La Cena Del Bicentenario 5s3rj

LA CENA DEL BICENTENARIO

HÉCTOR ZAGAL

Para el Ingeniero Zagal

Índice

Portada

Página de título

Dedicatoria

Mole negro y chichilo

Chiles en nogada

Atole de ciruela

El convidado de piedra

La conspiración masona

Los preparativos

La escalera del Castillo de Chapultepec

In God We Trust

El respeto al derecho ajeno es la paz

Vichyssoise de aguacate

Pescado zarandeado

Manchamanteles

La viuda de Clicquot

¿Coñac o ixtabentún?

Los valientes no asesinan

Un muchacho acomedido

Ate de tejocote

C’est increible

Jamoncillos de leche quemada

Acerca del autor

Página de créditos

Mole negro y chichilo

PORFIRIO DÍAZ MORI se miró en el espejo y, con un pañuelo, recogió el exceso de talco con que se había polveado la cara y el cuello. Una sana costumbre que le había ayudado a sobrevivir entre los Braniff, los Lascuráin, los Casasús y otros aristócratas pulqueros, tan orgullosos de su blancura. Nunca se fio demasiado de ellos. El general sabía perfectamente con quiénes trataba. Riquillos zalameros que se burlaban de él a sus espaldas. Para ellos, Díaz era un advenedizo muy a pesar de su matrimonio con la linajuda Carmelita. ¿Advenedizo? Ya quisieran contar con la décima parte de las medallas militares que se había ganado. Nadie se las había regalado por su bonita cara. Lodo, sangre, pólvora habían salpicado su uniforme. Con esas manos, que ahora temblaban, había rebanado a zuavos y legionarios. Había defendido el país de los ses y, si hubiese nacido antes, se hubiese batido hasta la muerte antes de permitir que los yanquis se robasen Texas, Nuevo México, Arizona y California. ¿Quién de esos señoritos del Paseo de la Reforma y de la colonia Roma podía ufanarse de haber recibido las Insignias de la Orden Imperial de Alejandro Nevski que le otorgó el zar de todas las Rusias? ¿Y el Gran Cordón de la Orden del León y del Sol de Persia? El general abrió la cómoda de cedro rojo; el delicado olor de la madera se escapó del cajón. Con gesto onanista, se regocijó en la caja de terciopelo negro que contenía sus preciados tesoros: desde el Doble Dragón imperial de China hasta el Águila Roja de Prusia. Recordó el extraordinario desfile de embajadas con ocasión de las fiestas del centenario. Se acordó especialmente del embajador español, el Marqués de Polavieja, un anciano comelón y libidinoso que había traído consigo algunas reliquias de los Insurgentes. Gesto magnánimo el de la Corona española que regresó aquellas ropas de Morelos. ¡Qué hermosa lucía la ciudad llena de monumentos y edificios nuevos! La columna de la Independencia, el manicomio de Mixcoac, el Palacio de Correos. Qué diferencia de festejos. Aquello sí fueron fiestas, no como las de ahora. ¿Circuito del bicentenario? No era sino una vulgar vía rápida, sin estética alguna,

sin valor simbólico. Una simple colección de puentes de concreto de los que nadie se enorgullecería en unos años. ¡El Ángel de la Independencia! “Una victoria alada, una niké griega”, había explicado con pedantería el maestro Justo Sierra a la prensa. Eso era un símbolo, no las porquerías que inauguró el alcalde de México. Incluso los revolucionarios habían adoptado al Ángel como símbolo de la capital. Un toque en la puerta lo sacó de sus consideraciones. Su valet no aguardó el “adelante” y entró con irreverente decisión a la recámara. Díaz, un niño atrapado a la mitad de la travesura, cerró rápidamente el cajón, provocando una sonrisa irónica en el criado. Don Porfirio se percató de ella; sus ojos acribillaron al sirviente. Su mirada, a diferencia de su pulso, conservaba la fuerza de los antiguos tiempos, de modo que el sirviente palideció. Para reparar el daño, el valet ayudó obsequiosamente al anciano a vestirse la casaca de media gala, ropa que utilizaba para recibir visitas en la mañana. —Mi general —anunció el criado—, el señor Limantour aguarda en el comedor. El mayordomo lo hizo pasar a la mesa tal y como usted ordenó. El anciano no se dignó responder. El sirviente no tuvo más remedio que proseguir calladamente la tarea de abrochar y cepillar el uniforme del general para asegurarse de que luciese impecable. Otro criado llamó a la puerta con más discreción que el primero. En esta ocasión, el valet fue quien autorizó el ingreso; el segundo lacayo cargaba una bandeja con una cafetera azul de porcelana bávara. El criado sirvió el café, humeante y cargado, en la taza haciendo verdaderas zalemas orientales. El viejo bebió el líquido de un solo trago y, con la lengua escaldada, salió del cuarto rumbo al desayunador. Allí se encontró con José Yves Limantour, quien ya bebía café con dos cucharadas de azúcar. —Buenos días, general —saludó Limantour poniéndose de pie. —Buen día, Limantour. Siéntese. Veo que probó el café de mi hacienda de Oaxaca. Es de exportación, no le pide nada al café de Chiapas. —En efecto, general, es magnífico. Le encantará a Monsieur Illy. Ya verá cómo nos va bien con la venta del grano, especialmente ahora con el euro tan alto.

Un sirviente moreno, de rasgos aindiados, vestido con filipina blanca, movió la silla para que el anciano pudiese sentarse. Un comedor de madera tallada al estilo veneciano servía de sobrio entorno para la reunión. La enorme luna, enmarcada en oro de hoja, reflejaba a los dos hombres sentados en una mesa rectangular en la que había una mantequillera, un platito con mermelada y dos canastas: una con bolillo y otra más grande con conchas, chilindrinas y campechanas. —No venimos a charlar sobre el café, Limantour. Vayamos al grano. Ordené para usted huevos pochados y salmón ahumado. Luego, dirigiéndose al sirviente, ordenó: —Para mí chilaquiles verdes y un huevo estrellado. Y traigan la fruta de inmediato. Cada uno de los comensales recibió un plato con rebanadas de papaya, chicozapote y melón chino. Limantour hizo a un lado las frutas tropicales para concentrarse en el melón. Tras un par de bocados comentó: —General, Monsieur Rotschild reunió entre sus socios el capital. Es una cantidad que nadie en su sano juicio puede rechazar. El próximo viernes presentaré al gabinete económico nuestra propuesta. —Vamos tarde, Limantour, vamos tarde. Mobil Oil y Texaco se están moviendo más rápido de lo que supuse —replicó Díaz. El ex ministro intentó tranquilizarlo: —No se preocupe, nuestra oferta es inmejorable en monto y condiciones. El general sorbió un poco de café y declaró: —Al final, Carlota será quien decida si la concesión se la llevan los yanquis o nuestros amigos ses. Y ya sabemos qué clase de hombre es Maximiliano, un imbécil a merced de su esposa. —Hablemos, entonces, con Carlota —sugirió Limantour—. Sea usted tan amable de conseguirme una hora a solas con la emperatriz y la convenceré de que PEMEX debe asociarse con los ses.

El criado retiró los platos de fruta. La papaya dejó tras de sí el característico olor que algunos, Limantour entre ellos, califican de vomitivo. El Científico seguía comiendo como europeo; aborrecía los lujuriosos aromas de la comida mexicana, siempre especiosa, siempre barroca, siempre abigarrada. “Nada como las grosellas y las manzanas”, se lamentó Monsieur Limantour en su mente. El sirviente apareció con los platillos salados. El financiero jugueteó con los huevos pochados que encontró horrorosos. Díaz, en cambio, atacó con entusiasmo los chilaquiles coronados con crema espesa de Toluca y espolvoreados con el queso de Cotija que tanto le gustaba. Un queso grasoso, seco, recio. Cogió el tenedor y picó la yema del huevo estrellado, que se desparramó entre las tortillas fritas. Probó un poco y, como quien no da importancia al asunto, explicó: —Limantour, es inútil hablar con Carlota. Esa mujer está loca. Es una mujer obsesiva. Odia a los ses desde que Napoleón III los abandonó a su suerte hace tantos años. La mujer no entiende razones. El Científico, desconcertado, preguntó: —¿Por qué no me lo advirtió antes de conseguir a los socios? No puedo quedarles mal. ¡Será nuestra ruina! José Yves Limantour prescindió del plato de huevos y embadurnó con mantequilla y mermelada de fresa la mitad crujiente de un bolillo. Echó de menos el migajón compacto y almendrado de una buena baguette parisina. —Usted hizo su trabajo —sentenció Díaz—. Yo cumpliré con mi parte. —Discúlpeme general —se excusó el financiero—, no fue mi intención ofenderle. Sucede que, dado que este negocio es de tal envergadura… El anciano no se amedrentó ante las dudas de su socio: —¡Limantour! Yo cumpliré con mi parte, conseguiré la firma de Maximiliano. Usted asegúrese de que el dinero esté listo. —General, por supuesto, cuente con ello; sé que usted es un hombre de palabra. Le ofrezco mis más sinceras disculpas. Permítame, sin embargo, una última pregunta: ¿cómo conseguirá el visto bueno de Carlota?

El viejo sacó el pecho para anunciar: —Hoy cenaré en Chapultepec. —¿Una reunión privada? —preguntó Yves Limantour. —No, es una cena de gala por el bicentenario. Los infelices no me invitaron a la cena del 16 y organizaron una cena de “consolación” —contestó de mala gana el general—. No obstante, la cenita servirá para nuestro propósito. —Entonces, ¿puedo estar tranquilo? —reiteró el financiero. —Si no confía en mí, cancele el trato y regrese a París —respondió tajantemente don Porfirio. —Lo siento, general, de verdad lo siento. Por supuesto que confío plenamente en usted. Estoy un poco nervioso, es todo —se disculpó de nuevo el ex ministro. Díaz tomó una concha de vainilla de la canasta, la partió torpemente con la mano, las migajas amarillas de la recubierta se desmoronaron sobre el plato y el uniforme: —¡Limantour!, puede retirarse. El ex ministro se puso de pie y, sobreponiéndose al regaño, salió del desayunador. Porfirio Díaz se acabó los chilaquiles. Luego, le ordenó al mesero: —Ponciano, quiero que Jacinta cocine comida oaxaqueña para hoy en la noche. Chichilo, coloradito y amarillo. Y que no me venga con que no le dará tiempo. Que se las arregle. Quiero que manden las cazuelas al Castillo de Chapultepec antes de las siete de la noche. —Mi general, pero… —titubeó Ponciano. —No hay pero que valga. Si no pueden hacerlo, se largan hoy mismo de la casa. El general estaba francamente molesto con Yves Limantour. Un financiero astuto pero, como todos los de su clase, un arrogante. Hoy en la noche le mostraría a él

y a todos los mexicanos quién era el único capaz de salvar a este país del abismo. Aunque Limantour tenía frente a sus narices el verdadero problema, no lo veía: Zapata. ¿Carlota un peligro para el negocio? ¿Desde cuándo una mujer podía más que él? Emiliano Zapata era el verdadero obstáculo para la inversión extranjera.

Chiles en nogada

EL OLOR A CHOCOLATE inundó el lugar. Chocolate amargo, espumado a golpe de molinillo, disuelto en agua, sin una gota de leche. La sirvienta, una mujer gorda de brazos gelatinosos, vertió el líquido en la jícara. Una gota salpicó la capa de terciopelo rojo, forrada de armiño. —Don Agustín, olvide usted esa maldita costumbre de desayunar disfrazado de emperador. Sea usted sensato, acepte los hechos. Concéntrese en lo importante, no nos vayamos a quedar como el perro de las dos tortas. Por respuesta, Agustín de Iturbide se limitó a limpiar con la punta de la servilleta, humedecida en la copa de agua, la mancha marrón que infamaba el blanquísimo armiño del ridículo y aparatoso manto de coronación. La criada, que usaba un delantal corriente de cuadros azules y blancos, ni siquiera se disculpó con Agustín I, emperador de México. La mujer era demasiado obesa como para preocuparse por la gracia y el donaire de sus movimientos. Iturbide quería contratar a un lacayo, uniformado de librea con peluca blanca y guantes; lamentablemente carecía del dinero suficiente para pagar un sueldo de esa categoría. La pensión que le había conseguido don Lucas Alamán apenas le alcanzaba para sobrevivir con un mínimo de decoro. Menos mal que los Condes de la Cortina le prestaban aquella casa —llamarla “palacete” resultaba pretensioso— de la colonia Juárez. El edificio poseía cierto empaque, con sus balaustradas de piedra y sus rejas de hierro dorado. Sin embargo, Iturbide no se hacía demasiadas ilusiones. Aquello era una casona burguesa con aspiraciones aristocráticas. Los Condes no quisieron prestarle un edificio de abolengo porque, en el fondo, lo despreciaban. Por ello no intercedieron ante BANAMEX para conseguir el Palacio de los Condes de San Mateo Valparaíso, donde estuvo el palacio imperial. México se mostraba ingrato con el consumador de la Independencia. Maximiliano y Carlota seguían empeñados en celebrar el 16 de septiembre y no el día 21, que era la verdadera y única fecha de Independencia del país.

La criada puso enfrente de él un platón con chicharrón en salsa verde y frijoles refritos en manteca de cerdo. Don Agustín tomó la cuchara (nunca comía los guisados caldosos sin esa ayuda) y lo probó con cara de escepticismo. Estaba excepcionalmente picoso. Halló un placercillo perverso en la textura chiclosa del chicharrón guisado. Lo masticó lentamente y, para su disgusto, encontró un pelo negro y gordo. ¿Sería un cabello de la cocinera o un resto de la piel del marrano? Lo mismo daba, aquello era asqueroso. —Mi querido Agustín —continuó López de Santa Anna—, debe aceptar la invitación a Chapultepec. A caballo regalado, no se le ve colmillo… Santa Anna vestía su traje de general, azul, con la pechera roja, recamada en oro. Tenía frente a sí un platón con cecina de Yecapixtla porque aborrecía el chicharrón, pero no le hacía el feo a los frijoles negros bien refritos y chinitos. —Don Antonio, para usted, tan optimista y dicharachero, sería muy fácil acudir a esa cena. ¡Ah!, pero no se imagina lo que sufro al constatar la ingratitud de este país. Nadie, salvo usted, se acuerda de mí. Me borraron de las calles, de la letra del himno nacional, del calendario. No existo para los mexicanos. —Si eso dice el pan del huevo —respondió Santa Anna—, qué dirá el pambazo duro… Don Agustín no exagere. La invitación a la cena de gala es la mejor prueba de que usted es un personaje vigente… Para olvidados estoy yo. A modo de consolación, Santa Anna se sirvió una cucharada de salsa borracha al lado de la cecina. Iturbide contestó: —No fui invitado a la cena de gala del 16 a la que asistirán el Cuerpo Diplomático y el Gabinete de Ministros. En cambio, mi compadre don Miguel —Iturbide había apadrinado a un hijo del cura Hidalgo— será el centro de los festejos. Santa Anna desbarató ágilmente la objeción: —No hay que buscarle ruido al chicharrón… Usted mismo acaba de reconocer que le molesta la celebración del 16 de septiembre. Hubiese sido una descortesía por parte de Carlota y Maximiliano que lo convidaran a esa ceremonia. Esta cena de hoy, amigo mío, es una deferencia hacia usted y debemos aprovecharla por el

bien nuestro, que es el bien de la patria. El 13 de septiembre también tiene empaque. Además, no olvide que la pareja no tiene hijos. Se rumora que el austriaco es impotente, de ésos que no le cumplen a su señora… Pobre mujer, con razón está loca… Tarde o temprano llegará el problema de la sucesión y los emperadores han adoptado a sus nietos. Don Agustín, no me venga con que no se da cuenta de la oportunidad que tiene en sus manos. —Una simple manera de deshacerse de mí —objetó pesimista Iturbide. —Diga lo que quiera, usted debe aparecer hoy en la cena —reiteró López de Santa Anna. Iturbide cogió un churro del platón y lo sumergió en el chocolate para llevárselo, después, a la boca. Otra gota cayó sobre la capa. El general Santa Anna se percató de ello y añadió en tono burlón: —Y por, favor, le ruego que no aparezca en el Castillo vestido así. Será conveniente prescindir de los atavíos imperiales. Es más, ni siquiera utilice el uniforme militar. Sé que no le gustará vestir un simple traje de etiqueta, pero será lo mejor. Acuérdese de que en la política hay que tragar sapos sin poner cara de asco. —Ya veremos, don Antonio. Falta un buen rato para la mentada cena. Iturbide se sentía muy solo. Nadie lo comprendía, ni en su casa ni el país. Su mujer pensaba que era un fracasado. Sus “amigos” se desvanecieron en cuanto perdió el trono. El exilio en Londres no pudo ser más amargo: sin dinero, sin hablar inglés, entre desconocidos, con ese clima maldito, lluvioso y frío, y con una comida espantosa, insípida, asquerosa. ¡Pastel de riñones! ¡Cordero en salsa de menta! Nauseabundo. Con razón los británicos se la pasaban navegando por los siete mares. Qué isla tan horrorosa. De no haber sido por el curry de una pequeña fonda india en la esquina de su casa, hubiese enloquecido. El curry le recordaba el mole poblano; dicha remembranza le permitió sobrellevar el exilio. Claro que contra el mole de las monjitas de Santa Rosa no hay curry que valga, ni siquiera el curry de los marajás más opulentos. De buena gana se habría largado a Madrid, donde hubiese podido charlar en cualquier taberna, frente a un vaso de Rioja y una loncha de jabugo. Desgraciadamente, en España su cabeza tenía precio, pues lo consideraban un vulgar traidor, sin darse cuenta de que el Imperio Mexicano no quería romper los lazos comerciales con la Madre Patria.

Borbones torpes… La gente no se imagina los sufrimientos de los exiliados. Si, por lo menos, hubiese ahorrado algún dinerillo, como hizo el maldito Porfirio Díaz. Al dictador no le faltó nada en París; el infeliz aprovechó los años en el poder para acumular oro y plata en Ginebra. No mucho, el suficiente para darse la gran vida, bebiendo champaña y comiendo caviar. ¿Caviar? Tampoco le gustaba. Se suponía que era algo muy elegante. Sólo una vez lo probó, en casa del embajador ruso en Londres. La noticia de la caída del primer emperador de México llegó a oídos del zar y el Romanov quiso allegarse información de primera mano. Desde hacía tiempo que el zar pretendía deshacerse de Alaska y, pobre ingenuo, pensó que México podría interesarse en comprar aquel pedazo de hielo. ¿México comprar la América rusa? Si nos independizamos en bancarrota. La cena aquella terminó en cuanto el embajador ruso (¿príncipe Sergei?, ¿conde Boris?) comprendió que México apenas si conocía las fronteras de su territorio. Eso de “comprender” es un decir, pues el traductor resultó un fiasco. Iturbide hablaba en castellano, un muchacho flaco y feo lo traducía al inglés, mientras el attaché del embajador traducía del inglés al ruso. Aquello fue interminable. Menos mal que la cena fue copiosa. Los exiliados pobres pasan hambres. ¡Agustín I muerto hambriento en Londres! ¿Dónde se había escuchado que un Padre de la Patria tuviese que pasear por los parques para tratar de acallar el estómago vacío? Lucas Alamán era regañón y excesivamente austero para el gusto de Iturbide. No obstante, Agustín le estaba agradecido. El hombre había arreglado su regreso a México; le hubiese gustado conservarlo como consejero. El problema es que a don Lucas le faltaba sagacidad y ambición política; por eso había tenido que recurrir a los oficios de Antonio López de Santa Anna. Obviamente, el emperador no confiaba mucho en el taimado general. El veleidoso veracruzano había intervenido, ¡ni más ni menos!, que en el derrocamiento del Imperio. Sin embargo, las penas unen a los enemigos. Santa Anna e Iturbide, hermanados por la desgracia, eran los diabólicos antihéroes de México. —Don Agustín, me tomé la libertad de enviar al Castillo en su nombre una centena de chiles en nogada. Los mandé hacer con el obispo de Puebla, que me debe un favor… En realidad, Maximiliano aborrece la comida mexicana, aunque se jacta de que sí le gusta. Carlota no come nada que no salga de su cocina

privada, pero agradecerá la cortesía. Mis fuentes en palacio me informan que la mujer sólo bebe agua y champaña. Pensé en enviarle una caja de Dom Perignon, al final me pareció que era un regalo de mal gusto, como regalarle miel al colmenero. —Pongo el asunto en sus manos —contestó Iturbide. Don Agustín se sintió aliviado al enterarse de que Santa Anna se había encargado del gasto. Aunque los chiles en nogada no son un manjar precioso como el caviar del Caspio, sus finanzas no podían costear las nueces, las almendras y los infinitos ingredientes de los chiles. Santa Anna, adivinando el pensamiento de su interlocutor, hábilmente cambió de tema: —Don Agustín, revisemos de nuevo el expediente de Guatemala. No volveremos a tener una oportunidad como la de hoy en la noche. Habrá pocos invitados y Maximiliano prestará oídos a nuestra propuesta. Estoy seguro de que le interesará. —¿Por qué está usted tan seguro? —preguntó Iturbide a quien, en el fondo, le aburría la política internacional. —Porque hay mucho petróleo en la frontera y Maximiliano necesita desesperadamente incrementar las reservas petroleras —respondió malicioso el general López de Santa Anna. —Ya lo platicamos varias veces y no me convence. ¿Por qué meternos a una guerra con Guatemala por unos kilómetros de selva? ¿De verdad hay tanto petróleo en ese pedazo como para echarse encima una guerra? —reiteró incrédulo Iturbide. López de Santa Anna gozaba esos momentos en que encarnaba al experto en intrigas, el Fouché mexicano: —Amigo mío, las arcas imperiales están vacías. A duras penas se podrá cubrir el sueldo de los burócratas de aquí a diciembre. La bomba estallará a más tardar a finales de año, cuando los empleados de gobierno no puedan cobrar sus aguinaldos. Eso significaría la caída de Maximiliano, el estallido de otra revolución.

—Sigo sin entender qué ganará Maximiliano declarándole la guerra a Guatemala. Don Antonio, sus planes son muy complicados. No le vayan a salir como la guerra de Texas. De una cajita de plata, el general sacó un cigarro liado por él mismo con papel arroz y lo prendió con un encendedor de pedernal. Ya no le molestaba que se hablara de la cochina guerra contra los texanos; había superado el tema, así que respondió campechanamente: —Max ganará tiempo… La guerra será un estupendo pretexto para retrasar pagos y echarle la culpa a otros de la crisis. En política, el que domina el tiempo domina al enemigo —sentenció Santa Anna, ajustándose la pata de palo que frecuentemente se le salía del muñón de pierna donde se insertaba. —No acaba de gustarme la idea de una guerra, soy militar, pero no me gusta la muerte —repuso Iturbide. —Más hombres mata la bragueta que la guerra… —contestó Santa Anna, quien había sobrevivido a la furia de más de un esposo cornudo. —¿Y si perdemos la guerra? —preguntó don Agustín con preocupación sincera. —La guerra, se gane o se pierda, distrae al pueblo. Y ya no sea tan preocupón, la derrota es imposible. Con el ejército inglés de nuestra parte, no hay nada que temer —respondió López, haciendo una mueca de dolor porque la pata mala le lastimaba. Iturbide tomó otro churro, le sacudió el exceso de azúcar, mordió un pedazo y, con la boca llena, objetó: —Tampoco me convence eso de involucrar a Belice en el pleito… —Don Agustín, ya lo hemos hablado mucho, si no metemos a Belice en el guateque, los ingleses no nos apoyarán. A los británicos les interesa mucho el petróleo de la frontera con Guatemala… —Me asusta usted —respondió Iturbide con el rostro ensombrecido a pesar del dulce trozo de churro—. Temo a los yanquis, usted los conoce bien y sabe que no les gusta que los europeos metan las narices en sus territorios.

—Tranquilo, mi querido amigo, tranquilo; en Washington están demasiado preocupados con su propia crisis. Además, como le he dicho, nuestros colegas ingleses se encargarán de todo. Uno de ellos, un lorecito de apellido muy emperifollado, tiene negocios con varios senadores yanquis—respondió muy quitado de la pena López. Iturbide, a pesar de haber discutido el tema en muchas ocasiones, volvió a la carga, dado que los acontecimientos se precipitaban con la inesperada invitación al Castillo: —¿Y la opinión internacional? —Tantos años de marquesa y no saber mover el abanico… , mi querido don Agustín. Hace tiempo que nos conocemos… La Capitanía General de Guatemala pertenecía al Imperio Mexicano. ¿No lo recuerdas? Tenemos derechos sobre esos territorios. Mis os beliceños me aseguran que Belice se sumará a nuestros reclamos. En realidad seremos algo así como un país fuerte defendiendo los derechos del pobre Belice, pisoteado por los generales guatemaltecos… Agustín I recordó que el Imperio que gobernó llegaba desde los Confines de California hasta Panamá y, víctima de la nostalgia, exclamó arrogantemente: —¡Malditos guatemaltecos! ¡Separarse de México! Simples pretextos de caciques locales. ¡Qué error cometieron! Acabaron como república bananera, pelele de los yanquis. López de Santa sonrió satisfecho; había convencido a Iturbide: —El problema, Agustín, se reduce a una persona. Sólo una persona nos separa del éxito. —¿Carlota? —preguntó Iturbide inseguro. —¡No!, ¡no!, la pobre mujer está loca; soy amigo del coronel que encabeza su guardia personal, un belga libertino; él se encargará de convencerla o de lo que haga falta —se jactó Santa Anna, quien contaba con soplones y os en los lugares más inverosímiles. —General, no habíamos hablado de eso antes. ¿A qué te refieres? Me desagradan las sorpresas —añadió Iturbide con un cierto tono de molestia,

utilizando con tono inseguro el “tú” informal para dirigirse a López. —Don Agustín, tranquilo; en los negocios los imponderables son el pan de todos los días. La alta política es el arte de la improvisación sistemática. La criada retiró los platos de la mesa sin molestarse en lo más mínimo por pedir excusas; la mujer servía a los comensales con el desparpajo de una fonda de mercado. Iturbide insistió: —¿Cuál es esa dificultad que ha surgido? —Za-pa-ta —deletreó Santa Anna como si estuviese pronunciando un nombre cabalístico, el nombre secreto de Dios—. Emiliano Zapata puede echarnos a perder el negocio. —Sigo sin comprender, Antonio, sus planes; me parecen demasiado complicados —se quejó Iturbide, que nunca sabía si tutear o no al general. —Amigo, el problema es, en realidad, el Ejército Zapatista, el mentado EZLN —explicó Santa Anna, regodeándose en la madeja que venía urdiendo. —Ay, Antonio, si son unos pelagatos a los que ya nadie les hace caso, ¿cómo van a interferir en la guerra contra Guatemala? Y además, tú me explicaste que Zapata nada tenía que ver con el tal Marcos. —Así es —respondió satisfecho López—, son unos cuantos guerrilleros mal armados; no le durarán al ejército ni para el arranque. Pero Zapata es una figura magnética. Imagina a Zapata de tour por Europa al lado de Marcos, pidiendo que se defiendan los derechos de los indios. Eso nos puede arruinar la guerra y nuestro negocio. A los italianos y los alemanes les encanta entrometerse en este tipo de causas… Marcos solo, aislado en la selva, no es un peligro, pero al lado de Zapata ocuparía la primera de los principales diarios de Europa y eso, mi querido Agustín, no le conviene. —Dudo mucho que Europa intervenga para defender a Guatemala —contestó Iturbide. Santa Anna replicó.

