© LaNuwe SAS, 2018 © Editorial Planeta Colombiana S. A., 2018 Calle 73 N.° 7-60, Bogotá
A Lolo… Ah, sí, y también a mi 10%
(sin él, Lolo y este libro hubieran sido humanamente imposibles)
CONTENIDO
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Para empezar…
La vida, así como un hijo, viene sin manual de instrucciones. Algunos dicen que por esta razón ambos incluyen una mamá: esa persona que sabrá qué hacer en todo momento. La que hará las veces de call center para recibir nuestros lamentos, quejas y reclamos; la que se convertirá en todo un médico, con tal de aliviarnos; la que se transformará en una “bruja despiadada” cuando sienta que nos estamos desviando del camino; o incluso ejercerá el papel de mafiosa italiana para defendernos si es necesario. Una mamá… esa persona a la que siempre le creeremos cuando nos diga: todo va a estar bien.
Y sin embargo un día, como si la vida no fuera ya lo suficientemente compleja, decidimos abandonar la comodidad de ser hijas para convertirnos en madres. Entonces descubrimos alarmadas que no tenemos idea de nada y que mucho menos contamos con la certeza de que todo va a estar bien. Una simple verdad se revela ante nuestros ojos: ser mamá es aterrador y nadie nos lo advirtió.
Todos hablaron de la bendición que es tener un hijo, de lo bonitas que se ven las mujeres embarazadas, del milagro de la vida, de la importancia de la familia y de lo barato que salía (antes de la subida del dólar) comprarlo todo en Miami. Pero nadie, absolutamente nadie, se atrevió a aguarnos la fiesta anticipándonos que la maternidad es un reto que, por gratificante que sea, puede llegar a enloquecernos.
Nuestras mamás, por algún pacto de silencio o simple falta de memoria, jamás insinuaron que la cosa se podía poner tan peluda (por “peluda” me refiero a la maternidad, aclaro).
Nos dijeron que tener un hijo era lo mejor que nos podía pasar, y lo es, pero omitieron un par de detalles. Nunca confesaron, por ejemplo, que para lo que de verdad necesitamos una epidural no es para el parto sino para el posparto. Nunca aceptaron que ser madre es perderse un poco y, en el camino, encontrarse de nuevo… como sea.
La maternidad llega para demostrarnos que no sabemos nada de la vida, aunque salgamos del hospital con una vida en brazos que depende enteramente de nosotras. Cuando tenemos un hijo aparece ese instinto maternal que es muy útil para despertarnos en la madrugada al menor suspiro del bebé, pero insuficiente para calmar la sensación de novatas que nos embarga en muchas ocasiones. No hay instinto maternal que soporte el arsenal de dudas que nos atacan cuando tenemos un bebé en casa. Aparecen las teorías de crianza contradiciéndose unas a otras, como si fueran políticos en campaña, y también los terapeutas, que critican y ponen en tela de juicio nuestra genética, la educación que nos dieron y, por supuesto, la que les damos a nuestros hijos.
Nos preguntamos cómo logró nuestra mamá llevarnos hasta donde estamos sin tanta alharaca, aunque también deseamos recriminarla por no habernos dado una definición más completa de la maternidad. Lloramos, nos sentimos incapaces y queremos renunciar. Pero no tiramos la toalla, no porque seamos fuertes, sino porque no tenemos opción. Tenemos días felices, demasiado felices, pero también vivimos otros en los que anhelamos con ansia que ese inexistente manual de instrucciones se hubiera materializado tan fácilmente como lo hicieron las estrías durante el embarazo.
Y en medio de todo ese caos estoy yo, otra mamá sin respuestas científicas, que cree haber descubierto una verdad: si crees que es fácil ser mamá, eres el papá. Y por eso me aventuro a salir al rescate del resto de mortales con este libro, un diccionario no diccionario sobre la maternidad, que busca acompañar a otras mamás durante este camino con un poco de humor. Porque tener un hijo cambia para siempre el significado de nuestra vida y, de paso, el significado de las palabras tal como alguna vez las aprendimos.
Estas páginas son mi intento por alivianar la carga de otras mamás bajo una simple premisa: a todas nos pasa. También es una forma de sacar las palabras que se quedan atoradas entre mi pecho y mi garganta cada vez que trato de expresar torpemente lo que siento tan claro en mi corazón.
Aquí les dejo.
Alguna vez soñé con ser mamá, pero fueron muchas más las veces que dije que no quería serlo. Por años defendí mi posición de no traer niños al mundo. Alardeé de mi libertad, de mis horas de sueño, de mis viajes y de mi salario invertido, por no decir dilapidado, por completo en zapatos. Me declaré feminista extrema y juré no convertirme sólo en un aparato reproductor, porque hacerlo iría en contravía de la libertad y sublevación por las que luchaba.
Me gustaba mi vida tal cual era. Me encantaba el aguardiente y, dependiendo de la compañía, un cigarrillo después de almorzar. Me desesperaba el llanto de los bebés en los aviones. Amaba los hoteles boutique tanto como odiaba los familiares all inclusive. Me aburrían, más que charla motivacional de Herbalife, las fiestas infantiles a las que, por alguna extraña razón, sin tener hijos, siempre terminaba invitada. Me fascinaba perder el tiempo haciendo cosas que a nadie le contaba, y era fan, más por pereza que por gusto, de la comida congelada.
Adoraba mi panza 100% libre de grasa y presumía con cierta modestia de tener unas pochecas perfectas exentas de silicona. Apreciaba profundamente mi soledad; anhelaba la llegada del domingo para no pararme de la cama; hacía lo que se me daba la gana; atesoraba mi autonomía.
No quería ser mamá porque serlo significaba renunciar a la mitad de las cosas que me gustaban, a la mitad de las cosas con las que me identificaba y a la mitad de las cosas que, creía, me hacían feliz. No estaba entre mis planes ser mamá, porque mi vida ya no sería la misma y, peor aún, ya no sería sólo mía.
Alguna vez dije que no quería ser mamá, hasta que todas las razones que tenía para no serlo tomaron forma de simples excusas. Excusas muy bien sustentadas que se esfumaron con el cosquilleo de felicidad que sentí en la panza al saber
que era capaz de crear una vida.
Yo también dije que no quería ser mamá, hasta que un día, de repente, quise serlo con todas mis fuerzas.
ABUELA Único ser en el planeta capaz de entenderte a la perfección pero que, ante la felicidad de tener un nieto, ha perdido la razón.
Dícese también de la mujer que, al recibir dicho título, descubre que se puede amar a alguien más de lo que ya se ama a los hijos.
ABUELO Dealer. Proveedor de sustancias y productos considerados ilícitos por las mamás, tales como gaseosas, helados, celulares, dulces o el control del televisor.
Es aquel sujeto incondicional que hace la vida de tus hijos más feliz mientras tira por la borda tus ideales de disciplina cuando viene de visita.
Cuenta la leyenda que los abuelos quieren más a los nietos que a los hijos. Por ahora, si pienso en querer más a un nieto de lo que ya quiero a mi hijo sólo se me viene a la mente un ataque fulminante al corazón. ¿Es acaso posible experimentar más amor con este músculo del tamaño de un puño?
Supongo que sí. Supongo que pasará igual que cuando no era mamá y creía haber amado con todas mis fuerzas, hasta que nació mi hijo para demostrarme que aún había rincones de mi corazón sin estrenar. A mí me falta mucho trecho
para saber si tal leyenda es cierta, pero, si mi bisabuela tuvo trece hijos, mi abuela seis, mi mamá cuatro y yo sólo uno, es muy probable que ni siquiera vaya a tener el chance de constatar tal dicha.
Así que, aun sabiendo que podrían mentirme para no herir mi ego, me aventuré a preguntarle a mis papás.
—Ma, ¿tú quieres más a Lolo que a mí?
—Tan boba…
—Ma, ¿cierto que tú quieres más a Lolo que a mí?
—¿Y a esta que le dio?
—Maaa, ¿cierto que sí?
—Sí, un poquito.
La mujer que me dio la vida, la misma que me tuvo en su panza por nueve meses, que tuvo que estar en cama los últimos dos por una preeclampsia, que me trajo al mundo sin epidural, que se levantaba a las cuatro de la madrugada para tenerme el desayuno y el uniforme listos, que abogaba por mí para que mi papá me dejara ir a las fiestas, que cubría con su mano el sol que entraba por la ventana del carro para que no mortificara mis ojos en las mañanas, que negaba
querer ese último pedazo de postre al ver mi cara de antojada, que aún hoy atesora las obras de arte que le hice en el jardín, que colecciona cualquier anuncio del periódico que tenga mi nombre, que me dijo “¿cuál es tu afán de empezar a sufrir?” cuando yo insistía en tener mi primer novio, que lloró conmigo mi primera tusa y que deja botado lo que sea si yo la necesito, me confesó que Lolo me había desbancado.
—Pa, ¿tú quieres más a Lolo que a mí?
—Jajajaja, oigan a esta.
—Pa, ¿cierto que lo quieres más?
—Es diferente.
—O sea que sí lo quieres más que a mí.
—Jajajaja… sí.
Mi papá, el hombre que me cantaba canciones inventadas y hacía voz de hipnotizador pasando sus dedos sobre mis párpados para que yo al fin conciliara el sueño, el que actuaba de rector de colegio, obispo y recreacionista en todos mis juegos, el que me daba un billetico de más para que yo gastara en las fiestas y ningún pendejo se creyera con derechos sobre mí, el que me recogía en la madrugada y de paso repartía a todas mis amigas en sus casas, el que compuso la canción Vamos por la carretera para que yo no desesperara en los trancones, el
que me alejó todos los novios posibles para retardar la temida pérdida de la virginidad, el que todas las mañanas me asomaba a la ventana para que yo botara lejos la pereza, el que para abrazarme es capaz de atravesar el océano Pacífico si es necesario, ese mismo ha cambiado a la niña de sus ojos por un nieto.
Y así, sin anestesia, como mi mamá en su trabajo de parto, descubrí que la leyenda no era tan leyenda. Ser abuelos los hace inmensamente felices.
Dos de los amores de mi vida, mis papás, tienen un nuevo amor de la vida, mi hijo. Dos de las personas que más me aman en el mundo, de un tiempo para acá llegan a mi casa y recuerdan que no me han saludado cuando ya llevan media hora de mimos y risas con Lolo. Muchos creerán que muero de los celos y pues sí, pero no. Si mis papás aman a Lolo más que a mí, yo los amo mucho más desde que los veo en su papel de abuelos. Podré no saber qué se siente tener un nieto y mucho menos entender el extraño fenómeno que ocurre en el corazón de los abuelos para amar más de la cuenta, pero sí puedo decir, con conocimiento de causa, que una de las mayores recompensas de tener hijos es ver la cara de atontados de mis papás.
Yo no sé qué sería de mi vida sin ellos, es decir, lo sé, sería horrible, pero la de Lolo no sería ni la mitad de maravillosa. Son mis personas favoritas y de confianza para cuidar a mi hijo, y por esta razón creo que a veces abuso de su tiempo y energía. A veces se me olvida que la que está criando soy yo y me enfrasco con ellos en discusiones por no hacer cumplir mis reglas. Casi siempre los observo en silencio cuando están con Lolo y entiendo que amen más a ese pequeño que no les exige, no les pelea, no les alega, no los critica y sólo les regala sonrisas.
Se me hincha el corazón de saber que aman más a Lolo que a mí. Y de repente siento que yo también ahora los amo más. ¿Cómo no? ¿Cómo no amar más a quienes aman sin medida lo que más quieres en el mundo? Me empieza a doler el pecho y se me entume el brazo izquierdo porque descubro que, si bien amaba
infinitamente a esos papás que me criaron, amo quinientas veces más a esos abuelos que me están malcriando a mi hijo.
AFÁN Agitación de la madre que la hace sentir que va a llegar tarde a todos lados y que no sirve para nada porque igual, desde que es madre, llega tarde a todos lados.
AGRADECIMIENTO Cada vez que le hacemos un favor a alguien, por más altruistas que nos sintamos, esperamos un destello de agradecimiento. Solemos saber perfectamente cuándo la gente debería agradecernos por más que hayamos actuado de manera generosa y desinteresada. Algunos me refutarán, dirán que han actuado sin esperar nada a cambio, pero yo les confieso que incluso esas veces, nuestro corazón filántropo experimenta una dosis de indignación si no se nos enaltece con un agradecimiento infinito en voz alta. Así somos, caritativos y vanidosos. Pero eso no es lo peor de nosotros. Nuestro lado oscuro no es que necesitemos el reconocimiento de algo que hicimos con el corazón, sino que olvidemos descaradamente una y otra vez la infinidad de milagros por los que nosotros deberíamos estar agradecidos.
Febrero de 2018 fue un mes duro. Unos amigos del alma tuvieron que despedirse de su hijo, un niño que venía a hacer de este mundo un mejor lugar y que con su breve paso nos dejó la enseñanza más grande sobre la fortaleza y el amor. En ese mismo mes tuve que despedirme de la ilusión de ser una familia de cuatro, que había nacido en mi barriga y que de repente había decidido detenerse. Seguíamos siendo tres y mis piernas elevadas y mis súplicas no pudieron hacer nada para evitarlo. En el mismo mes lloré ambas pérdidas. Renegué de la justicia. Me quejé de la mala suerte. Y entonces una voz sensata, de esas que escasean en los momentos que nuestro corazón está roto, me dijo: “Puedes creer que hoy tienes mala suerte, o que el resto de tu vida has tenido mucha”.
No entendí estas palabras hasta que, días después, se secaron, las últimas lágrimas de mis ojos. Supongo que a veces los humanos, así sepamos que no hay nada que hacer más que seguir, necesitamos esa dosis de drama, lágrimas y dolor antes de volver a levantarnos. Pero finalmente lo entendí todo, dejé de sentirme desdichada y descubrí que la suerte siempre me había acompañado.
El desasosiego, la desesperanza y la rabia que tenía por el dolor de una pérdida se transformaron en desasosiego, desesperanza y rabia por la ausencia de agradecimiento a cientos de regalos que la vida ya me había dado. Imaginé a la vida sentada en una esquina mirándome con cara de: ¿y esta cuándo se va a dignar a decirme gracias?
Después de llorar pude ver con nitidez lo que antes no había visto.
Mi hijo era uno de esos milagros que había dado por sentado. Llegó al mundo sin contratiempos, sin preeclampsias, sin diabetes gestacional, sin amenazas de abortos espontáneos previos, sin sustos y casi sin dolor. Nació completo, lloró a todo pulmón y hoy, a sus casi cinco años, jamás ha tenido que pasar una noche en el hospital.
Abrazar a mi hijo fue la más contundente prueba de que la vida no había sido sino bonita conmigo y un recordatorio de que cada día con él es ya un motivo para gritarle al mundo: GRACIAS.
ÁLBUM Libro de fotos cuidadosamente escogidas, que hacemos con esmero para nuestro
primer hijo, pero que nos da pereza hacer para el segundo.
ALMA Eso que no tienen quienes te aconsejan: “Deje llorar al bebé hasta que se duerma”.
ALOPECIA Cambio de look gratuito que te regala el posparto.
AMENORREA Recompensa con nombre de infección vergonzosa, que mientras damos teta nos libera por un tiempo de la regla. Dependiendo del tiempo dedicado a esta hermosa labor, el ahorro en tampones, toallas y pastillas contra el cólico debería destinarse al levantamiento mamario.
AMIGAS Seres de luz que saben el momento exacto en el que deben secuestrarte y ponerte una copa de vino en la mano o, dependiendo de la gravedad, una de aguardiente.
Las amigas se dividen en cuatro grandes grupos:
LAS ARQUEOLÓGICAS: esas que están en tus recuerdos y álbumes familiares desde antes de que te saliera bozo, que estuvieron ahí para decirte que te lo quitaras, y que siguen ahí todavía, para avisarte cuándo es hora de pasar otra vez por la peluquería.
LAS ESPORÁDICAS: esas que adoras y te adoran, de las que ignoras los pormenores del día a día, pero que te llenan de buena vibra, risas y alegría cada vez que las ves.
LAS INNOMBRABLES: esas que fueron arqueológicas o esporádicas y hoy son simples extrañas.
LAS DEBUTANTES: las nuevas que gracias a la maternidad aparecen para compartir recetas, secretos, consejos, juegos y planes con niños. Tener una cerca que sea compatible contigo y que tenga hijos de edades similares a las del tuyo, puede salvarte de tardes largas y hacerte más fácil la vida como madre.
El tiempo se encarga de volver incompatibles ciertas amistades. A veces incluso esas que uno creía que estaban destinadas a durar toda la vida. Los años llegan con nuevos gustos, más ocupaciones y menos tiempo. Sin darnos cuenta, nuestro séquito de quince amigos pasa a ser un selecto grupo de cinco.
Con la llegada de un hijo, el filtro se cierra un poco más; a veces, incluso, por la sencilla razón de que nuestra nueva etapa de mujer intensa, sensible y
monotemática, no es fácil de digerir. Estamos a cargo de una nueva vida, y esas amigas que logran superar este estado de locura, que nos invade a todas al ser madres, son las invencibles.
Las que se quedan a hacernos barra, a aplaudirnos y a tirarnos tomates en primera fila cuando es necesario. Las que nos siguen invitando a sus planes de viernes así siempre les cancelemos a última hora. Las que para vernos proponen un lugar baby friendly y resignadas nos cuentan sus historias en diez segmentos porque nuestro hijo siempre interrumpe en las partes más emocionantes. Las que nos quisieron locas por la rumba y las que nos quieren ahora locas por la comida orgánica. Las que torcieron los ojos, pero se pusieron la vacuna de la tosferina. Las que se autoproclaman madrinas de tus hijos así tú no hayas hablado de bautizo.
Sí, la maternidad decanta amistades, pero también te conserva las mejores, y es por eso que, a modo de recompensa, te presenta a las maravillosas y ya mencionadas debutantes: esas que de no ser mamás también, jamás hubieras conocido y con las que te une una complicidad nueva que parece de toda la vida.
Son las que te rescatan cuando la maternidad te ahoga, las que si te oyen gritar “¡culicagado!” no llaman al Bienestar Familiar porque te entienden a la perfección, y las que siempre saben, mejor que tú, qué hacer en caso de emergencia.
Gracias a todas, a las que se quedaron, a las que llegaron y a las que se fueron.
ANGUSTIA Dolorcito constante que sentimos en el pecho de sólo pensar que algo que vimos
en Séptimo Día pueda pasarle a nuestro bebé.
Si tuviera que escoger una palabra para definir la maternidad sería: angustia. No existe un minuto de nuestra vida como madres desprovisto de este sentimiento. Desde el día que sabemos que estamos embarazadas, la angustia toma posesión de una parte de nuestra cabeza y nuestro corazón. Empezamos a temer por ese pedacito de vida que hemos creado, y nos atormenta el solo pensamiento de que algo malo pueda ocurrir allá adentro, en esa casita que le tenemos en la panza. Cuando nace y lo tenemos por fin en nuestros brazos —o muy juntico a nuestro pecho lacerando nuestros pezones—, sentimos por primera vez lo que significa una felicidad desbordada mezclada con altas dosis de la impertinente angustia. Consideramos la posibilidad de mudarnos a una isla desierta para que el mundo no le haga daño a nuestro pequeño, o incluso imaginamos verlo crecer dentro de una burbuja blindada para que ni el matoneo más leve, o el virus más contagioso, se atreva a lastimarlo.
Este implacable sentimiento se instala para siempre en nuestra garganta y, en ocasiones, hacemos pactos silenciosos con el destino para que todo lo malo caiga sobre nuestros hombros y nunca sobre nuestro pequeño. Aprendemos a convivir con ella, con esa perturbadora angustia. Con esa inquilina que nos pone a volar la cabeza por culpa de todas las cosas que tememos que ocurran. A veces algunas suceden y, aunque no es fácil, terminamos aceptando que hay circunstancias que no podemos controlar y mucho menos evitar.
Ahí es cuando soltamos, soltamos nuestros miedos para que nuestro hijo, nuestro todo, conozca el mundo con sus ojos y no a través de nuestra angustia, prueba infalible del infinito amor que sólo una madre siente por un hijo.
ANTOJOS Síntoma que las mujeres nos hemos convencido de padecer para poder abusar de esposos, amigos y familiares, quienes, por no tener que soportar las inclemencias de un embarazo, son sometidos a cumplirnos deseos arbitrarios, casi siempre relacionados, obviamente, con comida.
Creo que nunca sufrí los populares antojos de embarazada. No se me pasaron por la cabeza mezclas absurdas, como a otras mamás, de fríjoles con leche condensada. Ni siquiera por diversión o venganza puse a mi esposo a recorrer media ciudad a medianoche en busca de un tiramisú. Jamás sentí la insoportable necesidad de comer algo específico y mucho menos creí que mi hijo saldría con la boca abierta si no había en la cocina lo que yo quería. Sobreviví a un embarazo sin antojos. Bueno, tal vez sólo uno, ahora que lo pienso. Un antojo que nunca pude cumplir y que siempre catalogué como el antojo de la prohibición y no del embarazo. Sin haberme gustado nunca el carpaccio, el día que mi ginecóloga lo puso en la lista de los VETADOS, no hubo una visita a restaurante o pedida a domicilio en la que no me saboreara pensando en un plato de esta carne cruda. Antojo o no, mi raciocinio siempre entendió mis ganas por el carpaccio como una consecuencia de la prohibición. Me habían negado el derecho a comer carpaccio, y eso era razón suficiente para desearlo. Sentía por esta comida la misma fascinación que me generaban los novios y amigas que mis papás me prohibieron en la adolescencia. Pero a mis veintinueve años, de adolescente sólo tenía el placer culposo de ver series de vampiros y un acné incipiente de embarazada, así que al final fui capaz de capotear mi deseo por el carpaccio.
A juzgar por el resto de comida que ingerí esos nueve meses, me quedó una cosa clara, y es que yo no sufrí de antojos, sufrí de dos cosas mucho peores: un hambre descontrolada y un nulo sentimiento de culpa por saciarla. Los únicos meses de mi vida en los que comí sin culpa, sin control y sin miseria. Sin esa extraña sensación que la sociedad nos incrusta en el cerebro y que no nos
permite disfrutar de una chocolatina 100% llena de gluten, grasa, calorías y sabor. Sabía que no debía comer por dos, pero presumir de la capacidad de mi cuerpo para fabricar un ser humano, me hizo comer por tres. Me subí veinte kilos, y entre la pesa y yo sabíamos que era más culpa de los brownies diarios a los que no me negaba después del almuerzo, que del bultico precioso que al nacer pesó dos kilos y novecientos gramos. Veinte kilos de más que me hicieron sentir la mujer más dichosa, voluptuosa y sexi del planeta. Veinte kilos que ojalá se hubieran quedado arrejuntados, apretados y ubicados en mi cola después del parto, y no flotando sin control ni armonía en mi vientre bajo.
APLAUSO Golpe de las manos que quisiéramos escuchar en cámara lenta cuando logramos salir del cuarto del bebé sin despertarlo. Normalmente no recibimos el aplauso, pero en nuestra
mente, mientras caminamos de salida, llevamos los brazos abiertos y el pecho hacia el cielo, con la misma sonrisa de triunfo que tenía Leonardo DiCaprio en esa famosa escena de The Wolf of Wall Street.
