como en una olla a presión. El viejo funcionario sudaba a borbotones mientras se concentraba buscando expedientes. —¿Podrías repetirme los nombres? —Un segundo. En un trozo de papel procedí a escribírselos. Tras dárselo, siguió tecleando. —¡Aquí están! —exclamó satisfecho de su efectividad. Contemplé los documentos abiertos. Aparecían sus fotos de décadas atrás. Se les veía realmente jóvenes, nada que ver con los demacrados rostros que Reiner nos enseñó a Edgar y a mí días atrás. —Pertenecían todos a una misma banda de sicarios —añadió el envejecido informático tras observar las fichas de uno y otro—. Hace bastante que se les siguió la pista. Tú debías ser un crío aquel entonces. —¿De hace cuantos años estamos hablando? —¿Veinte quizá? —De acuerdo. ¿Solamente ellos formaban la banda? —No. Esta banda se llamaba Alfas y podía tener bajo su control a más de
cuarenta camellos, rateros y matones. —Se quedó meditativo y añadió—: Recuerdo cómo actuaban. —¿A qué te refieres? —Tenían un código de lealtad muy severo. Si un cliente, miembro o socio los traicionaba, la represión era brutal… Llegaron incluso a decapitar a dos hermanos, pero eso eran solo los más agresivos. Recuerdo un tal Liam... ¿Era el Creyente algún miembro de los Alfas? Peor aún, y si el Creyente no fuera un individuo, ¿sino la vieja banda volviendo a las andadas? Ese podría ser el peor de los presagios. —¿Qué papel cumplían los muertos? Clint, Annia y Ryan. —Bueno, el matrimonio solo fue sospechoso de colaborar, pero nunca pudimos demostrar que fueran parte de la misma. —¿Y respecto a Clint? —Estuvo doce años en la cárcel acusado de tráfico de drogas, blanqueo de capitales y pertenencia banda organizada. —¿Se sabe algo de él tras su temporada entre rejas? —Aquí lo último que tengo es sobre su traslado a Nueva Orleans, el registro del cambio de residencia. —Eso no ayuda demasiado. —Lo siento, es todo lo que puedo ofrecerte. —No te preocupes, está bien. Me quedé pensativo. Reiner debía saber sobre la existencia de esa banda, no podíamos descartar que volviese a las andadas. Si estábamos ante el resurgir de este nuevo tipo de criminalidad tan virulenta, el Cuerpo Federal tenía que estar preparado. Costa también debía ser conocedor del asunto. Miré el archivo electrónico abierto en plena pantalla. Decena de carpetas, que
contenían más carpetas, que a su vez contenían cientos de documentos… Quería saber más sobre aquellos supuestos Alfas. —¿Cuántos integrantes se sospecha que tuvo? —Confirmados, treinta y tres. Sospechosos sin confirmar, otros diecisiete. —¿Podría sacar copia de todos ellos? Lo quiero todo, hasta el último detalle de ellos.
Pittsburgh, 16 de julio de 2016
Rendido se dejó caer sobre la improvisada cama que desde hacía meses había levantado en los asientos traseros de la furgoneta. El oxidado machete se había convertido en su solitario amigo. El policía no aparecía, y debía matarlo sí o sí. Necesitaba hacerlo. Tumbado, se giró para contemplar el maletín que con él llevaba desde que decidió emprender aquella última aventura. Una lágrima empezó a amenazar con salir de sus cuencas oculares cuando sacó una de las cientos de fotos que dentro albergaba. Y vio su sonrisa pintada de carmín, su vestido nuevo y el bolso con el que salía a la calle buscando amor el día que se conocieron. Y vaya si lo encontró. Deseaba volver a verla con desesperación, pero más deseaba atrapar al agente que tras tanto tiempo se había camuflado en el anonimato de una vida falsa que debía tocar a su fin. Por eso estaba allí, en Pittsburgh.
Pittsburgh, 29 de noviembre de 2010
Aurora me miraba divertida. —¿Sueles trabajar con música? —Sí, la necesito junto al café para funcionar. Ya sabes, ser persona. —Ya veo. Se dirigió a los archivos y empezó a buscar el sumario que resumía la detención provisional de Elliot Can, uno de los supuestos integrantes del Clan de los Guerrita. Ese hombre era afortunado, no pudimos retenerlo por falta de pruebas. Me había topado con un grupo particularmente escurridizo. Ella pasaba y pasaba carpetas enérgicamente, tratando de recopilar todos los datos que teníamos de ese sujeto. Me esforzaba por agachar los ojos a los papeles que tenía en la mesa, concentrarme, pero me era imposible. Estaba preciosa… como cada mañana, como cada día… Como cada noche. —Oye, ¿y por qué este tipo de música? Llevo aquí dos semanas y la canción más moderna tendrá con suerte veinte años y gracias. —¿Intentas meterte conmigo? —pregunté divertido. —Para nada. —Sonreía mientras ojeaba los papeles. —Estas canciones dicen cosas bonitas. Y fíjate en los instrumentos, la guitarra, la batería, el bajo, son inc… —Aburridos —me cortó mientras dejaba unas certificaciones en mis narices, a modo desafiante. —¿Y esto?
—Del registro de la propiedad. Resulta que nuestro amigo Elliot es titular de una cafetería, entre otros negocios: el popular «Red Rabbit» es suyo según esos documentos. Desde hace once años ni más ni menos. —Eso ya lo sabía. ¿Qué pasa? —Bueno —se encogió de hombros—, si yo fuera dueña de una cafetería desayunaría allí siempre que pudiese. Ya sabes, es gratis. Qué tonto era. Teníamos un local donde localizarlo fácilmente. Era algo evidente. Solo le veía un problema a todo. —Llevo aquí ya un tiempo y los polis somos conocidos, nos fichan rápido. Si nos ven a cualquiera saltarán las alarmas y a saber qué harán para evitarnos… Más si cabe… Es un pulso difícil de ganar. Se quedó callada, meditando, y añadió: —A mí no me conocen.
Filadelfia, 4 de noviembre de 2016
Salí cargado de los servicios centrales de Filadelfia. Debía coger de nuevo el tren para volver a Pittsburgh y, en nuestro cuartel de operaciones, estudiar quiénes fueron aquellos Alfas. Había hablado previamente con Reiner, el cual no recibió de buen agrado tener que encerrarnos a estudiar esos viejos delincuentes. —¿Cómo cojones me pides que me quede ahora encerrado leyendo papelajos de una banda extinta? Hay vidas en peligro. El veterano y yo teníamos algo en común: éramos hombres de acción. Sin embargo, yo creía que, en aquella ocasión, aquella actividad de estudio, de laboratorio, era más que necesaria. De ser la vuelta al mundo de aquellos criminales, hasta la misma policía estaba amenazada. Aquellas bandas organizadas tenían capacidad para aguantarle el pulso a los federales, podían acceder fácilmente al mercado negro para conseguir armas fuera del alcance del resto de la población y sus redes se extendían más allá de las fronteras del país. Si los integrantes de estos grupos apenas llegaban a no demasiadas decenas, sus socios y colaboradores, productores y transportistas de droga, solían ser miles. Eran una amenaza, un peligro público. Por ello, tan pronto como eché a andar hacia la estación, tras colgarle a Reiner, llamé a Costa para dar la alarma. —¿A qué te refieres exactamente? —He estado en los servicios centrales y di con la existencia en el pasado de los Alfas. —¿De los Alfas? Sí, me acuerdo de ellos. —¿De veras? —Sí… Yo apenas era un recién promocionado subinspector.
—¿Qué recuerdas de ellos? —Ejecutaban con una brutalidad desmedida. No reparaban en montar carnicerías. Se me viene a la cabeza cómo acabaron con uno de mis compañeros tras torturarlo… —Se hizo un breve silencio, rescatando mi viejo superior memorias indeseadas—. Aquello era un verdadero y cruel ensañamiento. Había de todo dentro de aquel grupo heterogéneo, pero algunos elementos eran sumamente agresivos. Debería cerciorarme, pero los hay en búsqueda y captura todavía. —He podido saber que principios como la lealtad y el honor eran fundamentales para ellos. —Así es. —Por ello no quiero descartar que yendo tras el Creyente estemos yendo tras ellos o tras su nueva reencarnación. —¿Por qué sospechas de esa banda concretamente? —Porque tanto Drinkwater como Rashputova y Bravo estaban vinculados a ella de una manera u otra. —Bert, si el Creyente fuera una banda o un clan, ya lo sabría. Es una persona sola, no un grupo. —¿Cómo está tan seguro? —No te imaginas lo que han visto estos ojos. Llevo muchos años en el negocio, sé de lo que hablo.
Pittsburgh, 4 de noviembre de 2016
Recordó cómo asaltó el hogar de Annia y Ryan una vez los hubo terminado. Se sorprendió desvalijando hasta el último rincón cuando encontró la fotografía del hombre al que buscaba, el prófugo, el desaparecido. También a sus memorias volvieron los agarrotados pulmones impacientes e incapaces de respirar ante la desesperación de no poder continuar su fatídica misión por el escurridizo agente. Y ahora eran los Beatles quienes volvían a cantar alegremente:
«Well, shake it up, baby, now Twist and shout Come on, come on, come, come on, baby, now Come on and work it on out».
Media vuelta, palmada y alegre agitar de cabeza mientras paso a paso se iba acercando a ella, que tras la apasionada semana anterior en la calurosa Nueva Orleans, tras disfrutar de un siempre estimulante carnaval y la magia del Barrio Francés; esperaba un hijo. Y era en la culminación de los eternos votos de amor que hicieron donde en aquellos momentos bailaban alegremente. Otra media vuelta, toma su brazo, la rodea, dos pasos adelante, dos atrás, un poco más de Twist and shout y culmina intentando dar un beso a su fantasma que se dispersa en la gélida noche de Pittsburgh ante los amordazados gritos del agente de los federales que, por fin, ha encontrado.
Pittsburgh, 29 de noviembre de 2010
No sabía a qué se refería, qué quería decir con eso. ¿Qué le rondaría por la cabeza? —¿En qué piensas? Dulcemente, Aurora volvió a encogerse de hombros. Me tenía ganado y solo llevábamos dos semanas trabajando juntos. Bueno, ella aprendiendo de mí en teoría, aunque el arrojo y la iniciativa que tenía hacía imposible calificarla como una simple estudiante o aprendiz. Tenía más sangre que muchos de los compañeros con los que trabajaba a diario. Me superaba mirase por donde la mirase. Cómo me fascinaba. Se dirigió a la mesa que le habíamos asignado y empezó a recoger, a guardar sus cosas en el bolso. Miré el reloj. Efectivamente, había dado la hora de salida de la comisaría y el resto ya estaba abandonando el lugar. Me armé de valor y, antes de que atravesara la puerta del despacho, la llamé. —Aurora, un segundo. Se detuvo y me dirigió la mirada. Qué fácil era perderse en el universo de sus pupilas. —Dime, Robert. —¿Haces algo esta noche? —Antes de que me contestase añadí—: Bueno, y si tienes algo cancélalo. Me gustaría cenar contigo. Aunque no tardó ni dos segundos en responderme, cada milésima que transcurría esperando si aceptaba o no se me hicieron de largas como años. Había saltado al vacío y tenía miedo de haber metido la pata. No sabía ni si estaba soltera. —Claro. —¿Ese timbre en su voz era porque compartíamos nervios?—. Me
encantaría. ¿A las ocho nos vemos?
Filadelfia, 4 de noviembre de 2016
De brazos cruzados, el tren me llevaba en plena noche de vuelta a Pittsburgh. El paisaje que a la ida me había maravillado ahora me aburría ante la oscura monotonía. Mi cabeza empezó a tambalearse, el sueño llamaba a mi puerta. Con los ojos entrecerrados contemplé las decenas de expedientes que nos esperaban y me enderecé rápidamente. Solía llevar conmigo un par de bolígrafos y una pequeña libreta, por lo que podría empezar a escribir, subrayar, anotar datos que determinase importantes para el puzle, para dar caza al Creyente o a los renacidos Alfas, si es que habían vuelto del pasado. Me levanté y empecé a caminar para cruzar los vagones del largo transporte. A los lados del pasillo, los demás viajeros reposaban, apenas unos pocos desafiaban las horas de la recién empezada madrugada leyendo, jugando a videojuegos y demás para entretenerse. Éramos pocos los que a esas horas regresábamos de Filadelfia. Cada uno de nosotros, inmersos en nuestra vida, en nuestro caminar, en distintas realidades compartidas en un mismo mundo. No podía evitar pensar si sus existencias serían igual, más o menos problemáticas de lo que era la mía en aquella noche. ¿Podía envidiarles? Una joven pareja dormía en una de las butacas, abrazados. Ella, rubia, lucía en paz apoyando su cabeza en el confortable hombro de él, también en profundos sueños. Se daba un aire a Natasha. ¿Qué habría sido de ella? Cogí el teléfono y marqué su número, a pesar de las horas que eran, esperando saber de ella. Sin embargo, no hubo respuesta al otro lado de la línea. Seguía desaparecida desde el día de la boda, desde la muerte de Jonathan. Proseguí adelante. El próximo vagón era la cafetería del tren. Miré atrás a la tierna pareja. Me daban envidia sana. Aurora, ¿no podíamos ser tú y yo?
Pittsburgh, 29 de noviembre de 2010
En el número 1089, tras el cruce de Main Street con la 13th, allí estaba yo, aparcado en doble fila y los intermitentes puestos indicando que no aguantaría más de cinco minutos. Me inquietaba que ella no bajara de su piso, sería cómico que me multase un compañero de tráfico. Puestos a gastar dinero, prefería hacerlo comprándole rosas a Aurora antes que engrosando las arcas de la istración pública. Me contemplé en el retrovisor del coche. Qué estúpido era, pensando ya en comprarle flores, hacerle regalos, y ni siquiera habíamos tenido una cita. Estaba en mi bólido esperando por la primera, y me ponía nervioso el simple hecho de pensar que se desinteresase porque encontrase aburrida mi faceta más social. Respiré hondo y suspiré. No sabía por qué, pero llevaba todo el día temiendo que de repente recibiera un mensaje de ella cancelando la velada. Pero no, allí estaba a punto de ver a la chica que inexplicablemente más me había fascinado desde que tenía uso de razón. Era sorprendente cómo el corazón podía sobrepasar al tozudo cerebro. Estaba maravillado y asustado al mismo tiempo. Su portal se abrió, saliendo del interior del palacio tan agraciada princesa. Oportunamente, la radio cantaba una de esas canciones, «aburridas» para Aurora, que me hacían volar:
«Qué alegría más tonta estar viéndolas venir…».
Me vio y desde lejos su sonrisa daba luz a aquella noche. Bendita magia derrochaba su rostro.
«…Qué bonita tu boca, qué paz, qué bien, vivir…».
Corrió, voló hacia donde me encontraba. Con cara de tonto, iraba su belleza. ¿Un ángel había irrumpido en mi vida? Sin tener nada con ella, mi corazón me sugería pasar a su lado el resto de mi vida. Mis emociones estaban irracionalmente desbocadas.
«…Qué vivan los idiotas que nos hacen reír, que ridículo es callarse cuando quieres decir que estás bien cuando todo va mal, que solo me sale cantar mientras se matan ahí fuera Y las cabezas vuelan...».
Abrió enérgicamente la puerta y, de un saltito, se sentó junto a mí como fiel compañera. No me había percatado, pero todavía seguía con la misma expresión que adopté desde que la vi aparecer en su rellano. Me miró sonrientemente extrañada. —¿Qué pasa? —Estás guapísima —se me escapó. Noté cómo enrojecía por segundos. Ella me miraba y sus ojos hablaban por sí solos. Ternura, cariño… Mil
sentimientos a punto de eclosionar. Sin pensarlo dos veces, me tomó el rostro y en los labios dejó el mejor beso que jamás he recibido.
«…Qué alegría, que buen día, qué bueno tenerte. Qué bien estoy, quién me lo diría, cada día que sale el sol salgo a verte…».
Pittsburgh, 4 de noviembre de 2016
—sco, quiero que se vayan sabiendo las verdades de ese maldito cabrón. —Jonathan ya está muerto, Jefe, no podemos hacer nada. Entre los miles de escritos que inundaban la más remota esquina de su despacho, el capo observaba la carpeta que rezaba Jefe y lo delataba, con las fotos del pasado, las que aquel jovenzuelo tomó hacía seis años cuando se veía con Elliot Can, favoreciendo a los Guerrita. Le empezó a temblar la magullada pierna, dañada hasta la cintura, perdía movilidad y recordó cómo y quién era el responsable de ello. Robert Copman y su fugada novia, Aurora Galiot. —Hay que matarlo civilmente.
Filadelfia, 4 de noviembre de 2016
Cerré la puerta tras de mí. Pasábamos un tramo de curvas, por lo que el vagón se movía, entorpeciendo mi estabilidad. Me sujeté agarrando una de las barras laterales. En la pequeña encimera que las acompañaba estaba la prensa diaria, desde revistas locales hasta prensa nacional. Me detuve a ojear uno de los diarios deportivos. Los Steelers habían perdido contra los Patriots y los 76ers seguían sin levantar cabeza, siendo humillados de cuarenta por los Utah Jazz. Todo eran malas noticias para los equipos de Pensilvania. —¿Desea algo? —preguntó el camarero que se encontraba tras la barra. —Sí, deme un momento que lo piense. Mi barriga empezaba a rugir, por lo que miré la carta de precios. Esas cafeterías eran un auténtico robo, ¿cómo podían pedir quince dólares por un ridículo philly cheesesteak? Resignado, pagué casi veinte dólares por el bocadillo y un café americano, el cual me parecía agua, nada comparable al colombiano o al árabe. Me giré de camino a la prensa mientras el camarero preparaba mi nocturna comida. Otra vez frente a ella, ojeé por encima los diarios nuevamente y me frené en seco. —¿Cómo? —Señor, ¿decía algo? No respondí. En mi mano tenía la edición del día del Washington Post. Me quedé petrificado, contemplando fijamente la esquina inferior derecha de la portada del mismo.
«Hallan alijo de cocaína en la vivienda de J. A. Rivers
El pasado viernes, el Cuerpo Federal de Policía llevó a cabo un nuevo registro en la que era la vivienda de Jonathan A. Rivers para esclarecer los hechos, de acuerdo con las dudas que la hipótesis sobre su suicidio había generado desde el primer momento. Durante el mismo, pudo encontrarse bajo la cama de matrimonio un pequeño alijo, el cual pudiera estar destinado al autoconsumo. Según fuentes cercanas al diario, empiezan a levantarse sospechas entorno al periodista y su posible relación con el narcotráfico».
Erie, 5 de noviembre de 2016
La fantasmagórica mujer deambulaba por la costa de Lake Erie, tomando aquella edición del Washington Post con la suavidad que sus derrotadas manos le permitían. Esa jugada, ensuciar la imagen pública de su difunto prometido, era un desesperado coletazo de un crimen organizado que la buscaba a ella y el informe que Jonathan tan minuciosamente dejó preparado antes de la boda que nunca fue. Era allí, en Erie, donde se había fusionado con el vacío de la desaparición, el lugar en el que oteaba el horizonte de un lago que reflejaba lo que en aquel momento simbolizaba su vida: el ocaso. Pero antes, debía acometer el último deseo del hombre con el que jamás pudo formar la familia que soñaron. Mientras contemplaba la Beretta se percató de que tan pronto como volviese a ver a Robert para dejarle la copia del informe Jefe que poseía, tendría el suficiente coraje acumulado para apretar el polvoriento gatillo de su negruzca compañera.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
—Está limpio, es mentira. —¿Entonces qué cojones hacía esto allí? Un enfurecido Reiner tiró con fuerza la bolsa con la blanca sustancia contra la mesa del despacho de Edgar. La noticia del día anterior se extendió del Washington Post a todos los diarios nacionales, federales y locales. La noticia corrió y prendió como la pólvora en la que ya era la trama del año: el periodista del momento, suicidado por ¿su ego? ¿Por adicción a la cocaína? Su novia desaparecida, unos padres que no daban respuesta a las interminables llamadas que recibían de los medios. Nosotros, sus amigos, nos habíamos apartado de la vida pública, queríamos ser invisibles para los canales televisivos y demás mass media. —No sé lo que haría, pero analicé el pelo del cadáver y ninguna droga estaba reflejada en sus códigos. Jonathan no consumía. —¿Entonces qué hacían estos cincuenta gramos? —Reiner quería respuestas—. ¿Qué diablos se traía este hombre entre manos? —No es normal en Jonathan. —«Quiero dar un golpe al narco», me dijo cuando nos conocimos en Nueva Orleans. Si es así, ¿para qué le compra coca? ¿Para exponerse a ellos? Ni que hubiese planeado su muerte, maldita sea. Permanecía callado, contemplando cómo el sureño arremetía contra el espigado forense con nuevas preguntas que no podían ser contestadas. Recordé cuando el de Luisiana y yo hicimos el registro. Estaba claro lo que sucedió. —Ese alijo no es suyo —aseveré. —¿Cómo lo sabes?
—¿Se le ha olvidado por qué tengo esta costra? —Me señalé el cráneo—. Cuando llegamos al piso no pudimos rescatar los documentos que me dejó ni el ordenador que debió grabar su muerte. Alguien había estado allí antes que nosotros. Estoy convencido de que esa misma persona dejó allí la droga, antes o después de saquear el trabajo de Jonathan. Antes o después de nuestro registro, alguien accedió y colocó ese alijo. Y después llamó a la policía. —¿Y qué gana esa persona con eso? —Esto —dije señalando la portada del diario.
Pittsburgh, seis años atrás
Me encontraba tumbado en el césped de un parque cercano a la comisaría de Pittsburgh, con la cabeza recostada en las suaves piernas de Aurora, que jugueteaba con mi pelo haciendo pequeños tirabuzones para luego deshacerlos. —Es tu día de descanso y, sin embargo, aquí estamos. —¿Aquí? —Podríamos haber ido a un pueblecito, Irwin o Jeannette. —¿Qué hay de malo con que estemos en Squirrel Hill? —¿Tal vez que estemos a tres manzanas de donde cada mañana trabajamos? No había reparado en ese detalle. Nos habíamos ido de pícnic y yo, en cambio, en vez de alejarla de la ciudad, la había nuevamente sumido en ella. ¿Cuántas veces en esos meses habíamos hecho algo un tanto más especial? «Estamos empezando, no te agobies», me dije para mí mismo. Pero sí, me agobiaba y mucho. Antes que ella, yo había estado con otras chicas, pero Aurora me volvía loco y yo quería volverla loca a ella, no quería cansarla con una temida monotonía. Ella me trataba como nadie en la vida lo había hecho. En aquellos momentos que rozaba la depresión, apareció ella y con su energía y alegría me salvó, dio color a un mundo que se movía dentro de una escala de grises. Ante la alegría que rezumaba, yo no quería responderle con cenizos pensamientos, dejarle ver la desilusión que suponía verme incapacitado para llevar adelante una responsabilidad tan grande como pudiera ser investigar a los Guerrita. Cuando dejaba de estar con ella, el escurridizo linaje se asomaba a mi vida para recordarme el pronto fracaso de mi carrera policial. La angustia, ansiedad y desesperación que me rondaban las reprimía en mi interior para,
falsamente, hacer como si todo fuera bien y devolverle a la joven mi mejor rostro. Sin embargo, ella tardó poco en conocerme y sabía que andaba preocupado. Inclinando la mirada al césped y dejando de juguetear con mi melena, suspiró con una camuflada tristeza. —No eres sincero conmigo. No tenía sentido negarlo, decir que todo iba bien. —No quiero que te preocupes por mí. —¿Por qué? ¿Acaso no confías en mí? —No es eso. —¿Entonces? —No quiero agobiarte con mis problemas. —¿Entonces para qué estoy aquí si no es para ayudarte? No sabía qué decirle. Nos quedamos mirándonos el uno al otro fijamente, en silencio, yo aún recostado en ella, ella con sus cabellos cayendo como salvaje cascada. Hacía siglos que nadie me decía algo tan obvio como gratificante. —¿Por qué haces esto? —Porque te quiero.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
Dividimos en tres los expedientes a revisar, llevándonos cada uno un montón a nuestra casa para estudiarlos desde allí también, estar las veinticuatro horas del día volcados con los mismos. Debíamos saber qué era de cada uno de los antiguos de los Alfas, los crímenes cometidos o de los que fueron sospechosos, el último movimiento de cada uno de ellos. —A esta organización criminal pertenecieron Clint, Annia y Ryan en el pasado, hace muchos años. Debemos saber si ha resurgido y se ha deshecho de quienes considerasen más problemáticos o prescindibles, así como si era posible que J. A. les siguiera la pista antes de ser asesinado. —Regi murió cuando la banda estaba en activo… —musité. —No podemos descartar que fuera asesinado por esos Alfas. Me quedé en silencio, pensativo. El recuerdo mutaba en pesadilla que de cuando en cuando venía a visitarme. —Me hubiese encantado poder conocer al padre. —¿Al de Regi? —preguntó Edgar Asentí a modo de respuesta. El menor fue brutalmente ejecutado tras destapar una red de cocaína, de la cual dicho padre era comprador. Un misterio quedaría resuelto si esa banda eran los Alfas, lo cual parecía probable atendiendo a la forma de proceder. Sin dedos, maniatado, degollado… Era macabro. Aquellos azulados ojos de Drinkwater mirando el infinito... —¿Qué sabemos del suicidio del padre de Ramiro? —preguntó Edgar a Reiner. El inspector se cruzó de brazos para, con la espalda, apoyarse en la pared. —Sobre él poco os puedo decir. Sus vecinos no se esperaban que fuera capaz de
realizar algo así, no esperaban que un día, de repente, se quitara de en medio. —¿Sabían por qué cambió Pittsburgh por Lake Charles? —Solo rumores. Decían que después de tantos años no esperaban que de repente hiciera eso. Todos lo conocían a él en el barrio, al atormentado Néstor Souza. Empezó a trabajar en un supermercado para rehabilitarse pero ya ves cómo terminó. —¿Hubo testigos del suicidio? —Sí. Sus vecinos lo vieron salir de su casa, como cada día, rumbo al trabajo. Al menos, eso creían. Nadie imaginaba que aquella mañana acabaría precipitándose al fondo de Prien Lake. —¿Se lanzó con el coche? —Sí. Varios testigos, vecinos y turistas de la zona, dijeron ver el coche lanzarse al vacío. —¿Cómo supisteis que era el suyo? —Por las descripciones dadas y la matrícula. Aquel viejo Ford Anglia se caracterizaba por ser una pieza de coleccionista deformada por el mal gusto que tienen los residentes de la zona tintando los cristales. —¿Tintarle los cristales a un Anglia? —Sí, es como pintarle una sonrisa a la Mona Lisa con rotuladores Carioca. Pero ya sabes cómo es la gente de este país. —Y tanto. —Sea como sea, el viejo Néstor descansa en el fondo de Prien Lake con su mancillada joya. Aquel viudo, tras sobrevivirle a su hijo, no tuvo más fuerzas para aguantar viviendo. Sabemos que se medicaba, pero de poco sirvió. —Pobre desgraciado —musitó Edgar. Tenía razón. La vida era mucho más dura de lo que nos enseñaban en las
escuelas.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
—¿Te gusta el derecho penal? El amordazado policía estaba maniatado a la silla que aquel lunático había rescatado del vertedero. Gélidos sudores acompañaban la palidez de su piel para gritarle al mundo que estaba al borde de un ahogado shock que, cuando empezaba a manifestarse, rápidamente era atajado por el antiguo abogado. —¿No me respondes? ¿Te gusta el derecho penal? Ante el silencio del agente, terminó por quitarle con su oxidado compañero el último dedo que del puño derecho le quedaba. Hizo una calmada pausa, pese al dantesco espectáculo, aún tenía los otros cinco dedos antes de ejecutarlo. Además, disfrutaba de la paz de haberlo encontrado y de haberle sacado el paradero de Kareem Hew. Por ello, había decidido recordarle a ese desertor de los Alfas una lección fundamental, lo que explicaba por qué estaba en su lista. —En esta parte de la ley —empezó didácticamente el antiguo abogado— se es responsable tanto por la acción como por la omisión, y puede llegarse a equiparar la omisión a la acción para determinar la responsabilidad del criminal. Y tú, malnacido, eres culpable de no hacer nada, destrozando así mi vida. ¿No lo recuerdas? La entrecortada respiración del agente solo indicaba que estaba alucinando a raíz de las dosis de adrenalina y dolor a las que estaba sometido. —Ni siquiera me entiendes. —Hizo una pausa para contemplar la noche que caía sobre Pittsburgh y, a través del ventanal, vislumbrar la bandera nacional que coronaba Riverview Park. Se levantó, tomó una soga y tras un contundente golpe, dejó inconsciente a la maltrecha víctima, pero añadió—: Vamos a dar un paseo.
Pittsburgh, seis años atrás
Me sangraban los nudillos pese a que habían pasado más de dos horas desde que, lleno de rabia, arremetiese a golpes contra la puerta de mi despacho, en uno de mis cada vez más frecuentes ataques de rabia. Aurora me miraba con cara de reproche, me había comportado como un niñato que no controlaba sus impulsos. Aquella mañana había diseñado una jugada para poder pillar a los Guerrita. Ty Erwin era un agente infiltrado que se las hacía de camello para así estar dentro del negocio. Era nuestro topo. Antes de proceder a mayores, le habíamos dado un tiempo para que empezara a ser conocido por sus nuevos compañeros de mercado. Él compraba cantidades con dinero que le dábamos para, así, falsamente revender. Él simulaba una venta, pero en realidad lo que hacía era que lo ponía a disposición del Cuerpo Federal de Policía. Nosotros, bajo secreto policial, lo confiscábamos y a cambio le dábamos más dinero al agente Erwin para mantener la tapadera. Tras varios meses se había ganado el respeto de los narcos del distrito donde operaba. Por ello, viendo que empezaba a tener buena reputación dentro de las cloacas de la sociedad, esperábamos que más tarde o más temprano, alguno de los Guerrita se ofreciera a hacerle operaciones para legalizar su dinero. Al fin y al cabo, lo que tratábamos era que el clan mordiese el anzuelo. En cambio, aquella mañana volvieron a demostrar por qué llevábamos tanto tiempo tras ellos. Erwin iba a reunirse con Aldo Guerrita y, con un micrófono, delatarlo. Toda la comisaría estaba expectante y yo andaba nervioso por lo que estaba en juego. Con coches camuflados, aguardábamos escondidos varios agentes a cuatro manzanas de distancia, un trecho prudencial. Debíamos ser rápidos a nada que Aldo cantara. En cambio, tras unos gritos y golpes sordos, una voz desconocida habló directamente al micro para decir: «Podéis llevároslo».
Con las sirenas a todo sonar, no tardamos ni un minuto en llegar al callejón en el que debió producirse el encuentro. En él, Erwin respiraba entrecortadamente tras haber recibido una fugaz paliza que lo llevó al hospital al tener varias heridas y costillas fracturadas. Lo único que recordaba el infiltrado era que por lo menos diez hombres le rodearon para golpearlo con barras de hierro para, nada más oír la sirena, desaparecer como cucarachas, justo antes de ser pasado a cuchillo. Recordaba cómo Aldo Guerrita había desenvainado frustradamente un amenazante machete ligeramente oxidado que portaba un hedor a muerte, no pudiendo utilizarlo por la proximidad a la que estábamos. Le había perdonado la vida. —Tanto tiempo y dinero invertido para nada. —Estaba realmente disgustado. Aurora me acariciaba el hombro, tratando de calmarme, pero yo estaba demasiado ofuscado y triste. —La próxima vez no escaparán. —¿Cómo estás tan segura? Me dio un beso en la mejilla antes de curarme de nuevo los nudillos. —No seas negativo. Te prometo que acabaremos con ellos. —¿Acabaremos? ¿Acaso piensas hacer algo? —¿Por ti? Lo que sea. —¿En qué estás pensando? Me dio un beso nuevamente en la mejilla para, sin responder, continuar limpiando mis magulladuras.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
Iba en el coche, tras haber dejado a Edgar y Reiner discutiendo en el Centro de Medicina Forense. Me sentía realmente cansado, el viaje de ida y vuelta que había hecho el día anterior a Filadelfia me dejó exhausto y aún necesitaba reponer fuerzas. En el asiento de copiloto llevaba junto a mí la veintena y media de historiales criminales que debía revisar. Tenía mucho que hacer. Semáforo en rojo, me recosté contra el asiento esperando estar más cómodo mientras aguardaba el permiso para proseguir con mi camino. Suspiré y miré de nuevo el montón de papeles. En el pasado, con Aurora, eso hubiese sido pan comido, pero después de tantos años debía aceptar que ella ya no estaba. Arranqué para continuar bordeando el río Ohio, contemplando el resplandeciente skyline nocturno de la capital del oeste de Pensilvania, de Pittsburgh. Qué bella era, cómo la disfruté aquellos días con ella. Se me vino a la mente la foto que teníamos junto a Jonathan y Natasha. Qué felices éramos, cómo fantaseábamos con tener futuros hijos al mismo tiempo, hacer que fueran amigos. Pero en aquellos momentos, yo era el único que quedaba de los tres. El parpadeo de la luz de mi móvil indicaba que acababa de recibir un mensaje, alguien me había escrito, pero decidí ignorarlo, lo leería cuando llegase al apartamento. Sin embargo, al poco de iniciarse el parpadeo, fue la pantalla la que se iluminó por completo para enseñar un número que no conocía. Puse el manos libres: —¿Quién es? —¿Robert Copman? ¿Eres tú? —una mujer me preguntaba, claramente alterada, con respiración entrecortada. Me puse alerta automáticamente. Esa voz me era familiar.
—Sí. ¿Quién eres? ¿Qué sucede? —Soy la fiscal Le Vert. Dirígete a Riverview Park, es urgente. Di un brusco giro. Algo había pasado. «Ocho minutos la vía más rápida», aseguraba el GPS.
Luces rojas y azules me recibieron cuando llegué a la zona. Estaba el perímetro acordonado. A lo lejos pude distinguir a Glenn Costa hablando con otros oficiales. Teo Wagner vino corriendo donde yo estaba. —Tienes que ver esto. A paso ligero, salió disparado, subiendo un pequeño terraplén coronado por la bandera de Estados Unidos. En lo alto del mismo, tres robustos y frondosos robles rodeaban el símbolo nacional. El viento nocturno agitaba la tela y las hojas de los mismos. Sin embargo, un bulto no se movía. Uniformado y con una soga atada a los pies, boca abajo colgaba el cuerpo sin vida de un veterano agente del Cuerpo Federal de Policía. Había sido degollado allí mismo, el manantial carmesí estaba justo bajo su cabeza, amoratada por completo. Boca abierta, una misericordiosa súplica se les escapaba entre los dientes. Sin dedos, maniatado, parecía que rezaba. Costa tenía razón: estábamos en peligro.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
Aún permanecía en lo alto de Riverview Park. Edgar había llegado hacía media hora para llevarse el cadáver del agente Arnold Schmidt. En esa ocasión, la víctima había sido un miembro de las fuerzas de seguridad del Estado, un compañero del Cuerpo Federal de Policía. Tras haber hecho un estudio preliminar del cuerpo, determinaron que Schmidt, de casi cincuenta años y divorciado, había fallecido por la herida causada por un arma blanca en su garganta, abierta de lado a lado. Todo parecía indicar que el Creyente, teniendo en cuenta los colores de la rojiza cara, hinchada por la acumulación de la sangre en la cabeza, había procedido a colgarlo tras haberle torturado hasta la extenuación para, finalmente, darle la paz del descanso eterno con un limpio corte. Nuevamente había dejado el escenario sin huellas. A esa horas, tantos coches patrulla y ambulancias, con el color de las luces y el estridente sonido de las sirenas, habían despertado la curiosidad de los vecinos del lugar, que por momentos se iban acumulando entorno al perímetro policial levantado. El equipo de psicólogos de la unidad ayudaba a un grupo de cinco estudiantes que, de vuelta a casa tras la clase nocturna, paseando, se toparon de bruces con la macabra escena. Fueron los que dieron la señal de alarma. Ahora, sufrían ataques de ansiedad y una de las chicas lloraba aterrorizada, histérica. El señor Costa se movía entre los expertos, intentando dar apoyo. El equipo de forenses, con Edgar entre ellos, procedió junto con la Policía Judicial al levantamiento del cadáver. Una vez envuelto en oscuros plásticos, lo auparon a la camilla con la que lo condujeron a la ambulancia que dejaría al inerte Arnold en el Centro de Medicina Forense, donde se procedería a un estudio más detallado de qué había pasado, los daños sufridos por la víctima.