—Y tiene razón, pero otro asunto son los pueblos indios. El cochino complejo de culpa de los alemanes los llevará a comprarle la bandera a Zapata: la explotación de los recursos naturales de las comunidades indígenas, la ecología, la autonomía y todas esas mamarrachadas posmodernas… —¡Los indios! Siempre estropeando todo —se lamentó Iturbide, quien desconocía el significado del adjetivo “posmoderno”. —… y sus líderes… Ojalá pudiéramos convidar a Zapata al negocio; se lo ofrecí, pero el torpe no aceptó —continuó Santa Anna. —¿Y de verdad crees que los británicos apoyarán mi regreso al trono? —inquirió Iturbide, a quien aquella maniobra barroca sólo le importaba en la medida en que le devolviera la corona. López detalló: —Al principio no te apoyarán. Pero si convences a Maximiliano de las bondades de nuestro proyecto, los ingleses te quedarán eternamente agradecidos. Tendrás un pie en el palacio, pues habrás salvado a Maximiliano y al Imperio Mexicano de la ruina, y de paso te habrás ganado a los ingleses. No olvides, amigo, que Maximiliano es un extranjero, y tú, en cambio, eres un mexicano. En su momento, con mi ayuda, la sustitución será simple. Ya sabes que sé de esas maniobras. —Insisto, Antonio, en que tu plan es muy complicado. Es mejor que ambos, de manera conjunta, le propongamos directamente el plan a Maximiliano; tú eres quien domina el tema —contestó Iturbide—. Una vez amarrado el trato con los ingleses, derrocamos al Habsburgo y recupero mi trono. López de Santa Anna, poniendo cara de pena, declaró resignadamente: —¡Ay! Ojalá fuese tan fácil, pero bien sabes que perdí la guerra de Texas; en este país nadie quiere darme una segunda oportunidad. Mírame, soy un tullido. ¿Crees que alguien se acuerda de que perdí la pierna defendiendo Veracruz de los extranjeros? Este pueblo olvida los beneficios que recibió de mí. Para ellos, soy el malo de la historia. El villano preferido, cualquier cosa que yo diga será descalificada. Tú nomás consigue charlar con Maximiliano a solas unos minutos. Dile que ya tiene la carpeta con los detalles de la conquista de Guatemala en su escritorio; uno de sus secretarios, amigo mío, me hizo el favor de colocarla ayer

por la tarde entre los pendientes de Maximiliano. Recuerda que los papeles solitos no lo van a convencer. Platica con él sin entrar en detalles; que revise el proyecto. Eso sí: déjale caer la tragedia que sucederá cuando los burócratas no puedan cobrar su sueldo. Verás cómo acepta nuestro plan. Ahora, el problema es Zapata. —Sí, nunca contamos con él —se lamentó Iturbide. —La suerte ayuda a los audaces. Mis fuentes me informan que Zapata está invitado a la cena de hoy —anunció triunfante Santa Anna. —¿Y? —preguntó Iturbide. —Encárgate de que nuestro amigo Emiliano no ponga un pie en Chiapas — declaró con aire sibilino el general López de Santa Anna. —¿Cómo? —preguntó temeroso Iturbide—. Dices que es insobornable. No sé qué voy a hacer. ¿No puedes solucionar tú ese problema? —Mi querido Agustín, si pudiste proclamarte emperador de México, hallarás la forma de resolver este inconveniente. Tú también debes de aportar tu granito de arena. Los dos estamos embarcados en esto. El que quiera azul celeste, que le cueste. Ánimo. Te deseo suerte en la cena. —¿Algo más? —preguntó agobiado Iturbide. —No subestimes a Carlota; está loca, pero no es tonta. Recuerda que su padre es rey de Bélgica y no queremos que los belgas estropeen nuestro negocio con los ingleses. Tampoco te preocupes demasiado por ella. Mi amigo el coronel sabe cómo tratar a las hembras —Santa Anna sonrió con picardía—. Sólo ten presente lo que te digo. Zapata es el obstáculo más peligroso. Con la ayuda de un bastón, el general se levantó de la mesa. Puso su pata de palo sobre el piso de madera del comedor y el golpe cimbró la habitación. —Por cierto, Agustín —añadió Santa Anna en tono de despedida—, le conseguí a su muchacho un puesto muy interesante, un puesto muy útil desde el que podrá servir al Imperio; le he dicho que se ponga en o contigo a la brevedad. Iturbide agradeció maquinalmente, sin convicción, pues la alambicada estrategia

del general le parecía peligrosa.

Atole de ciruela

—¡NUNCA! ¡Ni loco! —gritó Zapata con voz firme. —Mi general, sé que le caen gordas las fiestas de sociedad, pero es muy importante que vaya a la cena —respondió Otilio Montaño. Don Emiliano se dirigió a la chica que los atendía: —Chula, sírvele otro cafecito al profesor Montaño, uno muy cargado para que se despierte, porque todavía está medio dormido. La muchacha, delgada, bajita y risueña, de ojos negros alargados, casi orientales, salió corriendo a la cocina como si hubiese oído una picardía. El general Zapata sonrió con aire paternal al mirar a la niña aquella, volando como una mariposa en medio de un maizal. El buen humor le duró unos segundos, pues de inmediato recobró el gesto adusto: —No profesor, no iré a cenar con los fifís al Castillo de Chapultepec. ¿Qué diantres tengo que hacer con los que se robaron nuestra Revolución? —Mi general, ya hice mis averiguaciones y no estará Carranza, ni Calles, ni Obregón ni ninguno de esos pinches generales —aseguró Montaño, al tiempo que se servía un tamal verde en un plato de barro. —Profesor, no le queda andar diciendo eso de “pinches”, usted también es medio fifí. Y ándele, no se haga maje y pruebe los tamales de iguana… La observación de Zapata revelaba su desprecio hacia quienes lo trataban condescendientemente. —No, no, muchas gracias, no soy muy dado a comer alimañas; este tamal de pollito está rete sabroso —Montaño se llevó un trozo a la boca. Emiliano bajó la guardia nuevamente y se carcajeó a sus anchas:

—¡Ah, que mi profesor Otilio! Si ese tamal es de iguana, nada de pollo. ¿Qué no ve que sufrimos la crisis? Montaño hizo una mueca de asco, aunque tuvo que reconocer que, iguana o pollo, aquello sabía muy bien, así que, aceptando de buen grado la broma, siguió escarbando con el tenedor en la masa tierna y porosa: —¡Ah, que mi general! Mire, así como a mí me daba asco la iguana y ahorita que la probé, pues la verdad es que sí me gustó, usted debe hacerle igual, tiene que ir a esa cena. No sea prejuicioso. —No, no es lo mismo, Otilio, no me quiera usted hacer menso. Lo de la cena es diferente, porque yo ya he comido con los ricos muchas veces. Para no ir más lejos, Pancho Madero me invitó a comer a su casa de México y le confieso que no me siento a gusto entre tanto fifí de ciudad, y eso que el mentado Madero no era de los más ricos. —Mi general, tiene usted que acostumbrarse a tratar con ellos; ya verá cómo le termina por agarrar el gusto —replicó Montaño. —¡Peor tantito! —respondió Zapata—. Imagínese que le voy agarrando el gusto a comer y vivir como rico. Me voy a parecer al música de Calles, que acabó viviendo como Díaz. Mientras Zapata aducía estas razones, se daba cuenta de que hubieran sido válidas hace algunos años, cuando recién se hizo cargo de defender las tierras de su pueblo, pero las lecturas y las juntas habían transformado hondamente su carácter. No era más un hombre sencillo, un peón de campo; era un caudillo, un líder, alguien a quien los demás siguen y iran; precisamente por eso debía comportarse cautamente, cuidar su imagen, que era lo único que no le habían robado sus enemigos. —A ver mi general, con el debido respeto, usted tiene que estar ahí para recordarle a Maximiliano que el zapatismo vive, para exigirle que atienda a los campesinos, que ahora se tienen que largar al otro lado de la frontera para no morirse de hambre en este país, mientras los banqueros y los comerciantes se hacen ricos. Don Emiliano se llevó a los labios el jarro con atole de ciruela. Le sopló suavemente; la intensidad del vapor le indicó que estaba demasiado caliente. El

general metió una cucharilla en el líquido viscoso y lo batió rítmicamente para enfriarlo un poco. —¿Irá mi general Villa? —preguntó Zapata. Don Emiliano no era devoto de la expresión “mi general”, que le resultaba chocante y servil pero, contra lo que podría pensarse, dominaba el discurso político y poseía un instinto refinado para la retórica. —Maximiliano no lo invitó. No quiere meterse en líos con los gringos. Ya ve que no es santo de su devoción… —¿Y con quién voy a hablar? —preguntó don Emiliano por el empecinamiento de Montaño en llevarlo a la cena. —Con nadie, mi general, ni falta que hace —respondió el consejero—. Lo importante es que a usted lo vean ahí. La muchacha de los ojos negros regresó con un café de olla engalanado con rajitas de canela y ralladuras de naranja. Con la elegancia de una bailarina de ballet, la joven puso el jarrito enfrente del profesor Montaño. Zapata volvió a sonreír; con cierta coquetería, le explicó a la muchacha: —Chula, era una broma, pero no le hace, déjaselo. El maestro debe estar menos atarantado para asesorarme. El Caudillo tomó un mango petacón casi rojo y le hincó la uña del dedo índice para pelarlo. En cuanto la punta quedó descubierta, comenzó a morderlo con fruición. El jugo amarillo y pegajoso se escurrió por sus dedos alargados y morenos. —Maestro —insistió Zapata—, no acaba de convencerme. El gobierno sabe que estoy aquí, como que me han mandado a sus matones. Ayer, nomás, fusilamos al reportero ese que quería darme un balazo por la espalda. —Mi general, Maximiliano debe enterarse de que usted no le teme. Usted debe mostrarle que no es un ignorante analfabeta, como dicen los consejeros del dizque emperador. Le han hecho creer que usted, mi general, no entiende nada de nada y que se va a conformar con las cajitas de leche y con las galletas de animalitos que reparten en las escuelas —arguyó Montaño.

Por unos segundos, Zapata hizo a un lado el rostro de hombre sencillo que nos han presentado los libros de texto y las biografías oficiales, ese Zapata de bigote tupido y mirar sombrío, y se reveló el autodidacta, el estratega, el gobernante: —Eso suena más lógico, Otilio. ¿O sea que el tal Maximiliano sigue sin enterarse de quién soy yo? Eso les pasa a los poderosos, se quedan solos, pierden el piso, sus secretarios los aíslan y les filtran la información. En política, el demonio tiene cara de secretario particular… Está cabrón escaparse del círculo de pretorianos. Ni siquiera yo, con mis mejores intenciones, estoy a salvo de ellos. Hasta tú me doras la píldora y quieres filtrarme la información. —Mi general, puedo ser medio pendejo, pero, sin ánimo de ofender, no soy ningún traidor. Nunca he querido secuestrarlo ni aislarlo de la gente —repuso sinceramente dolido el profesor Montaño. Emiliano apretó sus labios, anchos y resecos, con fuerza. Desde hacía mucho tiempo que el pesimismo atenazaba su garganta, como cuando se traga un hueso de capulín, que siente uno que se va morir. Eso mismo sentía Zapata, desconfiaba de todo mundo, incluso de Dios y de la Guadalupana. Le había costado trabajo aprender la lección: a punta de golpes. Si hubiese leído antes a Maquiavelo, se habría ahorrado tantos sinsabores. La amargura, la desilusión, el desencanto se volcaron en sus palabras: —Eres como Fouché, pinche Montaño. No me engañes. Ningún caudillo puede escapar de su círculo de pretorianos. La diferencia es que yo sé que estoy preso entre ustedes, mis consejeros áulicos. Las referencias eruditas sorprendieron incluso al profesor Montaño, que era uno de los pocos que estaban al tanto de las lecturas políticas del Caudillo. Aquel hombre seguía siendo una caja de sorpresas. —Lo que sea mi general, usted tiene que romper el círculo de pretorianos de Maximiliano y hacerle saber que no puede dormirse en sus laureles —concedió Otilio Montaño. —Las cosas están de la tiznada en este país. Maximiliano debe enterarse que nada está bajo control, como le cuentan sus achichincles. Tiene razón, maestro Otilio, quiero que el reyecito sepa que debe temerme a mí y, sobre todo, a lo que yo represento —concedió Zapata, a quien las lecturas no le habían extirpado la capacidad de reconocer un buen argumento—. Ande, Otilio, explíqueme cómo

chingados me invitaron si sus asistentes le han hecho creer que soy un monigote folclórico. Eso está muy raro… —Carlota, mi general, esa señora se saltó a los secretarios de su marido y lo invitó a usted. Es una aristócrata idiota y romántica que piensa que usted es un guerrillero de novela —contestó el consejero. —No decepcionaré a esa vieja tonta. Iré vestido de gala como charro, con botonadura de plata. Que crea que soy parte del paisaje pintoresco… Ya luego le mostraré de qué madera estamos hechos —apuntó Emiliano con una furia mal disimulada. —Maximiliano también gusta de vestirse de charro. Nadie verá raro que usted no vaya vestido de etiqueta —explicó Montaño. El general aclaró de inmediato: —Me tiene sin cuidado si les parece raro cómo me visto. No voy al Castillo a caerles bien, ni a un desfile de modas, voy a recordarles que los pobres estamos aquí, armados, y que el día menos pensado les vamos a dar un sustito que ni se imaginan. Con un tono despreocupado, para aminorar la tensión, Montaño añadió: —Le preparé unas tarjetas informativas con números. Emiliano tomó con las dos manos el pan de pulque que estaba en la mesa y, con un gesto muy semejante al de los sacerdotes cuando parten la hostia sagrada, lo partió en dos pedazos. El ajonjolí que cubría el pan llovió sobre la mesa. Con solemnidad eclesiástica, se llevó un trozo a la boca y le convidó el otro mendrugo al interlocutor. Zapata era consciente del papel que interpretaba en la escena: —Anda, cómete ese pedazo de pan. A ver si no me sales como Judas… —Estoy seguro de que Maximiliano no conoce la situación real de este país. Los números son importantes —repuso Montaño, sin acusar recibo de la alusión al traidor Iscariote. —Este pan está reseco —se quejó Zapata sin mucho afán—, reseco como mi

alma, como este país. ¿Los números? Me los sé de memoria. Les restregaré en su cara el promedio de vida en la sierra de Guerrero, a ver si siguen diciendo que somos un país civilizado. ¿Quién más estará? —El licenciado Juárez —añadió Montaño. La reacción de Zapata fue fulminante: —¡No le dirigiré la palabra! Usted saber mejor que nadie que es un liberal, un defensor de la propiedad privada, el que sentó las bases del despojo de nuestras tierras… ¡Qué Benemérito de las Américas ni que ocho cuartos! ¿Quién más? —Don Miguel Hidalgo —continuó el consejero. —No lo conozco en persona, no me hago muchas ilusiones sobre él. Zapata puso en el plato el mendrugo y, en su lugar, cogió de nuevo el mango. Lo despellejó completamente y chupó el fruto hasta limpiar el hueso, que escondió entre las hojas arrugadas de los tamales. —Dicen por ahí que el padre Hidalgo es muy simpático —comentó Montaño, un poco incómodo por la mención a Judas Iscariote. —Pues que digan lo que quieran, no me fío mucho de él. También dicen que quiso proclamarse rey de México. Todos los hombres somos iguales, ninguno somos mejor que otros —apostrofó Zapata. —Puros dichos… Habrá que ver. Su apoyo a nuestra causa puede ser muy importante.Todos lo respetan. Ni los reaccionarios ni los ricos pueden ignorarlo —sugirió el consejero, empeñado en que el general tejiese redes entre las figuras públicas. —Usted es muy optimista o muy ladino, profesor. El poder, la fama y el dinero son canijos. Acuérdese de lo que decía Obregón: nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos. El muy cabrón sabía lo que decía —pontificó Zapata. —Mi general, usted lo resiste… —respondió prestamente Montaño. —No sea lambiscón, profesor; además de optimista, lambiscón, lo que me faltaba. A mí nadie me ha disparado un cañonazo de ésos. ¿Y sabe algo? No sé si

tengo los pantalones para resistirlo. Nadie me los ha ofrecido… —confesó don Emiliano. —Ni se lo ofrecerán, mi general. —Mi fama me protege de esa tentación; sin ella, Otilio, sin esa fama, quién sabe si aguantaría los cañonazos de esos hijos de la tiznada —musitó Zapata—. Ya estuvo bien de tanta plática. ¿Quién más estará en la mentada cena? Otilio, temiendo una explosión de indignación, soltó el siguiente nombre: —Agustín de Iturbide… —Un aprovechado, aprovechado y pendejo —sentenció Zapata—. Vaya reunión que organizaron los Habsburgo. ¿Ya son todos? —Falta uno más… —El consejero titubeó y, acopiando fuerzas, soltó el último nombre—: Porfirio Díaz. Finalmente, el general explotó: —¿Qué? ¡Profesor! ¡Ora sí se le pasó la mano! Me va a empachar la comida del coraje. Nada más de acordarme de ese desgraciado me duele el estómago. ¿Quiere que nos agarremos a balazos en el Castillo? —No, mi general, ¿cómo cree? Todo lo tengo pensado —intentó tranquilizarlo Montaño. —¡Profesor!, ¡está jugando con fuego! Mucha escuela, mucha escuela, pero ya se ve que no aprendió nada de historia. Todos ellos son una bola de traidores. ¿Quiere que me maten? Juárez y Díaz me matarían de buena gana, estoy seguro… —precisó Emiliano. —El riesgo existe, por eso lo acompañará una escolta de toda confianza a las puertas del Castillo —explicó Montaño. Emiliano movió la cara con gesto de desaprobación: —Si será menso, profesor, ¿para qué sirven las escoltas cuando hay emboscada? Lo debía de saber, tantas lecturas no le dejaron nada.

Otilio Montaño supuso que Zapata se echaría para atrás. Era comprensible, aquello era como irse a meter a la cueva del lobo. —Total… correré el riesgo —consintió Emiliano, para desconcierto del interlocutor—. Montaño, se le está pasando la razón principal para que yo vaya a la mentada cena: no debo permitir que celebren esta fiesta sin mí. Mi presencia será una manera de recordarles que la Revolución acabará el día que nos cumplan a los campesinos. A la gente se le olvida cómo eran las cosas en épocas de Díaz. Me asusta que la gente pida el regreso de la mano dura, de los rurales, dizque son los únicos que pueden combatir a los secuestradores y a los narcotraficantes. Cómo se ve que no saben lo que piden… Estaré allí para recordarles que la mano dura termina jodiendo a los más pobres. Montaño respiró satisfecho; Emiliano era un animal político: —Estamos en lo dicho, mi general Zapata. Además, le tengo una sorpresita. —¿Cuál? —inquirió con auténtica curiosidad el Caudillo. —Tengo documentos que prueban que Díaz y Limantour conspiran contra Carlota —se ufanó el consejero. —Bola de traidores, se lo dije. Ande, déme esos papeles. Los denunciaré al final de la cena. Maximiliano no tendrá otra que aprehenderlos, y cuando menos nos quitaremos de en medio a los neoporfiristas.

El convidado de piedra

“ES UNA PROVOCACIÓN, un descaro”, pensó Juárez mientras pasaba la navaja muy cerca de sus fosas nasales, porque le molestaban los insolentes vellos que se asomaban por aquellos orificios anchos y cavernosos. Durante su corta estancia en el seminario aprendió a ser meticuloso en el aseo personal. A los indios, aunque sean letrados y famosos, no se les disculpa la menor suciedad. Únicamente los blancos pueden permitirse lucir desaliñados. La hoja, afilada en una cinta de cuero al modo antiguo, raspó la piel reseca y morena, casi negra. Una diminuta gota de sangre se mezcló con la espuma del jabón. Juárez hizo una mueca, más de disgusto que de dolor, y se amonestó a sí mismo: “No puedo seguir utilizando este anticuado método para afeitarme; cambiaré al rastillo”. Afeitarse a la usanza antigua, con brocha y tarro para el agua enjabonada, era uno de los pocos placercillos que se permitía. El rastrillo era más práctico, pero menos sensual. Nada como abrir los poros de la cara con una toalla húmeda y caliente, aromatizada con lavanda, y luego, con delicadeza, enjabonarse las mejillas con las cerdas suaves de la brocha de mango de hueso. En la orilla del lavabo, entre el agua de Colonia y el estuche de la navaja, un sobre color crema distraía su atención. “Es una desvergüenza que, estando el país en la miseria, se malgaste el dinero público en saraos y fiestas.” Nuevamente se cortó y por poco se lleva un pedazo del labio superior. Era demasiado. Debía de resolver aquel pendiente de una vez por todas. Abrió el grifo y dejó correr el agua para que se entibiara. Le remordió la conciencia ese desperdicio. En la sierra, la gente saca el machete y mata por un chorrito así de delgado con tal de regar su parcela, y él, un señorito de ciudad, tirándola al caño. “¡Qué fácil se echa uno a perder”, se recriminó, enjugándose la cara a conciencia para prevenir el tétanos. Tomó una toalla seca que pasó por su cara haciendo un movimiento circular. Se puso abundante colonia para desinfectar las heridas. Sintió un ardor que mitigó abanicándose con la toalla. ¿Dolor? Aquello era un simple rasguño. Dolor el de aquel soldado, destripado por una bayoneta, con los intestinos de fuera, al que el ejército conservador había matado en nombre de Dios. Recordó la cara del

desgraciado, un indio, otomí, de unos dieciséis años, bajito, mal nutrido, que casi no hablaba castellano. Los médicos no pudieron hacer nada por él. ¿Cómo iban a curarlo si el chuchillo había desgarrado las vísceras de lado a lado? La mierda de los intestinos se mezclaba con la sangre. Al ver al herido, Juárez contuvo el vómito a duras penas. Menos mal que su ayudante se llevó al presidente de la República a una ubicación más segura. Juárez nunca supo qué fue de aquel desgraciado soldado. “Seguramente murió a los pocos minutos de que yo subiera de nuevo al carruaje”, conjeturó. Aburrido del soliloquio, se dirigió al Supremo Arquitecto del Universo:“¿Ser Supremo? ¿Por qué permites que maten en tu nombre?” Como en tantas otras ocasiones, nadie le respondió. Dios no les responde a los pobres, menos aún si son indios. Había experimentado el silencio de Dios tanta veces, ¿por qué mantenía aquella maldita costumbre de hablar con Él? “No logro sacudirme lo que me enseñaron en el seminario: ‘Benito, platica con Papá-Dios; Benito, cuéntale tus penas a Nuestra-Santísima-Madre… ’” “Ser Supremo, ¿sabes algo?”, insistió Juárez arreglándose el moño. “A veces dudo que existas. ¿O qué? ¿Te parece muy bien que la Iglesia oprima a los pobres? ¿Estás de acuerdo en que las monjas vivan sepultadas dentro de las paredes de los conventos? ¿Y qué me dices de los obispos? Son unos haraganes que viven a costa de las limosnas del pueblo. El primer interesado en abolir las costumbres feudales de la Iglesia romana deberías de ser Tú. Lo que México necesita es trabajo y honradez, no peregrinaciones ni rosarios. ‘Ayúdate que Yo te ayudaré.’ ¿No negarás que ese refrán es Tuyo? No te ofendas, a veces pienso que me abandonas. A veces pienso que mi esfuerzo por sacar a este pueblo del oscurantismo y de la superstición no acaba de agradarte. En muchos momentos echo de menos Tu ayuda. Sí, lo sé de sobra, tampoco debo quejarme tanto. Si me quejo, caigo en el defecto que tanto critico. Me encantó el refrán del pastor evangélico del domingo pasado: Do your best and God will do the rest. Me lo aprendí de memoria, aunque, como sabes, mi inglés es precario. En el seminario, puro latín, y en la escuela de Leyes, un poco de francés que fue con lo que me defendí en Nueva Orleans. Qué risa me da cuando las monjas y los curas afirman que soy ateo. Si supieran la cantidad de veces al día que charlo Contigo. No soy amigo de los frailes, de Ti sí, porque Tú creaste a todos los hombres iguales. Eso lo entendieron los Padres Fundadores de los Estados Unidos. Todos somos iguales. No hay diferencia entre indios, ni blancos; entre frailes y campesinos. Iguales ante la ley. ¿Verdad que estás de acuerdo con eso?”

Juárez cruzó la habitación enlosada con ladrillo rojo, mal alumbrada por un foco de cincuenta watts colgado del techo; un cuarto limpio y amplio. Llegó a su escritorio, un mueble recio de encino americano. La sirvienta había puesto en él la charola con el desayuno: huevos con jamón y scones con jalea de cereza. Un desayuno muy inglés, deliberadamente inglés; nada de longaniza en salsa verde o de machaca con huevos. De beber, aquel brebaje extraño que le obsequiaba el embajador británico: té negro de Ceylán. Juárez prefería el champurrado en taza criolla de barro; sabía, no obstante, que los gestos poseen un valor retórico. El atole de chocolate sintetizaba, en su opinión, las dos principales causas de atraso de México: los prejuicios indígenas y la desidia española. El champurrado, al igual que el chocolate espeso, pertenecían al pasado. El café y el té, por el contrario, eran dos bebidas burguesas, propias de emprendedores y de negociantes. Lamentablemente, el café estaba demasiado comprometido con los austriacos y los ses. No le quedaba sino el té de los anglosajones. Una bebida práctica para despertar y mantenerse alerta durante la jornada completa, sin siestas, ni recreos, ni tertulias. Beber té en México resultaba, ciertamente, chocante. Precisamente de eso se trataba, de descentrar al país, sacarlo de la órbita del criollismo y colocarlo en el mundo civilizado de las máquinas, las fábricas, las leyes y la ciencia. Meterlo, de una vez por todas, en el carril del progreso. Un suspiro lastimero se escapó de su cuerpo de barro. Aquel hombre estaba firmemente convencido de que la ciencia y la técnica harían más llevadera la vida a la humanidad. Mantenía una fe inconmovible en el progreso del conocimiento a pesar, incluso, de que la medicina no salvó a su esposa. Aquella tragedia había trastornado su vida entera. Margarita había sido su gran confidente durante tantos años, la única persona en quien confiaba cabalmente. Sin ella, el mundo devino un desierto inhóspito. A partir de la fatal enfermedad de su esposa, Juárez adquirió la costumbre de desayunar en la recámara, porque podía acompañarla más tiempo. Ella, tendida con fiebre; él, escribiendo en su escritorio, pendiente de la enferma y de los destinos de la nación. Un tumor en los senos. Cuando los médicos lo extirparon, se lo mostraron al licenciado Juárez: una bola de grasa negra con unas raíces largas como las del árbol del hule. Al principio pensaron que habían intervenido a tiempo, que todo quedaría en la traumática amputación del seno izquierdo de Margarita Maza de Juárez. El contento les duró poco. En menos de un mes, el tumor reapareció más grande y, de ahí, en un santiamén, se extendió al resto del

cuerpo, como gangrena. La pobre murió de dolor, escupiendo los pulmones y defecando sangre, con los ojos amarillos y los labios convertidos en costras. Ciertos católicos, especialmente conservadores y rencorosos, sumergieron sus asquerosos hocicos en aquel charco de dolor. Sólo de recordarlo, las venas de las sienes se le inflamaban. Un sacerdote, obeso y presumido, con fama de predicador elocuente, aprovechó el púlpito para anunciar el castigo divino. Nadie escapaba de la mano de Dios, y si en el Antiguo Testamento Yahvé castigaba los pecados de los padres en los hijos, era lógico suponer que, en el Nuevo Testamento, las esposas sufriesen el castigo por las faltas de los cónyuges. “La enfermedad de Margarita, ¡castigo del cielo! Menudo ‘dios’ el de aquel cura imbécil… ” Cuando el sermón condenatorio llegó a los oídos de Juárez por boca de la cocinera, poco faltó para que él en persona se plantase en la parroquia del predicador para pedirle cuentas de sus dichos. Para muchos católicos, Juárez seguía siendo un enviado del demonio, alguien que había venido a implantar el liberalismo laico en la tierra de María Santísima. “¿Por qué los católicos se empeñan en meter a Dios en la política”, se preguntó Juárez, a quien se le había espantado el apetito nada más de acordarse de aquel disgusto. “Ser Supremo, ¿por qué no me ayudas a combatir a quienes usufructúan cínicamente con Tu nombre?”, continuó Juárez, sirviéndose al mismo tiempo una nube de leche en el té. No se le ocurrió que, orando de aquella manera, pedía la intervención del Supremo en política. Don Benito era abogado, no filósofo. El oaxaqueño tomó un scone del plato, lo partió a la mitad con ayuda de un cuchillo y lo embadurnó con la jalea. Un pequeño regalo de un amigo yanqui. Nunca antes había probado las cerezas y, menos aún, cerezas negras. Le encantó la mermelada, aunque de inmediato rechazó la tentación de aficionarse a esa conserva importada; era un lujo innecesario.”La austeridad”, se repitió a sí mismo, “es una virtud republicana para vivirse, no para predicarse. ¿Predicar? Suena a religión… no logro sacudirme ese tic religioso. ¡Qué difícil es pensar como un abogado laico en medio de un país de persignados!” Lo de los scones, en cambio, no era tan excéntrico. Por una casualidad, a la vuelta de su casa había dado con una panadería donde horneaban aquellos panecillos los martes y jueves. Eran el capricho de la dueña del negocio, una británica afincada en México recientemente, pues los vecinos del barrio

preferían los bísquets de chinos, que encontraban menos desabridos. Juárez veía en los scones otro símbolo del republicanismo sobrio y austero. Además, el médico le había indicado que debía reducir el consumo de grasa. Preferible untar los panecillos con un poco de mantequilla, que engullir bísquets atiborrados de manteca de cerdo. Se acabó el panecillo en un par de mordidas. Cogió el tenedor y tomó un poco de huevo. Demasiado tocino. Decidió no comerlo; el tocino es malo para el corazón. La nutriología tampoco era el fuerte del Benemérito de las Américas, que desconocía la cantidad de colesterol que contenían los huevos y la mantequilla. La carta. Ése era el verdadero problema. Se limpió los dedos con la servilleta para no mancharla y la leyó por enésima ocasión. Si no tuviese tan mala memoria, ya se la hubiese aprendido letra por letra. El papel llevaba en su escritorio menos de una hora y Juárez ya lo había leído una docena de veces. No era para menos. Se trataba de un asunto de Estado. No tan importante como cuando exclaustró a las monjas y los frailes de sus conventos, pero lo suficiente como para que ocupara sus pensamientos toda la mañana. ¿Debía rechazar la invitación? Desde un punto de vista abstracto, era evidente que el ex presidente Juárez no debía poner un pie en el Castillo de Chapultepec. Maximiliano y Carlota eran unos vulgares usurpadores. Sus abigarrados nombres no ocultaban su perfidia: María-Carlota-Amalia-Victoria-Clementina-Leopoldina-de-Sajonia-CorburgoGotha-y-Orleans… ¡qué ridiculez! Lo peor era que los títulos nobiliarios y los apellidos emperifollados seguían deslumbrando a los mexicanos, a juzgar, al menos, por el número de ejemplares del Hola que se vendían en el país. Sí, sí, desde el punto de vista abstracto, Juárez no debía codearse con aquellos aristócratas perezosos, decadentes y neurasténicos. Para no ir más lejos, la cuñada de Maximiliano, la famosa emperatriz Sissi, visitaba a escondidas al doctor Freud en Viena. “¿Segismundo Freud? ¡Bah!, un loquero para ricos.” Pero, en el fondo, sentía curiosidad de visitarlo, desde que un médico le explicó que sufría “complejo de Edipo”. “Lo que sea; aborrezco a los aristócratas, pandilla de haraganes hipocondriacos… ” No obstante, la política era algo más que la consideración de valores universales; era también Realpolitik. Juárez recordó a su maestro de ética en el seminario, parloteando como urraca sobre el intangible y etéreo “bien común” según Santo