AVIÓN Artefacto volador que provoca llantos difíciles de apaciguar. Lugar propicio para que la mitad de los pasajeros te eche la madre en silencio, y la otra mitad justifique su decisión de no reproducirse. Los niños suelen calmarse tomando tetero o succionando un chupo que les permita destapar sus oídos. Si lo has intentado todo con el tuyo, y aun así sigue siendo una persona no grata en un avión, pídele a los viajeros que usen audífonos y considera viajar por tierra hasta que tu retoño cumpla siete años.
AYAYAY Interjección de tormento que usarán tus hijos cuando les cortes el pelo o las uñas, para expresar un intenso dolor inexistente.
Seguramente, la imagen que tengo de mí misma como madre debe variar de manera sustancial a la que tienen mis vecinos. A juzgar por los gritos que pega mi hijo cuando me ve con un cortaúñas en la mano, deben creer que soy una típica mamá de los sesenta adoctrinando a punta de chancleta. Esas que le tocaron a mi papá y al tuyo, que voleaban cinturón por el lado de la hebilla y le inventaron otro uso al cable de la plancha y a la regla de madera.
Nota mental: grabar un video cuando le corte las uñas a mi hijo dormido y mostrárselo a la mañana siguiente para que me explique qué grado de hipnosis ocurre en la noche que hace desaparecer su umbral de dolor.
El ayayay, también puede usarse como descripción de una prenda de vestir de moda. Mi hijo suele señalar el hueco en la rodilla de mis jeans favoritos, mirarme con cara de preocupado y decir “mamá se hizo un ayayay”.
Yo asiento con cara de ternero degollado y espero que mi papá, que tampoco entiende la moda de la ropa desgastada y me soborna con llevarme de compras para que deje de usarlos, no lo haya escuchado.
AZÚCAR Hidrato de carbono soluble y de sabor dulce presente en casi todos los alimentos que consumimos, al que le echamos la culpa de la hiperactividad de niños hiperactivos.
Cuenta la leyenda que madres y profesoras prohíben el consumo de gaseosas por tener un alto contenido calórico, pero dan vía libre a jugos de caja, tés fríos, ponqués y lácteos saborizados, por considerarlos libres de azúcar, químicos y preservantes.
Un minuto de silencio por ellas.
—¿Bien?
—Pues no sé.
—¿Cómo así?
—Es negativa.
—¿Y la prueba es 100% segura?
—Cuando sale negativa sí.
—Ok.
—Ok.
—…
—…
—¡Oye! Tengamos un hijo.
La primera vez que me hice una prueba de embarazo, no estaba embarazada. Tampoco buscaba bebé; me cuidaba y disfrutaba de mi vida de casada, feliz, sin hijos. Pero por esa extraña sincronización de reglas que hacemos las mujeres con las amigas más cercanas, creí que tenía un retraso.
De sólo pensar en la posibilidad de ser padres nos cagamos del susto. Ese escalofrío delicioso que viene atado a cosas increíbles. Como ese momento en que la montaña rusa está a punto de irse cuesta abajo y te arrepientes de haberte montado, pero al mismo tiempo quieres sentir el vacío; o cuando suena el tercer
llamado en el teatro y tienes que salir a escena, pero te preguntas qué carajos haces ahí con el estómago en las manos.
Camino a casa paramos en una droguería y compramos la prueba que se veía más cualificada para no darle cabida a la duda. No entendíamos cómo podría haber pasado. Es decir, teníamos claro que el responsable no era el Espíritu Santo, pero siendo sinceros, sería el único capaz de burlar nuestro sistema de seguridad antibebés.
En todo caso, las cuentas eran exactas: si a Patricia hacía una semana le había llegado, yo llevaba esa misma semana de retraso. Nos sentamos en el baño a esperar el veredicto, sin poder contener la risa nerviosa.
Los tres minutos de espera alcanzaron para imaginarnos toda una vida, buscar nombres, colegios y hasta una nueva casa sin escaleras.
Una raya se dibujó, prueba infalible de que mis métodos anticonceptivos estaban haciendo bien su trabajo.
Silencio.
No queríamos ser papás, pero el resultado negativo de un bebé no buscado nos sabía a la más amarga desilusión. Acabábamos de perder algo que nunca habíamos tenido o querido tener, y por extraño que suene se sentía fatal. Esa “pérdida” llegó para zarandearnos y despertarnos el anhelo de algo que no se nos había cruzado por la cabeza.
—¡Oye! Tengamos un hijo —dijo Andrés.
Y ese mismo día, junto con las pastillas anticonceptivas, decidimos tirar por el inodoro la vida que llevábamos. Esa vida que amábamos y que de repente parecía tan vacía.
En ese momento decidimos ser papás, y jamás tendré cómo agradecerle a la regla de Patricia por haberse adelantado.
BABAS Removedor de manchas poco efectivo y asqueroso que untamos en nuestro dedo índice cuando, esperando la ruta del colegio, descubrimos un rastro de crema dental en el saco del uniforme de nuestro pequeño.
BAÑO Preciado lugar íntimo que nunca más usarás sola y con la puerta cerrada.
BAÑO FAMILIAR Maravilloso invento de los centros comerciales para la familia con hijos, que siempre está ocupado por una malparida que no los tiene, pero que encontró ahí un lugar discreto para cagar.
BEBÉ Pequeño ser suave y acariciable que sin tu mano sosteniendo su nuca parece un perrito bailarín de taxi, y que a pesar de que sólo duerme, come y caga, no te deja libre un segundo en el día, volviéndote una pelota, en sentido literal y figurado.
4:00 a.m.
Un bebé de tres semanas llora pidiendo su dosis de leche mañanera.
Una mamá ojerosa codea a su esposo para que le alcance al crío.
Un esposo comprometido y considerado, inteligente, con título universitario y sentido común se levanta enseguida hacia el corral y dice: “Tranquila, no te muevas, yo te lo traigo”.
La misma mamá muere de amor, le dan ganas de darse unos golpecitos en el hombro y decirse a sí misma: “Buena esa, escogiste bien al padre de tus hijos”.
El padre de ese hijo se acerca con el niño en brazos.
La mamá se sienta para preparar su pocheca, levanta la cara para verlos venir y enloquece.
Dicho hombre, a pesar de haberla acompañado al curso psicoprofiláctico y haber oído de ella mil veces las recomendaciones, trae al bebé de tres semanas sin una mano de apoyo bajo su cabeza bailarina estilo perrito de taxi.
—¡Oye! ¡La cabeza! —grita la mamá.
El padre comprometido y considerado, inteligente, con título universitario y sentido común, en vez de ponerle de inmediato la mano bajo su cabeza, mira asustado al bebé. Y segundos después, con toda tranquilidad e indignación con la madre por haberle gritado, contesta:
—¡Ahí la tiene!
La madre no sabe si reír o llorar.
BEBER Eso que hacías sin moderación antes de ser madre, que sueñas llevar a cabo apenas termines la lactancia, y que juras no volver a hacer después de superar un guayabo en medio de saltos, llantos y gritos de bebé.
Abuela que haga de niñera esta noche: check.
Blower: check.
Cambiar camisa de botones para lactar por blusa negra de encaje para la noche: check.
Guardar los tenis y sacar los tacones: check.
Smokey eyes: check.
Marido: check.
Habían pasado seis meses desde la memorable noche en la que me había convertido en madre. Seis meses de lactadas nocturnas, camisetas anchas y mojadas (sí, mojadas, porque mis neuronas estaban ocupadas tratando de entender cómo alimentar a un ser humano, y no en bloquear la pocheca que no estaba en uso con protectores de brasier), de cola de caballo y cero maquillaje, de Crocs y leggins.
Medio año maravilloso de contemplación que me hacía pedir a gritos una noche de foforro y desorden. Me debatía entre las ganas de volver a pisar la calle de noche y la intranquilidad de despegarme de mi bebé. Andrés, mi marido, parado en la puerta de la casa, acosaba para irnos, mientras yo besaba por enésima vez la frente de un angelito dormido que no sospechaba la fuga de su madre por unas escasas horas. ¡Qué difícil desprenderse! Dejar a mi bebé una noche por primera vez se sentía como sacar un pedazo de mi estómago… ¡No, qué va!, mi estómago completo; como si lo dejara a un lado para salir de mi cuarto fingiendo que nada me hacía falta.
En el ascensor ya lo extrañaba y en el bar no paré de hablar de él. El primer trago me entró tan fuerte y tan mal que creí que de verdad había dejado mi estómago en la casa. La cosa no mejoró con el segundo, y con el tercero fue inminente llevarme alzada a la cama. La borrachera y maluquera de una adolescente a punta de tequila sunrise en plena excursión no tenían nada que envidiarles a las mías.
Al día siguiente la cosa no mejoró. Soporté el peor guayabo de la historia con la mínima cantidad de trago ingerida. Vomité tantas veces abrazada al inodoro que sentí la necesidad de improvisar un testamento y dejarlo firmado en papel higiénico. Me sentía en una especie de estado terminal, tanto que estuve a punto de escribirle una carta al ministro de Salud rogándole que metiera “guayabo de madre primeriza” en el POS.
Ese día entendí que ser mamá significa quererse tomar todas las copas del mundo y ser derrotada por la primera.
BERRACA Mujer cabeza de hogar.
BESO
Expresión de amor que no puedes parar de darle a tu hijo y de la que bien valdría la pena aprovecharse mientras es bebé, porque más grande, según dicen, no te permitirá hacerlo sin sentir vergüenza y alegar invasión del espacio personal.
BIKINI Artículo venerado, de dos piezas, en el que soñamos entrar después de ser madres, y al que igual nos metemos porque la panza también tiene sus derechos.
BILLETE Activo o bien aceptado como medio de pago que, si lo produjera en cada ida al baño, no sería el principal impedimento para pensar en un segundo hijo, en un tercero o incluso en un cuarto.
Los hijos valen plata, mucha plata. El dicho popular asegura que los hijos vienen con el pan debajo del brazo. Si así fuera, la atención dedicada el día del parto al recién nacido que me cambiaría la vida se habría interrumpido por el insuperable olor del pan recién salido del horno que vendría con mi hijo, y yo, en vez de pegar a mi hijo al pecho, hubiera pegado el pan a mi boca.
Y en todo caso, si tomara esa frase literal, el dichoso pan no serviría para nada porque no hay un producto que dure menos en mi casa que esta delicia llena de gluten y sabor.
Pero, obviamente, decir que vienen con el pan debajo del brazo no es literal, y con esta frase sólo queremos calmar la ansiedad de los futuros padres que, al mirar la contabilidad del hogar, pronostican un déficit en sus finanzas con la llegada del pequeño.
Lo cierto es que los hijos no traen el pan debajo del brazo, pero tampoco he visto al primer padre que salga a pedir un reembolso o a tramitar una devolución de su bebé. ¿Saben por qué? Porque los hijos cuestan plata… pero VALEN cada centavo.
BIPOLARIDAD Que tu hijo haga un show monumental para que no lo metas a la ducha, y otro aún peor, minutos después, para que por favor no lo saques.
BLOQUEADOR Producto que tu hijo nunca se dejará aplicar sin el uso de la fuerza o el chantaje. ículo de primera necesidad, para no tener que recurrir al viejo truco de la maicena, usado en nuestros hombros por los responsables padres de antaño.
BOLSO rio femenino que al ser usado por una madre será convertido en vertedero de basura, y el lugar ideal para encontrar paquetes empezados, sobrados de comida desperdigados entre la billetera y una pinta del hijo (que seguramente ya no le queda) “por si acaso”.
BOTIQUÍN Kit que armarás con todos los medicamentos necesarios en caso de emergencia, fiebre, tos o vómito, y que nunca tendrás a la mano cuando de verdad lo requieras.
BRAZO Parte desagradecida de nuestro cuerpo que después del parto parece de tía, a pesar de ser ejercitado a diario arrullando a un bebé que no quiere dormir.
BRUXISMO Hábito de apretar los dientes superiores contra los inferiores de manera involuntaria cada vez que abrazamos a nuestros hijos. Odontólogos especializados en la materia aseguran que la ternura y el exceso de amor que produce un hijo en un padre o una madre es directamente proporcional al desgaste de sus dientes. Hacerlos rechinar se posiciona como la mueca por excelencia para expresar un amor desbordado.
El belfo del amor, así me gusta llamarlo. No hay mamá que vea a su hijo y no sienta unas incontenibles ganas de abrazarlo muy fuerte, de apretujarlo, de espicharlo. Pero si yo abrazara a mi hijo con todas mis fuerzas y todo el amor que me despierta, seguramente lo rompería en pedacitos. Desde que nació mi hijo empecé inconscientemente a “belfear”… supongo que sé que si uso todo mi arsenal de amor al abrazarlo puedo hacerle daño y exagerar en la dosis de amor que quiero transmitirle con mi abrazo. Así que al parecer envío toda esa fuerza a la mandíbula y mi expresión máxima de amor se ha convertido en un nada sexi ni fotogénico belfo en mi cara. Tengo cientos de fotos abrazándolo y haciendo mi particular belfo, cientos de fotos que no han llegado a Instagram porque me veo más belfa que Keira Knightley haciendo cara de sufrimiento. En mi casa se usa el verbo: “Vamos a belfear”, “mira cómo belfeaste”, “tú belfeas”, “yo belfeo”, eso significa que nos amamos.
LOS HIJOS NO TRAEN EL PAN DEBAJO DEL BRAZO, PERO TAMPOCO HE VISTO AL PRIMER PADRE QUE SALGA A PEDIR UN REEMBOLSO O A TRAMITAR UNA DEVOLUCIÓN DE SU BEBÉ. ¿SABEN POR QUÉ? PORQUE LOS HIJOS CUESTAN PLATA… PERO VALEN CADA CENTAVO.
Belfear es la mejor prueba de que una madre y un padre a veces no saben qué hacer con todo el amor que de repente experimentan.
El amor en mi casa es un belfo maravilloso que no necesita un odontólogo para curar su bruxismo.
BULLYING (O MATONEO)
Maltrato verbal, psicológico o físico que en mi época escolar se conocía como montársela a alguien, gracias al cual se forjó parte de mi carácter y por el que ahora temo que mi hijo vaya al colegio.
Otra acepción es eso que nos hacemos entre mamás a diario y sin compasión. Eres mamá. Sabes lo maravilloso y lo tenebroso que significa serlo. Aprendes que es una labor para machas. Tienes claro que hay días que quieres renunciar, salir corriendo, tirar la toalla, poner en mute el mundo entero. Comprendes que hay momentos dolorosamente ruidosos, pero llenos de soledad. Concibes que hay otros peores, plenos de incertidumbre. Notas que por más que lo hayas hecho bien, hay días en que todo sale mal. Y, sobre todo, entiendes que por más que quieras hacer las cosas bien a veces las hacemos mal.
Conoces la desazón y la impotencia que TODAS las mamás sentimos frente a una pataleta. Distingues el miedo al sufrimiento ajeno. Navegas por la angustia al tener la responsabilidad en tus manos de construir una buena o una mala vida. Sientes por primera vez lo que es un grito herido y la frustración que lo provoca. Experimentas lo jodidamente difícil que es ser una buena mamá sin enloquecer en el intento.
Entonces yo me pregunto, si todas las mamás vivimos esto, ¿por qué a veces somos tan cabronas entre nosotras?
Es normal que alguien que no ha tenido hijos o no quiere tenerlos tuerza los ojos y haga mala cara cuando un niño pega un grito en un lugar público. Es normal porque no tiene ni idea de la lucha que una mamá lleva día a día, de las horas de sueño que le faltan y de las batallas que ha escogido perder por tener un poco de paz. Pero que alguien, a quien a lo mejor su hijo le ha hecho escándalos peores, haga cara de “yo sí supe criar al mío”, cuando te ve en la mala, es para matar y comer del muerto.
La maternidad es un reto. Pero a veces parece que todas las madres del mundo hacemos nuestro aporte para que la tarea sea aún más difícil. Una mirada, un silencio, una palabra, un adjetivo, una frase, un desplante son suficientes para aniquilar la poca fe de una madre encartada. Somos buenas exponentes del matoneo, preciso cuando más solidarias deberíamos ser. Yo he sido víctima de esos consejos disfrazados, de esos silencios devastadores, de esas miradas lastimeras, y me he sentido fatal. Pero también debo itir que a veces, como olvidándome de mis malos días, he sido verdugo.
Somos así, somos mujeres, creemos que hemos tenido éxito cuando otra ha fallado en algo, consideramos que el bullying que perpetuamos contra otra mamá es sana competencia y nos enredamos el camino en vez de darnos la mano para que todas tengamos un viaje seguro y placentero.
Calentamiento global, escasez de agua y alimentos, posible Tercera Guerra Mundial, superpoblación… son los temas que se me vienen a la mente ahora que he decidido ser mamá.
Lo sé, podría estar escogiendo nombres, tejiendo un saquito, tomando ácido fólico o por lo menos calculando mis días de ovulación. Pero mi cerebro, influenciado por algún artículo compartido en Facebook, es taladrado por una ecologista radical que asegura que tener hijos es lo peor que le podemos hacer al planeta.
¿Son tan poco sostenibles para la Tierra estas criaturas derrochadoras de ternura?
Si es verdad que lo son, ¿podrán entonces sus hermosas carcajadas tapar las voces de mi conciencia?
Yo, la que le contabiliza los minutos en la ducha a las visitas, la que tiene cinco canecas de reciclaje, la que con el dolor en el alma ha renunciado a comprar bolsas ziploc, la que se lava el pelo sólo una vez a la semana, la que no se baña los domingos, la que se traga los chicles porque así al menos se desintegran en un bollo, hice todo lo posible para quedar embarazada y traer un habitante extra que nos robe el poco oxígeno y alimento que queda en este planeta.
¡Lo siento ecologistas! Un perro y dos gatos no iban a saciar a esta mujer hambrienta de maternidad. Sí, somos 7.500 millones de humanos y yo he tenido el descaro, la desfachatez (y la dicha) de traer uno más a este desahuciado mundo. Lo siento y al mismo tiempo no lo siento; mi vida sin la experiencia de
ser madre, paradójicamente, se sentiría vacía y desolada en medio de esta superpoblación.
¡Lo siento ecologistas! Prometo darle teta hasta los quince años para que ustedes tengan tiempo de sobra para encaletar alimentos enlatados y botellas de agua en sus sótanos; utilizaré pañales de tela o le dejaré puesto el desechable las veinticuatro horas del día sin temor a una pañalitis crónica; no lo inscribiré en una universidad sino que lo pondré a trabajar directamente de reciclador; nos transportaremos en bicicleta hasta para ir a San Andrés de vacaciones; no volveré a quedar embarazada, disminuyendo la frecuencia de mis encuentros amorosos (créanme, no tengo que prometerlo, mi hijo se encargará de ello), y, sobre todo, juro solemnemente sentirme muy mal cuando digan “mujeres y niños primero” al abordar el cohete que nos llevará a habitar un nuevo planeta cuando acabemos con este.
CACHETE Parte de la cara de tu hijo cuyo tamaño y suavidad hará que no puedas evitar comértelo a besos.
CAFÉ Color que reemplazará el lindo tono rosado que tenían antes nuestros pezones. La maternidad consiste en despedirse de un pezón rosado de película porno y en darle la bienvenida a un pezón café de película independiente.
CAJA Empaque, generalmente de cartón, en el que vienen envueltos los regalos que les
compramos a nuestros hijos y que suele gustarles, o por lo menos divertirlos más que los juguetes que contienen.
CALENTADO Mezcla de sobras de la comida del día anterior, a la que usualmente se le añade un huevo frito para convertirla en una exquisitez latinoamericana. También es el plato que, al servirlo como desayuno, nos hace sentir menos culpables por el exceso de harinas y grasa que contiene.
CALENTURA Estado de lujuria que nos posee durante el embarazo y nos convierte en ballenas en celo que experimentan por segunda vez el desbordado deseo sexual de la adolescencia.
La única razón para no clasificar a la mujer embarazada como ninfómana es la sutil negativa del hombre promedio que, ante el miedo de chuzarle un ojo al bebé o generarle traumas irreversibles en su cráneo, prefiere no cumplirle todos los caprichos a la libidinosa de su ballena, digo, mujer.
CALOSTRO Tres gotas que brotan de nuestras pochecas, antes de que baje la leche, capaces de saciar y alimentar al bebé, pero que al ser precisamente sólo tres gotas harán que tu madrecita te atormente con “¿ya? yo creo que ese bebé quedó con hambre”.
CANECA En lo que nos convertiremos si seguimos devorando las sobras que dejan nuestros hijos, bajo la excusa de que la comida no se bota. La costumbre de limpiar el plato es tan generalizada, que quienes la practican han sido diagnosticados con el Síndrome de la Caneca y requieren varias sesiones de terapia de choque para empezar a ver los sobrados como malignas calorías, y un par de horas extra de entrenamiento para tener la fuerza de pasárselas al portero o refrigerarlas para un futuro calentado.
CANSANCIO Extenuación que creíamos haber sentido las noches en vela terminando la tesis de grado o a la salida de un concierto sin taxis a la vista.
Los primeros cuarenta días como madres nos demuestran que aún no habíamos ni rozado los límites máximos de agotamiento que puede soportar un humano sin desfallecer. Alguna fuerza inexplicable (para no sonar cursi, no diré que es la fuerza del amor) nos mantiene en pie, nos aleja de la locura que podría producir la falta de sueño y nos reviste de una soberbia que nos hace blanquear los ojos cuando alguien sin hijos tiene la desfachatez de insinuar que muere de cansancio.
CANTAR Eso que creemos hacer en perfecta entonación y armonía cada vez que arrullamos a nuestro bebé. No existe mamá que, por poca capacidad auditiva y vocal con las que cuente, no cante canciones de cuna viejas e inventadas, sintiéndose tan o más talentosa que Adele.
CARRO Principal vertedero de basura de una familia con hijos. Cuentan los expertos, es decir los lavadores de carros, que debajo de los paquetes de papas, de las boronas de pan, de los juguetes descabezados y de las medias sin pareja, siempre temen encontrar un cadáver. Si el gremio de estos limpiadores de vehículos estuviera mejor organizado, hace mucho se habría aprobado cobrarles un 30% más a los carros de familias con hijos.
CELULAR Costoso juguete que a veces nos prestan nuestros hijos y que nos atormenta con su popular “almacenamiento lleno” cuando nos urge tomar la vigésima foto de nuestro bebé tomando sopa.
CHAMPÚ Producto para la limpieza del pelo de los niños que, gracias a los avances de la ciencia, al entrar en o con los ojos ya no les saca lágrimas, pero que por alguna extraña razón los hace llorar cada vez que intentamos aplicárselos.
CHANCLETA Calzado de clima cálido de fácil remoción, que les permitía a las madres de antaño judicializar e inmovilizar en la mediana y corta distancia a niños que se estaban portando mal.
Bendito sea el clima frío
que hizo que mi mamá
siempre usara botas
o zapatos de amarrar.
He oído que en el calor
no hay manera de escapar
de las chancletas voladoras
que lanza furiosa mamá.
CHAO Palabra usada inútilmente por madres y padres para que sus hijos acepten irse del parque.