Así, el agente Schmidt se unía a las brutales muertes de Drinkwater, Bravo y Rashputova. Sin embargo, este asesinato suponía el primero realizado contra el Cuerpo Federal en años, desde la caída de los Guerrita y el punto de inflexión que supuso. En los casos de las víctimas de Nueva Orleans, el equipo de allí se encargó de que en todo momento nadie supiera de los sucesos, se trató con la máxima discreción posible para no alarmar a la población. Sin embargo, en el momento del levantamiento del cadáver un gran equipo de reporteros se encontraba repartido por diferentes zonas del perímetro que habíamos levantado. Los periodistas habían acudido al ver la multitud que empezaba a formarse, habían sido avisados de que algo serio había sucedido aquella noche en Riverview Park. La oscuridad de la zona cesaba por los intermitentes flashes que las cámaras hacían. En poco menos de diez minutos, todos los noticiarios más importantes estaban allí. Manos en los bolsillos, me dirigí andando con un pesado caminar hacia donde estaba Mattie Le Vert, que cruzada de brazos respondía a un par de periodistas. Tras terminar con ellos, se dirigió hacia mí. —¿Cómo está? —le pregunté. —Nos ha pillado por sorpresa. No esperaba que alguien fuese capaz de hacernos algo así. Pobre Schmidt… Nadie merece una muerte tan espantosa. —Estamos en su punto de mira. —¿En el del Creyente? —Sí, o en el de los Alfas. El rostro de Le Vert se ensombreció. —Hace años que desaparecieron del mapa. —No es descartable que estén renaciendo. Las tres víctimas anteriores, las de Luisiana, fueron en su día de la misma. Y esta forma de matar… —Era usual en ellos para ajustar cuentas.
—Exacto. —¿Crees que el Creyente es uno de los nuevos ? —No lo sé. —Entonces, ¿por qué matarían a un tipo como Arnold Schmidt de esta manera? A un miembro de la policía. —No sabemos si por cualquier motivo pudo interferir en sus planes. —¿Como J. A.? Entonces, ¿por qué tu difunto amigo simplemente fue disparado? —No lo sé —repetí. Había mucha confusión en aquellos sucesos. Me quedé cruzado de brazos. Estaba totalmente perdido. —Señora Le Vert, ¿sabe a qué se dedicaba Schmidt en el Cuerpo Federal? —Era un funcionario de tráfico, desde el pasado año relegado a renovar permisos de conducción. Nada tenía sentido.
Pittsburgh, 6 años atrás
—¿Quedamos para desayunar? Llevaba casi una semana sin hacer lo que más disfrutaba en el día: tomar con Aurora un café, una tostada, previo a entrar a la comisaría. Tras el ataque de ira que me costó la fractura de dos nudillos, Aurora se mostraba un tanto distante. Cuando estábamos en persona, cara a cara, no parecía suceder nada, ella seguía siendo la maravillosa y vital chica de la que estaba enamorado. Sin embargo, esa negativa a desayunar se prolongó produciéndome incomodidad, un pesado nudo en el estómago. ¿Qué estaba pasando? —Estoy bien, de verdad —me decía. —Entonces, ¿por qué evitas algo tan sencillo como desayunar? Como antes hacíamos. —Sabes que estoy hasta arriba cerrando el expediente universitario y con mi tesis, avanzo en ello cada mañana antes de venir. No quiero que se me eche el tiempo encima. Mentía. No respondí. Callado, volví con pesar a mi actividad de aquella mañana, tratando de poner cara a los matones que habían apaleado a mi compañero semanas atrás, en la fallida emboscada. Ella se percató de mi pena y, tomándome suavemente por la cara, tras otorgarme uno de sus dulces besos, dijo, cargada de ternura: —No te preocupes, va todo bien.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
Me retiré de la escena del crimen, caminando bajo el secuestro de la consternación. Me sentía atrapado en una tela de araña, pero con la terrible sensación de que aquello no había hecho más que empezar. Debíamos ser rápidos y precisos en la persecución del Creyente, sin dejar de dar la voz de alerta dentro del Cuerpo Federal de Policía. Si los viejos tiempos volvían, debíamos estar preparados. Había sido Arnold, al día siguiente podía ser cualquiera. Un foco de periodistas se amontonaba en un punto donde tres coches policiales estaban cruzados entre sí, formando una barricada semiabierta que permitiese el flujo de agentes y sanitarios, pero bloqueando a la muchedumbre. Viendo el pelotón de gente que allí se formaba, decidí desviarme unos metros para salir de la zona precintada sorteándola. La prensa sabía que había sucedido un asesinato, pero no se le había dado más información. No queríamos que supieran que la víctima era un agente y ni mucho menos queríamos dar a conocer la forma en la que Arnold había muerto. De darse a conocer esos datos, el pánico podría extenderse de portada en portada, contagiándose al público. Ante este tipo de sucesos la cautela era más necesaria que nunca. Iba cabizbajo caminando dirección al coche, donde me aguardaban los expedientes de los viejos de los Alfas. Sentía una gran responsabilidad, una gran carga sobre mis hombros. No quería darle vueltas al asunto, procuraba evitar que me asolase la angustia o la ansiedad. Debía istrar mis emociones. —¡Disculpe! —una voz desde la distancia me llamaba. Me era familiar, la había escuchado antes—. ¡Disculpe! Me detuve y me giré. Un hombre, acompañado de tres reporteros con sus respectivas cámaras me perseguía a paso forzado, esforzándose por alcanzarme.
—¡Subinspector Copman! ¿Me conocían? Me paré y agudicé la mirada para ver quién era. ¿Ryan Harckless? ¿Era ese el periodista que se estaba haciendo de oro contando fábulas sobre Jonathan? Un primitivo impulso me empujaba a darle una paliza a semejante canalla sin escrúpulos, bazofia informativa. Había estado difamando a mi amigo, soltando medias verdades para crear confusión en torno a él, desprestigiarlo. Mi cuerpo se había puesto rígido, en tensión, preparado para lanzar un golpe a la más mínima. Una rabia interna me invitaba a destrozar de un directo las finas gafas del famoso Harckless, pero debía controlarme. Respiré hondo, intentando sosegarme. —Muy buenas noches. señor Copman. ¿Tendría la amabilidad de explicarnos qué ha pasado esta noche aquí, en Riverview Park? Ni un segundo tardó en pasar de hablarle al micrófono a casi metérmelo en la boca. No tenía el humor en aquel momento como para soportar a ese imbécil. El silencio fue mi respuesta. Ignorándolo a él y a su pequeña comitiva, di media vuelta y seguí dirección al coche. Sin embargo, aquella hiena no se iba a dar por vencida tan fácilmente. —¡Pero señor subinspector! —gritó en un tono deliberadamente alto—. ¿Por qué no quiere hablarle a la televisión? Su intención era llamar la atención de otros compañeros de oficio que inicialmente me habían ignorado. Desgraciadamente, logró el efecto deseado y fueron llegando más periodistas, llegando a ser docenas en menos de un parpadeo, todos asaltándome a preguntas. Si lo que quería Harckless era que sufriera, verme abrumado, lo había logrado. —¿Qué ha pasado? —¿Quién es el fallecido? —¿Han detenido al responsable? Ni Costa ni Le Vert se percataron del asedio que estaba sufriendo. Yo lo
aguantaba con un inquebrantable silencio y un firme caminar, acortando poco a poco la distancia a la meta, a mi coche. Harckless se dio cuenta y aceleró el paso. Cambió de estrategia, pasando a hacer preguntas hirientes, quería probar mis límites. Más alto que nadie, empezó a cuestionar a grito pelado: —¿Qué sabe de Jonathan? Maldito bastardo. —¿Por qué dejó plantada a la novia de esa manera? Mi cuerpo se puso todavía más tenso. —¿Tenía tendencias suicidas? ¿Era drogodependiente? Cerré el puño. La rabia que con Aurora aprendí a domesticar empezaba a llamar a la puerta. Con la otra mano abrí la puerta del coche usando el mando automático. —Usted era su amigo, ¿no pudo hacer nada para evitarlo? ¿Qué me dice de la cocaína que encontraron? Empecé a abrir la puerta. Harckless vio que podía escaparme sin dar una respuesta, vio que podía fracasar pese a sus acometidas. Buscaba una frase para el titular de los periódicos y televisiones que lo tenían contratado. Por ello, a base de codazos, se abrió paso rápidamente entre sus compañeros para, exitosamente, situarse entre mi coche y yo, lanzando su último órdago: —En directo, confírmenos, señor Copman: su ego lo asesinó, ¿verdad? No lo dijo gritando como antes, sino pausadamente, mirándome fijamente a los ojos, cara a cara. Una última y venenosa provocación, una acusación disfrazada de interrogante. Me estaba desafiando, y esa era su última baza, a la que no pude resistirme. Mi puño, cargado de ira, fue directo al cristal lateral de mi apreciado Volkswagen, dibujándose una telaraña en él al mismo tiempo que recibía el impacto. De mi mano, una herida abierta arrojaba borbotones de clara sangre.
Me había destrozado la mano, de nuevo, pero eso no importaba. Sin embargo, eso ocurría solo en mi mente. Respiré hondo, hice a un lado al periodista, arranqué y me fui. Con cara de cordero degollado, asustado y encogido me observaba desde fuera, como si fuera el tembloroso niño que ve a su padre llegar para castigarlo por comportarse mal. Era consciente de que de no ser policía, le hubiera roto como mínimo el tabique nasal. Sin embargo, observaba cómo me alejaba. Y dentro del coche, sus palabras resonaban en mi mente, erosionándola. Alejado del revuelo, me estacioné por unos momentos en un olvidado parking que estaba semivacío. Solo alguna pick up estaba junto a mí, que con la mente presa por voces y destellantes flashes daba vueltas en la soledad de aquel rincón, marchando de esquina a esquina. Y solitariamente, marginado, estallé: —Mi amigo no se suicidó. ¡No se suicidó! —grité con todas mis fuerzas. Era secreto de sumario, pero necesitaba desahogarme ante tantas emociones vividas en las últimas horas—. ¡No se suicidó! ¡Lo asesinaron! Esta vez sí, de un frustrado directo como si Mike Tyson fuera, destrocé la ventanilla de mi coche. Y volví a arremeter contra él una y otra vez, confiando en la soledad del pavimentado parking. Cuando recuperé la cordura fui consciente de dónde estaba. Una cámara con su micrófono me apuntaba, y desde la furgoneta filmaba un reportero junto a un Harckless victorioso que se relamía por haber sido capaz de arrancar lo que sería un titular. La mano me latía, me dolía como nunca. Había manchado el cristal, que ahora era inservible, debería cambiarlo. No quería imaginarme lo que se vendría encima, le había dado a la prensa carnaza pura. Miedo me daba pensar en la reacción de Reiner. Me habían cazado. Estaba vendido.
Pittsburgh, 5 de noviembre de 2016
—Mira lo que has hecho. «Has sido quien me ha dejado». —No es cierto, es tu culpa, no sabes cuándo parar. «No como tú, ¿verdad? Tienes esa maldita lista y el resto te da igual». —¡Cállate! —dijo mientras arrojaba el oxidado machete al fondo de la furgoneta. Refugiado en el viejo vehículo, contemplaba la escena a lo lejos, cómo los periodistas se habían amontonado entorno a aquel parque del que colgaba el policía en el que había desatado sus tenebrosos fantasmas. Debía haber sido más discreto, se había expuesto mucho. Contaba con que la policía lo perseguiría, pero tras aquel error también estaría bajo la lupa de la prensa.
«¿Ese no estaba también en la lista?».
Levantó la vista y, desde las sombras de su anonimato, pudo contemplar cómo aquel hombre, rodeado de reporteros, se subía al coche. Sí, era él. Era Robert Copman.
Pittsburgh, 6 de noviembre de 2016.
«Según hemos podido conocer de boca del subinspector Robert Copman, cercano al periodista, lo que en un primer momento parecía un suicidio, quién sabe si motivado por la drogadicción, resultó ser un asesinato. Lo que no se confirma, de momento, es la causa del mismo. Las dosis de cocaína encontradas en el último registro de su hogar invitan a pensar que el Caso Freelance podría ser explicado por un ajuste de cuentas».
Reiner, de pie junto al televisor, con su cuerpo apuntando hacia mí, cambió de canal. Me miraba fijamente. La siguiente cadena hablaba de mi solitaria confesión nocturna. Volvió a cambiar y lo mismo, todo el mundo estaba hablando del incidente de anoche y de mis declaraciones, dejando el asesinato de Schmidt en un segundo plano. Los ojos del sureño me contemplaban fijamente, serio, impasible, frío como el hielo. Volvió a cambiar para poner una cadena en la que, en lugar de un telediario, un debate se había desatado. Entre los tertulianos estaba Ryan Harckless. —Realmente, sentí un gran peligro cuando lo miré a los ojos. Por momentos sentía que ese policía estaba muy cerca de agredirme con tal de no contar la verdad. Yo solo cumplía mi labor, mi papel en este oficio. —Desde luego, Ryan. Una actitud vergonzosa la del agente. ¿Qué le hace pensar todo esto? —Sinceramente, todo el mundo calla ante este misterio, en todo lo relacionado con Jonathan A. Rivers. Hace poco supimos de su dependencia, ahora que si su muerte es un ajuste de cuentas… En fin, de ser así, significaría que el fallecido estaría vinculado al narco, lo cual no resulta descabellado. ¿Quién si no le pagaría todo su estudio, los materiales usados? No quiero ser atrevido, pero con
las declaraciones de ese agresivo subinspector, la lógica me dice que el Caso Freelance está más que cerrado. Reiner apagó la caja tonta. Cruzado de brazos, me miraba con dureza. —Sé que la he cagado —me anticipé. —¿Y ya está? —¿Qué más quieres que te diga? ¿Qué lo siento? ¡Ese desgraciado fue a atacarme! ¡Me puso a prueba! ¡Solamente buscaba un titular morboso! —¡Y tú se lo diste! ¡Y encima montando un puto espectáculo! Lanzó al sofá donde estaba sentado la última edición del New York Times, conmigo en la portada, el cara a cara con Harckless y después mi puño ensangrentado contra el coche. La prensa nacional se había hecho eco de todo lo acontecido, era una de las imágenes del mes por la crudeza de verme abatido. Mi derrotada estampa golpeando el coche en el solitario parking iba corriendo como la pólvora. Noté una punzada de dolor, estaba dejando de hacer efecto el calmante que me había tomado horas atrás. Tenía la mano cubierta por un blanco vendaje, me habían tenido que dar puntos y recolocar un fracturado dedo. Iba a pasarme factura la emboscada de aquel canalla. —¿Con qué cara vamos a pedirle Le Vert y yo a Brosman nada sabiendo que te tengo en mi equipo? No repliqué, el de Nueva Orleans tenía razón. Brosman nos negaba lo más mínimo, ahora resultaría imposible actuar bajo su permiso judicial. Edgar también permanecía serio, manos en los bolsillos, en una esquina de la habitación. Su silencio era un apoyo tácito a las palabras de Reiner. Tenía grandes ojeras, se había pasado toda la noche analizando el cadáver de Arnold. Las heridas entorno a la boca y los muñones indicaban que habían pasado por lo menos una hora entre la tortura y el degollamiento de aquel experimentado agente. Apuntándome, Reiner sentenció:
—No deberías estar en mi equipo.
Pittsburgh, 6 años atrás
Estuve escuchando la descripción que Ty Erwin nos proporcionó sobre el asalto que sufrió. Uno de mis compañeros escribía incesantemente, pulsando con exagerada rapidez las teclas del ordenador, dejando por escrito cada uno de los detalles que el maltrecho policía daba. Junto a mí estaba Costa, que era consciente de los problemas que la víctima podía tener recordando sucesos tras una experiencia traumática, más si cabe aquella: de la nada aparecen una decena de encapuchados para destrozarte cada centímetro del cuerpo. Poco podía hacer el convaleciente, suficiente mérito tenía que hubiese llegado a las dependencias policiales para tomar declaración. —Bert, déjame con él. Puedes volver a tu despacho, nuestro amigo Ty sufre vacíos en sus recuerdos. Acepté la invitación y me retiré. Por el camino vi a Aurora, que me estaba esperando fuera. Su alegre sonrisa al verme, sus pupilas dilatadas, el brillo de sus ojos, su todo daba color a aquella ennegrecida y opaca mañana. En cambio, no pude corresponderle con un cálido saludo. En aquella ocasión tampoco habíamos desayunado, con la diferencia de que la empezaba a notar claramente rara. Un inusual nerviosismo se había instalado en su respiración. Ella, siempre segura, ahora se mostraba a ratos inquieta, a veces veía angustia o ansiedad en su rutinaria actividad. Sin embargo, si le preguntaba, siempre respondía las mismas palabras: —Va todo bien, de verdad. Yo sabía que no era cierto, seguía ocultándome algo. Por ello, no podía estar tranquilo. A veces se me venían a la cabeza ideas inimaginables y me torturaban. ¿Y si había otro? —Tenemos que hablar —le dije. Ella abrió muchos los ojos, no se esperaba algo
así. Me acompañó al interior de mi despacho. —¿Va todo bien? —me preguntó. —Eso deberías decírmelo tú. —A mí no me pasa nada. ¿Y a ti? —¿A mí? Por favor, Aurora, no me vengas con cuentos. Hace semanas que no desayunamos. Puede parecer una tontería, pero sabes que no lo es. Es el único respiro del que disponemos sin problema alguno y mira a dónde ha ido a parar. Reconócelo, pasamos menos tiempo juntos. Sé que los dos tenemos mucho trabajo, pero podríamos hacer un esfuerzo. —No te entiendo —su voz tembló una décima de segundo. —No puedo comprender qué está pasando. Sé sincera, por favor: ¿es porque hay otro? —¡Por supuesto que no! ¿Cómo puedes pensar algo así? —Entonces cuéntame qué está pasando, ¡por favor! —le supliqué—. Me estás volviendo loco. Ella me miró con los ojos anegados de lágrimas. —No puedo.
Pittsburgh, 6 de noviembre de 2016
«Inspector en jefe A. G. Costa».
El letrero colgaba de su puerta. Pese a lo que aquella mañana me había espetado Reiner, seguí como si nada hubiera pasado la bochornosa noche de antes, la noche del asesinato del policía. Quería saber si en el pasado el fallecido había trabajado en aquella unidad, aunque fuera durante los años en activo de los Alfas. Entré en su despacho, sorprendiéndolo escribiendo apasionadamente en su curtido cuaderno, como si la muerte de Arnold Schmidt hubiera ocurrido en dimensión paralela, ajena a la suya. Sin embargo, la realidad era que quién estaba absorto en otro planeta del que no podía escapar era el señor Costa. Cuando se percató de mi irrupción, empezó a recoger apresuradamente todas sus anotaciones, ocultando su trabajo. —Tranquilo, no se moleste. —Él hizo caso omiso y prosiguió. —¿Qué le trae aquí? ¿Cómo va su mano? —Con los calmantes y antiinflamatorios se hace ameno. Señor, venía para averiguar si usted sabe si el agente Schmidt trabajó aquí antes, en esta unidad. Creo que nadie le supera en años de experiencia aquí dentro. —Ciertamente es así —terminó de esconder de mi vista su último libro—. Sin embargo, siento decepcionarte, ya que nunca trabajó por aquí. Es más, creo que toda su vida de agente estuvo más por las dependencias de Tráfico que por otras. Eso suponía que la opción de una hipotética represalia contra el muerto no era posible. Todas las víctimas que habían aparecido así ejecutadas, desde el pequeño Ramiro hasta el matrimonio, pasando por Clint Drinkwater, habían estado más o menos emparentadas con el narco. Todas hasta él, un humilde
guarda de tráfico. Me quedé reflexionando, con la vista fija en la vacía mesa de mi superior. —La noche pasada fue una pesadilla. ¿Todo bien? —¿Por qué cada vez que llego, me oculta sus investigaciones? No voy a plagiarle. Mi superior se sorprendió de mi inesperada respuesta. —No es eso, Bert. —No entiendo, ¿no le he dado motivos para confiar después de tantos años? Costa se quedó en silencio, mirando hacia abajo, dándome la razón. Tenía motivos para confiar en mí de sobra, pero se mostraba celoso a pesar de todo. Además, aún seguía esperando explicaciones de algo tan sencillo como el nexo que lo conectaba a él y a mi padre, conocidos. No quería tener que llegar al mayor de los Copman violentamente y pedirle explicaciones de por qué no había mencionado algo tan normal como el saber quién es alguien, mi jefe en este caso. —Mereces una explicación, y te la voy a dar. —Tomó aire, preparándose para compartir su intimidad—: No sé si recuerdas el asunto que llevo años estudiando, el planteamiento de la modificación y manipulación de la memoria. —Sí, me acuerdo de algo que alguna vez me has contado sobre una tal Elizabeth. —La profesora Elizabeth Loftus fue de las primeras en ahondar sobre las cuestiones de la memoria. Me conoces de sobra, sabes que soy un tipo ambicioso y quiero dar un paso más en esto que me apasiona. —Sí. —Bueno, debo confesarte que encontré un sujeto con el que pude trabajar, experimentar en la alteración de sus recuerdos. —¿Quién es?
—Eso ahora no es realmente importante, es mejor mantener el anonimato por respeto a él. ¿No te parece? —Sí, es comprensible. —Bueno, me complace revelarte que efectivamente, pude modificar su memoria hace un tiempo. Ahora sigo estudiando su evolución tras la modificación de la misma. —¿Cómo es posible? —Se vio expuesto a una situación traumática que le produjo un gran estrés, padeció una amnesia disociativa y fue entonces cuando decidí tratar de modificar su memoria. Lo único que quería era simplemente ayudar a ese pobre condenado. Me vinieron a la mente los horrorizados estudiantes de la noche anterior. —¿Y lo ha conseguido? —Eso parece. Me quedé en silencio, reflexionando. El señor Costa tenía siempre un razonable motivo para explicar lo que hacía. Era un tipo en el que se podía confiar. Recordé las sospechas de su esposa en el día de la boda de Jonathan y Natasha. —Señor, ¿le fue infiel a su mujer? Ni yo mismo podía creer haberle preguntado eso, había reproducido en voz alta mi duda. En cambio, él no cambió su expresión. —Sí —sentenció.
Pittsburgh, 6 de noviembre de 2016
Robert Copman. Sí, era él. Apenas había cambiado en los últimos años. Recordó el día que, hacía seis años, acaparó de casualidad los titulares de los periódicos por cómo desmanteló a los Guerrita y las repercusiones que ello tuvo, cómo aquel día Pittsburgh se vio envuelta una última vez en el caos. Tras catorce años recordando su nombre, por fin pudo ponerle rostro al que era uno de sus objetivos. Él también era responsable, era culpable. Debía pagar, nadie podría evitar su fatídico destino. —¿Verdad? «Verdad». En aquella mañana el anónimo Creyente paseaba por la ciudad mientras veía en la prensa la cara de la que sería su futura víctima. Pero debía esperar, tal vez meses, hasta que amainase la tempestad que provocó con el falso agente Schmidt y su estúpida decisión de exponer ese trozo de carnaza colgando en mitad del parque. Había perdido el control de la situación, se había dejado llevar por la miel de la venganza y el resultado era frenar en su misión. Se detuvo ante el New York Times con la portada de la noche anterior del agente Copman enfurecido. Seis años después había vuelto a salir en los titulares. Sonrió, ya sabía cómo encontrarlo.
Pittsburgh, 6 de noviembre de 2016
La pequeña lámpara de noche iluminaba la oscuridad de mi salón. Estaba realmente cansado, pero debía seguir profundizando en quiénes fueron los Alfas. Aún rondaba por mi mente la confesión de infidelidad que me había hecho mi superior, al cual lo consideraba casi perfecto, una persona ejemplar. Con la taza de café hirviendo en mano, empecé a andar sin rumbo por la habitación. No quería desconfiar de él, pero viendo su actitud, sus secretos… Aún esperaba que él me contase algo más de lo que mi padre me dijo cuando le pregunté, que escuetamente me respondió: —Llevamos aquí mucho tiempo, es difícil no conocerlo. No me había convencido esa explicación tan genérica. Aquella tarde, tanto él como mi madre me habían llamado para ver qué tal estaba, alarmados por lo que habían visto en el noticiario. Me querían con locura, y yo a ellos. Mataría si fuese necesario, aunque me encerrasen toda la vida en la cárcel o me llevasen a la silla eléctrica, no me importaba. Sin embargo, esa sutil reticencia a darme explicaciones me molestaba. Mucho. Por eso los despaché rápido, no quería estar ofuscado, deseaba tener la mente fresca para centrarme en el estudio de la vieja banda de narcotraficantes. Marginé mis negativas ideas para centrarme en los papeles que tenía delante. Los datos de Clint, Annia y Ryan los tenía Reiner, quien iba almacenando toda la información concerniente a las víctimas. Yo, en cambio, frente a mí tenía los expedientes de que habían sufrido distinta suerte. Saqué el primer expediente, que en la esquina superior derecha llevaba la foto de la persona en cuestión. A continuación, además del rostro, diferentes datos relevantes se recogían en el folio inicial del historial de aquellos delincuentes. Allí estaba el primero de mi lista, un joven chaval de cabellos rubios y ojos azules, de inocente y alegre mirada. Costaba creer que ese chico, de tan buena
apariencia, hubiera formado parte de la violenta banda criminal que ahora investigaba.
«Nombre: Jack. Apellido: Redford. Nacimiento: Abril/ 15/ 1973. Lugar de origen: Colombus, Ohio. Delitos: tráfico de estupefacientes, robo con violencia, asesinato. Fallecimiento en noviembre/ 7/ 1998. Causa: asalto policial, Operación Bravo IX».
Nada, Jack no nos serviría. Pasé al siguiente, también muerto en una operación antidroga, al igual que el que le seguía. El próximo también estaba en el otro barrio, pero esta vez por causa de una sobredosis. ¿Cuántos quedarían con vida tantos años después? El siguiente expediente tenía a un barbudo, con fuertes ojeras y una mirada que parecía clavarse en mi interior, pese a no ser más que una simple fotografía. No podía dejar de mirar a ese hombre. Aquella foto había capturado unos ojos llenos de dolor y arrepentimiento.
«Nombre: Kareem. Apellido: Hew. Nacimiento: Mayo/ 29/ 1969. Lugar de origen: Kingston, Jamaica. Delitos: tráfico de estupefacientes.
Encarcelamiento en febrero/ 05/ 2002. Cumpliendo condena en Allegheny County Jail».
Ese hombre estaba allí mismo, en Pittsburgh. ¿Quién era? Estaba vivo, por lo que teníamos la oportunidad de interrogarle para que nos ayudase más con los Alfas y el Creyente. Tras, con mi invalidada mano, torpemente ordenar la mesa, decidí llamar a Reiner para comunicárselo. No quería hablar con él, menos aún después de su demoledora sentencia, de su reproche invitándome a salir, a dejar de ser parte del equipo. Pero debía hacerlo. No tanto por Reiner, sino por Jonathan y por la gente que estaba en peligro. —Ah, eres tú. Dime, ¿qué quieres? El de Luisiana seguía enfadado conmigo por el espectáculo ofrecido la noche de la muerte de Schmidt. —Josh, he estado viendo alguno de los expedientes que rescaté de Filadelfia. —Yo también. La mayoría de esos condenados se encuentran ahora bajo tierra, muertos. —Me encuentro con el mismo problema. —Los que no se abatieron entre sí los matasteis vosotros, hijo. —Bueno, yo aún no era policía. —Tú me entiendes. —Sí. Le llamaba porque he encontrado a un miembro que lo tenemos muy cerca, en Allegheny County Jail. Se llama Kareem Hew y se encuentra cumpliendo condena. Pensé en que podríamos sacarle algo de información. —Me parece correcto. Voy a hablar con Le Vert para reunirnos los tres con Brosman, hace falta permiso judicial para acceder a las instalaciones penitenciarias.
—Va a ser difícil. —Lo sé, pero no debemos salirnos del guión. Además, quiero estar todo el tiempo posible con ese tal Kareem. —¿Por qué? —Quiero saber de un tal Liam Ferguson. —¿Qué pasa con él? —Eso es lo que quiero descubrir. De todos los expedientes que he revisado, es el único que está en ese estado. —¿Cuál? —Desaparecido.
Pittsburgh, 6 años atrás
Estaba con la Harley Davidson esperando fuera, en el portal de Aurora. Tras haber hablado con ella aquel día en comisaría podía notar cómo todo se había enfriado. Los siguientes días de la semana ella incluso evitaba entrar a mi despacho más de la cuenta y, si era verdad que cuando lo hacía reflejaba normalidad, percibía el cambio en su actuar. Empezaba a lamentar las ásperas palabras de aquella ocasión. Las alarmas saltaron horas antes cuando faltó al trabajo. Además, recibí un mensaje de ella que rezaba: «Por favor, ven esta tarde a casa. Tenemos que hablar». La tristeza amenazaba con invadirme, aterrándome la simple idea de volver a un mundo sin ella. Tal vez era que necesitaba su espacio y yo, torpemente, no era capaz de verlo. Notaba cómo un nudo en el estómago me atenazaba cada vez que estos pensamientos me visitaban. La quería, nunca había sentido tanto por ninguna chica antes de ella, me sentía un afortunado de tenerla en mi día a día y, lo que era más maravilloso si cabe, era que ella también lo sentía así, al menos hasta aquel momento. Sin embargo, necesitábamos sentarnos para hablar largo y tendido, sin interrupciones y nadie por medio, tener el tiempo que desde hacía semanas no nos dábamos. Por eso, allí permanecía de pie, esperando en su portal, con un caótico debate en mi interior entre alegrarme o prepararme para lo peor al verla. Se iluminó el interior del edificio y de él, del recibidor, salió su esbelta y agraciada figura. Yo estaba nervioso a más no poder, no sabía qué decirle ni cómo explicarle mis sentimientos, estaba abrumado y confuso. Cuando salió, intenté directamente empezar a hablar con ella para dejarle ver lo mal que lo estaba pasando, que sufría por verla así, que lamentaba si le había hecho daño con mis insensibilidades, con palabras fuera de tono; que la quería y que haría cuanto fuera necesario para mostrárselo y renovar mis votos de
fidelidad hacia ella. Lo era todo para mí. Sin embargo, antes de que pudiera musitar la más mínima palabra, puso sus labios contra los míos mientras cariñosamente acariciaba mi mejilla, llenándome de paz y tranquilidad. —Yo… Puso su dedo en mi boca para volverme a callar y repitió la jugada para amansarme, disfrutando nuevamente de su celestial o. —Perdóname, Robert. Sube, te debo una explicación. Mientras me cogía de las manos, depositó un objeto sobre las palmas. Lo miré con extrañeza. ¿Una grabadora?
Pittsburgh, 6 de noviembre de 2016
Allí nos encontrábamos Le Vert, Reiner y yo, en plena Ciudad de la Justicia, dentro del kilométrico despacho de aquel molesto juez, su señoría Brosman. Sentado en su mesa, la holgada ropa disimulaba su enorme barriga. Cara rojiza, gafas en la punta de la nariz, su pesada y ahogada respiración era una lucha constante por evitar un infarto. Aquel señor era un globo a punto de reventar. —¿Un interrogatorio al recluso Kareem Hew? —Necesitamos que ese hombre nos ayude a esclarecer qué fue de los Alfas. — Le Vert conocía de sobra al magistrado. Por su tono, sabía que no estaba por la labor. Yo permanecía allí delante, callado, siendo un mero testigo. —¿Quién está al cargo de la investigación? —El subinspector Copman y yo, Josh Reiner. Me miró de arriba abajo, desgranándome con la mirada. —Te conozco, chico. Te he visto por las noticias. —Aquello fue una anecdótica salida de tono —Le Vert salió enseguida a defenderme—. La trayectoria de Robert es ejemplar para cualquier agente del Cuerpo Federal. Entre sus logros destaca la operación por la que se cazó a los Guerrita. —«Anecdótica salida de tono» —repitió el juez con sorna—. ¿Quiénes efectuarían el interrogatorio al recluso Hew? —Robert y yo —respondió Reiner. La respuesta de Brosman fue una exagerada carcajada, forzada hasta el límite. —¿Qué chiste habéis venido a contarme? ¿En serio? ¿Él? —Me apuntó con su
dedo—. ¿Habéis olvidado por qué está su mano vendada? ¿Por qué estás ahora manco, señor subinspector? Esperaba mi respuesta, pero yo callaba. No caería de nuevo en otra provocación. —El que calla, otorga —se respondió a sí mismo el magistrado—. Es un chiste de mal gusto. Ya sabéis mi respuesta. —Le avisé que el motivo de todo esto es porque alguien anda por ahí suelto descuartizando gente. —Le Vert estaba claramente enfadada. —Recurran a otros medios. No pienso autorizar un interrogatorio en el que el interrogado puede salir apaleado por un inconsciente que no controla sus impulsos. No ensuciaré mi nombre por un agente como él y no arriesgaré la salud del prisionero Hew. No hay más que discutir. —¿Cómo se atreve? —estalló Reiner. —Búsquese un nuevo compañero e igual me lo pienso. Además, usted es también un riesgo. No goza de buen nombre entre sus compañeros, ¿sabe? —Que le den por el culo, cabronazo. Sabe lo que está en juego y me viene con esas. —El insulto es el último argumento de los incompetentes, ¿lo sabía, inspector Reiner? El sureño apuntó con el dedo amenazadoramente al juez. Las venas de las sienes le iban a explotar, el cejijunto estaba furioso. —Haremos el interrogatorio, con o sin su aprobación. Brosman, puños en mesa, se levantó para ponerse a la altura del de Nueva Orleans. —Tenga los cojones de hacerlo y mandaré una orden de detención contra usted. Y cuando esté en el juzgado, le prometo que gozaré como nunca he hecho antes inhabilitándole. Reiner bufaba y echó con violencia el aire por las fosas nasales, como si de un
toro bravo se tratara. —Esto no quedará aquí, se lo prometo. —Es suficiente, vámonos —intervino Le Vert. —Lárguense y recen por que alguna vez tenga la generosidad de concederles una nueva audiencia.
Terminado el encontronazo con Brosman, me encontraba en el apartamento dando vueltas a qué hacer. El rostro de Kareem Hew me contemplaba impasible desde la foto de su expediente policial. Había que hacer algo, el molesto juez nos iba a atascar después de los avances hechos. El motivo que había esgrimido era yo, me acusaba de ser un loco con placa de policía. La jugada del periodista Harckless me estaba pasando factura, me alejaba de saber quién era el Creyente, de saber quién había ejecutado a Jonathan. Aquel tal Kareem había sido un traficante dentro de los Alfas, era un tipo que podía sernos realmente útil, ya fuera para confirmar hipótesis como para descartarlas o, incluso, crearlas. Debíamos poder saber de primera mano quiénes fueron los Alfas, quiénes fueron Annia Rashputova, Ryan Bravo y Clint Drinkwater dentro de ella. Pero más importante era, si cabe, saber quién era el Creyente. Ese maldito Brosman actuaba raro, no era usual esa forma de comportarse y menos aún de obstaculizar. Recordé todo lo que se decía de él, todas aquellas teorías que lo difamaban dentro del Cuerpo Federal de Policía en Pittsburgh. Automáticamente se me iluminó la mente, supe qué debía hacer. Me dirigí a mi dormitorio y abrí el tercer cajón de la mesita de noche: allí me esperaba la grabadora de Aurora.