Tomás de Aquino. “A veces hay que conceder una tregua al enemigo para salvar a la patria de un mal mayor… No me gusta nada el poder que está recuperando la Iglesia católica. Los obispos nuevamente están metiendo sus narices en el gobierno. La culpa la tuvo el general Díaz. ¿Cómo se me ocurrió confiar en él? Claro que yo no tenía mucho de dónde escoger; desde lejos se le notaba lo ambicioso y lo traicionero. Debí de haberlo enviado de embajador a China, como me sugirió Margarita. ¡Ay!, ¿por qué no le hice caso? ¡Margarita! ¿Qué hago? ¿Voy a la cena? Mucho me temo que debo de pactar una tregua con Maximiliano. A pesar de ser un invasor, es también un liberal convencido; aborrece a los curas que se meten en política, como que tuvo que sufrirlos en Viena. ¡Qué tontos fueron los conservadores! ¡Viajar tan lejos para importar a un principito que vino a refrendar la Reforma Liberal! Los conservadores son tontos; no me queda la menor duda… Los obispos, en cambio, no son tontos; son serpientes astutas que le llenan la cabeza a Carlota de ideas. Margarita, Margarita… ¡Cómo te extraño! Margarita, ¿qué hago? Carlota es el problema. Cuentan que ella manda en el Castillo; no puedo quedarme con los brazos cruzados. Esa señora puede abolir el Estado laico, lo que queda de él… ¿Te conté que Carlota invitó al nuncio al desfile del próximo 16 de septiembre? ¡Imagínate!, el enviado del papa en el balcón central del Palacio Nacional contemplando el desfile de nuestra Independencia. Tanta sangre derramada para separar la Iglesia del Estado y hete aquí que una aristócrata belga media loca viene a tirar por tierra los logros de la Guerra de Reforma… No se me apetece acudir a la cena pero, si me quedo en casa, aquí, platicando contigo, escribiendo mis memorias, Carlota seguirá mangoneando a Maximiliano. El austriaco me teme; sé que me escuchará. Si no, ¿por qué me invitó a la cena?” Juárez se paró nuevamente, y con tal fuerza, que por poco y vuelca al suelo la bandeja con el desayuno. Ya de pie, se quitó la levita, negra y raída, la colgó en el respaldo de la silla y comenzó a pasearse por el cuarto, abanicándose con la carta. Le vino a la mente la fatídica noche en la que, al salir de la capilla del seminario, tras un prolongado rato de adoración frente a la eucaristía, el rector le ordenó que lo acompañara a su habitación. Recordaba minuciosamente los detalles: la hostia, expuesta en una enorme custodia de plata maciza, los floreros con nardos blancos de olor dulzón, las velas chorreando cera, el mantel del altar con encajes y, al fondo, una estatua de san José en madera dorada… Un san José ridículamente casto, con una cara sonrosada de anciano afeminado. Benito odiaba las largas vigilias eucarísticas en la capilla del seminario —los fatídicos jueves primeros de mes—, oraciones monótonas que le robaban horas

al sueño y que, al otro día, le impedían poner atención en clase. “Es típico de los católicos rezar por las noches y dormitar durante el día en el trabajo.” El sacerdote en jefe podía saltarse la regla del silencio nocturno que obligaba a los seminaristas a sumergirse en oración callada después de las nueve. El hombre tenía merecida fama de intransigente; jamás les permitía a los seminaristas la menor falta al reglamento. Sin embargo, aquella noche le apetecía hablar y, como todos los curas, el rector se saltó las reglas en su favor. Los dos enfilaron hacia la habitación rectoral guiados por un quinqué de petróleo que el sacerdote sostenía de mala gana. En cuanto entraron al cuarto, el sacerdote cerró la puerta, cuidando no hacer ruido, y echó la aldaba. Encendió otra lámpara que estaba encima del escritorio, tapizado de libros espirituales y novenas de beatas; se sentó en un sillón y, contra su costumbre, le ofreció una silla al joven seminarista. Juárez prefirió quedarse de pie frente al superior como un recluta novato frente al sargento. El rector se le quedó mirando fijamente, escrutando no su alma sino su cuerpo. El sacerdote revisó con sus ojos saltones cada centímetro del cuerpo del joven, deteniéndose especialmente a la altura de los genitales. Ambos se quedaron callados. En el seminario corrían rumores terribles sobre ciertas aventuras de aquel hombre en los dormitorios de los más jóvenes. Rápidamente hizo un cálculo mental. Rechazar una propuesta indecorosa equivaldría a su inmediata expulsión del seminario. ¿Y qué haría un zapoteco, joven y pobre, en la ciudad de Oaxaca? No le quedaría sino regresar al campo porque, seguramente, el rector se encargaría de impedir que lo recibiesen en alguna casa honrada como mandadero o mozo. La negativa del seminarista acarrearía graves consecuencias. Pero las afrontaría; su dignidad no estaba a la venta. El tipo aprendería que él, Benito Juárez, no era juguete de nadie, mucho menos de un cura libidinoso. Vino entonces lo peor. Tras unos minutos de silencio incómodo, el rector le anunció que debería abandonar el seminario porque carecía de vocación para el sacerdocio. No era eso lo que Juárez esperaba; él suponía que el cerdo aquel se le insinuaría, que pretendería aprovecharse de su condición de superior para conseguir los favores sexuales del joven. Nada de eso. Simple y llanamente lo echaban del seminario. “Estoy seguro”, musitó Juárez, “de que el rector quería fornicar conmigo, y cuando se percató de que no iba a hacer ninguna cochinada con él, se inventó un pretexto para echarme del seminario. ¿Que no tenía vocación? ¡Por supuesto que

no! Eso de la vocación es un invento de la Iglesia romana para dominar las conciencias. Nadie en el seminario tenía vocación. Los hombres nacieron para casarse, no para vestirse de sotana, que más parecen enaguas de mujer que vestido de hombres. ¡Que yo no tenía vocación! Mira que venir a decírmelo como si fuese un gran descubrimiento. Si yo estuve ahí fue porque era la única manera de comer y estudiar. Jamás les mentí a los directores del seminario; desde el primer día se lo expliqué claramente, con todas sus letras, al director espiritual: ingresé al seminario porque deseaba salir de la ignorancia, y ellos me explicaron que no había inconveniente, que si dios me quería de sacerdote, me otorgaría la vocación aprovechándose del estudio de la sagrada teología… Allá ellos que me itieron a sabiendas. Margarita, ¿nunca te platiqué toda la historia? De verdad, tengo la certeza de que el rector era un hombre sucio que se asustó al ver mi decisión. Son unos dictadores que se apoderan de las conciencias, las manipulan a su antojo, para beneficio de sus intereses particulares. Casi todos son malas personas. Por eso es tan peligroso que ejerzan su nefasta influencia en Carlota. Si permito que los curas prosigan ganando terreno, Margarita, si lo permito, van a querer que se les devuelvan sus tierras. Prefiero cenar con el usurpador antes que permitir el regreso de buitres… ” Por unos instantes, pasó por su mente una idea terrible, inmoral. Carlota, Carlota… ella es el verdadero problema. Si no hubiese sido por las ambiciones de aquella mujer, Maximiliano habría permanecido en Trieste, jugando a ejercer de virrey del anticuado emperador austriaco. La belga era un ave de mal agüero. Corrompía lo que tocaba. Ella era la caldera putrefacta que alimentaba las estúpidas ambiciones de su marido. Si Carlota Amalia muriese, un infarto repentino, una pulmonía fulminante, una peritonitis… La usurpadora gozaba de excelente salud. Como no sufriese un accidente repentino, México tendría emperatriz para muchos años. Juárez cerró los ojos. Estaba decidido. Acudiría a la fiesta, aunque se jugase la vida en ello. Debía neutralizar la influencia perversa de aquella mujer, al precio que fuese. “Al precio que fuese… ”, fueron las palabras que se le escaparon de los labios sin que nadie, salvo el Gran Arquitecto, las escuchase.

La conspiración masona

—JOSEFITA, qué ricos te quedaron los tlacoyos… no me digas que tú solita los hiciste. ¿A poco ya aprendiste a tortear? —comentó Hidalgo sirviéndose un poco de salsa de xoconostle agrio sobre la masa azul, inflada y humeante, moteada de negro por el o con el comal. —¡Ni lo mande Dios, Miguelito! —respondió doña Josefa escandalizada—. Las uñas se te echan a perder con la lumbre. ¡Se nota que nunca has echado tortillas en el comal! —No son labores propias de mi sexo… —bromeó el sacerdote. —Pues si sigues siendo tan melindroso con la comida, se te va a ir la cocinera, y en estos días no es fácil conseguir una muchacha que sepa usar el molcajete y el metate, mucho menos con lo mal que les pagas —sentenció la mujer con la confianza propia de una amistad añeja. Josefa Ortiz de Domínguez era una mujer madura, de piel blanca, cejas anchas y tupidas, de facciones burdas más parecidas a las de una matrona siciliana que a una prócer de la patria. Usaba un vestido largo, excesivamente ceñido en el talle, tanto que se perfilaba el riguroso corsé que contenía las indiscretas carnes del abdomen. Hidalgo tampoco se quedaba muy atrás. Debajo de la sotana de fino paño negro se entreveía un abultado estómago; era el resultado de las tertulias alegradas por los buñuelos y jericallas que, sábado tras sábado, con regularidad indomable, le enviaba desde el convento de San Jerónimo la madre Juana Inés de la Cruz. —Pero tú no dejarías que yo me muriera de hambre… Las torrejitas con miel te quedan divinas —apostilló Hidalgo muy quitado de la pena. —¿Y quién te asegura que voy a venir a prepararte el desayuno todos los días? —objetó con indignación fingida Josefa—. Ni siquiera el Corregidor se mereció ese trato… —“Dad de comer al hambriento”, manda nuestra Santa Madre Iglesia —recitó

Hidalgo. —¡Ay, Miguelito! No cambias nada, lo devoto te sale sólo cuando te conviene… —le reprochó sinceramente doña Josefa, conservando, no obstante, la cariñosa entonación. Hidalgo, en efecto, solía interpretar muy a su modo los preceptos de la Iglesia romana; así lo demostraba el constante desfile de muchachas bonitas en la casa del cura a altas horas de la noche. Don Miguel creía con todo su corazón en la fe católica, aunque argüía que la única manera de perseverar en la Iglesia era permitirse ocasionalmente ciertas libertades morales. “No hay que perder de vista”, sermoneaba en la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, “que el pecado de Satán fue de soberbia, no de lujuria”. En el fondo de su conciencia, Miguel Hidalgo y Costilla mantenía sus reservas sobre la conveniencia del celibato sacerdotal, especialmente en estos tiempos modernos. Incluso san Pablo, conocido por su misoginia, advertía a los primeros cristianos que es preferible contraer matrimonio que ir a dar al infierno por comprometerse al voto de perpetua castidad. —Josefita, Josefita… Nuestro Señor Jesucristo vino al mundo para curar a los enfermos, no a los sanos. Si te escucharan, dirían que eres una puritana protestante —se defendió el sacerdote, cortando alegremente un esponjoso y blanquecino cocol de anís. —Pues la Inquisición no pensaba igual que tú; ¿o qué, ya se te olvidó que tus colegas del Santo Oficio te excomulgaron? —replicó la Corregidora, quien comenzaba a enfadarse por la desfachatez de su amigo. —Me excomulgaron por encarcelar a unos frailes. A las personas sagradas no se les puede meter a la cárcel así como así; antes de aprehenderlos es menester retirarles el fuero eclesiástico y cosas por el estilo. Con las prisas de la guerra, no pude cumplir los trámites canónicos; por eso el obispo de Valladolid se enojó conmigo. Nunca he tenido problemas con los dogmas de nuestra Santa Fe. Soy muy devoto de Nuestra Señora de Guadalupe y obedezco al Santo Padre, y por favorcito, no te enojes, que con la cara fruncida te ves muy fea y el emperador no va a querer bailar contigo hoy en la noche —se explayó Hidalgo en un súbito ataque de derecho canónico. Ortiz viuda de Domínguez, con el ceño más pronunciado, contestó tajantemente:

—¡Ay, Miguel! Vete con ese cuento a otro lado. Te excomulgaron porque los obispos eran puros gachupines a los que les horrorizó nuestra conspiración y, además, para que de una vez lo sepas, no voy a ir ningún baile esta noche. Me quedaré guardada en mi casa, bordando y rezando, como debe hacerlo una viuda decente. —¡Guapa! —exclamó Hidalgo—. ¿Cómo que no vas a ir a la cena de hoy? Si tú y yo somos los invitados de honor. Con eso de que el emperador mandó al capitán Allende a Irak, sólo quedamos nosotros dos para la fiesta del bicentenario. —Mira, Miguel —repuso doña Josefa muy seria—, ya basta de tomarse las cosas a la ligera. No me tomes por una tonta. No dudo ni tantito que tú eres el culpable de que Maximiliano mandara al capitán Allende al exilio con un pretexto tan burdo como el de una embajada en Irak. El Padre de la Patria puso el cocol en el plato, se limpió los dedos en el mantel acolchonado, se desabotonó el cuello de la sotana y, arqueando la ceja derecha, se defendió: —¡Josefita! ¿Por quién me tomas? Todo mundo sabe que Nachito Allende no es santo de mi devoción, pero sería incapaz de intrigar contra él de esa manera, y eso que razones no me faltan. Soy una persona de honor. ¿O qué, ya se te olvidó que el infeliz me tomó preso y me arrebató el mando del ejército insurgente? Además, guapa, no soy bien visto en palacio, con eso de que Maximiliano es un liberal comecuras, ni quién me haga caso en la corte. Ojalá pudiera yo andar intrigando en palacio… La Corregidora cogió del frutero una guayaba madura y la partió en cuartos con la ayuda de un afilado cuchillo. De inmediato, el aroma untuoso penetró en los rincones de la habitación, feamente decorada con cabezas de toros de lidia, capotes y banderillas. La mujer tomó un trozo de guayaba, lo mordió vorazmente y con el dedo se sacó una inoportuna semilla que se le atoró entre los dientes. El padre Hidalgo soslayó aquella falta de urbanidad. Josefa, retomando el tono de broma, le recriminó: —Querido, es que siempre has sido muy mandón y terco. Hace un ratito, ¿no me querías contratar como tu cocinera?

A lo que el sacerdote respondió con presteza, mientras tomaba uno de los pedazos de guayaba: —Y tú, querida amiga, no te quedas atrás, nada más acuérdate de la lata que le diste a tu pobre marido, que en paz descanse. —Bueno, eso sí —concedió satisfecha la mujer—, pero reconocerás que el Corregidor era un pazguato… Me desesperaba su dejadez. —Es que tú eras mucho toro para ese torero —bromeó el cura aludiendo a la decoración de su comedor. —Y tú ni a novillero llegas —reviró Josefa. El sacerdote se carcajeó y volvió a la carga: —¿Entonces qué?, ¿cómo vendrás vestida a la fiesta? Yo no sé si ir de sotana o con el uniforme de Generalísimo del Ejército. El sastre me entregó ayer una sotana nueva, de corte romano, con una fajilla de moire negro muy elegante. Sí, creo que el traje talar es lo mejor; quiero que la emperatriz me vea vestido de sacerdote; parece que es muy católica, a pesar de que tiene sangre de Borbón. —No intentes tomarme el pelo, Miguelito: no iré a la fiesta. Sabes muy bien que no simpatizo con ellos —remachó la interlocutora. —¿Me dejarás ir solo? Si es nuestra fiesta, ¡la fiesta de los Insurgentes! Nos divertiremos mucho; aunque la Corona anda escasa de fondos, estoy seguro de que echarán la casa por la ventana para agasajarnos —reiteró el sacerdote. —Eso te importa a ti que eres muy comelón… mira cómo te queda la sotana; espero que tu sastre haya tomado correctamente la medida de esa cintura —atacó Josefa. Como el Padre de la Patria era todo un caballero, evitó aludir a la complexión poco cuidada de su amiga, optando por otra sonora carcajada: —Es culpa de los dulces que me mandan las monjas de San Jerónimo… Doña Josefa, conocedora de los entresijos de la vida de Hidalgo, prosiguió la embestida:

—… y del rompope de las clarisas, y de las rosquitas de las franciscanas, y de los gaznates de las dominicas… —De acuerdo, Josefita, soy un goloso… no olvides las cajetas de las Brígidas — se defendió don Miguel, que interiormente comenzó a saborearse esas golosinas —. ¿Qué culpa tengo de que a las monjitas les gusten mis sermones? —¿Sermones? —añadió la Corregidora—. Si te la pasas riendo con ellas. Dale gracias a Dios que el papa abolió el Santo Oficio, porque si no ya te hubieran iniciado otro proceso por andar seduciendo monjas. Hidalgo volvió a reír. Su rostro, blanco y ajado por las muchas asoleadas, enrojecía cada vez que carcajeaba: —Lo que sea, querida, el caso es que estrenaré sotana en la cena de hoy. Está decidido. ¿Tú qué te vas a poner? No queda tanto tiempo, las señoras tardan mucho en decidir sus vestuarios. La Corregidora no reculó: —También está decidido que no iré al Castillo de Chapultepec a besar las manos de Maximiliano y su desagradable esposa. ¿Cómo te atreves a ir? Para colmo, la pareja está mal de la cabeza. Ustedes los monárquicos no pudieron ni siquiera conseguirse unos emperadores sanos. Maximiliano es sifilítico y su pobre mujer enloqueció por la abstinencia forzada… Menuda pareja nos trajeron. —¿Quién te entiende? —objetó Hidalgo—. Iturbide, que está muy sano, tampoco te agradaba, y eso que te ofreció un puesto en su corte. Las mujeres son tan caprichosas… —… y poderosas. Caprichosas y poderosas —se jactó Josefa arrebatándole la palabra a su amigo—. Por eso dominamos a los hombres, Miguelito; ahí tienes el caso de Maximiliano, que tanto te preocupa. Mamá Carlota lo domina. Y podría poner otros ejemplos más cercanos de varones domesticados. El sacerdote asintió socarronamente y, aprovechando el aire de complicidad que se respiraba, presentó batalla una vez más: —¿Segura de que no hay posibilidad alguna de que me acompañes? ¿Permitirás que este pobre sacerdote deambule triste y alicaído por el alcázar de

Chapultepec? —Ni una palabra más, Miguelito —afirmó la mujer—. Allá tú si quieres bailar con Mamá Carlota. Sé que disfrutarás la velada. Siempre fuiste un monárquico irredento. Reconócelo, nunca has creído en la República. —¿Por lo menos declinaste la invitación de los emperadores? —preguntó Hidalgo decepcionado. —Soy una republicana, no una majadera. Ayer por la tarde mandé a mi mozo al Castillo con una tarjeta presentando mis excusas. Demos por acabado este tema. Ahora, Miguelito, te toca decirme qué tramas. ¿Por qué tanto interés en esta cena privada? ¿Acaso quieres seducir a la emperatriz? Hidalgo se llevó las manos a la cabeza intentando alisar el poco cabello que le quedaba. Quienes lo conocían sabían que ese gesto indicaba que se sentía incómodo. —¡Ni pensarlo! —afirmó el sacerdote con una entonación poco convincente. —¿Entonces por qué te acicalas el pelo? —acosó la Corregidora. —Querida, me conoces demasiado. Te confesaré la verdad, pero sólo a ti, nada de cotilleo con tus amigas. Me interesa convertirme en el confesor de la emperatriz —reconoció el cura, arrinconado por su amiga. Josefa, satisfecha por el triunfo en el interrogatorio, prosiguió: —¿Y de cuándo acá tanto celo por las almas? Si en Dolores le dejabas el trabajo pastoral a tu pobre vicario. ¿No que tienes mucho trabajo? ¿O por primera vez en tu vida te remuerde la conciencia y vas a cuidar de la salud espiritual de los fieles? El sacerdote se volvió a alisar el canoso cabello: —Querida, es la única manera de evitar que los masones se apoderen del gobierno. La emperatriz Carlota es la única manera de blindar a Maximiliano contra el nefasto influjo de la masonería. Josefa se sirvió jugo de naranja de una jarra de vidrio soplado. El zumo era

espeso, viscoso, una suspensión de gajos pálidos y, con el vaso a medio camino entre la mesa y su boca, comentó: —¡Dejaras de ser cura! Miguelito, ¿cuándo te convenceré de que la masonería pertenece al pasado? Si quieres saber quiénes son los verdaderos dueños de México, visita Nueva York. —No, guapa; los masones no son cosa del pasado, están metidos en todos lados. Yo creo que tú eres masona… —añadió el siempre jocoso sacerdote. —Ay, Miguelito, no te tomas en serio ni siquiera tus propias conspiraciones —le reprochó la mujer. —Eso no es cierto, Josefa, me las tomo tan en serio que quiero pedirte un gran favor. —Mientras no insistas en que asista a la cena —concedió la Corregidora, que había hecho a un lado el jugo. —Como la cena se ofrece con ocasión del bicentenario, quiero enviar de regalo algún platillo mexicano al Castillo. Imagino que será un buen detalle con la emperatriz —explicó Hidalgo. —¡Ay, Miguelito! —exclamó doña Josefa—. Dudo que a Mamá Carlota le guste la comida mexicana. Allá tú. ¿Qué más da?, compensaré mi ausencia cocinando alguna cosilla para la fiesta. El tiempo corre, es tarde, me tendré que ir a cocinar para ti. Al final lo conseguiste. ¿Qué quieres que te cocine? Que no vaya a ser muy complicado, por favor. Hidalgo, complacido, sugirió: —¿Qué te parece un guajolote en pipián verde? El domingo pasado lo probamos en tu casa y estaba para chuparse los dedos… Y de postre, pues una jericalla. La Corregidora se puso de pie: —Querido, el pipián es muy complicado y, además, no le gustará a tus emperadores, pica mucho. Te prepararé una sopa de capirotada de lomo y azafrán. No es tan complicada como parece; claro que, como tú nunca te paras en una cocina, piensas que todo es muy fácil… A tus señores les vendrá bien

probar algo de la cocina criolla. —¿Y el postre? ¿O se lo tendré que pedir a la madre Juana Inés? —preguntó con fingida insidia el cura… —Miguelito, ninguna monja prepara una jericalla tan sabrosa como la que hago yo. —¿Podrías enviarlas tú de mi parte al Castillo? A mí no me dará tiempo — suplicó con particular encanto el sacerdote, mientras besaba la mano de doña Josefa. —Sólo si me prometes que no seducirás a Mamá Carlota —concedió la Corregidora. —Soy sacerdote, pronuncié el voto de castidad —declaró Hidalgo intercambiando una sonrisa ambigua—. Mi único interés es el alma de la emperatriz. ¿Segura que no quieres asistir? —¡No insistas! Ni loca, que para locas, basta y sobra con Mamá Carlota. ¿Ya viste la lista de invitados? Aquello será una cena de negros—remarcó doña Josefa. —¡Señora Corregidora! ¡No sea usted una criolla racista! —ironizó el cura. —¡Señor Padre de la Patria!, ¡la corrección política me tiene sin cuidado! — respondió la mujer con igual talante.

Los preparativos

LA PAREJA IMPERIAL desayunaba en una pequeña estancia, mitad invernadero, mitad comedor, una habitación profusamente iluminada por un vitral colorido, atiborrado de dibujos de flores y pavorreales. El piso, ajedrezado en blanco y negro, combinaba con los muebles austriacos barnizados con laca oscura. Los asientos de las sillas, diminutas y frágiles, eran de ratán, tejidos al estilo de un café de Viena. El conjunto era, en definitiva, de una cursilería irredenta. Asistía a los emperadores un lacayo impávido y rubio, importado de Alsacia. El uniforme del sirviente —librea roja, bordada en oro, camisa de encajes y peluca blanca— estaba fuera de lugar a esas horas de la mañana y en un espacio tan informal y privado. A Maximiliano le fastidiaba este protocolo que había padecido durante su infancia en el Castillo de Schönbrunn. No obstante, su esposa se empeñaba en instaurar un rígido ceremonial porque, en su opinión, el boato cortesano contribuía a enraizar la monarquía en un país joven, ávido de símbolos del poder. En pocas palabras, la emperatriz pretendía imitar a Luis XIV y su versallesco aparato de propaganda. El indolente emperador le permitía hacer y deshacer a costa del presupuesto nacional, sin oír los reclamos del ministro de Hacienda, preocupado por la carencia de recursos para enfrentar las obligaciones financieras más elementales. —Mon cher, supongo que ya llegó la confirmación de Juárez. ¿No es así? — preguntó Carlota Amalia con un exquisito y calculado acento parisino. —Sí, Juárez vendrá —respondió Maximiliano con el periódico abierto en la sección de deportes, la que más le interesaba. —Ah, la canaille! Es lógico, es un indio engreído que no se resigna a pasar inadvertido, évidemment no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerse notar —se lamentó la emperatriz.

A Maximiliano, en cambio, pareció no molestarle la inminente presencia de Juárez en la cena. El Habsburgo cerró el periódico y se entretuvo con un arenque aderezado con crema agria (el emperador de México solía desayunar al modo alemán). La piel de la emperatriz despedía un brillo nacarado y azuloso, indicio de su frágil salud. Carlota Amalia odiaba a Juárez pero, a diferencia de su marido, no lo minusvaloraba. El indio no tenía un pelo de tonto. Era un individuo vulgar y zafio que escondía su carencia de savoir-faire debajo del disfraz de austeridad republicana; un indio taimado, hipócrita e inteligente, un adversario de cuidado. Ella sabía perfectamente que Juárez la aborrecía y que la consideraba su principal enemiga. La emperatriz encarnaba el cúmulo de objetos odiados por el zapoteca: piel blanca, cuna ilustre, refinados modales, catolicismo público. Maximiliano era un Habsburgo renegado; ella, por el contrario, una fervorosa defensora del Ancien Régime. Carlota descreía de la igualdad natural del género humano. El Creador quiso la separación entre nobles y plebeyos, gobernantes y súbditos. Eso era algo que Juárez se negaba a aceptar: la desigualdad natural de los hombres. Por ello, Carlota Amalia simpatizaba tanto con la Iglesia, porque ésta defiende la diversidad de funciones y de clases: la sociedad como cuerpo, con brazos, pies y cabeza. La mujer untó con nata un croissant (le chocaba que los mexicanos le llamaran “cuernitos” a las medias luna inventadas por un panadero vienés para humillar a los turcos); partió un trozo y se lo ofreció a un perezoso gato de angora que merodeaba a sus pies. El animal devoró el mendrugo con naturalidad; estaba acostumbrado a probar de la mesa imperial. La mujer aguardó unos minutos para comprobar que la mascota siguiese viva —una ingenua precaución para no morir envenenada—, y sólo entonces mordió el bizcocho. Luego, ordenó al sirviente que le sirviera té. La belga bebía Earl Gray perfumado con bergamota, endulzado con dos terroncitos de azúcar de Zacatepec, preparado en su presencia y con la condición de que su marido lo probase previamente. —Fernando Maximiliano, invitaste a Juárez sin preguntarme. Tu descortesía es inconcebible. C’est terrible! Aún no puedo creerlo. —Liebe Karla, no fui yo, te lo aseguro, fue mi secretario. Ya te lo expliqué varias veces. ¿Cómo me hubiese atrevido a invitarlo sin tu consentimiento? La invitación fue enviada sin mi autorización…

—En este país todo sucede sin tu autorización —apuntó la emperatriz con sarcasmo—. Supongo que ya habrás despedido a votre attaché. Maximiliano asintió servilmente: —Hoy lo despediré. —Aujourd’hui. No quiero toparme con ese imbécil en el palacio por la noche. —Sí, Karla, natürlich, en cuanto acabe de desayunar lo convocaré para despedirlo de inmediato. —Así lo espero —declaró amenazante la emperatriz—. Esa imprudente invitación puede arruinar mi cena. Nada se le perdió a Juárez en este palacio. Si el indio fuese un caballero, habría declinado la invitación de inmediato. Mais il n’est pas un cavalier! —Querida, liebe Karla, lo lamento —se disculpó de nuevo el emperador, que se entretenía ahora con una rebanada de queso azul y una galleta soda. —¿Confirmaron el resto de los invitados? —inquirió Carlota. El emperador se resignó a suspender su desayuno y sacó de su chaqueta un papel alargado de color marfil con la lista de confirmaciones: —El resto han confirmado, salvo Frau Josefa Ortiz de Domínguez, quien presenta sus excusas por encontrarse indispuesta. —C’est n’est pas possible! —exclamó Carlota, presa de una indignación muy aristocrática—. ¿Cómo se atreve una simple plebeya a rechazar una invitación de la Corona Imperial? ¡Si es una cena de gala para celebrar la Independencia del Imperio Mexicano! Max, desterrémosla en cuanto concluyan las fiestas del bicentenario. —Por supuesto, Karla, como tú digas —contestó el Habsburgo. —Recibiremos a los invitados en la escalera principal, tomaremos el aperitivo en la terraza, entre los rosales. Se servirá tequila, mezcal y charanda. Deberás probarlos, aunque sepan horrorosos. ¡Ah! Y ordené que trasplantaran en la terraza los rosales rojos de tu jardín botánico —explicó Carlota.