Funciona un par de veces, no lo niego, pero tiene las mismas consecuencias que la historia del pastorcito mentiroso. Después de usarla en exceso, nuestros hijos tienen clarísimo que los amamos mucho como para abandonarlos a su suerte en una arenera. Insistimos, y el chao se convierte en una retahíla de “chao, me voy, me fui, me estoy yendo, oye, que me voy a ir, mira cómo camino, ahora sí me voy, ay, chaooooo, nos vemos después, oye, que estoy diciendo chao, que me voy”; mientras ellos nos miran de reojo sabiendo que no iremos a ninguna parte, y esperan pacientemente nuestro regreso con el rabo entre las piernas, prometiendo esta vez helados, horas de TV y golosinas (es decir, chantaje) si hacen caso, de una vez por todas, de irnos a casa.
CHAT Tipo de comunicación que sostienes por WhatsApp con otras mamás del colegio, donde es preferible contestar con monosílabos para no entrar en discusiones obsoletas. También es el grupo que querrás silenciar para no enloquecer, pero del que no te saldrás porque ahí, gracias a la mamá más intensa de todas, te enterarás de actividades y tareas de las que no tenías ni idea.
CHUPO
Silenciador que obligas a usar a tu hijo durante sus primeros meses de vida con tal de que los vecinos no oigan sus alaridos, pero del que te arrepientes cuando le empiezan a salir los dientes. Dícese también del objeto que desinfectarás cada vez que toque el piso durante el primer mes de vida de tu hijo, y que meses después sólo soplarás cuando caiga en la tierra.
CLAUSURA Emotiva ceremonia de fin de año que nos hace llorar viendo a nuestros hijos bailar sin ritmo y cantar desafinado por unos minutos, pero que nos obliga primero a aburrirnos hasta el tuétano viendo por horas a niños que no conocemos bailar sin ritmo y cantar desafinado.
COCHE Prueba infalible de que una mujer es capaz de hacer dos cosas a la vez: cargar al bebé con una mano y empujar el coche lleno de paquetes con la otra. La próxima vez que salgas a la calle, haz la prueba de contar cuántos niños van sentados en su coche y cuántos le están haciendo pasar un mal rato a la mamá.
COCO Monstruo mítico del que no podemos hacer una descripción acertada y consensuada; causante de la mitad de nuestras pesadillas, con el que nos amenazaban cuando chiquitos con tal de que hiciéramos caso:
Duérmete niño,
duérmete ya
que viene el Coco
y te comerá.
Crecimos oyendo de la voz dulce de nuestra mamá esta melodía aterradora, y ahora de adultos somos incapaces de cantársela a nuestros hijos por el temor, que nos ha inculcado esta nueva generación, de llegar a traumatizarlos.
De seguro nuestros hijos no creerían el cuento del Coco, así que, para matar dos pájaros de un solo tiro, sería mejor amenazarlos con algo que de verdad los asuste.
Duérmete niño,
duérmete ya
si quieres que yo
comparta el wi-fi.
COJONES Lo que se necesita, más que plata, para ser madre.
COLECHO Acto heroico de recibir estoicamente patadas y puños de bebé durante toda la noche porque no queremos traumarlo mandándolo a dormir solo al cuarto que durante nueve meses le decoramos. También es el entrenamiento de alto nivel que estimula a los padres a ser recursivos a la hora de echarse un polvito o a olvidarse para siempre de esta divertida y saludable actividad.
Los niños siempre van a querer dormir con sus papás. Yo recuerdo la tranquilidad que sentía al poner mi cabeza sobre el brazo de mi papá, oír plácidamente sus historias para dormir, y caer profunda justo antes del final de alguna. Mi cabeza encajaba a la perfección en ese brazo que parecía diseñado sólo para sostenerme. Me parece que hoy, después de tantos años, vuelvo a sentir sus dedos delicados pasar una y otra vez sobre mis párpados y escucho su voz
suave y pausada para hacerme conciliar el sueño con su método de hipnosis inventado. Recuerdo la seguridad que sentía de cerrar mis ojos en plena oscuridad porque al lado de mi pecho podía percibir fuerte y claro el compás de la respiración de mi papá. Caía dormida mientras inútilmente intentaba que mi respiración a toda marcha imitara el ritmo de la suya. Cómo no querer dormir con los papás si con ellos las figuras que se dibujan en las sombras son ángeles que vienen a velar nuestro sueño y no monstruos que quieren interrumpirlo.
Años después fui mamá, y los comentarios de todos los metiches, la mayoría sin hijos, que me auguraban un miserable futuro si desde los tres meses no acostumbraba a mi hijo a dormir en su cama, le pusieron un blur a los recuerdos de las sosegadas noches de mi infancia. Oí y leí tantas teorías que llegué a creer que fracasaría como madre moderna si mi hijo no era ejemplo de independencia al dormir, y entonces cumplidos sus tres meses, una noche lo metí a su cuna, le di un beso de buenas noches y salí a comerme las uñas al pasillo. Aguanté treinta minutos, que cuando verifiqué en mi reloj en realidad habían sido sólo diez. Fueron seiscientos segundos del llanto más desgarrador que había podido escuchar. Un llanto de miedo, un grito de auxilio, una voz desesperada que pedía mis brazos a los gritos. No estaba hecha de ese material de mamá que puede esperar contra la puerta del cuarto de su hijo a que los gritos se apacigüen. Entré por mi hijo, lo abracé y al sentir su respiración agitada recordé la paz que le estaba negando al no dejarle sentir la mía. Volvimos a dormir juntos. Resulta que mi brazo, como el de mi papá, también estaba perfectamente sincronizado y diseñado para acoplarse con su cabeza. Lo veo cerrar sus ojos confiado y sin angustia, y en las noches que el sueño no llega con tanta facilidad paso mis dedos sobre sus párpados una y otra vez haciéndole honor a un método de hipnosis que me enseñó un gran maestro. ¿Cómo negarle la felicidad de dormir sintiéndose protegido?
Debo confesar que mi hijo ha dormido en mi cama y en la suya por temporadas. Hay noches en que la rutina de cuento, respiración y dedos sobre párpados ha ocurrido en su cama y he huido a la mía con sigilo. Hay otras en las que arruncharse con nosotros y en nuestra cama es su única petición, y el recuerdo de sus ojos asustados de la noche que entré a rescatarlo a su cuarto me impide negársela.
A medida que mi hijo crece, sus patadas se vuelven más certeras; el calor que padezco yo, que siempre estoy en la mitad, me obliga a deshacerme de la piyama a medianoche, y entonces otro recuerdo de infancia vuelve a mi cabeza: la noche que muerta de calor no pude moverme libre por la cama de mis papás, y adormilada y sin lágrimas caminé a mi cuarto pensando: “Creo que estoy más cómoda en mi cama”. No recuerdo haberles dicho nada a mis papás, si lo hubiera hecho, mis palabras seguramente hubieran sido: gracias por dejarme soñar estos años, ahora me voy a roncar a otra parte.
CÓLERA Lo que sientes cuando tu hijo te dice “mami, tengo hambre”, y tú ya estás metida en la cama después de haberle insistido todo el día en que, por el amor de Dios, comiera algo. O cuando después de haberle insistido a tu hijo en que fuera al baño, notas que él ha preferido hacerse en los pantalones.
CONSEJO Eso que la gente decide darte con buena intención, aunque no parezca, sin tú haberlo solicitado.
La mejor manera de recibirlo es poniendo cara de interés, pero sin escuchar ni una palabra. Se recomienda fruncir un poco el ceño en señal de querer comprenderlo todo; asentir con la cabeza después de cada frase, como los compañeros bobos del colegio que decían que sí a cada palabra del profesor; abrir un poco la boca como si jamás hubieras oído lo que te dicen, y seguir tu vida como si esos minutos nunca hubieran ocurrido. Contestar o refutar nunca será una buena opción, si lo que quieres es no herir susceptibilidades y vivir una vida feliz.
CONTORSIONISMO Capacidad de adoptar posturas imposibles para el humano promedio, que adquirimos para escapar de la cuna sin despertar al bebé o alcanzar un juguete que ha caído debajo de la silla del carro. La flexibilidad que conseguimos bajo presión para estos menesteres es inversamente proporcional a la flexibilidad que logramos en una faena romántica.
CRIANZA CON APEGO ¿Existe acaso alguna manera de no apegarse a esas tiernas criaturas que salieron de nuestro vientre?
CRIANZA POSITIVA Curso-taller que está de moda y que siempre dicta una mamá que se autodenomina experta porque alguna vez tomó el mismo curso-taller un fin de semana dictado por otra mamá que también es experta por haber tomado otro curso-taller otro fin de semana.
Es un método que sostiene que una madre puede y debe sobrevivir a la maternidad sin usar la palabra NO. ¿Saben qué? La mitad de las negativas de mis papás hicieron que sobreviviera a mi niñez y mi adolescencia. Como madre confieso que usaré un par, y contrario a lo que piensen creo que será positivo para todos.
Queridas expertas: NO soy capaz. Perdón, cierto que no debo usar la palabra NO con ustedes. Corrijo. Me considero NO apta para su teoría. Ups, lo hice otra vez… Vuelvo a intentarlo: poco idónea para este método, gracias muchas.
CUIDADO Palabra exasperante que repetimos 1.500 veces al día con la firme convicción de que, con tan sólo pronunciarla, salvaremos a nuestros hijos de una caída.
CULPA Sentirse como una cucaracha por tener reacciones de humana y no de mamá perfecta.
No son los kilos de más, no son las hormonas alborotadas, no son las estrías, no
son las desveladas y las madrugadas… lo más incómodo de ser mamá es el sentimiento de culpa que, como dice el eslogan del desodorante, no nos abandona.
Cuando estaba en el colegio, el profesor de Ética y Moral explicaba en una de sus clases que la culpa era buena porque a través de ella el ser humano podía reconocer que había cometido un error, de tal forma que sintiera la necesidad de remediarlo, o al menos de no volver a cometerlo. Pero te vuelves madre y ese sentimiento de culpa que puede ser un “neutralizador social” natural se vuelve tu peor enemigo, e incluso te vuelve a ti tu peor enemiga. Sientes culpa por todo. Nunca crees estar a la altura de la situación. Te remuerde la conciencia. Quisieras devolver el tiempo. No te alcanzan las palabras de perdón y los golpes de pecho. Terminas por creer que nadie, ni siquiera Cersei Lannister, puede ser una peor madre que tú.
La culpa aparece de la nada y por todo. Porque tu tono de voz llegó a unos decibeles no permitidos por la crianza positiva, porque olvidaste su impermeable en casa el día que cayó granizo, porque le diste de cena cereal con leche, porque miraste el celular mientras él te llamaba a los gritos, porque has salido una tarde con unas amigas y sentirte bien sin tu hijo te acuchilla el alma.
Hoy grité, manoteé y lloré frente a mi hijo. Vi cómo la ira, una palabra de sólo tres letras que se siente fuerte incluso al escribirla, salió proyectada de mi boca en todas direcciones. No, no me desahogué, no me liberé, no aligeré mi carga al explotar. Sólo logré sentirme fatal. Por mi cuerpo quedó esparcida la culpa, en mi cabeza la sensación de “no era para tanto” y en el pecho un vacío que pareciera no poder llenarse con la tonelada de abrazos que vinieron después.
El desespero, la ira, el lado oscuro de ser madre. Mi humanidad revelada en todo su esplendor. Mi ideal de madre en apuros que reacciona siempre como una muñeca, o al menos como una adulta coherente y amorosa, tirado por la cañería.
Y luego la culpa, que se despierta a revolcarme justo cuando mi hijo ha caído dormido.
Verlo ahí, plácido, puro, inocente, apapachable bajo la luz de luna, hace que todo en él se vea inocente y todo en mí culpable.
Culpa maldita culpa.
¿A quién podría echarle la culpa por sentir tanta culpa?
¿A quién más que a mí podría culpar por equivocarme?
Recordaré a ese profesor del colegio con su libro de Ética para Amador bajo el brazo y lidiaré con la culpa, mi culpa, aprenderé a manejarla, a quererla y a escucharla… porque sin lugar a dudas ser mamá es hacerlo todo con amor y, a pesar de ello, a veces hacerlo mal.
SER MAMÁ ES HACERLO TODO CON AMOR Y, A PESAR DE ELLO, A VECES HACERLO MAL.
Día 253.
El tamaño de mi panza hace que la gente en la calle me mire con asombro y se pregunte qué hago allí y no en una sala de partos.
La cara de desconcierto de algunos es la prueba fehaciente, más que la balanza, de que he alcanzado un tamaño de proporciones épicas.
No hay manera de estornudar sin que eso signifique cambio de calzones.
Mis pies, por no decir también la flor hermosa en mi entrepierna, son un vago recuerdo de algo que solía verme cuando miraba hacia abajo.
Mi embarazo ha llegado a ese momento crítico donde las horas transcurren más lento y las semanas son más largas. Los bebés pueden nacer desde la semana 37, yo voy en la 38 y estoy decidida, como si con la determinación bastara, a no alcanzar la 40.
Llego a mi control semanal dispuesta a convencer a mi ginecóloga de apurar la salida de mi bebé. Mi doctora, a quien paradójicamente escogí por ser respetuosa con los procesos naturales del embarazo y el parto, no tiene la respuesta ni el Pitocin que tanto anhelo. Caminar, recomienda ella; sólo caminar.
Una enfermera a la salida de la clínica choca con mi gigantesca panza y se ofrece a llevarme al cuarto donde tendré a mi bebé. Le explico que aún no es la hora y que mi ginecóloga me ha devuelto a casa a rascarme la panza. Las pupilas dilatadas de la enfermera me confirman una vez más lo que ya sé: estoy a punto de estallar. Me acaricia la barriga con la misma devoción que mi abuelita acariciaba la de Buda pidiéndole un deseo, se acerca a mi oído como si lo que fuera a decir le estuviera prohibido y me susurra: “Cómase a su marido”.
En casa recurro a mi consejero de cabecera, Google, y descubro que tener relaciones en las últimas semanas genera contracciones que inducen el parto. Decidida a ser mamá de una vez por todas, prendo velas, me embuto en una piyamita sexi, camino lentamente hacia mi marido, sintiéndome como la Halle Berry de James Bond que sale del mar, aunque más me parezca a Willy, la ballena.
…
Inútil describir lo engorroso, incómodo y, por fortuna, gracioso del momento.
Día 254. Salgo a caminar, el consejo de la enfermera no ha podido llegar a buen término… No hay peor afrodisiaco que la ternura y el miedo que le produce a Andrés mi avanzado estado de embarazo.
DECEPCIÓN Jugar tres horas con tu hijo, sentirte agotada, mirar el reloj y ver que sólo han transcurrido treinta minutos.
DEDOS Extremidades de la mano que, dependiendo de su tamaño, nos ayudan a sobrevivir a la maternidad.
ÍNDICE: el más usado. El que ponemos en las fosas nasales del bebé, para verificar que respira cuando creemos que lleva dormido más de lo normal. El que untamos de babas para limpiar huevo seco en un cachete. El que movemos de lado a lado para indicar que todo lo que quiere hacer el niño no se hace.
MEÑIQUE: con el que hurgamos la minúscula nariz de nuestros hijos en busca de mocos o, en algunos casos más graves, cualquier objeto pequeño que les haya parecido divertido guardar ahí.
ANULAR: así como en la vida sin hijos, no sirve para nada, sólo para ponerle un anillo y golpear un vaso con él en busca de atención.
PULGAR: ese que usamos para arriba con una sonrisa y ojo aguado cuando nuestro hijo logra algo increíble. Ese que usamos para abajo, también con ojo aguado, para indicarle a nuestro esposo que no hemos logrado dormir al bebé.
CORAZÓN: el que usamos a espaldas de todo ser detestable que nos hace las preguntas del todavía: ¿todavía no camina? ¿Todavía no habla? ¿Todavía usa pañal? ¿Todavía toma teta? ¿Todavía no ha nacido? ¿Todavía no has quedado embarazada? ¿Todavía no has vuelto a trabajar?
DEPRESIÓN Regalar esos jeans que guardaste durante meses porque, por más que lo intentaste, no volviste a caber en ellos después del embarazo.
Me han dado de alta. Es hora de volver a casa para empezar oficialmente una nueva vida como mamá. Debo reconocer que una de las cosas que más feliz me hace es poder prescindir de esta bata verde, untada de calostro, que no me favorece. Me bajo de la cama en doscientos pasos con la ayuda de un par de enfermeras. Me muevo en cámara lenta, como un robot al que se le está acabando la batería o un borracho actuando de sobrio frente a un policía; es decir, me muevo torpemente como una recién parida. En la maleta viene una pinta cuidadosamente seleccionada para mi salida triunfal de la clínica con el tercer integrante de la familia. Sin éxito, trato de empujar mis carnes dentro de un pantalón que ahora parece insuficiente para sostener unas caderas envueltas en pañal y una barriga fofa con vida propia. Ayuda. De algún lado aparecen cuatro manos prestas a hacerme caber en el bendito pantalón, pero la tarea es imposible. Una manta wayuu hubiera sido la pinta perfecta, y a nadie se le ocurrió decírmelo. Siento una enorme congoja en el pecho y me deslizo con facilidad dentro de la ropa de maternidad con la que llegué el día anterior. Tengo cosas más importantes de qué preocuparme, pero por alguna razón, saber que no hago parte del 0,0001% de mujeres que son como Gisele Bündchen me deprime.
DEPRESIÓN POSPARTO El miedo, la angustia, la desazón que experimentamos todas las mujeres al ser madres, pero elevado a la N potencia, razón por la cual debemos llamar cuanto antes a un especialista.
DESINFLADAS Adjetivo que le daremos a nuestras pochecas después de terminado el periodo de lactancia para explicar que ellas no fueron víctimas de la gravedad, sino que sólo perdieron cierta consistencia. Para que le quede claro a cualquier lector: a las mamás de esta generación las tetas no se nos “cayeron” después de la lactancia… sólo se nos “desocuparon” un poco.
DESPOJO Lo que queda de una madre al final del día.
DIABETES Necesidad de la madre de comerse todos los dulces recogidos por el hijo en una piñata o en Halloween, con el fin de evitar las caries dentales y el padecimiento de un brote de hiperactividad en el pequeño a horas indeseadas. La madre de familia promedio prefiere: 1) Provocarse una diabetes tipo I, comiéndose a escondidas la mayor cantidad de dulces; 2) Ganarse un sitio en el infierno, negando con vehemencia, ante las lágrimas de su hijo, saber lo que ocurrió con la montaña de dulces, con tal de evitar que la elevada ingesta de azúcar llegue a la sangre de su pequeño y la haga vivir una noche de desvelo y de terror.
DIARREA Enfermedad de tu hijo que, entre más seguida y líquida, te libera de la culpa que sientes por usar pañales desechables que tardan en degradarse más años de los que cumple este año Bogotá.
DICIEMBRE Mes lleno de excesos, en el que la paciencia nos ayuda a superar sin mayores contraindicaciones el más perjudicial de todos: el exceso de familia.
A LAS MAMÁS DE ESTA GENERACIÓN LAS TETAS NO SE NOS “CAYERON” DESPUÉS DE LA LACTANCIA… SÓLO SE NOS “DESOCUPARON” UN POCO.
DICTADOR Soberano que cree que manda, que se considera el ser más importante del planeta, que demanda que todos le cumplan sus caprichos, que olvida las necesidades de los otros y obliga a darles respuesta sólo a las suyas, y que por momentos creo que ha reencarnado en mi hijo.
A pesar de como suena, amo ser esclava de este dictador. Amo la autoridad con la que se levanta todos los días y demanda que mi tiempo sea sólo suyo. Disfruto la seguridad con la que camina dándome la espalda sabiendo que voy dos pasos detrás cuidando su andar. Me derrito con los besos que me da celoso, mientras le dice a su papá que me suelte que yo soy sólo suya. Adoro la prepotencia de su existencia que se ha adueñado de mi vida entera. Me gustan sus caprichos porque la mayoría son tan tiernos que vale la pena cumplírselos. Amo ser su mamá, aunque a veces signifique ser su esclava.
DIENTE DE LECHE Pieza que la mamá tradicional guarda como materia prima para un dije.
DIETA Nombre engañoso para los cuarenta días posteriores al parto en los que los cuidados de tu mamá se encargarán de que lo último que hagas sea, precisamente, seguir un régimen alimenticio balanceado que te ayude a adelgazar.
DIEZ POR CIENTO Cariñosa manera de llamar a mi 100% para que no se le suban los humos, y a quien le debo un infinito —gracias— por ser el padre de mi hijo (por cierto, poseedor de unos genes extraordinarios). Mi musa inspiradora y protagonista de “La teoría del 10%”.
LA TEORÍA DEL 10%
Sin un discurso ultrafeminista, usando brasier, afeitándonos las piernas, sin despreciar al género masculino y sin quererlo destruir, las mamás hemos logrado darle la vuelta a uno de esos aspectos que hasta hace cincuenta años parecía
imposible: el rol de los hombres en el hogar. Nuestros abuelos no hacían lo que hicieron nuestros papás, y nuestros papás, por más que los veneremos, no se acercan a lo que hoy hacen nuestros esposos.
Los papás de hoy reivindican su paternidad siendo más maternales. Nos acompañan al ginecólogo y al pediatra; cambian pañales, hacen teteros, llegan temprano, tienen licencia de paternidad, limpian vómitos, se levantan a medianoche, y si por el mío fuera hasta daría teta.
Muchos creerán que este cambio conlleva una repartición de cargas entre papás y mamás. Y pues sí, pero no.
La repartición aún está muy lejos del equilibrado y popular 50-50. Después de una larga y consciente reflexión ante el espejo, he llegado a una conclusión: por muy buen papá que usted sea, sus esfuerzos paternales representan un 10%, mientras el 90 restante cae sobre nuestros hombros o, para ser más exacta, sobre nuestras caderas. Mi teoría, a la que llamaré “La teoría del 10%”, no está basada en ningún estudio científico y está comprobada únicamente por un caso de mediano y relativo éxito: el mío.
Tenemos un gran 100% que representa nuestro universo como padres de familia. 50% de mamá, 50% de papá… hasta que analizamos nuestras variables.
Un espermatozoide fecunda un óvulo. El espermatozoide es de ellos, el óvulo nuestro. ¡Perfecto! Se mantiene el equilibrio. El óvulo está en un ovario, el ovario está en una trompa de Falopio, la trompa está en… para no hacer esto más largo resumo: todo esto queda en la barriga de la mamá. Por cuestiones de diseño y biología quedamos 60-40.