Pittsburgh, 7 de noviembre de 2016
Me miré al espejo. ¿Estaba llegando demasiado lejos? Estaba decidido a quitar de en medio a aquel molesto juez. Por esa razón, me había afeitado la cabeza por completo, no en una peluquería, sino en mi apartamento. La barba de varios días me daba un aspecto más demacrado. Con sombra de ojos, dibujé perfectamente unas profundas ojeras. El cansancio coloreaba de rojizo el blanco de mis escleras, ligeramente hinchadas. Miré las tijeras que me esperaban para hacer lo más complicado de aquella transformación. Si en aquel presente era reconocible por algo era por el aparatoso vendaje que envolvía mi mano. Hinché mis pulmones, armándome de valor. Aquello iba a doler. Metí las cuchillas entre las heridas y fracturadas falanges para destrozar el armazón que las atrapaba. No pude aguantar y un bufido de dolor se me escapó entre dientes. Me detuve para dirigirme hacia donde tenía el whisky. Tras un largo trago, continué con la misión de liberar mi mano. Otra punzada, otro trago. Y así, tras casi quince angustiosos minutos, me liberé de aquella molesta prisión blanca. Mis dedos temblaban, palpitando con vida propia. No podía moverlos, ni mucho menos doblarlos. Me preparé para salir e ir a por el magistrado Brosman. Aquella vieja sudadera, aquel denostado rostro… Ese no podía ser yo: tenía la mirada perdida, estaba pálido por el dolor… Pero eso ya daba igual. Quería saber la verdad acerca de la muerte de Jonathan, acerca del Creyente. Teníamos que interrogar a Kareem Hew y aquel gordinflón no iba a impedírnoslo. Antes de salir, reparé en aquel portarretratos en el que Jonathan, Natasha, Aurora y yo estábamos despreocupadamente riendo a carcajadas. Me llevé la palma a mi nueva calva. No quedábamos ninguno de los cuatro.
Allí, en el bolsillo, tenía la grabadora que en su día ella me dio. —Veamos qué escondes —dije en voz alta a mi yo del espejo.
Pittsburgh, 6 años atrás
—Perdóname por no habértelo dicho antes, pero si lo hubiera hecho no me habrías permitido hacer lo más mínimo. Lo único que quiero es ayudarte en tus problemas. No solo estar en las malas situaciones para apoyarte, sino también pelear codo con codo contigo. —¿Por qué? —Porque te quiero — su respiración se entrecortaba. Estábamos sentados en su sofá, ella con los pies recogidos, apoyando su cabeza en mí. —¿Qué has hecho? —Durante un mes he estado yendo al «Red Rabbit», la cafetería de Elliot Can — confesó con lágrimas de nerviosismo asomando. —¿Qué? ¿Por qué? —A los agentes os conocen. Si fueseis, sabrían que estaríais buscando un testimonio o descuido que incrimine o destape del todo a Elliot Can y los Guerrita. Y aunque fueseis de modo aleatorio, a descansar, ellos estarían alerta. No sois bienvenidos allí. —¿Y qué pasa contigo? Encogiéndose de hombros como tan bien sabía, sentenció con una lacrimosa y afectuosa sonrisa: —A mí no me conocen.
Como cada mañana de aquel mes, la joven egresada Aurora Galiot llegó a la cafetería del «Red Rabbit», en pleno centro de Pittsburgh. Pese a ser tan pequeña, era un exitoso negocio en el que felizmente trabajaban jóvenes universitarios. Aquel acogedor recinto era dirigido por su manager y dueño, Elliot Can. El empresario cada mañana pasaba allí por lo menos una hora, durante la cual se entrevistaba tanto con otros empresarios como con sus empleados para ver, uno por uno, qué tal estaban. Lejos de los estándares de su estatus, se preocupaba por aquellos humildes contratados part-time. Con menos frecuencia, dejaba de lado sus relaciones con aquellos muchachos para encontrarse con Aldo o Ernesto Guerrita, dos representantes del clan al que gestionaba sus fondos. Aquellas reuniones servían para revisar el estado de las cuentas, la evolución de los capitales en los fondos que el clan tenía en Panamá y las Bahamas, así como para fijar el mecanismo a usar para lavar el dinero obtenido del narcotráfico el próximo mes. Se trataba de ir cambiando mensualmente el flujo de ingresos de diferentes negocios tapadera del clan y así no permitir detectar la jugada al Cuerpo Federal de Policía ni al Departamento del Tesoro, coordinado por la prometedora Susan Baker. Por último, como buen gestor que era, Elliot Can era quien se encargaba de decir a dónde y cómo distribuir las cantidades de droga para que los almacenes tuvieran permanentemente stock. Era un especialista de mercado, maestro de la logística, sabía qué distritos podían tener un mayor potencial de demanda y, como buen economista que era, había que responderle con una coherente oferta. Sin ser parte del clan, los Guerrita no podían vivir sin él. Y él no podía vivir sin ellos, su principal fuente de ingresos. En aquel estado de permanente simbiosis, y unidos por lazos de interesada amistad, habían levantado un imperio entorno a la producción y distribución de cocaína y metanfetamina. El Cuerpo Federal de Policía estaba desquiciado con las artimañas que el astuto turco era capaz de levantar. Sin embargo, Elliot le debía el favor a un amigo especial que estaba dentro de él. No era un mafioso que había camuflado dentro de la policía ni mucho menos. Un secreto vínculo los unía, un vínculo del que ni los Guerrita sabían. Eran ellos dos los únicos conocedores del mismo. ¿Y cómo empezó todo? En aquel mismo «Red Rabbit» en el que aquella mañana se entrevistaba con Ernesto y Aldo.
Un trato formal al inicio, rodeado de una inexplicable atracción, desembocó en el afecto de aquellas dos personas. ¿Difícil? Mucho, y más cuando ambos descubrieron que eran por oficio y ley antágonos. ¿Profesión o corazón? Lo segundo venció. Y así, avisándose mutuamente para evitar peligros, protegiendo el uno al otro mediante chivatazos, levantaron una historia que debía ser imposible, de la que nadie sabía. Elliot bajó de las nubes. Eran las ocho de la mañana y dentro de poco aparecerían por la puerta sus asociados. Debían tratar el traslado de unas cantidades de metanfetamina a diferentes almacenes distribuidos por Pittsburgh, Jeannette, Irwin, Greensburg y Erie. Él había recogido estudios de consumo y rentabilidad de los distritos de cada ciudad, por lo que les explicaría qué cantidades llevar a dónde y cómo evitar ser vistos por la policía, los caminos a tomar —datos ofrecidos por su amante—. El lenguaje que usaban lo modificaban por si algún consumidor del «Red Rabbit» los oía. No podían permitirse el lujo de levantar sospechas, por lo que usaban palabras clave como kilogramos de pescado o vegetales. Llegaron los hermanos Guerrita, ataviados con sus elegantes trajes oscuros. En cambio, el empresario Can estaba sentado en la mesita, piernas cruzadas, leyendo el periódico de aquella mañana de manera despreocupada con su impecable traje crema que tanto le gustaba. —Buenos días, señor Can. —Buenos días, señores. ¿Qué les trae al «Red Rabbit»? —Sabemos que es usted un buen gerente y queríamos plantearle la problemática que nos trae de cabeza. —Los mafiosos actuaban perfectamente, asumiendo el papel de desconocidos recibiendo coaching. —Los escucho. —Bueno, somos productores y distribuidores de productos cárnicos, le escribimos hace dos semanas. Queremos repartir el lote de este mes entre Pittsburgh y localidades cercanas.
—¿Podría recordarme el nombre de su empresa? —Harrison’s Pork&Beef. —Ah, sí. Aquí tengo el estudio que me encargaron. —Siguiendo el guión, Elliot sacó de su maleta un porfolio—. Aquí les dejo las prospecciones de mercado. Antes de nada, debo avisaros. —¿De qué? —De la ruta a tomar, ya que algunas carreteras presentan riesgos de heladas — así se referían al Cuerpo Federal de Policía—, por ese motivo, en vez de tomar la Ruta 30 a la altura de Mont Pleasant deberían ir por la secundaria que conecta… Y así, carretera por carretera, el corrupto empresario les indicó a los hermanos narcotraficantes qué caminos debían seguir para evitar todo posible control de la policía. La joven Aurora se había sentado en la mesa colindante a ellos. Tras un mes yendo todas las mañanas allí, por fin veía resultado en su trabajo. Sabía quiénes eran esos hermanos, había visto fotografías suyas colgadas en el tablón del despacho del joven agente que era su novio, Robert. Tras ese largo mes, finalmente los había cazado con las manos en la masa. Se había jugado mucho, poniendo incluso en riesgo su relación con Robert, quien sabía que ella le estaba ocultando algo. La tarde anterior, tras tener un encontronazo con él, estuvo por horas llorando y muy cerca de abandonar, pero no. Ella continuaba porque quería lo mejor para él. Quería verlo tranquilo, alegre, sin aquel problema de los Guerrita y sus socios como Elliot Can. Pacientemente, la apuesta joven dibujaba paisajes y hacía retratos de los clientes en su cuaderno de notas, como hacía cada mañana que iba a la cafetería esperando cazar a aquellos mafiosos. Aquella mañana terminaba de perfilar a los tres reunidos. Con los auriculares insertados en los tímpanos, parecería que se hallaba sumida en un fantasioso mundo lejano al real. Sin embargo, estaba muy presente y era más perspicaz que nunca. —…la ternera tendrá un mejor mercado en Squirrel Hill, hay un nicho de argentinos que saben apreciar la buena carne. Por último, recordad que el desvío de la 44 hacía la R82 es un tramo propenso a concentrarse accidentes, el mal
pavimentado favorece la cristalización del hielo. —Muchas gracias por todo, señor Can —los hermanos se despidieron de un apretón del señor enfundado en su blanco traje. Con aquellos valiosos documentos guardados en un maletín, salieron del «Red Rabbit». Aurora miró el reloj, eran las 8:57 a. m. Aún tendría tiempo para llegar a la comisaría sin llegar escandalosamente tarde. Al fin y al cabo, estaba en periodo de prácticas y se le consentía cierta flexibilidad, por no decir que su responsable era su pareja. Podría consentirla un poco. —¿Otro dibujo? —Elliot le sonreía, de pie, contemplando la obra de la joven Galiot. —Sí, señor, esta cafetería es ideal para la inspiración —respondió mientras apresuradamente se retiraba los auriculares, siguiendo su distraído papel. El dueño del negocio miró frunciendo el ceño qué había estado dibujando aquella muchacha. —¿Me has dibujado junto con mis clientes? Sin darle tiempo para reaccionar, tomó aquel cuaderno, lleno de inspiraciones matutinas. —Es para usted —se apresuró a responder. Aurora temblaba por dentro. Tras aquel mes, cuando por fin había logrado su objetivo de pillarlo con los Guerrita, estaba a punto de ser descubierta. Si empezaba a preguntarle estaba convencida de que de allí no saldría con vida. —Gracias. Las alarmas de Can se habían activado, tras todas esas semanas no se había cuestionado por qué aquella grácil señorita se había hecho fija súbitamente día sí y día también de aquel caro local. Miró los otros dibujos hiperrealistas que la joven hacía con sus oscuros lápices. —¿Has estado pintando a los clientes día tras día? —más que pregunta era una afirmación.
—Sí. El mafioso estuvo mirando hoja tras hoja la virtud de la bella chica. De cuando en cuando miraba a Aurora, quien acongojada no se atrevía a levantarse de su sitio. Cerró el cuaderno y se lo devolvió. —Tienes un gran talento —añadió mientras fríamente le sonreía—. Deberías darte a conocer. —Muchas gracias, señor. —¿Cómo te llamas? —Aurora Galiot —se le escapó. «Estúpida», se recriminó por su torpeza. —Aurora Galiot… —repitió Elliot—. Me alegra ver cómo jóvenes como usted desarrollan aquí su talento. Considérese como en casa. Que tenga un buen día. Le miró fijamente. Ella se sentía atrapada y él lo sabía. Le afloraban reprimidas lágrimas en los ojos. «Maldición», pensó. Andando rápidamente, el cerebro del narcotráfico en Pensilvania salió del «Red Rabbit». Ella permaneció sentada, inmóvil por el miedo pasado. No iría a comisaría aquella mañana. De su bolso sacó la grabadora. Tenía a los Guerrita y a Can entre la espada y la pared.
Pittsburgh, 6 años atrás
—Estoy asustada —me dijo una vez terminamos de escuchar aquella larga grabación. —Tranquila. Pongamos fin a esto. Ya no podrán escapar. Ella seguía acurrucada contra mi hombro. La rodeé y, besándola en la frente, no pude aguantar decirle: —Te quiero.
Pittsburgh, 7 de noviembre de 2016
Con las luces apagadas, en el parking esperaba pacientemente a que diese la hora de salida y Brosman saliese de su guarida. Tenía claro que lo seguiría hasta su casa mismo si hacía falta y lo espiaría. ¿Era legal? Qué más daba respetar la ley cuando impide saber la verdad. Saqué un cigarrillo y pacientemente empecé a fumar aquel tabaco negro al que me juré no volver. «Sal, perro», gritaban mis pensamientos. No quitaba los ojos de la puerta de la Ciudad de la Justicia. Le tenía ganas, aquel hombre me había humillado delante de la fiscal y del inspector sureño. Era imperdonable el actuar del magistrado, había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. En cualquier momento podía aparecer otra nueva víctima, no era tolerable andarnos con esas. Me puse cómodo, sabía que debería aguardar. Se decía que aquel hombre era de los últimos de salir, pudiendo comprobar la veracidad de aquella fama. Al menos, aquella noche. Había pasado una hora desde que los demás funcionarios dejaron las instalaciones, la cual se sumaba a la hora de antelación con la que había llegado. La capucha oscura me tapaba la cabeza por completo. Gracias a los tintados oscuros cristales que tanto se llevaban en aquella zona de Pensilvania, no se podía saber desde fuera, con la oscuridad, si el coche estaba o no vacío. Una oronda silueta surgió de la salida, dirigiéndose como podía por su enorme peso a su vehículo. ¿Podría remolcar semejante bestia? Como cuando se produjo nuestro encontronazo, el hombre estaba rojo, cercano a la implosión, caminaba con dificultad y desde donde me escondía se le podía escuchar la forzada respiración, borboteando angustiosos arroyos de sudores. Aquel señor estaba jodido. Arrancó su Mustang y se puso en marcha. Esperé un poco, dejándole un margen
de ventaja para no llamar su atención. Giró a la derecha y empezó a bordear el río Ohio en dirección contraria a la que yo llevaba cuando apareció el cadáver de Arnold Schmidt. Íbamos directos hacia las afueras de Pittsburgh. «¿Dónde vas?», le pregunté mentalmente. No íbamos a una zona residencial, no iba a su casa. Estábamos dejando atrás la zona industrial de la norteña ciudad estadounidense. Tras quince minutos más de sigilosa persecución llegamos a un local de coloridas luces, un club de strippers llamado «Major Strip». Me di cuenta de que andaba tras un pervertido escondido bajo una toga. No me sentía cómodo en esos lugares. Eché mano de la botella de whisky que había llevado conmigo y, una vez que lo vi entrar, eché un trago y continué tras su pista. Aquellas mujeres bailando me distraían, pero debía centrarme en Brosman. ¿Dónde se había metido una persona de semejantes dimensiones? Activé la grabadora y reparé en el fastidio de la música a tan alto volumen. Lo localicé en el extremo opuesto de la barra. Debía llevármelo a una zona más tranquila. Por lo pronto, me senté disimuladamente a su lado. Su respirar angustiado junto con su aspecto hacía que nadie se sentara junto a él, generaba aversión. Tapada mi cabeza con la capucha, me recliné sobre la barra. —¡Camarera! —gritó—. Quiero tres bourbon con hielo, y rápido, que no tengo toda la noche. —Se giró y se dio cuenta de mi presencia. Yo, encorvado, mantenía los ojos clavados en la barra, como si no estuviera allí—. ¿Y tú qué coño quieres? —Whisky. La respuesta hizo que el juez estallará en carcajadas, poniéndose más colorado aún, dándome palmadas en la espalda. —¡Camarera! ¡Apunta una de whisky a mi cuenta! Eso ha sido bueno hijo. — Escudriñó mi rostro—. Tu cara me suena. ¿Te conozco? —¿Tal vez de aquí? Suspiró, recuperando la normalidad.
—Tal vez… —Cambió bruscamente su jolgorio para dibujar poco a poco una triste careta—. Supongo que tu vida será una mierda, como la mía. —Lo es —afirmé. —¿Qué te pasó? —Debajo de esos kilos de grasa, un ser humano intentaba empatizar conmigo. —Es difícil de contar. —¿Una mujer? No contesté. La camarera, escasa de ropa, había llegado con el bourbon y el whisky. —Sé lo que ese silencio significa, muchacho. Y esas ojeras, esos ojos… Vayamos a una sala a jugar una partida de cartas. —¿Se puede hablar? —Sí, no ponen esta mierda latina a la que llaman música. —Como quieras. Se levantó y se encaminó a una zona que rezaba «Privado» en un iluminado cartel. Su enorme cuerpo se abría paso entre la gente, permitiendo que siguiera fácilmente la ruta que su tonelaje marcaba. —Espérame aquí dentro, tengo que mear. Le obedecí, accediendo a la insonora sala. Una mesa rectangular de verdecido tapete y cuatro sillas tapizadas a juego, dos frente a dos. Unas cartas en el centro terminaban la escueta decoración. —Disculpa la tardanza hijo. —Consigo traía la botella de bourbon y la de whisky—. Puede parecerte raro, pero me siento muy solo y necesito desahogar mis penas con alguien. —Era surrealista, debía agradecerle al cielo el fácil efecto del alcohol en esa bola de sebo. Dejó las botellas junto a las cartas y sacó de su bolsillo interior una pequeña
bolsa con sustancia blanca en su interior. —¿Te hace una raya? —Hoy no debería. —No daba crédito a lo que veía. El alcohol que llevaba encima se me bajó de golpe al comprobar que los rumores eran ciertos. El juez Brosman era un cocainómano. —¿Por qué no? —Mañana entro a trabajar en el «Five Guys» a las siete de la mañana. Nuevamente, el magistrado estalló en risas, ebrio. Con su tarjeta de crédito, preparaba la primera dosis de coca. Era una desbocada montaña de emociones alternantes entre destellos de alegría, cortante seriedad y reflejos de tristeza. Mi intuición me decía que el magistrado había empezado su alcohólico y vicioso viernes en los mismos juzgados, en la intimidad de su despacho. —¿Y no tienes nada? —Estoy servido. —Le mostré el tabaco negro. —Estás hecho una niñita… —De una fuerte inspiración se llevó por delante la primera dosis—. Esta cocaína es la mejor del mercado, pero si es por esas benditas hamburguesas no se hable más. Tras inhalar, sacó una jeringuilla para inyectarse la sustancia que contenía, la cual debía ser heroína. A aquel viejo le gustaba jugar con los contrastes de drogas tan diferentes. Temerariamente, había iniciado un juego de equilibrios entre sustancias up, para estimular, y down, para relajarse. Cogió la baraja sa y empezó a mezclar las cartas. —¿Más de seis o menos de seis? —Más. Sacó la primera del montón: tres de tréboles. —Menos. Contesta, ¿qué pasó con tu chica? No me mires así, ya sabes cómo
van estas mierdas. ¿Qué pasó con Aurora? Eso mismo me preguntaba yo. —Fui egoísta, la puse en riesgo y la perdí. Ahora es tu turno, ¿más de seis o menos de seis? —Menos. —Desveló la segunda carta: as de picas—. ¡Bingo! Me toca de nuevo. ¿Cómo la pusiste en riesgo? Aquel juego no me gustaba. Era yo el que debía sonsacarle información, no él a mí. —Por mi imprudencia, el narco la siguió. Levantó una ceja, extrañado. —¿De qué conoces al narco, hijo? —Ya he respondido a la pregunta y no es tu turno. Debía ser hábil, de descubrirme podría echar todo definitivamente a perder. —De acuerdo. ¿Rojo o negro? —Rojo. Cinco de rombos. Menos mal. —¿Por qué consume cocaína? —Porque tengo dinero, puedo pagarla y quiero evadirme de este mundo de mierda. Bien —dijo tras volver a las cartas—, digo que ahora van negras. Siete de corazones, otra vez mi turno. —¿Por qué…? —Espera, hijo —me interrumpió para meterse otra raya. Sus ojos estaban fuera de sus órbitas, mandíbula desencajada asimilando el picor
que le producía el esnifar. Su respiración se aceleró de nuevo. ¿Sería consciente de lo que decía? Decidí jugármela a una carta: —¿Por qué siendo juez bloquea una y otra vez las actuaciones del Cuerpo Federal de Policía? Me había aventurado y empezaba a lamentarlo con la estirada pausa que el juez hizo antes de rogar tiempo: —Espera, hijo… —El gordo magistrado se preparaba la tercera raya. La sobredosis se le acercaba. El gordinflón sabía que se había inyectado más heroína de lo que su cuerpo aguantaba, por lo que recurría desesperadamente a ese blanco polvo para no desmoronarse. —¡Responde! —le espeté. Me miró asustado. No siguió en su proceso de drogadicción. Estaba drogado y borracho, no era consciente de lo que le acababa de decir. —Porque esta ciudad, este Estado, este país, el mundo… Necesita la droga. —¿Cómo puedes decir eso? Me salté las normas, pero el lamentable estado de Brosman le impedía continuar con aquel juego de cartas. —¿Qué cómo puedo? Te lo explicaré, pero antes quiero saber tu nombre. —Me llamo Giuseppe —mentí. Me miró levantando una ceja, no convencido de mi respuesta, para proseguir: —Giuseppe, es muy sencillo: mira el mundo que te rodea y dime, ¿qué ves? —¿Qué se supone que debo ver? —Pobreza, marginación, injusticia. ¿Crees que la sociedad puede aguantar mucho tiempo así? —Para eso están las urnas.
—¿Las urnas? —forzó una carcajada—. Por favor, no me hagas reír. ¿Democracia? ¿Acaso crees que los políticos miran por ellos, por los necesitados? Si tienen que elegir entre rescatar y financiar a un banco o a un barrio entero, ¿qué crees que harán? Callé. —Tu silencio me da la razón. Hay gente con dinero, el 1 % de la población es igual de rico que el 99 % restante. Lo sabías, ¿no? Y ante esta tesitura, ¿a favor de quién crees que van a legislar? ¿La sociedad o las élites? —Espero que algún día la sociedad. —Pues mientras tú esperas, los marginados sociales se cansan y se pueden rebelar. ¿Te imaginas una segunda guerra civil aquí, en Estados Unidos, como en 1861? Los efectos que tendría para el país y para el mundo serían terribles. Y es por eso por lo que yo estoy aquí. —¿Por qué? —Porque quiero preservar la paz y, si para ello debo asegurar que el narcotráfico contenga y adormezca la ira social, la furia de la desigualdad, así lo haré. Aquí donde me ves, Giuseppe, soy un pacificador, un agente de la paz que anónimamente evita la desgracia nacional. ¿Y quién me lo agradece? Nadie. Soy el héroe de este siglo, soy la paz, soy la justicia. El juez acababa de reconocer que velaba por la supervivencia del narco. Con esa confesión no podía saber con certeza absoluta si coordinado con él o no. ¿Estaría Brosman en los papeles desaparecidos de Jonathan? —Si eres un héroe como dices, ¿por qué necesitas la coca? —Mi mujer me dejó por otro hace quince años. No quiero saber nada de esta puta vida. El mundo es una mierda y el Dios que nos protege un cuento de hadas. Aquel señor estaba deprimido. Otra fuerte inhalación y la tercera raya cayó. Estaba al borde del colapso. Sentado, se tambaleó peligrosamente. —¿Quién mató a Jonathan? —me aventuré a probar suerte. Aquel juez corrupto podía saber mucho.
—Se sui… suicidó. —Un ojo se le cerraba involuntariamente. —¿Quién es el Creyente? —Un asesino. —¿Quiénes son los Alfas? —Giuseppe, sabes mucho, hijo. —Se quedó dormido. —¡Contesta! —grité, despertándolo de la microsiesta. Lo agarraba violentamente del cuello de su desabrochada camisa, cubierto por una densa papada. —Son el pasado. ¿El pasado? Entonces… —¿Quién es el narco? —quería recopilar toda la información posible. —Él…Jefe. «¿Quién cojones es ese tío?», pensé. —¿Quién es Jefe? —El que nos protege. —¿A quién? —A nosotros. —¿Quiénes sois? —Somos el narco. Sonriendo con los ojos entrecerrados me daba suaves palmadas paternales en la mejilla. Yo estaba en shock, no esperaba sacar esa información, muchos datos en pocos minutos. Agradecí tener la grabadora con batería más que suficiente. Su mano se deslizó para tocar mis malheridas falanges.
—Parece que hubieras golpeado hace poco una pared… una puerta… Inmediatamente, con el pulgar me limpió parte de las ojeras artificiales. Su ebria e intoxicada mente tuvo la suficiente nitidez para saber quién se escondía bajo la capucha y aquel falso rostro demacrado. Me había descubierto. —Tú eres… Me lancé sobre él, cayendo los dos al suelo y metiéndole la boca de la botella de bourbon en su gaznate. Cuando se vació por completo, le introduje la de whisky. En el proceso, con el golpe que le propiné al introducirle la segunda botella, noté cómo se partía algún diente de unas fauces que presentaron inútil resistencia a seguir bebiendo hasta el colapso. Tras la mezcla explosiva, me retiré del corrupto Brosman, que se levantó, intentó andar y se desplomó sobre la mesa. Le llevé los dedos a la yugular para comprobar que su corazón latía y no había sufrido ningún infarto. Comprobado que estaba todo en orden, paré la grabación. Tenía lo que quería. Aquel magistrado sería inhabilitado y juzgado, Kareem Hew podría ser interrogado y estábamos un paso más cerca de saber la verdad de la muerte de Jonathan y aquellos viejos mafiosos. Salí apresuradamente de la sala y, tras avisar a la camarera del estado de Maurice Brosman, me dirigí a mi humilde coche. Con la mezcla de sustancias no sería capaz de recordar cómo lo forcé a caer en el coma etílico, no recordaría nada de esa noche. Tras quitarme la capucha para contemplarme en el espejo, me pasé la mano por mi rasurada cabeza, decorada por la cicatriz que el culatazo de Reiner me tatuó. Aquella barba incipiente me recordaba el día que aprendí a afeitarme. Cómo había cambiado aquel chaval. Me volví a mirar, esta vez desde otro retrovisor. Me encontraba bastante atractivo así, no había sido una mala idea. Arranqué y me fui de la escena acariciándome la calva. Por primera vez en años, una sonrisa de tranquilidad asomaba en mi rostro. Al fin y al cabo, saltarse la ley de vez en cuando no estaba tan mal.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Le Vert, Edgar, Reiner y yo estábamos junto a Costa en su despacho escuchando las revelaciones que el intoxicado Brosman dio la noche de antes. Cruzados de brazos, con semblantes serios, intercambiábamos miradas conscientes de la gravedad de la situación. Todo aquello apestaba, una de las personas con mayor poder del Estado de Pensilvania hacía de tapadera de los narcotraficantes, había sido un valioso cómplice durante años. Me centraba en observar fijamente las puntas de mis zapatos. Si un juez de aquella categoría estaba embarrado, todo el mundo podía estar involucrado. El narco había llegado muy lejos. ¿Quién más estaría en el negocio? ¿Senadores? ¿Gobernadores? Sin embargo, una pregunta me taladraba: —¿Jefe? ¿Pero esto qué mierda es? —Reiner estaba confuso—. El Jefe, el Creyente… ¿Qué es lo siguiente? ¿El Reverendo? ¿El Bufón? Esto es un juego de locos. —Una persona que vela por el bien de ellos, un protector… —Edgar reflexionaba en voz alta—. ¿Es el Creyente un sicario de Jefe? —No lo creo, la mayor parte de las víctimas estaban relacionadas con el narco —respondió el jefe de la unidad antidroga. —Pero señor Costa, nunca podemos descartar que se trate de ajustes de cuentas. Tal vez el narco necesitaba eliminarlos para sobrevivir. —¿Y qué cuentas debería ajustar con el agente Arnold? ¿Qué sabría de ellos un simple agente de tráfico casi jubilado? Reiner sacó una carpeta y la lanzó a la mesa. —Compruébelo usted mismo. El inspector en jefe de mi unidad se quedó mudo, mirando las fotos de aquel
individuo que Reiner había llevado a aquella improvisada reunión.
«Nombre: Thomas. Apellido: Thalody. Nacimiento: Abril/ 15/ 1963. Lugar de origen: Colombus, Ohio. Delitos: tráfico de estupefacientes, robo con violencia, asesinato. Desaparecido en junio de 1999».
El inspector de Luisiana puso junto a la foto de Thomas la del fallecido Schmidt. Eran la misma persona. Envejecida, pero la misma. Aquel agente había sido parte de los Alfas en el pasado. —¿Alguien me puede explicar cómo diablos es posible? —Josh Reiner con la mirada taladraba al anciano Costa. —No puedo explicarme cómo accedió al cuerpo. —No se moleste, señor inspector, ya he averiguado qué pasó. Desapareció de la zona, dejó que pasaran seis años, se preparó para acceder y, dejándose crecer el bigote, afeitándose la cabeza, superó las oposiciones sin levantar la más mínima sospecha. Nadie en todo el jodido Cuerpo Federal de Policía en Pensilvania vio que se estaba dando cobijo a un criminal en sus entrañas. —Empezó a aplaudir, añadiendo sarcásticamente—: ¡Bravo! ¡Fantástico! ¡Son todos unos magníficos profesionales! —Suficiente, Reiner —interrumpió Le Vert. —¿Suficiente? ¿Suficiente? Por favor, señora, explíqueme cómo narices vamos a acabar con esto si no podemos fiarnos ni de la propia policía. Tengo que confiar en vosotros pero, ¿quién me garantiza que no ocultan secretos como nuestro
amigo Arnold? ¿O debería llamarlo Thomas? Costa estaba sentado, sin musitar palabra alguna. —¿Puede usted explicármelo? ¿Qué ha estado haciendo su unidad todos estos años? —El cejijunto desvió su incrédula mirada hacia mí—. ¿Bert? Suspiré. ¿Cómo podíamos haber obviado algo así? Yo no tenía culpa, Thomas había accedido al cuerpo policial antes incluso de que yo fuera parte del mismo; sin embargo, me sentía avergonzado. Era bochornoso. —Sea como sea, Brosman se encuentra en comisaría y pasará a disposición judicial acusado de varios delitos, entre ellos el de encubrimiento y prevaricación. Será relegado del cargo. —La fiscal cambió la conversación, acallando los reproches de Reiner—. El juez provisional nos ha dado luz verde para acceder a la cárcel e interrogar a Kareem Hew. Con un poco de suerte, con su ayuda podremos ir viendo algo de luz. En marcha. Uno tras otro fueron saliendo, Reiner quejándose y lanzando bufidos de desaprobación hacia una policía que cada vez más le repugnaba. Mi superior, el señor Costa, se quedó en su despacho. No nos acompañaría a la cárcel, no era su caso y debía centrar sus esfuerzos y los de sus agentes en saber quién era ese enigmático Jefe. Edgar tampoco vendría, debía volver al Centro de Medicina Forense para seguir el estudio de las huellas que Arnold Schmidt, o Thomas Thalody, como se llamase; tenía en su inerte cuerpo. Si el Creyente había dejado alguna, le podríamos identificar y poner cara, que era lo que incansablemente intentábamos. Antes de que atravesara la puerta para irme con mis compañeros, mi anciano superior me llamó. —Bert, espera, por favor. Debemos hablar.
Pittsburgh, 6 años atrás
—Gracias a ti, hoy van a acabar las pesadillas de muchos vecinos de Pensilvania. Le vamos a asestar un golpe de gracia a la delincuencia de Westmoreland, Pittsburgh y Erie… Y todo gracias a ti, Aurora. —Eres un exagerado —respondía la joven al otro lado del teléfono—. Por favor, ten cuidado. —Tranquila, voy con otros dos coches más al «Red Rabbit», a por Elliot Can. Debería estar allí. —¿Qué dice Costa de todo el personal que has desplegado? Más de cien agentes y otros tantos de la unidad especial de asalto, los SWAT, se encontraban al mismo tiempo que hablábamos asaltando laboratorios, almacenes y deteniendo camiones con ingentes cantidades de alijo. Y todo, mientras placenteramente, saboreando la victoria que se estaba consumando, esperaba a la vuelta de la esquina de la cafetería del cerebro turco. Uno por uno, por emisora me iban confirmando el desmantelamiento del clan de los Guerrita. A esta familia le esperaba un tiempo entre rejas, si bien más de uno sería condenado a muerte por la acumulación de asesinatos. Era el fin. Gracias a las localizaciones que la grabación de Aurora nos facilitó, pudimos hallar que se creían fugados meses atrás, exiliados a otros países donde la justicia no podía perseguirlos. Pero todo había acabado aquella gloriosa mañana. La radio incansablemente iba reportando el avance de la operación. Hacía años que no se veía un despliegue de tal calibre. Aquella batalla podía suponer el último capítulo de la guerra a las drogas que desde décadas se desencadenaba en Estados Unidos. «Aquí unidad de asalto Zeta A87, tenemos a Aldo y a Ernesto Guerrita», dijo la emisora. Ahora, era mi turno. Debía pasar a la acción.
—Tranquila, Costa no sabe nada. He recurrido al procedimiento de urgencia, ya responderé ante él si es necesario. —Había tratado de hacer que la operación supusiera una sorpresa no solo para el narcotráfico, sino para el propio Cuerpo Federal de Policía también—. Seguro que está encantado. —Por el retrovisor vi como el cerebro Can entraba a su amada cafetería, era mi momento—. Tengo que dejarte. —Por favor, ten cuidado. —Tranquila, todo va a ir bien. Hice las indicaciones a mis compañeros y nos bajamos de los coches con absoluta normalidad. Los cinco agentes que nos dirigíamos al interior del «Red Rabbit» bien podíamos parecer un grupo de istrativos que se preparaban para un interminable día de contabilidad. Sin embargo, íbamos bien pertrechados, nunca sabíamos qué podía pasar, qué nos podía esperar dentro. Bajo las chaquetas, las pistolas estaban cargadas, listas para el peor de los escenarios. Elliot Can era una de las personas más importantes de la criminalidad organizada, por lo que no era descartable que tuviera escolta camuflada, como nosotros. Por ello, aquel comando estaba integrado por los agentes más destacados, Teo Wagner entre ellos. Atravesé la puerta y allí estaba el elegante turco. Mientras distraídamente leía el periódico, bebía a sorbos el caliente té verde que desde la taza arrojaba ligeros vapores a la atmósfera de su reconfortante y lindo negocio. Con total normalidad, me aproximé a su mesa. —¿Está ocupada? —le pregunté, tomando la silla. Me miró e inmediatamente supo qué me llevaba aquella mañana allí. La cara de muchos policías era conocida por el narco y la mía no era una excepción. Sabía quién era, algo que esperaba. —Tome asiento, agente Copman —me invitó gentilmente, a lo cual accedí y me senté justo frente a él. Apoyando los codos sobre la mesa, una mano cubriendo a otra y encima de ellas, mi mentón, esperaba expectante. Él se sabía atrapado y yo quería escucharlo.
—¿Se ha acabado? —Sí —le respondí. Una losa había caído sobre el inteligente empresario. Elliot Can estaba asimilando cómo iba a gastar la mayor parte de la vida que le quedaba entre rejas. Suspiró mirando hacia abajo. Saqué la pistola y las esposas. Repentinamente, tras la barra del bar uno de los camareros sacó una escopeta. La gente empezó a gritar y salir corriendo. No me lo esperaba, parecía que el cerebro iba a entregarse pacíficamente. El arma apuntaba a los dos, aquel disparo de perdigones nos llenaría el cuerpo de plomo. Un disparo y comencé a notar el frío sudor. Sin embargo, seguía entero, de una pieza, y el detenido, también. Una mancha roja se habría paso en la blanca camisa del armado camarero, que sangrando por el costado derecho cayó lentamente entre quejidos al suelo. Wagner había sido rápido. Los demás agentes sacaron sus armas. —¡Al suelo! —a grito desnudo ordenaban, obedeciendo clientes y camareros inmediatamente. Elliot Can se levantó con tranquilidad y, levantando las manos, pidió calma a su personal y clientela. Se giró y mientras me entregaba sus muñecas para que las esposara, me preguntó: —Ha sido aquella chica, ¿verdad? —¿Quién? —La nueva de la comisaria, la de los dibujos. —No sé de quién hablas. —No sabes mentir. Volviendo del «Red Rabbit», escuchábamos el interminable relato del fin del imperio de los Guerrita, como en cada ruta estaban siendo detenidos, cómo se asaltaban laboratorios y almacenes, cómo se desataban intercambios de plomo.