Maximiliano reaccionó ante el adjetivo “botánico”: —¡Karla! ¡Mis rosales ecuatorianos! Son un espécimen muy raro; no resistirán la noche fuera del invernadero —No se hable más. N’en parlons plus! Esas flores vienen bien para recibir a los invitados; el rojo es uno de los colores nacionales… Hubiese resultado lamentable recibir a los invitados con rosales sin florear. Durante el aperitivo una marimba chiapaneca interpretará piezas típicas. Media docena de doncellas disfrazadas de indias tehuanas ofrecerán bocadillos. Originalmente pensé en petit fours de foie trufado y de caviar sevruga; lamentablemente, dadas las circunstancias, tuve que rendirme a la cocina típica, no estamos en Europa… —Mis rosales… —volvió a quejarse como una niña llorona el Habsburgo. —… empanadas de pollo en mole poblano, revolcadas en azúcar. Están algo à la mode; según entiendo, en eso radica su encanto. Sé que el mole te sienta especialmente mal, mon cher; sin embargo, deberás probarlo. Recuerda lo susceptibles que son los mexicanos, más cuando se trata de su primitiva comida. —Sí, sí, natürlich —contestó el emperador. —Servirán también tacos miniatura de tortilla de trigo rellenos de chilorio. Son de la provincia de Sinaloa. ¿Lo recordarás? No debes confundirte. Sinaloa en el norte, al lado del Pacífico… ça va bien? Debes probar de todo. —¿Y tú, Karla? —preguntó Maximiliano por mero formalismo. —Mon cher, no debo arriesgarme innecesariamente. Nuestros enemigos desean asesinarme; mi muerte significaría el final del Imperio. Con Juárez entre nosotros, debo extremar las precauciones. —Querida Karla, ¿de verdad no probarás nada durante la cena? Nuestros invitados podrían interpretarlo como una descortesía. Eres la anfitriona… — preguntó Maximiliano, mostrando por primera vez cierto interés en la cena. —Puede ser… Peut-être… Lo pensaré, quizá beba un poco de champagne a la hora del brindis —aceptó de mala manera la emperatriz—. Habrá gente peligrosa. Porfirio Díaz tampoco me inspira demasiada confianza. Es un advenedizo, un parvenu, un nuevo rico.

—Lo invitamos por indicación tuya —adujo Maximiliano en tono humilde—, sabes bien que Herr Díaz no me simpatiza. —Lo sé, no tienes por qué recordármelo. Monsieur le Général cultiva os importantes entre los banqueros ses. El rey, mi querido padre, me ha prevenido contra él. Debemos irnos con tiento, sin embargo; no nos conviene romper con el general; podríamos necesitar de sus oficios para conseguir un préstamo. En cualquier caso, no quiero que te quedes a solas con él ni un minuto; podría enredarte en algún negocio, no quiero que caigas en sus manos. —Allez klar, todo está claro, Karla. Se hará como deseas. El sirviente, que hasta el momento había permanecido estólido, esbozó una sonrisa furtiva que Maximiliano alcanzó a notar. El lacayo, avergonzado, volvió a congelarse sin apenas respirar. La emperatriz continuó adiestrando a su marido: —El aperitivo será breve. Quince minutos a lo sumo. Después pasaremos al comedor. Decidí utilizar una mesa circular para evitar los engorrosos problemas de precedencias… no quiero ofender a nuestro amigo Iturbide. Pour homme, aún no se resigna a la pérdida del trono. No quiero humillarlo innecesariamente. —¿No le satisfizo que hubiésemos adoptado a sus nietos? —añadió extrañado Maximiliano. —Mon cher, ése es tu problema: careces de ambición. Nadie se resigna a perder una Corona Imperial —contestó altiva la emperatriz—. Así que trátalo con mucha fineza, comme il faut! Cuéntale anécdotas de sus nietos, halágalo, lisonjéalo. Debemos vigilarlo de cerca. Se rumora que el general López de Santa Anna lo frecuenta… ¿Lo ves? Has hecho que me distraiga. Continuemos… nos sentaremos en la mesa redonda; aquí traigo la distribución. Carlota sacó de un carpetita de piel un diagrama:

Tras echarle un ojo al dibujo, el emperador se limitó a comentar: —Es como el que me mostraste anteriormente. ¿Verdad? No hubo ningún cambio. ¿O sí? Carlota dobló el diagrama a la mitad, lo puso en un platoncillo y se lo entregó al lacayo. Éste salió con el papel rumbo a la oficina del mayordomo mayor del palacio, quien aguardaba el placet de los emperadores para montar la mesa. La emperatriz no quiso perder la ocasión de remarcar el error: —No, no hay ningún cambio, salvo la desgraciada inclusión de Juárez por culpa de tu inepto asistente. Como viste, lo coloqué lo más lejos que pude de mí. Ese indio me da escalofríos. Me odia. —Meine liebe Karla, ¿cómo vestirán los meseros? A la emperatriz le extrañó el repentino interés de su marido por ese detalle, acostumbrada a organizar las fiestas sin contar con él. Visiblemente molesta por la intromisión de Maximiliano, contestó: —Vestirán como se debe, comme il faut! Librea de gran gala con el águila imperial bordada en oro. El emperador respiró hondo para acopiar fuerzas y sugerir: —Disculpa si te inoportuno, meine liebe; me pregunto si, tal vez, acaso… ¿No sería preferible que vistieran frac? Es elegante y sobrio… No me gustaría facilitarle a Juárez un motivo más para criticarnos. La furia de la emperatriz se desbordó: —C’est impossible! ¿Has perdido la cordura? Me tiene sin cuidado la opinión de un indio. ¡Celebramos el bicentenario de la Independencia del Imperio Mexicano! Es la fiesta más importante de nuestro reinado. Para desconcierto de Carlota, el emperador se atrevió a insistir: —Las finanzas imperiales no marchan del todo bien, la crisis internacional…

Nuestras magras reservas petroleras… Los periódicos podrían criticarnos por ese pequeño derroche. No perdemos nada vistiendo a los camareros de frac en vez de librea. Aquello fue demasiado. Carlota Amalia, convertida en una energúmena, arrojó al suelo la taza. La porcelana de Sèvres se rompió en pedazos, los cuales alcanzaron al pobre gato, que huyó despavorido. —¡Imbécil! Se hará como yo digo. La mujer salió indignada de la habitación. La silla en que estaba sentada trastabilló. El emperador dio un sorbo al té que le quedaba en su taza y con la campanilla de plata llamó al sirviente, que apareció de inmediato. Maximiliano ordenó: —Dile al mayordomo mayor que durante la cena de hoy los meseros vestirán frac y no casaca. El sirviente, que evidentemente había escuchado la escena desde la habitación contigua, puso tal cara de sorpresa que el emperador se sintió en la obligación de darle explicaciones al lacayo: —Usarán frac con guantes blancos, las libreas son demasiado lujosas. No importa lo que haya indicado la emperatriz. El sirviente se retiró para transmitir el mensaje. Fernando Maximiliano se quedó solo. Nervioso. Inquieto. Se haría como él decía. Nada de libreas.

La escalera del Castillo de Chapultepec

CARLOTA AMALIA lucía esplendorosa con su vestido de encajes de Brujas, su ampulosa crinolina de raso, su tiara de brillantes, su abanico de plumas de avestruz. Altiva. Digna. Orgullosa. Impaciente. ¿Dónde estaba Maximiliano? Les habían avisado que el automóvil de Agustín de Iturbide estaba subiendo la cuesta del Castillo. La emperatriz se acercó a la puerta que estaba al pie de la escalera de piedra. Los lanceros presentaron armas. La mujer, con la naturalidad de la sangre azul, ignoró a los guardias. El mayordomo mayor, vestido con una casaca larga de color azul, de pie en el quicio de la solemne puerta, hizo una reverencia a la emperatriz. Detrás venían dos damas de compañía revoloteando torpemente, como gansos gordos. —¿Dónde está Su Majestad? —rugió la emperatriz. Las damas cruzaron miradas como si en sus caras mofletudas fuesen a hallar la respuesta. —¿Dónde está Maximiliano? —insistió. Ambas mujeres corrieron despavoridas hacia el interior del palacio. El mayordomo musitó una disculpa de parte del emperador: todavía estaba arreglándose en sus habitaciones privadas. “Maximiliano se está comportando como un patán”, pensó su mujer, haciendo un enorme esfuerzo para contener la ira. De no haber sido porque el coche de Iturbide apareció en ese instante, Carlota Amalia habría golpeado al sirviente con el abanico. El automóvil, un viejo Mercedes gris prestado por el Conde de la Valenciana, se detuvo frente a la emperatriz. Un lacayo salido de la nada (como debe ser) se adelantó a abrir la puerta, por la que bajó Agustín de Iturbide. La mujer cambió de semblante inmediatamente; había sido educada para sonreír ante la tempestad. Iturbide, vestido de civil, con un monótono frac que a leguas se veía que no

estaba hecho a la medida, saludó a la emperatriz de acuerdo con el protocolo; intercambiaron las frases vacías de estos casos y subieron la escalera, engalanada con el clásico tapete rojo, rumbo al jardín de los rosedales. Una brisa fresca y húmeda les recordó que se acercaba el final del verano. El sol caía perezosamente, coloreando de naranja las aguas del lago de Chapultepec. No se oía ese terrible ruido ambiental —constante chirriar de autos— de la capital. Para mitigar el tráfico y la contaminación, el gobierno de la ciudad había restringido el uso del automóvil durante el mes de septiembre. Desde la terraza se veían nítidamente el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. La nieve lucía violeta con toques azules y esmeraldas. Carlota imaginó las caras de Cortés y sus soldados al encontrarse por primera vez con el paisaje del Anáhuac: el valle infinito, transparente, y en su centro, la soberbia México-Tenochtitlan, rodeada de lagos salados y dulces, comunicada a tierra firme por las calzadas esbeltas y por el afanoso tráfico de canoas. Había leído tantos relatos de los conquistadores… —¡Bienvenido! Willkommen Herr Iturbide —la voz campechana y provocativa provino desde el fondo del rosedal en penumbras, medio alumbrado por unas hileras de veladoras. Maximiliano caminaba con tranquilidad, sonriente, como si no hubiese pasado nada, como si su ausencia al pie de la escalera se pudiese borrar con un vulgar Willkommen. “¡Maldita manía de hablar en alemán!, es un idioma horroroso, para tratar con animales; cuántas veces tendré que repetirle al imbécil que no lo utilice en público… ”, se dijo Carlota a sí misma, asfixiando su rabia detrás de la más sofisticada de sus sonrisas. Poco a poco, conforme se acercaba al centro del rosedal, la figura del emperador se fue iluminando. Lo que Carlota vio la pasmó más allá de lo imaginable. Maximiliano vestía un sencillo frac negro, exactamente igual al que traía Iturbide. Aquello era demasiado. La emperatriz había sido taxativa sobre el modo como el emperador debía vestir aquella noche. Lo habían repasado un sinnúmero de veces. Maximiliano vestiría el uniforme de gala de los dragones imperiales, tachonado con las condecoraciones más vistosas, con el Collar del Gran Comendador de la Mexicanísima Orden de Guadalupe colgando del augusto cuello, la banda tricolor cruzada en el pecho (privilegio exclusivo de la pareja imperial), con el fajín rojo del Jefe Supremo del ejército imperial y el espadín ceremonial con empuñadura de oro al cinto. Debía de lucir como quien era: Fernando Maximiliano José de Habsburgo-Lorena, Emperador de México,

Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría, Salvador de América, Protector de los Indios. “¿Dónde tiene la cabeza el infeliz? Ya me las pagará”, repitió para sus adentros la emperatriz. Agustín y Maximiliano intercambiaron los saludos de rigor. El Habsburgo evitó encontrarse con la mirada de su esposa, aprovechando la presencia de Iturbide. El ujier anunció con los consabidos golpes de bastón en el suelo la llegada del siguiente invitado: Porfirio Díaz Mori. Su arribo obligó a la pareja a reunirse para darle la bienvenida al general. El Habsburgo le ofreció el brazo a Carlota. La emperatriz se separó con delicadeza del costado de Iturbide y se acercó a su marido con una precisión coreográfica: —Su Majestad eligió un frac muy sencillo para esta noche —comentó por lo bajo la emperatriz, utilizando la tercera persona para mostrar su enojo—. ¿Acaso se estropeó de última hora el uniforme de gala del emperador? Maximiliano respondió con igual discreción a la ironía, hablando de sí mismo en tercera persona, al estilo de Julio César en la Guerra de las Galias: —Su Majestad el emperador decidió vestir de etiqueta, como el resto de los invitados. El protocolo de la Casa de Habsburgo privilegia la sobriedad. La Casa de Austria se siente muy cómoda vistiendo de negro. Carlota respondió quedamente, tapándose la boca con el abanico, que abrió para ese propósito: —Vous est un pauvre diable! Afortunadamente, en ese preciso momento apareció don Porfirio.

In God We Trust

—GUTEN ABEND, Herr Díaz —saludó Fernando Maximiliano. —En castellano, mon cher —susurró Carlota, apretándole el brazo. El general Díaz alcanzó a escuchar el reproche de Carlota, pues se le escapó una sonrisa burlona mientras besaba la mano de la emperatriz. A continuación, saludó a Iturbide con desdén; don Agustín le devolvió el saludo de igual manera. Ambos se extrañaron al contemplarse vestidos de frac, sin uniforme militar. Al final habían obedecido la impertinente indicación de la invitación: Rigurosa etiqueta civil. —General —dijo Maximiliano en tono declamatorio— me alegra recibirlo esta noche tan especial en el Castillo de Chapultepec. El bicentenario de la Independencia de México es una ocasión única. Aún recuerdo el primer septiembre que celebré en el país. Ofrecimos una cena justo en esta terraza; con el alcázar en plenas obras. —Cher —cortó Carlota—, no aburras a nuestros invitados con viejas anécdotas. Charlemos sobre nuestros nuevos proyectos. Cuéntales del canal de Tehuantepec, que construiremos con ayuda de los inversionistas belgas… Caminemos hacia el rosedal, que la noche es fresca y agradable. ¡Cielos! Caballeros, por favor, beban algo. ¡Qué descortesía! ¡Atiendan a los señores! Don Porfirio se sentía sumamente incómodo vestido de civil y, para colmo, departiendo como invitado en donde alguna vez residió. La mención de los empresarios belgas fue la chispa que prendió el polvorín. Olvidando que había acudido a la cena para cerrar un negocio, el general se dejó arrebatar por la vanidad, que es la peor consejera de los políticos: —Señores, los mexicanos ganamos la guerra contra los ses… Ustedes no deberían estar en México, menos en este Castillo. Y no vamos a construir ningún canal en el Istmo de Tehuantepec… —Hablemos del glorioso 16 de septiembre, que es la fecha que nos convoca

ahora —propuso Maximiliano en un burdo intento por salvar la situación, un intento especialmente torpe, puesto que ninguno de los invitados de esta cena del día 13 había sido convidado a la cena de gala del día 16. —Hablemos de la batalla del 5 de mayo —atajó agriamente don Porfirio. El emperador insistió: —Queridos señores, Sehr geehrte Herren, mejor comentemos los planes de las fiestas del bicentenario. ¿Saben que desfilarán cadetes de West Point el día 16? También nos visitarán los dragones ingleses, los carabineros chilenos, incluso el Santo Padre envió a un piquete de guardias suizos al desfile de las naciones. —En 1910 también vinieron a visitarnos soldados de muchos países —replicó airado el general Díaz, profundamente ofendido por la alusión a un desfile al que nadie lo había invitado. —Maximiliano, respóndele a Monsieur Díaz —ordenó Carlota, que ya no estaba dispuesta a soportar aquella insolencia. —Herr Díaz, pues… —balbuceó Maximiliano. Carlota, desesperada por la lentitud de su marido, arremetió contra don Porfirio, haciendo a un lado sus modales cortesanos: —… pues se hubieran quedado a defenderlo, porque a los dos meses una pandilla de harapientos y pelagatos acabó con su gobierno. Touché! Don Agustín intentó cambiar el tema de conversación: —Doña Carlota —Iturbide se resistía a llamarla “emperatriz”—, ¿habrá hoy fuegos artificiales? La emperatriz reaccionó ante la intervención de don Agustín y, avergonzada por el espectáculo que acababa de dar, aprovechó el pretexto que se le ofrecía para reconducir la conversación: —Mais oui! Yo misma los encargué a los coheteros de Tultepec. ¡Serán maravillosos! Très jolie! Su Majestad me pidió que supervisara estos detalles.

—Ja, ja, natürlich, sí, sí. Karla y yo iramos a los artesanos mexicanos — completó Fernando Maximiliano—. Este país posee hermosas tradiciones. iro el vestido de charrería con sus botonaduras de plata; cuando paseo por el campo, me visto de charro. ¿No es así, Karla? Una tehuana de hermosos ojos castaños apareció con una bandeja de laca de Olinalá llena de copas de diversos aguardientes mexicanos. Todos, salvo la emperatriz, tomaron una. Díaz se bebió de golpe un caballito de mezcal y, de inmediato, cogió una copa de charanda michoacana, de la que dio cuenta en un segundo. Quería tranquilizarse. ¿Qué diría Limantour si el negocio se llegase a estropear por culpa de su explosivo orgullo? Había metido las cuatro patas. ¿Qué haría ahora? —Mais oui!, iramos las artesanías que fabrican nuestros súbditos mexicanos —preciso Carlota enfatizando su condición de emperadores de México. —¡Iturbide! —interrumpió Díaz incapaz de contenerse—, estos señores vinieron a invadirnos. El Habsburgo debió de quedarse en Trieste, de pajecito de su hermano, el emperador austriaco. —Venimos aquí porque nos invitaron los mexicanos —repuso la emperatriz, manteniendo el temple, a pesar de la embestida—. Los mexicanos nos llamaron y para salvar a este Pueblo abandonamos a nuestras familias y nuestros palacios. —Sólo algunos mexicanos los invitaron: los vendepatrias —contestó Díaz, que iba en la tercera copa. —Max, mon cher, aclárale a nuestros invitados cómo nos ofrecieron el trono de este país —ordenó la emperatriz, sin perder la sonrisa. El emperador se aferró con la mano izquierda a la solapa del frac: —Al contrario, Herr general Díaz, nos buscaron los mexicanos sensatos, quienes sabían que este pueblo necesita de monarcas, de caudillos, de hombres fuertes, y no de congresos y parlamentos. Desde que los yanquis derrocaron al Kaiser Agustín de Iturbide, aquí presente, México perdió el rumbo. En cuanto falta la mano dura en estas tierras, en cuanto se les da libertad, este pueblo se emborracha, asalta, roba, riñe… —Max, le affaire texano… menciona Texas —le sopló Carlota.

—… recuerde la pérdida de Texas y California —completó Maximiliano. —El despojo no ocurrió durante mi mandato —repuso un Díaz completamente ofuscado. —Natürlich, no fue en su época. Karla y yo lo sabemos —replicó Maximiliano. —Cher Général, el expolio de la mitad de nuestro territorio a manos de los yanquis hizo de México la comidilla de las cortes europeas. ¡La décadence du Mexique! La de historias que escuché… —añadió Carlota, como quien comenta una nota de sociales. —La décadence fue antes de que yo viniera a imponer el orden en esta tierra. Estados Unidos no se hubiese atrevido a invadirnos conmigo al mando —rebatió Díaz, mostrando que no se arredraba ante las interjecciones en francés. —¿Acaso los yanquis hubiesen expoliado al Imperio Mexicano de California y Nuevo México con los zuavos de Napoleón protegiéndonos? —preguntó retóricamente Maximiliano. —Max, no olvides los expedicionarios belgas que envió mi querido padre — añadió Carlota Amalia. —Sus propias palabras los condenan: las tropas de Napoleón nos invadieron y los sentaron a ustedes en el trono. Por eso luché contra usted, ¡invasor! — exclamó Díaz. —C’est increible! ¿Invasor? Il faut dire salvateur… debe decir s-a-l-v-a-d-o-r. ¿Tiene usted idea del estado de ánimo de los mexicanos después de que perdieron la mitad del territorio? ¡La mitad! ¿Y todo por qué? Porque ustedes sólo saben pelear entre sí. Mi esposo, general Díaz, sépalo bien, mi esposo, Maximiliano de Habsburgo, trajo la unidad a un país que se resquebrajaba. Nosotros estábamos muy felices en Europa, en la cuna de la civilización, entre brocados y terciopelos. Los mexicanos cruzaron el Atlántico para sacarnos de nuestro precioso castillo a orillas del Adriático. Nos convocaron porque ustedes desconfiaban de sus propias capacidades. Me temo que tenían razón. La historia de México independiente da vergüenza, une mélange sangrienta, asonadas militares, invasiones, decadencia, decadencia, decadencia, ¡la décadance complète! Un poco más y Yucatán se independiza. Perdieron Guatemala, Nuevo México, Arizona, Texas, Nevada, Utah, Colorado… Paz y orden, eso es lo que

necesita este país… Maximiliano ratificó el discurso de su consorte con la mansedumbre de un perrito faldero: —Sí, liebe Karla, así es. Das ist korrekt. Carlota se mojó los labios con la lengua, frunció la frente, cerró el abanico y, suavemente, con gesto maternal, golpeó con él en la cabeza del emperador: —Max, cher, me exaspera la política internacional. Me exalté demasiado. Bebamos algo. Tú, Max, bebe un poco de tequila, que tanto te gusta. ¡Muchacha! Otra copa para Su Majestad Imperial. La última intervención de Carlota resultó tan cómica que la tensión se disipó de golpe. —¡Max! Ya escuchaste a la emperatriz. Compórtate como hombre —bromeó don Porfirio, a quien de repente le cambió el humor. —Carlota Amalia… —musitó el emperador en son de tibio reproche. —Vamos, Max, deje a la señora en paz; no se enoje su esposa —chanceó Díaz —. Doña Carlota tiene razón: a este pueblo lo que le hace falta es paz. Los gringos se han aprovechado de lo lindo de nuestros pleitos y guerras. ¡Ay, México! Tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos. ¿Cuándo aprenderán los mexicanos que el progreso se gana con paz y con trabajo, no con mítines y huelgas? Luego, llevándose la mano a los bigotes tupidos y canosos, se disculpó lo mejor que pudo; estaba de por medio un negocio jugoso y él había roto las reglas más elementales de la cortesía. Ahora debía restañar el daño: —Señora, señores, les presento mis más sinceras disculpas. Fui un impertinente. Hablé de más. Este país necesita, en efecto, de un gobierno fuerte. Me dejé llevar por el mal humor y la preocupación. Estoy sumamente preocupado por la situación de México. La violencia, el narcotráfico, la deuda externa, la epidemia de influenza, el declive de las reservas petroleras destruyen este país. Maximiliano, ojalá más adelante me conceda usted un par de minutos para charlar de ciertos negocios…

La emperatriz, advirtiendo la jugada de Díaz, de inmediato movió sus piezas en el tablero: —Acérquense, por favor. Compartir el vino es la mejor manera de resolver los altercados. ¿No es así Monsieur Iturbide? —Por supuesto, señora —respondió don Agustín, que no deseaba meterse en problemas. La emperatriz pretendía arrebatarle la palabra a Díaz: —General, no hemos permitido a don Agustín que nos brinde su opinión. Hemos sido unos descorteses. Qu’est-ce vous pensez? ¿Qué opina Monsieur Iturbide de este embrollo? ¿Cree usted que los mexicanos son lo suficientemente maduros para la democracia? La tehuana reapareció con una charola llena de gorditas de requesón cocidas en comal, que ofreció coqueteando, sin ningún recato, al general Díaz. El tocado de encajes blancos de la tehuana ocultó la cara de don Porfirio de la mirada de los otros invitados. —Es una pregunta difícil. Como seguramente saben, me catalogan como conservador… —se evadió Iturbide. —Ja, ja, natürlich —comentó el emperador, mientras tomaba con los dedos un rollito bañado con una salsa púrpura que le ofrecía otra tehuana de ojos almendrados. La emperatriz volvió a la carga. No quería que Díaz hablara de negocios con su marido, así que no se le ocurrió mejor idea que disertar sobre ecología: —Monsieur Iturbide, Monsieur Díaz, prueben eso, c’est canard… son tacos de pato en tortilla de trigo. La salsa es una reducción de flor de Jamaica. Antiguamente, los patos volaban por miles en el Valle de México. Los vendedores ambulantes recorrían las calles vendiendo pato asado a todas horas. Era tan pintoresco, tan bucólico. Ahora, ni siquiera sobrevivió el lago. ¡Qué triste! Esta ciudad es un asco gracias a los liberales y a los comunistas. Muy por lo bajo, en confidencia, dirigiéndose exclusivamente a Iturbide, Carlota Amalia añadió:

—No se preocupe por los envenenadores. Yo misma supervisé a los cocineros, puede comer con confianza. —Gracias, señora —contestó don Agustín con tono de confidente. Sin embargo, la emperatriz no probó nada. —Mes amis! ¡Qué despistada soy! Sólo a mí se me ocurre hablarles sobre el Valle del Anáhuac a ustedes, que conocen maravillosamente esta hermosa tierra —en realidad, no había despiste alguno de parte de Carlota, sino sencillamente el afán por controlar la charla—. Monsieur Iturbide, le arrebaté la palabra, soy una desconsiderada. ¿Qué nos explicaba usted sobre el conservadurismo? Don Agustín movió la cabeza gentilmente para agradecer a la emperatriz la deferencia y prosiguió, temeroso de involucrarse en una discusión innecesaria: —Les decía que, como conservador, desconfío un poco de la democracia, pero, y que me perdonen los señores Habsburgo, tampoco simpatizo con los gobiernos unipersonales; por eso mi imperio fue constitucional. Carlota puso cara de boba mientras tomaba nota mental del agravio de Iturbide; habría ocasión de cobrárselo: “¿Gobierno unipersonal?, ¿monarquía constitucional?, ¿como si no conociese las pretensiones autocráticas de aquel advenedizo?”, pensó la emperatriz. Por lo pronto, lo importante era mantener a Maximiliano fuera del alcance de Díaz: —Max, mon cher, ¿qué opinas? —Los norteamericanos han azotado este país desde su independencia. Ustedes, los liberales, debieron comprender que a Estados Unidos le convenía un México dividido y aislado de Europa —sentenció gravemente Maximiliano, dirigiéndose a Díaz—, ¿verdad, Karla? La emperatriz reprobó la intervención de su marido, pues podría dar origen a una nueva disputa, así que trató de darle otro giro a la conversación, intentando ahora mantener ocupado a don Porfirio: —Los norteamericanos son vecinos difíciles. ¿No es así, Monsieur Díaz? El general Díaz, que había recuperado el dominio de sí gracias al alcohol, ignoró

la pulla de Maximiliano y enfiló por el camino más diplomático que marcaba Carlota: —Así es, señora. Los gringos nos han dañado mucho. Por eso intenté compensar su influencia atrayendo inversión europea. El mejor ministro de Hacienda de este país, el señor Yves Limantour, aprovechó sus múltiples os para ello. Gracias a su buena istración, por primera vez en nuestra historia pagamos nuestras deudas. A la emperatriz le preocupó la mención de Limantour, pero era lo suficientemente inteligente como para evitar el enfrentamiento. —Sí, lo recuerdo bien —respondió Maximiliano resignadamente—. La república presidida por Herr Juárez estaba en bancarrota y le debía dinero a media Europa, entre ellos a Napoleón III. Las cosas no han cambiado mucho, ¿verdad, Karla? Carlota le dio otros golpecitos en el hombro con el abanico a Maximiliano para hacerle caer en la cuenta de que, nuevamente, había metido la pata. La mujer tenía razones de sobra para pensar que su marido era un imbécil. ¿Por qué hablar de la Intervención sa en estos momentos? Por fortuna, Iturbide salió caballerosamente al paso: —La pobreza del erario público ha sido la constante en México. Con decirles que tuve que pedir dinero prestado para mi coronación… Carlota Amalia siguió por ese camino y puso su granito de arena para lapidar a Estados Unidos: —Nuestros amigos, los banqueros norteamericanos, son unos acreedores terribles… sus tasas de interés son indignas de una nación civilizada… Se han apoderado de medio mundo. ¿Sabían ustedes que los marines destronaron a la reina de Hawái como si fuese un cambio de casa? Y lo que le hicieron a España, ¡despojarla de Filipinas y Puerto Rico! Díaz mordió el anzuelo completo: —Los gringos… los gringos son una peste. Señora, no vaya tan lejos, los gringos invadieron Veracruz en 1914. —¡Ay, no! C’est terrible! ¿Cómo cree? Pobre Veracruz, tan fea, tan calurosa,

infestada de zopilotes, víctima de los peores bombardeos —se dolió histriónicamente la emperatriz. —Pues sí, en cuanto la chusma me echó del país, ¡México se fue al carajo! Señora, disculpe la palabrota. Me enoja constatar cómo se vino por los suelos mi proyecto. La revolucioncita, esa que ahora están festejando, a quien más benefició fue a los gringos. Los mexicanos viven hoy peor que durante mi gobierno —deploró el general Díaz—. El imbécil de Madero abrió la jaula del tigre y después no pudo domar al animal. Se lo advertí. El idiota me desoyó. Por eso le fue como le fue al infeliz. —¡Ay, general! —añadió, maliciosa, Carlota, cuya estrategia más socorrida consistía en hacerse pasar por tonta—. Los yanquis nos aborrecen. Son tan zafios, tan vulgares… Comen y visten con tan mal gusto… Un pueblo de fast food y wash and wear. Maximiliano asintió mecánicamente, sin enterarse del todo de lo que su esposa decía. La emperatriz se percató del desinterés de su marido, a quien se le iban los ojos tras las tehuanas: —¡Max! Écoutez-moi! Te estoy llamando. —Entschuldigung, meine liebe Karla! —se excusó el Habsburgo, y acto seguido se dirigió a don Porfirio—. Reconózcalo, general, el triunfo de Juárez significó el triunfo de los yanquis. Por poco y el indio les vende el Istmo de Tehuantepec a Estados Unidos, como luego sucedió con Panamá. Otra impertinencia del emperador. Su esposa tuvo ganas de ahorcarlo. —¡Cuidado! Que yo también soy medio indio —acotó Díaz en un repentino e insincero ataque de indigenismo—. No venga a darse baños de pureza conmigo. Estoy enterado. Usted le ofreció a Napoleón el protectorado de Sonora. La situación se tensó de nuevo, lo que obligó a la emperatriz a intervenir: —Hoy celebramos la reconciliación de nuestra historia. Miren quién acaba de llegar. Los cuatro personajes voltearon hacia la escalera.