Durante los primeros tres meses de embarazo ellos siguen su vida normal mientras nosotras sufrimos mareos, náuseas, vómito, acidez, ganas incontrolables de orinar a toda hora, cansancio y sueño excesivo. Molestias que nos dejan en un:
El resto del embarazo nosotras sufrimos estreñimiento, incontinencia urinaria, hinchazón de pies y tobillos, dolor de espalda, calambres, hemorroides, estrías, manchas, kilos de más y, por si fuera poco, nos volvemos unas maquinitas expendedoras de gases del tracto digestivo. Ellos claramente nos ganan en eso de ser maquinitas expendedoras, pero para los papás no es una molestia sino una diversión. Teniendo en cuenta los otros síntomas, el porcentaje de ellos sigue a la baja:
Eso sí, no es que estos primeros meses todo sea paz y amor para los papás, ya que les corresponde calmarnos los antojos, soportar heroicamente nuestros cambios de ánimo y aprender a manejar el alboroto de nuestras hormonas. Aceptemos que no somos nada fáciles de cuidar y cedamos un poco:
Llega el parto. Ni siquiera voy a desgastarme hablando de esto, con una pequeña lista de palabras creo que pueden hacerse una idea: contracción, pujar, placenta, tapón mucoso, cordón umbilical, tacto vaginal, episiotomía, membranas, dilatación, desgarro, epidural, expulsión, cavidad, pañal de maternidad. Lo más coherente es que quedemos en un:
Después aparece nuestra amiga la lactancia, que por bien que nos trate nos arranca miles de lágrimas y a algunas hasta un poquito de piel. En honor a nuestras pochecas, que no vuelven a ser las mismas, acordemos un:
Vale aclarar que cuando les preguntamos si estamos gordas, si allá abajo la cosa se siente diferente o si nuestro cuerpo era mejor antes, nos mienten cariñosamente y nos llenan de autoconfianza. Gracias, así que tomen este abono:
Comienza la crianza que hace ver todo lo anterior como un paseo, y ellos siguen ahí siendo la mano dura cuando la necesitamos y reemplazándonos cuando la paciencia comienza a flaquear. Les doy varios puntos extra porque bien podrían hacerse los desentendidos y no lo hacen.
Nosotras nos acostumbramos, por no decir resignamos, a ir al baño en dos minutos con la puerta abierta mientras tratamos de que el bebé, que siempre nos acompaña, no haga estragos debido a su obsesión con el papel higiénico. Ellos fingen estreñimiento, haciendo que cada entrada al baño no sea de menos de veinte minutos, y aparte de todo logran ir solos con el celular como única compañía. Odio resaltar lo obvio, pero nosotras volvemos a ganar.
Ellos nunca saben dónde están guardadas las cosas, pueden dormir más que nosotras, pero siempre aseguran estar más cansados; no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo y si fueran ellos los que quedaran embarazados se agotarían las existencias de anestesia en el mundo, la licencia de paternidad duraría tres años y les seguirían otros dos de incapacidad por traumatismo. Ahora nos quedan debiendo:
Les perdono un poco su deuda y les dejo un -20% porque además de aguantar (no sé cómo lo hacen) que les digamos una y otra vez que la manera como ellos hacen las cosas no es la correcta, deben soportar nuestras órdenes y recriminaciones disfrazadas de consejos amorosos: “No, mi amor, es mejor que le pongas el pañal como yo se lo pongo, con razón ayer amaneció con la piyama mojada”, “corazón, ya te he dicho que es mejor si alzas al bebé como yo lo hago”, “mi vida, que no revuelvas el tetero así, ¿cuántas veces te lo tengo que decir?, yo ya lo hubiera hecho y con una sola mano”.
Una cosa sí es innegable: ser papás les eleva el sex appeal. Nada despierta más suspiros que verlos cargar un bebé. Una mujer con un pequeño en brazos por la calle nos da pesar. En cambio, un hombre en la misma situación nos hace envidiar a la esposa, querer ser madres una y otra vez mientras los miramos y sólo decimos: “¡¡¡Tan divino!!!”. La paternidad los vuelve tan increíblemente sexis y a la vez tan tiernos que el único capaz de igualarlos podría ser el Gato con Botas de Shrek. Esta batalla sí la tenemos perdida... recuperan lo que deben y se ganan un 10. He ahí el famoso 10%.
Un 10% nada despreciable sin el cual nuestra existencia sería miserable. No cabe duda de que con ese porcentaje nos hacen la vida mucho más fácil, feliz y divertida. Y aunque la mitad de las veces los queremos ahorcar, el hecho de no tenerlos al lado sería el pasaporte directo a un hospital psiquiátrico.
Si eres de las berracas que únicamente tuvo el 2% del espermatozoide, eres mi ídolo y me quito el sombrero, porque a falta de ese 10%, día a día tú desempeñas un 200%.
DISFRAZ Costoso traje que le pones a tu hijo para verse incómodo pero divino por dos horas.
DISTANCIA Eso que trazamos para que nuestra mamá no se inmiscuya demasiado en nuestros asuntos maternales, pero que acortamos y borramos cuando necesitamos que nos cuide al bebé mientras nos escapamos un fin de semana con el marido.
DOMINGO Día de la semana que habrá transcurrido tranquilo, hasta que a las ocho de la noche abras la agenda de tu hijo y encuentres escrito: “No olvidar traer un sombrero hecho a mano referente a la teoría del Big Bang para el concurso del día de la ciencia”.
DUDA Sentimiento de vacilación que hace que una mujer, tan pronto es madre, comience a desconfiar de todo.
Desde que soy mamá dudo de todo. De la seguridad de las sillas de los carros, de mis habilidades para cuidar a un niño, pero también de las de los abuelos, de las de mi esposo, de las nanas y de las profesoras. Dudo de la exactitud de los grados que marca el termómetro, de los remedios de laboratorio que me manda el doctor y de las goticas homeopáticas que me recomienda una amiga. Dudo de las mamás que enseñan crianza positiva, de hecho, dudo de cualquier tipo de crianza, sea positiva, negativa o subjetiva. Dudo de lo 100% saludable de la comida saludable, de lo profundo del sueño de mi marido que puede despertarse si se cae una aguja, pero no si un niño llora en el cuarto de al lado. Dudo de la efectividad de unas botas pantaneras sobre un charco para salvaguardar a mi hijo de mojarse las medias. Dudo de todo, excepto de lo sabroso que es tener en mi vida a alguien que me llame mamá.
Estaban ahí, mirándose fijamente por primera vez. Ambos tenían el brillo de unas lágrimas aún sin limpiar en sus mejillas. Él no quería soltarlo, el otro no quería ser soltado. Se conocían hacía meses, pero era la primera vez que podían sentirse, tocarse y olerse. Estaban ahí, perdiendo el tiempo en silencio. Ese tiempo bonito que no conocen los relojes. Maravillados el uno con el otro acompasaron sus respiraciones, y decidieron desde ese instante y para siempre ser cómplices. Yo los observaba conteniendo suspiros que tuvieran la osadía de interrumpirlos. Los vi abrazarse, besarse y, como si en eso también hubieran acordado parecerse, caer dormidos con ese gesto en la boca tan parecido a un beso. Estaban ahí y eran míos. Estábamos ahí, y ahora éramos tres. Había nacido mi hijo y la felicidad que sentía por haberlo traído al mundo sólo se comparaba con la dicha de ver que también le había dado vida a un papá. Estábamos ahí, plenos, dichosos, sin la menor sospecha del ajetreo en el que nos habíamos metido, pero con la seguridad de que sólo cosas buenas podrían seguirnos pasando si permanecíamos juntos. Estábamos ahí… y jamás había amado tanto a mi 10% como ese día en que se convirtió en papá.
ECOGRAFÍA Foto difícil de entender sin una previa explicación médica, que hace llorar de la emoción a los futuros padres, pero que mata de tedio a los amigos de los susodichos. Según estadísticas, por cada ecografía que una mamá sube a las redes sociales, diez personas tuercen los ojos, seis cierran su Facebook, cuatro fingen emoción y mandan felicitaciones, y dos se preguntan: “¿Dónde carajos está el bebé?”.
EJERCICIO Actividad física que llevarás a cabo todo el día corriendo detrás de un niño, pero que no se verá reflejada en tu talla.
EMBARAZO Nueve meses en los que la felicidad, por primera vez, consiste en:
Padecer un guayabo eterno, peor que esa vez que mezclaste tequila con vino tinto.
Orinar cada veinte minutos de día y de noche.
Comprobar que no cabes en tus jeans favoritos.
Olvidar el nombre de las cosas.
Tropezar con todo.
Ser una pedorra.
Lucir acné adolescente.
Sufrir incontinencia urinaria.
Quedarte dormida en mitad de una conversación.
Tomarte selfies en el baño sacando barriga.
Pasar horas averiguando cómo se pueden evitar las estrías.
Caminar como un pingüino malherido.
Ponerte una camiseta cualquiera e igual sentirte más mostrona y tetona que una modelo de Penthouse.
ETAPAS DEL EMBARAZO
0-3 meses. LA REVOLUCIÓN. Experimentarás los primeros síntomas físicos y mentales que desencadenarán la transformación radical de tu vida. Durante este primer trimestre sufrirás un cambio hormonal que, en su mejor versión, hará que tu única necesidad básica sea dormir, y en la peor, hará que odies olores, sabores, texturas y personas. A pesar de que no todas padecen los turbulentos episodios que desembocan en vómito, estudios confirman que durante estos meses ninguna mujer puede deshacerse de la sensación de ir montada en un taxi bogotano en hora pico. Querrás contarle a todo el mundo la fantástica noticia de que eres capaz de crear vida, pero nadie querrá felicitarte de corazón hasta que superes esta primera etapa considerada de riesgo.
3-4 meses. EL NADAÍSMO. Nada de náuseas y nada de barriga. Médicos y familiares te dan oficialmente la bienvenida a tu nueva vida de embarazada, pero aparte de unas ecografías que te sacan lágrimas cada vez que las miras, no hay nada que demuestre que puedes usar la fila prioritaria en el banco. Ciento cincuenta de ciento cincuenta mujeres encuestadas confesaron tomarse fotos y caminar en público sacando barriga ante el anhelo de verse una panza cuanto antes. Época propicia para tener sexo de reconciliación con el futuro padre que ha capoteado de la mejor manera el alboroto de nuestras hormonas y que aún no sufre de Pinchofobia (ver significado de Pinchofobia en la letra p).
4-5 meses. LA ILUSTRACIÓN. Periodo en el que los avances tecnológicos te permitirán salir de las tinieblas, la oscuridad y la ignorancia para descubrir si el bebé que cargas en el vientre es una niña o un varón. Tip: organizar una apuesta entre tus amigos y familiares para que adivinen el sexo del bebé; apostarle al sexo que tú ya sabes pero ellos no, y quedarte con todo el dinero. No te sientas mal, lo necesitarás.
5-6 meses. EL RENACIMIENTO. Gran momento del embarazo en el que la barriga al fin comienza a notarse, dándote el superpoder de sentirte increíblemente sexi, tierna y poderosa. La incipiente barriga será víctima de manoseo por donde camines, algunos pedirán permiso antes de ponerte sus manos encima, pero la mayoría no podrá contener el deseo de tocarla y acariciarla. Las camisas blancas son una perfecta opción en caso de que desees llevar el registro de manoseadas, o una pésima si eres obsesiva con la limpieza. En contraparte, la vida te premiará con la libertad de usar los parqueaderos y sillas azules sin tener que dar explicaciones.
6-7 meses. LA ÉPOCA DORADA. Tu barriga ha alcanzado un tamaño perfecto que todavía te permite dormir cómodamente, vestirte increíble y sentir unas pataditas deliciosas. Estarás tan acostumbrada al constante toqueteo de tu panza, que serás ahora tú quien incite a las personas a poner su mano en la barriga y las obligarás a esperar pacientemente por una patada.
7-9 meses. LA TEMPESTAD. La barriga que tanto anhelabas comienza a ser un impedimento para dormir, pasar entre dos carros, depilarte y amarrar tus zapatos. Sabrás de primera mano lo que es vivir con incontinencia urinaria y sufrirás cada vez que rías o estornudes y no estés en casa. Época propicia para acostumbrarte a salir con pañalera en caso de que un ataque de risa te cause un accidente.
9 meses. LOS MIL DÍAS. Último mes de gestación en el que tus días durarán treinta y cinco horas y tus noches veinte, llegando al récord de que un mes se sienta de mil días. En esta etapa se recomienda no contestar el teléfono a tías, suegras y amigas poco colaboradoras con la causa, que sólo llaman a aumentar tu ansiedad al preguntar: “¿Todavía no has parido?”.
ENFERMEDAD Padecimiento del cual todas las mujeres del mundo deberían quedar exentas una vez se convierten en madres.
No hay nada más angustiante, nada más triste, nada más aburridor y nada más desgastante que ver a un hijo enfermo. Su decaimiento y su silencio le hace anhelar a cada mamá el superpoder de autotransmitirse todos los males, con tal de que su hijo no los padezca. La evidencia indica que todas tenemos ese superpoder, pero mal diseñado. Una vez empezamos a ver signos de recuperación en nuestro bebé, ese preciso instante en que sentimos que estamos a punto de coronar y volver a ver la luz del sol y no la luz del túnel, el virus, obviamente mutado y más fuerte, pasa a nosotras. ¡Bravo! Hemos logrado sentir lo que sentía nuestro pequeño y ahora no hay quien cuide de nosotras.
La incapacidad que puede darnos un doctor es tan obsoleta como la elíptica en el cuarto de huéspedes que una vez juramos usar todos los días. No tenemos
opción: hacemos un esfuerzo sobrehumano por seguirle el ritmo a nuestro hijo aliviado y recargado de energía, y al dinosaurio rosado que no para de saltar detrás de él y que al parecer no existe y es una vil consecuencia de la fiebre que nos posee.
¿Alguien más nota la falla de diseño en todo esto de la maternidad? Ser mamá significa no tener derecho a enfermarse para poder seguir cuidándolos a todos. El problema es que en efecto nos enfermamos, nos cansamos, nos quejamos… pero tenemos que seguir funcionando.
Si la madre naturaleza fuera realmente madre, las mamás seríamos inmunes a cualquier tipo de enfermedad, al menos durante los primeros cinco años de vida de nuestro bebé. Pero… ¿qué estoy diciendo? Debe ser la fiebre que no me deja pensar claramente; corrijo: si la madre naturaleza no sólo fuera madre sino además tan sabia como dicen, las mamás estaríamos blindadas de por vida contra cualquier virus, enfermedad o accidente. Si el universo tuviera alguna lógica, nos mantendría a salvo para poder seguir cuidando de todos. No sé qué efecto tienen mis abrazos en mi hijo, pero logran calmarle cualquier malestar, cualquier miedo y cualquier congoja. Es el mismo efecto que tienen sobre mí las arrunchadas con mi mamá. Y así como quisiera poder estar siempre lista para darle a mi chiquito el abrazo que necesita, quisiera también que mi mamá siempre estuviera aquí cerquita para darme el mío. Insisto, toda mamá debería ser inmune y, por ahí derechito, eterna.
ENIGMA Parejas que practican el colecho y esperan su tercer hijo.
ENVIDIA Vil sentimiento que niegas padecer hacia la madre que tiene una nana.
EPISIOTOMÍA Corte transversal cerca del ojete, realizado para dar más espacio a la salida de una cabeza y que después, durante quince días, obliga a la mujer a hacer lo que tanto le ha envidiado al hombre: orinar parada.
ESPAGUETI Comida de la que se podría alimentar mi hijo todos los días.
ESPOSA Persona que le escoge regalos a la mamá de su esposo, para que esta última no le agradezca a ella sino a él.
ESPOSO Primer bebé con el que nos estrenamos y profesionalizamos en el duro arte de la crianza, y al que envidiamos más que a la mamá que tiene nana.
Llevo cuatro años tratando de criar a mi hijo y los mismos cuatro años sintiendo que también necesito criar al padre.
Yo confieso ante vosotras hermanas, que en estos cuatro años que llevo de mamá a veces, casi siempre, siempre he pensado que yo lo hago todo mejor que mi 10%. A veces, casi siempre, siempre tengo una crítica para él. A veces, casi siempre, siempre se me retuerce algo en el estómago cuando veo que ese hombre que amo no hace las cosas según mis coherentes instrucciones. A veces, casi siempre, siempre… soy un fastidio.
Confieso que hay días que siento cómo mis niveles de “buen genio” disminuyen si de repente lo veo mirando su celular y no jugándole a mi hijo. Y siento cómo suben velozmente los de “mal genio” cuando me contesta con la mayor desfachatez ante mi reproche: “¡Qué intensa eres!... también es bueno que de vez en cuando se entretenga solito”.
Ni para qué contarles la retahíla aburridora que debe aguantar mi 10% después de su atrevida respuesta… “es que el tiempo de calidad bla bla bla, y en el colegio dijeron bla bla bla, y siempre es lo mismo bla bla bla, y ahora yo soy la mala bla bla bla”. Mientras doy mi cantaleta siento que poseo la verdad absoluta. Si me veo en retrospectiva soy otra loca de mierda.
Confieso que me considero feminista, pero creo que debemos partir de un punto y es que física, biológica y mentalmente hombres y mujeres sí somos diferentes. Tener un hijo es una de las cosas en las que estas diferencias salen más a relucir. Nosotras tenemos una visión, unos ideales y un modus operandi de la maternidad que a veces, casi nunca, nunca coincide con el que ellos tienen de la paternidad.
Confieso que en estos cuatro años me he ofuscado por ello, y vaya que he peleado. He dado cantaleta, he alimentado mi gastritis al observar impacientemente cómo prepara una pañalera, he resoplado al viento al verlo enfrentar una situación que yo manejaría de otro modo, he aguado ojo porque lo que para mí es el fin del mundo para él es una insignificancia.
Confieso que entre muchos “te amo” y “gracias”, siempre lo he criticado. Y como dicen por ahí que uno sólo critica al que envidia, tengo algo que decirte, querido esposo:
Envidio que puedas prestarle la tablet a nuestro hijo sin hacer mentalmente un cuadro que compare las horas que ha pasado en ella versus las que ha pasado en el parque.
Envidio que puedas irte de viaje conmigo y no sientas la ansiedad y la necesidad de buscar wi-fi cada diez minutos para preguntar si nuestro hijo está bien, y por el contrario me digas, como si eso me calmara: “Lolo está bien, si estuviera mal ya habrían llamado”.
Envidio que puedas alistarte un sábado en diez minutos y te sientes tranquilo a ver televisión sin pensar si quiera por un segundo que si tú ya estás listo podrías por ejemplo organizar la pañalera o al menos tener las llaves del carro en la mano antes de acosarme con tu “¿todavía no estás lista?”.
Envidio que en la entrega de notas digas “tienen que decir algo malo de tu hijo para que al final del año puedan echarse ellos mismos las flores por haberlo enderezado”, mientras yo me estreso si me dicen que se salió de la raya y empiezo a buscar una terapeuta que vaya a ayudarlo a la casa.
Envidio la parsimonia casi metódica con la que me ayudas a alistar a mi hijo en la mañana, como si la ruta no nos hubiera dejado ya una vez.
Envidio que no te eches la culpa por todo, como hacemos las madres, y sólo digas “es que todo lo hago mal” cuando yo doy cantaleta, pero en el fondo no creas que todo lo haces mal.
Envidio que le veas un par de moquitos en la nariz a nuestro hijo y digas “no es nada”, mientras yo siento que debo prepararme para cuidar una pulmonía.
Envidio tu tranquilidad al ver a nuestro hijo hacer una siesta un domingo a las cinco de la tarde, envidio que me digas “tranquila, déjalo dormir, si tú estás cansada yo lo cuido por la noche”, para que luego caigas profundamente dormido y sea yo quien termine trasnochada.
Envidio que veas la vida sin mi filtro apocalíptico, con menos drama y menos acelere.
Por “envidio” a veces quiero decir que no estoy de acuerdo contigo, pero prometo que cada vez que te envidie voy a recordar primero que juré amarte en todos tus momentos, antes de que salga de mi boca algún improperio. Por “algún
improperio” me refiero a sentencias que me dan la razón. Por “razón” me refiero a eso que a veces, casi siempre, siempre tengo yo.
Ay, benditos hombres: los amamos, a veces los odiamos y en el fondo los envidiamos.
ESTRÍAS Marcas indelebles que recuerdan el lugar exacto donde ocurrió un milagro. Estudios confirman que las mujeres sufren más por imaginar que les pueden salir dichas marcas en la barriga, que por pensar en un parto sin anestesia.
Fuck fuck fuck; siento que puedo estar enloqueciendo. Loca de verdad. Padeciendo ese tipo de desequilibrio que te diagnostican para después medicarte con Rivotril o encerrarte en Sibaté.
Nadie dijo que iba a ser fácil, pero —fuck— tampoco que fuera tan difícil.
Mis niveles de litio deben estar muy por debajo de lo normal, porque me debato entre la dicha de ser mamá y la angustia por haberlo sido. Fuck, tengo todos los síntomas de un episodio psicótico. Pánico de no ser lo suficientemente buena para criar a una persona de bien. Alucinaciones terribles en las que me convierto en mi mamá. Ideas delirantes de ligarme las trompas cuanto antes o al menos someter a mi esposo a una vasectomía irreversible. Irritabilidad al ver que la comida que he preparado con tanta dedicación sigue sin ser tocada en el plato. Depresión de pensar que nunca más tomaré decisiones que sólo puedan afectarme a mí. Voces que no paran de decir mami mami mami mami mami mami mami mami mami mami mami.
Desesperada y a punto de convulsionar, tomo una copa de vino automedicada, mientras oigo una y otra vez My Baby de Janis Joplin, para exorcizar de mi cabeza la sobredosis de rondas infantiles. El pánico se vuelve un reto. Las alucinaciones, un anhelo. La depresión, una buena amiga. Y las voces… bueno, las voces siguen llamándome para recordarme que —fuck— nadie dijo que ser mamá fuera fácil, pero acaso ¿qué cosas que valgan la pena en la vida lo son?
FACEBOOK Red social basada en el ego que le permite a unas mamás alardear de sus hijos, y
a otras sentirse miserables al compararse. La mejor manera de abordar esta red es dudando de todo lo que leas y veas en ella.
FAJA Aprieta-panza-fofa-posparto que inocentemente creemos que nadie nota que la llevamos puesta debajo de la ropa.
FASTIDIO Sensación que durante el embarazo no podrás evitar sentir hacia algunos olores, comidas, canciones y personas que antes adorabas. Sí, el 10% a veces cae en semejante categoría y debe soportar el rechazo, la torcida de ojos y las ganas de ahorcarlo producidas por nuestro desborde de hormonas. Este es un círculo vicioso que hace que para ellos, exentos de dichas hormonas, también nosotras nos convirtamos en un gran fastidio.
FELICIDAD Sentimiento que se desborda a límites desconocidos una vez eres mamá y que, por momentos, usualmente cuando abrazas a tu hijo, te hará creer que estás siendo víctima de un ataque fulminante al corazón. Se conoce también como la sonrisa que se dibuja en tu cara cuando te dicen “tu hijo se parece mucho a ti”, “no te ponía más de veinticinco” o “te amo, mamá”.
FEMINISMO Movimiento del que, para mis amigas sin hijos, dejé de ser parte el día que decidí convertirme en madre.
Sigo siendo mujer. Lo verifico mirándome al espejo. Podrá parecer absurdo, pero tengo que comprobarlo:
Vagina: check.
Tetas: check.
Cédula: check.
Mis libros de Caitlin Moran y Roxane Gay: check.
¿Sigo creyendo que las mujeres no somos mejores que los hombres?: check.
¿Sigo creyendo que las mujeres merecemos igualdad de derechos, salarios y oportunidades?: check.
Mujer, mamá y feminista serían las palabras que podría estamparme en una camiseta y salir a marchar, pero miles de artículos y tendencias en redes sociales no paran de repetirme que al haber usado mi cuerpo como aparato reproductor renuncié a mis aspiraciones personales, le puse un obstáculo a mi desarrollo intelectual y me devolví, en algo parecido al DeLorean, cinco generaciones atrás cuando a la mujer sólo se le permitía soñar con ser madre.