El turco iba sentado en el asiento trasero del coche, sumergido en sus pensamientos. Se había descuidado y el narco había caído, sabiendo que iba a pagarlo caro. Y así, con luces de sirenas, llegué a la comisaría. En el patio central se amontonaban decenas de delincuentes, esposados, arrollidados, cabizbajos. Entre ellos, Aldo y Ernesto me miraban llenos de rabia y odio, conocedores de que yo era el responsable de la operación, de que se les había acabado el juego. Con el mentón alto, caminaba orgulloso y satisfecho hacia la sala de reuniones para encontrarme con los jefes de las unidades que habían intervenido aquella gloriosa mañana. Mis compañeros me vitoreaban a la vez que con palmadas en la espalda me daban la enhorabuena. El diseño y ejecución del plan habían sido perfectos: ningún agente herido, ciento veintiséis detenidos y doce criminales abatidos. Un clan desmantelado. Sin embargo, mis pensamientos estaban en quien, junto al resto de oficiales, dentro de la habitación me esperaba, la verdadera artífice de todo: Aurora.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
—¿Qué sucede, señor Costa? —No quería hacer esperar a Reiner y Le Vert, Kareem nos aguardaba. —Lo que has hecho con Brosman… —¿Sí? —Es inaceptable. Intolerable dentro del Cuerpo Federal de Policía. Has perdido el control… Mira hasta dónde has llegado… —dijo mientras señalaba mi calva. —¿Qué pasa? —No debiste haberlo hecho, y no me refiero a raparte. —¿Por qué? Gracias a ello hemos podido acabar con un corrupto. —¿Y a qué precio? ¡Podías haberlo matado! ¡Estuvo en coma durante treinta minutos! A la vez que levantó la voz, se puso en pie. La pierna izquierda le temblaba a causa de lesiones del pasado, su veterano cuerpo estaba lleno de disparos. Era la primera vez que me hablaba en ese tono, lo cual me pilló desprevenido. —¿Es que no te das cuenta de que aquí no sirve el todo vale? —No le entiendo, señor. —¡Por Dios, Bert! ¿Qué no entiendes? ¡Casi lo matas, joder! —Bueno, lo lamento. No volveré a hacerlo. —¿Lo lamento? ¿No volveré a hacerlo? Robert, esto no es un juego de críos en el que unos son los polis y los otros los cacos. El juez Brosman ha estado en
coma por tu temeridad, es inaceptable en un policía, más aún en un cargo de responsabilidad como el que ostentas. Suspiró y continuó. Su enfado le hacía perder la compostura: —He estado hablando con Le Vert y Reiner antes de que llegaras a la reunión, tras saber cómo lograste esa grabación. No podemos tolerar algo así dentro del Cuerpo Federal. Inisible. Harás el interrogatorio a ese criminal y después… —¿Después qué? —Serás relegado. No hace falta que presentes más cartas de dimisión, no te tomes la molestia de hacerlo. Lo siento mucho, siempre te he visto como un hijo y te quiero como si lo fueras, pero por tu bien, tus días como agente y como subinspector terminan hoy. Dame tu placa.
Pittsburgh, 6 años atrás
Encerrado en la celda de comisaría, el mayor de los Guerrita esperaba cruzado de brazos. Llevaba días sin afeitarse y el bigote empezaba a transformarse en barba. Ernesto contemplaba a su hermano, abatido por la desgracia que se cernía sobre ellos. Aquel indeseable agente los había estudiado, sabía de sus movimientos y no pudieron hacer nada ante la entrada del cuerpo a sus despachos. La imagen de su primo en el suelo, ojos abiertos, abatido y sin vida, le perseguía día y noche. Ahora, allí atrapado, esperando el día del juicio, se torturaba con la culpabilidad de haber involucrado a su familia en negocios tan turbios. —No tienes por qué flagelarte de esa manera —Aldo, cinturón en mano, se infringía todos los días, dos veces, varias decenas de iracundos golpes contra su espalda. —Si no lo hago, estallo. —La culpa es mía, no tuya. —No es cuestión de culpa, lo hago para desahogar mi ira. Ese maldito Copman me las va a pagar… Y Costa también. Los latigazos resonaban en toda la planta de calabozos de la comisaría de Pittsburgh. De vez en cuando, un grito de rabia, insultos, gemidos, cualquier sonido aleatorio los acompañaba. Aldo estaba fuera de sí, no sabía controlar sus emociones. Ernesto era lo opuesto, calmado y tranquilo, reflexivo. Por ello, a la hora de llevar el cártel, le dio a su hermano el control de los sicarios y extorsionadores, y él se encargaba de las relaciones con otros narcos, como los Leppi o los Thorton, socios de negocio. Elliot Can, el de todos ellos, el cerebro del narcotráfico en la Costa Este estadounidense, estaba desaparecido, confinado en una celda de la que nadie sabía, a la espera del juicio. El turco recibía frecuentemente visitas de Glenn Costa, el superior de la policía antidroga de aquel Estado.
—El turco sabe demasiado. —¿Deberíamos acabar con él? —Jamás. No tenemos forma de hacerlo y él es muy importante. Solo me preocupa precisamente que cante y salga de patitas a la calle. —Entonces, ¿insinúas que estamos vendidos? —Aldo, nuestro fin ha llegado. —¡No! ¡No! ¡Nunca! Empezó a golpearse con mayor fuerza, provocándose magulladuras y cortes de los que leves hilos de sangre manaba. Hacía años que perdió la cordura, y sus métodos de tortura y represión a traidores —como los llamaba— solo había servido para degenerar más su mente. —Hermano mío, estás loco. —¿Dónde están mis hombres cuando los necesito? ¿Dónde están mis Alfas? ¡Ratas! —las cuerdas vocales de Aldo se rasgaban con cada bramido—. ¡Traidores! ¡Mentirosos! ¡Cobardes! ¡Ratas! ¡Los mataré a todos! ¡Lo juro! Ernesto callaba, inmerso en los recovecos de su mente, ajeno al delirio de su hermano. Sabía quién había desencadenado todo. Su calmada personalidad y relajado carácter le permitía tener una capacidad de análisis fuera de lo normal, y aquel último mes no había sido normal en el «Red Rabbit». Él frecuentaba esa cafetería en calidad de cliente, sin hablar con Can, como si fuera uno más. Cuatro o cinco veces a la semana, acudiendo a beber un café antes de empezar su ilegal labor. Y sabía que aquel último periodo, una chica había empezado a ir con total descaro… La chica de los dibujos, ella era la responsable. Y, como tal, pagaría las consecuencias.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
—Lo siento mucho, Robert, pero debes comprender la situación de tu superior. El cejijunto inspector de New Orleans hablaba en voz baja, procurando que Le Vert, unos pasos más adelante, no le oyese. —No me vengas con milongas, Reiner —le respondí en el mismo confidencial tono—. ¿Tú me vas a hablar de ejemplaridad? ¿Después de allanar el piso de J. A.? ¿Después de abrirme la cabeza de un culetazo? No se haga el legal ahora. —No es comparable, muchacho. Solo intento suavizarlo todo, no he podido oponerme. Tenías que haber estado presente en la bronca del sanitario por el estado de Brosman. —¡Dejé al juez durmiendo! Solamente estaba drogado y borracho. —Bueno, ya le buscaremos solución, Bert. No puedo perderte en esto. —Ya me explicará cómo piensa hacer para que sea reitido, señor inspector —intervino la fiscal, haciéndonos descubrir que tenía buen oído—. En vez de venir con lamentaciones, deberían estar centrados en qué preguntar al recluso Kareem Hew. Puede ser un manantial de información. Es el último de los Alfas que sabemos que no está muerto o desaparecido. —¿Y en qué va a ayudar respecto a la muerte de J. A.? —Eso deberá preguntárselo usted mismo.
Pittsburgh, 6 años atrás
—¡sco! No pierdas los estribos, relájate. —Pero papá, ¿cómo puedes pedirme eso? ¡Lo tienen! ¡Estamos vendidos! —Tu padre tiene razón, señorito Leppi. Relájese, vamos a tomar cartas en el asunto. No podemos permitir que hable. Si tira de la manta, no solo sois vosotros… también nosotros, los Eriksson, los Thorton, los Ravenholdt, y así hasta el último de los clanes. Todos los aquí presentes estamos en una delicada situación, vamos a actuar y no fallaremos. La reunión que en el denostado almacén mantenían los capos de los narcos de la Costa Este se vio apresuradamente cortada. Un muchacho entró de golpe, sudando y con pálido rostro. —Va a ser esta misma tarde. En cuatro horas, señor. Raffaelo Leppi, cabeza de los suyos, se puso en pie liderando al grupo de capos que allí estaban reunidos. —Señores, ya sabemos qué y cómo hacerlo. Liberemos a los Guerrita, liberemos al turco. Llamad a Clint Drinkwater, necesitamos que vuelvan a actuar.
La puerta se abrió. Elliot Can, sentado y con las manos unidas por las esposas, miraba fijamente al suelo. Se sentía profundamente traicionado, ¿cómo podía haber acabado él en una tesitura como aquella? Los agentes le esperaban, siendo Costa el encargado de transportarlo personalmente a la Ciudad de Justicia, donde sería juzgado por los delitos de los que había sido acusado. Él sabía lo que le esperaba en Allegheny County Jail. Era consciente de que sería el objetivo de muchos presos, deseosos de ajustar cuentas. Para levantar un imperio hay que someter a eventuales enemigos, y eso había hecho el empresario
turco durante años con la familia Guerrita y los demás narcotraficantes. Aquellas instalaciones penitenciarias serían su tumba. —No se preocupe, señor Can. Todo irá bien. —El señor Costa había accedido al escondido calabozo para llevárselo con él. —¿Cómo tienes el valor de afirmarme eso? ¿Acaso has pensado la manera de evitar lo que me espera dentro de esa pocilga? —Le repito que todo va a ir bien. —Después de tanto y… ¿así se acaba todo? —Elliot estaba cercano al llanto. Los demás policías contemplaban la escena sin saber a qué se refería el cerebro de los Guerrita. —Sea como sea, acabemos con esto. Levantándose, se encaminó junto con la comitiva de agentes que lo esperaba. Costa se quedó dentro de la celda. Elliot Can corría peligro y no debía dejar que le sucediese lo más mínimo. Para la policía era una mina de oro, y para él... —A Elliot lo llevo yo —informó por radio al resto de compañeros. Costa se sentía desubicado dentro de todo aquel entramado, dentro de aquella operación policial. Bert no le había dicho absolutamente nada, había actuado por su cuenta desplegando un dispositivo que hacía años no se veía. Aquel joven había forzado su ascenso a subinspector. ¿Era aquello lo que le movía? ¿Necesitaba reforzar su posición para no sentirse menos que su amigo el exitoso Rivers? ¿Era Copman un monstruo movido por la ambición? Fuera como fuese, no le gustaba cómo se estaba desarrollando la caída de la familia Guerrita. Desde su despacho podía escuchar los castigos que el demente Aldo se infringía. Pero eso no le inquietaba. Lo que le hacía estar en vilo era el silencio de Ernesto. No hablaba, no decía nada, solo pensaba… Y eso, pese a que estaba incomunicado por completo, era peligroso. —Señor Costa, si quiere puedo acompañarlo en… —Suficiente, Robert, tómese un descanso y celébrelo. Va a ser promocionado a
subinspector de nuestra unidad, debe sentirse orgulloso. —Pero y si… —Suficiente, Robert —repitió Costa al entusiasta joven—. A los hermanos los trasladarán Prince y Matthew en el mismo coche y yo, por motivos de seguridad, me encargaré de Elliot Can, como ya he dicho. Lo despidió y se dirigió al aparcamiento oficial, donde dentro de uno de los vehículos le esperaba el inteligente empresario. Abatido, no podía levantar los ojos del suelo, las tinieblas oscurecían su mente. No se esperaba un final así.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016.
Ante nosotros se encontraba la cárcel de Pittsburgh, Allegheny County Jail. Con el auto del juez provisional, tuvimos permiso y ninguna réplica para acceder a donde se encontraba Kareem Hew, la Sección 3C, donde se albergaban en régimen de aislamiento los criminales considerados de alto riesgo. —¿Kareem Hew? —El agente de la recepción de aquel área consultaba concentrado el libro registro—. Síganme. El funcionario nos estaba guiando hacia nuestro preso, recluido en una cámara subterránea de aquella zona de la cárcel. ¿Tan peligroso era? A sendos lados de los pasillos penitenciarios maleantes con la piel escondida en horas de intimidantes tatuajes con desprecio nos miraban. Conforme pasábamos, escupían al suelo mostrando su repulsa o desafiantemente se aproximaban a los barrotes de la celda para, asiéndolos, arrojarnos hirientes miradas, miradas que podrían quitar la vida. —¿Por qué está tan escondido? —No es porque sea un psicópata, es una persona bastante pacífica y se le ve muy arrepentido. —¿Entonces? —Tratamos de protegerle. ¿Estaban al tanto del Creyente? —¿De quién? El teléfono de Reiner sonó. Todos callados, esperábamos su respuesta a la llamada. —¿Sí? Oh, Edgar. ¿Qué sucede? —El sureño se llevó una de sus toscas palmas a
la frente—. ¿El Ford Anglia ha aparecido en Prien Lake? ¿Cómo? Mierda, eso significa… Josh colgó y mientras se frotaba cansadamente los ojos, nos comunicó: —El coche de Néstor Souza ha aparecido completamente corroído, destrozado por la caída. Ha sido localizado a una milla y media de donde se le vio precipitarse. —Tomó aire para proseguir—: En su interior se encontraba el cuerpo del que era el padre del pequeño Ramiro, a falta de los exámenes de reconocimiento y debida autopsia. El cuerpo está en un estado de descomposición muy avanzado, irreconocible, casi todo huesos salvo por algunos tejidos. Le faltan los dedos y le han abierto el cuello… otra vez. —Él desapareció en las profundidades de Prien Lake antes de los asesinatos de Drinkwater y compañía. —Eso me temo. Tras matar hace años al pequeño Regi, el Creyente volvió a sus andadas ejecutando al padre. —Él era un cocainómano, y eso hizo que su hijo cayese en las redes de este mercado negro. —Y cuando se supo la verdad ejecutó al pequeño. Y ahora, veinte años después, al padre. Y a todos esos antiguos criminales… —¿Qué conexión había entre los Souza y ellos? —Sea como sea, otra víctima más sube al marcador. Ese Creyente es jodidamente resbaladizo, me tiene mareado por completo. —Reiner se frotó cansadamente los ojos. Se le veía más pálido y desmejorado, la trama le pasaba factura—. No quiero más muertos. El funcionario de prisiones, espectador de nuestra conversación, intervino: —Por eso le protegemos. Tenía razón. No había ni un minuto que perder.
Pittsburgh, 6 años atrás
—¿Qué quieres que piense de ti? Glenn Costa no respondió. Introdujo la llave y arrancó. Algo iba a pasar. —¿Esa es tu respuesta? ¿El silencio? Elliot Can no contuvo las lágrimas y dentro del vehículo policial dejó que recorriesen sus mejillas. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, se las secó como pudo con los antebrazos y prosiguió con su ofensiva. —Era tu estrategia, ¿verdad? Siempre tuviste en mente cómo acabar con todos nosotros. Al fin y al cabo, eres de los polis más importantes del Estado, señor inspector. El policía observó la dolida mirada del turco a través del retrovisor. Estaba destrozado. —A mí también me ha pillado por sorpresa. Robert nos ha sorprendido tanto a la policía como a vosotros, como podemos comprobar. Con la cabeza señaló más adelante al coche donde Prince y Matthew esperaban para llevarse a los hermanos Guerrita. Ambos fueron sacados de las dependencias policiales, si bien de manera muy distinta. Mientras Ernesto apenas ofrecía resistencia y caminaba por su propio pie al vehículo, Aldo gritaba y forcejeaba con cinco policías que lo arrastraban. Su camisa blanca, manchada por las heridas que aquellos días se había estado provocando por sus ataques de cólera, llegó hecha jirones al coche. —¡Voy a mataros a todos! ¡Voy a mataros! —gritaba fuera de sí. El cerebro y el inspector, desde dentro, veían cómo forzaban al joven de los hermanos a meterlo tras darle una serie de golpes con las porras metálicas. La ira
que vociferaba se transformó en dolor, notando cómo cada impacto lo reducía hasta anular su inútil resistencia. Una vez ambos coches estuvieron listos para salir, se dio la señal y aquel cortejo puso rumbo a los juzgados. —Ellos lo saben. —¿El qué? —Que esto es el fin. —El empresario turco miraba al inspector intensamente por el cristal del retrovisor—: Glenn, van a liberarnos.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
—Buenos días. —Buenos días. No esperaba tanta visita. ¿A qué se debe tal honor? Kareem Hew, aquel envejecido moreno, barba y pelo blancos, cansadamente, espalda encorvada, nos daba la bienvenida a su escueta celda. En la pared, con tiznes blancos se adivinaban líneas que simulaban una cuenta de los días que llevaba allí encerrado, en confinamiento. Junto a estos se apreciaban otros trazos que alternaban entre la verticalidad y la horizontalidad para con la cuadrícula hecha, jugar consigo mismo a tres en raya. —Venimos a hablar con usted, tenemos una serie de preguntas. Le Vert era la portavoz de los tres. Determinada, no se amedrentaba ante el aspecto de aquel deteriorado hombre. Aquella vida entre la droga y la cárcel lo hacía parecer un saco de huesos esperando ser enterrado. Sabía que no saldría a la calle, aquella celda sería su tumba. —A ti te conozco —dijo señalándome—. Casi le partes la boca a aquel periodista. Imagínate cómo hubiera quedado su cara si le hubieses zurrado a él en lugar de tu coche. Hubiese sido increíble, de verdad que te iraría si hubieras machacado a esa rata chillona. —No hemos venido a hablar de eso —le interrumpió Le Vert. —Pero hijo mío, ¿qué te has hecho? Dios mío, lucías mejor con pelo. No pude evitar pasarme la mano instintivamente por la calva. Era el tributo para llegar a estar aquel día con él, en la celda, tras casi matar a Brosman a base de alcohol. Era de locos, ya no era ni policía. Había perdido todo lo que era por estar en aquella celda. —No es asunto tuyo —secamente respondí.
—Yo también hice estupideces siendo joven, tranquilo. —¿Qué tal si dejáis de flirtear y vamos al grano? —Reiner apreciaba lo suficiente su tiempo como para perderlo viéndonos discutir sobre mi rapado—. No tenemos todo el día. —¿Qué queréis de mí? —Queremos saber quién eres. —Soy Kareem Hew, preso por traficar con drogas. —Y estar involucrado en diferentes asesinatos —aclaró Le Vert. —Jamás se ha demostrado que sea culpable de ninguno. Mis manos están limpias, por eso no he pasado por la silla eléctrica. —Pero perteneciste a una banda de sicarios. —Pertenecer no es matar. —Los Alfas. —Pertenecer no es matar. Estuve con ellos, sí. Y muchos eran buenas personas. —¿Cómo te atreves a decir eso? —saltó Reiner. —Es la verdad. Nunca hubo maldad en algunos ellos. Jamás realicé ningún asesinato, pero sí es cierto que ellos, como mucho, acababan con quien podía poner en riesgo el mercado. —¿Y dices que eran buenas personas? —Cejotas, no me toque las pelotas. Cerca de mil personas mueren al año por disparos policiales para mantener el… ¿orden? Nosotros hacíamos lo mismo. Manteníamos nuestro orden. —¿Estás equiparando la labor del Cuerpo Federal con la del narcotráfico? — Reiner se enfurecía. —La droga mantiene la paz social, evita que la gente que sufre este sistema de
mierda, que vive bajo el umbral de la pobreza, traiga el caos a las calles. —¿De qué mierda hablas? —Evitamos protestas, disturbios, el caos… Una revolución. —Kareem Hew empezó a reír a carcajada limpia, mirando al tacho y alzando las manos—. ¿No podéis ver que somos más necesarios que nunca? El Gobierno se llena la boca de la «Guerra a la droga», pero en realidad lo que hace con ella es llenar cárceles de pobres infelices que necesitan evadirse de una sociedad que no mira por el prójimo. Aquí cada uno va a lo suyo, y si usted pasea por la Quinta Avenida de New York le importará una puta mierda el sin techo que pide ayuda y misericordia, abandonado por sus vecinos, tratados con indiferencia. Un mundo de indiferentes, un mundo de infelices. Y es en este drama diario cuando aparecemos gente como yo, que con unos pocos gramos podemos hacer que esta penuria, que esta desgraciada existencia, sea menos amarga. Aquellas palabras me eran familiares. Algo parecido había confesado el juez Brosman antes de que lo dejara al borde del coma. —Pensáis que con los partidos de fútbol americano —prosiguió—, los TV shows, videojuegos y demás mierdas que vais inventando tenéis suficiente, pero hay quien necesita un paso más para abstraerse de este siglo que nos ha tocado vivir. ¿Acaso no veis que somos la víctima de nuestra propia tragedia? Pero hay quienes estamos dispuestos a darnos a los demás. ¿Habéis escuchado la canción «Lake shore drive» de Alliota Haynes Jeremiah? Como dice en su letra, nosotros somos los que os ofrecemos esos quince minutos que os hace volar. Empezó a señalarse a sí mismo, a poner la mano en la oreja, esperando vítores y reconocimientos, aplausos y palmadas en la espalda. Estalló en carcajadas, empezando a cantar aquel éxito de 1971. Estaba jodidamente loco. ¿Cuánto tiempo llevaría encerrado? —Debo deducir entonces que sabes quién es el Jefe —me aventuré. Abrió mucho los ojos, extendió sus palmas al techado cielo. —¡Jefe! ¡Dios bendiga al Jefe! ¡Gloria a él! —¿Quién es?
—¿Te crees que lo sé? Llevo aquí mucho tiempo encerrado, hijo. Seguro que cuando entré todavía te buscabas el pito para mear. —Estás loco. —¡Claro que lo estoy! ¡Y doy gracias! Respecto a ese tal Jefe… —seguía riendo —, nadie sabe quién es. Hay un pacto de silencio. Pero ¿sabes qué? Vino tras los Guerrita, después de Ernesto, de Aldo… Después de Elliot. ¿Y sabes qué ha traído? La paz entre las bandas, entre los clanes. ¿Puedo preguntarte cuándo fue la última vez que el narcotráfico mató a alguien? El silencio fue mi respuesta. Aquel desgastado preso conocía a aquellos mismos sujetos que también formaban parte de mi pasado. —Callas y me lo dices todo. Pittsburgh, Pensilvania, la Costa Este, ¡todos! deben darle las gracias al Jefe. ¡La droga sigue en la calle! ¡La paz sigue en la calle! ¡Y así es como sobreviviremos! Reiner se giró hacia Le Vert, buscando explicaciones. Estaba bastante irritado, y yo sabía que podía ser contundente con aquel recluso. La cicatriz que en mi cabeza tenía daba fe de ello. Ella se encogía de hombros, no se esperaba una persona así. —Señor Hew —empezó el de Luisiana—, ¿conocía a los Alfas? Kareem recuperaba el aliento, afirmando con la cabeza. —Yo era uno de ellos. —Están apareciendo muertos. El moreno hombre abrió mucho los ojos, reflejando su estupefacción. No tenía noticia de ello, el aislamiento lo confinaba a un mundo hermético de escasos veinte metros cuadrados hormigonados. —¿Quiénes? —Ryan, Clint, Annia, Thomas… —Reiner llevaba consigo los informes de los asesinatos, que empezó a sacar de su maletín.
El recluso le miraba intensamente. Tenía la envejecida mirada reluciente y lacrimosa. La nuez empezaba a subirle y bajarle rápidamente. Intentaba asimilarlo. Yo acudía estupefacto ante tal cambio brusco de humor. ¿Qué le pasaba a ese hombre en la cabeza? El sureño cejijunto sacó las fotos de los diferentes levantamientos de cadáver, en las que se inmortalizaron las horrorosas imágenes de la carnicería que el asesino en serie estaba realizando. Empezó a verlas una por una y se vino abajo. A pleno pulmón, empezó a vociferar, a llorar. Aquellos quejidos iban cargados de dolor. —¡No! ¡No! ¡Así no! ¡Así no! —Así no, ¿qué? —preguntó Reiner—. ¿Has visto esto antes? El llanto del prisionero colmaba la Sección 3C de Allegheny County Jail, todo ser viviente debía estar oyendo el lamento del antiguo miembro de los Alfas. Se desplomó, y de rodillas, apoyando las palmas contra el suelo, escondiendo la cabeza entre los brazos, empezó a gritar el nombre que jamás olvidé: —¡Regi! ¡Regi! ¡Regi! Se me heló la sangre. ¿Cómo sabía de él? Regi había sido la primera víctima del Creyente, pero veinte años atrás. ¿Cómo lo conocía? —¡Regi! ¡Perdóname, Regi! ¡Perdón! ¡Perdón, Regi! ¡Mi pequeño! ¡No! ¡Regi! Y a cada exclamación desahogaba todos sus remordimientos. Gritaba enloquecidamente. Reiner, Le Vert y el funcionario que nos había acompañado trataban de inmovilizarlo, ya que había empezado a tirarse de los pelos, arrancándoselos, arañándose la cara, mordiéndose los labios hasta herirse. Se había empezado a castigar severamente. —¡Perdón! ¡Perdón! ¡Regi! Más funcionarios llegaron para esposar a Kareem Hew, quien en trance trataba de autolesionarse. Yo estaba inmóvil, congelado, petrificado. ¿Cómo era posible?
—¿Quién eres? —pregunté temblando. La Sección 3C de Allegheny County Jail escondía la verdad del más horrible asesinato producido en Westmoreland County, incluso en todo el Estado de Pensilvania, en los últimos veinte años. Y nosotros estábamos allí para saberla. —¡Seta! ¡Seta! ¡Soy Seta!
Parte 3:
El Creyente
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016.
El Twist and Shout cesó y con él, la furgoneta que albergaba al asesino quedó en silencio salvo por el moqueo que el llanto le provocaba. Miró aquella foto de las cientos que albergaba su negro maletín, aquel que jamás le abandonaba. Sacó y metió de nuevo el disco para desgarrar más aún sus entrañas. —Os quiero. —Y con el viejo cuchillo se apuntaba directo al corazón, y era el recuerdo de Hew, Copman y el profesor lo que le frenaba.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Kareem se había tranquilizado tras tomar una pastilla que le hizo recobrar la cordura. Respirando hondo, procuraba estabilizar sus emociones. Hasta hacía escasos minutos, había sumido el centro penitenciario en el caos con sus gritos, pero sus pulmones y su pausado ritmo devolvían el silencio a la Sección 3C. —Os ayudaré, os contaré todo. Reiner y Le Vert tenían la libreta en mano, esperando a que Seta arrancase y no empezase de nuevo con los lamentos. Yo solo escuchaba, esperando a que recordar el pasado arrojase luz sobre el presente. Saber quién era el Creyente, quién había matado a Jonathan… Era lo único que me importaba. —Todo empezó hace veinte años, cuando conocí a Néstor Souza y, por él, a su hijo, Ramiro Souza, aunque en el barrio y en la escuela lo llamaban Regi.
Westmoreland County, 20 años atrás
—¿Pero de dónde sacas tanto dinero, hijo? —le preguntó el barbudo Seta al pequeño Regi. —Vendí lo que tenía mi padre. En el colegio hay niños que me dan mucho dinero. —¿Tu padre? ¿Y no se ha dado cuenta de que le falta coca? ¿Y te compran de esto? —interrogaba, y mientras mostraba las bolsas, el menor asentía—. Ya veo… Creo que al jefe le gustará. Toma, chico, me caes bien. —Le obsequió con una bolsita—. Nos veremos aquí a las ocho de la tarde cada domingo. Pórtate bien y no hagas trastadas. Regi, sin ser consciente de lo que hacía, pasó a ser una diminuta hoja más en el colosal árbol del narcotráfico en Estados Unidos. A Kareem no le hacía mucha gracia aquella historia. Sabía que aquel crío era el hijo de Néstor Souza. ¿Qué hacía ese padre? ¿Acaso no vigilaba a su hijo? Ramiro, sí. Alguna vez, hablando con él le había hablado de su amado hijo, lo último que le quedaba en la vida. Ese desgraciado era viudo y acudía a la coca que él vendía para abstraerse, para venirse arriba en aquellos momentos que se acordaba de su difunta esposa. Ahora era el hijo quien acudía a él, pero no sabía que lo que estaba haciendo era quedar bajo las redes de Ernesto Guerrita. Debía informarle a su jefe que tenían un nuevo camello, lo cual suponía someter al inocente Regi al control del mayor de los Guerrita y, lo que era peor, lo dejaba expuesto al látigo represor del clan, su hermano Aldo. Kareem conocía a los dos porque, además de narcotraficante, también estaba en el grupo de sicarios que formaba junto a Liam, Clint, Ryan, Annia y Thomas, integrantes de su unidad de los Alfas. Aldo recurría a ellos para ajustar cuentas con otros clanes. El agresivo hispano sabía que aquel grupo, los Alfas, no le debían lealtad. Solo se rendían ante el dinero, por ello, Aldo no tenía pudor en
hacerle encargos por sumas generosas. Desde asesinatos hasta simples secuestros, que le llevasen personas para que él mismo les aplicase su justicia. Había visto al atroz hombre, entrenado de pequeño por las maras, hacer barbaridades. Era capaz de absolutamente todo. De esa manera, como distribuidor de droga sabía de Ernesto, y como sicario, de Aldo. En aquel grupo de carroñeros era conocido como el novato, ya que llevaba poco tiempo en el negocio y como mucho había participado en alguna extorsión o secuestro, pero nunca había experimentado qué era quitarle la vida a una persona. —Ya le cogerás el gusto —bromeaba Liam. —Es cuestión de empezar —añadió Clint mientras limpiaba con un paño su pistola—. Para ser honestos, preferiría no tener que veros las caras ni trabajar en esta basura para ganarme la vida. —¿Y qué hay de tu empresa de lavado de coches? —Eso no sale rentable. Estaban todos reunidos en el almacén secreto que Clint Drinkwater tenía en mitad de Laurel Ridge State Park, cerca de la frontera con West Virginia. El rubio era al que llamaban los mafiosos cuando requerían de sus servicios, era el coordinador de todos ellos. Kareem estaba nervioso, nunca quería ver el momento de tener que asesinar a alguien. Una pregunta le rondaba la cabeza: —¿Cómo se siente… —sus compañeros le miraron, esperando que completase su cuestión— …cuando matas a una persona? Se miraron entre sí para continuar con lo que estaban haciendo, ignorándole. Nadie quería responder, Clint seguía limpiando su arma. Al igual que a él, la necesidad les empujaba a ese prolífico trabajo. —Jodidamente bien. —Liam se puso en pie y empezó a juguetear con el puñal que en la mano tenía, como si lo estuviera clavando a un ser imaginario—. Oh, sí… es jodidamente maravilloso.
***
Kareem llamó a la puerta de su superior. No se sentía bien por lo que estaba haciendo, estaba permitiendo que menores conocieran la droga, la probasen. Estaba criando pequeños drogodependientes, todos ellos de entre los trece y los dieciocho años, el rango de edad que en la escuela y el high school se podía encontrar. Aquel dinero que ganaba era sucio e inmoral, más si cabe. ¿Qué diablos pasaba con los padres de esos chavales? ¿No tenían ojos para ver cómo sus hijos se estaban echando a perder? «Tal vez debiera hablar con Néstor, que sepa lo que Ramiro está haciendo», pensó. —Adelante. —Ernesto, en su despacho e impecablemente vestido, esperaba al jamaicano Hew—. ¿Qué te trae aquí, Seta? —Señor Guerrita, hay un problema que me preocupa. —Aquí estoy para escucharle. —Es sobre la venta a menores. —Dígame. —Bueno, es solo que no estoy cómodo con ese tema. —¿Y bien? —Querría pedirle permiso para ponerle fin, cortar el suministro. Ernesto soltó una leve carcajada, como si una estupidez hubiera soltado. —¿Qué le hace ahora pensar en su edad? —¿Disculpe? —Venga, Seta. No me fastidie. Analicemos, ¿de acuerdo? Usted decide, por su
cuenta y sin consultar, venderle a un crío. Un crío, Regi, que nos hace acceder a un mercado de niños con dinero de papá y mamá. —Sí… —Inicialmente, lo hace por su propio interés. No repara siquiera en la familia, en todos nosotros, en este imperio. El egoísta Seta quería sesenta dólares más para poder irse sin apuros a cualquier club de alterne y comprar un buen polvo. Sin embargo, todo se le va de las manos y ahora quiere recular. Está creando pequeños monstruos y le muerde la conciencia. —Pero señor, yo no quería… —No hablamos de lo que usted quería o dejase de querer. Hablamos de lo que es. Se puso en pie y empezó a recorrer de esquina a esquina su lujoso despacho. —¿Acaso cree que es tan fácil como explicarle a esos mocosos que cerramos el quiosco? Que le quitamos su caramelo. ¿Cree que es así de sencillo? ¿Tendrá que explicarle Regi eso a sus compañeros? ¿Cree que lo aprobarán? ¿Cree que ellos no hablarán? Seta callaba, mirando al suelo. No había sido una buena idea ir allí. —Padre y madre, que en paz descansen, nos enseñaron a Aldo y a mí defender lo que es nuestro. Y por encima de eso, defender a nuestra familia. ¿Sabe qué pasa si alguno de ellos habla? ¿Si alguno hace que pillen a Ramiro Souza? Al hijo de ese condenado Néstor. Kareem se quedó de piedra. Él solo se había referido a su pequeño amigo, aquel primito de la calle al que tanto cariño tenía, como Regi. Jamás le había dicho nada a nadie sobre su identidad. ¿Cómo lo conocía? Aquella mafia era realmente peligrosa, tenía ojos y oídos en todas las esquinas de Pensilvania. —Te veo alterado, Seta —prosiguió Ernesto, que tibiamente mostraba sus dientes como si un perro de presa fuera—. Tranquilo, de momento no ha hecho usted nada a la familia. Ni usted ni su amiguito. Pero por Dios lo juro, por padre y madre, por los Guerrita y los que dieron su vida para que este sueño se forjase: como alguien amenace al clan lo pagará con la vida.
Kareem Hew temblaba, a punto de mearse en los pantalones. Aún no sabía si de allí saldría con vida. —¿He resuelto su duda? El moreno asentía con la cabeza, muerto de miedo. —Puede retirarse. Sin dudarlo un segundo se giró para irse por donde había venido. Sin embargo, alguien taponaba la puerta. Aldo, mentón alzado, con cara de asco y su habitual camisa blanca, portaba un viejo y oxidado machete tan largo como su antebrazo. —Avisado quedas, Seta —le despidió Ernesto.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
—La han visto. —¿A Natasha? —Sí. ¿Qué debemos hacer? —Tenéis que deshaceros de ella. Y no quiero solo su cadáver, también quiero ese maldito informe. Esto se nos puede ir de las manos y debemos cerrarlo cuanto antes. —Como ordenes, Jefe. sco Leppi colgó. Después de tantos años, aquella era la primera vez que veía a su superior tan alterado. Recordó el día en que tuvo que deshacerse de su progenitor alentado por aquel periodista traidor que, tras la mismísima muerte, seguía dándoles problemas. No había tiempo que perder, no quería que tanto sacrificio fuera en vano. Debían encontrar a Natasha.
Westmoreland County, 20 años atrás
El joven Aldo Guerrita gritaba desesperado, fuera de sí. Mientras, Ernesto lo observaba impasible, indiferente, acostumbrado a los trances de su hermano menor. Vociferaba en mitad de la sala, agarrando sus melenas negras como el carbón, arañándose la cara. Aquella mañana habían empezado a caer varios socios, traficantes de poca monta que habían mantenido una red que suministraba a menores. Sí, los menores de Seta, los de aquel Ramiro Souza, Regi. La noticia les había llegado de una manera tan inesperada como el cervatillo que cruza la carretera en mitad de la noche antes de ser atropellado. Había sido un caos, como si de un desastre bursátil se tratara, el pánico e incertidumbre recorrió de arriba abajo al clan. Se empezaba a especular y, peor, criticar la imprudencia de los hermanos por haber consentido un negocio tan arriesgado. Era lo que sucede con las apuestas cargadas de riesgos, muchas posibilidades de que salgan mal, pero como triunfe, el beneficio es incalculable. Nada más que desviar los caudales dedicados a comprar en el camión de los helados hacia el negocio de la droga suponía una revalorización de la empresa familiar. Por ello, queriendo continuar el legado, Ernesto se lanzó a aquella cuenca petrolífera una vez que Seta perforó el terreno que suponía la escuela en la que estaba Regi. En cambio, aquella refinería había estallado y en aquel momento veía cómo el fuego escalaba por el árbol familiar. —¡Ah! —gritó Aldo estridentemente de nuevo. Se escuchaban los bramidos en todas las salas del hotel tapadera desde el que organizaban los flujos de droga en aquella zona del país. Todo el mundo sabía lo que significaba. —¡No puedo hacer eso! ¡No puedo! ¡Te has vuelto loco! «Sí puedes. Y quieres».