El respeto al derecho ajeno es la paz

LA MARIMBA comenzó a tocar la Zandunga, como si los músicos quisieran anunciar con sus notas la llegada de otro oaxaqueño a la cena. Los artistas, vestidos con calzón y camisas de manta bordadas con motivos geométricos en hilo verde, cimbraban nostálgicamente las maderas preciosas del teclado. (Carlota se había empeñado en que todo fuese muy tradicional y pintoresco.) Por si los acordes no fuesen suficientemente llamativos, el ujier que permanecía escondido en un rincón del jardín coqueteando con la tehuana de ojos castaños reapareció precisamente en ese instante y tuvo a bien anunciar con los consabidos golpes de bastón en el suelo el arribo del polémico invitado: —¡El abogado don Benito Pablo Juárez García! La emperatriz enfureció por las deferencias que, sin su autorización, iba recibiendo aquel individuo. Iturbide se adelantó a los pensamientos de la mujer y se acercó hacia ella dándole un pretexto para alejarse hacia la penumbra de los rosedales; la pareja, entonces, se sumergió en una conversación insulsa. Maximiliano y Díaz, en cambio, se aprestaron a recibirlo amablemente. El Habsburgo no parecía el emperador de México sino, más bien, un burócrata que recibe en su casa al presidente de la República. Juárez había cambiado la vieja levita negra por el frac prescrito en la invitación. Traía el pelo muy bien peinado y, a juzgar por el olor, parecía que se lo había engomado con limón. Su paso era firme, ensayado, pausado, ceremonioso, digno de un cortejo. Aunque su estatura era notablemente inferior a la de los guardias, los sirvientes y los invitados, no parecía sentirse acomplejado por ello. Miraba el lujo que le rodeaba no con desprecio, sino con hastío, con el fastidio de un aristócrata acostumbrado a la parafernalia cortesana. El hombre sabía desenvolverse en aquel medio hostil y pretencioso. Era, en efecto, un patricio romano. —Willkommen! Bienvenido, Herr Juárez —saludó Maximiliano con desparpajo improcedente en un descendiente de Carlos V.

—Licenciado Juárez, buenas noches —añadió Díaz, tratando de simular que le alegraba encontrarse con su paisano. La emperatriz abrió su abanico y, literalmente, se embebió en la charla con Iturbide para subrayar que aquel personaje era non grato en Chapultepec. Juárez no acusó recibo de la ofensa. Se limitó a quedarse callado enfrente del emperador y de Díaz. Maximiliano trató de romper el hielo con una sonrisa. Don Benito no le correspondió. Sus ojos negros se clavaron en las pupilas azules del austriaco, quien no pudo sostener la mirada y, nerviosamente, se llevó la mano a la barba. Transcurrieron algunos segundos, los suficientes para humillar a ese improvisado comité de bienvenida. Una vez conseguido tal propósito, don Benito fue directo al grano: —Buenas noches, señores. Antes que nada, quiero aclarar un par de asuntos. Es lamentable que México celebre el bicentenario de su Independencia con un monarca extranjero usurpando el gobierno. Sepa usted que no cejaré en mis esfuerzos hasta la restauración de la República. Segundo, señor Habsburgo, acepté su invitación únicamente porque quiero discutir con usted sobre negocios que conciernen al interés público. Quiero suponer que tendremos un momento para charlar a solas —Juárez enfatizó el adverbio “a solas” para excluir al general Díaz. —Herr Juárez, a la hora del café podemos retirarnos unos minutos a mi despacho, si a usted le viene bien. No obstante, previamente debo avisarle a la emperatriz para que tome las providencias convenientes —respondió Maximiliano con un tono inseguro, denotando que no lo haría sin el placet de Carlota. —Señor, si no es posible, me retiraré en este momento.Tengo mucho trabajo que hacer —contestó secamente el zapoteco. En ese instante, Carlota se acercó a los tres hombres, acompañada por el galante Iturbide. La emperatriz se soltó del brazo de don Agustín y se abanicó con la intención de impedir que Juárez la mirara directamente a la cara: —Mon cher, quizá sea la hora de pasar al comedor, por lo visto, le père Hidalgo y Emiliano vienen retrasados. Después, dirigiéndose a don Benito, continuó:

—Monsieur Juárez, bienvenido a notre château. Su Majestad Imperial y yo nos congratulamos de contarlo entre nuestros invitados. Don Benito simplemente la ignoró. —Querida Karla, me comenta Herr Juárez que desea comentar personalmente conmigo un asunto… Me pregunto si, durante el servicio del café, podremos escaparnos unos minutos a mi despacho… —consultó el sumiso emperador. —Mon cher, querido, c’est ne pas possible! ¿Abandonar al resto de nuestros invitados. ¡Imposible! No nos reunimos para charlar de negocios, sino para disfrutar de esta espléndida noche, tan deliciosa, tan azul, que nos obsequia el Anáhuac. Seguramente que tu attaché hallará algún otro espacio en nuestras agendas para que discutamos de negocios con Monsieur Juárez en otra oportunidad. La posición de Carlota no podía ser más contundente. Juárez no podría acercarse al emperador sin la presencia de ella. Don Benito, dueño de sí mismo, se limitó a responder: —Señor, señora, siendo así, me tendré que retirar. —Licenciado, por favor, quédese, la velada será una buena ocasión para recordar viejos tiempos —intervino Díaz en un intento por mediar. —Esos tiempos quedaron muy atrás. No finja, general, usted claudicó ante la Iglesia —respondió Juárez. A don Benito no le importaba guardar las formas. Su mejor carta de presentación era la franqueza, que rayaba en la insolencia, y la sobriedad, que rayaba en el mal gusto. Dadas las circunstancias, no ganaría jugando a la diplomacia; era preferible embestir. —Don Benito, permítame presentarme a mí mismo. Soy Agustín de Iturbide, ex emperador de México y consumador de la Independencia —estas últimas palabras destilaban su hondo resentimiento. —Excusez-moi! Qué descortesía de mi parte. No procedí con las presentaciones —se disculpó afectadamente Carlota.

Juárez se limitó a dar las buenas noches a Iturbide. Las coquetas tehuanas se acercaron al grupo para ofrecerles bocadillos y bebidas. Todos, salvo Carlota y Juárez, tomaron copas. La tirantez iba in crescendo. La rabia se podía palpar. Juárez volvió a la carga: —Señora, señores, dado que no podré charlar con el señor de Habsburgo, me retiro.Tengo mucho trabajo. Rápidamente, la emperatriz calculó si debía quedarse callada o no, y optó por presentar batalla: —Su Majestad y yo lamentamos hondamente que Su Excelencia no pueda acompañarnos el resto de la noche —repuso Carlota, quien sabía que Juárez aborrecía ese tratamiento—. ¿Qué impostergable pendiente le impide encontrarse personalmente con el padre Miguel Hidalgo para felicitarlo por el aniversario de nuestra Independencia? Don Benito respondió secamente: —Señora, papeles que no deben aguardar. La mujer, cuyos espías la habían puesto al tanto, no desperdició la oportunidad de lanzar la pulla: —¿Sus memorias? Tengo entendido que pronto las publicará una editorial norteamericana. Díaz se sorprendió de la sangre fría de aquella mujer y de la apatía del emperador, así que, no queriéndose quedar fuera, añadió unas palabras simples: —Licenciado, me alegra que escriba sus memorias. Tiene usted muchas hazañas que contar. Don Benito siguió callado, pero las venas de sus sienes se inflamaron, delatando su estado de ánimo. —Liebe Karla… —murmuró Maximiliano en un intento timorato por desviar la conversación. Sin embargo, la emperatriz se llevó con suavidad el dedo índice a los labios y lo

hizo callar. —Mon cher, permitamos a Monsieur Juárez que nos cuente sobre sus memorias. —Y luego, dirigiéndose a Díaz y a Iturbide, soltó la estocada—: Supongo que Monsieur Juárez hablará de cómo le regaló a los norteamericanos el Istmo de Tehuantepec. Los amores y odios de nuestro amigo siempre fueron muy definidos. —Señora, —contestó Juárez sin grosería, pero con un timbre duro—, usted no es nadie para venirme a dar lecciones de patriotismo. —¿Por eso mandó a sus sicarios a que me envenenaran? —prosiguió la emperatriz. Aquello fue la gota que derramó el vaso. —Me retiro —anunció Juárez, y dio media vuelta rumbo a la escalera por donde había subido. —Monsieur Juárez, quizá usted no sepa que obran en mi poder ciertos documentos muy interesantes con su firma claramente estampada… Cierta correspondencia con Washington… Tengo entendido que perdió un portafolios recientemente… Benito Juárez se detuvo y contestó: —Me quedaré a cenar…

Vichyssoise de aguacate

PARA LA OCASIÓN, la emperatriz mandó hacer a Puebla de los Ángeles una vajilla con los monogramas imperiales entrelazados y con las fechas emblemáticas: 1810-2010. (La Revolución, por supuesto, ausente.) Las copas eran de vidrio soplado, tenuemente coloreadas de cobalto, con burbujas de aire atrapado entre sus transparencias. El mantel y las servilletas eran de algodón blanco. En el centro de la mesa redonda, un desmedido arreglo de orquídeas negras recordaba a los presentes que los Habsburgo volvían a reinar el trópico como en los remotos tiempos de Carlos V, cuyo imperio iba desde Praga hasta Cuernavaca. El resultado era una decoración de elegancia muy cuestionable, pero los convidados, sentados a la mesas según las indicaciones de la anfitriona, estaban más preocupados por sus negocios personales que por el dudoso gusto de la emperatriz. La tensión seguía flotando en el ambiente. Sólo don Miguel escapaba de ella. Un Hidalgo alegre y sonriente intentaba charlar simultáneamente con Juárez, a quien tenía a su mano derecha, y con Zapata, sentado a su izquierda. El padre Hidalgo y Emiliano, a diferencia del resto de los varones, no vestían de frac. Don Miguel usaba una sotana; el Caudillo del Sur, un traje de charro, de color negro, con corbata de moño rojo y una hermosa botonadura de plata. El sacerdote tomó un tenedor y golpeó la copa del agua a modo de campanilla para llamar la atención: —Majestades, excelencias, damas y caballeros, antes de comenzar bendigamos la mesa y demos gracias a Dios Nuestro Señor por los alimentos que de Sus Manos vamos a recibir. —¡Alto! —se opuso Juárez—. Según la Constitución, la Iglesia y el Estado están separados en México. Somos un país laico. —Benito —respondió plácidamente Hidalgo, gozando con la provocación—, tú

no reconoces a Maximiliano y a Carlota como autoridades legítimas de México. ¿Estoy en lo cierto? Y como la emperatriz (para ti, la señora de Habsburgo) es nuestra anfitriona, resulta entonces que esta cena es una reunión privada, salvo que quieras considerarte súbdito de los emperadores. Anda, respetemos la santa religión de nuestra encantadora anfitriona. Estamos en una cena familiar y como, según tus propias palabras, cada quien puede hacer en su casa lo que le venga en gana, bendigamos la mesa como católicos que somos. Si te molesta, puedes retirarte un momentito mientras rezamos. Hidalgo había aprovechado las clases de lógica en el Colegio de San Nicolás. La emperatriz gozó con la bufonada del Padre de la Patria y de inmediato puso cara de mujer piadosa y rezadora. —La Divina Providencia se extiende en cada momento para que nunca nos falte casa, salud, vestido y sustento… —rezó el padre Hidalgo de pie, con las manos juntas y los ojos entornados, como en posición de un arrobamiento místico. —Amén —respondieron todos, a excepción de Juárez. Acto seguido, Carlota ordenó al mayordomo mayor que comenzaran el servicio. El comedor era grande y rectangular, mal iluminado, pues la emperatriz había dispuesto que se alumbrara con velas porque, según ella, así luciría más elegante. El piso de madera de caoba pulida, el techo estucado, las paredes adornadas con los retratos de los virreyes de la Nueva España y las sillas Chippendale desentonaban con el pintoresquismo del menaje de la mesa. Al fondo del comedor se abría un puerta de cristal y madera que daba a la terraza del Castillo, desde donde se contemplarían los fuegos artificiales. Lo sirvientes salieron en fila de la cocina con las botellas de vino y las jarras de agua.Vestían frac, tal y como había ordenado el emperador. En cuanto Carlota se percató, llamó al mayordomo: —¿Las libreas de los criados? El sirviente, con cara de espanto ante la tempestad que se avecinaba, intentó cobijarse en Maximiliano. El emperador, sin embargo, charlaba con Iturbide, quien por lo visto se iba convirtiendo en el pretexto para evadirse.

—¿Las libreas? —reiteró Carlota mirando fijamente al criado, pero conservando la sonrisa de etiqueta. A pesar de la discreción de la mujer, los comensales se dieron cuenta de que algo andaba mal. Sin proponérselo, se quedaron callados, de suerte que Maximiliano no pudo seguir haciéndose el desentendido. El mayordomo se convirtió de repente en el centro de atención de la mesa; el infeliz no tuvo escapatoria: —Majestad, recibimos órdenes de cambiar las libreas por fracs… —No recuerdo haber revocado mis órdenes sobre las libreas. Retírese de inmediato. Está despedido —espetó la emperatriz. —Majestad, le ruego me disculpe, por favor. Malinterpreté las órdenes de Su Majestad el emperador, lo siento mucho —se excusó el criado, que sabía que Carlota no sólo lo despediría del palacio, sino que le impediría conseguir otro empleo. La mujer movió la mano para indicar a los paralizados sirvientes que sirviesen el vino al tiempo que, dirigiéndose al emperador en tono burlón, preguntó: —Max, mon cher, ¿entiendes de qué habla este pobre hombre? El emperador ponderó durante unos segundos la posibilidad de lavarse las manos: tanto era el miedo que le inspiraba su esposa. No obstante, ante la expectativa de que el mayordomo lo delatase, se animó a confesar con el tono de un colegial apresado en el despacho del director: —Querida, liebe Karla, me permití ordenar el cambio de uniforme. El frac va mejor con este banquete mexicano… Zapata bebió de su copa llena de un blanco de Parras, que encontró dulce y afeminado; tras un gesto de asco, le dio un codazo a Hidalgo y murmuró: —Padrecito, cómo se nota que el güero le tiene miedo a su mujer. El resto de los comensales alcanzaron a escuchar el comentario. En los rostros de Díaz e Iturbide se leyó la satisfacción.

La emperatriz tragó saliva. Abrió los ojos grandes. Tomó su abanico, que había puesto al lado de su plato, y lo colocó en los labios de Maximiliano para callarlo con aparente afabilidad, pero cuyo mensaje comprendieron todos. Estaba verdaderamente furiosa por la intromisión de su marido, pero decidida también a no proporcionar más motivos de murmuración a sus enemigos. Luego, dirigiéndose al mayordomo, indicó: —Adelante con el servicio, que sirvan el primer plato… Su Majestad el emperador habrá tenido razones muy importantes para desdecirme. Los sirvientes pusieron en cada lugar un platón con vichyssoise de aguacate con trocitos de sandía y unas gotas de tequila. La emperatriz, sin probar la crema fría, de un hermoso verde claro, se limitó a revolver su ración con la cuchara de plata. Los comensales se dieron cuenta de ello. Por lo bajo, Hidalgo bromeó con Juárez: —Qué bueno que la emperatriz no probó el aguacate, es malo para los corajes… El zapoteco no correspondió a la broma, prefirió probar aquel potaje que encontró demasiado mexicano. Don Benito Juárez hubiese elegido una crema de espárragos o, mejor aún, una clam chowder bostoniana más acorde con los tiempos modernos, pero tenía razones para soportar aquella cena. “¿Qué tanto sabe Carlota? ¿Estará simplemente blofeando?”, pensó con la cuchara en la boca.

Pescado zarandeado

—¡BENITO!, no has bebido nada en todo este rato. Acuérdate de que el primer milagro público de Nuestro Señor fue convertir el agua en vino en las bodas de Caná —bromeó Hidalgo, secándose la espuma del tepache en los labios. —Con ese pretexto, los clérigos justifican los banquetes de los ricos —le recriminó Juárez, que bebía agua simple sin hielo. —Père Miguel, ¿qué nos puede contar sobre notre Mexique? —preguntó con inocencia impostada Carlota—. Ésta es su fiesta, el cumpleaños del Imperio. —Mi amigo estaba criticando a los curas. ¡Imagínese! Y en mis propias narices… — añadió divertido Hidalgo. Juárez cayó en las redes dialécticas del sacerdote: —Don Miguel, la Iglesia romana es la culpable del atraso de este país. —Dime Padre Miguel, si me haces favor —comentó socarronamente Hidalgo—, que mucho trabajo me cuesta vivir el voto de castidad. —Tampoco tanto, padre Miguel, tampoco tanto —chanceó Zapata, conocedor de las debilidades del cura Hidalgo. Tras arreglarse el nudo de la corbata, pues le gustaba muy ajustada, Juárez retomó la palabra: —La principesca vida de los obispos desdice de la pobreza y la humildad de Jesús de Nazaret. Los curas deberían de haber ayudado a los pobres, a los enfermos. Pero no, solamente les interesaban sus privilegios, su dinero, sus fueros. Ellos provocaron la guerra civil. El clero exprime a los pobres, les cobra por bautizos, bodas y entierros. Para entrar al cielo no es menester pagar diezmos ni cuotas. ¡Menudos discípulos de Jesús! Por si fuese poco, rehusaron ayudar a la República cuando la guerra con Estados Unidos. La Iglesia católica es egoísta, oscurantista, fanática, intolerante, sectaria; es la principal causa del

atraso de este país. —Benito, ¿y qué me dices del Batallón de San Patricio? —arguyó Hidalgo, alisándose el cabello—. Era un batallón de católicos irlandeses. Desertaron del ejército yanqui para cambiarse a nuestro bando en la guerra del 47, porque eran católicos. Entre tanto, los sirvientes, con guantes blancos y el consabido frac, aparecieron con tronchos de huachinango a la talla, zarandeados a las brasas y empapados de adobo, con plátano macho frito de guarnición. —El batallón de San Patricio no estaba integrado por católicos mexicanos, sino por católicos irlandeses. Los católicos mexicanos, con López de Santa Anna a la cabeza, se vendieron al enemigo —respondió Juárez, mirando de reojo a Iturbide para hacerle notar que estaba al tanto de sus tratos con el general. —Licenciado Juárez —intervino Díaz, que luchaba contra las espinas del pescado—, no sea usted tan radical. Tiene razón don Miguel, no todos los curas son malas personas. Juárez fustigó a Díaz: —General Díaz, eso piensa usted porque la Iglesia lo corrompió también. Ya le dije que estoy informado al detalle. Usted apadrinó al obispo Gillow, su paisano, le regaló un anillo de brillantes con cargo al erario público y, no conforme con eso, le obsequió una hacienda. Qué vergüenza que un héroe de la guerra contra los ses olvidara tan pronto que la Iglesia se alió con los invasores. General, usted arrumbó las Leyes de Reforma en el desván de su oscura conciencia. Su complicidad permitió que la Iglesia recobrase su nefasta influencia en la República. —Restablecí la paz y el orden: acabé con los conflictos —se defendió Díaz, un poco molesto de tanto regaño—. Los mexicanos llevábamos demasiados años matándonos entre nosotros por nimiedades religiosas y diferencias políticas: que si federalistas o centralistas, que si liberales o conservadores. El siglo XIX fue una sucesión de rebeliones, golpes de Estado y asonadas militares. Los emperadores, contentos de que los próceres pelearan entre sí, optaron por callar: Maximiliano deshuesaba con elegancia quirúrgica el pescado; Carlota desmenuzaba el huachinango para dar la impresión de que comía algo.

—Benito, hijo mío —apuntó Hidalgo con ganas de fastidiar—, ése es el problema de los liberales: el mundo lo ven en blanco y negro, a la usanza maniquea, la lucha entre los santos puros y los sucios demonios. Y ustedes se adjudican, por supuesto, el papel de santos impolutos. —Don Miguel, no soy hijo suyo. Y no se haga tonto —contestó Juárez—. ¿Por qué sigue guardando obediencia al papa de Roma? La Iglesia lo excomulgó por levantarse en armas contra el rey de España; los obispos lo persiguieron a usted exactamente como a mí. La Inquisición lo condenó por sus ideas políticas. Por favor, no defienda lo indefendible. —Benito, ¿no te importa que te llame así? ¿Sabes? Detesto las formalidades. Pues te decía, Benito, antes que nada, que quede claro que yo no me sublevé en contra del rey de España, contra el auténtico monarca, contra nuestro querido Fernando VII de Borbón. Me rebelé contra José Bonaparte, ese rey pelele, el hermano borrachín de Napoleón, el tal Pepe Botella. Me levanté en armas contra el mal gobierno, contra los peninsulares que capitularon aceptando la ocupación de los ses… Mi pleito era con los Bonaparte, no con el rey nuestro señor. —No sea usted farsante, Hidalgo —lo acusó Juárez sin ningún tipo de consideración. —Padre Hidalgo, por favor, aunque se te haga más largo, Benito —protestó don Miguel, quien se divertía de lo lindo con la rigidez de Juárez—. Las muchachas de allá por el rumbo de Dolores son rete chulas; vieras cómo me cuesta comportarme como padrecito… Zapata había hecho a un lado el pescado, del que era poco devoto, y en su lugar disfrutaba de un fettuccini con cuitlacoche, improvisado por orden de la emperatriz para complacer al Caudillo, pues, como hombre del centro, desconfiaba instintivamente de los productos del mar. —Don Miguel —de los ojos de Juárez salían chispas—, ambos sabemos que eso de levantarse en armas pidiendo el regreso del rey Fernando VII fue un mero pretexto. Cuando usted dio el grito el 15 de septiembre en Dolores, pretendía una república. —¡Ay, Benito, hijo mío! —se dolió retóricamente Hidalgo—. Por lo pronto, el famoso grito lo di en la madrugada del día 16; lo del día 15 fue un invento de nuestro amigo Porfirio, aquí presente, que celebra su santo en vísperas del 16:

día de San Porfirio. —No malinterprete los hechos, padre —apuntó Díaz, un poco incómodo por la alusión, pero encantado con el sazón del adobo rojo del pescado. —El caso —continuó Hidalgo— es que siempre simpaticé con la monarquía, una monarquía ilustrada, respetuosa de la voluntad del pueblo y enemiga de la esclavitud; una monarquía que nos otorgara a nosotros, los novohispanos, los mismos derechos que a los gachupines. Si hubiese sabido en qué iba a parar este país, me hubiese quedado en mi parroquia dando clases de catecismo y bebiendo chocolate con las beatas de la sacristía… Los emperadores aplaudieron las palabras del Padre de la Patria. Iturbide intervino en tono despreocupado, mientras se limpiaba una mancha de adobo en su camisa con ayuda de la servilleta: —¡Padre Miguel! No sea cuento… ¿Usted?, ¿dar catecismo?, ¿chocolate en la sacristía? Si se la pasaba en tertulias con vino tinto y coñac, conspirando contra los gachupines. A Hidalgo le divirtió la ocurrencia de su compadre y levantó su copa hacia Iturbide, lo que, por supuesto, no le hizo ninguna gracia a Juárez. —Don Miguel —reiteró Juárez, ansioso por regresar la conversación al cauce—, usted promovió una parte de los ideales de la Ilustración en México, yo continué esa obra iluminadora enfrentándome a las tinieblas de una religión retrógrada. A Maximiliano aquella discusión le aburría sobremanera, así que, para hacer más llevadera la conversación, pidió al criado que le sirviera vino tinto. La emperatriz detuvo al sirviente y ordenó que al emperador le cambiaran el merlot del Valle de Guadalupe por un vaso de tejuino. Era su pequeña venganza por el tema de las libreas. —No, Benito, jamás me inspiré en los pérfidos enciclopedistas y sus secuaces revolucionarios. ¡Qué barbaridad! ¡Cómo iba a leer a Diderot y Voltaire si el Santo Oficio y los guardianes de nuestra Santa Fe los incluyeron en el índice de libros prohibidos! —ironizó Hidalgo—. Me inspiré en los teólogos escolásticos, como el padre Suárez; ellos hablan de la soberanía del pueblo… Y por amor de Dios, no te pongas tan serio, mejor prueba el tejuino; si te sabe muy fuerte, ponle

un chorrito de limón, como hizo nuestro emperador. Antes él prueba los productos de este país que tú. Maximiliano, presionado por las circunstancias, dio un sorbo al tejuino intentando disimular el asco que le daba aquel líquido amarillento, ácido y putrefacto. —Usted se levantó en armas contra los privilegios de los aristócratas y de los españoles —declaró Juárez en un tono cada vez más ceremonioso—. Yo me levanté contra los privilegios de los militares y de la Iglesia; yo consumé la obra que usted inició. —Y de paso, señor Juárez, nos chingó a nosotros, a los campesinos, los pueblos con tierras comunales, a los auténticos dueños de la tierra —las palabras de Zapata helaron a todos. —¡Imbécil! Maldito cuatrero —exclamó el general Díaz—. Eres un peligro para la sociedad. Maximiliano, aproveche el momento y aprehenda a este robavacas. Que lo fusilen en caliente, ahorita mismo. El emperador se abstrajo del problema para concentrarse en los restos de pescado que quedaban en su plato. La emperatriz, por el contrario, levantó la mano para llamar al mayordomo. Éste se acercó con aire de misterio para escuchar las secretas palabras de la señora. Emiliano aventó la servilleta al suelo, se puso de pie y gritó: —Hijos de la tiznada, lo sabía, ¡esto es una emboscada! Carlota Amalia lo miró extrañada.