Para algunos la maternidad y el feminismo son antagónicos. Ante sus ojos, las mujeres que decidimos traer un hijo al mundo caímos en la trampa de la educación de una sociedad machista y retrógrada.
Educación que, creo, jamás tuve. Mi mamá y yo fuimos las únicas mujeres de mi casa. Y ni siquiera por ser mayoría, los cuatro hombres con los que vivimos tuvieron un trato distinto o preferencial. Es verdad que mis hermanos jamás fueron obligados a lavar un plato sucio en mi casa, pero adivinen a quién tampoco jamás la obligaron. Esa falta de disciplina discútanla con mis papás, que bajo el pretexto de que cuando no tuviéramos otra opción nos pondríamos los guantes, decidieron malcriarnos y omitir esa tarea en la lista de nuestros deberes. Claro, criaron unos inútiles que ahora lavan los platos en su propia casa, no sólo porque les toca sino porque recuerdan que ellos como pareja compartieron siempre tareas domésticas, familiares y laborales. Debo agradecerle a la vida por una mamá que jamás me crio para conseguir un marido que pudiera mantenerme, y por un papá que en vez de decirme “que la inviten”, me metía en la cartera la plata suficiente para pagar mi parte y que ningún noviecito se creyera con poder sobre mí por pagar la cuenta.
No salí de mi casa casada, como suele ser el sueño de algunos padres y el requisito social para algunas madres. Salí soltera a viajar por el mundo, y después a vivir sola en un apartamento de cuarenta y cinco metros comprado con la plata que mi papá me obligó a ahorrar de mi primer trabajo. Después me enamoré de un machote, un machote que en nuestra primera cita aceptó, sin aires de galán, la plata que le pasé al llegar la cuenta para que pagáramos según el famoso 50/50. Meses después, no sin mucho miedo, invité a mis papás a comer para comunicarles que la niña menor de los Medina, a diferencia de sus tres hermanos hombres y mayores, había decidido irse a vivir con su novio sin antes recibir la bendición del matrimonio. Tuve que agradecerle nuevamente a la vida por un papá que dijo: “Veo que no me estás pidiendo permiso, y mientras hayan decidido vivir juntos para quererse, apoyarse y vivir felices como equipo, no tengo ninguna objeción, ¿destapamos la champaña?”.
Conviví con ese machote compartiendo gastos y sueños, y al cumplir dos años de feliz “arrejunte”, decidimos que era hora de vestirnos bonito, gastar los ahorros, ponernos anillos y gritarle al mundo que queríamos seguir viviendo juntos por siempre. Dos años después quisimos ser papás, no porque hubiéramos hecho un acuerdo tácito con la sociedad de tener un hijo después de casarnos, sino porque nos dio la gana y porque queríamos y sabíamos que podíamos hacer a un hijo increíblemente feliz.
Tomé consciente y libremente la decisión de ser madre. Agradecí ser mujer y tener el chance de sentir en cada una de mis células la poderosa y a la vez vulnerable sensación de crear vida. Con la maternidad me picó un bichito que algunos llamarán intensidad, otros, instinto maternal, y la mayoría, seguramente, machismo y retroceso. Yo lo llamaré la necesidad biológica y la tranquilidad mental de dedicarme a criar el hijo que había decidido traer al mundo.
El machote del que me enamoré decidió apoyarme. “¡Claro, promoviendo el machismo y disminuyéndote como persona en el hogar!”, puedo imaginar que gritan mis amigas viendo desde afuera mi familia. Dentro de mis paredes, ni
feminismo ni machismo, ni matriarcado ni patriarcado. Un equipo, un equipo trabajando para ser felices como le prometimos a mi papá. Un machote, mi esposo, que no negó o esquivó su paternidad porque existía una mamá en casa las veinticuatro horas. Un machote que trasnochó conmigo, cambió incluso más pañales que yo, se quedó en la casa siendo papá cuando quise salir de ella para trabajar. Una mamá, yo, la retrógrada, que por estar en casa no fui diezmada, que cuando pude y quise salir a alcanzar otras metas, solamente encontré apoyo, que no sólo cuando toca me encargo de los gastos del hogar.
Al feminismo, o al menos a una de sus tantas clases, se le olvidó que hombres y mujeres sí somos diferentes biológica y físicamente, pero no por eso merecemos distintos derechos. Somos diferentes, y con la maternidad descubrí aún más nuestras diferencias. Somos diferentes para cuidar, somos diferentes cuando nos preocupamos y por lo que nos preocupamos, somos diferentes para planificar y para solucionar, pero no por eso hombres y mujeres estamos impedidos para desempeñar las mismas tareas. Creo firmemente en emprender una ruta en pro de la igualdad de derechos en la que la mujer, por ser mujer, por ser madre, por ser negra, por ser soltera, por ser blanca, no tenga que renunciar a una familia, a unos sueños y a un empoderamiento para poder encajar.
Soy mujer, mamá y feminista. Reconozco que hay labores que fluyen y funcionan mejor cuando yo estoy a la cabeza, no por ser mujer sino por ser quien soy y como soy. Como también sé que hay otras que funcionan mejor cuando mi esposo las lidera, no por ser hombre sino por ser quien es y como es él. Y hay otras labores, la mayoría, que sólo son superadas cuando trabajamos como equipo sin pensar en poder, supremacía o género.
Soy mujer, mamá y feminista, aunque para la mayoría estas tres palabras juntas sean una contradicción. Soy una mamá, que por serlo y por dedicarle a la maternidad el tiempo que cree necesario no ha renunciado a su papel activo dentro de la sociedad y que espera poder criar a unos hijos que no tengan que enfrentar estas disyuntivas. Soy una mujer que sigue cumpliendo sus metas personales, y una de ellas es ser madre. Soy una feminista que se agobia cuando
otra mujer, sea blanca, negra, mestiza, latina, madre o no madre, es vulnerada por su género. Soy mujer, mamá y feminista, y en mi lucha también quiero que la maternidad no tenga que seguir peleando con nuestras oportunidades y metas profesionales y nos obligue a escoger entre ser madres trabajadoras ausentes o gerentes de empresa sin hijos. Soy mujer, mamá y feminista porque creo que el mundo, así como mi hogar, funciona mejor cuando somos equipo y no contrincantes.
Así que, queridas amigas, yo también soy feminista porque si bien ser mujer no significa ser madre, ser madre tampoco significa dejar de ser mujer, y sueño, mientras siento crecer una vida dentro de mí, con que las mujeres dejemos de ser juzgadas por no querer ser madres, pero también dejemos de ser encasilladas por querer serlo.
FIEBRE Síntoma que te hace temer lo peor al sentir a tu hijo más caliente que un mediodía en Barrancabermeja, pero que debe durar más de tres días para que puedas llevarlo a urgencias sin que los doctores te traten como a una loca exagerada que les hace perder el tiempo.
FIESTA INFANTIL Más conocida como piñata. Celebración de un nuevo año de vida de nuestro hijo en la que nos esmeramos para que los adultos queden más deslumbrados que los niños. De acuerdo con una encuesta, el 100% de los padres de familia consideran una estupidez y un despilfarro celebrar el primer año de vida de un hijo, el 100% de los niños no recuerdan esta fecha y el 100% de las madres la organizan para sobresalir entre las amigas y tomar una buena foto.
Recuerdo con nitidez la primera fiesta ostentosa que tuve de cumpleaños. Tenía siete años y por ostentosa me refiero a que mis papás alquilaron el salón comunal, me compraron una piñata de Guri Guri, el muñeco de moda por ese entonces, contrataron recreacionistas de camisetas rojas que en algún momento también hicieron de magos y meseros, las sorpresas eran jacks y nadie se quejó del nivel de gluten de los perros calientes. De mis onomásticos anteriores tengo como prueba un par de fotos, pocas, para mi gusto, pero hay que recordar que la cámara era de rollo y mi mamá no era adicta a Instagram.
Las pocas fotos comprueban que mis progenitores celebraron mis primeros años de vida, y también comprueban que, para celebrar esos primeros años de mi maravillosa existencia, valga la pena decirlo, no era necesario hacer una fiesta en la estratósfera. Y la primera razón es que por más que me esfuerce me es inútil recordar mi primer, mi segundo o incluso mi tercer cumpleaños sin tener que recurrir a una sesión de regresión.
Celebrar un año más de vida de alguien amado, en especial de un hijo, produce una emoción que no nos cabe en el pecho. Pero al parecer, la moda de las mamás de ahora es botar la emoción y la casa por la ventana para organizar fiestonononones más pensados en causar envidia a los demás adultos que en divertir a los pequeños.
Las fiestas infantiles para niños menores de dos años me mortifican y me asustan. Cada vez que recibo una invitación de la mano del portero, un ligero escalofrío recorre mi cuerpo. Mientras leo en voz alta “Te invito a mi fiesta para celebrar mi cumpleaños número 1” mi mente entiende lo siguiente: “Te invito a mi súper fiesta de la que no recordaré nada porque tengo un año. Te invito a que me veas dormir la mitad de la tarde, a que te lleves de recuerdo una botella de agua personalizada con mi nombre que botarás tan pronto salgas de acá. Te espero para que te burles de mis papás tratando de tomarme una foto sin llorar, al lado del muñeco de moda de Disney en versión gigante y maloliente. Te espero a las dos de la tarde con un buen regalo porque las sorpresas que tenemos son impresionantes. No olvides traer a tu hijo porque, aunque no parezca, la fiesta es para él”.
Las mamás de antes, creo, no se devanaban los sesos pensando una fiesta temática para un niño menor de dos años, que nadie, al menos cercano, ya hubiera hecho. La piñata se llenaba de basura, y por basura me refiero a pequeños muñecos de plástico deformes y unicolores, porque lo divertido era partirla con un palo de escoba sin llevarse la cabeza de alguno de los invitados. Las sorpresas eran la basura que cada niño lograba salvar de la piñata. Eran fiestas bonitas en las que corríamos los muebles de la sala para tener más espacio y toda la familia se turnaba la inflada de las bombas para no hiperventilar. Fiestas geniales en las que nos reuníamos alrededor de una mesa a cantar un cumpleaños feliz y callábamos solemnemente, a modo de ritual, durante cuatro segundos mientras el homenajeado pedía deseos secretos al soplar las velas. ¿En qué momento organizar una fiesta infantil alcanzó niveles tan estrafalarios en los que a veces ni siquiera hay tiempo de pensar los deseos antes de soplar las velas porque lo importante es posarle al fotógrafo contratado para cubrir el evento?
Me perdonarán las anfitrionas de fiestas hermosas que superan el presupuesto que invertí en mi matrimonio, pero entre tantas arandelas parece escapárseles la magia de celebrar y agradecer un año más de vida. Yo decidí organizarle una fiesta a mi hijo el día que me la pidió de verdad, que sabía qué amigos quería invitar, que sabía qué deseos pedir, que no tenía siesta pendiente en la tarde para
hacer. Y ese día de verdad se la gozó él, nosotros y los invitados.
Todos los años —los anteriores y espero que los venideros— hacemos una cartelera con todos los momentos importantes desde que supimos que íbamos a ser papás, organizamos foto por foto con Lolo, y con cada foto recordamos divertidas anécdotas; luego se la exponemos y su cara sonríe con cada historia nueva. Cada año, esta sencilla rutina hace que en el corazón no nos quepa el agradecimiento por la vida.
Habrá cumpleaños de francachelas y comilonas que nos hagan sentir como reyes rodeados de amigos, pero también, mientras pueda hacerlo, habrá carteleras que los tres releeremos en la intimidad de nuestra casa conmemorando la vida. Y así, de pronto podremos garantizar que entre tanta arandela no se nos embolate lo importante.
FONTANELA O mollera para nuestras abuelas, es esa parte blanda de la cabeza de nuestros bebés a la que algunos incautos aún insisten en atribuirle funciones respiratorias.
FOTOS Eso que no podemos parar de tomarle a nuestros hijos y que debemos borrar de afán del celular con tal de liberar espacio para tomar una nueva.
Gracias.
Quiero darle un sincero y sentido agradecimiento a todas las mamás del mundo. Gracias por todo, perdonen que no las aplauda, pero necesito una mano para limpiarme las lágrimas mientras recuerdo todo lo que han hecho por mí.
Gracias, mamá fit. Ahora cada vez que me veo al espejo o voy a una piscina me siento como un bodoque perezoso que no es capaz de cerrar la boca y hacer un par de sentadillas. Antes veíamos a alguien con un par de gorditos y orgullosamente decíamos “es que tiene dos hijos”. Ahora vemos un par de cuadritos en unos abdominales y tenemos que decir “ufff, y eso que tiene dos hijos”. Gracias por llevar los estándares de belleza cada vez más altos y ponernos otra tarea encima a las mamás normales: la de, además de todo, tener que estar buenas y tonificadas.
Gracias, mamá psicóloga. Ahora cada vez que voy a decir una frase tengo que pensarla diez veces y perder el impulso, no vaya a ser que mi lenguaje corporal y las palabras que use puedan estar enviándole el mensaje errado a mi hijo y traumándolo de por vida. A este paso más vale volverme muda, no vaya a ser que use un “por favor” donde no se debe o suba el tono cuando no toque, y como consecuencia mi hijo en su vida adulta tenga que despilfarrar la plata en sesiones de cuarenta minutos a trescientos mil pesos con psiquiatras que le digan que la culpa de todo la tuvo su madre.
Gracias, mamá bio. Ahora cada vez que mi hijo se come una salchicha con salsa de tomate en vez de una galleta de quinua con sagú y ajonjolí, me siento más perversa que Hitler y sus campos de concentración, y quiero que me trague la
tierra al ver que el único vegetal que mi hijo saborea con gusto es una zanahoria de plástico que le pertenece a un conejo de peluche.
Gracias, mamá de tres hijos, sin empleada y viviendo en el exterior. Ahora cuando quiero quejarme de que el tiempo no me alcanza, de que el domingo yo debo lavar la loza, de que están despilfarrando el jabón de ropa, de que nadie ayuda con el orden en la casa, de que no me dura el manicure, pienso en ustedes, lejos de su familia, en un país donde una empleada doméstica es un lujo, y me toca comerme mis palabras y ponerme a trapear.
Gracias, mamá trabajadora. Ahora cuando alguien me pregunta qué más hago aparte de cuidar a los niños, debo contestar que nada más y sentirme la persona menos profesional y carente de aspiraciones sobre la faz de la Tierra. Como si criar hombres de bien fuera tan fácil como dejar quemar un pastel. Hago demasiadas cosas, cosas importantes, cosas desgastantes, cosas estresantes, cosas y mil cosas y no tengo un cheque al final del mes para probarlo.
Gracias, mamá ama de casa. Ahora cuando debo abandonar mi hogar para laborar, tengo una voz en mi oreja que no para de repetirme que me estoy perdiendo minutos irremplazables con mi hijo. Me siento frívola, egoísta y madre desnaturalizada por dejarlo en otras manos mientras mi corazón se exalta de emoción por asumir retos personales.
Gracias, mamás del mundo por hacer de la maternidad una competencia que ninguna va a ganar.
GARRA
Eso que sacamos cuando alguien se atreve a hablar mal de nuestros hijos.
GASEOSA Producto del que deseas salvaguardar a tu hijo hasta que planeas tu primera piñata y descubres que es lo más fácil de darles a todos los niños.
GIMNASIO Recinto que mejora la salud y la apariencia física, para el que, no entendemos cómo, otras mamás logran sacar tiempo y energía.
Ser mamá es llevar alzado a un niño de dieciséis kilos que dormido pesa el triple, además de cargar un bolso lleno de cosas inútiles que cree serán útiles en la calle, una pañalera con veinte pañales en caso de emergencia, una segunda muda y juguetes para entretener al pequeño, una bolsa de mercado con los ingredientes de la cena, una sombrilla para el aguacero inminente, un catálogo de descuentos que le entregan en la portería, las llaves para abrir la puerta y el celular en una oreja cuadrando una cita con el pediatra. Ser mamá es llevar todo esto durante tres cuadras sin quejarse e incluso agacharse y levantarse con todo esto si se le cae una moneda, pero hacer un drama escandaloso si el instructor en el gimnasio le pide alzar una pesita de cinco kilos para hacer una sentadilla.
Solemos creer que a las mamás nos hace falta un par de brazos extra para lograrlo todo, pero la verdad es que, si nos naciera una mano más, tendríamos que utilizarla para colonizar otro planeta, porque la Tierra, por si no lo saben, con estos dos brazos que a veces parecen insuficientes la tenemos dominada por completo.
GLUTEN Ingrediente que no sé cómo luce, qué es, qué hace, cómo se prepara, pero que atormenta a los niños de esta generación porque sus mamás han decidido que son alérgicos a todo lo que lo contenga.
GOLPE Inminente impacto de la cabeza, o cualquier parte del cuerpo de nuestro hijo, contra una superficie casi siempre puntuda, que anticipamos y vemos en cámara lenta, pero que somos incapaces de evitar.
GORRO Prenda de vestir que las abuelas cosen para nuestros hijos, imprescindible para tapar los pelos largos, negros y grasosos con los que nacen, y así evitar la lengua ponzoñosa de los criticones.
GRIPA Enfermedad infecciosa que tu hijo padecerá en promedio 360 días, de los 365 que tiene el año. Virus que mutará en ti de la peor manera posible y te hará sentir que es un buen momento para solicitar los santos óleos.
GRITO Sonido monstruoso que sale de tu boca cuando después de haber dicho diez veces suavecito y conversadito que con el jugo no se hacen gárgaras, tu hijo sigue con los cachetes inflados retando tu autoridad y amenazando con decorar la mesa con un splash de maracuyá.
GROSERÍAS Malas palabras consideradas soeces por la sociedad, que decimos muchas veces cuando nos damos un fuerte golpe y que, al oírlas en boca de nuestros hijos, que apenas están aprendiendo a hablar, nos provocan risa. Ese tipo de risa que hay que aguantarse para aparentar madurez y no perder la autoridad para prohibirlas antes de que vayan y las usen con los amiguitos del jardín.
Había una vez una mamá que jamás se quejó de serlo.
Todo le parecía fácil, maravilloso y natural. Ser mamá no estuvo a punto de enloquecerla y siempre tuvo una sonrisa para cada pataleta. La maternidad no entró en conflicto con sus metas profesionales. Siempre tuvo tiempo para hacerlo todo. No se sintió entre la espada y la pared cuando tuvo que escoger entre un trabajo bien remunerado y tiempo de calidad con sus hijos. Jamás necesitó una semana de nueve días para poder llevarlo todo a cabo. El cansancio no fue un impedimento ni la explicación para un genio alborotado. Sus días no se debatían entre el peligroso “¿lo estaré haciendo bien?” y la impertinente culpa. Jamás fue criticada por la manera de hacer las cosas. Nunca subió su tono de voz, nunca se salió de casillas y, como consecuencia, tampoco se arrepintió de nada nunca. Ser mamá no puso a prueba sus valores, su paciencia y su matrimonio. Esta mamá nunca lloró escondida en el baño ni tuvo que tragarse lágrimas frente a sus hijos para seguir funcionando. Nunca se sintió culpable de nada y siempre tuvo la convicción de estar haciéndolo todo bien.
Había una vez una mamá que jamás existió.
HÁBITO No volver a dormir.
HABLA Capacidad para expresarse y comunicarse, que soñamos que nuestros hijos
desarrollen rápido, pero que una vez la alcanzan y sólo repiten “¿por qué?” nos hace anhelar que se callen un momento.
HACHÍS Hierba medicinal que, de estar incluida en el POS, podría prescribírsele a algunas madres para que la cojan más suave.
HAMBRIENTO Comportamiento de tu hijo en casas ajenas, que le hace creer al mundo que en tu casa se cocina muy mal o que están en la quiebra.
HAZAÑA Bajar del carro a tu hijo dormido y lograr dejarlo en su cama sin despertarlo.
HELADO Promesa que hacemos con tal de que nuestros hijos hagan lo que les estamos pidiendo.
HERMANO Familiar encargado de fortalecer tu carácter diciéndote que eres adoptado.
HERMANITO Lo que todos te preguntarán cuándo tendrás, segundos después de haber tenido el primer bebé.
Tengo tres hermanos, así que imaginarme la vida sin ellos me resulta un poco complicado.
Los amo y los odio, como al parecer funciona para todo el mundo este tipo de relación. Nunca jugué con ellos a las muñecas porque son hombres. Nunca me di puños con ellos porque yo era la niña chiquita. Nunca fui su confidente de borracheras porque nos llevamos más de diez años. Pero crecí a su lado y fui testigo de un amor que nace a pesar de nosotros mismos. Al ser ellos más contemporáneos entre sí, pude irar ese lazo estrecho que los unía en una amistad infinita. Renegué de la brecha generacional que nos separaba. Anhelé una hermana que no sólo me consintiera como ellos lo hacían, sino que me enseñara a maquillarme, que me prestara su ropa, que me contara sus secretos y romances. ¿Puedo decir que mi vida hubiera sido más feliz con una hermana? No, jamás lo sabré. Como tampoco puedo decir que me haya hecho falta. Habrá quien tenga una hermana que me diga que sí. Y habrá quien también la tenga que me diga que no. Sólo sé que tuve tres hermanos hombres que me enseñaron a bailar, que me espantaron pretendientes de medio pelo, que me regañaron cuando supieron que no iba a llegar virgen al matrimonio y que veré cada vez menos entre más viejos nos pongamos, pero que sé que estarán a una llamada de distancia en caso de emergencia.
HÍGADO
Órgano que por años adiestramos para resistir aguardiente a la par de los amigos universitarios, y que después de tener un hijo nos defrauda al no ser capaz de procesar el olor de media piña colada.
CUANDO TIENES UN HIJO EL ARTE ESTÁ EN LOGRAR EL LOOK "PRODUCIDA PERO CASUAL" EN MENOS DE DIEZ MINUTOS.
HIGIENE Eso que antes nos tomaba una hora diaria y ahora hacemos en menos de cinco minutos.
Recuerdo con nostalgia aquellas hermosas pérdidas de tiempo mientras me arreglaba en la mañana antes de ser mamá. Mi única responsabilidad era estar lista y eso tomaba tiempo. Podía medirme mínimo seis posibles pintas antes de estar convencida de mi outfit para salir a la calle, podía poner mi play list favorito y en medio de notas agudas y desafinadas cantaba con el cepillo que además de servir de micrófono me ayudaba a hacerme el blower perfecto. Añoro esas épocas en las que mis uñas siempre estaban pintadas y no desportilladas y una de mis preocupaciones de la semana era descubrir el color de moda digno de llevar en ellas. ¡Ah!, aquellos tiempos inmemorables cuando me maquillaba sin afanes y delinearse el ojo no era una carrera contra reloj y un lujo de sábados y domingos.
Salir regia a la calle era toda una rutina de no menos de una hora. Con un hijo, esa rutina ha sufrido severos recortes, justo cuando más ayuda necesitaba para verme decente, porque la maternidad y el embarazo, por bien que me hayan tratado, me golpearon fuertemente cada uno de mis frentes. Desde que soy mamá, estoy más cansada, más ojerosa, más flácida, más calva, menos luminosa y, lo que es peor, cuento con menos tiempo en la mañana para hacerme un photoshop mañanero.