—¿Cómo lo sabes? «Te conozco. Responde, Aldo: ¿qué diría padre de esto? ¿Volverás a decepcionarlo?». —¡Cállate! ¡Joder, cállate! —Aldo lloraba amargamente mientras el machete corroído le observaba fríamente. Un agudo pitido le aislaba del mundo, taladrándole los tímpanos. Ernesto seguía contemplando la escena sin inmutarse, ni siquiera gesticular. Parecía que ni respiraba. Era la misma reencarnación de su padre, ese semblante, ese porte, la autoridad que desprendía… Un hombre implacable, férreo y sin sentimientos. De rodillas, intentando arrancarse el cráneo, Aldo le lanzaba una mirada suplicante, víctima de las voces que lo atormentaban: —¿Qué debo hacer? —la pregunta iba dirigida a su hermano mayor, en quien veía a su difunto progenitor. Haría lo que fuese por contentarlo. Entonces, Ernesto sentenció: —Obedece. Los mocos le colgaban al menor de los Guerrita, con los ojos rojizos por la llantina. Se quedó mirando a su hermano fijamente. Cómo lo quería, siempre estaba ahí. Cuando Jefe, como llamaban al fundador del clan, murió, fue él quien asumió la figura paternal en la familia, cargando con la pena de una viuda y su hijo pequeño. Se incorporó lentamente sin retirar la mirada de aquel hombre a quien tanto iraba. —Gracias, así lo haré. Las voces habían desaparecido y la paz volvía a su mente. Inyectando solemnemente sus ojos en los de Ernesto, asintió. Cuando iba a retirarse de la sala, el mayor de los Guerrita le recordó lo más importante de aquella misión: —No te olvides de Seta. No respondió. Salió de la sala con aire decidido y, sobre su hombro apoyado, el viejo machete con el que iba a ajusticiar a los delatores.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Mi teléfono empezó a vibrar, pero lo ignoré. Estaba centrado en el relato de Kareem, que llegaba a su punto álgido. Lo que no podía imaginarme era que un fantasma me llamaba porque escondía la verdad de todo y necesitaba contarla para descansar en paz.
Westmoreland County, 20 años atrás
En Laurel Ridge State Park, procedente de las profundidades de las masas arbóreas de la zona, los gritos de Aldo Guerrita llamando a Kareem sonaban con más fuerza y terror que las trompetas del mismísimo juicio final. Ese día iba a ser ejemplarizante no solo para los Alfas, sino también para toda la sociedad. Clint Drinkwater sabía lo que se avecinaba, por lo que preocupado, se encargó de hacer que Seta huyera por un escondido ventilador que conducía a la parte trasera del almacén, consciente de que perderse en aquel parque nacional podía ser su única escapatoria. Todos los de la unidad se encontraban agrupados allí, citados por Ernesto Guerrita para dialogar con su hermano menor, lo cual ya sabían qué significaba. Solo faltaba uno de ellos, además del huido Kareem. Annia, Ryan, Thomas y Clint se preguntaban por el paradero de Liam cuando, tumbando de una patada la puerta, apareció un descontrolado Aldo, con un cuchillo en mano de al menos veinticinco centímetros. Tras él, el pelirrojo de los Alfas arrastraba consigo a un pequeño que lloraba sin entender qué pasaba. —Liam, ¿qué estás haciendo? —reaccionó Thomas Thalody. —¡A callar! —ladró Guerrita—. ¿Dónde está ese perro? ¿Dónde está Kareem? —No ha llegado todavía —mintió Clint. —¡Mirad lo que ha hecho! ¡Mirad! —gritó mientras con el cuchillo apuntaba al pequeño—. ¡Por su culpa, la obra de padre casi se viene abajo! ¡Este mocoso ha hablado! ¡Ese negro debe pagar! Seta había frenado la huida, contemplando desde su escondite la escena. Su amiguito Regi había sido secuestrado por el despiadado Liam, que le había entregado carne fresca al sanguinario Aldo. Ellos no podían hacer nada por Ramiro Souza, estaba condenado. Aquel hombre era demasiado poderoso y,
ponerle una mano encima, podía suponer que padres, hermanos, tíos y primos de cada uno de ellos, aquella unidad de los Alfas, misteriosamente «desapareciesen». Estaban en una encrucijada. Él, paralizado por el miedo, solo pudo quedarse como mero espectador de la grotesca imagen que aquella noche le hizo perder la razón. —Sabed cómo se paga la traición —dijo fríamente Aldo, machete en mano, dirigiéndose al pequeño, atado a una silla por un Liam que no reparaba en cuestiones morales ni sensibilidades Los demás contemplaban sin dar crédito a lo que estaba pasando. Annia lloraba desesperada, intentó salir corriendo, pero un alarido del pequeño acompañado de la voz amenazante de un Aldo cuya blanca camisa empezaba a tornarse rojiza hizo que se detuviese, sin poder moverse. —Muévete un centímetro más y serás la siguiente, perra rubia —amenazó el demente. En la distracción, Clint había agarrado una inyección como las que se usaban en el corredor de la muerte con el objetivo de acortar la agonía de aquel joven desgraciado. Tomó una de sus navajas, invitando a pensar que se uniría Aldo y Liam, y se acercó para, cuando nadie lo esperaba, clavarle la inyección y, con ella, ayudar al pequeño acortándole el sufrimiento, haciéndole el favor de quitarle rápidamente la vida. Expiró, los gritos cesaron, pero Aldo andaba raptado por las voces que le decían lo que debía hacer, procediendo a la represión que en su tierra natal se usaba para ajusticiar a los soplones. Mientras, Annia lloraba desconsoladamente, Ryan vomitaba, Thomas se tapaba los ojos mientras sus dientes rechinaban. El señor Drinkwater, en cambio, permanecía mirando fijamente a Liam y Aldo, jurando para sus adentros vengar la barbarie cometida aquella noche en su almacén. Exhausto, Aldo se retiró y le ordenó a Liam que lo degollase y le atase las mutiladas manos. Las voces se lo decían, era la forma de hacer justicia con quien traicionaba a padre y madre, eso afirmaban los ecos de su mente. El pelirrojo obedeció sin titubear, indiferente. Le gustaba ese trabajo. Kareem lloraba en silencio corriendo a través de la maleza. Le pesaba
profundamente haber traficado aquella indeseable cocaína solo por su hambre de dinero. Era un desgraciado, un miserable responsable de aquella barbarie. Él y todos los que aquella noche vieron y dejaron que Regi capitulase de aquella manera. Corría con toda la potencia y celeridad que su condición física le otorgaba. Si Aldo o alguno de los secuaces que en los coches le esperaban lo veían, sería hombre muerto. En mitad de la dolorosa carrera, con el alma fragmentada en mil pedazos, supo lo que debía hacer: contárselo a Néstor, pese a que lo hundiría más todavía. Tras ello, se entregaría a la policía y hablaría. Diría todo lo que sabía, confesaría todos sus crímenes. Habían pasado dos horas desde que se fue Aldo. La sala estaba manchada y Clint miraba, empezando a salir del shock en el que había permanecido durante tantos minutos cuando su mente se derrumbó ante la escena vista. No podría dormir. No hasta dar muerte a Aldo Guerrita.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
—Muchas gracias por todo, Kareem. —No he dicho que haya terminado de contaros lo que sé. Todo esto fue hace veinte años, y fue el motivo por el que ese grupo de los Alfas nos disolvimos. Sin embargo, sé que una parte de ellos, estando yo encerrado en esta cárcel, se reunieron una última vez. —¿Os volvieron a contratar? —pregunté. Él negó con la cabeza. —Llamaron a Clint Drinkwater, ofreciéndole una gran suma de dinero, pero él la rechazó. —¿Rechazó el dinero? —Así es. —¿Por qué? —Ellos, más allá de mercenarios, eran personas. —Cuesta creerlo —añadió Reiner despectivamente. La mirada que Kareem Hew le regaló fue letal. —Clint era un buen hombre que realizó malas acciones, pero un buen hombre al fin y al cabo. —¿A cambio de cuánto dinero? —desafió el cejijunto. Le Vert intervino calmando los ánimos. Tras saber el fatal destino de Regi, Reiner tenía la sangre que le hervía. El sureño tenía una gran fortaleza, pero
también un aguerrido carácter. —Clint solo quería hacer justicia —aseveró el prisionero. —¿Qué encargo recibió? —Matar a los Guerrita.
Nueva Orleans, 6 años atrás
—¿Otra pesadilla? La señora Drinkwater observaba cómo su marido asía fuertemente el lavabo. Estaba pálido… Otra vez. Sufría, sufría mucho. Guardaba un secreto que jamás le había contado. Ella lo observaba preocupada. Estaba otra vez con los ojos fuera de sí, delatando su respiración aquellos episodios de ansiedad que padecía. Sus recuerdos no le dejaban tranquilo. Nunca quería sacar el tema de su pasado, cuando lo hacía él evitaba la conversación y rápidamente cambiaba de tema. Años llevaban así. En mitad de la noche, él desaparecía de la cama. A veces se iba a correr inexplicablemente y volvía a la hora sudado y exhausto. Otras, simplemente se retiraba silenciosamente al salón y se quedaba contemplando la calle. ¿Qué tan oscuro secreto guardaba que no podía ni mencionarlo tras tantos años de matrimonio? Ella jamás lo delataría, no lo hizo cuando le desveló su pasado de sicario, ¿por qué iría a hacerlo en aquel momento? —Deberíamos ir al médico. —Estoy bien, de verdad —aseveró Clint—. Me iré a dormir al salón, al sofá. Buenas noches. Temblando, se retiró de la habitación matrimonial. Se tumbó en el sofá, pero la imagen del pequeño Ramiro le perseguía. No había día en que la escena no se repitiese en su mente, era su tormento. No vivía tranquilo. Aldo… Y Liam… Aquel pequeño gritando… Clint Drinkwater no se perdonaría jamás cómo fue cómplice esa noche. Ni en su esposa podía encontrar el consuelo. «¿Cómo puede quererte, bastardo? Mereces morir».
Su mente le torturaba, la conciencia le retorcía sus entrañas. Si aún seguía con vida era porque no reunía las agallas como para apretar el gatillo de una pistola que lo ajusticiara. Se mudaron al sur, al buen tiempo, a la alegría de Nueva Orleans, pero su enfermedad no tenía remedio. Tras catorce años de tormentos, Clint era incapaz de volver a sonreír. Solo esperaba recibir su merecido castigo, que alguien le cortase cada uno de sus dedos, que alguien lo degollase lentamente. A menudo se preguntaba por los demás. Solo sabía de Kareem, quien entre rejas estaba. De todos tenía el número, sabía cómo localizarlos, pero no lo hacía. ¿Pasarían por lo mismo que él? ¿Tendrían sus mismas visiones? Una noche, y otra, y otra. Semanas, meses. Cada mañana amanecía y él sentado miraba por la ventana de su salón cómo amanecía, cómo los menores eran recogidos por los autobuses escolares. Ramiro podría ser uno de esos, pero no tuvo el coraje de hacer frente a Aldo. Sin embargo, una de esas mañanas la redención llamó a su teléfono. —Quiero que los mates. —¿A los dos? —Sí. Os prometo una gran cantidad de dinero, un cheque en blanco. No quiero que nos delate. —No quiero dinero. —¿Qué propones? —Nada. Solo déjame matarlos. —¿Qué hay de tus compañeros? —Llevo catorce años sin verlos, pero podré ar con ellos sin problema. —El juicio puede ser en cualquier momento. Hay quien rumorea que en dos días por la tarde. —Estaremos esta madrugada en Pittsburgh.
—¿Todos? —Seta está en la cárcel, y si veo a Liam también lo mataré. Iremos Ryan, Annia, Thomas y yo. Raffaelo Leppi sonaba incrédulo al otro lado del teléfono. ¿Matar a los Guerrita gratuitamente? —¿Cómo sabes que ninguno quiere ni un solo dólar? —Lo sé. Solo queremos matarlos.
Pittsburgh, 6 años atrás
Annia y Ryan estaban dando un paseo por aquella ciudad que tanto tiempo habían estado sin ver. El lugar donde se enamoraron, Pittsburgh, la ciudad del acero. Eran los Bonnie y Clay de la zona, o con eso bromeaban antaño. Se pararon en seco, un agente motorizado se acercaba. Era de tráfico, pero no podían confiarse. Seguían siendo unos prófugos de la justicia, un historial lleno de crímenes sin resolver, esquivando a la policía. El agente se detuvo frente a ellos, aparcando la moto en el parque por el que el matrimonio esperaba la llegada de Clint. «Arnold Schmidt», rezaba la placa del desmejorado Thomas Thalody, quien había cambiado radicalmente. Los años les habían pasado factura a todos. —¿Qué hacéis a estas horas de la madrugada paseando por este barrio? ¿Queréis llamar la atención de la policía? —¿Intentas bromear? El humor nunca fue tu fuerte, Thomas. —Me alegra ver que seguís vivos, chicos. Clint se retrasó cinco minutos más de lo estipulado. Sus patas de gallo, su desaliñado cabello rubio… Aquellas ojeras reclamaban poder descansar. —Os pido disculpas. Me alegra veros tras todos estos años. Por favor, venid conmigo. En Strip District, la habitación de hotel alquilada por el empresario daba por una terraza a las orillas de Allegheny River. Allí, juntos tras tanto tiempo, planearon cómo reconciliarse con sus conciencias. Todos ellos tenían la espantosa escena de Ramiro gritando mientras era cruelmente ejecutado por Aldo y Liam… Y todos ellos querían borrarla. Tendrían una última misión.
Pittsburgh, 6 años atrás
Una anciana cruzaba lentamente el paso de peatones, forzando que el primer coche patrulla de la caravana que consigo portaba a los Guerrita se detuviera. Los agentes miraban cómo la señora, pese a ir doblada, con el cabello tapado por un paño y gafas de sol, su piel lisa de blanco oro mostraba una juventud que no se correspondía con la imagen que al mundo mostraba. Fue entonces cuando dos motos, una con solamente el conductor y la otra con dos individuos, se situaron a cada lado del vehículo. Y en un abrir y cerrar de ojos, tanto motoristas como la anciana sacaron de la nada ametralladoras de mano que en décimas de segundo activaron. Aldo los reconoció, eran cuatro de los Alfas. Glenn Costa iba en el oscuro Toyota, a la suficiente distancia como para ver desde lejos lo que estaba pasando. Prince y Matthew estaban siendo ametrallados por los flancos y desde el frente, y junto a ellos Ernesto y Aldo quedaron secuestrados bajo el luminoso e incesante castigo de plomo. Los cuatro estaban dentro de aquel coche que empezaba a adoptar la forma de un colador para quedar completamente destartalado. La mujer disfrazada de señora mayor disparaba sin piedad en mitad del paso de peatones. Los motoristas, desde los flancos del vehículo, estaban asegurándose a base de pólvora de que los Guerrita fuesen historia desde aquel mismo día. Y los agentes, presos del ajuste de cuentas, no eran más que daños colaterales para los sicarios. Cuando la munición se les acabó a los asaltantes, la anciana se subió de un salto a la moto en la que iba el conductor sin acompañante. Un beso en la espalda de este y se perdieron a toda velocidad, seguidos de los otros dos cómplices, dirección al Birmingham Bridge. El inspector en jefe no llegó a contemplar el desarrollo completo de la escena, ya que tan pronto como vio las ráfagas de disparos, de un volantazo se giró a otra calle, acelerando, dejando Forbes Ave atrás. Sus compañeros no habrían sobrevivido, y los hermanos Guerrita tampoco. —Te lo he dicho, Glenn, vienen a liberarnos.
—¡Elliot! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no acabas de ver lo que yo? ¡Han venido a mataros! —¿Y qué crees que es la liberación? Costa dio la alarma por la radio, ellos eran los siguientes, necesitaban escolta cuanto antes. Miró por los retrovisores, nadie los perseguía. No había ni rastro de aquellos sicarios. ¿Iban a tenderles otra trampa? —Gracias por lo que hemos vivido. —¡Cállate! ¡Esto no es el final! ¡Saldremos adelante! —Ojalá, pero sabes que no es así. —¡Desapareceremos! ¡Nadie nos encontrará! —Explícaselo a tu mujer. La gente que paseaba por las calles de Pittsburgh empezó a gritar y salir corriendo despavorida. Un nuevo disparo se había escuchado. Costa reconocía ese sonido, un francotirador los intentaba cazar. —Lo mejor que puedes hacer es dejar que me… No pudo terminar la frase. Otro nuevo disparo había acertado de lleno en la rueda trasera del coche, que se desestabilizó y dio dos vueltas de campana. Aterrizando de pie, se había quedado completamente clavado en Wylie Ave. Eran un blanco fácil. «Mierda», pensó Costa, quien, con la ceja reventada por el golpe y el fémur fracturado, no podía moverse, todo le daba vueltas, su visión se tornaba negra víctima del mareo. Atrás, Elliot Can había salido mejor parado, aparentemente ileso, más allá de un leve corte en su mentón y la nariz fracturada. El automóvil estaba destrozado. El crepúsculo adornaba el final de aquel día. En menos de un minuto, las luces rojas y estridentes chillidos de sirena se abrían paso entre el tráfico para auxiliar a los heridos.
¿Esperanza? Tal vez fue lo que por décimas de segundos sintió el empresario turco. Décimas porque, abriéndose los portones del vehículo sanitario, al suelo saltó Raffaelo Leppi, cabeza de su familia. Con él, otros dos de su clan. Pudo reconocer a uno de los Eriksson, quien iba al volante. Iban a liberarlo. Pero ¿qué era la liberación? ¿Es el tiempo moldeable? ¿Podemos alargarlo a nuestra voluntad? ¿O subconscientemente? La respuesta era lo de menos. Lo importante en aquel momento era que todo se había paralizado. «¿Por qué empecé esto?». La vida de Elliot Can no tenía ni sentido ni fundamento. Emigró a los Estados Unidos buscando reencontrarse consigo, tratando de labrar una existencia llena de plenitud. Pero ¿qué era la plenitud? ¿Cómo sería recordado? Dando tumbos, conoció a un Ernesto Guerrita que quería construir el corrupto reinado con el que soñó su padre. Y con él, colaborando codo con codo, siendo su testaferro, llegó el dinero. Pero ¿era suficiente? ¿Cómo se llamaba ese pecado? ¿Codicia? ¿O era sana ambición? Apretó la mano del hispano. Pero ¿era suficiente? ¿Un simple testaferro? ¿Por qué no ser un emperador en la sombra? ¿Podía el poder llenar el vacío corazón que consigo llevó a América? ¿El poder corrompe? Él siempre trató de ser ejemplar. Sin embargo, solamente puedes creer en una cosa en esta vida. Él, en su Ankara natal, creía en Alá y nunca fue suficiente, su frustración jamás desapareció. Probó suerte con los cristianos ortodoxos, fallando a su fe y sus principios para nada. Huyendo de sus fantasmas, tomó un avión y llegó hacía quince años a la tierra de las oportunidades. ¿Oportunidades o condenas? Aquel maravilloso país era una moneda, en la que la cara era el éxito y la cruz el riesgo del fracaso. Y durante años probó el segundo. Estrechar la mano del ambicioso Ernesto fue pactar con el diablo, adorar al metálico dios dinero. Por esa razón, aquel clan de hispanos nunca fue suficiente. En Turquía era arquitecto, y allí en Estados Unidos sería el diseñador, el cerebro del narcotráfico en la Costa Este. Alguien imprescindible, de incalculable valor, irremplazable.
Por ello, se puso al servicio de los Eriksson, los Ravenholdt y demás bandas. Él mismo apretó la mano de Raffaelo Leppi, aquel pez gordo con el que se había emborrachado, con el que había celebrado el más prolífico negocio de la costa atlántica. Y al igual que se habían abrazado, habían llorado juntos. Lo mismo hizo con todos los demás jefes de las mafias, era una persona querida. Pero, sin embargo, era apreciado como una herramienta. El único ser humano que durante los últimos años le había hecho sentir especial estaba semiconsciente en aquel destrozado vehículo. El dinero jamás le dio la felicidad que el malogrado conductor le había brindado. Se habían protegido mutuamente, pero aquello terminaba ese mismo crepúsculo. «Una herramienta», pensó Elliot. Cuando deja de ser útil, va directa a la basura. La concepción utilitarista de la vida, esa misma que Raffaelo Leppi representaba en aquel momento, bajando de aquella secuestrada ambulancia con un AK-47 empuñado junto a sus dos secuaces. Había que deshacerse de lo que ya no servía, esa era la liberación. —¡Elliot…! El grito de Glenn desapareció bajo el escandaloso ruido desatado por las armas de asalto con la que aquella representación de narcotraficantes atacaba el vehículo. Los cristales estallaban, gritos de horror de fondo, los viandantes huyeron, refugiándose en los rascacielos y edificios cercanos. El inspector notó cómo un proyectil perforaba su rodilla derecha, castigando más aún su lastimada pierna. Otra bala le dio de lleno en el pecho, sintiendo un fuerte golpe seco, salvado por el chaleco antibalas. Sin embargo, su hombro izquierdo no correría la misma suerte, siendo perforado limpiamente. Se dobló del dolor, dejándose caer sobre el volante mientras otra bala castigaba de nuevo su pierna derecha. Cayendo a un lado, recibió otra a la altura del estómago, perdiendo la consciencia. Atrás, Elliot Can seguía preso de aquel bucle temporal en el que se encontraba inmerso. Por ello, no notó la bala que, rozándole la cara, se llevó consigo una de sus orejas. Ni cómo un boquete se abría en su tibia, otro en su húmero. Uno nuevo, a la altura del pulmón derecho. ¿Se le encharcaría? Tosió, escupiendo sangre, fue a limpiarse instintivamente, pero en aquel frenesí, festival de plomo, una nueva perforación destrozó sus esposadas manos. Y el tiempo se detuvo.
Podía ver a Raffaelo a cámara lenta cómo iluminaba aquel crepúsculo, infantil noche, con la magnífica arma soviética. «¿Por qué?», pensaba el moribundo turco. «¿Por qué he dejado de creer?». ¿Y si nunca hubiera salido de su otomana ciudad? ¿Y si nunca hubiera dejado atrás a su familia? Aquel amor que en su juventud disfrutó, aquellos amigos con los que fumaba hookah, los alegres días del festival, los colores de la bella capital… Lo dejó todo por… ¿Qué? La crisis existencial le llevó a esa zona del mundo que sería su tumba. ¿Cuántos millones de dólares tenía en sus cuentas bancarias? ¿Cuántos negocios había abierto con su exitosa carrera? «¿Me ha merecido la pena?». ¿Y si era cuestión de perseverar? ¿Y si solo debía haber afrontado sus problemas allí en vez de huir? ¿Qué habría sido de su familia? ¿Y de sus amigos? ¿Y de aquella joven? ¿Quién lo quería allí, en Estados Unidos, por lo que era? ¿Quién lo quería solamente por lo que tenía? ¿Y por lo que hacía? Raffaelo, Ernesto, Aldo… Ellos lo querían por ser útil. Nada más. Por eso, aquel día, en mitad de Wylie Ave, Pittsburgh, llegaba su fin. «Qué jodidamente vacío me siento», pensó Elliot. Intentó hacer algún ruido, pero un nuevo disparo le robó la voz al atravesarle la garganta. De salir de esa, quedaría tetrapléjico. Sin embargo, aún seguía consciente. Y sí, la veía venir. Lentamente, pero la bala que le privaría de la vida, la misma que se abriría paso a través de su cuenca ocular derecha, avanzaba con firme e inquebrantable decisión. Aquella pausa temporal le permitía, le concedía el lujo, de tener unos últimos delirios. ¿Debía estar agradecido? ¿A quién? ¿Quién había hecho eso? ¿Dios? ¿Alá? Lo mismo daba el autor. Solo esperaba. «Me hubiera encantado morir rodeado de la gente a la que quiero. De la mujer que nunca encontré, de la familia que nunca tuve». «Debes prepararte para el fin, Elliot».
«¿Y qué es el fin?». «La liberación». «¿La liberación de qué?». «De este mundo, de este infierno». «¿Infierno? ¿Acaso existe el cielo?». «Eso espero. A decir verdad, tengo mucho miedo de lo que viene». «¿Qué viene?». «O todo o nada. Y la nada me aterra». «¿Y tú qué deseas?». «Abrir los ojos en un todo, aunque necesite una eternidad para pedir perdón por mis pecados». «Enhorabuena, Elliot. Vas a encontrar respuestas, vas a encontrar dragones». El pensamiento calló. La bala ya había atravesado el cristal derecho de sus gafas, empezaba a rozar el ojo del cerebro de la mafia, del empresario de la droga. Aquella pausa se cerraba para siempre. Una última lágrima recorrió la mejilla. Era la liberación, el momento de saber la verdad. Costa tosía, gravemente herido. La ambulancia había desaparecido, y con ella aquellos criminales que le habían robado la vida a Elliot Can. Glenn giró la cabeza, afinó la vista y agudizó el oído. Nuevas sirenas, la policía llegaba tarde, pero los sanitarios aún estaban a tiempo de salvarle. ¿Dónde estaría Bert en aquellos momentos? Lo mismo daba. Los Leppi, Thorton, Eriksson… Todos pagarían.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Kareem interrumpió su relato, cayendo en una profunda tristeza por recordar la fatídica suerte de los Souza. Sus actos dejaban mucho que desear, era el tipo de alimaña de tres al cuarto que nutrían buena parte de las cárceles de Estados Unidos en la guerra a las drogas. No dejaba de ser un pobre, casi sin techo, marginado y discriminado que intentaba sobrevivir en esa lucha sin cuartel llamada sociedad. Realmente sentía pena por él. El bolsillo de mi chaqueta volvió a iluminarse, escuchándose la fuerte vibración que gustaba derrochar. Aquel ladrillo parecía un moscardón atrapado en una diminuta sala. Volví a ignorarlo sin saber que aquella ocasión que estaba dejando pasar sería la última para poder hablar con mi padre.
Pittsburgh, 6 años atrás
Robert, ilusionado, había reservado una mesa para dos en el lujoso restaurante Altius, situado frente al abrazo que los ríos Ohio, Allegheny y Monongahela se daban, formando el corazón de Pittsburgh. Era un sitio de alta cocina, situado en una elevación que regalaba una visión preciosa de la antigua ciudad estadounidense. Allí, rodeando al amor de su vida por la cintura, contemplaba aquellos días como una época transitoria, en la que los difíciles tiempos de los Guerrita eran cosa del pasado para dar lugar a un periodo de tranquilidad en el que poder volcarse en Aurora, que tanto le había dado. La miró de arriba abajo. Iba radiante con aquel vestido carmesí que contrastaba con su blanquecino tono de piel. Era una princesa sacada de los mejores cuentos jamás escritos, una heroína nunca imaginada que había tomado el riesgo de meterse en la boca del lobo para acabar con aquellos que hacían a Robert sufrir a diario. Amar es combatir, decía una canción, y así lo había hecho ella. Aquella mañana que Elliot Can la interrogó pensó que sería su fin, pero no. Pasó inadvertida ante el inteligente turco como una simple aficionada al dibujo, y la grabación que sacó los vendió a la unidad que Robert había preparado. Los habían derrotado los dos, juntos. —Estás preciosa. Ella le devolvió el piropo con una dulce sonrisa para, delicadamente de puntillas, depositar en los labios de Robert uno de sus suaves pero profundos besos. Se querían y ahora debían ir pensando en avanzar más en la relación. —Te quiero —dijo tras separarse de él. El camarero los condujo hacia el lugar donde estaba hecha la reserva: una sala con tres de sus cuatro paredes acristaladas, en un mirador privado, suspendido en las alturas, desde donde la vieja ciudad del hierro dibujaba un espectáculo de luces que iban y venían, rebosante de vida.
Aquella misma tarde, Elliot Can y los hermanos Guerrita, Ernesto y Aldo, debían haber sido llevados de las dependencias policiales a las judiciales. Eso era lo que debía haber sucedido en condiciones normales. Lo que jamás hubieran imaginado los dos es que, mientras agarrados de la mano se juraban amor eterno, alegres tras la victoriosa contienda; a unas millas de distancia Can estaba siendo asesinado por sus socios y que lo que quedaba de los Alfas estaba vengando la cruel muerte de Ramiro Souza, redimiéndose por no haberla evitado, buscando así aliviar el remordimiento que cada noche los atormentaba. Y lo que jamás hubieran podido pensar es que un hombre de la importancia de Glenn Costa se expondría a llevar a un recluso como el turco para salir de aquella aventura en coma inducido. Eran unos acontecimientos tan inesperados que dejaron a Robert Copman helado, temblando mientras por el otro lado de la línea Teo Wagner le relataba el caos desatado en aquellas calles que daban vida a la centenaria ciudad. Se separó el teléfono de la oreja, dejándolo caer, exhausto. ¿Cuánto había durado esa efímera tranquilidad? Se quedó mirando fijamente a Aurora, que se temía lo peor al ver a su querido novio reaccionar de tal manera ante el teléfono. Algo no había salido bien. —Robert… —la voz le temblaba, haciendo fuerza por no verter una lágrima en aquella romántica velada—. ¿Qué sucede? —Muertos… Todos… Asesinados… Aldo… Ernesto… Elliot —decía mientras se aflojaba el nudo de la corbata y se desabrochaba los primeros botones de la camisa—. Jamás podrán confesar… y… y… Lleno de ira, tomó la botella de Château Mouton-Rothschild y la estampó contra el suelo, salpicando los blancos manteles, haciendo que el camarero le abroncase. Pero a él le daba igual los aspavientos del maître, estaba ofuscado, frustrado. Esa mierda volvía a superarlo de nuevo. Aurora contemplaba la escena en silencio, con un llanto apagado e imperceptible. La noche iba a ser de los dos y de nadie más y, sin embargo, se había echado a perder. Y todo lo que por Robert había arriesgado se había ido al traste por la indeseada llamada de Teo Wagner. Sin poder aguantar más, se levantó dirección al cuarto de baño, destrozada por aquel dramático giro, por ver la peor cara de Robert en un día como ese.
Cuando el agente de policía recuperó la cordura, se disculpó con el personal del lujoso restaurante y pidió la cuenta. Vio cómo Aurora no estaba junto a él, se alejaba a paso ligero dirección a los aseos. En la mesa se había dejado el bolso entreabierto. Algo en él le llamó la atención. Un papel había sido enganchado a uno de sus diminutos bolsillos externos, alguien se lo había colocado dejando que asomara. No recordaba haberlo visto así en el momento en que los dos tomaron asiento. Algún camarero o cliente lo había puesto allí, un mensaje para la joven policía. Sin esperar a que ella volviera de limpiarse las lágrimas, lo tomó rápidamente y lo que leyó le heló el alma. Tras varios desdobles se podía nítidamente leer escrito con rojiza tinta:
«Aurora Galiot».
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Kareem rompió a llorar, dando así por finalizado el relato. Poco más podíamos sacar de aquella pobre alma en pena, que había decidido desaparecer del mundo para así purgarse, cumplir una penitencia por el papel que ocupó en el pasado, por haber causado tanto mal. —Yo… No hay una sola noche en la que el rostro de Regi no aparezca en mis sueños, pidiéndome alijo y yo vendiéndoselo. Le grito a mi yo del pasado, intento pararlo, pero el sueño cambia de golpe para ver el cuerpo sin vida del pequeño… Me arrepiento tanto de todo… —Bueno, por lo menos así estás a salvo, aunque mereces que el Creyente te haga lo que hizo a tus compañeros —dijo un frío Reiner. —¿El Creyente? —Sí, el asesino que actúa así con sus víctimas, que hace lo que Aldo y Liam hicieron. —Aldo está muerto según pude ver en su día… —Pensaba que estabas incomunicado del exterior. Sí, hace seis años le ametrallaron junto a su hermano —intervine. —Fueron Clint y los otros —dijo automáticamente Seta. Las víctimas del Creyente. —Sea como sea, no podemos seguir perdiendo tiempo aquí encerrados. Tenemos un psicópata que atrapar —concluyó Le Vert. —¿Cree que es posible que Liam sea el Creyente? —preguntó Reiner. —Debe serlo. Y probablemente todo se reduzca a un ajuste de cuentas por lo que le hicieron a los Guerrita.
—Entonces, alguien se lo ha encargado. Y algo me invita a pensar que sea la misma persona que pidió eliminar a Jonathan Rivers. Cuando estábamos a punto de salir de la sala, recordé el zumbido de mi teléfono. Tomé el móvil y vi que tenía dos llamadas perdidas. Una, de mi padre. Había dejado un mensaje en el buzón de voz que decía así: «Hijo mío, el inspector en jefe Glenn Costa me ha llamado para comunicarme tu suspensión. No te preocupes si estás pasando por un amargo momento, todos tenemos altibajos. En casa te esperamos tu madre y yo, podrías pasar una temporada con nosotros. Seguro que te viene bien y así puedes reorientar un poco tu vida». —¿De qué conoce a Costa? —pensé en alto. —¿Qué dice, señor subinspector? —Le Vert se extrañó. —Nada, nada, cosas mías. Ella frunció el cejo, escrutándome. Sabía que aquel era mi último servicio, y sabía de lo que le había hecho a Brosman. Pese a ser oficialmente excompañeros, o excolaboradores, no titubearía en levantar investigaciones en torno a mí si así lo creía oportuno, con todas sus consecuencias. En aquella delicada encrucijada, que yo acabase en la cárcel era una posibilidad más que factible. —Disculpe, fiscal, es solo que todo esto me está superando. —Lo mejor que puede hacer es irse ya, Sr. Copman. Sus servicios aquí han terminado. Debemos centrarnos en encontrar a Liam Ferguson. Nos separamos en el hall de la cárcel. Antes de poner mi propio rumbo, Reiner, apretándome el hombro de modo paternal, me susurró al oído: —Te llamaré. Una vez nuestros caminos se separaron, me quedé sentado en la acera, usando los adoquines como improvisados asientos. Tal vez sería bueno obedecer a papá y volver a casa. Así podría dedicarles más tiempo, el que el trabajo le había quitado todos esos años. Tal vez así pudiera saber cómo conoció a mi antiguo
jefe y por qué no había dicho nada hasta la fecha. En mi mano tenía el móvil, con la pantalla apagada. En aquel momento pensé en Aurora, ¿dónde estaría? Ojalá hubiera conocido al hombre que se merecía, el que la hiciese feliz. Suspiré. En aquellos momentos lo había perdido absolutamente todo, a expensas de esperar la llamada del inspector de Luisiana para darme alguna buena noticia. Encendí la pantalla, sin saber muy bien qué hacer. Entonces, el tiempo a mi alrededor se detuvo cuando aparecieron las letras de la última llamada que recibí y no atendí:
«JONATHAN A. RIVERS».