Manchamanteles

LAS PALABRAS de Maximiliano sonaron marciales, decididas, inesperadas, sorpresivas: —¡A mí la guardia! Dos fieros húsares imperiales, con sus enormes sombreros de piel de oso y la cazadora colgando a modo de capa, irrumpieron en el comedor. Provenían de la terraza, blandiendo sus sables con intenciones de degollar a los comensales. —¡Estás muerto, Zapata! —se congratuló Díaz. —¡Traidores! —rugió Emiliano. —¡Me quieren asesinar! —clamó Juárez. —¡Alto! ¡Guardias, a la terraza! —contraordenó la emperatriz— Mon Dieu! Fernando Maximiliano, ¿dónde tienes la cabeza? Los húsares se detuvieron de inmediato con la precisión de una máquina de reloj, dieron media vuelta y regresaron a su puesto como si nada hubiese sucedido. —Karla querida… Entschuldigung, perdón —se disculpó el emperador, que acababa de comprender que se había equivocado. —Monsieur Zapata, assie-vous, s’il vous plais… Tome asiento, por favor, ¡qué atroz malentendido! Su Majestad el emperador ha cometido otro gravísimo error. Le ruego acepte sus disculpas —y luego, dirigiéndose a uno de los criados, ordenó—. ¡Pronto! El vino. Sirve el tinto queretano. Nuestro invitado, Monsieur Zapata, necesita beber un trago. —Allá ustedes si me asesinan, será peor para ustedes. La Unión Europea condenará a su gobierno —amenazó un Zapata receloso, pero más tranquilo. —Nadie quiere aprehenderlo, Monsieur Zapata. Jamás tendría el mal gusto de

estropear una cena de gala mezclándola con negocios —afirmó Carlota con soltura—. Fernando Maximiliano, ¿por qué llamaste a la guardia? —Aún están a tiempo, apresen al robavacas —instó Díaz, contrariado al ver que no lograría deshacerse de Zapata tan fácilmente. Hidalgo levantó su copa llena de tinto: —Miliano, todo fue un malentendido. —Pero, Karla, tú… —titubeó Maximiliano. —Llamé al mayordomo para ordenar que enfriaran la champaña. C’est tout. Eso es todo. No consideré educado que nuestros invitados hubieran de enterarse de mis disposiciones. Pero por lo visto mi discreción puede ser malinterpretada, así que de ahora en adelante dictaré mis órdenes en voz alta. ¡Sirvan el siguiente tiempo! —Eso está mejor, nada de caras largas, es la fiesta de nuestra Independencia. Majestad, ¿y ahora con qué manjar nos va halagar? —preguntó Hidalgo en un afán por restar importancia al incidente—. El pescadito a la talla estaba muy sabroso. —Esto es una farsa —sentenció Juárez. La emperatriz hizo oídos sordos a don Benito y, derrochando afabilidad, explicó a los comensales: —El chef de palacio preparó manchamanteles… —¡Ah! Me encanta la comida poblana —comentó Iturbide en otro intento por hacerse notar. La emperatriz agradeció el gesto de don Agustín y continuó explicando: —Lo serviremos con pera, piña fresca, camote y unos trocitos de jícama. Nuestro cocinero advierte que la jícama no suele utilizarse en este guisado, pero descubrió un recetario antiguo en la biblioteca del Palacio y ahí aparece la jícama, así que se ha tomado la libertad de añadirla. Les encantará. Además, el tinto que están sirviendo combina muy bien con el picor de la salsa…

—Nuestra querida emperatriz siempre tan exquisita y refinada —aduló galantemente el padre Hidalgo. —Es tan fácil mostrar un gusto refinado, cuando se trata de elegir de entre la multitud de delicias de la cocina mexicana —contestó Carlota, a pesar de que abominaba el chile. Dos sirvientes, bajo la mirada vigilante del mayordomo, desfilaron con las fuentes humeantes, rebosantes de carne de cerdo y de frutas, bañado todo en una condimentada salsa color ocre. La emperatriz notó de inmediato que Díaz se sirvió muy poco guisado, así que amablemente salió al paso: —General, este plato es demasiado dulce, no le conviene a todos los paladares. Quizá prefiera usted otro tipo de carne. Otro de los sirvientes, el más joven de ellos, apareció prestamente con un platón de cochinita pibil, sobre una hoja de plátano, rodeada de cebolla morada. —Señora —Díaz se resistía a llamarla “Majestad”—, gracias. En efecto, no me gusta el chile con lo dulce. En cuanto el general se sirvió una generosa porción, el mesero regresó con el platón a la cocina dejando tras de sí la inconfundible estela del olor del achiote disuelto con naranja agria. A pesar de los esfuerzos de la emperatriz y del padre Hidalgo, la cena no discurría tersamente. Los invitados desconfiaban los unos de los otros, lo que se notaba, especialmente, en los incómodos silencios que aparecían una y otra vez, silencios largos y profundos que permitían escuchar el ruido de los pesados cubiertos de plata de Taxco. Agustín aprovechó uno de esos mudos interludios para preparar el terreno: —Majestades —¡cómo le repugnaba dirigirse con ese título a quienes usurpaban el trono de México!—, corren rumores sobre nuestras reservas petroleras… —Se agotaron —afirmó secamente Juárez, que apenas había tocado el plato.

—Petróleo hay, falta tecnología y capital para extraerlo —explicó Díaz, dándose cuenta de que aquella conversación prometía. —El petróleo se acabó —reiteró Juárez, haciendo a un lado el manchamanteles, casi intacto—. Desperdiciamos la bonanza petrolera. Se la robaron. Iturbide se aclaró la garganta con un trago de tinto, que encontró demasiado ácido, para comentar con aires de entendido: —No hace falta ir a aguas profundas por nuestro petróleo; está ahí, en Chiapas. Tristemente, Guatemala está explotando nuestros mantos. Es vergonzoso lo que hacen esos separatistas… ¡Imagínese, extraer el petróleo de Chiapas! ¿Qué piensa hacer al respecto Su Majestad? Carlota se dio cuenta inmediatamente del cambio de trato. Ahora Iturbide se dirigía a ellos con el título de “Majestad”. ¿Cómo podía ser tan tonto —pensó la emperatriz— para pensar que se granjearía su voluntad con esa zalamería improvisada? Tras el incidente de los húsares, Zapata se había refugiado en su plato. Utilizaba con destreza un trozo de tortilla azul, y con esa cuchara de maíz limpiaba los restos de la salsa. Sin embargo, cuando escuchó la palabra “Chiapas”, sus ojos, castaños y brillantes, regresaron a la plática. Se atragantó el último bocado con la intención de dar la impresión de rudeza: —El petróleo de Chiapas es de las comunidades indígenas —afirmó mientras se limpiaba el bigote con el torso de la mano para escandalizar a los “fifís”. El alma profundamente liberal de don Benito reaccionó de inmediato: —Señor Zapata, la propiedad comunal es una aberración feudal. Los derechos son individuales, no colectivos. —Es usted un liberal, un capitalista, un renegado, un indio renegado —le respondió Zapata, pasando ostentosamente un tortilla enrollada entre los restos de salsa de su plato. Díaz le dio un codazo a Juárez instándolo a proseguir con el ataque. —Hijos míos, no discutamos de política ahora. Mejor veamos qué nos ofrecerá

de postre nuestra querida anfitriona —comentó don Miguel. La emperatriz tomó la estafeta que le tendía Hidalgo para evitar la tempestad: —Père Hidalgo, siempre tan gentil… todo un caballero, comme il faut. Es el turno de los huevos reales, de la crema de bienmesabes y… Iturbide no se resignó a que la eventual guerra con Guatemala pasase a un segundo término, así que, directamente y sin ambages, le preguntó al emperador: —Majestad, los guatemaltecos se acabarán el petróleo chiapaneco. ¿Qué hará usted? Yo he pensado algo al respecto. —El petróleo del sureste es de las comunidades indígenas, no es de Guatemala ni de México —reiteró Zapata. —¡Enemigo del progreso! —protestó Díaz—. Ahuyentas la inversión de este país. —Mes amis —prosiguió Carlota tratando de salvar la cena—, por favor, no hablemos de negocios, habrá también sorbete de guanábana, chongos zamoranos y tortitas de Santa Clara. —Probémoslas, Majestad, ¿son las galletas de pepitas? —la apoyó Hidalgo. De repente, contra toda expectativa, Maximiliano pidió silencio levantando la mano derecha: —Excelencia —así se refería a Iturbide—, me interesa el tema de Guatemala. Las riquezas naturales del Imperio Mexicano no serán saqueadas por una república pelele de los yanquis. Para eso soy el emperador, para defender a este país. La emperatriz enrojeció. Perdiendo la compostura, olvidando a los comensales, calló a su marido: —Imbecile! ¿Cuántas veces debo repetirte que debes pensar antes de hablar?

La viuda de Clicquot

SIRVIENTES y comensales se quedaron atónitos. Ni siquiera Hidalgo se animó a hacer algún comentario para salvar la situación. La emperatriz, sin dar la mayor importancia al incidente, llamó al mayordomo: —¡Sirvan le champagne! Brindaremos por la Independencia del Imperio. Los fuegos artificiales están por comenzar. El emperador, humillado, sonrió con pesadumbre intentando congraciarse con su esposa. La mujer lo ignoró; estaba terriblemente indignada por el comportamiento de su marido aquella noche: —Limpien la mesa por completo —mandó la emperatriz— y descorchen le champagne. Los camareros levantaron los platos. En dos minutos arreglaron la mesa redonda de suerte que, salvo el arreglo de orquídeas, las copas de champán y el omnipresente abanico de la emperatriz, nada quedó sobre el mantel. La emperatriz, que aborrecía la estilizada flûte por considerarla burguesa, aprobó las copas de boca ancha, de cristal Baccarat. La ligerísima espuma del champán cautivó a Zapata. Nunca antes la había visto tan de cerca. “Ahora entiendo por qué los fifís roban y matan para beber esto.” No contenta con haber insultado al emperador, Carlota Amalia le arrebató el derecho al primer brindis de la noche. La emperatriz estaba a punto de pronunciar unas palabras, cuando una fugaz luz púrpura iluminó las penumbras del comedor. —¡Qué desastre! Comenzaron demasiado pronto. Mes amis, qué vergüenza, el programa de esta cena ha discurrido fuera de tiempo… Alles, alles, vamos a la terraza a contemplar los fuegos, ya regresaremos a brindar y a comer les desserts. Carlota colocó su copa en la mesa y corrió hacia la terraza con poca gracia (a las

princesas no se les enseña a correr). Su ampuloso vestido se había arrugado un poco, dejando entrever la crinolina de cielo raso que le daba volumen a la falda de seda. El resto de los comensales la siguieron con rapidez, salvo Díaz, que se detuvo, según dijo, para anudarse las agujetas de los zapatos de charol. La terraza era amplia, rodeada de hiedras trepadoras, de buganvilias y de azaleas. Un par de antorchas la alumbraban débilmente. Desde aquel espacio se contemplaba el lago de Chapultepec, surcado por algunas barcazas adornadas por veladoras para la ocasión. En la isla mayor se había instalado un inmenso “castillo” de fuegos artificiales, que comenzó a encenderse en cuanto la emperatriz se asomó, no porque estuviese perfectamente sincronizado, sino por mera coincidencia.Todos, incluido el emperador, se quedaron atrás de ella, dispersos en aquel espacio, mientras el cielo se saturaba con la tormenta de colores. Sólo los húsares se acercaron discretamente a Carlota a modo de gardes de corps. —Mon cher —llamó la emperatriz fingiendo ternura—, mira nuestros retratos iluminados… Pero Maximiliano estaba muy lejos de su mujer para escucharla. Los perfiles de los emperadores se dibujaron con fuegos verdes en uno de los paramentos como si se tratase de esos dibujos hechos por bombillas eléctricas. —¿Mon cher? —preguntó de nuevo la emperatriz al no oír respuesta. —Majestad —respondió Hidalgo, quien finalmente se animó a ponerse al lado de Carlota—, el emperador no está aquí, supongo que regresó al salón. —¡Qué pena! Se está perdiendo los fuegos artificiales. ¡Mire, père Hidalgo! Ahora se dibuja su retrato. Quel jolie! En medio de la oscuridad del bosque apareció el rostro del padre Hidalgo, compuesto por el blanco deslumbrante de cientos de cohetes. De buena o mala gana, los invitados aplaudieron. Maximiliano salió de la sombra para incorporarse al espectáculo: —Karla querida, entschuldigung, disculpa, ¿me perdí mucho? Acompañé a la toilette a don Agustín —se disculpó.

—Te perdiste de la mejor parte. C’est increible! —lo amonestó la emperatriz sin dignarse tan siquiera mirarlo—. ¿Y dónde está don Agustín? Como por ensalmo, apareció también Iturbide. Don Agustín, envalentonado acaso por el ejemplo de la emperatriz, se tomó la libertad de reprochar a Maximiliano su desaparición: —Majestad, ¿por qué no me esperó? Supuse que usted seguía en el WC y me quedé aguardándolo en los lavabos. Su Majestad se me adelantó sin avisarme. A la emperatriz le molestó aquella referencia a las execraciones corporales, pero se quedó callada, porque tales zafiedades no pueden componerse con más palabras. Hidalgo, sin una gota de sangre azul en sus venas, no resistió la ocasión: —Compadre Agustín, no nos interesa dónde andabas… Mejor disfruta los fuegos. Más luces. Más centellas. Sucesivamente fueron apareciendo los retratos de Allende, Aldama, la Corregidora, Morelos… Don Agustín se puso a la expectativa, con el inconfesado deseo de hallar su cara entre fuegos. Su rostro jamás apareció. Los castillos se extinguieron. Sólo quedó el olor a pólvora quemada junto con el resentimiento del consumador de la Independencia. —¿Dónde está Herr Juárez? No lo veo. Lo busqué para charlar durante los fuegos sobre el tema que le preocupaba —gritó a voz en cuello Maximiliano. Carlota fulminó al cónyuge con un anatema: —¡Fernando Maximiliano!, no nos reuniremos con ese hombre durante esta noche. C’est tout! Desde el fondo de la terraza, donde las buganvilias se entreveraban con las hiedras, respondió Juárez: —El asunto del que deseo hablar merece más atención. No se puede tratar en medio de esta pirotecnia. —Benito, hijo mío —dijo Hidalgo—, no debes avergonzarte de haber disfrutado de los fuegos artificiales, estuvieron primorosos. ¿Por qué te quedaste ahí

escondido? Te hubieses acercado aquí con nosotros. Juárez, lacónico, pronunció la condena: —Frívolos. —Licenciado, no exagere —objetó desde el otro lado de la terraza Díaz. El champán de las copas ya había perdido la espuma. La malhumorada emperatriz hizo ademán de que las cambiaran. Juárez apostrofó: —Esto es demasiado, ¡otro derroche! El país vive en la miseria. Maximiliano sufrió otro ataque de iniciativa: —Liebe Karla, querida, Herr Juárez tiene razón, no hace falta beber las burbujas. Carlota estuvo a punto de estallar de nuevo, aquello era demasiado; pero el emperador se lo impidió brindando por todo lo alto: —¡Por México! —¡Por México! —respondieron todos. Carlota Amalia no pudo sino unirse al brindis del bicentenario. Ni siquiera ella podía quedarse fuera. La emperatriz sorbió elegantemente el champán: las primeras gotas durante toda la noche. A los pocos segundos, una copa se estrelló en el piso. Emiliano Zapata se retorcía en el suelo. De su boca brotaba espuma babosa y amarillenta.

¿Coñac o ixtabentún?

—¡ME MUERO! ¡Me envenenaron! —chilló Carlota. Su cuerpo cayó pesadamente al piso de parqué, amortiguado apenas por el frondoso vestido, y junto con ella se estrelló la copa, cuyas astillas se entremezclaron con los restos de la copa de Zapata. Los consternados comensales se pusieron de pie mirándose los unos a los otros. La pareja de húsares entró de nuevo al comedor y se acercó al cuerpo de la emperatriz. Sólo entonces, Maximiliano se inclinó hacia su mujer, le tomó el pulso con torpeza y, haciendo un gesto de desazón, ordenó a los soldados que la llevaran a la sala contigua, donde la recostaron en un largo y horrible sillón de piel negra colocado frente a una mesa de centro de forma rectangular. Entre tanto, Hidalgo atendía a Emiliano. Los labios resecos del Caudillo se tornaron azules, un azul metálico, grisáceo, sin brillo. Su bigote sufrió una flacidez repentina, que en otra circunstancia hubiese resultado cómica. Las pupilas se dilataron y, desbocadas, imploraron ayuda. El Caudillo intentó pronunciar unas palabras; los estertores se lo impidieron. Tras unos segundos, la piel fría y pegajosa anunció el desenlace. Don Miguel, esforzándose por no llorar, le cerró los párpados con delicadeza; le dio la absolución y, con un movimiento preciso, digno de un experto forense, tomó con su pañuelo los restos de la copa de Zapata. Con un delicado movimiento de mano, abanicó el aroma hacia su nariz. El característico olor a almendras confirmó sus temores, pero se cuidó de no declararlo. Simplemente pronunció el veredicto: —Está muerto. Los sirvientes se acomidieron a limpiar; Hidalgo, tomando el control de la situación, los contuvo. —¡Un complot de los usurpadores! Nos concentraron aquí para asesinarnos — afirmó Juárez, que, de pie y a una distancia prudente del cadáver, observaba la

escena con frialdad ofensiva. —No nos precipitemos —comentó Iturbide nerviosamente, también guardando distancia. —Benito —le respondió Hidalgo molesto—, no digas tonterías, te hubieran matado a ti el primero. Además, la emperatriz también fue envenenada. Se hizo otro silencio. Un alargado minuto transcurrió a cuentagotas. La voz cascada de la mujer los hizo voltear hacia la sala contigua: —Fallaron. Era Carlota Amalia, viva, orgullosa, con el semblante pálido, aferrada al dintel de la puerta, pero altiva y soberbia. Detrás de ella venía el emperador comparsa, mucho más demacrado que su mujer. Juárez insistió: —No hay duda, seré el siguiente; los enemigos de la República no descansarán hasta acabar con todos nosotros. Díaz, despreocupado por guardar las apariencias, aseveró con brutalidad: —El que envenenó al robavacas le hizo un favor a este país. Hidalgo, que hasta entonces había permanecido en cuclillas, se levantó. Al hacerlo se pisó la sotana y estuvo a punto de caer. En cuanto recuperó el equilibrio, el sacerdote se dirigió hacia la puerta, donde aguardaba la emperatriz, mareada tras el desmayo nervioso. Los comensales fueron tras él formando un séquito de monaguillos; la capacidad de arrastre del hombre era palpable. A lo largo de la velada, el sacerdote se había mostrado desaprensivo y alegre; ahora, frente a la emperatriz, un ceño profundo afeó su cara sonrosada: —Miliano murió envenenado con cianuro. El sacerdote se alisó el cabello con las dos manos. El emperador tomó por el brazo a su mujer para anunciar con un tono igualmente

severo: —La emperatriz, meine liebe Karla, mi querida y augusta esposa, sufrió un colapso nervioso por la impresión. Carlota se sacudió de su marido con enojo, acercándose a su vez a Hidalgo: —Me quieren asesinar, el veneno era para mí, lo sé, estoy segura. C’est une catastrophe! Maximiliano la reconvino con condescendencia: —Querida, Herr Zapata falleció. Nadie quiere provocarte un daño. Ella le respondió con odio pero, sobre todo, con desprecio: —Imbecile! ¿Qué sabes tú de política? Con razón tu hermano te quería fuera de Austria… Juárez disparó a quemarropa: —¡Asesinos! ¡Hipócritas! Mataron a Zapata, ahora vienen por mí. Estaba visto que la emperatriz había abandonado las buenas maneras: —Ojalá así fuese —le respondió Carlota—. ¡Resentido!, ¡infame!, ¡yanqui! —Querida… —intervino Maximiliano con la ilusa intención de suavizar la situación. La emperatriz ignoró las palabras de su marido. —La usurpadora confiesa su crimen. Fuimos emboscados —se regodeó Juárez con un placercillo morboso. Carlota Amalia, sentada nuevamente en la mesa redonda, en donde había dejado el abanico, se dirigió a Hidalgo: —Père, por favor, calle a este hombre. ¡Que se largue! —Majestad —respondió Hidalgo con toda amabilidad—, mucho me temo que

ninguno de los presentes podemos abandonar el Castillo. Se ha cometido un terrible asesinato y hemos de aguardar a la policía. —Yo no tengo nada que ver con esto… —objetó Iturbide. —Mi Estado Mayor se encargará de la investigación —apuntó Maximiliano. —¡Por supuesto que no! Intentaron asesinarme a mí, seré yo quién nombre al encargado de la investigación —afirmó rotundamente la emperatriz—. Ni la policía ni tu Estado Mayor pondrán un pie en mi palacio, soy la emperatriz de México. —Señora, señores, seamos prácticos. La muerte de Zapata nos resuelve muchos problemas. Se trató de un lamentable accidente. Es todo —sugirió Díaz, sin tentarse el corazón en lo más mínimo. —General Díaz, perdió usted cualquier asomo de decoro —lo regañó Juárez. —No se haga el desentendido, licenciado Juárez. Usted también aborrecía al robavacas porque se oponía al proyecto liberal. —Me voy —dijo Iturbide. —C’est ne pas possible! Nadie saldrá de aquí sin mi autorización —decretó Carlota, con una seguridad sorprendente—. Père Hidalgo, estamos en sus manos. Éste respondió complacido, ya repuesto de la impresión: —Gracias, hija mía… Perdón, gracias Majestad —y, luego, con la mano derecha en el pecho, exhortó a los comensales—: Señores, amigos, me parece que podremos charlar con más calma en el salón contiguo. Acaso Su Majestad pueda ordenar que sirvan un poco de café y coñac… La emperatriz hizo una señal. Los obedientes camareros llevaron al saloncito café y una botella de ixtabentún yucateco que no era, precisamente, lo que Hidalgo tenía en mente para beber, pero que al menos cumplía con la graduación alcohólica suficiente para enfrentar la situación. Tras de los sirvientes desfilaron los comensales, precedidos por Carlota, que iba del brazo de Hidalgo. Ya en la sala, Iturbide, Juárez, Díaz y Maximiliano se sentaron de mala gana en

el sillón de piel. Parecían niños regañados frente a sus maestros. Hidalgo y Carlota se sentaron, en cambio, en dos pequeñas sillas, quedando frente a ellos, con la mesa de café de por medio. La falda de la emperatriz ocultó por completo el asiento de la diminuta silla Luis XVI. Carlota Amalia parecía gozar el momento tanto como Hidalgo, a quien bien pronto se le había olvidado la tristeza. Juárez volvió a la carga: —Don Miguel, perdemos el tiempo. Los lacayos del usurpador asesinaron a Zapata. No hay nada que investigar. Esta cena es una trampa. ¡Fusílenos ya! Maximiliano se encontraba demasiado apabullado por las recientes humillaciones como para contestar, y dado que su mujer seguía empeñada en ignorar a Juárez, Hidalgo fue quien se tomó la molestia de responderle al zapoteco: —Benito, tu hipótesis no suena lógica. Puestos a matar, la primera víctima del emperador hubieses sido tú y no mi querido Miliano. —Soy inocente —masculló el Habsburgo. Juárez reiteró: —La próxima víctima seré yo. Hidalgo lo rebatió: —Benito, utiliza la lógica que aprendiste en el seminario… Matar primero a Zapata equivalía a ponerte sobre aviso. Si el emperador quería eliminarte, debió de haberlo hecho inmediatamente. Ahora, con el cadáver de Miliano en el comedor de al lado, no querrás beber ni un vaso de agua. ¿Cómo piensas que te van a matar? ¿En el paredón? Ya te hubieran ejecutado hace un rato, antes de que cenaras… —Es a mí a quien quieren envenenar —declaró la emperatriz por enésima ocasión. —Señora, mataron a Zapata, no a usted —respondió Juárez, sin lograr captar la atención de Carlota.

Hidalgo exclamó muy ufano: —Motivos, oportunidad y medios. ¿Quién los tuvo? Ésa es la cuestión. —Absurdo —se defendió Juárez. —Benito, tú tenías los tres: ¿Motivo? aborrecías a Zapata, como bien nos ha dicho Porfirio. ¿Oportunidad? te perdiste durante los fuegos artificiales, pudiste poner el cianuro en la copa durante ellos… Además, te opusiste a que cambiaran la champaña cuando regresamos de la terraza. —Era un dispendio, incluso el usurpador se negó a secundar el desperdicio… Maximiliano salió de su ensimismamiento y, sorpresivamente, ordenó a los guardias: —¡Regístrenlo! Los húsares se abalanzaron sobre Juárez, lo esculcaron y, de pronto, encontraron un sobrecito de papel blanco que le entregaron a Hidalgo. El Padre de la Patria anunció con preocupación: —Cianuro… el inconfundible olor a almendras. Benito, aquí está el medio. —¡Asesino! Canaille! —proclamó triunfante Carlota.

Los valientes no asesinan

LOS SOLDADOS sometieron a Juárez por los hombros. Benito, Cristo entre los verdugos, no opuso la menor resistencia. Entre aquellos dos fornidos mástiles, el oaxaqueño se veía especialmente vulnerable. Otro, en su lugar, hubiese perdido la calma, pero Juárez, que parecía disfrutar la condición de mártir, se limitó a asentar con una sencillez que rayaba en el candor: —Esto es una trampa. —Herr Juárez, usted traicionó nuestra confianza. Usted es un asesino —le recriminó Maximiliano desde una repentina atalaya de dignidad. —Licenciado, los valientes no asesinan —comentó Díaz con mala fe, contento por el resquebrajamiento del aura del ídolo de piedra. Acto seguido, el general Díaz se sirvió un poco de café en una pequeña taza que tenía a la mano, le agregó un chorrito del anís yucateco para endulzarlo, le dio un sorbo y, con sangre fría, le comentó a Maximiliano con la fuerza de una orden: —Fusílalo de inmediato, así matas dos pájaros de un tiro. El emperador hizo un gesto de aprobación dirigido a los húsares, pero, sorprendentemente, Carlota los detuvo: —¡Alto! Père Hidalgo, ¿qué opina usted?, ¿debemos pasarlo por las armas? El sacerdote puso el sobrecito encima de la mesa; traía estampada la leyenda “Cianuro”, acompañada de la consabida calavera de peligro. El cura abandonó la sillita, rodeó la mesa como un gato acechando al ratón e, interpretando un papel melodramático, preguntó a los asistentes: —Amigos, ¿en verdad piensan que Benito es tan tonto y trajo consigo el veneno etiquetado?

Juárez se refugió en un impenetrable aire de estoicismo; se movía muy por encima de la discusión de aquellos mortales. Había decidido no defenderse de las calumnias. La historia le haría justicia. Maximiliano sufrió otro de esos ataques de iniciativa que alternaba con la abulia y la indiferencia: —La prueba es irrefutable, Herr Juárez cargaba el cianuro en su ropa. ¡Es todo! Das ist allez! —Es el arma homicida —concedió Iturbide, más preocupado por el disgusto que iba a sufrir Santa Anna al enterarse de que no había podido discutir el tema de la guerra con Guatemala. —El hecho es contundente, ¡al paredón! —remachó Díaz—. ¡Mátalo en caliente! Hidalgo jugó al sofista: —¿Benito tenía motivos para asesinar a Miliano? Evidentemente. Pero también los tenían Porfirio, los emperadores, incluso mi compadre Agustín. —Yo no tengo nada que ver con ese indio —se defendió Iturbide. —Agustín, ambos sabemos que Zapata no simpatizaba con los criollos… Ni contigo, ni conmigo… Sin contar, por lo demás, que no le gustó nada cómo trataste el tema de Chiapas… Somos testigos del desaguisado. Iturbide protestó débilmente: —Eso no es motivo suficiente para asesinarlo… Hidalgo, ignorando por lo pronto a Iturbide, enfiló contra Díaz: —Nuestro amigo Porfirio no se ha molestado en ocultar su animadversión hacia Miliano… —Era un bandido que destruyó la próspera industria azucarera. Su muerte me alegra —se jactó Díaz. —Pero no sólo eso, Porfirio, no sólo eso; también tú y Benito se aborrecen

mutuamente —continuó Hidalgo. —Él me aborrece a mí, que es algo muy distinto —se defendió don Porfirio—. Una cosa es la muerte del robavacas y otra mis diferencias con el licenciado Juárez. —Porfirio, ¿a quién intentas engañar? Benito y tú son acérrimos enemigos políticos. Maximiliano comenzó a revolverse nervioso en el sillón; la situación no podía ser más embarazosa. Carlota e Hidalgo estaban dando un golpe de Estado en sus narices. El Habsburgo intentó tomar el control: —Meras especulaciones. Herr Juárez tenía en su poder el arma homicida. Terminemos con este enojoso incidente. La emperatriz le indicó al sacerdote que prosiguiera sin prestar atención a las palabras de su marido. —Alguien pudo plantarle la prueba durante la cena. Cualquier ladronzuelo puede meter la mano en las bolsas del traje de sus víctimas —aventuró Hidalgo, que a estas alturas ya se sentía Hércules Poirot. —En el Castillo no hay carteristas —protestó indignado Maximiliano—. Imposible! Unmöglich! —Sólo hay homicidas —bromeó el Padre de la Patria. Maximiliano no le halló ninguna gracia al chiste. Hidalgo prosiguió con el ejercicio retórico: —Podría ser que el asesino quisiese matar a Miliano y, de paso, desembarazarse de Benito. Como dijo Porfirio, matar dos pájaros de un tiro. —Manipula mis palabras —se defendió Díaz. Juárez, por su parte, salió de su mutismo para anunciar con un sonsonete almibarado de niño declamador: —Moriré como un mártir de la República…

—Benito, ¿asesinaste a Miliano? —preguntó Hidalgo a quien ya le había empalagado el talante heroico del Benemérito de las Américas. Éste contestó ofendido: —¡No! —¡Mentiroso! ¡Traidor! —vociferó Maximiliano. Aunque nerviosa, la emperatriz disfrutaba el modo como Hidalgo conducía la investigación. —¿En qué momento puso Benito el veneno en la champaña? —preguntó Hidalgo, como el abogado ante el jurado—. La única oportunidad fue cuando nos paramos a ver los fuegos artificiales. Maximiliano, ansioso por finiquitar el tema, respondió a la pregunta de don Miguel: —Fácil, lo perdimos de vista durante los fuegos artificiales. La terraza está oscura, nosotros distraídos con el espectáculo, Herr Juárez se escondió en una esquina, recuerden que no quiso acercarse a nosotros para observarlos. Fue muy sencillo para él escurrirse al salón y vaciar el cianuro en la copa mientras nosotros irábamos las luces. Keine Problem! ¡Ningún problema en ello! Una vez más, Carlota calló a su marido: —Fernando Maximiliano, permite a père Hidalgo que exponga su teoría. El sacerdote sonrió agradecido y le objetó a Maximiliano: —¿Y ninguno de los sirvientes se percató de que Benito ponía cianuro en la copa de Miliano? El emperador no respondió. —Detalles menores —apuntó Díaz a destiempo. —Porfirio, tú también tuviste oportunidad de vaciar el cianuro. No olvides que te retrasaste a la hora de salir a la terraza con nosotros… —asentó Hidalgo.