El arte, ahora, está en lograr el look “producida pero casual” en menos de diez minutos; la astucia está en que la primera pinta que escoja sea la ganadora, y si no lo es, llevarla con estilo y gallardía el resto del día porque no hay tiempo para cambiarla; la destreza está en sentirme genial con un despeluque desprovisto de plancha o una cola de caballo improvisada llena de turupes inaceptables en otra época.
Cuando vemos a una mujer muy bien arreglada por la calle no sabemos cuánto tiempo se demoró para lograr dicho efecto. Pero cuando vemos a una madre sabemos que el tiempo fue poco, y eso, como los realities de concurso que piden hacer pruebas en tiempo récord, amerita un reconocimiento.
Un premio que se llame: “Reconocimiento a la madre que sin tener el tiempo, el descanso y el silencio que tienen otras mujeres logra salir a la calle y no ser confundida con el recolector de material de reciclaje”.
HIPNOSIS Efecto que quisiéramos que tuvieran nuestras palabras sobre un hijo cuando le decimos: “saluda”, “despídete”, “ordena tu cuarto” y “duérmete ya”.
HIPO Movimiento involuntario del diafragma que, sin importar cuánta lógica le pongas al asunto o cuántos diplomas tengas en tu haber, tratarás de curar poniendo un algodón húmedo en la frente de tu bebé. Cuando estás embarazada, el hipo del bebé, y por consiguiente el salto involuntario de tu panza, son de las cosas más divertidas que pueden suceder.
HIPÓCRITA Toda mamá que le asegura a otra que la maternidad ha sido fácil y sólo le ha traído felicidad.
HOGAR Precioso fuerte que, si lo construimos sobre una buena base, nos resguarda de todo lo que odiamos del mundo y nos permite sentir en la tierra lo que es vivir en el paraíso.
HOMEÓPATA Medicina alternativa que te cura a punta de placebos y gotas de agua mezcladas con alcohol.
HORA Sesenta minutos que parecen noventa cuando quieres que tu marido llegue a la casa a relevarte con el bebé.
HORA GRIS Momento del día en que, a pesar de su nombre, la madre no la ve gris sino negra. Se conoce como esa hora, al caer la tarde, en que el recién nacido decide llorar sin razón, ocasionando un llanto igual o peor en la madre.
HORRIBLE Adjetivo con el que quisiéramos describir a un recién nacido que no es el nuestro, pero que nos contenemos de pronunciar por algo llamado prudencia. Si te es imposible exclamar “¡qué belleza!”, recuerda que los ojos de la madre enamorada están sobre ti y recurre al tradicional “¡qué ternura!”. Los bebés mejoran con el tiempo, así que date la oportunidad de cambiar de percepción visitándolo a los seis meses. Si el adjetivo que se te viene a la mente es el mismo, exclama con sorpresa “¡cómo ha crecido!”.
HUÉRFANO Principal temor que siente la madre al montarse en un avión y dejar en tierra firme al hijo amado, bajo el cuidado del papá, los abuelos o cualquier otro familiar. Principal razón que tiene dicha madre para aplaudirle al piloto un buen
aterrizaje.
Nunca le tuve miedo a volar. No necesitaba, minutos antes del despegue, encargarme a todos los santos conocidos. No tenía que doparme para poder dormir las horas del trayecto. Mi cabeza no insistía en recordarme la lista de películas que comienzan o terminan con un trágico accidente, ni los documentales sobre tragedias aéreas, ni mucho menos un resumen de las noticias más dolorosas sobre cómo acabaron cientos de vidas en el aire. Existía, sí, un vacío en el estómago manejable y dentro de los límites normales para una persona que sabe que no es inmortal. En términos generales, era una viajera tranquila a pesar de ir a más de ochocientos kilómetros por hora y a doce mil metros de altura. La turbulencia del avión debía ser estruendosa para que yo cerrara los ojos y comenzara a recitar los pedazos recordados de alguna oración aprendida en el colegio.
Pero fui mamá y empecé a temer más que nunca por mi mortalidad.
Montarme a un avión sin mi familia es sufrir cada minuto, es especular sobre cualquier sonido, es sentir que pongo mi vida en manos de la suerte, y rogar todo el trayecto por que nada de lo que he visto en televisión ocurra.
Temer por nuestra vida más que nunca, porque ya no es nuestra, es de nuestros hijos. Temer faltarles, temer abandonarlos, temer no estar para calmar sus miedos, temer perder la vida y no poder seguir dándosela a ellos por completo.
I YOYU. No recuerdo esa vez que le dije a mi 10% el primerísimo primer “te amo” de nuestra historia. No recuerdo si él tomó la delantera. No recuerdo si yo al oírselo decir, habiéndolo pensado antes, sentí por fin la confianza de pronunciar esas dos palabras, sin miedo a recibir un “gracias” o un “tan linda” de vuelta. Tampoco recuerdo si yo tuve la osadía, la autodeterminación y la libertad, que al parecer caracterizan a mi generación, para tomar la ventaja y tener los pantalones de decirlo primero. Pero sí recuerdo el día que el trillado “te amo”, insignificante tantas veces para declarar lo que se siente, se convirtió en nuestro “yoyu”.
Día: domingo.
Hora: 5:37 p.m.
Estado: intenso romance.
Situación: viendo Love Actually por quinta vez, la mejor comedia romántica que han visto mis ojos hasta ahora, porque quiero que mi 10%, que en ese momento era sólo Andrés, pierda el pavor y el tedio por ese tipo de películas. Si Love Actually, su elenco de primera y su pegajoso “christmas —en vez de love— is all around us” no perfora su coraza de macho, que sólo permite el paso de películas de acción protagonizadas por Mark Wahlberg, tendré que rendirme y cogerle cariño a la saga del detective Bourne, que no es actuada por Wahlberg sino por Damon. Dos actores que siempre confundo. Mark-Matt, TomatoTomahto.
—Te va a encantar, juro que no es empalagosa y cursi como todas.
—¿Y si vemos más bien esta?
—No. Love Actually es divertida, vas a ver… Es cursi pero divertida.
—¡Dijiste que no era cursi!
—No es… o sí, pero es un cursi digerible.
—¿Y si más bien vemos esta?
—Amo a Matt Damon pero no, hoy no.
—Mark Wahlberg.
—¿Ah?
—Es Mark Wahlberg no Matt Damon.
—Shhh, empezó Love Actually.
Si no han visto la película, no pienso arruinárselas, aunque lo más seguro es que yo la haya sobrevendido como la mejor comedia romántica del siglo, y cuando la vayan a ver no supere sus expectativas.
Salen los créditos y ambos tarareamos “there’s no beginning, there’ll be no end”, y sin decir nada para no caer en cursilerías, agradecemos en silencio tenernos el uno al otro.
—¿Te gustó?
—I love you —dice Andrés imitando el acento británico de Colin Firth.
—¿Doble U?
—I. L. O. V. E. Y. O. U. —me deletrea Andrés, como si yo tuviera problemas de audición.
—Sí, yo sé, pero suena a w en inglés.
—Ok. I Dobliu —y hace un gesto con la mano, parecido a una v de victoria, y yo me convenzo de que nadie ha amado tanto a su novio como yo en este momento lo amo a él.
Entre la gente más se enamora, más pendeja se vuelve. La mejor prueba es la incomprensible jeringonza que adoptan para hablar. Andrés y yo, a pesar de rehusarnos a cualquier comportamiento que nos hiciera quedar atrapados en las bajezas cursis del amor, y quizás como consecuencia de eso, caímos de manera estrepitosa y quedamos untados hasta el cuello. Empezamos a hablar como bobos y el trillado I love you, se volvió Dobliu, y el Dobliu, por el desgaste del uso diario, se convirtió en “Yoyu”. I love you-Yoyu, Mark-Matt, TomatoTomahto.
IDILIO Relación amorosa entre una madre lactante y el extractor de leche automático.
IGNORAR Acto de parecer sordas y ciegas que deberíamos adoptar en ciertos casos para que el 10% colabore. Podríamos imitar: 1) La sordera y sueño profundo de nuestros esposos cuando todo el barrio se ha despertado a la madrugada por el llanto de nuestro bebé, pero ellos, incluso codeados por nosotras, siguen plácida y exasperantemente dormidos. 2) La mirada perdida en el infinito de nuestros hijos cuando la tía que viene de visita una vez al año insiste en tener con ellos una conversación. 3) Su determinación para seguir jugando sin inmutarse, así les digamos a través de un megáfono que es hora de guardar e ir a la cama.
ILUSA Mujer con bajo coeficiente intelectual que cree que teniendo un bebé va a cambiar/retener a un hombre o arreglar un matrimonio.
IMPRUDENTE Toda persona que te aconseja algo sobre maternidad con lo que no estás de acuerdo.
INCONTINENCIA Impertinente regalo del embarazo que nos hace fraternizar con la palabra “Kegel” y que nos demuestra que no hay que tener setenta años para ser la candidata perfecta para un comercial de pañales para adulto.
INEPTA Calificativo injusto que recibirá cualquier persona que se ofrezca a ayudarnos con el cuidado de nuestro bebé durante sus primeros tres meses de vida. Después de este periodo, por el cansancio y la saturación, aceptaremos agradecidas la ayuda de quien venga.
INFELICIDAD Descripción exacta del sentimiento que experimenta una madre de niños pequeños el día que su empleada se incapacita.
INGENUIDAD Creer firmemente que al terminar el conteo del famoso “a la una, a las dos… y a las…” nuestros hijos van a hacernos caso antes de pronunciar el temido tres.
INGLÉS Idioma que tu hijo de dos años asegura hablar fluidamente a pesar de inventarse la mitad de las palabras. Idioma que tu hijo de seis años habla perfecta y fluidamente. Idioma que tu hijo de diez años te corrige al oírte balbucear.
INMADURO Cualidad por excelencia de los niños y adjetivo usado negativamente por educadoras para referirse a ellos con tal de hacernos gastar la plata en terapias.
INMUNDA Como saldrás en las fotos que tu esposo sube a las redes sociales porque el bebé sale precioso.
INODORO Elemento sanitario en el que no te volverás a sentar sola y tendrás que usar, sin importar tu necesidad, mientras sostienes una charla con tu hijo.
También se conoce como el lugar favorito de los más pequeños para meter las manos, el cepillo de dientes, el control del televisor, el teléfono y básicamente cualquier objeto que tengan a la mano, excepto los orines que siempre caerán por fuera.
INSOLACIÓN Quemadura de alto grado debido al sol, que nuestros hijos al parecer no padecerán por el uso indiscriminado que ahora le damos a los trajecitos de neopreno.
INSTAGRAM Red social culpable de la mayor cantidad de pérdida de tiempo de nuestro día, que además saturamos de videos y fotos de nuestro hijo, porque ¿existe acaso alguien más hermoso en el mundo?
INTELIGENCIA Cualidad que creemos que nuestros hijos tienen más desarrollada que el resto de niños que conocemos.
INTIMIDAD Espacio personal del que me siento incapaz de hablar. Pregúntenme nuevamente sobre el tema cuando pueda ir al baño sola o dormir una noche completa sin que mi hijo se pase a la cama a medianoche.
IRREVERSIBLE La maternidad.
Un viejo proverbio chino dice que hay tres cosas irreversibles en la vida: la flecha lanzada, la palabra dicha y la oportunidad perdida. Me aventuraré a decir que la mente detrás de este proverbio quizás fue masculina, porque a una femenina no se le hubiera pasado por alto poner en esa lista la maternidad.
SER MAMÁ ES ENSEÑAR UNA Y OTRA VEZ, Y REPETIR Y REPETIR Y REPETIR QUE EL SOFÁ SE DEBE CUIDAR.
Ninguna mujer que decide ser mamá por primera vez es consciente de la irreversibilidad del cargo, hasta que experimenta un pellizco en el pecho cada vez que debe separase de su retoño. Ser mamá, aunque como en toda regla
aparecen extrañas excepciones, es no poder echar para atrás tu decisión de serlo. Pero más importante aún, no querer y no ser capaz de hacerlo.
Podemos devolver al vivero la mata que creíamos le hacía falta a nuestra casa pero que nunca floreció como esperábamos. Podemos vender o regalar, con un par de lágrimas en los ojos, el gato que tanto nos costó pero que nos ha destruido los muebles. Podemos, con tristeza, incluso, dejar el perro que adoramos con nuestra mamá o nuestro ex porque no encaja en la nueva casa, la nueva ciudad o la nueva vida que llevamos. Podemos cambiar esos jeans con los que soñábamos locamente porque en nosotros ya no se ven tan bien como en el catálogo. Podemos, claro que podemos.
Pero un hijo, por más que amemos la flor, el perro, el gato o esos jeans, y aunque muchos quieran negarlo, es mucho más. No podemos cambiar al niño por otro porque el que tenemos nos salió muy llorón. No podemos devolverlo porque cuidarlo no es tan fácil como se veía en los comerciales. No podemos regalarlo porque ha rayado nuestro sofá favorito. No podemos decir un día de locura: ya no quiero ser madre. O quizás podríamos, quizás podemos, quizás lo hemos pensado en silencio, muy en silencio, por el temor a ser juzgadas. Podemos, podríamos, pero no lo hacemos. Y es ahí cuando descubrimos la más hermosa irreversibilidad. No podemos dejar de ser mamás porque nuestro corazón jamás volvería a estar completo.
Ser mamá es meterse en esos jeans y buscarle la horma, cortarlos, doblarlos, pero jamás cambiarlos. Es poner una alarma para no olvidar regar esa mata y hacerle vigilia y no descansar hasta verla florecer. Es enseñar una y otra vez, y repetir y repetir y repetir, que el sofá se debe cuidar. Es no poder dejar solo a tu perro en casa y rogar por que la comida le haya alcanzado hasta el final de tus vacaciones. Es amar a alguien con la certeza de que jamás podrás reemplazarlo.
Ser mamá es, sin importar qué pase, no poder dejar de serlo.
Juemadre”. Una vez al año, solo una, el mundo entero nos hace sentir como una mamá maravilla. Poco importa si nuestros familiares realmente nos consideran una gran mamá por el simple hecho, al parecer, de haber concebido un hijo (no estoy diciendo que sea fácil, pero comparado con el resto, puede ser lo menos importante); ese día todos quieren rendirnos pleitesía. Ese día a todas nos dicen que somos las mejores mamás del mundo y nosotras les creemos. Los vendedores de flores y chocolates hacen su agosto. Y siempre hay alguien que, a falta de imaginación, sale con la frase “el Día de la Madre debería ser todos los días del año”.
¡Qué barbaridad! Si todos los días fueran de la madre, entonces ¿cuál día podría ir la madre a cambiar los regalos que no le gustaron, digo, que no le quedaron?
Si todos los días fueran de la madre las ciudades colapsarían por culpa de la movilidad y entonces el alcalde, atascado en una autopista con su madre, tendría que llamar a su gabinete para institucionalizar el Día de la Madre sin carro.
Y, por si fuera poco, si todos los días fueran de la madre, la loza sucia de los desayunos que nos llevarían a la cama todas las mañanas quedaría a cargo de nuestros hijos y esposos, y todas sabemos lo que eso significa.
Lo cierto es que por cada Día de la Madre hay otros tantos días muy “hijuemadres”. Y en vez de proponer un año entero celebrando el primero, deberíamos proponer otra fecha para celebrar también el haber sobrevivido a los demás.
Un día del año para recordar que ser mamá es haber estado fuera de casillas. Un Día Juemadre, en contraposición al Día de la Madre, en el que le hiciéramos un homenaje a esos días en los que estamos a punto de perder la paciencia y lo único que queremos es olvidar, por un instante, que somos precisamente: madres. Porque si bien la maternidad es lo mejor que nos ha pasado, por momentos va de ser un comercial de Johnson & Johnson a ser una película de terror japonesa.
Porque sí, hay días difíciles, muy difíciles, Días Juemadre. Días en los que mientras tratamos inútilmente de impedir que nuestras lágrimas salgan “sueltas como gabete” (perdón, el reguetón me ha hecho mucho daño), o mientras tratamos de calmarnos de manera infructuosa contando hasta diez, nuestros chiquitos insisten en empujarnos al límite de nuestra cordura como si quisieran descubrir de qué tanto somos capaces. Días tan Juemadre que una simple sentada a comer, con dos intentos fallidos de coronar una cucharadita de sopa en la boca de ellos, nos puede quitar el apetito al mejor estilo de una novela mexicana.
Días Juemadre que justo cuando nuestro hijo está mostrando su peor comportamiento, tenemos que soportar al lado al niño perfecto y, por supuesto, los ojos inquisidores de su mamá haciéndonos sentir como una madrastra de Disney que todo lo ha hecho mal.
Días Juemadre en los que necesitamos hacer una pataleta peor que la que le estamos tratando de calmar a nuestro hijo, o al menos tener un segundo para sentarnos en una esquina a llorar.
Días Juemadre en los que entendemos a nuestras mamás, pero quisiéramos hacerles el reclamo por no habernos advertido que muy escondida dentro de tanta alegría, por momentos, aparece una angustia agotadora.
Lo bueno es que no son todos los días, ni son la mayoría, ni mucho menos las veinticuatro horas. Son Días Juemadre que hacen que más que nunca nos merezcamos el Día de la Madre.
JABÓN Golosina.
JAMÓN Delicia procesada que desembala las loncheras de la mamá promedio, pero prohibida y satanizada por la mamá saludable, orgánica y vegana.
JARABE Medicamento dulce y pegajoso que les damos a nuestros hijos cuando están enfermos, con la esperanza de que se curen pero que, sobre todo, duerman unas horas extra.
JARDÍN INFANTIL Hábitat que estimula la reproducción y propagación de virus y bacterias, en el que dejamos lo que más amamos en el mundo con tal de tener unas horas de paz.
La entrada de los niños al jardín está caracterizada por tres etapas:
»1a) Acoplamiento. Se caracteriza por el llanto desconsolado de la madre y algunas veces también del infante. Pero, sobre todo, de la madre…
»2a) Descubrimiento. Se identifica por la desilusión de la madre al darse cuenta de que esas cuatro horas de libertad no alcanzan para absolutamente nada.
»3a) Confianza. Caracterizada por la desfachatez de la madre, meses después, al ni siquiera preocuparse por llegar veinte minutos tarde a recoger al retoño.
El dolor en la espalda durante el embarazo, las contracciones antes del parto, el parto, la mastitis que sufrí mientras lactaba, el ardor en los ojos por falta de sueño. Nada, léase bien, nada se compara con el intenso dolor y desgarramiento que me produjo la entrada de Lolo al jardín. Algunos me dirán exagerada, pero no era para menos. Después de treinta y un meses (estoy contando mis meses de embarazo también), por primera vez Lolo y yo teníamos que separarnos, asumiendo que podíamos y debíamos —así fuera por unas escasas horas— llevar a cabo actividades cada uno por su lado, sin nuestra acostumbrada dedicación mutua y exclusiva. Por más que muchas veces, atareada porque las siestas de mi hijo no me daban el tiempo suficiente para cumplir con otras labores, anhelé tener ese tiempo para mí, o por más que supiera que mi hijo necesitaba ese nuevo espacio de exploración, aprendizaje y socialización, la presión que sentía en el pecho le jugaba a mi cerebro una mala pasada y me hacía dudar sobre empezar el proceso.
PORQUE SI BIEN LA MATERNIDAD ES LO MEJOR QUE NOS HA PASADO, POR MOMENTOS VA DE SER UN COMERCIAL DE JOHNSON & JOHNSON A SER UNA PELÍCULA DE TERROR JAPONESA.
Pero el momento había llegado, yo debía empezar a vivir una vida sin él y él sin mí… por un ratico. Y eso dolía, vaya que sí dolía. Era el fin de una era, o al menos así lo sentía, y eso tenía que ser difícil para ambos.
El primer día hubo llantos, gritos, estirada de brazos y llamada del jardín antes de la hora para que regresara por mi hijo y así ayudar a que el proceso no fuera
más traumático. El segundo día fui una alumna más del jardín para ayudarle al cambio. El tercer día hubo puchero y yo me quedé como un paparazzi merodeando el jardín en caso de que me necesitaran urgente. Así pasaron los días, hasta que, en uno de esos, su boca me dio un beso, su mano hizo adiós, su sonrisa me dijo que todo estaba bien y unas piernas se alejaron de mí sin dar vuelta atrás.
Comenzó una nueva etapa. Él conoció otro mundo para devorarse y yo me reencontré por unas horas conmigo misma. Reencuentro maravilloso que no se compara con el que ocurre en la tarde cuando al mejor estilo de escena clichesuda gringa, Lolo y yo corremos a abrazarnos y a ponernos al día en todo lo que ocurrió en nuestras mañanas.
JARRA Posición con las manos sobre la cintura, que adoptamos a menudo para dejarle claro a nuestro hijo que algo que ha hecho no está bien y está a punto de sacarnos la piedra.
JODER Habilidad de la madre para desacomodar al padre que yace acostado en el sofá pidiéndole un favor o recordándole de repente, mientras ven una película, que “esa” cosa que hizo hace diez años le molesta sobre manera y todavía no la ha olvidado.
JUEPUTA Palabra que pensamos o susurramos antes de decir en voz alta “sí, mi amor”
cuando oímos por quincuagésima vez “mamá, ven”.
JUGUETE Objeto que tu hijo deseará con todas sus fuerzas y lágrimas tan pronto lo vea en manos de otro niño.
Kant, Nietzsche y Freud jamás habrían podido descifrar lo que nos pasa por la mente a las mamás. Si bien ya es bastante complicado meterse en la cabeza de una mujer y entenderla, la cosa se pone engorrosa si le sumamos al complejo estado femenino la maternidad.
Como mamás hacemos cosas incomprensibles. Rogamos por una salida nocturna para olvidarnos un rato de los hijos, pero no paramos de hablar de ellos en toda la velada. Nos ponemos histéricas y dramáticas si nuestros hijos no nos obedecen, pero después de hablarles fuerte por el desespero, no sabemos cómo más pedirles perdón para no sentirnos como unas cabronas. Nos desesperamos si el niño no se ha dormido a la hora estipulada, pero una vez lo vemos roncar, sentimos que el tiempo para disfrutarlo se nos agota. Soñamos con que entren al jardín para ganarnos unas horas extra, pero lloramos al dejarlos porque no queremos que piensen que nos estamos deshaciendo de ellos. Queremos ser las mejores mamás, pero no queremos renunciar a otros triunfos personales o sentirnos desnaturalizadas por luchar por esos sueños. Nos sentimos culpables porque sí y porque no, porque hacemos algo, pero también porque lo dejamos de hacer.
Si Kant, Nietzsche y Freud estuvieran vivos dedicarían un estudio a fondo a la impertinente culpa que doblega a las madres. Kant nos diría que la culpa va atada a la responsabilidad. Nietzsche nos diría que la culpa mina nuestra vitalidad. Freud, obvio, diría que en el inconsciente tenemos problemas no resueltos con nuestro padre.