Pittsburgh, 6 años atrás
Ella volvió del cuarto de baño, aún con los ojos salados por el devenir de la que se suponía que sería su noche. Robert había perdido los estribos. Él la esperaba de pie, tras haber pagado la cuenta del primer plato que escasamente habían degustado. Volvían a casa, Aurora sabía que aquella noche no dormirían juntos y por un momento temores infundados se le pasaron como fugaces destellos por la mente. ¿Por qué lucía así el hombre de su vida? Su rostro estaba desencajado y la miraba absorto, pálido, temblando. ¿Tanto le importaba el trabajo? Mientras, apretando el papel en su puño, Robert trataba de ocultar a su novia aquella amenaza de muerte. No quería imaginarse un mundo del que ella no formara parte, pero ¿qué hacer? Estaba entre la espada y la pared, aterrorizado por la simple idea de salir un día de la comisaría, dejarla a ella en su portal o simplemente despedirse en la estación cuando ella volviera a ver a sus padres y que aquella imagen fuera la última. Un adiós y Aurora desvaneciéndose de la faz de la Tierra. Tenía que alejarla de él, hacer que se fuera lejos para salir de la órbita de las bandas criminales que en ella habían puesto el foco. Mientras estuviese en aquella zona de Estados Unidos, junto a él, correría un serio peligro. Debía alejarla a cualquier costo. —Lamento muchísimo lo ocurrido. El agente conducía en silencio, sumido en un conglomerado de emociones que le hacían sentir un pánico terrible. Había fracasado como agente, el ascenso que se promovería sería una farsa y un sinsentido. A esos hombres había que tenerlos con vida, no muertos. Se iba a desatar el caos… Y esa anarquía se cobraría a Aurora como primera víctima si no actuaba. —¿Por qué no dices nada? La no respuesta la desgarraba por dentro. Él la miró fríamente para después volver a centrarse en el asfalto. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, decidió dictar condena:
—No has sido útil. Aurora abrió los ojos exageradamente, sintiendo cómo se le iban a salir de sus órbitas. Aquellas cuatro palabras habían sido una dolorosa puñalada. ¿Acaso él la había estado utilizando? No quería creer que había sido una simple muñeca de trapo usada, manipulada por un ventrílocuo sin escrúpulos que había estado tanto tiempo fingiendo. No tenía sentido, ella lo conocía, o eso pensaba. ¿Qué ocultaba? —¿Por qué quieres demolerme de esta manera? ¿Qué te he hecho para que ahora me trates así? Se habían detenido. El portal de Aurora le esperaba, el mismo que tiempo atrás presenció el primer beso del que había sido el mejor capítulo de aquel libro suyo llamado vida. Nuevamente, Robert repitió fríamente, con la fría indiferencia del que trata a un desconocido: —No has sido útil. De un portazo y corriendo, con sus desnudos y blanquecinos hombros convulsionando, Aurora se refugió en la oscuridad de su hogar, perdiéndose en ella el carmesí vestido con el que Robert grabó en la memoria su última imagen. —No quiero un mundo en el que no estés —dijo el joven agente, en la soledad de su coche, mientras dejaba caer la nota que anunciaba la muerte de su amada. Puso rumbo a su apartamento, sin ganas de vivir. Se escuchaban disparos en la lejanía, Pittsburgh se había convertido en una guerra sin cuartel que se saldaría con más agentes heridos, alguno de gravedad. Aurora estaba finalmente confinada en su casa, era donde más segura podía estar. Aparcó en un descampado, alejado de aquella pesadilla. En el mirador en el que se encontraba tras dar un paseo sumido en las tinieblas, un nativo americano y un colono inglés, ambos de bronce, se daban la mano, mirándose intensamente. Frente a ellos, el espectáculo de luces de aquella ciudad que todo le había dado. De la funda sacó la pistola, cargándola. La miró temeroso. ¿Era la mejor opción? Cerró los ojos y abrió la boca, introduciendo el cañón de la misma mientras su dedo acariciaba el gatillo.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Era noche cerrada y mi corazón latía desbocadamente, saliéndoseme por la boca, ansioso de liberarse de su confinamiento. No daba crédito a lo que la pantalla de mi móvil revelaba:
«JONATHAN A. RIVERS».
Debía estar soñando, aquello era una pesadilla. Mi mundo volvía a venirse abajo y, repentinamente, el más allá me llamaba. Mi amigo estaba muerto, investigar qué pasó el fatídico día de su boda me había llevado a aquel punto de no retorno. Con la mano temblando como si de un flan se tratase desbloqueé la pantalla y devolví la llamada. Un pitido largo tras varios tonos respondió mis preguntas, nadie había al otro lado de la línea. No podía ser, su móvil debía haber sido inventariado tiempo atrás, cuando todo empezó. Me serené y empecé a caminar dirección al bar más cercano. Quería emborracharme, necesitaba alcohol que despejase mi turbia mente, demasiada información de golpe. ¿Y para qué? Al fin y al cabo había sido apartado del cargo, suspendido. A saber si tras todo aquello acabaría en la cárcel o, peor aún, en el psiquiátrico. Acariciaba suavemente mi calva, empezando a ser consciente de que toda aquella investigación me había superado… Como aquella vez cuando Ernesto y Aldo regaban de droga los rincones de Pensilvania y, junto a ella, de toda la Costa Este. De nuevo mis suspiros empezaban a declinar notas de nostalgia dedicadas a Aurora cuando el bolsillo de mi larga gabardina beige comenzó frenéticamente a vibrar… otra vez. Muerto de miedo vi el nombre del periodista reclamar respuesta:
«JONATHAN A. RIVERS».
Me armé de valor y descolgué decididamente a saber qué ocurría aquella maldita noche. —¿Quién eres? ¿Y qué haces con el teléfono de Jonathan? Una leve respiración era mi respuesta. ¿Una mujer? —¿Qué cojones haces con este teléfono? —espeté. La entrecortada respiración seguía allí. —¿Qué quieres de mí? —volvía a perder los estribos. Aquello era de locos. —Te necesito, Bert. No podía creerlo, aquella voz… —¿Natasha? ¿Eres tú, Natasha? —Ayúdame, te lo suplico. Estaba sollozando, abatida. Cada tres segundos escuchaba cómo llenaba sus pulmones para decir algo más, pero cuando parecía estar preparada, se derrumbaba y añadía: —Ayúdame, Bert. —¿Qué te pasa? —Voy a morir. —¡Aguanta! ¡Aguanta! ¡Dime dónde estás! ¡No dejes que te hagan nada! —Solo quiero volver con mi marido.
—¡Dime dónde estás! —Da… Da… David McCullough Bridge. Veinte minutos. Lo tenía calculado, eso era lo que necesitaba para llegar dando un paseo. Si iba corriendo, tal vez la mitad. Ella estaba en peligro, algo debía hacer. —Ven, por favor. Te lo suplico... —rogó mientras se descomponía en leves llantos. —¡Aguanta, Natasha! De fondo se escuchaban las sirenas de la policía llegando al encuentro de la desaparecida novia. —No puedo escapar… Ya están aquí. —¿Quiénes? ¿Quiénes? De fondo se escuchó, por megafonía, cómo ordenaban a la bella doctora bajar el arma. —¡Natasha! ¿Qué está pasando? —El Jefe.
Pittsburgh, 6 años atrás
Ella se dio la vuelta, removiéndose en las sábanas que en un abrazo la fusionaban con el resto del cuerpo de la cama, prisionera de un tormento que como un trueno resonaba en su mente y como terremoto agitaba su corazón. ¿Cómo podía haberla tratado así? ¿La había estado utilizando todo ese tiempo? ¿Era el fin? Se dio la vuelta y contempló el móvil cuya luz, tentadoramente, parpadeaba. Ojalá fuese él, pero no. Miró el reloj digital que el smartphone llevaba incorporado para descubrir que eran las 3:03 a. m. «Capicúa» pensó, y algo tan ridículo como esa observación fue en días el primer pensamiento que no empezaba por «Ro-» y acababa por «-bert». Le había estado llamando decenas de veces, pero él no respondía. Ni lo cogía y tampoco iba a la comisaría. Había desaparecido. Si preguntaba por él, nadie sabía nada. Se había esfumado efímeramente de su vida, en cuestión de un atardecer sangriento, de un Pittsburgh caótico, de un baño de violencia en la ciudad. ¿Y si todo era por su culpa? Aurora empezaba a temerse que alargar la rutinaria frustración de su amado tal vez era la única manera de permitir que la relación sobreviviera. ¿Qué hacía realmente con un hombre como él? Una chiquilla como ella, ¿acaso era lo suficientemente buena? Se miraba en el espejo y donde antes veía a una mujer alegre, fuerte y atractiva; ahora no veía más que a una cara de Picasso retorciéndose en el Guernica. Qué desdichada se sentía, creía estar haciéndolo bien y solo había conseguido arruinarlo todo. Absolutamente todo. Volvió a llamar, otra vez. Era plena madrugada, otra vez. El teléfono dio la señal, otra vez.
Y nadie respondió, otra vez. Se levantó de la cama, otra vez. Se miró al espejo, otra vez. Vio las grandes ojeras que su bello rostro desfiguraban, otra vez. Y supo lo que tenía que hacer, otra vez.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Natasha respiraba entrecortadamente. Le iba llegando la hora, veía cómo las luces inundaban los rincones de Pittsburgh persiguiéndola incansablemente. Había estado mucho tiempo desaparecida y querrían capturarla, hacer que hablase y ofreciese hasta el último esfuerzo en contar la verdad sobre el periodista Rivers. Cuando llegué y la vi vestida de novia, subida a la baranda del gran puente, supe que estaba en un punto de no retorno. Con una pistola se apuntaba a la cabeza y repetía incesantemente, con gritos rasgados, que nadie moviese un dedo o se volaría la cabeza y todo llegaría a su fin. Ella tenía la llave, la respuesta a tantas cuestiones que vieron la luz del mundo cuando la fatídica boda no se celebró. Con los ojos suplicantes, me reclamaba junto a ella. —Ro… Robert. —No hagas nada, por favor. La policía la rodeaba, formando un perímetro semicircular de un radio de unos diez metros. Si algún agente intentaba avanzar, ella lo frenaba con sus amenazas. Había estado ganando tiempo, esperando mi llegada. Por un motivo que desconocía, quería mantenerse alejada de la policía. Avancé entre el dispositivo desplegado, manos en alto, mostrándole mis vacías palmas. Quería que no desconfiase de mí, menos aún en ese remolino de angustia y ansiedad que la empujaba a hacer una estupidez. Pese a su demacrado y pálido rostro, aún podía ver a la guapa doctora por la que mi amigo perdió la cordura. Por segunda vez vestía el blanquecino vestido que Jonathan nunca llegó a ver. —Él solo quería hacer el bien, Robert. Solo quería eso. —Eso lo sabemos los dos, no tienes nada que aclarar, Natasha. Conocíamos a
Jonathan. Fue pronunciar su nombre y la esbelta mujer se derrumbó en un quejido, regurjitando todo el dolor de aquellos meses, que había mantenido en solitario desde que desapareció. —¡Y una mierda! ¡Ese hijo de puta se buscó lo que merece! El señor Costa bajó de un coche patrulla recién llegado a la escena. Junto con él, Teo Wagner conducía. Sin saber por qué, deseaba que Reiner estuviera en aquellos momentos allí, con nosotros. Glenn Costa avanzaba hacia el perímetro cojeando, dibujando un caminar irregular consecuencia de las heridas del pasado. Era un perro rabioso, a punto de morder a cualquier inocente viandante. —Te he estado buscando durante meses. Dime, ¿dónde lo escondes? Los agentes que junto a mí se encontraban acudían atónitos al inesperado show que el más alto cargo de la zona estaba realizando. Una persona como él, con tanto reconocimiento nacional, decenas de veces galardonado… ¿Qué ocultaba esa viuda? —Me alegro de que ese cabrón esté criando malvas. Me destrozó la vida, me ha extorsionado durante seis años. ¡Seis años haciendo esta mierda! ¡Por él! Ojalá hubiera podido matarlo, ojalá no se me hubieran adelantado. —¿De qué está hablando, jefe? —Teo, incrédulo de lo que sus ojos le mostraban, no daba crédito a ese arrebato del sereno veterano. El pelirrojo apuntaba con el arma hacia donde yo me encontraba para después apuntar a Natasha. No sabía qué hacer, y como él toda la unidad de agentes allí presente. —Esa zorra sabe la verdad, nos puede joder vivos a todos. ¿Vas a ser la justicia que Rivers nunca fue? ¡Estúpida! ¡Él era un ególatra! ¡Su ambición creó este montaje! Él reconstruyó el narcotráfico cuando podíamos haberlo derrumbado con los Guerrita. ¿Nunca te lo dijo? Vaya, tras tantos años nunca te contó sus secretitos, ¿verdad, hija?
Natasha se tambaleaba, en cualquier momento podría irse al fondo de la brava corriente que aquella turbia noche llevaba el río Allegheny. Consciente de ello, aceleré el paso y antes de que cayera, la abracé fuertemente. Ella me correspondió y enterró su cabeza en mi cuello mientras sus lágrimas empapaban su rostro y limpiaban mi blanca camisa. Yo le acariciaba la melena, intentando calmarla y, sin saber por qué, vi en ella a Aurora seis años atrás, cuando le destrocé el corazón por su bien. Con todas mis fuerzas deseaba desaparecer de aquella confusa pesadilla, separarme del cuerpo que contra mí apretaba y encontrarme la dulce sonrisa del amor de mi vida, pedirle perdón y contarle la verdad, explicarle por qué me comporté así. Noté la palma fría de Natasha tomando la mía, dejando unas llaves de coche en ella. Mientras, me susurraba al oído: —Está al final del puente, en Bolin Way. En su maletero encontrarás la verdad. —¿Qué verdad? Suavemente se separó de mí, depositando un beso de despedida en mi mejilla. —Es el Jefe —dijo en un tono casi imperceptible, señalando levemente a Costa con la cabeza. —¿Qué…? —Te queremos, Robert. —¡Natasha! ¡No! Una última cariñosa mirada sonriente me dirigió, con un hasta siempre en su faz. A modo de adiós, recitó:
«Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada».
Un sordo disparo se escuchó en toda la ribera. El blanco vestido de novia de Natasha empezó a cambiar a tonos cada vez más próximos al bermejo gracias al orificio que se había originado a sí misma en el pecho, en el corazón. A cámara lenta pudimos ver cómo la bella doctora se desplomaba, cruzando en la caída la baranda del David McCullough Bridge para así fundirse con las aguas del embravecido Allegheny. El universo se paralizó ante la trágica conmoción producida por el inesperado adiós. Sin embargo, reaccioné rápido y salí corriendo a Bolin Way, como me había indicado, viendo cómo la foto de los cuatro en Hyde Park era un pasado irrecuperable con la despedida de la doctora. No había tiempo que perder. Mis pulmones desbocadamente subían y bajaban, presos de la adrenalina y del baile que la nuez atrapada en mi cuello hacía en un esfuerzo por no llorar la pérdida de una amiga, de la última parte viva de Jonathan A. Rivers. Era nuestro fin. De fondo se escuchaba a Glenn Costa gritar: —¡Atrapadlo! ¡Es una orden! ¡Atrapadlo!
Pittsburgh, 6 años atrás
Cruzar la acera. Eso era lo que la joven aprendiz de policía necesitaba para poder entrar, como cada mañana, a la comisaría donde practicaba la labor a la que quería dedicarse. Solo eso, cruzar la acera. ¿Quince metros de asfaltado? Tal vez. Sin embargo, serían quince mil años luz, los quince mil años luz que jamás atravesó. El hábito que allí se desplomó. Aurora desde la distancia contemplaba cómo Robert flirteaba con una joven de corto pelo dorado para, tras percatarse de que ella estaba allí, pasionalmente rodearla con sus brazos y darle un beso. Otra estúpida que, como ella, estaba empezando a ser utilizada por aquel hombre, por aquel manipulador. Media vuelta, andar rápido, vibrante y fugaz. Ella huye, Aurora no quería saber nada del paraíso que sus recuerdos le evocaban. ¿Paraíso? Era una sarta de mentiras, un falso amor que le daría el carácter que desarrollaría en los años venideros para terminar siendo una fría agente en San Diego, pero eso Robert jamás lo sabría. Un esfuerzo más, los vaqueros tirantes le ceñían los muslos, entorpeciéndole la carrera que desesperada, destrozada y en lágrima viva, había emprendido. Haría su maleta rápidamente y se dirigiría a Amtrak Station para despedirse así para siempre de Pittsburgh, de Pensilvania. No miró atrás, no quiso hacerlo, y solo el tiempo diría si fue buena idea concentrar la mirada en la acera que ante su rota gracia se rendía. Al no girar la cabeza ni un centímetro no pudo ver cómo Robert, con ojos vidriosos, la contemplaba alejarse, sintiendo cada arteria de su corazón estallar. Quería gritarle que se quedase, que solo quería hacer que huyese de aquel maldito Estado por su bien, que su vida corría peligro. Quería gritarle que la
amaba más que a su vida, pero que no podía permitir que le sucediese algo por su culpa. Sin embargo, sabía que decirle eso sería una forma de hacer que se quedase junto a él, porque a diferencia del recién ascendido Copman, ella era valiente como nadie. —No tienes que pagarme por esta estupidez —dijo la rubia prostituta, vestida lo suficientemente elegante como para no evidenciar su profesión—. Ya sabes, cobro por otros tipos de servicios. —Vete. Ella le miró extrañada y tras decirle lo loco que estaba, dejó al recién proclamado subinspector solo, sumido en las tinieblas de una vida sin Aurora. La había perdido de vista y notaba cómo una parte de su cuerpo le empujaba para retenerla, abrazarla y cubrirla de besos, rozar con sus labios los suaves pómulos de la joven, notar su fino tacto enredarse con sus cabellos. Sin embargo, la cabeza le ordenaba mantenerse firme. Sus pensamientos le sugerían llamarla en semanas o meses para poder explicarle todo, pero esos mismos pensamientos jamás supieron que cuando Robert fue a teclear su número, la teleoperadora le dijo que aquel teléfono no existía. Y que Robert, desesperadamente, trató de probar mil combinaciones distintas, llamó a cientos de compañías y todas coincidieron en que Aurora Galiot no existía. Sus pensamientos jamás supieron que ella para siempre había desaparecido. Fortaleza, eso necesitaba. Y a alguien con quien desahogarse, tal vez Jonathan o Natasha. Se metió las manos en los bolsillos, carcomido hasta el último rincón de sus vísceras por una nostalgia que empezaba a añorar el final de los mejores meses de su vida. Gracias a Aurora, había aprendido a amar… Doliese lo que doliese. Del bolsillo derecho sacó aquella terrible nota que alguien le había dejado a la joven policía en el lujoso restaurante en el que empezó a marchitarse la flor de una vida junto a ella. La miró y le dio con los dedos un par de vueltas para leerla para sus adentros:
«Aurora Galiot».
La rajó y, una vez la tuvo hecha trizas, dejó que la brisa las barriese. Tomó el móvil para llamar a Teo Wagner, quien le confirmó que la policía secreta no perdería de vista a la joven Aurora durante los próximos meses. Desde la sombra sería protegida y quién sabe si algún día Robert podría ir donde ella estuviera para explicarle por qué hizo lo que hizo, por qué maltrató su inocencia, por qué humilló su ilusión. Y tal vez, aquel día, ella lo entendería, le diría que no pasaba nada, que empezarían desde cero, sanando las heridas necesarias. Pero solo tal vez porque, como todos sabemos, a veces pasa.
Pittsburgh, 8 de noviembre de 2016
Bolin Way desde su esquina ofrecía a los transeúntes el blanco Dodge de Natasha, el cual iluminó sus intermitentes luces cuando con el mando a distancia lo abrí. —¡Detenedlo! ¡Es culpable del asesinato del periodista! ¿Qué diablos decía aquel anciano? El señor Costa estaba fuera de sí, había perdido el juicio. Me acusaba a mí de… Una dura sacudida vino a mi cabeza. Nadie me había disparado, nadie me había ni tan siquiera tocado. Aún conservaba varios metros de diferencia con mis perseguidores, mis antiguos compañeros que intentaban seguirme el ritmo. En cambio, pronto pude ver a los motorizados cómo llegaban desde la otra dirección de Bolin Way. Solo necesitaba unos metros más. De repente, un coche irrumpió en mitad de la calle, saliendo de un cruce que separaba la tercera de la cuarta casa. De aquel callejón reconocí el viejo automóvil de la fiscal Le Vert. Estaba acorralado, sería frustradamente detenido a escasos centímetros de mi meta, con los dedos rozando la verdad. Ya me lo había advertido minutos antes ella, el más mínimo descuido o imprudencia y se encargaría de hacerme pagar por mi ilegalidad, por inducir al coma a Brosman. Estaba perdido. Los demás policías estaban dándome caza, aquel frenazo por la repentina migraña me iba a suponer una mala pasada, me acordaría siempre de por qué no tuve la fortaleza de ignorar el dolor y seguir adelante, sin mirar. Sin embargo, del recién irrumpido coche salió un decidido Reiner pistola en mano, apuntando al cielo. Junto a él, la implacable fiscal. —¡Quieto todo el mundo! El sonido del disparo se multiplicó por culpa de un eco que reverberó en toda la
ciudad. Firme y con el brazo en alto, la Magnum del sureño escupía un difuso hilo de humo con aliento de pólvora. Por cómo se había quedado fijado al suelo, su pose recordaba a la icónica de Freddy Mercury. Los demás frenaron su marcha ante el mandato del de Nueva Orleans, que sin potestad ni poder había exhibido la autoridad que resolutivamente dominaba. Nadie se atrevería a contrariar a ese señor, que recordaba a la figura de la justicia desatando la firmeza de una sentencia. —¿Qué te crees que estás haciendo? Costa se abría paso, con su caminar irregular, entre mis antiguos compañeros. —Usted también se va a estar quieto, inspector en jefe. Le Vert salió a nuestra defensa, estaba con nosotros. Iban llegando más y más unidades, Glenn Costa había llamado a refuerzos, había movilizado a una elevada parte del personal operativo a esas horas de la noche. —El coche… —intervine—. El maletero del coche… Lo abrí y en él, dentro, expectante, deseando ser presentado en sociedad, estaba uno de los inconfundibles informes de Jonathan A. Rivers, uno de aquellos que enseñaba en su podcast antes de hacer el desarrollo del programa, de la trama que desmontaba. Sí, aquella acartonada carpeta llena de folios y firmada con sus iniciales «J. A. R.», una de las muchas que aquel día que Reiner y yo registramos el piso no vimos, una de las desaparecidas. La debía haber tomado Natasha previendo que alguien pudiera eliminarlas. En aquellos momentos, aquella solitaria carpeta representaba el legado que el fatídico matrimonio dejaba al mundo. La tomé, nervioso, sabía que allí encontraría respuestas. —Hijo —empezó Costa—, estás cavando tu propia tumba, por tu propio bien es mejor que… Se detuvo al ver que había abierto el documento y, con la cara descompuesta, observaba el primer impreso que ante mí se mostraba. Era una fotografía datada seis años atrás. En ella se veían a dos hombres en una cafetería cuyas letras componían un acogedor «Red Rabbit». Se apretaban de la mano, cariño en las miradas. Jonathan los había estado espiando tiempo atrás, documentando el
secreto romance de Glenn Costa y Elliot Can.
Pittsburgh, 6 años atrás
Costa despertó en el hospital, inmovilizado e intubado por completo. Decenas de cables salían de máquinas para conectarse a los electrodos que le medían las constantes vitales, además de las vías por las que en sus venas llegaban las transfusiones sanguíneas y las dosis de suero. Apenas tenía recuerdos de aquella tarde en la que fue asaltado por los narcos. ¿Cuántos días habían pasado? ¿Semanas? Su mujer llegó corriendo y lo tomó de la mano, llorando, agradeciendo al cielo que su marido estuviera de vuelta, que sobreviviese a aquella trágica fecha. La imagen de verlo en urgencias irreconocible, pálido y frío, inmóvil e inerte, casi sin vida, sostenido por una máquina que le alejaba del final del túnel para devolverlo junto a ella. Por fin había terminado todo aquello. Ella iraba a su marido, un valiente policía y excelso estudioso de la psique humana, un hombre único en el país por sus contribuciones a las fuerzas de seguridad de la nación. Antes de despedirse de él le susurró al oído que jamás se separarían, a lo que Glenn apenas pudo echar una bocanada de aire, exhausto, para mirarla fijamente a los ojos y darse cuenta de que tenía que haberle hecho más caso todos aquellos años de matrimonio que empezaba a estancarse. El tedio le llevó a serle infiel. Primero en lugares de alterne, después con un empresario que poseía una acogedora cafetería bautizada como «Red Rabbit». Sin saber cómo, en mitad de aquella crisis existencial en la que empezó a plantearse por qué estar con ella si ya no se sentía sexualmente atraído, si merecía la pena mantener a flote aquel matrimonio; Elliot Can apareció en su vida y, lo que inicialmente era una amistad llevó a más. Todo se torció el día que se descubrió las implicaciones del turco con los procesos de lavado de dinero de las falsas empresas usadas por el narco. Cuando llegó el día de Costa preguntarle si eran ciertos aquellos informes, él le respondió, poniéndole a prueba, con un escueto: —Sí.
Aquella fue una prueba de fuego para Glenn, que tuvo que decantarse entre ser fiel a la justicia y su mujer o apostar por aquel individuo que de la nada había aparecido para vivamente colorear su escala de grises. Y la tentación le pudo, y se hizo cómplice por… ¿Amistad? ¿Amor? Se le iba todo de las manos, así lo sentía y comprobó él cuando, llegado el momento, empezó ágilmente a dar chivatazos para protegerlo de la misma policía de la que formaba parte. Sobrepasado por la situación, dejó de ser un agente para ser un topo. Aquella mañana, semanas después de despertar, abatido por el asesinato de Ernesto, Aldo y Elliot, su querido Elliot, se aterrorizó al comprobar que una persona sabía de su secreto. —¿Qué hace un personaje público como usted aquí? —He venido a hacerle una visita, señor Costa. —No estoy en condiciones de poder ayudarle ahora mismo, me han dado cinco meses de baja. Lo siento. —No se preocupe, no corre prisa. Tras ese tiempo, tengo tarea para usted. —Creo que no ha enten… Aquel reputado hombre no le dejó terminar. Sobre su regazo puso un documento, con decenas de fotografías, transcripciones de pinchazos telefónicos que demostraban no sólo su relación con el difunto Can, sino también la implicación del mismísimo Glenn Costa con las mayores redes de narcotraficantes del país a través de su amorío. El inspector era el chivato de Elliot, su forma de esquivar la justicia del Estado de Pensilvania. Y ahora, el soplón estaba arrinconado, contra las cuerdas. —¿Qué vas a hacer? —preguntó el convaleciente, preso del pánico que le tenía a entrar a la cárcel, de derrumbar su carrera profesional, de dinamitar su matrimonio, la única causa que le había sacado del coma. —Yo no voy a hacer nada. Vas a hacerlo tú. —¿Qué quieres de mí? De una mochila que llevaba consigo, el joven periodista sacó otro documento.
Fotografías de los cabeza de familia de los Leppi, los Thorton y demás capos estaban en él. —Recibirás un mensaje en un tiempo, en meses tal vez. Quiero que estés disponible para ese entonces. —¿Y qué tendré que hacer? —Ya lo sabrás. Por cierto, me guardo una copia de estos papeles. No quiero que olvides todo lo que sé —añadió como despedía mientras mostraba una copia que rezaba Jefe, como la que tenía Glenn Costa. El maltrecho policía notaba cómo le bajaba la tensión, cómo se empezaba a marear. Como pudo, guardó en unos cajones que tenía junto a su camilla las páginas que cualquier día dictarían su sentencia. Por el esfuerzo, los desentrenados músculos del convaleciente le ardieron. Exhausto, sudando, contemplaba impotente cómo Jonathan A. Rivers salía de la habitación.
Pittsburgh, 15 de noviembre de 2016
Una semana había pasado desde la fatídica noche en la que Natasha había vuelto al mundo para quitarse la vida. Encontraron su cuerpo horas después, casi cien metros siguiendo el cauce del Allegheny, que bravamente lo arrastró hasta ese punto del meandro. Aquella mañana había sido el entierro, al que acudí junto al resto de su familia sin tener palabra alguna que decir. Habían vuelto a saber de su pequeña para despedirse de ella, para darle sepultura. Qué cruel podía ser la vida. ¿Acaso los afables Clark merecían algo así? Con ella moría lo último que de Jonathan quedaba en la Tierra, la personificación de un pasado en el que fuimos felices. Aquel bendito grupo de jóvenes que formábamos, ignorantes del destino que nos deparaba, se había reducido a la nada. Aún estaban vivos Edgar y los demás, pero de los cuatro que en pareja solíamos quedar solo quedaba yo. Natasha yacía frente a mí bajo tierra, Jonathan no tenía ni lápida a la que poder llevar flores y Aurora… Dios santo, la de flores que le compraría con tal de volver a verla sonreír. Edgar… Otro que había desaparecido desde que había aparecido el famoso Ford Anglia del padre de los Souza con su cadáver conduciéndolo. En aquel momento entendía a ese viejo hispano que sin tener nada, decidió capitular para reencontrarse con su familia en el más allá. En aquellos momentos el espigado le estaría tomando muestras para confirmar la identidad del condenado latino. Al pensar en él, la imagen de Regi y las demás víctimas rondaban por mis retinas, atormentándome ante la impotencia de no poder hacer nada, ya no era agente. El Creyente me había ganado. A veces pasa que la vida nos supera, nos sobrepasa, nos pone a prueba, exprimiendo hasta la última gota de la alegría que sudamos, de la felicidad que contenemos. Y entonces te quedas ahí, con cara de circunstancias, viendo cómo tu mundo se vuelve a venir abajo. Más aún en aquellos momentos en los que mis amigos estaban muertos, mi amor desaparecido y madre desconsolada por el ingreso en prisión de mi padre.
Bueno, ella no era la única persona que estaba rota por ello. Yo debería estarlo, pero era otra prueba más que el destino me reservaba, otra que se unía al dolor de la pérdida de los jóvenes novios y al insomnio provocado por la nostalgia que Aurora en mí despertaba. La vida era terriblemente cruel conmigo, que ya no tenía ni un trabajo en el que refugiarme. La angustia existencial me invadía, necesitaba huir de todo… En esos aciagos días agradecía conservar la bolsa de cocaína que junto a Reiner encontré en el piso de mi difunto amigo. Iba todo tan aparatosamente mal que hasta, necesitado, intenté recurrir a Carmen para aprovecharme de ella. Sin embargo, viendo cómo me arrastraba tras sus pasos desesperadamente, buscando a alguien que me hiciese sentir bien, obtuve el seco «no» que tantos meses le estuve recitando. Esa fue la confirmación de que, nuevamente, mi mundo se venía abajo, pero esta vez sin freno alguno. Cada equis horas recibía un mensaje de texto de Reiner que insistía una y otra vez con un «No hagas tonterías», pero lo que el cejijunto sureño no sabía es que tras el desplante de Carmen había empezado a dar cuenta de lo milagrosa que era la blanca sustancia, de cómo me estaba salvando. Me miré en el espejo del baño: calvo con la cicatriz que el sureño me había dejado, las pupilas dilatadas, la esclerótica con las coloradas venas abriéndose paso entre el mar blanquecino y los restos de la droga que toda mi vida había combatido alrededor de mi fosa nasal. —Qué maravilla. —Mi reflejo sonreía.
Pittsburgh, 6 años atrás
Allí estaban los despachos de la inmobiliaria tapadera de los Leppi, allí en lo alto de Squirrel Hill. ¿Cuántos meses habían pasado desde que había sido acribillado el inspector? De aquellas heridas solo quedaban llamativas cicatrices que en forma de eventuales amoratados círculos se repartían por todo su cuerpo. No podría volver a moverse con la agilidad de antes, ya que a la edad se le unía la cojera que como herencia tenía tras el disparo que le destrozó la rodilla. Recién aparcado, Glenn Costa esperaba dentro de su Chevrolet a reunir el valor para seguir las indicaciones de Jonathan. Miró la carpeta que le dejó durante aquella inesperada y fatídica visita al hospital. Fotos suyas con Elliot, conversaciones transcritas a papel tras haber sido grabadas o pinchadas e incluso cuatro disquetes que revelaban cómo él, el policía más importante del área, había estado encubriendo al delincuente turco por… ¿amistad? ¿Más que eso? «Cielos, ¿en qué momento dejé de amarte, Margaret?», pensó para sus adentros. ¿Era ese el peligro de la monotonía? Recordó y tarareó una canción que no sabía dónde había escuchado:
«…El agua apaga el fuego Y al ardor los años…».
Dios santo, ¿qué había hecho? Peor aún, ¿qué iba a hacer? Aquel joven periodista estaba llevándole a su perdición, ni con el mejor guante de seda podría manejar la posición que, extorsionándole, Jonathan le había impuesto. Tenía tan presente su última visita, dos semanas después de dejarle aquel maldito documento: —¿Qué tal se encuentra hoy?
—Debes estar quedándote conmigo. El periodista miró a los lados, haciendo aspavientos para darle mayor expresividad a sus gestos de incomprensión. —¿Por qué me iría a quedar con usted, señor Costa? —¿Cómo tienes el valor de hacerme esta pregunta tras atraparme así? Tras ponerme entre la espada y la pared, en esta encrucijada. —Ah, vaya, es por eso. ¿Se siente usted amenazado? —Mucho. Puedo perderlo todo. —¿Por qué? Ya renunció a su mujer besuqueando a aquel señor. La imagen no se me va de la cabeza. Bueno, si se me va vuelvo a abrirla… —dijo mientras mostraba la réplica del informe Jefe—. Y no olvido qué ha hecho… a su mujer y a la sociedad estadounidense, Glenn. —Estoy arrepentido. —¿Solo eso? Eso se lo podrá decir a Margaret cuando se sepa la verdad. Pero ¿acaso no ve cómo con sus chivatazos al narco ha arruinado miles de vidas? ¿Cuántos jóvenes se han quedado por el camino? ¿Acaso ha olvidado el día que nos conocimos? ¿Acaso ha olvidado el asesinato de Ramiro Souza? De Regi. Es usted responsable de toda esta mierda, no lo olvide. —¿Y qué pretendes? —Demostrarle al mundo la verdad, pero no solo respecto a usted, señor Costa. —¿Entonces? —Sea consciente, Glenn. Usted ha sido la personificación de lo que es la guerra contra las drogas. Ha hecho el paripé encerrando nada más que a rateros y gente de clases bajas para así cumplir y elaborar una falsa creencia de que está luchando por su país, de que hace lo posible por acabar con unos de sus males como es la drogadicción. Sin embargo, sabe de sobra que es una tapadera. Costa calló. Sabía por dónde iban sus acusaciones.
—El que calla otorga, señor Costa. Ya sabe a lo que me refiero, tanto usted como yo sabemos de dónde viene la mayor demanda de este sucio negocio. Sí, le hablo de las altas clases, los magnates que se codean en Wall Street mientras prueban lo último del mercado cuando se aburren de la coca y las putas que tienen a su servicio. Los dos tenemos fuentes de sobra para demostrar quiénes son los clientes que mantienen a flote el negocio, y cómo con las migajas que de él sobran las clases empobrecidas se alimentan para evadirse de la miseria e insolidaridad que las rodea. Y tanto usted como yo sabemos que cuando la policía le hace la guerra al narco, lo hace apartando la vista de esta gente pudiente, de aquellos que hacían que el cártel de los Guerrita pudiera cotizar en bolsa si fuese legal. Lo de Elliot Can no ha sido más que un episodio en su falta de sinceridad para con la sociedad, no ha sido más que un retoque de maquillaje en la máscara de miedo que lleva, miedo de molestar a los poderosos. Costa dio un abrupto golpe a la mesita de noche que junto al catre en el que reposaba estaba. Con el movimiento tres vías que tenía inyectadas a lo largo de su antebrazo se arrancaron violentamente. —¡Suficiente! —exclamó—. La vida es mucho más compleja de lo que parece, insensato. ¿Cuántos años tienes, eh? ¿Acaso has experimentado lo que yo? ¿Crees que estoy aquí por gusto? ¿De verdad? Tranquilamente, Jonathan añadió: —Está aquí porque lleva toda una vida engañándose. Glenn Costa intentó moverse para abalanzarse sobre el periodista, quitarle aquella maldita carpeta que lo vendería ante la opinión pública. Sin embargo, las heridas de bala que tenía lo redujeron al instante para acabar, impotentemente, gimiendo. —Es mejor que procure cuidarse, tengo tarea para usted. Tal vez esa sea la forma de enmendar sus errores. Con los ojos cansados, rojizos, y las oscuras cuencas oculares, la suplicante mirada de Costa esperaba las instrucciones a seguir. Haría lo que él le pidiera, al pie de la letra. Y por eso, meses después, allí estaba encerrado en su Chevrolet, en lo alto de Squirrel Hill, repitiendo nuevamente:
«…El agua apaga el fuego Y al ardor los años…».