—A mí no me encontraron el maldito sobre —se defendió Díaz. —No te hemos registrado… —respondió Hidalgo. —No hace falta. Hallaron el arma homicida encima de Juárez —repuso el general. —¿Por qué te quedaste en el comedor mientras nosotros salíamos apresurados para irar los fuegos artificiales, que ya habían comenzado? —preguntó don Miguel. —No recuerdo, se me cayó algo, tomé un trago de agua, qué sé yo… —contestó Díaz, indignado de que un curita cualquiera lo estuviese interrogando. Los ojos de Carlota brillaron con intensidad: —Monsieur Díaz… para anudarse las agujetas… Eso fue lo que nos dijo, recuerdo perfectamente ese detalle. —No lo recuerdo… —respondió don Porfirio en un intento por restarle importancia al tema. Iturbide, sintiéndose libre de sospechas, intervino con más soltura: —Sí, sí, recuerdo lo de las agujetas. Hidalgo señaló con el índice derecho hacia los zapatos de Díaz mientras proclamaba victoriosamente: —Porfirio, tus zapatos son mocasines sin agujetas. ¿Por qué mentiste?

Un muchacho acomedido

—LO ACEPTO. Mentí —reconoció Díaz—. Pero no importa. El licenciado Juárez tenía en su poder el arma asesina. Hidalgo, ¡aplica tu método!: motivo, oportunidad, medios. Juárez reúne los tres. El sacerdote se sentó de nueva cuenta en la silla, arreglándose la sotana como si fuese una falda: —Porfirio, ¿por qué mentiste sobre algo sin importancia? —Precisamente por eso, porque es algo sin importancia. Todos mentimos para salir del paso en situaciones intrascendentes —afirmó con una buena dosis de cinismo Díaz—. ¡Ah! Ya entiendo, es que mentir es pecado… —Amigos —Hidalgo se puso de pie nuevamente para dirigirse a su improvisado auditorio—, ¿por qué Porfirio se sintió obligado a darnos una explicación de su retraso para reunirse con nosotros en la terraza? ¿Acaso sabía qué sucedería más tarde? ¿Ocultaba algo? —Mentí por educación. Me atrasé porque me quedé probando la champaña antes del brindis. Tenía sed. La Señora hizo que se levantara el resto de la cristalería, incluyendo el agua. A la Señora —al pronunciar esta palabra se percibía el sarcasmo del general— le hubiese disgustado que sus invitados bebiesen la champaña antes del brindis. La emperatriz, orgullosa de que se reconociesen sus buenas maneras, respondió: —Mais oui, claro que sí me hubiese disgustado. Hidalgo arremetió nuevamente contra don Porfirio: —Si tenías sed, ¿por qué no les pediste agua a los camareros? —insistió Hidalgo. —Mira, serás el Padre de la Patria, pero no eres el mío —protestó Díaz—. Me

largo. ¡Y fusilen a Juárez antes de que los marines yanquis vengan a rescatarlo! El sacerdote no se amilanó ante aquel desplante, pues había lidiado con militares durante su larga vida: —Porfirio, ¿qué te quedaste haciendo en la mesa mientras nosotros salimos a la terraza? Tu historia de la champaña no convence a nadie. Díaz se resignó a someterse al interrogatorio: —Me demoré un minuto, lo suficiente apenas para llevarme la copa a los labios —contestó el anciano general, aferrándose a su versión. —¿Tienes inconveniente en que te revisemos? —preguntó Hidalgo por simple formulismo. —¡Cuervo! ¡Ensotanado! —el liberal que todavía vivía dentro del cuerpo del viejo dictador afloró—. ¡A mí nadie me revisa! Maximiliano tampoco mostró deseo alguno de que los guardias actuaran, pero la emperatriz dictó la orden: —Gardes! ¡Revísenlo! —¡Cerdos! —insultó el general con el rostro congestionado por la rabia. Los húsares, que flanqueaban a Juárez, se acercaron a Díaz. Éste opuso la resistencia que su edad y complexión le permitían, una resistencia sincera, pero ineficaz. No tuvieron que buscar mucho, pues a los pocos segundos encontraron en el bolsillo interno del frac una cajita que le entregaron al sacerdote, quien a su vez se la mostró a Carlota. Ella, encantada con el nuevo descubrimiento, gimió: —Mon Dieu! Me quieren envenenar. Max, ¿lo ves?, ¿deseas más pruebas? —¡Mis medicinas! —protestó un Díaz debilitado, con la corbata torcida y el saco medio roto. —Llamaremos a un médico para confirmarlo —anunció Hidalgo. —¿No estamos exagerando un poco? —preguntó Maximiliano, en un

infructuoso intento por abreviar el proceso. —Garçon, llamen al ministro de Salud —ordenó la emperatriz, que seguía extasiada a medida que sus temores se verificaban. —Porfirio, ¿quieres decir algo? —instó Hidalgo con aire condescendiente. —Son polvos purgantes —confesó Díaz. —¿Medicina propia de una cena? —preguntó un Iturbide somnoliento. Don Miguel, con las manos atrás, caminó pausadamente hacia la esquina de la sala, de espalda a los presentes y luego, dando media vuelta, como si fuese un actor barato, gritó un remedo del Eureka de Arquímedes: —¡La clave de este misterio está en los negocios de cada uno de los invitados! A ver, Porfirio, ¿por qué aceptaste la invitación a esta cena?, ¿para matarnos a todos? —Cura engreído —ladró Díaz. —¿Entonces? —reiteró Hidalgo sin apocarse—. No me cuentes que viniste para celebrar el aniversario de la Revolución… —El de la Revolución no, pero sí el del bicentenario de la Independencia — preciso Díaz. —¿Sólo para eso? ¿No tenías ningún asunto que charlar con Maximiliano? — prosiguió el Padre de la Patria, quien por lo visto había leído muchas novelas de Agatha Christie. El reproche de la emperatriz no se hizo esperar: —El emperador no concede citas de trabajo durante las cenas de gala y mucho menos sin haberlo consultado conmigo. Maximiliano movió el dedo índice para aprobar, de mala gana, la indicación de su esposa. Hidalgo deslizó calculadamente cierta información privilegiada que le había

llegado; por lo visto, los héroes patrios mantenían una tupida red de informantes: —Se rumora, Porfirio, que preparas un negocio con Pepe Limantour, algo sobre el petróleo… —¡Petróleo! ¡Con los ses! Ni pensarlo. C’est ne pas possible! Primero vendemos Chihuahua a los yanquis antes que negociar con ses —asentó con viveza la emperatriz. El general se recargó pesadamente en el respaldo del sillón donde había vuelto a sentarse y, desde esa posición que denotaba el cansancio infinito que procede de la humillación, amonestó a la mujer: —Señora, ése es exactamente su problema: usted hace los negocios con el estómago, no con la cabeza. Este país necesita capital para sacar el petróleo, los ses cuentan con él. Fin del asunto. —El rey de Bélgica, mi padre, nos conseguirá el financiamiento necesario —se ufanó Carlota—. No necesitamos de los ses ni de los yanquis. Hidalgo había conducido hábilmente la discusión hasta ese punto. Era el momento de preguntar a bocajarro: —Porfirio, ¿para quién era el purgante? —Para esta loca —gritó Díaz, a quien la afrenta recibida le había dolido como una estocada mortal. —¡Me quieren envenenar! —exclamó la emperatriz con una cadencia monótona, a la que los invitados iban acostumbrándose. Don Miguel, que seguía de pie, al modo de un profesor que alecciona a sus alumnos, explicó con condescendencia: —No, Majestad. Porfirio no la quería envenenar, sólo quería hacerla a un lado durante la cena. ¿Estoy en lo cierto? —Cierto —concedió Díaz de mala gana. —¿Por qué no lo hiciste? —preguntó Hidalgo.

—¡Porque le Bon Dieu me protegió! La Divina Providencia protege a los Príncipes Católicos —proclamó la emperatriz. Juárez, que había intentado mantenerse al margen, no resistió la alusión religiosa: —¡Mochos! Siempre mezclando religión y política. Díaz prosiguió con su historia: —No vacié el purgante en la copa de la Señora porque un criado estuvo cerca; se hubiera dado cuenta… El idiota echó a perder mi plan. —Interrogaré a los criados —anunció Hidalgo en su papel de director de aquella orquesta. —¡Hazlo ya! El sirviente será el mejor testigo de que, mientras estuve en el salón y ustedes en la terraza, no me acerqué a la copa del robavacas —desafió Díaz—. Resulta inconcebible la afrenta a la que me han sometido. Se van a arrepentir todos, especialmente tú, Hidalgo. Cuando regrese al poder, ¡se acabó el 16 de septiembre! Maximiliano salió de su ensimismamiento y, soslayando la importancia de los últimos descubrimientos, pontificó con una seguridad disconforme con su temperamento: —Juárez es el culpable, no hay duda. —¡Calla! —le ordenó la emperatriz—. Ve lo que ha sucedido por tu culpa. Don Benito decidió defenderse. Se rascó la punta de su nariz morena y chata, como si quisiera afilarla, y sentándose con parsimonia en la silla que Hidalgo había dejado vacía, lanzó el desafío: —Don Miguel, el general Díaz ha mentido. Ha reconocido que quería dañar a esta mujer. Llamemos, pues, a los criados para corroborar la versión del traidor. A ver si de verdad pueden dar fe de que este traidor no se acercó a la copa del general Zapata. Hidalgo comentó:

—Benito, eres mal abogado. El onus probandi, la carga de la prueba, recae sobre los acusadores; pero adelante, llamemos a los criados, veamos qué averiguamos. Carlota Amalia mandó llamar a los criados que atendían el comedor. Entraron los tres hombres, con el traje negro y los guantes blancos. Los tres eran blancos; la emperatriz prefería que los sirvientes del Castillo fuesen de apariencia europea, salvo el caso excepcional de las tehuanas. Martín, José y Raúl sirvieron la mesa, dirigidos por el mayordomo. Los tres criados lucían aterrados, especialmente Raúl, el más joven, un chico rubio, flaco y despistado. No era para menos: servidumbre e invitados eran igualmente sospechosos. Hidalgo intentó tranquilizarlos restándole solemnidad al interrogatorio. Su afabilidad le facilitó la investigación: averiguó que el mayordomo descorchó dos botellas de Krug Grand Cuvée; a continuación, auxiliado por Martín, el sirviente más viejo y experimentado, sirvió la champaña. José y Raúl, entretanto, se encargaron de recoger los platos. En cuanto se acabó de escanciar el champán, el mayordomo, junto con Martín y José, regresaron a la cocina por los postres. Raúl se quedó a cargo de los comensales. (La emperatriz tomó nota de aquel gravísimo error: ¿cómo se le ocurría al mayordomo poner a los invitados en manos de un solo sirviente y, para colmo, en las del más joven e inexperto, mientras él y los otros dos perdían el tiempo en la cocina?) Un problema de última hora había convertido la cocina en un infierno. Al repostero se le había caído el molde del almíbar envinado de los huevos reales; los agobiados cocineros estaban improvisando para salir del paso. Era lógico, pues, que el mayordomo mayor estuviese pendiente del resultado. Mientras tanto, Raúl, el muchacho, hacía guardia en salón, explicación que, sin embargo, no satisfizo a Carlota. Por ello, cuando los fuegos artificiales comenzaron y los comensales corrieron hacia la terraza, el chef y el mayordomo respiraron aliviados: el espectáculo les permitió ganar unos minutos. La cuestión se iba acotando. Díaz se quedó en el comedor, con las copas servidas, mientras el resto contemplaba el estallido de cohetes. Don Porfirio juraba que no se había acercado a las copas, aunque tuvo intención de hacerlo. ¿La razón? El joven sirviente que merodeaba. Raúl serviría de testigo de descargo.

Hidalgo le planteó la pregunta al chico de la manera más clara posible. El chico se resistió. A don Miguel le pareció disculpable la renuencia de un sirviente a inmiscuirse en una investigación criminal de altos vuelos. Sin embargo, tras garantizarle que no habría represalia si contaba la verdad, Raúl confesó que, en cuanto vio que los comensales salieron a irar los fuegos artificiales, él hizo lo mismo. El sirviente salió a la terraza ocultándose entre las sombras, embebido por el espectáculo. Nadie se fijó en él, ni siquiera los húsares: un sirviente a la mano en aquellas condiciones era un hecho perfectamente natural. En pocas palabras, nadie se había quedado en el salón, salvo el general Díaz. El testigo al que apeló el general simplemente no existía. —¡Mentiroso! —vociferó el general al escuchar la historia—.Tú estabas ahí conmigo. —No, señor. Lo siento, yo estaba en la terraza —se disculpó el joven, visiblemente atemorizado ante los aspavientos del general. —¡Confiesa que me viste en el salón! —presionó éste. Sorpresivamente, Iturbide salió en defensa del sirviente: —No presione al muchacho. ¿Por qué iba a mentir? —General, yo estaba en la terraza, mientras usted se quedó arreglándose la corbata o algo así… Me fui detrás de los invitados por si a Sus Excelencias les apetecía beber algo mientras veían los cuetes —se excusó el joven, temblando de miedo frente a ese improvisado tribunal. —Habrá sido otro de los criados —conjeturó Díaz. El mayordomo declaró con la infalibilidad de un papa a la mitad de un concilio: —Imposible, general. José y Martín estuvieron conmigo en la cocina; doy fe de que, salvo este muchacho Raúl, el resto aguardamos los postres. Hay muchos testigos: el chef y sus ayudantes… El padre Hidalgo se acercó a la mesa para tomar una copa de licor; Raúl se acomidió a servírsela, pero el pulso le fallaba. El sacerdote, agradeciendo la buena intención del muchacho, prefirió servirse por sí mismo bajo la mirada reprobatoria del mayordomo. Con la copa en la mano, llena de ese ixtabentún,

amarillento y empalagoso, volvió a preguntar: —Raulito, hijo mío, ¿en qué momento regresaste al salón? —Cuando creí que estaban por terminar los fuegos artificiales —contestó avergonzado—. Un poco antes de que regresaran los invitados al comedor. —¿Viste al general Díaz salir del comedor a la terraza? —prosiguió Hidalgo. —Sí, uno o dos minutos después de que el resto de los comensales saliera corriendo. Su Majestad la emperatriz se colocó en el barandal y los señores se pusieron en varias partes de la terraza. Ya ven que la terraza es muy grande. El general Díaz salió cuando ya todos estaban viendo los fuegos —explicó el chico. —Durante los fuegos, ¿regresó alguien más de la terraza al comedor? — preguntó Hidalgo, sabedor de que Iturbide y Maximiliano habían visitado el baño. —Sí, me parece que dos o tres caballeros entraron… —titubeó Raúl—. Lo que pasa es que como yo estaba, pues, ¿cómo decirle?, fuera de mi lugar, escondido en la terraza, no vi bien quiénes eran. Los chispeantes ojos del mayordomo preludiaban un regaño mayúsculo al joven. —¿Quiénes entraron al comedor? —preguntó el sacerdote. —Padre, perdón, señor… —se corrigió el muchacho. El benevolente sacerdote aprobó el título: —Todo está bien, Raulito. Puedes decirme “padre”. El sirviente dio las gracias y continuó: —Padre, no sé qué caballeros volvieron a entrar al comedor mientras yo estaba en la terraza; estaba muy oscuro allá fuera… y yo, pues estaba distraído con los fuegos —tartamudeó Raúl. —¡Irresponsable! C’est increible! —se lamentó la emperatriz. —Es tan sólo un muchacho —intercedió Iturbide a favor del joven, quien de

pronto le simpatizaba a don Agustín. El pobre chico se encogió más. De buena gana, hubiese salido corriendo del salón. —Es decir, que el comedor estuvo solo, salvo las idas y venidas a la toilette… — concluyó don Miguel, cuidándose de pronunciar correctamente el francés. —Bueno, mis compañeros estaban en la cocina y yo, pues a la mano, en la terraza, por si a los invitados de Sus Majestades se les ofrecía algo… —explicó Raulito en un intento por librarse de la inminente reprimenda. Basándose en estos nuevos datos, Juárez decidió acometer: —Don Miguel, otra mentira más del general Díaz. El mozo, como acabamos de oír, no respalda la afirmación del traidor. General, reconózcalo, usted aprovechó esos minutos para poner el cianuro en la copa de Zapata y, luego, culparme a mí. A Hidalgo lo contrarió aquella intervención, pero hubo de reconocer que los acontecimientos daban un vuelco inesperado, así que le pidió nuevamente al joven sirviente que narrara lo acontecido. El muchacho cerró los ojos, como si así le fuese más fácil concentrarse, y repitió con detalle: —Los señores habían acabado el tercer tiempo, el manchamanteles. Yo le serví al general la cochinita… —explicó con el iluso deseo de congraciarse con ese detalle frente a Díaz—. Don Martín, el compañero, aquí presente, trajo las hieleras con dos botellas de champaña, bueno, ya estaban frías desde antes, el hielo era para conservar la temperatura… El señor mayordomo verificó la temperatura con la mano. —¿Sin el termómetro especial? —preguntó Carlota, quien continuaba memorizando los desaciertos para regañar al servicio en su oportunidad. —José, mi amigo, el otro criado —prosiguió el chico, eludiendo la pregunta de la emperatriz—, se encargó de recoger las copas de vino y de agua. El susodicho, un criado de unos treinta años, movió la cabeza para ponerse a las órdenes del investigador. En el fondo, José envidiaba el protagonismo de su compañero.

—Oui, évidemment —asintió con altivez la emperatriz—. Una mesa no es un aparador de cristalería; abomino el exceso de copas. El sacerdote celebró con cortesía las palabras de la monarca y conminó al muchacho a proseguir su relato. —José se llevó todas las copas en una charola a la cocina… Estuvo a punto de tropezarse, pero yo le ayudé a sostener la bandeja… El interesado corroboró el detalle como si se tratase de un acontecimiento épico. El padre Hidalgo comenzó a desesperarse con tanta interrupción y lo hizo patente con un gesto. Raúl prosiguió: —José regresó con la charola llena de copas para la champaña y le ayudé a ponerlas a los invitados; yo sostenía la charola y él ponía las copas. ¿Sabe? Así debe ser, José es mayor que yo y sabe más. ¡Ah!, y pues claro, el señor mayordomo y don Martín sirvieron la champaña. A Su Majestad la emperatriz no le gusta que sus invitados tengan la copa vacía cuando Sus Majestades ya tienen llenas las copas… El mayordomo se sintió con el deber de explicar el protocolo de palacio: —Excelencias, cuando Sus Majestades Imperiales se sientan a la mesa, siempre gozan de precedencia en el servicio, incluso sobre los invitados de honor… —Ridiculeces de aristócratas —censuró Juárez. —Ah, la canaille! —suspiró Carlota. —Pues yo merecía alguna deferencia especial —se quejó Iturbide. —No perdamos el punto. Raulito, continúa —atajó Hidalgo—. Luego hablamos de normas de urbanidad. —Bueno, padre —prosiguió Raúl—, pues se sirvieron las copas y el mayordomo me mandó que yo atendiera a los señores, digo, a Sus Excelencias, porque él y los compañeros iban por los postres a la cocina. Yo estaba nervioso, porque no venían rápido, pero por suerte comenzaron los fuegos artificiales y todos salieron muy rápido… ya se lo dije.

—Y veniste tú detrás de nosotros —completó Hidalgo con indulgencia. —Bueno, sí… —contestó el joven. —¿No te volviste a acercar a la mesa? —preguntó el sacerdote. —No, padre, se lo juro, no soy un asesino… —Hijito, no jures en vano… —amonestó don Miguel en un tono muy poco serio. —Perdón, padre —se disculpó el muchacho. —¿Te acercaste a la mesa cuando ya no había nadie en el comedor? —insistió Hidalgo. El muchacho se puso pálido, bajó la mirada y terminó por confesar: —Sí… perdón, perdón; sí me acerqué, es que el abanico de Su Majestad estaba en el suelo; lo recogí y lo devolví en su lugar. Les juro que yo no toqué las copas. Por favor, ¡créanme! Juárez preguntó: —General, ¿dónde está el mozo del que nos habló? Usted ha mentido dos veces. ¡Las agujetas y ahora el mozo fantasma! El padre Hidalgo, sin embargo, sacó una consecuencia muy distinta del interrogatorio: —Porfirio, a mí me queda muy claro que no eres el único que pudiste envenenar la copa de Miliano. Nuestro amigo Raulito se acercó a las copas cuando nadie lo veía. Lo acaba de confesar ante nosotros. —Padrecito, por la Virgencita chula, ¡soy inocente! Antes de acabar la frase, uno de los húsares le soltó un bofetón al muchacho.

Ate de tejocote

—¡ANIMAL! —gritó Iturbide al soldado que había golpeado a Raulito, en un arranque súbito e inexplicable de indignación. Hidalgo le dio un violento empujón al húsar y buscó en su sotana algo con qué secar la sangre de los labios del muchacho, pero como no encontró nada le pidió a Maximiliano su pañuelo, utilizando un tono enérgico, casi de reproche. El mayordomo intentó ir por una servilleta a la cocina. Don Miguel lo detuvo; quería el pañuelo del emperador para reparar, al menos simbólicamente, el abuso contra el sirviente. Una cosa era humillar a Díaz y a Juárez, señorones de la política, y otra, muy distinta, aprovecharse de un pobre criado. Fernando Maximiliano se levantó compungido del sillón; le ofreció a Hidalgo un pañuelo gordo y blanco, que más parecía un calcetín. El cura formó con él un hisopo para recoger la sangre. —No me pasó nada, gracias padrecito —musitó el muchacho, esforzándose por no llorar de miedo y rabia. —¡Maximiliano! Tus austriacos son unos brutos —dictaminó la emperatriz en tono de un gran descubrimiento. Agustín de Iturbide se volvió a sumergir en el sillón, intentando pasar de nueva cuenta inadvertido, pero su ataque de indignación había sido demasiado llamativo. El húsar, sin disculparse, se replegó junto con su pareja hacia la ventana del salón, donde permanecieron en posición de descanso, escuchando discretamente la conversación por si hacía falta intervenir. Hidalgo tomó del hombro al muchacho, le dio un apretón cariñoso en la clavícula, unas palmaditas en la espalda, y formuló las reglas sin medias tintas: —Yo conduzco esta investigación, y solamente yo puedo tomar acciones.

Sus dotes de liderazgo eran más que evidentes. Instintivamente, los húsares buscaron el o visual con los emperadores para saber qué debían hacer. Como Maximiliano se encontraba demasiado ofuscado, resultó fácil para Carlota Amalia otorgar su venia al padre Hidalgo. Moviendo la cabeza en signo de desaprobación, Juárez observó: —No sé de qué se extraña, don Miguel. Estos soldados son invasores. El sacerdote se encontraba demasiado enojado como para ponerse a discutir y mejor optó por hablar con el sirviente, ignorando a Benito: —Raulito, hijo mío, siento lo que pasó, pero lamentablemente, por lo pronto, eres sospechoso. —No, padrecito; no maté a nadie —berreó el muchacho. —Dejen a ese pobre chico. ¿Qué va a saber de todo esto? —volvió a clamar Iturbide para desconcierto de todos. —Sé hombrecito —se burló Díaz. —¡Ay, Porfirito!, casi lloras cuando te catearon —le reviró Hidalgo y, luego, con gentileza, le sirvió un trago del meloso ixtabentún al muchacho—. Bebe esto; no es tan curativo como el coñac, pero a falta de pan, tortillas… Dicho esto, Hidalgo le pidió al sirviente que se parara en un rincón del salón, con su copa en la mano, lejos de los húsares, pero lejos también del grupo de comensales. Después ordenó al mayordomo y a los otros dos criados que se retirasen. Quería menos distracciones. El sacerdote era el dueño de la situación. No obstante, antes de que los sirvientes se retirasen, la emperatriz les hizo una seña ambigua; ellos comprendieron de qué se trataba; al fin y a cabo habían sido entrenados para adivinar los deseos del amo. En unos minutos reapareció el mayordomo con los dos criados. Traían varias bandejas con golosinas, jarritos con café de olla y dos botellas, una alargada de rompope de vainilla y otra, achaparrada, de mosquito de capulín púrpura. Pusieron las cosas en la mesa de centro, de la que retiraron el café y el ixtabentún, y regresaron a la cocina. La mesa se alegró con los huevitos de

faltriqueras envueltos en papel de china, los limones cristalizados rellenos de coco y los cuadritos de ate de tejocote con queso a. El Padre de la Patria seguía echando de menos el coñac. La emperatriz había decidido llevar el folclorismo gastronómico hasta sus últimas consecuencias. Don Miguel, un goloso en toda forma, se abalanzó sobre el ate. Su avidez por los dulces significó un voto de confianza en que no se intentaría envenenar a nadie más. Díaz siguió el ejemplo. Desenvolvió uno de los huevitos y lo mordisqueó con la fruición de quien, por su edad, ya no puede gozar sino de los placeres de la mesa. Sin pretenderlo, aquello distendió un poco el ambiente. —Majestad, ¡magnífica idea! —Hidalgo se dirigió únicamente a la emperatriz —. No hay mayor tragedia que una comida sin postre. —Merci —respondió educadamente Carlota Amalia. —Don Miguel, no sea frívolo —censuró con notable aspereza Juárez—. Tragedia es la que viven allá afuera los pobres, no nosotros, comiendo y bebiendo como reyes. El sacerdote se defendió con notable desfachatez: —Benito, no te pongas tan serio, prueba los huevitos de faltriqueras, tienen mucho colesterol, pero no pasa nada si te comes uno, pero sólo uno, ¿eh? Ahora, amigos, debemos reanundar los interrogatorios. ¡Sin violencia, por favor! Agustín, compadre, acércate más, es tu turno. —¡Compadre! ¿Que no quedó bien claro que no tuve nada que ver en esto? — preguntó haciéndose el remolón Iturbide. —Anda, Agustín, contéstanos unas preguntitas —insistió Hidalgo, intentando suavizar la situación. Juárez y Díaz aprobaron el hecho, encantandos de presenciar el interrogatorio desde el sillón. La emperatriz permanecía en su silla, como una de esas antiguas muñecas de porcelana, sin probar nada, a la expectativa. El emperador, cerca de ella, sentado en un extremo del larguísimo sillón, bebía un poco del licor de capulín, aunque hubiese preferido un trago de armagnac o de calvados, pero no

quiso disgustar a su esposa metiendo otra vez su cuchara. —¿Abandonaste la terraza durante los fuegos artificiales, Agustín? —comenzó Hidalgo. —Compadre, todos saben dónde estuve. El emperador —cómo le dolía referirse a Maximiliano con ese título— y yo fuimos al baño a los pocos minutos de iniciados los fuegos. —Mon cher, ¿no podías aguardar? Abandonaste a nuestros invitados —le reprochó Carlota a su marido; éste se limitó a levantar los hombros con desparpajo, clavó la vista en el tapete del salón, un valioso tapete afgano, y dio otro sorbo al mosquito. —¿Puedes ser más preciso? —interrogó Hidalgo. Iturbide, visiblemente abochornado, intentó guardar el decoro: —El emperador y yo entramos al baño… —La toilette —corrigió la emperatriz. —Yo me metí al cuartito… —Iturbide se sonrojó. —Water closet —preciso Carlota. —Estuve un rato, lo necesario —explicó el pudibundo Iturbide—, salí y me lavé las manos. Por cierto, Majestad —se dirigió aduladoramente a la emperatriz—, es excelente el jabón de verbena que tienen en los lavabos. Aguardé unos minutos al emperador; supuse que estaba ocupado, como yo, en el cuartito de al lado… digo, en el water closet. Luego me di cuenta de que estaba vacío. Su Majestad el emperador se me adelantó, así que me apresuré a regresar a la terraza para no perderme los fuegos artificiales. Hidalgo cogió de la mesa uno de los limones, uno pequeño, de verde intenso, coronado por el penacho de coco finamente rallado; se lo comió de un bocado, lo que le impidió hablar durante medio minuto, hasta que, con ayuda de un trago de mosquito, se lo tragó y retomó la palabra: —Perdón, amigos, Majestades, les ruego que me excusen. Agustín, ¿te acercaste

a la mesa cuando cruzaste por el comedor? —Por supuesto que no. ¿Para qué iba a hacerlo? —se defendió Iturbide falsamente ofendido. —Tal vez para dar un sorbo a tu copa de champaña… Como Porfirio… — sugirió Hidalgo—. Recuerda que las copas estaban servidas y a cualquiera se le antoja un traguito. —¡No! Atravesé rápidamente el comedor y salí a la terraza —se defendió Iturbide. —¿Había alguien en el comedor? —acotó Hidalgo. —No. Estoy seguro de que no había nadie… —afirmó don Agustín con una extraña seguridad—. Crucé rápidamente y me acerqué al balcón; compadre, usted me vio ahí, recuérdelo… El sacerdote avanzó en el interrogatorio con más precisión: —Nuestro mesero, Raulito, ¿no estaba en el comedor cuando cruzaste rumbo a la terraza? —No. El muchacho ya estaba en la terraza, recuerdo perfectamente que lo vi parado cerca de una maceta con azaleas. Hidalgo presionó un poco más: —Entre el momento en que el emperador salió de la toilette y el momento en que tú lo viste de nuevo en la terraza, ¿cuánto tiempo transcurrió? —¡Increíble! Unglaublich! ¡Esa pregunta está fuera de lugar! —protestó Maximiliano, que comprendió que ahora indagaban sus movimientos. El sacerdote vaciló unos segundos, pero la emperatriz desbrozó el camino: —Ça va bien, ça va bien, pregunte lo que desee, père Miguel. —¿Cuánto tiempo tardó el emperador en ir de la toilette a la terraza? —interrogó incisivamente don Miguel, sabiendo que contaba con el apoyo de Carlota.