No seré filósofa ni psicóloga, pero creo firmemente que lo único cierto es que necesitamos dejar de querer ser perfectas para aliviar un poco la carga. Yo trataré de alejarme de ese ideal de mamá que me impuse embarazada y que ahora, con las hormonas de nuevo en su lugar, sé que no es viable ni para la Mujer Maravilla. De seguro seguiré sintiéndome culpable cuando se me escape un mini
Hulk en una discusión, o cuando sintonice Disney Channel y conecte a mi hijo al televisor para poder terminar de arreglarme, o cuando sirva de comida una deliciosa salchicha en vez de un nutritivo muffin hecho en casa, o cuando salga a trabajar y disfrute mis horas fuera del hogar. Me sentiré culpable e inmediatamente ignoraré lo que más pueda ese vil sentimiento. A modo de pañito de agua tibia, recordaré que si bien soy culpable de muchas cosas, también soy culpable de las sonrisas, las historias y los abrazos en otros días más afortunados. Dejaré de matarme la cabeza con explicaciones sobre la maternidad que ni Kant, Nietzsche o Freud hubieran podido jamás descifrar.
KARATE Clases a las que querrás meter a tu hijo después de haber recibido su primer mordisco en el jardín para que aprenda a defenderse. También es el curso en el que querrás meter a tu hijo para que canalice su energía cuando él sea el niño mordelón.
KARMA Tener un hijo que te haga ser y hacer todo lo que criticaste con vehemencia de otras mamás.
Saber que vamos a ser madres por primera vez despierta en nosotras un sentimiento de superioridad frente a las otras que ya lo han sido. Estamos convencidas de que todas lo han hecho a medias y que nosotras podemos hacerlo mejor. Cuando nace nuestro hijo, descubrimos que sólo el ser nos va dictando el hacer y reconocemos aterrorizadas que todo lo que criticamos ya no parece tan contraproducente.
Que el niño duerma solo en su cuarto desde los tres meses de repente ya no nos
parece tan urgente, lactar a libre demanda ya no nos parece tan fácil, tener paciencia todo el tiempo ya no parece posible y asemejarnos en algo al resto de mamás que alguna vez criticamos no es sólo nuestro karma sino nuestro destino.
KERATINA Eso que a falta de tiempo para el blower deberían regalarnos a todas las madres cada seis meses.
KÉTCHUP Manjar de los dioses para nuestros hijos, que usamos como sazonador cuando los niños están inapetentes, y del que ignoramos conscientemente sus ingredientes nocivos.
KILO Eso que es fácil de ganar e imposible de bajar después de nueve meses de antojos de brownies y una severa e indeseada retención de líquidos.
QUEREMOS SER LAS MEJORES MAMÁS, PERO NO QUEREMOS RENUNCIAR A OTROS TRIUNFOS PERSONALES O SENTIRNOS DESNATURALIZADAS POR LUCHAR POR ESOS SUEÑOS. NOS SENTIMOS CULPABLES PORQUE SÍ Y PORQUE NO.
¿En qué momento nos dejamos quitar la inmunidad que nos daba la maternidad para lucir cuerpos imperfectos? ¿En qué momento le sumamos a la ardua tarea de la maternidad el tema de estar tonificadas? ¿En qué momento pasamos del
amoroso y comprensivo “es que tiene dos hijos”, cuando vemos a una mamá rellenita metida en vestido de baño enterizo, al envidioso y competitivo “y eso que tiene dos hijos”, cuando vemos a una mamá raquítica en tanga brasilera?
Como si ser mamá ya no nos quitara demasiado tiempo, ahora nos inventamos que aparte de hacer muffins de ahuyama orgánica, de practicar homeschooling, de trabajar y estar presentes, tenemos que tener un abdomen plano, una cola parada y unos brazos tonificados.
Cuando voy de vacaciones, a veces me gusta inventar que me operé hace unos meses y me puse el balón gástrico. He descubierto que la gente juzga menos esa piel que nunca se me terminó de pegar en la barriga cuando digo que me grapé el estómago porque no podía parar de comer, que cuando digo que mi cuerpo le dio vida a un ser humano.
KILÓMETRO Unidad de longitud que multiplicada por tres mil indica la distancia recomendada para separar tu casa de la de tu suegra y lograr una convivencia armónica.
Lorenzo. Dicen que los nombres forjan personalidades y dan carácter. Estoy por creer que serías mi Lorenzo tal cual eres, así te llamaras Pedro, Juan o Plutarco. Pero estaba en mis manos ponerte el nombre por el que te llamarían el resto de la vida, el nombre con el que te presentarías, el nombre que primero aprenderías a escribir, el nombre que algunos olvidarían al saludarte, el nombre que odiarías a alguna edad e intentarías cambiar en la registraduría, el nombre que amoldarías a tu ser y el nombre que yo siempre pronunciaría con una sonrisa. Todo ese peso en un nombre, y yo sin saber que eras niño te llamé Lola durante meses. Quizás por no tener hermanas sino tres hermanos, quizás por no tener sobrinas sino seis sobrinos, una parte de mí deseaba que fueras niña. Así que fuiste Lola hasta que la ecografía de los cuatro meses decidió contradecir nuestros presentimientos con un miembro claramente masculino. Mi lista de posibles nombres sólo tenía uno, y era Lola. La intuición de madre me falló esa vez; no sería la última. Un ataque de risa aparecía como reproche por no haber estado más preparada. Ahora no sabía cómo dirigirme a esa barriguita. Ningún nombre se sentía tan amoroso, tan íntimo, tan de nosotros como Lola.
Durante un par de horas te llamaste Nicolás, durante unos segundos Leonardo y durante veinte días, más por sugerencia de una amiga que por verdadera convicción, fuiste Federico. Era sólo un nombre, y ese nombre lo llevarías tú, que era lo importante. Federico, aun siendo un nombre maravilloso no lo sentía mío y no me hacía suspirar como Lola. Renuncié a la búsqueda infructuosa de nombres y esperé incrédula una señal, un sueño, una aparición, una voz que me susurrara tu nombre, como algunas mamás aseguran que encontraron el nombre de sus hijos. Y la señal llegó para cachetear mi escepticismo.
—Mira ese niño tan lindo en la silla de adelante.
—¿Te imaginas cuando el nuestro esté así?
—¡Te imaginas!
—¡Lorenzo, sentate por favor! —le dijo la mamá a ese niño que no parábamos de mirar.
—¡Lorenzo! —dijimos al unísono Andrés y yo, en una sincronización tal que parecíamos en una escena de Love Actually.
—Lorenzo… Es lindo, ¿no?
—Sí, me gusta, además sólo conozco un Lorenzo y es el esposo de Luisita y me cae bien.
—¿Entonces Lorenzo?
—Puede ser.
—¿Querés un globito, Lolo?
—dijo ahora la abuela para acabar de disipar nuestras dudas.
—¡Lorenzo es Lolo!
Lola-Lolo. Si algo se sentía tan nuestro, tan amoroso, tan íntimo como Lola era Lolo. Lo habíamos tenido en nuestras narices, pero sólo al enamorarnos de un niño argentino en un avión sentimos ese pálpito en el pecho que confirmaba que habíamos encontrado el nombre que se ajustaba a tu grandeza. Desde ese día fuiste Lorenzo, hijo de Ana, heredero de Andrés, más conocido como Lolo.
LACTANCIA Magia. No encuentro otra palabra para describir esos meses durante los cuales producimos leche que calma el hambre, los llantos, los dolores y crea una conexión divina, convirtiéndonos en algo parecido a una vaca sagrada.
La lactancia es maravillosa hasta que dejamos que conocidos y desconocidos opinen sobre la nuestra. Haz como con la política y la religión: evita tocar el tema en una reunión para no herir susceptibilidades. Si lactaste mucho tiempo está mal visto. Si lactaste poco está peor. Si lactas en público es descortés. Si lactas en privado eres una mojigata. Así que come callada… o, más bien, da de comer callada.
LÁGRIMAS Gotas que sobreproducimos una vez somos madres.
Durante el embarazo lloramos viendo un comercial de Ricostilla, somos incapaces de ver las primeras ecografías sin una caja de pañuelos a la mano y nos especializamos en tragar saliva con tal de poder terminar una frase cargada de emoción. Culpamos a las hormonas alborotadas, y suponemos que cuando vuelvan a su nivel habitual, de nuevo seremos dueñas de nuestros ojos encharcados. Una vez más nos equivocamos. Las lágrimas vienen por añadidura con la maternidad y siguen reproduciéndose como conejos cada día que nos enfrentamos a ella. Lloramos de felicidad al ver cada logro de nuestros hijos, lloramos de impotencia al verlos enfermos, lloramos de risa con cada apunte, lloramos de miedo al imaginar que algo pueda pasarles, lloramos frustradas cuando tenemos un mal día. Las lágrimas aparecen cada tanto, más seguido de lo
esperado, para recordarnos que la vida es frágil y que el mundo es un lugar difícil. Ser madres nos sensibiliza, nos vuelve más vulnerables. Cada pequeño lunar, injusticia o infortunio que encontramos en este planeta nos duele en una parte del alma y la cabeza que antes estaba blindada. Lloramos más, quizás porque sentimos más, porque amamos más, porque tenemos más y porque ahora sí hay mucho que perder. La maternidad nos hace infinitamente vulnerables. De esa clase de vulnerabilidad que no debilita, sino que enaltece.
LAGUNA Bache mental que, al hacernos imposible recordar las dolencias del parto y de los primeros meses cuidando a un recién nacido, nos impulsa a ir por el segundo o incluso por el tercer hijo.
LÁSTIMA Sensación que nos despiertan las embarazadas primerizas que sonríen inocentes y emocionadas, sin ni siquiera imaginarse el trabajito que se les viene encima.
LECHE DE TARRO El demonio hecho polvo para las defensoras a ultranza de la lactancia materna. El segundo mejor polvo para el resto de mujeres.
LECHE MATERNA Sustancia blanca, que en realidad es beige, llena de nutrientes excepcionales que al ser derramada en un pedazo de tela tiene el poder de convertirla en cartón. Su
producción aumenta mágicamente gracias al consumo de agua de hinojo o Pony Malta, dependiendo del estrato y cultura a la que se pertenezca.
LEYENDA Niños que desde los tres meses pasan la noche derecho.
LIBRO Comprarlo es un acto de fe; sacar el tiempo para empezarlo, un desafío; avanzar sin cabecear, una proeza, y creer que lo vamos a terminar en menos de seis meses, una utopía.
Dicen los gurús de belleza que para no envejecer prematuramente hay que dormir mínimo siete horas y de corrido cada noche. Dicen los intelectuales que para no caer en la odiosa ignorancia hay que leer entre doce y veinte libros al año. A juzgar por esto, el panorama para una madre no es para nada esperanzador, si se tiene en cuenta que nuestras horas de sueño, momentos de ocio e idas al baño están determinadas por nuestros hijos.
Si las teorías de juventud y belleza están en lo cierto, entre el calcio que le doné a mi hijo durante el embarazo y las trasnochadas que he vivido a su lado, puede que el daño en mi organismo sea irreversible y cuando tenga cuarenta años parezca una tierna abuelita de sesenta. Mientras veo mis ojeras profundas y mis patas de gallina acentuadas, decido tomar Caltrate y colágeno para recuperar algo de la lozanía perdida. Pero segundos antes de caer rendida ante el bótox, me convenzo de que el tiempo podrá hacer todos los estragos que quiera, menos hacerme perder el mayor atractivo que, dicen los que saben, podemos tener las mujeres: la cabeza. Decidida a no perderla por los absurdos estándares de belleza que nos imponemos nosotras mismas, prometo que leeré a diario, que no me demoraré más de un mes en un libro, que no seré ese tipo de mujer con el que sólo se puede hablar fluido de cirugías y de las Kardashians. Y más me demoro en imaginar una vejez arrugada pero lúcida, que en cabecear por tercera vez en la segunda página de la novela que compré hace tres Ferias del Libro.
Sí, un libro, al menos mientras mi hijo crece un poco más, es algo que empaco en mi maleta para ir de vacaciones y regresa sin haber sido abierto. Es algo que adorna mi mesita de noche y a veces me brinda toda su utilidad como
portavasos. Es algo que debo leer a cuotas. Es algo que tenía tiempo de leer antes de ocuparme en esto de ser mamá. Y es algo que recibe estoica y suavemente los golpes de mi frente porque sabe que, si bien hay que leer, una madre también necesita descansar.
LICENCIA DE MATERNIDAD Tiempo irrisorio en el que se espera que la mujer se recupere del tiestazo de haber sido madre, para después propinarle otro más duro: desprenderse de su bebé.
LÍMITES Esas mínimas reglas de respeto y comportamiento que le cuesta poner a la mamá que en lugar de ser mamá quiere ser mejor amiga y compinche a la vez.
LLAVES Pequeños objetos de metal, necesarios para abrir puertas, que dentro de tu bolso se vuelven diminutos e imposibles de encontrar cuando llegas a casa con un niño de quince kilos dormido sobre tu hombro.
LLORÓN Todo niño que vemos llorar excepto el nuestro, que cuando lo hace es porque tiene una razón de peso.
LLUVIA Eso que esperas que caiga a cántaros, y nunca cae, cuando tienes mucha pereza de llevar a los niños al parque.
Mi mamá me mima, mi mamá me ama. Fue la frase que escribí renglón tras renglón para aprender la letra m. Fue en la época en la que crecer para ser como ella era la meta, en la que me ponía sus tacones y me pintorreteaba los ojos con sombra azul para sentirme grande y linda como ella. Era la época de llamarla a su oficina cada cinco minutos para decirle que estaba aburrida, que viniera a jugar conmigo porque yo la necesitaba.
La misma época que enterró la adolescencia con sus ideas de “yo no voy a ser igual a mi mamá”, cuando cambié el “mi mamá me ama” por “mi mamá me mama”. Tuve, como la mayoría, una adolescencia llena de rebeldías en la que dije miles y largos monólogos internos explicando por qué no quería ser como mi mamá, qué cosas no haría como ella, qué frases no diría como ella.
La superheroína de la infancia se había convertido en una bruja que me sometía a las más atroces maldades: me obligaba a cumplir horarios, a avisar dónde estaba y con quién iba a salir, me decía que ciertas amigas no le gustaban y, aparte de todo, tenía la desfachatez de preguntarse si mi novio de pelo teñido, piercing en la lengua, ideas suicidas y validación del bachillerato era confiable. Mi mamá era la crueldad pura en pasta.
Repetí tantas veces lo diferentes que éramos que me convencí de ello, y ser diametralmente opuesta a ella se volvió mi objetivo irrefutable. Con los años, un poco menos adolescente y tratando de ser más adulta, respiré aliviada porque contra todos los pronósticos me había librado de parecerme a ella… hasta que la mamá fui yo.
La primera vez que noté la similitud me hice la loca, agradecí que nadie estuviera mirando y fuera testigo de la transformación kafkiana que ocurría en
mí. Yo, la rebelde, la diferente, la original, la no hija de su madre, había repetido una de sus frases célebres en un tono y con una convicción tal que nadie hubiera podido negar su autoría.
La segunda vez que mi mamá volvió a salir de mi boca, llegó la negación.
La tercera, exploté de rabia gracias a un “¿sabes a quién te estás pareciendo?” pronunciado por mi 10%.
La cuarta vez vino con la resignación. Era inevitable mirarme al espejo, escucharme hablar, y sobre todo alegar, y no ver a mi mamá saliéndose por mis poros cuando menos lo esperaba.
Somos iguales en muchas cosas que nos hacen extraordinarias, pero también somos iguales en muchas otras que nos hacen insoportables. Somos igualiticas más allá de la genética, y hoy, al escribirlo, el pánico y la frustración que sentía de adolescente por tan sólo considerar que eso fuera posible han sido reemplazados por el orgullo y la satisfacción de saber que es una realidad.
Soy como ella. Cuando decidí que no quería ser como ella, ya era tarde. Nací de ella, soy ella.
MACHISMO Negligencia y prepotencia que hace que en la mayoría de los baños públicos para hombres no haya cambiadores de bebé.
MAESTRO Mi hijo.
Siempre creí que mi labor como mamá era ser una profesora, una guía que iba impartiendo lecciones y correcciones. Una vez más, sólo el tiempo me demostró lo equivocada que estaba. La profesora no soy yo, es mi hijo. Un profesor asombroso que, sin cantaleta, sin nociones de disciplina positiva, sin diplomados ni maestrías, y siempre dispuesto con una sonrisa y una nobleza infinita, vino a enseñarme la vida sin restregarme en la cara todos y cada uno de mis errores.
Con cada una de sus lecciones, sólo ruego que yo como alumna, algún día, pueda estar a su altura.
MAGIA Cualidad sobrenatural de la mujer con hijos que logra salir a la calle perfectamente arreglada.
MALCRIAR Derecho y deber de los abuelos.
Eran unos buenos abuelos, tal vez los mejores. Como los buenos actores, decidieron no repetir papel y se concentraron en ser abuelos y no padres una vez
más. Hacía ya tiempo que se habían librado de esa carga que implica la crianza, y si algo merecían era poder ser con sus nietos lo que no habían sido con sus hijos: compinches, alcahuetas, malcriadores, desordenados, inmaduros. Si habrían de trasnochar por ellos, sería por una guerra de almohadas y no por la zozobra de no verlos llegar a casa en la madrugada. Sí, eso era lo que merecían: ser por fin y únicamente abuelos. Sin que se les sonrojaran las mejillas, también se negaron a cuidar todas las tardes, todas las noches, todos los días, a esos pequeños que amaban con locura. Se ofrecieron, eso sí, a ayudar, pero sin ninguna obligación y sin ningún horario fijo y establecido. Se aferraron a la vida que les había tomado años construir y rogaron por que los dejaran disfrutarla. Y así, de repente, se volvieron los mejores abuelos del mundo. Gozaron de la fascinación de lo esporádico y nunca fueron rutina sino novedad. Malcriar, ese era el premio que se habían ganado por no permitirles a sus hijos perderse la oportunidad de ser padres.
MAMÁ Mujer que tiene convencido a medio mundo de tener superpoderes.
Del latín mamada. Incluidas todas sus connotaciones: 1) Cansada, fatigada, agotada, destrozada, exhausta, hecha polvo, trizas o añicos. 2) Ser que es succionado a cambio de leche. 3) Ser en vías de extinción a causa del calentamiento global, del miedo, del deseo de la eterna adolescencia y del anhelo de pasar unos fines de semana sin pararse de la cama.
MAMI Palabra que sueñas que tu hijo aprenda a decir cuanto antes, palabra que te hace llorar cuando se la oyes por primera vez, palabra que quisieras que tu hijo no hubiera aprendido jamás cuando te taladra el cerebro al repetirla veinte veces sin parar si no atiendes sus llamados ipso facto.
MAMITA O “papito”, en masculino. Término vilmente usado a diestra y siniestra por enfermeras y profesoras, usualmente con un tono tierno y conciliador, para insultar, regañar y/o criticar nuestro modus operandi.
»“¿La mamita le trajo un solo pañal?”, quiere decir: “¿Usted es que es mensa o qué?”.
»“Es mejor que el papito espere afuera”, quiere decir: “No sea bruto, no me distraiga al muchachito”.
»“¿La mamita y el papito qué hacen en su tiempo libre con el niño?”, quiere decir: “Estamos detectando un problema en el niño y digan lo que digan la culpa es de ustedes”.
MANUAL Inexistente compendio de instrucciones sobre la crianza que apreciaría tener la mamá promedio que se acuesta todas las noches debatiéndose entre el miedo, la culpa y la duda.
Libros y teorías sobre crianza hay muchos, pero hasta el día de hoy no existe un manual que resuelva preguntas prácticas y diarias de una madre:
»¿Cuántos grados deben estar haciendo para que una madre obligue a su hijo a salir al parque con chaqueta? ¿Qué tanto frío es negociable? ¿A cuántos grados puede una madre recular y aceptar la petición de su hijo de ir en camiseta?
»¿A cuántos gritos es válido que una madre se encierre en el baño y se quiebre también?
»¿Hay un número límite de límites que pueden ponérsele a un niño para no
limitarlo?
»¿Cuántas notas en la agenda se le pueden mandar a la profesora sin quedar clasificada como la mamá más intensa?
»¿Cuántas cucharadas son suficientes para que mi hijo quede de verdad lleno y alimentado?
»¿En qué punto exacto es sobreprotección y en qué punto es descuido?
»¿Cuántas horas de sueño le quedan faltando a una madre?
»¿Cuántas patadas debe una madre recibir en la noche para finalmente enseñarle al hijo a usar su cama?
»¿Qué cantidad de días puede venir la suegra de visita sin que una mamá enloquezca?
»¿Qué tan a la vista tienen que estar las cosas para que un marido pueda encontrarlas?
»¿Cuántos pañuelos hay que llevar a la presentación de fin de año del colegio?
»¿A cuántos metros debe pararse una madre de su hijo para no invadir su espacio personal?
»¿Con cuántos kilos se hace imposible alzar a los hijos?
»¿Cuántos kilos pierde una madre si los alza?
»¿Existe un termómetro que en vez de fiebre mida el nivel de cansancio de la madre?
»¿A las cuántas orinadas es mejor cambiar el colchón?
»¿Se tiene un hijo favorito?
»¿A los cuántos años puede una madre volver a leer un libro y tomarse un café caliente?
»¿Cuántos hijos hay que tener para que la gente deje de preguntar por el hermanito?
»¿Cuántos dulces no son demasiados en Halloween?
»¿Cuántas harinas debe dejar una madre para salir de vacaciones a la playa?
»¿Con quién hay que hablar para que enfermeras y profesoras dejen de decirnos “mamita”?
»¿Todas las mamás amamos igual?
MATRIMONIO Pacto entre dos personas enamoradas, por no decir insensatas, que se ponen la meta de vivir suficientes días felices que les quiten mérito a los infelices. También puede ser visto como una apuesta entre dos personas para ver quién, con el transcurso de los años, se engorda, desmejora o acaba primero. Es, además, un compromiso que pone a prueba las bases sobre las que construimos nuestra relación y nos demuestra de qué estamos hechos, una vez nos volvemos padres.
Hormonas alborotadas y falta de todo (sueño, tiempo y sexo) son regalos preciosos que llegan al hogar después de un hijo, y pocas veces, estamos preparadas para capotear sus consecuencias.
Nos advirtieron sobre la depresión posparto, nos recomendaron paciencia con los bebés, nos repitieron que jamás pusiéramos a nuestro hijo por encima de nuestro esposo, pero nadie nunca siquiera mencionó que algunas veces sentiríamos algo muy distinto al amor y más parecido a la cólera por esos hombres que se hicieron padres con nosotras.
¿Estoy desarrollando una personalidad psicótica o todas sentimos ganas de ahorcar a nuestros 10% al menos una vez a la semana?
¿Estaré desarrollando un trastorno bipolar que me hace detestar por segundos al hombre por el que me derrito en otras ocasiones?
Ser padres pone a prueba cada pedacito de nosotras, y como si la tarea ya no fuera lo suficientemente complicada, también le pone un par de obstáculos a nuestra relación de pareja. La llegada de un hijo, eso que ambos anhelábamos con tanto amor, trae en las circunstancias más amenas un aumento del 30% en las discusiones en la casa (me acabo de inventar esa cifra, pero es que suena bonito ponerles números a los hechos).
Y entonces, casi sin darnos cuenta, empezamos a lidiar con dos nuevos integrantes en el hogar: un bebé que llora cada tres horas y una trifulca que estalla casi con la misma frecuencia por pendejaditas, pendejadas o pendejadotas.