Cargó su Beretta Cougar, que con un chasquido indicó a su dueño que se dejaba a su merced. Abrió la puerta del viejo coche y la empujó con las pocas fuerzas que tenía, y más a aquellas horas de la madrugada. Debía acudir a esa reunión, así se lo había ordenado el joven periodista. ¿Cómo sabía que iba a tener lugar? Aquel muchacho escondía demasiados interrogantes no resueltos. Con el bastón que el atentado le había dejado como souvenir, fue torpemente avanzando hasta llegar al largo rascacielos donde dentro le esperaban. Los acristalados muros reflejaban la lenta llegada de Costa en la ennegrecida calle. Parecía cerrado, pero sorprendentemente de dentro emergió un botones con la cara en plena erupción adolescente. —¿Señor Costa? —preguntó el joven. Su cara parecía un gotelé de pústulas. Costa no puedo evitar sentir cierto asco por dentro. —Sí, soy yo. —Bien, si fuera tan amable de acompañarme… El viejo inspector le hizo caso, siguiéndole hasta uno de los ascensores. Dentro de aquella falsa inmobiliaria todo parecía en orden, no tenía nada en especial y las mesas de oficina estaban en stand by, llenas de folios, ordenadores en suspensión y luces encendidas; todo ello esperando a los trabajadores del día siguiente. —Están deseando verle, señor. —¿Quiénes? —¿No sabe a quién va a ver? Él calló, ya que a ciencia cierta no podía responder a esa pregunta. El timbre del ascensor sonó, indicando que ya estaban en la planta catorce.
—Tercer pasillo a la derecha, la quinta puerta. Glenn Costa siguió sin titubear las indicaciones. Tomó aire, no sabía cómo resultaría todo. Esperaba salir vivo. Se tomó una pausa de tres segundos que se alargaron como tres horas para, de un firme empujón, abrir la puerta y entrar en la sala de reuniones. —Bienvenido, Glenn —saludó Raffaelo Leppi. En la sala estaban los cabezas de cada cártel con sus segundos. Raffaelo con sco, Sammuel Thorton con J. K. Thorton y así el resto de familias. Todos le esperaban, pero de una forma en la que se veía clara la jerarquía: en silla de ejecutivo los cabezas de los cárteles, tras ellos de pie como guardaespaldas los segundos. Nadie más en la sala. —Ya nos habían avisado de a qué venías —prosiguió Raffaelo—. Bueno, fue ese muchacho, Jonathan. Nos llevamos bien, creo que puede llegar a ser muy útil. —¿Qué queréis? Raffaelo le miró extrañado, esa pregunta le desconcertó. No solo a él, también a cada capo, que entre sí se miraban sin saber si de una broma se trataba. ¿Entonces para qué demonios los había convocado Jonathan a aquellas horas de la noche? —¿Cómo? Pero si hemos venido a escucharte… —empezó el mayor de los Leppi. Sin embargo, no le dio tiempo a terminar. Antes de que pudieran reaccionar, cada uno de los esbirros que tras sus jefes le custodiaban sacó su pistola y, uno a uno, fueron acribillando a los magnates del narco mientras el espectáculo de fogones iluminaba la sombría noche. sco no dudó un segundo, con determinación, en abrirle de un tiro la cabeza a su padre. Y como él, J. K. Thorton y los demás subordinados, que en aquel momento se proclamaban líderes de sus bandas criminales. Costa no entendía nada, ¿Jonathan había planeado acabar así con ellos? ¿Acaso eso era el punto y final del narcotráfico en Pensilvania? O mejor, en la Costa Este. No comprendía hasta qué punto estaba conspirando el precoz periodista y,
lo que más le desconcertaba, no sabía su papel allí, esa noche. Pálido, dejando caer su peso sobre el bastón, contemplaba la mirada inerte de los antiguos socios de Elliot Can, los mismos que lo habían asesinado. La vacía mirada de Raffaelo Leppi le daba satisfacción, podía ver en su memoria cómo el italiano lentamente gastaba toda su pólvora en el cuerpo sin vida de Elliot aquel triste día, el día que estúpidamente había decidido huir con él. sco dio un paso al frente, situándose frente al inspector en jefe. El mensaje fue claro. —Esperamos instrucciones. Puede irse, buenas noches —y con la despedida le dio una tarjeta de o referenciada a esa falsa inmobiliaria donde estaban. De vuelta al coche, Costa se planteaba si todo aquello era una pesadilla de la que no salía, si es que estaba sumido en el coma profundo todavía. Un latigazo de dolor recorrió su debilitada pierna para devolverle a la realidad y saber que no dormía. Llegó al viejo Chevrolet y, pálido, presa del pánico, vio cómo una nota le esperaba en el asiento de copiloto. Alguien había abierto el coche sin forzar la cerradura y le había dejado un recordatorio.
Señor Costa, ni la familia puede ante su avaricia. No dudan en acabar con sus progenitores, amigos o socios. No hay lealtad ni honor entre quienes se lucran arruinando vidas. Es por eso que debemos borrarlos de la faz de la tierra, y usted deberá desaparecer con ellos, pero ahora no. Las directrices son claras, eres la máxima autoridad de la policía aquí, y desde esta noche también eres la referencia del narcotráfico. Deberás hacer que la policía jamás los atrape, como cuando Elliot vivía. Mientras, yo acumularé información facilitada por usted, redactaré los expedientes y prepararé todas las pruebas incriminatorias. Llegado el momento les daremos el golpe final, del que usted no puede ni debe escapar. Con él, la verdad saldrá a la luz. Impartiré la justicia que usted, pudiendo, se negó a llevar a cabo. Así podrá redimir sus faltas. Cuando llegue el momento, lo sabrá. Desde hoy es usted el Jefe.
Pittsburgh, 16 de noviembre de 2016
Al día siguiente del entierro de Natasha, recibí una llamada de Reiner. —Dime, Josh —me percaté de que era la primera vez que lo llamaba por su nombre. —Robert, la fiscal Le Vert te ha citado en las instancias policiales. Debes acudir a la comisaría. —¿Y por qué no me llama ella? —¿Qué más da eso, Bert? Bert… Aquella cariñosa abreviación. —¿Sabes qué, Josh? Tal vez seas lo último que me queda en el mundo. —No digas eso, tienes a tu madre y a tu pa… No continuó, estaba al corriente de lo sucedido. —¿Por qué no lo terminas, Josh? —No sigas con este juego. —Engañado por tu propia familia. Ja, ja, qué irónico… Ahora veo las cosas de otra manera, veo a ese miserable, a ese hipócrita como lo que es, un mentiroso. Ojalá se pudra en la cárcel. ¿Cómo nos ha podido hacer esto? —No digas eso, Bert. No deja de ser tu padre. —¿Y eso qué más da? —respondí alzando la voz. Ante el grito Reiner se calló sin saber qué decir. Efectivamente, el mayor de los
Copman había sido detenido la mañana siguiente al arresto de Costa. Tras el registro efectuado en su despacho de la comisaría, salió a la luz todo lo que él, el Jefe, escondía allí mismo, en nuestras narices. Encontraron la segunda copia del documento que lo incriminaba y, junto a él, todos los demás informes que Jonathan había estado guardando y preparando para su programa final, para su despedida. Recordé la noche antes de la boda y las palabras que intercambiamos cuando por fin nos quedamos los dos solos, cuando me enseñó todo lo que iba a compartir conmigo tras su retirada del periodismo, tras su boda. Cientos de archivos que habían desaparecido y una docena de ellos para, como él dijo: «Desatar un terremoto para el país». Y vaya si lo había hecho… Había reventado hasta la última vergüenza del sistema. Aquellas doce fatídicas carpetas recogían la estructura que Glenn Costa había montado entorno a sí, cómo había estado encubriendo al narcotráfico y el papel que cada uno había jugado en ello. Con esos archivos salió a la luz y se hizo pública la figura de Clint Drinkwater, fundamental en el lavado de dinero. Más pública se hizo cuando se dio a conocer su trágico final: la prensa difundió cómo le habían mutilado los dedos antes de ejecutarlo. Todo se había ido de las manos, la sociedad americana sabía que había un psicópata suelto ejecutando de tan brutal manera a sus víctimas. Mi antigua unidad había quedado en evidencia gracias al papel de Costa en todo. Titulares como «¿Polis o narcos?» recorrían de extremo a extremo el país, desatando una oleada de críticas y dimisiones que cada vez estaban más cerca de afectar a la mismísima Casa Blanca. Jonathan había hecho volar todo por los aires, la crisis en la que nos había sumido sería difícil de superar. En aquellos momentos, Reiner seguía callado al otro lado de la línea. Él estaba al corriente de que mi padre, dada su prestigiosa posición sindical, fue cómplice y artífice clave en la distribución de droga a trabajadores más propensos. Se decía en los juzgados que incluso quince años podían estar esperándole. Me había estado engañando todo este tiempo… Él… —Todo se ha ido a la mierda, y no tenemos ni siquiera al asesino. —¡Escúchame! —gritó el sureño—. No te he llamado para escuchar tus llantos y lamentos de mocoso. ¿Está claro? Tengo a un hijo de puta suelto destrozando
víctimas y quiero ponerle el guante encima. Y vas a hacer lo que se te dice, ¿está claro, Copman? Me impresionó, dejándome sin respuesta. Con la confianza se había ido convirtiendo en una persona más cercana, incluso cariñosa; pero en aquellos momentos Reiner volvió a sacar su lado más severo, aquella faceta con la que le conocí en la lejana cita a tres que tuvimos con Edgar. —Sí —estaba cohibido ante esa exhibición de autoridad por teléfono—. ¿Qué tengo que hacer? —Ven para la comisaría, Le Vert te necesita. Un halo de esperanzadora luz recorrió las tinieblas de mi realidad. ¿Podría reincorporarme al cuerpo? ¿Podría volver a ser parte de algo? El de Nueva Orleans sentenció: —Quiere que interrogues a Glenn Costa.
Westmoreland County, 16 de noviembre de 2016
Miró el titular de prensa en el que se preguntaban los reporteros quién era él, quién era el psicópata en serie que le quitaba los dedos a sus víctimas antes de degollarlos. Hace tiempo fue un prometedor abogado, en cambio, llegados a ese punto de descontrol, la cuestión que la prensa se hacía ni él mismo podía contestarla. —¿Tú lo sabes? —le preguntó al machete, que con gélido silencio le respondió. Se acordó de cómo bailaba con Emma el ritmo desatado de la loca banda de rock de Liverpool, el grupo favorito de su amada. Cuando nació su hijo vivieron unos años preciosos en los que vieron cómo el proyecto que tenían iba creciendo poco a poco. Hasta que aquel día ella llegó con la sombría cara declarando su enfermedad, el cáncer que por dentro la carcomía. Y por ello debieron ir a Pittsburgh, pasar por Greensburg para decidir dónde descansaría la familia cuando llegase el momento. Dos lápidas adornaban la dorada colina, que esperaba la tercera y última, la suya, la del Creyente, como lo llamaba aquel titular. —Van a enloquecer cuando aparezcas, Kareem. En el viejo almacén de Clint Drinkwater, en mitad de Laurel Ridge State Park, el moreno se hallaba maniatado, esperando el momento de su ya inevitable muerte. El mismo escenario en el que el presidiario vio por última vez a Regi, a Ramiro Souza. Jamás imaginó que en libertad condicional, un día aleatorio recordando el embriagador almíbar del libre albedrío, encontraría a ese rostro cuyos rasgos casi había olvidado. Cuando le manipuló el mecanismo de control remoto por el que los carceleros lo tenían localizado, pensó que su viejo amigo simplemente quería liberarlo. Sin embargo, cuando despertó y se vio maniatado dentro de aquel almacén de grisáceo hormigón comprendió que, si estaba allí, era para entender que la vida era sueño, y el suyo se acababa.
Pittsburgh, 16 de noviembre de 2016
—Solo quiero que me digas por qué lo hiciste. —El viejo exinspector clavaba desde la oscuridad sus azules ojos en mí. Así me recibió Costa cuando entré a la sala de interrogatorios donde sentado, frente a la metálica mesita al suelo atornillada, solo me esperaba. —Esa respuesta es la que quiero que me des, Glenn. —Resulta gracioso, Bert… —¿El qué? —Es la primera vez que me llamas así, ni cuando eras un crío lloriqueando en mitad del recreo. —¿Glenn? ¿Acaso quiere que lo siga llamando como si fuera mi superior? —No estaría mal, aunque viendo la ausencia de tu placa deduzco que no tienes superiores, a no ser que hayas encontrado trabajo en el Kroger. —Váyase a la mierda. Glenn Costa rio, escondiendo las manos entre las piernas y echándose hacia delante, mostrando interés y expectación. —Dispara —me animó a empezar. —¿Por qué lo hiciste? —¿No te ha quedado claro? Tu difunto amigo me tendió una trampa en la que estuve todo este tiempo atrapado. De verdad te digo que me hubiera encantado a mí ser el que apretaba el gatillo.
—¿Sabe quién lo hizo? Abrió los ojos como platos, incrédulo ante mi pregunta. —Debes estar bromeando. —¿Qué sabe del Creyente? —cambié de temática. —¿Cómo? ¿Y a mí me preguntas? ¿Quieres que te diga la verdad? Pensaba que eras tú, eliminando a todos aquellos desgraciados que tenían trapos sucios con el narco. Pero se ve que no, ya me parecía raro que cambiaras de metodología para matar… Y más de esa desagradable manera. —¿Cómo narices se le ocurre sospechar de mí? Llevo tras él desde hace meses, ¿cómo tienes el valor de…? ¿De qué metodología me está hablando? Glenn Costa empezó a reír violentamente a carcajada suelta, golpeando la mesa, cuyo chapado formaba una melodía de percusión que recorría cada esquina de toda la comisaría. —Está usted loco, Glenn. Ante mi insulto, Costa comenzó a doblarse preso de un ataque de risa que le hacía ponerse colorado. En la vida lo había visto tan fuera de sí, las venas de las sienes le iban a reventar, la yugular empezaba a cobrar vida propia para serpentear por su gaznate. —Está jodidamente loco, señor Costa. ¿Por qué hizo esto? El veterano ex-inspector se recompuso, tomando aire, respirando lentamente para volver a sus cabales. Con los parpados desplegados sobre sus cuencas oculares, ocultando su visión del mundo, se serenaba inspirando y espirando a un ritmo pausado. —De acuerdo, lo confieso. Sé quién asesinó al periodista, y ahora puedo aseverar al cien por cien que no es el Creyente. —¿A qué se refiere con que «ahora» puede asegurar eso? No sé a qué juega. —¿Es que no te das cuenta? ¿Acaso no lo entiendes?
—¿El qué? No sé de qué me habla. El interrogatorio había mutado con el intercambio de cartas y papeles que improvisadamente Costa y yo protagonizábamos en mitad de aquella sala de gris metálico. —Te he estado intentando proteger, Bert. —¿Proteger de quién? Costa me miró a los ojos visiblemente conmocionado. ¿Acaso aquellas horas encerrado le habían hecho perder prematuramente el juicio? —Es tan maravilloso... Estoy tan orgulloso… —¿De quién? —De ti, de mí, de la psicología… De todos. —No sé a qué se refiere. —Pero mírate, chico. —Le repito que no sé a qué se refiere. —¿De verdad que no lo recuerdas? —¿El qué? —Lo de Jonathan. —¿Su muerte? —Sí. —Solo tengo vagos recuerdos, recuerdo estar postrado en el suelo, abrazándolo. —¿Nada más? —En aquel momento fue cuando usted llegó, casi vimos el suicidio.
—¿Cómo sabes que fue un suicidio? —Hemos estado investigando mucho tiempo y no podemos concluir que alguien lo asesinase. Costa empezó a reír a carcajadas, incapaz de controlarlas. Se llevaba las manos junto con los grilletes a los ojos, como si no pudiera creerlo, frotándose los ojos como si estuviera tratando de determinar si se encontraba en un sueño o no. —No puede ser cierto… La profesora Loftus estaría orgullosa de mí, he llevado el estudio de la memoria a su último estadio. —¿Qué quieres decirme con todo esto? Costa se puso en pie, alzando los brazos y mirando al cielo que tras el techo de aquel subsuelo debía existir, en una especie de proclamación triunfal, como si hubiese cesado el fragor de una extenuante batalla que había ganado. —¡Que estaba en lo cierto! ¡Que tras años de investigación lo he logrado! —¿El qué ha logrado? El inspector, dibujando una siniestra sonrisa, me miró fijamente a los ojos, taladrando hasta el último resquicio de mi interior. Empezó con su dedo índice a darse toquecitos en la sien mientras una reluciente sonrisa le asomaba por la comisura de los labios, formando una imagen que empezaba a causarme pavor. —¿Qué ha logrado? —repetí. Algo no iba bien, me estaba poniendo nervioso. Una jaqueca empezaba a posarse en mi nuca. En cambio, el anciano de gélida visión me miraba satisfecho, orgulloso, sumamente tranquilo. —Modificarte la memoria.
Westmoreland County, 16 de noviembre de 2016
—¿No hay nada que pueda hacer? —temblaba Seta, que empezaba convulsionar, realizando un titánico esfuerzo por pronunciar cada palabra. —Decidiste esconderte, no hiciste nada para evitarlo. Debo encontrar la paz antes de morir, y esta es la única manera. Veinte años he estado esperando, Kareem. No aguanto más. —Te… juro… —con cada palabra se le iba la vida al ver cómo empezaba a perder el conocimiento— …que... lo… siento. Antes de que cayera en shock le inyectó una generosa dosis de adrenalina para que siguiera despierto, sintiendo cada una de las punzadas que desde que perdió a su familia sentía en su alma.
Pittsburgh, 16 de noviembre de 2016
Mi visión empezaba a difuminarse, desdibujando el rostro de Costa que cambió su jovial celebración a un semblante de preocupación. Se dio cuenta de que me mareaba. Oscuras motas se dibujaban en mi campo de visión, como si de un viejo carrete cinematográfico desfigurándose se tratase. No sabía qué me sucedía. —Bert, ¿te encuentras bien? —Glenn no podía ocultar su rol paternal que había desarrollado a lo largo de la vida que compartíamos tras tantos años. —Está todo bien, de verdad. Me miré las manos y las vi manchadas, en mi mano la Beretta humeante y ante mí Jonathan, con la cabeza perforada y los ojos inexpresivos. De fondo oía un «Dios mío» lejano y, de repente, una breve pero intensa descarga eléctrica. Costa me miraba intensamente, en el límite entre la excitación y la angustia. —Estás actuando raro, además, te ves más pálido que de costumbre. —No sé de qué me hablas, ya te he dicho que estoy bien. Un disparo resonó. Miré alrededor, echando instintivamente la mano al costado donde solía esperarme mi fiel compañera con su letal munición. Pero nada, allí no se encontraba mi arma. Al fin y al cabo, tras expulsarme la había tenido que dejar en el depósito policial, devolviéndola y poniendo fin a nuestra dilatada amistad. —¡Al suelo! ¡Cúbrete! —le grite al Jefe Con desconcierto, me respondió: —¿De qué? —¿No has oído el disparo?
—Oh, no… Joder, ya estás volviendo a tu fase. Necesitas tu tratamiento. —¿Qué tratamiento? —¿Acaso también has olvidado los meses en los que te estuve atendiendo? Tras el asesinato del periodista. —No sé qué narices tiene que ver eso con… —Todo, Bert. —¿Cómo? Glenn Costa suspiró y empezó a mirarme con condescendencia. Sabía cosas que yo no, y el juego que había adoptado hacía que cada vez más me alejase de tener una respuesta clara. —¿Acaso no sabes qué haces aquí? —He venido a interrogarte. —¿Por qué irían a autorizarte a estar aquí y ahora conmigo? Te recuerdo que ya no eres policía y, es más, te aseguro que jamás volverás a serlo. —En el momento en el que dicten tu sentencia dejarán sin efecto tus decisiones, y tu expulsión se irá al garete. Volveré a ser agente, tenlo por seguro. Costa, cruzado de brazos, negaba con la cabeza moviéndola como un lento péndulo, de izquierda a derecha. —Estás muy equivocado. Te tienen aquí, conmigo, porque te han tendido una trampa. No daba crédito a lo que decía mi antiguo superior. Me dirigí con decisión y firmeza a la puerta, tomando su pomo. Respirando hondo, calmando las vibraciones que dentro de mí mutaban en un primigenio pánico, tiré con fuerza. Pero no, la sólida puerta ni se inmutó. Volví a hacer el movimiento y nada, estaba bloqueada. Desesperado arremetí contra ella e infructuosamente no logré más que un sordo golpe en mi hombro.
—Es inútil, Robert. Vamos a pagar por lo que hemos hecho. —¿Quién? —Le Vert, Reiner, Wagner… Todos. Estamos solos, solos tú y yo. —¡Sé claro de una puta vez! —estallé. Costa suspiró. —Tras la detención se procedió a registrar mi despacho. En él escondía todo el material que Jonathan tenía listo para su último programa. No debía salir a la luz, sería un mazazo para el que no estábamos preparados… —Ya veo. —Habrás estado al corriente de las noticias. Por todos estos negocios conocí a tu padre, y no solo a él, compré a Brosman, convencí a Clint Drinkwater para que volviese… Todo. El objetivo era mantener un mercado de droga que es necesario aquí donde vivimos, la gente nos necesita, Bert. Tienes que entenderlo, la demanda crece cada vez más porque ellos se dan cuenta de los beneficios que puede traer consigo una pequeña dosis. Seguro que hasta tú mismo lo has comprobado. Tenía razón, recientemente, de hecho. El viejo prosiguió: —Jonathan estaba horrorizado con este hecho. Al igual que tú, tras ver lo que el salvaje de Aldo le hizo a Regi, se juró acabar con nosotros. Y yo también creí que debía hacerlo, pero con los años se adquiere perspectiva. Tras la muerte de Elliot y lo que entre nosotros pasó, Jonathan actuó para así, extorsionándome, tirar hasta al último de la cadena. Estaba decidido a acabar con todos y hacerme pagar en el proceso por encubrir a Can… e iba a conseguirlo. —¿Por qué no has derrumbado tú todo este castillo de naipes? —Porque he podido ver cómo siendo el Jefe he erradicado la violencia, los enfrentamientos entre bandas, ajustes de cuentas. ¿No ves el bien que mi mal menor ha traído? —Has arruinado muchas vidas de por medio.
—Todo tiene un precio. Como te decía, tu amigo periodista iba a conseguirlo, pero sabía que su vida no sería la misma, por eso debía huir con una coartada como una luna de miel. Y qué mejor forma de desaparecer que con su amada. Sin embargo, todo se truncó cuando recibió una visita inesperada, alguien acudió a verlo nervioso por la impuntualidad del novio. —¿Qué quieres decir? —¿Recuerdas el ojo que todo lo veía de Jonathan? ¿Recuerdas esa cámara que nunca dejaba de grabar? ¿Recuerdas ese ordenador portátil? Claro que me acordaba. Daría lo que fuera por dar con él. —Por supuesto. ¿Dónde lo escondes? —Ya no está escondido. Reiner y Le Vert lo han encontrado hace horas. Desde entonces llevan revisando la grabación del día de la boda. —¡Entonces, deben haber encontrado al asesino! Costa, satisfecho, escudriñaba cada rasgo de mi faz. —Efectivamente, lo han hecho. La puerta se abrió de golpe y, sombríamente, Reiner, Teo Wagner y Le Vert entraron en la sala con las pistolas desenfundadas, apuntando al suelo. Todo estaba oscuro a sus espaldas y la única luz que había era la que de una bombilla colgando en mitad de la habitación se desprendía. Reiner levantó su arma, apuntándome directamente entre los ojos. —Robert Copman, quedas detenido por el asesinato de Jonathan A. Rivers.
El día de la boda
Jonathan se enfundó el esmoquin que aquel día llevaría a la catedral de Greensburg para desposar a Natasha. La emoción lo desbordaba como si de una rebosada presa se tratase. No era empezar una nueva etapa, idear una familia e ir haciéndola realidad, dejar la semilla, un legado. Era más que eso, aquel día era la fecha oficial en la que los dos desaparecerían para siempre de la faz de la tierra. Estaba todo preparado, él conduciría el Rolls-Royce nupcial que habían alquilado para aquella ocasión. Mientras todos los invitados iban llegando al gran salón de bodas al que en Irwin asistirían, los dos irían tras dar un rodeo en dirección opuesta, con destino al aeropuerto de Pittsburgh. De allí, al Aeropuerto Internacional de Atlanta para, tras abandonar Estados Unidos, empezar una nueva vida en cualquier punto indeterminado de Suiza, perdidos en los Alpes. Sabía que tan pronto como diese el anuncio de que aquel era su último programa, Glenn Costa, el Jefe, y toda la pirámide que a sus pies se erigía arremetería contra él, irían directos a su apartamento para evitar que hablase. Se tenían mutuamente estudiados. Por ello, en lo alto de la cómoda, donde estaban las carpetas que inculpaban a la alta sociedad de la zona, el arma que aquel detective sureño le había dado cuando lo visitó en Nueva Orleans custodiaba a su dueño. Él era consciente del peligro y decididamente había aceptado el riesgo de tomarlo, sin importar las consecuencias. Miró el reloj, el tiempo se le echaba encima. Ya había hecho el anuncio y en treinta minutos llegarían para silenciarlo. En cambio, la puerta se abrió anticipadamente, dejando al periodista expuesto, sin capacidad de reacción. Había entrado de golpe, sin derribar ningún portón. El hombre se había quedado fijamente leyendo una de las carpetas ante la sorpresa de Jonathan, que precisamente a él no lo esperaba en aquel momento. —¿Por qué no estás en la iglesia?
—¿Cómo puedes hacerme esto? —respondió Robert, temblando de ira al comprobar cómo su amigo había estado espiando a su padre, al mayor de los Copman, sin decirle nada. Y peor aún, cómo estaba dispuesto a mandar a su progenitor al fondo de Allegheny County Jail para que no volviese a ver la luz del sol. Aquel zulo sería su tumba, ¿tan implacable era el periodista Rivers? Había que decidir entre la caída del imperio de la droga o la libertad de un amado criminal. Y fue el corazón el que tomó la pistola para, de un certero y sordo disparo, encañonando previamente al frustrado esposo, poner fin a aquella trampa que destrozaría la familia de los Copman. Shock, sangre y un alarido de dolor y arrepentimiento. Costa observaba incrédulo lo que había pasado desde la distancia del rellano, el cual había quedado expuesto al exterior tras abrir Robert la puerta del piso. Su subordinado lo había liberado del chantaje al que le sometía el periodista desde hacía seis largos e interminables años. Reparó en el detalle de que el joven subinspector también había visto quién realmente era, que bajo la respetada imagen del inspector en jefe se ocultaba el mayor narcotraficante del país. Tendría que ver si los estudios que había desarrollado, esa prolongación de la teoría de la profesora Loftus, eran ciertos o no. Se lo jugaría todo, pero no quedaba otra: había que borrarle la memoria.
Westmoreland County, 16 de noviembre de 2016
—¿Has visto Reservoir Dogs? Hay una escena en la que el Sr. Rubio baila al son de «Stuck in the middle with you» para terminar cortándole una oreja al policía infiltrado, que se mantiene inquebrantable mientras de un tajo se la quita. Tarantino es un genio, he de decirlo. Es por ello que también me inspiro en el canalla Sr. Rubio, solo que prefiero ir variando con temas de Los Beatles. Te preguntarás el motivo, ¿verdad? Kareem no respondía, su cuerpo empezaba a exhalar las últimas bocanadas, esperando el punto y final de la expiración que acabase con aquella pesadilla. Sin embargo, una nueva inyección de adrenalina prolongó la agonía. —Era el grupo favorito de Emma, con ellos bailábamos hasta quedar exhaustos. Y tú, junto a todos los Alfas quiero que escuchéis la felicidad que me fue negada.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
—Y así es como llegaste aquí, a este psiquiátrico. —Sí —respondió Robert—. Me diagnosticaron casi una docena de trastornos mentales, desde bipolaridad hasta alucinaciones. De hecho, cada noche veo en mi cama a Aurora e intento abrazarla, y es cuando la tengo atenazada que me doy cuenta de que ni siquiera puedo mover los brazos gracias a esta camisa. Cada mañana me despierto y veo cómo donde antes estaba ella se encuentra Jonathan, vestido, esperándome para ir a la boda, y es cuando voy a tenderle la mano que empieza a cubrírsele el rostro de sangre que me salpica ensuciando mis blancos harapos. Cada tarde veo a Glenn Costa y cómo tras su azul mirada encontraba el consuelo de un engaño que al anochecer es desvelado, y desolado me deja acurrucado esperando a que, como cada noche, vuelva Aurora y me dé el ánimo por vivir que ya perdí, cuando descubrí que la peor mentira no era la que mi padre desde las sombras tejía, sino que es mi existencia el sinsentido de un frustrado agente de policía que huía del mundo que no quería creer cierto. Un mundo en el que su amigo resultó ser su víctima, un mundo en el que su amor se transformó en inmisericorde abandono, un mundo en el que manipulé a todos con tal de no aceptar que las dudas de sobrevivirle me atormentan al no tener en qué creer más allá una metálica placa que, con mi dorado nombre, me dicta lo falsamente bien que lo hago. El enfermero, de rasuradas mejillas, puso en mitad del chapado metálico de la mesita el negro maletín que consigo llevaba, lo que despertó la curiosidad del enfermo. Le miraba apenado, consciente de la desgracia de un hombre que no le encuentra trascendencia a su vida. —¿Son pastillas para mí? —preguntó deseando saber qué escondía el oscuro maletín. El sanitario se rio levemente, agachando la cabeza y clavando los ojos en un indeterminado punto del maletín.
—Es mejor que eso. Son pastillas para el corazón. —¿De la tensión? Otra cansada sonrisa se asomó por la comisura de un desconocido enfermero que parecía rendido, cansado, a su existencia. —Son recuerdos, Robert. —¿Y por qué los traes? —Porque al igual que tú, Bert, también tengo visiones. Porque yo también veo a la mujer que cada noche amé, intento bailar con ella al ritmo de sus Beatles, y desaparece. Y es entonces cuando me veo enseñándole a mi hijo cómo afeitarse, para decirle que Emma estaría orgullosa de él. Porque al igual que tú, ya no quiero seguir viviendo. Porque sé quién es el Creyente.
Lake Charles, tiempo atrás
Se miró de nuevo al espejo del húmedo recibidor al que acababa de llegar. ¿Cuántas veces se había mudado en los últimos años? Eso era lo de menos. Las manchas de óxido invadían los soportes de aquel largo espejo en el que Néstor Souza contemplaba aquel despojo humano en el que su alma se albergaba. Sus melenas descuidadas, la frondosa barba, el tono ennegrecido de su piel resultado de renunciar a la higiene, de abandonar la vida. El dolor de sus ojos era lo único que podía distinguir en la oscura habitación. El recuerdo de su pequeño lo acompañaba a todas partes. Metió la mano en el bolsillo de la arrugada camisa de leñador que vestía y sacó de él una foto en la que se distinguía a una joven familia sonriente. Ella, morena y de cálida sonrisa, agachada, rodeaba a un niño con cara de travieso, si bien podía intuirse que era un manojo de nervios deseando divertirse. Junto a ellos, el hombre que un día fue. Aquel abogado que tan exitosamente inició su carrera profesional, con mil sueños y el objetivo de con los años ir ampliando aquella maravilla que Dios le había regalado y él llamaba familia. Una lágrima corrió por su mejilla, dibujando un surco en el polvo que maquillaba su rostro para, finalmente, caer donde estaban su esposa y su hijo. Cómo los quería, daría todo por ellos, estaría dispuesto a sufrir lo impensable por sacarles una sonrisa. Y en aquel momento, que no estaban, vendería su alma al mismísimo diablo con tal de volver a verlos, abrazarlos, apasionadamente besar a su mujer y jugar al escondite con Ramiro, hacerle cosquillas hasta dejarlo en el suelo jadeando por la risa. Todo lo daría. Aún tenía grabado en la memoria el día que ella, Emma, llegó con el semblante serio y los ojos ligeramente rojos, de haber estado llorando durante eternas horas. —Cariño, ¿qué pasa? ¿Va todo bien? —Lo último que quería Néstor era verla abatida.
—Tres meses. —¿A qué te refieres? —El joven abogado no quería entender ese mensaje. Estaba aterrorizado por el mensaje que de los temblorosos labios de su mujer había salido. —Cáncer de mama… metástasis —la voz de ella se quebró, poniéndose la palma de la mano sobre la comisura de la boca, sollozando—. Es irreversible… Solo… tres meses… con vosotros. El tiempo se detuvo para Néstor. Jamás hubiera imaginado un mundo sin ella, egoístamente deseaba ser el primero en fallecer una vez desarrollada la familia y terminada su paternal labor. Se imaginaba a sí mismo en sus últimos días, felizmente rodeado de hijos y nietos que se despedían de él, Emma de la mano, a su lado. Un amor hasta que la muerte los separe y que, en el más allá, los reencuentre. Darlo todo por la gente que amaba para poder descansar completamente en paz. Pero no, aquellos planes humildemente idílicos que dibujaba y recreaba en su mente tocaban aquella tarde del veinticuatro de julio su fin. Ella se iba y todo cambiaba. Los días siguientes fueron terribles para el matrimonio, desolado ante el fatídico destino que llegaba inexorablemente. «¿Por qué, Señor? ¿Por qué?», rezaba de rodillas Néstor, empezando a notar cómo el tsunami de la muerte amenazaba con llevarse todo por delante. Recordaba cómo se conocieron, cómo empezaron a salir en Pittsburgh nada más dejar el high school, los dulces años universitarios, el inicio de sus carreras profesionales, la llegada de Ramiro al mundo… Ella lo era todo para él. Una semana después de la terrible noticia de Emma, por la mañana, tanto ella como el hijo del matrimonio, se vieron sorprendidos con un amanecer dorado y el Ford Anglia del señor Souza esperándolos en la puerta, lleno de maletas. En la casa, los armarios vacíos. —¿Qué es esto? —ella no daba crédito a lo que veía. —Nos vamos. —¿A dónde? —A la cuna de nuestra felicidad. Al lugar que vio nacer el milagro que sois en
mi vida. Ella, emocionada, creía estar alucinando. Ramiro los miraba a uno y otro sin entender nada. ¿No más colegio? Eso era maravilloso. Los Beatles cantaban a través del casete del automóvil «All you need is love», porque era lo que realmente necesitaban, todo lo demás sobraba. —Pittsburgh nos espera —concluyó un Néstor entregado a los suyos. Si aquellos meses eran los últimos quería que fuesen así. Lake Charles quedó atrás para ir al frío del norte. Tras horas de viaje, pararon en Morgantown, West Virginia, para reposar y dormir. Al día siguiente entrarían en Pensilvania, rumbo a la antigua Ciudad del Hierro, como era llamada antaño. La familia reía, como si estuviera de vacaciones. Ni mencionaban el reloj de arena al que se enfrentaba Emma. Jugaban al veo-veo, palabras encadenadas y adivinanzas. Qué dulce era aquella felicidad con fecha de caducidad. Entre las miles de millas de las carreteras que tejían sus telarañas por los estados había innumerables de verdes carteles indicando las poblaciones que se dejaban atrás. Y fue, al pasar por el que rezaba «Greensburg», cuando Emma calló y se quedó pensativa, contemplando de lejos aquel bello lugar que la vio nacer. A lo lejos, en lo alto de la colina más voluptuosa de la zona, un convento de rojizo ladrillo y madera de roble dominaba las alturas, flanqueado por álamos y un humilde cementerio. —Néstor —lo llamó. Ramiro estaba con la boca abierta, ojos cerrados y suavemente roncando. —Dime, Emma. —Quiero que cuando todo acabe me entierres aquí. Júrame que lo harás. ¿Podría sobrevivir a la pena que en semanas le invadiría? Por el hijo de ambos, debería. —Se supone que no debemos hablar de esto. —Júramelo —repitió ella proyectando la intensidad de sus ojos en él. Néstor tragó saliva, la nuez volvía a temblarle. Con la cabeza asintió,
sentenciando brevemente: —Lo juro. Otra lágrima cayó sobre la foto. Néstor huyó de su memoria. No quería recordar cómo Emma se fue, cómo tuvo que explicárselo a su hijo, cómo lloraba en las noches hasta que el cansancio lo tumbaba, cómo Ramiro percibía su dolor, cómo acudió a Kareem Hew en busca de algo que lo sacase de ese estado, buscando tener la fuerza de educar a su único tesoro, cómo la cocaína entró en su vida y terminó de destrozarla, echando abajo los pocos pilares que se mantenían en pie. Aquel mendigo que estaba en la que un día fue su casa de Lake Charles, ahora vacía salvo por el envejecido espejo, comenzó a temblar de ira. Arrugó inconscientemente aquel recuerdo al cerrar el puño, con las venas a punto de estallar. Solo tenía a Ramiro, era todo para él, intentaba darle su mejor versión para hacerlo feliz… Y hace tantos años aquellos Alfas se lo habían arrebatado… Y de aquella manera. Sádicamente acabaron con la personificación de la inocencia, que por culpa de Kareem empezó a hacer estupideces. Los remordimientos le seguían día y noche, ¿qué diría Emma si descubriese lo que su descuido había provocado? Su hijo pasó a ser un drogadicto y, peor aún, un traficante. Y todo porque le dolía la ausencia de su madre tanto como a él. —¡Imbécil! ¡Te odio! —gritó el descuidado abogado al espejo. Ya no recordaba cuántos años habían pasado, pero desde entonces, todos los días que se veía reflejado en cualquier superficie se lo recordaba—. Eres un inútil, un mal padre. No mereces vivir. Un golpe fue directo al espejo, que estalló destrozándole los nudillos. Miraba fijamente unos ojos llenos de venganza, los mismos que en su día rebosaban la ilusión de un comienzo, la magia de un enamoramiento, la felicidad de un hijo. En su mente tenía grabada la escena en la que Ramiro llegaba acompañado por los agentes de policía para contarle el incidente con su compañero y el profesor de Educación Física. —Montgomery… Robert Copman —dijo un Néstor que estaba al borde de la locura. Si esas dos personas no hubieran intervenido, no hubieran delatado a Ramiro, el pequeño de los Souza seguiría con vida.