—No lo sé, la distancia no es muy larga… —respondió Iturbide. —¿Pero tú no sabes en qué momento el emperador salió de la toilette? — remachó el sacerdote. —No, no lo sé —aceptó Iturbide—, quizá Su Majestad únicamente se lavó las manos; quizá estuvo un poco más… más ocupado en el water. —Por tanto —concluyó triunfalmente Hidalgo—, tampoco sabemos cuánto tiempo estuviste tú en el lavabo. Perfectamente pudiste perder algunos minutos en el comedor, a solas con las copas de champaña… —Compadre, no comprendo a qué viene su pregunta —balbuceó Iturbide, sintiéndose traicionado por don Miguel. —Agustín, ¿cuál es el asunto que quieres tratar con el emperador? —arremetió el sacerdote. La emperatriz saltó como un tigre: —Mes amis, no se habla de negocios en la cena. Deben comprender que el protocolo del palacio es muy estricto. Hidalgo, sentado en la sillita, tamborileó con los dedos sobre su rodilla: —Agustín, te escuchamos… Juárez aprovechó para atacar: —Seguramente quería mendigar un marquesado como premio de consolación. —Los títulos, como las medallas, se ganan en las batallas —gruñó don Porfirio. Iturbide, sin caer en la provocación de Díaz y Juárez, prefirió responder a Hidalgo; en última instancia, el asunto que traía entre manos ya se había comentado durante la cena: —Sobre Guatemala… Quería hablarle de nuestro petróleo, de Chiapas, sobre la urgencia de defender nuestro territorio con las armas frente a las incursiones guatemaltecas. ¿No lo recuerdan?

—Es el estúpido plan de Santa Anna. ¿Para qué demonios declarar la guerra si lo que necesitamos es paz, paz y orden, paz y millones de euros? Iturbide, estoy al tanto de tus planes: Santa Anna es un imbécil redomado. No se contentó con perder la guerra de Texas y la guerra de California… —clamó Díaz. —¡Siempre los militares! —deploró Juárez. —Lo sabía, estoy en medio de un complot. Por eso me quieren matar, para poder manipular al emperador a su gusto —concluyó la emperatriz, encantada de que sus sospechas fuesen tomando forma. Hidalgo acorraló a Iturbide: —Compadre, Miliano te estorbaba. Él mismo lo reconoció; él se opondría a la explotación del petróleo en Chiapas. —Compadre, no sea usted insidioso. Zapata nos estorbaba a todos, a usted también, a Juárez, a Díaz… al emperador —se defendió Iturbide. —Agustín, una última pregunta: ¿conoces a Raulito, el criado? Todos voltearon a ver al joven sirviente, que estaba de pie, cariacontecido, en una esquina del salón, bebiendo su copa de ixtabentún. Iturbide farfulló: —No… Tal vez alguna vez lo vi en una cena, no sé. No, no lo conozco… —Pues a mí me parece que se parece mucho a ti, tienen las mismas patillas, hay un aire de familia… —comentó con sarcasmo Hidalgo—. ¿Alguna aventurilla oculta? Los hombres somos débiles… La carne es débil y pronta al pecado… Agustín de Iturbide se quedó callado, verdaderamente sorprendido, sin argumentos para refutar al cura. Aquel sacerdote había adivinado el parentesco; con toda razón sus compañeros de colegio lo apodaban el Zorro. La astucia del sacerdote era irable. ¿Cómo lo había averiguado? ¿Conjetura? ¿Espías? ¿Tan patente era el parecido entre él y Raulito? Posiblemente un soplón lo había delatado. Una indiscreción, un comentario descuidado… La horrorizada emperatriz exclamó:

—C’est ne pas possible! Un lacayo de palacio es hijo de Monsieur Iturbide… —Un sobrino, un hijo, un nieto, lo mismo da… Más tarde mi compadre nos podrá explicar el parentesco con el chico —comentó con pillería el sacerdote. —¡Un espía en el Castillo! —musitó en tono lastimero Maximiliano, que lucía francamente deprimido. —¿Cómo se le contrató en palacio? Este Castillo es un desastre —indicó Carlota —. ¿Lo ves Maximiliano? Los enemigos pululan por doquier. Hidalgo, con otro limón cristalizado en la mano, explicó despreocupadamente: —Seguramente nuestro amigo don Antonio López de Santa Anna tuvo que ver en esta contratación. Majestades, Antonio tiene amigos en todas partes, nada más fácil para él que conseguir que contrataran a este pobre muchacho. Juárez intentó dar por terminada la investigación: —El misterio está resuelto. El conservador Iturbide contrató a un esbirro para asesinar al general Zapata. De paso, me inculparon a mí. Estamos frente a una maniobra de los usurpadores. —¿Otro capítulo dramático para tus memorias? —se burló Hidalgo—. Nadie va a leer esos libros, mejor platica de tus aventuras amorosas, eso sí se vende. Díaz reiteró la propuesta de Benito, animado por un generoso trago de mosquito: —Maximiliano, fusila al escuincle y a su papá. Mientras tanto, aprovechemos el tiempo. Hablemos de negocios. Así las cosas, Iturbide no tuvo otra opción que reconocer el parentesco: —Majestades, sí, Raúl es un bastardo mío. El general López de Santa Anna lo ayudó a entrar al servicio de los emperadores para educarlo y refinarlo… Yo ni siquiera sabía que mi hijo trabajaba en el Castillo. Pero ni el chico ni yo tenemos nada que ver en la muerte de Zapata. Piénsenlo bien. ¿Para que matarlo aquí, frente a ustedes, con testigos? Podía buscar otra ocasión. Hidalgo contestó:

—Salvo que quisieras involucrar a los emperadores. Inculparlos del asesinato y, entonces, reclamar el trono del Imperio Mexicano. —Infâme! Es usted despreciable —se lamentó la emperatriz, en un tono moderado, propio de quienes gozan estar a la mitad de una conspiración. —¡A mí la guardia! Achtung! —Maximiliano llamó a los húsares—. Iturbide y el lacayo serán pasados por las armas de inmediato. Uno de los húsares se lanzó sobre el muchacho, convertido en una llorosa Magdalena. La copa con restos de ixtabentún se estrelló en el suelo, esparciendo su aroma anisado por el salón. El otro húsar, con un revólver en la mano, vino corriendo tras Iturbide, quien se desplomó como un pesado tronco en el consabido sillón. Inesperadamente, el padre Hidalgo ordenó: —¡Aguarden!

C’est increible

EL HÚSAR que iba tras Iturbide desoyó la orden de Miguel Hidalgo. El mismísimo emperador había dictado la orden de fusilar a los infelices. Con el revólver en mano, el militar obligó a Iturbide a ponerse de pie, mientras el otro soldado sujetaba del brazo al joven sirviente que no paraba de gimotear. —Dije que alto —insistió el sacerdote. La emperatriz alzó la cabeza, miró con desprecio a su marido, y apremió: —Maximiliano, ¡que se detenga inmediatamente! Visiblemente disgustado, el emperador retiró la orden. Los húsares regresaron a la ventana, un poco molestos por tanto ir y venir. Don Miguel agradeció a Carlota y reveló, entonces, su carta mayor: —No he interrogado al emperador. Éste reaccionó sin demasiada violencia, soltando dos o tres frases en alemán, pues sabía que la emperatriz autorizaría aquel atropello contra su imperial persona. Maximiliano abandonó el cómodo sillón, desde donde había contemplado los interrogatorios, y se sentó en la sillita, que le quedó ridículamente pequeña. Literalmente estaba en el banquillo de los acusados. Díaz y Juárez celebraron la escena. Hidalgo retomó su papel de fiscal e investigador: —Maximiliano, ¿te molesta que te llame por tu nombre de pila? —¡Bah!, insolente —contestó el emperador con fastidio. El sacerdote continuó tan campante, sin acusar recibo:

—Maximiliano, ¿por qué contraviniste las órdenes de la emperatriz y cambiaste el uniforme de los criados? El enfado de Carlota resucitó: —Porque el emperador tiene mal gusto… C’est increible! El aludido se quedó callado contando los nudos del tapete afgano del salón: —Maximiliano, Majestad —Hidalgo suavizó la entonación—, ¿por qué ordenó que los criados vistiesen frac? —Soy el Kaiser, soy el emperador. La respuesta hubiese resultado lógica en cualquier otro palacio del mundo, menos en el Castillo de Chapultepec, donde, como se había visto, la emperatriz era quien mandaba. El cura sacó de su bolsillo el pañuelo que el emperador le había prestado para secar la sangre del criado. Lo extendió sobre la mesa de centro con movimientos solemnes, como si fuese a celebrar una misa papal. El pañuelo era de tela gruesa, de algodón; su tamaño era desmedidamente grande para sonarse con él la nariz: —Maximiliano, ¿siempre usas este tipo de pañuelo? —Por supuesto que no —interrumpió Carlota—. Su Majestad utiliza finos pañuelos de lino, que me envían desde Brujas, con sus iniciales bordadas en una esquina. Maximiliano, ¿de dónde sacaste esa servilleta? ¿Dónde está tu pañuelo? Díaz se rió levemente al ver, una vez más, al Habsburgo en el papel de niño regañado. Por si fuera poco, el emperador se excusó como si hubiese sido atrapado a la mitad de una travesura. —Olvidé el pañuelo en mis habitaciones y tomé una servilleta… Entschuldigung, lo lamento, liebe Karla. —¡Ah! —exclamó Hidalgo gozando aquello—. ¡Una servilleta!, ¡exactamente!, una servilleta, no un pañuelo…

—No sé a dónde va con todo esto —objetó el austriaco. Díaz, ansioso por fusilar a alguien, también se mostró impaciente: —Hidalgo, es usted muy complicado. La noche había refrescado. De la ventana, abierta de par en par, entraba un vientecillo frío, muy propio del altiplano mexicano en septiembre, un viento que nadie sintió a causa de la emoción y del alcohol. El sacerdote hizo una pausa rimbombante y melodramática; se acercó a la mesa, se sirvió una copita de rompope, se la bebió de un solo trago y volvió a la carga: —Maximiliano, ¿te gustan las novelas de detectives? —Nein… Prefiero la historia. La emperatriz brincó de inmediato para desmentirlo: —Fernando Maximiliano, te encantan las novelas de Agatha Christie; siempre hay una en la mesilla de noche. Éste, contrariado, no tuvo más remedio que reconocer su mentira: —Sí, a veces leo novelas policiacas. —¿Has leído Cianuro espumoso? —indagó el sacerdote. —Nein. No, nunca. —¡Por supuesto que sí! La tienes al lado de tu cama —remachó Carlota. —Ah, sí, sí, natürlich, ahora la recuerdo. No he comenzado a leerla aún. Hidalgo, eufórico, declaró sin otro preámbulo: —Pues a mí me parece que sí la conoces. Amigos, el emperador envenenó a Zapata. Se valió del truco que se narra en Cianuro espumoso. Como ninguno de los comensales gustaba de leer novelas de ese tipo, aquella declaración no produjo gran impacto. Únicamente Maximiliano reaccionó con

un sonoro y varonil: —¡Miente! ¡Schwein! ¡Cerdo! —Maximiliano asesinó a Zapata —acusó Hidalgo, pronunciando con cuidado histriónico cada sílaba. —No me extraña —comentó Juárez, quitándole importancia al hecho. —¡Y me querían fusilar a mí! —refunfuñó Iturbide, que ahora pretendía pasar por valiente. —¿Cómo? —preguntó Díaz. —Père Hidalgo, je ne comprend pas; no comprendo —añadió Carlota—. ¿Sería usted tan gentil de explicarnos? El sacerdote le pidió a la emperatriz: —Majestad, ¿sería tan amable de hurgar en los bolsillos del emperador y mostrarnos lo que encuentra? Maximiliano se puso de pie. Carlota cateó a su marido. Encontró un reloj y un par de guantes blancos, que la mujer puso encima de la servilleta, al lado de los coloridos platos de golosinas. —¿Lo ven? —preguntó Hidalgo—. ¿Para que traía guantes? —Porque vestimos de etiqueta —respondió Maximiliano. La emperatriz se llevó el dorso de la mano a la frente, abochornada por aquella respuesta ramplona y chabacana; no sólo se había casado con un asesino, sino, para colmo, con un asesino maleducado. —No, Maximiliano, los caballeros jamás usan guantes bajo techo. ¿No te lo enseñaron en Viena? Cuando un caballero llega a una casa, se quita el sombrero y los guantes, y se los entrega a los lacayos. Los caballeros no pasean por los salones con guantes.Tú no debías utilizar guantes porque nunca saliste de palacio. La etiqueta lo prohíbe tajantemente. Además, nunca se recibe a los invitados con guantes. Ignoro por qué los cargabas en tu bolsa. Eres un

maleducado. Con razón te echaron de Austria —proclamó Carlota—. Únicamente los sirvientes utilizan guantes bajo techo… —Exactamente, Majestad —Hidalgo subrayó satisfecho—. Sólo los camareros utilizan guantes en un comedor: guantes y una servilleta en el brazo… —Tonterías —dijo el emperador, con poco afán. Hidalgo siguió hilvanando su discurso, gozando cómo se armaban las piezas poco a poco: —Imaginemos a una persona vestida de frac, con guantes y una servilleta en el brazo, en las penumbras del comedor… —¡Un mesero! —exclamó Díaz. —El mejor disfraz que pudo haber elegido Maximiliano de Habsburgo para pasar inadvertido cuando se acercó a la mesa a verter el cianuro en la copa… Nunca nos fijamos en los rostros de los sirvientes y menos con una iluminación tan precaria —explicó Hidalgo—. Los meseros no tienen rostro… —Así se comportan los aristócratas, no los republicanos. Yo sí me fijo en quién me sirve la mesa —se defendió Benito, como si tal observación fuese un insulto contra él. El emperador arguyó un buen punto: —¡Patrañas! Los sirvientes me hubiesen reconocido. ¿Cómo iba a servir le champagne junto con ellos sin que me reconocieran? —No lo hiciste, Maximiliano, nunca te juntaste con ellos. Cuando saliste de la toilette rumbo a la terraza (recordemos que se le adelantó a mi compadre Agustín), te pusiste los guantes, te colocaste la servilleta en el brazo y así, bien camuflado, te acercaste a la mesa para envenenar la copa. ¿Quién iba fijarse en un mesero? Nosotros, incluyendo a Raulito, estábamos en la terraza, muy entretenidos con los fuegos artificiales. —Maximiliano, ¡infeliz!, tú fuiste el mesero que vi cuando me entretuve en el comedor —vociferó Díaz—. ¡Cobarde!

—Seguramente así fue —asintió Hidalgo—. Por eso el misterioso sirviente se entretuvo en la penumbra en lo que tú, Porfirio, salías a la terraza. Maximiliano temía ser reconocido por el general… la barba es inconfundible. —¡Cobarde! Quería inculparme —asentó Díaz. —El sobre del cianuro estaba en posesión de Herr Juárez —objetó el emperador —. Es un hecho irrefutable. El sacerdote se frotó las manos, aguardó unos segundos para dar mayor gravedad a sus palabras y prosiguió: —Maximiliano, al regresar de la terraza al comedor, deslizaste el sobre en el saco de Benito. Hemos comentado que es fácil; cualquier raterillo lo puede hacer. —Unmöglich! Imposible. No soy un vulgar rapazuelo. —Usurpador y cobarde —declamó Juárez con la ecuanimidad del personaje impoluto que está posando para la historia. —Meras conjeturas —se defendió el emperador. Hidalgo se dirigió a la emperatriz: —Majestad, usted me comentó confidencialmente que la presencia de Benito en el Castillo se debía a un error en las invitaciones. Usted no lo incluyó en la lista de invitados. —Oui, se lo confíe en petit comité. El attaché, el secretario particular del emperador, cometió el imperdonable error de invitar a este hombre contra nuestra voluntad… Max explicó que fue eso, un error —comentó la emperatriz, satisfecha de poder humillar a Juárez frente a los invitados. —Me voy. Esto es demasiado —declaró Juárez, poniéndose de pie. —Aguarda, Benito —lo tranquilizó Hidalgo —. Mucho me temo que no estás aquí por un error del secretario particular de Maximiliano, sino porque el emperador en persona te quería deliberadamente aquí para echarte la culpa.

Maximiliano, de pie, temblaba; se desmoronaba rápidamente. Sin embargo, reunió fuerzas suficientes para plantear otra objeción: —Herr Hidalgo, ¿por qué maté a Zapata y no a Juárez?, ¿no hubiese sido más lógico que yo matara a Herr Juárez? El sacerdote pronunció, entonces, la palabra secreta, la clave del misterio: —¡El abanico! —Je ne comprend pas. No entiendo—gimió Carlota. Hidalgo se contristó porque sus declaraciones no provocaron el efecto de asombro. Se resignó, pues, a proporcionar una explicación detallada sin apelar a la intuición de los invitados: —Cuando todos salimos rumbo a la terraza, cayó al suelo el abanico de la emperatriz. Raulito declaró que, poco antes de que él se nos uniera, recogió el abanico y lo colocó de nuevo en la mesa. Con la prisa, el muchacho lo colocó en el lugar de Miliano y no en el de la emperatriz. Cuando Maximiliano puso el veneno en las copas, se guió por el abanico. Recuerden que la mesa es redonda, sin puntos de referencia. ¡El veneno era para usted, querida hija mía! Maximiliano se defendió: —Si yo hubiese vertido el cianuro en donde estaba el abanico, la emperatriz hubiese tomado la copa envenenada, y quien murió fue Zapata. Todo esto es absurdo. Querida Karla, no escuches estas tonterías. La emperatriz palideció, se puso de pie rápidamente, la sillita se volteó y ella gritó despavorida: —No, Maximiliano, yo sí me di cuenta de que el abanico estaba fuera de lugar y, en el momento de sentarnos, al regresar de los fuegos, lo tomé y lo puse en el lugar correcto: frente a mí. Por eso, acabados los fuegos artificiales, no nos recorrimos en la mesa, sino que conservamos los lugares asignados desde el principio. —Liebe Karla, alucinas. ¿Cómo ibas a reconocer tu lugar en una mesa redonda sin puntos de referencia? —argumentó Maximiliano, mientras le tendía la mano,

infructuosamente, a su esposa. —Les hommes, los hombres son todos iguales… No se fijan en los detalles: por el lápiz labial en mi servilleta. ¡Eres un imbécil! Siempre has sido un imbécil. Aquello fue la gota que derramó el vaso. El odio y el resentimiento acumulados por Fernando Maximiliano explotaron: —¡Sí, intenté matarte! Eres una histérica, loca, demente, frígida, perturbada. Por tu culpa venimos a este país de asco, por tu culpa dejé Trieste y venimos a dar a este país bananero e infecto, plagado de personajillos de opereta… Sí, te quería matar y culpar a este indio resentido… ¿Sabes?, únicamente lamento que no te hayas muerto. Hidalgo se puso la mano derecha en el pecho e hizo una ridícula caravana, como el director de orquesta que agradece los aplausos del auditorio. Juárez se puso de pie y le dio la espalda a la escena. Iturbide se llevó las manos a la cara para taparse los ojos, sufriendo la vergüenza ajena. Sólo Díaz parecía encantado con el espectáculo. Los húsares se acercaron a la pareja imperial, pero sin saber bien a bien cómo proceder. Carlota, una reina troyana, se llevó las manos a los cabellos y se los jaló hasta arrancarse varios mechones. Uno de los militares intentó calmarla; pero ella, desesperada, comenzó a golpearle el pecho con los puños. El húsar la tomó firmemente de las muñecas para contenerla. La mujer se calmó poco a poco; el militar la soltó. Carlota Amalia se le abrazó al cuello sollozando; el húsar se encontraba en una situación francamente incómoda, con la emperatriz colgada de él. Los aires triunfales de Hidalgo se desvanecieron. Aquello era una tragedia. “¿Qué hago ahora?”, se preguntó en silencio el Padre de la Patria. La emperatriz resolvió la duda. Con un rápido movimiento, como si lo hubiese calculado, la mujer le quitó el revólver al húsar del que estaba abrazado y, alejándose del grupo, apuntó a su marido. —Tranquila, hija mía, tranquila. Dame el arma —intentó persuadirla Hidalgo.

Ella no contestó. No había lágrimas en sus ojos. Juárez volvió la cara, temiendo acaso que la mujer le diese un tiro por la espalda. Iturbide, petrificado en el sillón, se aferró a él como un talismán protector. Díaz se puso de pie y, con un timbre paternal, conminó a la emperatriz: —Con las armas no se juega… El húsar que acompañaba al emperador intentó desenfundar. El soberano lo detuvo. Maximiliano seguía de pie. Libre. Sin el peso de su mujer. Se sentía más emperador que nunca, un verdadero Habsburgo. No se disculpó. No se desdijo ni buscó excusas. Era libérrimo. El Tlatoani. Él era Fernando Maximiliano José de Habsburgo Lorena. Emperador de México. Archiduque de Austria. Príncipe de Hungría. Carlota Amalia apuntó a la cabeza y disparó. Luego, sin que los soldados tuviesen tiempo de reaccionar, la emperatriz se llevó el cañón, todavía caliente, a su propia sien.

Jamoncillos de leche quemada

LOS ACONTECIMIENTOS se sucedieron rápidamente, como esos enormes arreglos de fichas de dominó que se desbaratan en una majestuosa y fatal reacción en cadena. En cuanto se escucharon los disparos, el mayordomo mayor de palacio, acompañado de media docena de cazadores de la guardia imperial, irrumpió en el salón. Del salón entraron y salieron todo tipo de sirvientes. Debajo de la alfombra apareció la fauna burocrática: secretarios, asistentes, ministros, viceministros, consejeros. Se cerraron las ventanas y se volvieron a abrir. Se corrieron las cortinas y se volvieron a descorrer. Los médicos tomaron muestras de sangre, de la comida, del polvo. Desfilaron mariscales y coroneles. Chispearon los flashes; se encendieron grabadoras. Hubo gritos. Hubo insultos. Se cruzaron órdenes contradictorias. En medio de aquel pandemónium, solamente el mayordomo conservó la calma. No olvidó a los invitados de honor. Amablemente, derrochando buenas maneras en aquellas horas infaustas, los condujo a un despachito amueblado estilo imperio (¡vaya paradoja!), donde Maximiliano solía recibir a las visitas. Juárez, Hidalgo, Díaz e Iturbide se encontraron con una habitación acogedora: sillones de cuero, escritorio, sillas, mesa de trabajo y una mesilla de servicio. Encima de ésta, una magnífica botella de coñac rodeada de copas invitaba a relajarse. Un platón con jamoncillos de leche quemada y mazapanes de piñón rosa completaba el piscolabis. Los invitados, incluso Juárez, agradecieron el licor. Estaban hastiados de bebidas mexicanas y necesitaban con urgencia un trago de alcohol. Los cuatro bebieron para calmar los nervios. —Señores, los acontecimientos que hemos vivido son muy tristes, pero la vida de este país debe continuar —declaró Iturbide—. El trono del Imperio Mexicano me corresponde por derecho propio. No permitiré que el Imperio se sumerja en el caos. Si puedo hacer algo por ustedes, no duden en pedirlo. Díaz dio un manotazo en el escritorio, tan fuerte que el pequeño candelero que

adornaba el mueble cayó al suelo: —Ni hablar, ya estuvo bien de reyecitos. Este país necesita rumbo firme y mano dura. Alguien que ponga orden, que contenga el narcotráfico y que atraiga la inversión extranjera. Juárez no se amedrentó: —No más dictaduras. Por lo pronto, yo asumiré el gobierno en tanto se convoca a elecciones extraordinarias. Ustedes harán bien en exiliarse del país cuanto antes. Iturbide objetó: —Juárez, ¿por qué se quedó a la cena? ¿Qué secreto sobre usted se llevó la emperatriz a la tumba? ¿A qué información se refería? —No nos hagamos tontos. Todos tenemos cola que nos pisen —confesó Díaz—. Organicemos una Junta de Gobierno de Emergencia. —Amigos, no nos precipitemos, en todo caso, debemos buscar una persona que alcance consensos, que sume voluntades. Mucho me temo que el único que está por encima de las divisiones partidistas soy yo —proclamó Hidalgo. En pocos minutos, pasaron de los gritos a los golpes. Una guerra civil en miniatura. La alfombra acabó como un lienzo dadaísta: pintada por el coñac, los mazapanes y la sangre de los próceres. De pronto, el mayordomo mayor de palacio entró en el despacho. Los héroes, abochornados por haber sido descubiertos a la mitad de la riña, se congelaron intentando inventar una excusa. El sirviente se había cambiado la librea azul por un sencillo traje gris Oxford con una corbata gris perla de seda. Con inusitada desfachatez, aquel hombre sacó un puro de una horrible pitillera de nácar y lo encendió con un cerillo de madera. Ante la mirada atónita de los invitados, se sentó en el único sillón del despacho que no habían ensuciado durante el pleito. —Caballeros, sigan peleando, mientras tengan fuerza. No les queda mucho tiempo de vida: envenené el coñac.

El hombre se volvió a poner de pie y, antes de salir de la oficina, les comentó: —¡Ah! Se me olvidaba presentarme. Me llamo Plutarco: el general Plutarco Elías Calles, para servir a ustedes. **** Esto tuvo lugar en el Castillo de Chapultepec el 13 de septiembre de 2010.

Acerca del autor

HÉCTOR ZAGAL, Mexicano por nacimiento, se doctoró en España en Filosofía, disciplina que enseña con especial énfasis en la antigüedad clásica. Además de media docena de libros especializados, publicó los ensayos Dos aproximaciones estéticas a la identidad nacional (con Luis Xavier López,1998) y Gula y cultura (2005). En 2006 incursionó en la narrativa con afán de amalgamar su pasión por la historia de México, la gastronomía y la intriga policiaca. El resultado fue la novela La venganza de Sor Juana (Martínez Roca), firmada con el nombre de Mónica Zagal, su hermana en la vida real. El propósito de tal pseudónimo, hasta ahora desconocido, era mostrar que también los varones pueden escribir novelas femeninas.

Ilustración de portada: Miguel Ángel Chávez Villalpando / Alma Julieta Núñez Cruz

© 2009, Héctor Zagal

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Primera edición: agosto de 2009 ISBN: 978-607-07-0201-3

Primera edición en formato epub: mayo de 2011 ISBN: 978-607-07-0787-2

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