Otra escena llegó a su cabeza: el día que enterró a Ramiro junto a su madre en Greensburg. Había ido él solo y a la puerta del cementerio le esperaba un moreno Kareem, rodillas clavadas en el suelo, llorando y pidiendo perdón, contando todo lo sucedido aquella fatídica tarde en el almacén del jefe de los Alfas, llevándole después a Laurel Bridge Park, donde Ramiro había sido ejecutado y dándole el arma que Aldo abandonó allí mismo tras matar al menor. El mismo corroído y oxidado machete con el que cada día se apuntaba al corazón y no encontraba la fuerza suficiente para atravesarlo. Soltó un alarido que retumbó por todo Lake Charles para, sediento de venganza y con eterno rencor, gritar los nombres de Clint Drinkwater, Ryan Bravo, Annya Rashputova, Thomas Thalody, Kareem Hew y Liam Ferguson. Tras esquivar la demencia y recomponerse, fue al antiguo dormitorio conyugal. La madera del suelo estaba medio podrida, carcomida por termitas y oscurecida por humedad que propiciaba la vida en forma de hongos dispersos aleatoriamente. A la descomposición se le unía un caótico desorden de cientos de fotografías desperdigadas, recordando un pasado tan feliz como nostálgico. Se agachó, abrió su viejo maletín negro de abogado y empezó a recoger las fotografías de los Souza.
Greensburg, 7 de octubre de 2017
Subidos en el coche patrulla, él, Josh Reiner y Edgar aceleraban desbocadamente a través de la ruta que conectaba el dorado pueblo con Pittsburgh. Iban tarde, como empezaba a ser costumbre cada vez que el Creyente actuaba. —Te juro que cuando esto acabe me iré, volveré a Nueva Orleans y dejaré el servicio. —No era él. Hemos estado persiguiendo a alguien que estaba muerto. Pero no, los primeros resultados indican que el cuerpo hallado dentro del Anglia no es el que esperábamos. —¿Y quién era? —Aún tienen que confirmárnoslo. Pero debemos ir rápido a donde esté Robert. Es el siguiente en la lista del que estoy seguro que es el Creyente. —Ha estado casi un año sin volver a actuar. ¿Por qué ahora? —No lo sé, pero no olvides cómo también apareció el cuerpo de Kareem —dijo Edgar—. Debemos ponerle protección policial a Robert cuanto antes. ¿Recuerdas la historia que nos contó cuando le mostraste las fotos de Clint y los demás? Aquel trauma de la infancia. Reiner ató los cabos sueltos y, como si de un derechazo seco se tratase, todo encajó en su mente. —Ahora lo entiendo. Claro, este profesor jubilado era de Educación Física. Era… —Sí —lo cortó Edgar. El coche iba desatado, quemando el asfalto y con las sirenas chillando, clamando al mundo la urgencia de una vida por salvar. Reiner puso en palabras los temores
que compartían. —Esta historia no tiene nada que ver con el narco. Es una venganza.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
—¿Quién es? —Esa respuesta solo se puede saber con mis pastillas para el corazón. Los dos contemplaban el negro maletín, que con su fría oscuridad los desafiaba a los dos a ser abierto. —Quiero ver qué hay dentro. —Para verlo, debes dejar que ate tus brazos a la silla. —Seguro que es más cómodo que esta prisión que me rodea los costados e inmoviliza. El enfermero asintió y procedió a quitarle la camisa, que había dejado a Robert sin fuerza alguna en sus extremidades, las cuales no eran capaces de conducir recuerdos e instrucciones a su cerebro sobre cómo ser utilizadas. Estaban inutilizadas por completo, por ello no tuvo ninguna dificultad cuando firmemente las ató, dejando cada uno de los dedos expuestos en los asideros laterales de la silla.
Lake Charles, 2016
¿Cuántas semanas llevaría sin ducharse? ¿Qué había sido de aquel prometedor abogado? ¿Podría retomar su carrera? Tal vez fuera la única vía para evadirse de la viudedad, huir de sobrevivirle a su hijo. Néstor respiraba con la boca entreabierta, oculta por la frondosa barba que ocultaba su verdadero rostro. Su respiración era entrecortada, sonando fuerte y pesada como consecuencia de la bronquitis que había cogido tras estar varios días durmiendo en el jardín. Desde que había vuelto a Lake Charles, catorce años habían pasado, atravesaba rachas depresivas en las que veía a los fantasmas de su familia dentro de su viejo hogar. Era entonces cuando salía a reposar a la intemperie, pese a que al día siguiente tuviera que ir al Walmart, al cajero de aquellos inmensos supermercados de los que sacaba lo justo para sobrevivir. No sabía por qué, pero pese a llevar más de una década deseando estar enterrado, una parte oculta de él hacía a su corazón latir. ¿Deseo de venganza? —Clint Drinkwater… Ryan Bravo… Cada amanecer y cada anochecer los repetía sin cesar, a todos y cada uno de los sicarios que se hacían llamar Alfas. No olvidaría jamás el relato de su hijo, la historia que lo arrebató de su lado. Y jamás se perdonaría por ser ciertamente culpable de que su primogénito hubiese sido parte del sucio narcotráfico. —Montgomery… Robert Copman… Un nuevo día le esperaba. Nada especial en el trabajo, salvo que el gerente le amenazó con echarlo a la calle si seguía sin ducharse, a lo que él respondió con un escueto «vete a la mierda» para quitarse el uniforme y volver al lugar en el que un día fue feliz. Atravesando Common Street pudo contemplar un pub abierto, con gente dentro bebiendo cerveza como si las fábricas fuesen a dejar de producirla y se tratasen de los últimos tragos del dorado zumo. ¿Cuánto tiempo llevaba sin disfrutar una?
Aparcó tres manzanas más adelante para después acceder a aquel garito, el conocido Rialto’s. El portero lo miró de arriba abajo, asqueado, pero le dejó entrar sin siquiera requerirle la identificación como solía hacerse con los más jóvenes. Sentado en la barra, solo, sin compañía alguna, Néstor pidió una simple Paulaner. Volver a saborear aquella cerveza de trigo podría ser el primer paso para superar el pasado que le pesaba como una losa, un pasado que era una lápida en su conciencia. La empezó a degustar, sintiendo cómo el líquido limpiaba el esófago del polvo que contenía. La tos le volvió y tosió, haciendo que parte del trago saliera despedido como si de un pulverizador se tratase. Los demás clientes lo veían, comentaban, murmuraban y se reían desde la distancia. Nadie se acercaba a menos de cuatro metros de él. Sin embargo, la puerta del Rialto’s volvió a abrirse para dejar entrar a un hombre que iba dando tumbos. Sin pararse a mirar quién estaba en la barra, se sentó directamente junto a Néstor. «¿Y a este qué le pasa?» se extrañó el padre de los Souza, sabiendo que una persona normal no se acercaría al despojo que en aquellos años se había convertido. Con grandes ojeras, barba de tres días, cabellos rojizos despeinados, miraba fijamente un punto indefinido en la Budweiser que había pedido. Se dio cuenta de que Néstor, sentado justo junto a él, en el asiento contiguo, parecía extrañado, con el ceño fruncido. —Oh, disculpe —empezó el pelirrojo—, ¿está ocupado? —No, estoy solo. —Bueno, ya somos dos. Aquello era una cita improvisada. El pelirrojo pudo ver cómo aquel mendigo respiraba entrecortadamente, debía estar gravemente enfermo. —Debería ir al médico —le aconsejó. —Prefiero beber. Llevaba años sin hacerlo.
—¿Qué ha pasado para que un hombre como usted se encuentre así? —Lo he perdido todo. —Néstor contempló la Paulaner y añadió antes de darle otro trago—: Ahora por lo menos tengo esto. —¿Cómo se llama, señor? —¿Qué más da mi nombre? Solo soy un desgraciado. El pelirrojo sonrió ante tal contestación. —¿Sabe? Yo tampoco tengo nombre. No debo permitirme ser identificado. Cambio cada cierto mes de hogar. De hecho, ya he vivido en veintisiete estados diferentes desde que se decretó mi búsqueda y captura. Veintisiete estados en menos de veinte años, ¿no le parece increíble? Es de locos. Néstor se quedó extrañado. ¿Quién era aquella persona y por qué le revelaba algo como eso? Él no lo entregaría a la policía, ¿para qué? Lo mismo aquel improvisado amigo daba por hecho que no haría nada. —¿Cuáles son tus crímenes? —Hacer mi trabajo —su interlocutor suspiró y añadió—: Hoy es mi última noche en Lake Charles, mañana cambio Luisiana por Oklahoma. Por eso he salido de mi escondite para echar un último trago en esta agradable zona. Alzó la cerveza para brindar con Néstor, que le imitó e hizo lo propio. Antes de chocar los vasos, el pelirrojo exclamó un «Por Lake Charles» al que silenciosamente correspondió el mayor de los Souza. Tras apurar hasta la última gota, el padre de aquella familia destrozada tenía una última pregunta para el pelirrojo: —Hombre, ¿cómo te llamas? —¿Y eso qué más da? No nos volveremos a ver —dijo mientras se disponía a salir del local. Sin embargo, se pausó y, como agradecimiento por la velada compartida, le contestó—: Ferguson. Mi nombre es Liam Ferguson.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
La caravana de coches policiales atravesó Squirrel Hill para ver cómo Pittsburgh le indicaba con la caída del día que la llegada de la noche estaba cada vez más cerca para Robert Copman. Las luces rojas y azules daban color a la sinfonía de sirenas que marginaba Allegheny County Jail e iban directos al centro psiquiátrico de UPMC. —Montgomery. —Exacto. Por momentos llegábamos a sospechar de esos Alfas, de que el desaparecido Liam estuviera actuando. Pero ¿qué sentido tenía matar a sus compañeros? —Ninguno. —Exacto. Cuando ejecutó Aldo a Ramiro, aquellos criminales se dispersaron por unos u otros motivos. Tal vez incluso por conciencia, quién sabe si reflexionaron sobre sus acciones. —Pero el arrepentimiento no es suficiente. —No para un padre que lo ha perdido todo. —Y el chivatazo, el efecto mariposa que acabó con Ramiro degollado, aunque fuera involuntariamente involucraba a… —Robert Copman.
Lake Charles, 2016
Liam Ferguson caminaba tranquilamente por Common Street, pensando en la casa rural a la que se mudaría al día siguiente en Oklahoma. ¿Podría hacer vida normal algún día? ¿Cuánto tiempo estaría como si fuera miembro de una tribu nómada? Sus delitos lo perseguirían siempre, los agentes harían lo imposible por dar con él. Era mejor así, seguir desaparecido para la sociedad. Nadie sabía nada de él hasta esa noche, en la que compartió su identidad con un inofensivo vagabundo moribundo. ¿Existe la justicia poética? ¿Nos da el destino la ocasión de enmendar errores? ¿O nos hace pagar por ellos? Fuera cual fuera la respuesta, la noche cayó en los ojos del pelirrojo cuando, a traición, un golpe secó le abrió una brecha cerca de la nuca. Se desplomó, dejando caer todo su peso en la desierta calle. Nadie había presenciado cómo Néstor, adoquín en mano, había cazado al asesino de su hijo. En mitad de la oscuridad lo arrastraba, rumbo al viejo Ford Anglia. Lo metió en el maletero y salió por la 201 rumbo al número 412 de Pontiac Drive, donde la vacía mansión de los Souza los esperaba. Cuando despertó, Liam estaba esposado a una férrea silla que debía haber sido robada, de robusto hierro, pesada y sólida. Era imposible moverse. Frente a él, aquel barbudo vestido con harapos, el mismo con el que brindaba horas atrás, le observaba fijamente. En su mano, un cuchillo con una hoja larga y afilada. Junto a él, un negro maletín del que debía haber sido abogado. —¿Dónde están? —No me hagas nada —suplicó Liam. —¿Dónde están? —repitió. —¿Quién eres? El barbudo se aproximó al secuestrado y, de un rápido pero certero movimiento,
le seccionó el dedo meñique de su mano derecha. El pelirrojo aullaba, por lo que Néstor le metió uno de los trapos que consigo llevaba en la boca, insonorizándolo. Liam se retorcía por el dolor. —¿Dónde están los Alfas? Ante la pregunta, el pelirrojo no pudo reaccionar de otra forma que abriendo los ojos, que se le salían de sus órbitas. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo sabía de la existencia de su antigua banda? —Dime dónde están Clint Drinkwater, Thomas Thalody y los demás y dejaré que vivas. De lo contrario… —le apuntó amenazante con el oxidado cuchillo—. Ya sabes lo que haré. Liam asentía desesperadamente, dispuesto a cumplir sus órdenes, responder hasta la última de sus cuestiones. Por ello, cuando le liberó la boca, empezó a relatar cómo Clint Drinkwater había huido a Nueva Orleans, seguido de Annia y Ryan, huyendo de Westmoreland County, del horrendo crimen que fue el asesinato de un menor de edad, en el que él participó ayudando a un ya muerto narcotraficante. También cómo Thalody se infiltró en la policía, cómo se transformó en el agente Schmidt, cómo se pusieron de acuerdo los cuatro para matar a Ernesto y Aldo Guerrita y cómo Kareem Hew se pudría en Allegheny County Jail. El mendigo escuchaba atentamente, tomando nota del relato, apuntando en su mente hasta el último detalle. Cuando finalizó, Liam preguntó, presa del pánico: —¿Me liberarás ahora? Juro que no le contaré a nadie lo que has hecho, no… Interrumpiéndolo, como respuesta y con otro contundente seco corte, aquel destrozado padre de familia siguió con su venganza. El pelirrojo no tuvo tiempo de gritar para procesar cómo había perdido más y, cuando se dispuso a hacerlo, el mayor de los Souza ya le había metido el paño que ahogaba sus gritos. —Mereces una respuesta. Soy Néstor Souza, el padre del chico al que asesinaste hace veinte años. Y así, tal como aquel sicario hizo junto a Aldo Guerrita, de esa cruel forma fue quitándole la vida al prófugo de la justicia. Cuando terminó, guardó los dedos en una bolsa que ató al ya cuerpo sin vida de Liam Ferguson. Arrastró por el jardín
trasero aquella marioneta inerte para cargarla a su viejo coche familiar, el Ford Anglia, sentándolo en el asiento de copiloto, pero doblándolo para que no se viese por los ventanales que a trasluz podían perder el efecto que el cristal tintado le otorgaba. Tras comprobar que ninguno de sus vecinos había presenciado nada, arrancó y tomó la ruta 201, rumbo a Prien Lake. Llegando al tramo en el que la carretera atravesaba el vasto azul con un portentoso puente, aceleró y se lanzó al agua con el cadáver del asesino y el coche de sus recuerdos. Escapando por la ventanilla que había dejado abierta, a duras penas pudo nadar hasta la orilla, cerca de Henderson Bayou Road. Aquel día oficialmente Néstor Souza se suicidó para las autoridades locales, que iniciarían una búsqueda desesperada del pobre barbudo. Al día siguiente, por la noche, su jefe del Walmart saldría por la radio confesando cómo lo había amenazado con el despido por motivos de higiene, visiblemente compungido y arrepentido, creyéndose responsable de un suicidio. Mientras tanto, antes de que notarios y personal del funcionariado civil entrasen al 412 de Pontiac Drive para dar acta de cómo repartir sus bienes, Néstor escuchaba la radio, sabiendo que su plan había sido un éxito al crear la creencia de su fallecimiento. Limpiaba la sangre del salón, siendo consciente de que desde aquel día su identidad estaba muerta para la sociedad. Era un fantasma, un espíritu errante. Se acercó al espejo que días atrás había destrozado y empezó a quitarse aquella desaliñada barba, descubriendo tras esa máscara al hombre que un día fue. Se acariciaba la rasurada mejilla, como hacía Emma en sus años de noviazgo o su pequeño Ramiro en sus meses de bebé. —Tu madre estaría orgullosa de ti —dijo a un juvenil Ramiro que con cada palabra, efímeramente se desvanecía con la brisa de la corriente que las abiertas ventanas generaban. Llevó su mano a un bolsillo para tachar los nombres de Aldo Guerrita y Liam Ferguson. La leyó en voz alta, siendo repetido por el eco: —Clint Drinkwater, Ryan Bravo, Annia Rashputova, Thomas Thalody… Kareem Hew, profesor Montgomery, Robert Copman. Sabía cómo encontrar a quienes llevaron de una forma u otra a su hijo a la muerte. Hizo el equipaje y, andando, salió de la casa de los Souza. Tres horas en
coche, casi tres días andando según el GPS. Nueva Orleans le esperaba. Y con él, su viejo maletín de abogado en el que portaba todo lo que le quedaba.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
—Imagina que pudieras vengarte de los que te hicieron acabar aquí, atado. Imagina que tuvieras delante a los Guerrita, a Glenn Costa o incluso a tu padre. ¿Qué harías? —No lo sé. En verdad te digo que no sé si fueron otros los que me hicieron estar aquí o realmente yo buscaba desesperadamente mi final. Llevo toda mi existencia huyendo de una vida a la que jamás le he encontrado el sentido. Se quedó en silencio, mirando el infinito de un punto indeterminado de la habitación para añadir: —No sé qué haría. El enfermero desaprobó su contestación. —Yo sí sé qué hacer con quien me arrebató todo, con quien se llevó mis ganas de vivir. Y aquí está la explicación —dijo mientras apuntaba con su dedo al maletín—. Aquí está la razón por la que el Creyente cree que es posible la redención, la venganza y la reconciliación consigo mismo al mismo tiempo. En esta negra caja guardo la llave para reencontrarme con Emma y con Ramiro. Mientras declaraba su identidad y el dolor que le mordía el pecho, hurgando en las entrañas de su viejo maletín sacó del mismo un casete que activó para que aleatoriamente, «Here comes the sun» empezase a inundar la habitación que, pese a sus acolchadas paredes, reverberaba con la profundidad de la más antigua caverna, taladrando los oídos de Robert. —Ha sido una noche larga y fría, pero George Harrison tiene razón cuando dice que ya viene el sol. Dentro del maletín, entre cientos de fotografías antiguas, Robert distinguía el rostro de Regi y cómo este cambiaba en las fotos según pasaba los años, y de aquel matrimonio desaparecía Emma para con un cáncer firmar el final de una
familia que anhelaba degustar hasta el último bocado de la felicidad. Fue entonces cuando comprendió que aquel enfermero que lo escuchaba y en el dolor lo acompañaba no era otro que Néstor Souza, quien de la nada portaba un oxidado machete con cuya punta le apuntaba, al mismo tiempo que un delirante deseo de terminar su misión recorría cada milímetro de la sedienta mirada de venganza que le atosigaba. —Y, sin embargo, ¿qué peor castigo es para ti? —añadió blandiendo el arma—. Dime, Robert, ¿crees? ¿Tienes fe? ¿Eres un creyente? —Qué más da eso ya, solo libérame de esta vida, te lo suplico. —El demente antiguo subinspector lloraba de la emoción de acabar su tormento.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
—Hemos intentado acceder a las salas 300 a 320, pero están los ascensores bloqueados y ha atascado las escaleras de emergencias. —Lloraba una joven enfermera desesperada—. Ha aparecido un compañero desnudo, inconsciente junto al almacenaje de residuos. —Y se ha disfrazado. Reiner, acompañado por Edgar y el equipo SWAT de asalto, habían llegado al centro de salud mental de UPMC. El personal estaba aterrorizado, otro equipo encabezado por Le Vert se encontraba en la azotea de la planta superior, cuya puerta de también había sido bloqueada. —Souza sabía que vendríamos, la puerta no es un impedimento, pero nos va a retrasar. Están los compañeros intentando derribarla. —¿Y por las ventanas? ¿No nos planteamos acceder por el ventanal? —Vamos a desatar el pánico, Josh. —Mattie, el pánico campa a sus anchas y vamos a perder a un compañero. El silencio le respondió, con la fiscal omitiendo las palabras que le daban la razón, pero escuchándose en el fondo de la línea telefónica cómo ella misma ordenaba a sus hombres que entrasen sin tapujos. Cuestión de segundos y pequeños estallidos iniciaban un concierto de vidrios reventando. Entonces, el jaleo se deshizo cuando un alarido de Robert llenó cada uno de los rincones de Pittsburgh, dejando a todos paralizados, en estático. Frenó el grito y los sudores fríos se abrieron paso entre los vacíos poros de los presentes. Cesó el grito, nadie se movió. Los policías veían cómo el plomo de las botas los sumergían en el océano de una agonía anunciada.
—¿Qué está pasando? —a Le Vert le temblaba la voz por primera vez en su dilatada carrera. Un nuevo grito deshizo de un plumazo la ilusión creada por el aterrador aullido anterior. El Creyente estaba volviendo a actuar. —¡Joder, vamos! —dijo mientras a disparos destrozaba la cerradura de la puerta de las escaleras. De una potente patada arrancó la pesada puerta de sus bisagras y cojeando por el golpe propinado, se sumergió solo a toda prisa rumbo a ponerle fin a aquel psicópata que de su hogar lo alejaba. —¡Espera, Reiner! —se escuchaba el eco de un Edgar retraído que no lograba seguirle el ritmo al sureño.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
El mayor de los Souza se relamía los sonrientes colmillos que la comisura de su boca dejaba entrever, enlazando en su imaginario el plan perfecto. Fue a arremeter contra el enfermo, pero los irritantes chillidos de las sirenas de la policía le frenaron en seco. —Veo que Reiner ha llegado. De fondo, se podía distinguir el sonido de un helicóptero cada vez más cercano. El Creyente titubeó y, al escuchar las explosiones que el equipo de asalto estaba provocando varios pisos arriba, subió más aún el volumen de Los Beatles. «Solo me queda una vida», escuchó cómo su oxidado cómplice le decía. Se quedó mirando su puño asiendo con fuerza el mango y supo lo que debía hacer. Era el momento. —Te repito, ¿tienes fe? ¿Eres un creyente? —¡Qué más da! ¡Termíname ya, por favor! —Es infinitamente peor tu purgatorio que la muerte... Me despido de ti, subinspector federal Robert Copman. Mi última víctima será el verdadero responsable de lo que le pasó a mi hijo. Tomó asiento y se puso frente a él, como había estado todo ese tiempo que Robert le relató su tragedia. Previamente, arrojó por toda la habitación las fotos de su pasado, creando una capa que cubría cada milímetro del cuadriculado y acolchado cubículo. —¡No, por favor, no! —Fue un placer hablar contigo. Robert gritó con todas sus fuerzas, viendo cómo sus esperanzas se desvanecían
con la primera gota de carmesí que cayó al suelo, deformando los colores de una alegre fotografía de unos jóvenes Emma y Néstor bailando décadas atrás. Los tonos rojizos de sus venas fueron cubriendo la película de una familia monoparental de la que ya solo quedaban ecos del pasado.
Pittsburgh, 7 de octubre de 2017
«Salas 300 a 320»
Reiner dejó atrás el cartelón de la planta, recuperado de la contusión que la salvaje patada le había proporcionado. Se oía a Robert cómo, presa de un berrinche, cambiaba los gritos de terror a un llanto de lamento que inundaba hasta la última esquina de una planta que estaba desierta, presa del revuelo policial. Abrió la primera habitación que encontró para comprobar lo solitaria que estaba. La llantina se oía como un sonido profundo y reverberante, siendo una proeza definir de dónde venía, lo cual era una desesperante sabiendo lo que estaba en juego. Se quedó en mitad de un edificio que se antojaba igual cada centímetro del otro, preso de un laberinto de parpadeantes luces fluorescentes que amenazaban con tintineos apagarse repentinamente. Sin embargo, al fondo del pasillo en el que preso estaba, Reiner contempló una puerta que le llamaba, que le invitaba a acceder a ella. Y era su veterana experiencia la que empujó para, sin oponer resistencia, mostrar el interior de la sala al equipo policial que, corriendo tras él, llegaba, y a Robert Copman maniatado a la silla pero ileso, llorando compungidamente. —Solo él me escuchaba, solo él me escuchaba, solo él me escuchaba —repetía atenazado por la impresión de tener frente a sí un cadáver sentado. Como en el día de la boda, Robert se veía cubierto hasta arriba del castigo que el Creyente se había infringido, quien con el mentón alto parecía en vida, salvo por la rigidez de sus extremidades y la ausencia de luz en unos ojos que se habían apagado. Su pecho estaba atravesado por el mismo machete que en su día le arrebató a Ramiro. Minutos antes, con la misma e implacable determinación con
la que acabó con los Alfas, se perforó el corazón hasta que el omóplato cediese a la salida por la espalda de la oxidada hoja. —Yo solo quería morir, yo solo quería morir, yo solo quería… Robert deliraba, no había tomado la medicación que tenía recetada hacía meses. Estaba atrapado de una realidad que mutaba en su cabeza, y que hacía que el cuerpo sin vida de Néstor fuera tomando formas aleatorias para ser Jonathan, Aurora, Costa y tantos otros. —¿Qué cojones es esto? —preguntó Teo Wagner, acompañado por Edgar. —Iros de aquí ya —ordenó el sureño. Le Vert, que acaba de llegar, indicó a todos los agentes que se replegasen, sacando a Robert de la misma y dejando a Reiner con el cuerpo inerte del Creyente, cuya vacía mirada se perdía en el reencuentro con su mujer y su pequeño. El sureño contemplaba los recuerdos felices de la familia Souza cuando empezó a guardarlos de nuevo en el maletín ante el inmóvil Néstor. Cerró tras de sí la puerta y se marchó, llevando consigo aquel pasado que en forma de fotografías se escondía entre las oscuras paredes del maletín. Una esposa y un hijo… Como él.
Pittsburgh, 14 de octubre de 2017
—¿Se puede? Josh Reiner se disculpó ante Edgar por interrumpirle en su trabajo. El espigado médico estaba en el mismo despacho donde tiempo atrás se vieron por primera vez, cuando conoció al desmejorado Robert. Lo que prometía ser una caza y captura de un asesino en serie se había tornado en un caos del que nadie había salido bien parado. —Por supuesto, Josh, pase. —Bueno, ahora que todo se ha terminado, quería solamente verte para ver cómo estabas. Jamás hubiera imaginado todo lo que ha sucedido. El forense suspiró, a la vez que se restregaba los ojos cansadamente. Las negruzcas ojeras mostraban que el joven estaba al borde de la extenuación, en aquellos últimos días había realizado pruebas al cuerpo de Néstor Souza, determinándose que fue la penetración del arma en su corazón la causa de la muerte. Pero eso no era lo interesante del suicidio estudiado en la camilla del depósito de cadáveres. —Tenga en cuenta que Jonathan y Natasha están muertos, Robert en el psiquiátrico. Esto —añadió mientras con los brazos extendidos intentaba abarcar toda la habitación— es lo que me hace no pensar ni un poco. —Busca evadirse en el trabajo. —Sí. Lo necesito, estoy en shock. Además, ese machete es perturbador. —¿Por qué? —Porque está maldito. Las muestras de ADN que sus manchas de óxido contiene son macabras. Inició un ciclo de asesinatos que se abrió con un hijo, Ramiro, y se cerró con su padre, Néstor. Y de por medio, todos y cada uno de los
extintos Alfas. Es macabro. Tenía razón. Todo aquello le recordaba a Reiner a sus primeros años, cuando tuvo que hacer seguimiento de los asesinatos que hacían los narcotraficantes en los estados del sur, siempre por ajustes de cuentas. Llevaba días pensando en sus inicios, en el apoyo que supuso Gabriella y cómo encontró la fuerza y determinación de continuar en ese poco agradable trabajo cuando supo que sería padre. —Edgar, venía a despedirme. Vuelvo a Nueva Orleans. —Le echaré de menos. —Y yo a usted. Para ser honesto —reconoció—, este caso me ha hecho replantearme mi vida. Néstor y yo somos bastante parecidos. —¿Por qué? —Los dos teníamos mujer e hijo. La diferencia está en que él lo perdió todo y yo tuve la suerte de conservarlo. ¿Por qué nos trata así la vida, Edgar? ¿Por qué existen afortunados y desgraciados en este mismo mundo? —Ojalá pudiera responderle. Hay preguntas que no pueden ser contestadas, no de forma racional. —Lo mismo da. Sea como sea, también quería comunicarle que ha sido un placer compartir con usted el que ha sido mi último caso. Me voy. —¿Cómo? —la noticia pilló por sorpresa a Edgar—. Pero si usted tiene una trayectoria y proyección envidiable, ¿por qué? —Porque he recordado lo que de verdad importa —sentenció mientras le mostraba el oscuro maletín de abogado del mayor de los Souza.
Greensburg, 14 de octubre de 2017
La dorada colina saludaba al cejijunto sureño. Aquella otoñal carretera llena de curvas era un obsequio para la vista. Todo había acabado, el dulzor de la vida se instalaba en el paladar de Reiner. Los quebraderos propios de su oficio habían terminado junto a aquel calvario. Miró al cielo azul, ligeramente tapado por los álamos que empezaban a tirar sus hojas. Rojo, dorado, marrón… Paz. El paseo, la calma… eran su merecida recompensa. Por fin podría dormir sin la ansiedad que tanto daño le había hecho. Por fin dejaba de ser inspector. El calor, el jazz, el carnaval, Nueva Orleans… Miró el ramo de flores que consigo portaba. Era precioso, pero su mujer merecía uno mejor. En la cumbre de la bella colina de Greensburg le esperaba el cementerio. Las monjas de un cercano convento limpiaban y mantenían impecables las lápidas. Saludó a un par de hermanas y prosiguió con su camino. Jamás hubiera imaginado que él fuese el único asistente al funeral de aquel psicópata, pero imaginando el dolor del que había sido su némesis podía llegar a comprender sus acciones. Él también era padre, él era también esposo. Por eso estaba aquel día allí, solo junto al sacerdote. Porque él también podría haber sido el Creyente. Una vez finalizado, dividió las rosas entre las tres lápidas que frente a él descansaban. La tragedia y el dolor habían acabado con la pequeña familia de aquel fantasma del pasado, que volvía a estar junta en el más allá. «Descansad en paz», despidió Josh Reiner a los Souza. Marcó el número de su reluciente hogar, en pleno Barrio Francés. Al otro lado del teléfono su santa mujer Gabriella preguntaba quién era, anhelando escuchar la voz de Josh Reiner. —Cariño, vuelvo a casa.
Epílogo
Nueva Orleans, Luisiana
Las luces de los fuegos artificiales se colaban con rabiosa alegría en las oscuras paredes de la vivienda que antaño Reiner compró con la que, tras tantas penurias, seguía siendo su mujer. Era una noche alegre, era el festival, era el carnaval. Títeres, disfraces y caravanas en la calle daban flujo de vida a una capital sureña en la que la felicidad era fácil de soñar. Y más fácil era para Josh estando allí, junto a ella y junto a él, aquella bendición que, pese a ser maravillosamente diferente por tener un cromosoma menos, era su hijo y, donde unos veían a un deficiente desechable, él veía un rostro que no mostraba retraso, sino amor puro. —Qué bien que estés en casa, papá. —Y se abrazaron. —¿Sabes qué? Tengo ganas de bailar. Ven —le dijo Gabriella al pequeño. Y desde el tocadiscos, George Harrison, Ringo Star, Paul McCartney y John Lennon alegremente deslizaban un «Here comes the sun» al tiempo que madre e hijo celebraban que, efectivamente, había salido el sol. Los tres estaban juntos de nuevo. Josh Reiner, apoyado en el marco de la cocina, daba gracias por tener en ese pequeño pero alocado salón de Nueva Orleans todo lo que quería.
Agradecimientos
Como el lector habrá podido adivinar, en el libro se hacen permanentes referencias a canciones, poesías y melodías, responsables de inspirar a un chaval que frente a un simple pero complejo teclado se sienta noche sí y noche también para plasmar en blancas páginas lo que es una pasión, un sueño. Y sin embargo, ¿quién origina este ardor? ¿Cómo surge esta necesidad de dar vida a personajes inertes? Sepa pues que en la vida también nos encontramos frente a una larga sucesión de acordes y estrofas que marcan nuestro pasar por el mundo, nuestro devenir en la Tierra. Mi canción es sumamente bella, y es tras largos silencios de reflexión cuando me doy cuenta de ello. Y por la belleza musical que me acompaña debo dar las gracias. Gracias a Ricardo, mi padre, y María de las Cruces, mi madre; así como a Isabel, María de los Ángeles, Inés y mi dulce Martita. También gracias a mis abuelos, tíos y primos, que sin poder nombrarlos en este escueto agradecimiento los lluevo tatuados en el corazón. Gracias a mis queridos pimpollos, Juanma, Álvaro, Rafa Flores, Chasti, Boli, Conra, Miki y Antonio. Gracias a Rafa, Fernando, Sergio, Gerardo, Rafa Ruiz, Guillermo, Juan Merino, Juan Peñafiel, Jose Sánchez y Peña, Rafa Rodríguez, Cristian, Agustín, Mercedes y Julia. Gracias a Rocio, Vito, JJ, Miguel, Ángela y tantos como hacéis de Madrid un lugar acogedor. Gracias a Rafa, Moncho, Juanjo así como a quienes habéis azuzado los recovecos de mis inquietudes. Gracias a Eduardo, Elsa, Gonzalo, Paula y demás compañeros que creéis en este joven.
Gracias a tantos que me hacéis mirar hacia arriba, como Fray Edu, el jefe Antonio, Santos o Juan Manuel Fernández. Gracias a Sofía, Malik, Myke, José Enrique, Néstor, Albertico y Tom, quienes me enamorasteis del Norte de América. Gracias a Marta, quien me hizo descubrir el amor, y a la pulga que me hace reflexionar sobre el mismo. Gracias a los que estuvisteis, a los que estáis y a los que estaréis. Gracias a quien me guía en cada letra que redacto, quien me da fuerzas y da sentido a lo que día tras día hago. Sirva pues, esta obra, para anunciar al mundo que el camino se hace con la melodía de los inconformistas, de los que sin miedo se dan. Sirva pues, esta obra, para devolveros en modo de cultura viva tanto como me habéis dado, tanto como os debo. Soy un afortunado y por ello, con estas líneas os confieso que sois la causa que empuja a seguir este bello sueño, la armoniosa melodía de la escritura.
Índice
Parte 1: La boda 7
Parte 2: Los Alfas 101
Parte 3: El Creyente 317
Epílogo 439
Agradecimientos 441