Siempre he dicho que un matrimonio es una maratón, y uno con hijos, un triatlón; lo que algunos no saben es que ganar cualquiera de las dos se siente increíble y superar cualquier excusa que nos inste a renunciar nos hace más fuertes.
No me imagino la vida sin mi 10%, creo en el matrimonio hasta que la muerte nos separe (mientras exista amor del bonito, del de verdad-verdad) y no me da pena confesar que a veces lo detesto y él me detesta. De sólo pensar en un divorcio y todo lo que ello implica, incluida mi vuelta al ruedo y a ese plan de levante para el que perdí todo flow, práctica y destreza, se me revuelven las entrañas. Pienso que lograr una vida feliz en pareja es de los mejores regalos que podemos hacernos, y por eso vale la pena apostarle con toda nuestra convicción.
Yo le aposté a mi 10% desde el día que dijimos sí y, aun así, a ratos me contagio de los escépticos y pienso que va a ser imposible llegar a viejitos juntos. Después recuerdo que mi mejor plan de jubilación es envejecer al lado de esa persona con la que podemos odiarnos a ratos, pero amarnos en todos nuestros momentos.
MESES Medida de tiempo que usan las madres para calcular la edad de sus hijos, y que desespera al resto de mortales que no pueden entender por qué no se expresan en los populares, consabidos y fáciles de entender “años”.
MIERDA Palabra que repites una y otra vez, mientras tratas de cambiar, sin ensuciar las sábanas blancas de tu cama, un pañal cagado cuyo contenido se ha esparcido desde la espalda baja de tu pequeño hasta su cuello.
MOCO Eso que tu hijo insistirá en sacarse (e incluso comerse) sin el mínimo rastro de vergüenza delante de tus amigos y familiares más escrupulosos.
MONEDA Pieza redonda cuya denominación nunca tendremos en el bolsillo o billetera cuando nuestros hijos quieran gastarla en una máquina expendedora de dulces.
MORDISCO Acto normal de defensa y ataque de los niños, que les duele más a las mamás cuando les ven la marca en el brazo al recogerlos en el jardín, que a los pequeños cuando fueron atacados.
MUGRE Partícula de la que tu ropa no podrá escapar mientras tus hijos crecen y que determinará qué tanto juegas con ellos o qué tanto lo hace la niñera.
MUTE Botón silenciador que deberían traer incrustado en la nuca los niños que pueden llorar más de treinta minutos seguidos… y también las mamás que no pueden parar de dar consejos no pedidos.
No soy pediatra. No soy psicóloga. No soy contadora. No soy chef. No soy masajista. No soy cantante. No soy enfermera. No soy chofer. No soy empleada. No soy cuenta cuentos. No soy recreacionista. No soy terapista. No soy psiquiatra. No soy adivina. No soy abogada. No soy electricista. No soy decoradora. No soy matemática. No soy malabarista. No soy carpintera. No soy comediante. No soy diseñadora. No soy astrónoma. No soy modista. No soy estilista. No soy detective. No soy fotógrafa. No soy mesera. No soy pintora. No soy policía. No soy salvavidas. No soy taxista. No soy juez. No soy científica. No soy bruja. No soy directora. No soy albañil. No soy meteoróloga. No soy nutricionista. No soy paseadora ni cuidadora de animales. No soy gerente. No soy guardia de seguridad. No soy secretaria. No soy manicurista. No soy oradora. No soy calígrafa. No soy psicolingüista. No soy mensajera. No soy contorsionista. No soy boxeadora. No soy arquitecta.
Pero soy mamá, y hagan de cuenta que es como si fuera todo eso y más.
NADIE La cantidad exacta de personas que quieres ver metida en tu casa cuando estás recién parida.
NALGADA Eso que siempre dirán que le hace falta a tu hijo.
NARIZ Estructura ósea de nuestra cara a donde van a parar todos los cabezazos de nuestros hijos, haciéndonos considerar seriamente la posibilidad de una rinoplastia.
NAVIDAD Época del año en la que los regalos que te den ya no serán importantes, solamente importará la cara de tu hijo cuando destape los suyos.
NEGAR Eso que saben hacer muy bien los hombres cuando se les pregunta por una infidelidad, y que ahora deberán aplicar cuando uno les pregunte si las pochecas quedaron muy caídas, la panza muy fofa o el pezón muy oscuro.
NIÑERA Persona a la que le pagamos para que se comporte como una madre, pero de la que sentimos celos si es vista como tal por nuestros hijos.
No fui criada por una niñera. De pronto por eso nunca quise contratar a una para mi hijo, aunque por momentos la anhelaba, la buscaba y la necesitaba para poder respirar. Como consecuencia, tuve menos tiempo para ir a la peluquería, pero aprendí a arreglarme en un dos por tres cuando era necesario. Me he perdido muchas fiestas, pero al estar arrunchada en mi cama con los que amo, no las he extrañado. No he contado con una casa silenciosa para escribir, ni siquiera con un cuarto al que pueda prohibirle la entrada a mi hijo mientras mamá hace sus cosas, pero he logrado llevarlo todo a cabo con un par de tazas de café extra y un marido empoderado del cuidado de nuestro hijo.
NO SOY PEDIATRA. NO SOY PSICÓLOGA. NO SOY CHEF. NO SOY CHOFER. NO SOY RECREACIONISTA. NO SOY METEORÓLOGA. NO SOY ADIVINA. PERO SOY MAMÁ, Y HAGAN DE CUENTA QUE FUERA TODO ESO Y MÁS.
Una nana haría mi vida como mamá y como mujer mucho más fácil, y a veces creo que me condenaría a la pereza. Caería redondita en sus manos y evitaría salir al parque ese día que el sueño parece comerme porque ella lo haría por mí. No movería cielo y tierra para llegar a tiempo y verle su sonrisa al bajarse de la ruta, porque alguien más podría hacerlo por mí y contármelo en la noche. Podría ir a todas las fiestas que me invitan porque alguien estaría pendiente de alimentarlo, jugarle y mantener sus gritos lejos de la mamá enguayabada. Me podría sentar a terminar de leer un libro porque ella le leería a él los suyos infantiles.
Una nana solucionaría muchas cosas de mi vida, pero a la vez me robaría otros momentos. Las tardes serían menos largas, pero las horas compartidas más cortas. Las charlas con amigas, más tranquilas, pero el diálogo con mi hijo, más escaso.
Quisiera una nana que pudiera aparecer como un hada madrina sólo en aquellos momentos en los que una mano extra ayudaría para alcanzar el tetero, o una hora de cuidado ayudaría para ir a esa reunión en el banco.
Una nana que no camine detrás mío con el coche mientras yo veo vitrinas en el centro comercial, una que no tenga que llevármela a las vacaciones porque sin ella ya no soy capaz de almorzar en paz, una que no sea la única capaz de dormir a mi hijo. A veces sueño con una nana, con una que pueda cubrirme un par de horas y no días enteros.
Le pregunto a mis amigas por alguna recomendada, y después veo que en la tarde mi hijo y yo estamos rodeados de ellas en el parque. Entonces reorganizo mi agenda, cancelo un par de invitaciones, busco ayuda una noche con los abuelos y sigo sobreviviendo sin nana mientras no sea extremadamente necesaria.
NO La palabra favorita de tu hijo para responder a todo lo que le pides, le propones o le ordenas. La palabra favorita de tu esposo cuando le preguntas si le parece bonita Fulanita. Tu palabra favorita cuando te preguntan si estás furiosa.
Ñampearse. Tú te ñampeas, yo me ñampeo, todos nos ñampeamos. ¿Desconfían de la verdadera existencia de esta palabra? Muchos creerán que es un invento mío para continuar la tradición que me he propuesto en este libro de empezar una pequeña historia con cada letra del abecedario. La verdad, sí pensé en inventar una palabra ante la escasez de alguna buena empezada por ñ, hasta que internet que, como mi mamá, todo lo sabe, me demostró lo contrario y me evitó la molestia.
Ñampearse, que al parecer significa volverse loco, no sólo es una palabra sabrosa de pronunciar sino además acertada cuando hablamos de maternidad. Querer tener un hijo es la idea más disparatada que a una persona sensata se le puede cruzar por la cabeza. Y sólo algunos se ñampean, se llenan de sueños y agallas y la llevan a cabo. Tener un hijo en cualquier época, pero sobre todo en esta, es una locura. Renunciar por voluntad propia a tu vida tal como la conocías es una locura. Querer a alguien más que a ti mismo es una locura. Desacomodarte física y mentalmente por alguien que no conoces es una locura. Dejar de dormir y comer por alguien es una locura. Que alguien crezca dentro de ti es una locura. Abrazar por primera vez tres mil gramos y cincuenta centímetros de ternura es una locura.
Ser mamá es una locura, es una ñampeteada tan brava que, si pudiera volver al pasado sabiendo lo que sé hoy sobre tener un hijo, botaría con más vehemencia y menos miedo esas pastillas anticonceptivas por el retrete.
SER MAMÁ ES UNA LOCURA, ES UNA ÑAMPETEADA TAN BRAVA QUE, SI PUDIERA VOLVER AL PASADO SABIENDO LO QUE SÉ
HOY SOBRE TE NER UN HIJO, BOTARÍA CON MÁS VEHEMENCIA Y MENOS MIEDO ESAS PASTILLAS ANTICONCEPTIVAS POR EL RETRETE.
ÑATA Singular manera de apodar la nariz de un niño debido a la ternura que nos genera su diminuto tamaño.
ÑERADA Subir un collage de fotos de tu bebé a Facebook, con un marco de corazones dorados y letras de Timoteo que digan “mi tesoro”.
ÑOÑO Ese niño calmado que prefiere los libros a la algarabía, que algunos consideran aburrido y que rogamos por que se convierta en el mejor amigo de nuestro hijo.
Oda al 0%… para esos hombres que todo lo hicieron mal, excepto convertirnos en madres.
Para nadie es un secreto;
saliste despavorido,
fuiste un total ingrato,
desgraciado y mal… nacido.
Que no estabas preparado,
que tenías una vida...
no alcanzas a imaginar
lo que perdiste en tu huida.
Gracias te doy ahora,
me diste el mejor regalo:
un hijo que me adora
nunca podrá ser malo.
Tu falta de pelotas
nunca me sorprendió,
la faldita de tu madre
siempre te escondió.
Y no mandes para comida,
colegio o vestuario
que si me metí contigo
no fue por millonario.
Como siempre yo me aguanto
que lo saques alguna vez
a comer un pinche helado
con tu noviecita del mes.
Tú y yo lo sabemos:
para mi hijo eres un papá de mentira
pero más vale que lo callemos
porque verlo sonreír vale más que la ira.
Hoy te veo diferente,
a mí ya me serviste,
lo único que haces bien
lo hiciste cuando te viniste.
Y hablando de ese verso
y si bien me pongo a ver,
lo último que quisiera
es que lo volvieras a hacer.
ODA AL 0%… A ESOS HOMBRES QUE TODO LO HICIERON MAL, EXCEPTO CONVERTIRNOS EN MADRES.
OBVIO Aquello sin lugar a dudas, claro, transparente como el agua para las mujeres, pero oscuro, incierto y difícil de entender para los hombres.
OJERAS Maquillaje permanente, inspirado en el New Wave de los noventa, que te encima la maternidad. Tu imagen en el espejo no distará mucho de las mañanas del pasado en que, enguayabada, te arrepentías de no haberte quitado la pestañina la noche anterior.
ORDEN Utopía en un hogar con niños.
OSCAR Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, que nos restriegan en la cara la cantidad de veces que no hemos ido a cine a ver una película que no sea infantil.
OSO Vergüenza que sentimos cada vez que nuestros hijos dicen una verdad como “mi papá se tiró un peo”, “mi mamá no se ha bañado” o “usted me parece horrible” a la amable visita. Vergüenza que les haremos sentir a nuestros hijos cuando frente a sus amigos adolescentes digamos una verdad como “¿quién es el consentido de
la mamá?”, “parece que fue ayer cuando todavía se orinaba en la cama” o “¿ah, esa es la niña que te gusta?”.
OVULACIÓN Proceso del ciclo menstrual de la mujer que ocurre cada veintiocho días desde la llegada de la primera menstruación, pero que una mujer promedio viene a entender años después sólo porque desea quedar embarazada.
Primera cita.
Dos centímetros de dilatación era lo que tenía cuando llegué a mi control semanal. Había empezado la cuenta regresiva y yo, ante la ausencia de contracciones verdaderas o falsas y de algo, al parecer no muy bonito, llamado tapón mucoso, estaba segura de que aún te quedaban un par de días dentro de mí. Pero esos dos centímetros o mi cara de mamá consentida y primeriza, jamás lo sabré, fueron suficientes para que nos internaran inmediatamente. Yo agradecí en silencio que no me mandaran de regreso a casa a que dilatara más, para volver de repente, en hora pico, y arriesgarme a que nacieras en medio de un típico trancón bogotano.
Tres centímetros de dilatación. Tenemos una habitación sólo para nosotros donde todo va a ocurrir, así que tengo una cosa menos —un temor heredado de las novelas mexicanas— de que preocuparme: no te van a cambiar por otro bebé. El miedo de que te pase algo nos tiene acá en la clínica y no en la casa con una partera, como se ha puesto de moda traer al mundo a los bebés.
Cuatro centímetros de dilatación. Tu papá oculta su nerviosismo besándome la frente y haciendo chistes malos sobre los pañales de maternidad que en unas horas yo tendré que usar. Tus abuelos llegan con cara de acontecidos para darnos su apoyo desde la tribuna. Yo, más asustada que nunca, soy incapaz de confesar que me siento poco preparada para la labor que por mandato divino no puedo delegar en nadie más.
Cinco centímetros de dilatación. Tengo hambre. Y tu papá, que no sabe qué más hacer para tenernos felices, trae una bolsa de empanadas que devoro en cinco minutos. Una enfermera, quizás seducida por el olor a grasa y ají, entra a nuestra
habitación y nos regaña por ingresar comida.
Seis centímetros de dilatación. La ginecóloga asegura que tú ya estás acomodado en el canal de parto y me pide que tan pronto sienta que las contracciones son insoportables llame al anestesiólogo. Tu papá, con un reloj en la mano, cuenta los minutos e insiste en que entre más rápido pongamos la anestesia mejor. Increíble, está más asustado que yo, y eso que no es él quien va a expulsar a un ser humano de su cuerpo.
“Vamos a trabajar juntos para vernos cuanto antes”, te susurro, y al ver el verde de la cara de tu papá agradezco no estar en su posición. Seguro él agradece no estar en la mía, pero detesta la impotencia de no poder hacer algo más que contar contracciones, limpiarme la frente, ahuyentarme las visitas y llenarme de besos.
Seis centímetros de dilatación, otra vez. Has decidido devolverte. Supongo que te cuesta, como a todos, abandonar un lugar calientico y cómodo que te ha visto crecer. La desilusión de la ginecóloga y de todos los presentes es evidente. Me acuestan de lado para ayudarte a reacomodar y yo trato de convencerte: “Vamos chiquito, el mundo, así te digan lo contrario, es un lugar maravilloso, tu papá es el ser más amoroso y chistoso del planeta, así que tienes que salir a conocerlo; tus abuelos no quieren irse a dormir hasta no verte y contarte los dedos, y yo estoy demasiado asustada como para poder hacer esto sola, así que más vale que te apures”.
Ocho centímetros de dilatación. Con ayuda de dos enfermeras hago gala de lo aprendido en mis clases de pujo. Empujo una vez, dos, y a la tercera, alguien dice que tu cabeza peluda ya está afuera. Tu papá, el mismo que durante todo el embarazo me dijo que se moría de susto de entrar al parto, trata de soltarme la mano para ir a ver en primera fila tu llegada al mundo. No se lo permito, lo necesito a mi lado y, luego entenderás, no es el ángulo en el que quiero que me recuerde en una noche de pelea.
Después… después no sé qué pasó. Sólo recuerdo que te pusieron en mi pecho, me miraste, me sentiste y dejaste de llorar. Tu papá lloraba, creo que yo también, aunque ya no lo recuerdo. Sólo recuerdo que el mundo se detuvo para los tres en ese instante. Insuficientes serán las palabras para contarte lo que sentí. Espero que puedas hacerte una idea si te digo que la expresión de idiotas no se nos borraba de la cara. Eras perfecto, arrugado, peludo y achinado. Eras la ratica más hermosa que había visto en mi vida.
PACHÁ Única palabra que se nos ocurre para describir a un bebé que duerme plácidamente.
PACIENCIA Cualidad que tratamos de tener con nuestros hijos mientras crecen, y que esperamos que ellos tengan con nosotros cuando envejezcamos. Estudios aseguran que ninguna mamá sabe cuánta paciencia es capaz de tolerar hacia un niño, hasta que supera una rabieta a punta de diálogo para no asustar a la visita.
PAÑAL Producto que lamentas haberle quitado a tu hijo cuando te pide que lo lleves al baño en mitad de una película. Dentro de ciertos grupos urbanos puedes ser víctima de matoneo si después de los dos años tu crío no ha prescindido de él o si no fuiste amable con el planeta usando los biodegradables de tela.
PAÑALERA Artículo de primera necesidad con el que saldrás a la calle un par de veces con todo lo que necesitas para el bebé, excepto el producto del cual toma su nombre: el pañal.
PAÑITO Producto de primera necesidad que en caso de verdadera emergencia nunca tendrás a la mano. Requiere de tu supervisión permanente porque genera una extraña fascinación en el niño por llevarlo a la boca antes o después de ser usado.
PAPÁ Hombre que, a los ojos de la madre de sus hijos, todo lo hace mal.
Hubo una época de mi vida como mamá primeriza que me la puse muy difícil. Confiaba solamente en mi inexperiencia, lo que se traducía en una queja constante en contra de la del papá. Suponía que las cosas se hacían bien si se hacían a mi manera. Y ver de reojo que el padre de mis hijos no seguía al pie de la letra mi libreto, podía enloquecerme.
¿Y cómo no? Estamos hablando del mismo hombre que a pocos días de nacido fue capaz de alzar al bebé sin ponerle la mano bajo la cabeza, del mismo hombre que salía de casa sin pañalera y volvía con el niño empapado de miados por culpa de un pañal que no aguantó tanta presión, del mismo hombre al que le dio por chismosear Instagram y no vio cuando el niño se cayó de la cama.
Pocas no fueron las peleas que tuvimos que padecer. Digo “tuvimos”, hablo en plural, sólo para incluirme, porque el que tuvo que padecerme fue mi esposo con toda la lora que di: así se le habla cuando llora, así se arrulla, así se viste, así se duerme, así no le hables, así no lo cojas, así no le juegues…
Sin importar que ese fuera el mismo hombre que limpió el ombligo del bebé hasta que se le cayó porque yo no fui capaz, el mismo que no se iba ni se va para la oficina sin antes bañarse con Lolo, el mismo que cuenta las mejores historias para dormir, el mismo que hace los juegos más divertidos y menos académicos.
Antes creía que, si bien no todo, la mayoría de cosas que él hacía estaban mal,
dudaba de su sentido común, cuestionaba su dedicación y ponía en tela de juicio incluso su compromiso con la paternidad. Sí, estaba dudando de su dedicación y compromiso con una labor en la que yo le dejaba poco espacio para participar o improvisar.
“No somos iguales”, me dijo una vez desesperado. Y yo subrayé lo obvio sin darme cuenta de mi error: “No somos iguales, por supuesto que no, esa es la razón de mis dolores de cabeza”.
Después lo entendí todo. No somos iguales y doy un gracias infinito por eso. Somos complemento y no oposición. Somos equipo y no competencia. Somos mamá y papá y podemos dividirnos y compartir las tareas. Él es mi héroe, no mi némesis. Lo sé hoy, cuando puedo cederle mi puesto al aceptar que no fui capaz de dormir al niño. Cuando me dejo rescatar por él y se ofrece a hacer la comida, así sean salchichas. Cuando me parece lindo que la camisa de mi hijo que yo creo que sólo combina con pantalones hoy vaya sobre una pantaloneta por obvia sugerencia del papá. Cuando los veo pataniar felices con juegos que yo no entiendo. Cuando salgo a una noche de amigas sin la insoportable necesidad de llamar a verificar cada paso que dan en mi ausencia.
No somos iguales. Somos absolutamente opuestos. Explotamos en momentos diferentes y por situaciones diferentes, y menos mal es así, porque podemos relevarnos cuando el otro está a punto de perder la calma. Somos absolutamente opuestos, y cuando mis métodos fracasan, llegan los suyos para refrescarnos. Somos absolutamente opuestos, pero vamos pedaleando para el mismo lado, llegando a la misma orilla con diferente técnica.
Entre chiste y chanza, porque así soy yo, le diré otro par de veces que todo lo hace mal, y sólo una vez al año, en cada Día del Padre, le confesaré la verdad: que casi todo lo hace mejor que yo.
PARANOIA Psicosis que padece la madre moderna al creer que todo consejo que recibe sobre crianza es una crítica, todo halago a otros niños es una indirecta y básicamente cualquier opinión, sobre todo viniendo de la familia del marido, es una brutal y ofensiva intromisión.
PARECIDO Similitud que tus hijos tendrán con su padre a pesar de haberse alimentado de tu calcio, de tu sangre, de haber vivido en tu vientre y de haber salido de tus entrañas. Esta semblanza hará que la madre se retuerza de envidia cuando la gente del común desconozca, como si eso fuera posible, su aporte a la obra de arte.
Detrás de nuestros “lo que importa es que venga sanito”, “que sea lo que Dios quiera”, se esconde el deseo narcisista de que el bebé que viene en camino se parezca a nosotras. Poco importa que al mirarnos al espejo nos encontremos miles de defectos: el tabique que nunca tuvimos los cojones de operarnos, las orejas que insistimos en ocultar con un mechón de pelo, los dientes que desafían la ortodoncia, la nariz rinítica, las sienes propensas a jaquecas, las manos de venas pronunciadas, los ojos cada vez más lejos del ansiado 20/20.
Queremos, movidas por el ego, que nuestro hijo herede algo de nuestra esencia, como para ratificarle al mundo que es nuestro, o como si con ello pudiéramos suplir esa necesidad macabra del ser humano de rasguñar un poco la inmortalidad.
Imaginamos que será una versión mejorada y actualizada de nosotras. Distinto
pero parecido. Igual pero mejorado.
Sonreímos al idealizar que la gente al vernos dirá “qué lindos ojos, son iguales a los tuyos”, y nos sonrojamos de alegría al pensar que también podrían decir “¡wow!, tiene tu misma sonrisa”.
El mío salió exacto al papá, lo que de entrada le garantiza un éxito rotundo con las chicas, y me convierte a mí en algo así como una especie de vientre alquilado.
Puedo no encontrar rasgos tan míos en él, aunque digan que su mal genio, para sacarme el mío, es el mismo.
Tiene los ojos de mi 10% y la quijada partida de mi papá. Es pésimo en los deportes como mi 10% y fantástico con la música como mi papá.
Mi hijo es la combinación perfecta de los dos hombres que más he amado en la vida, por eso sonrío y no lloro cuando me dicen “tu hijo es divino; no se parece en nada a ti”.
PARQUE Peligroso lugar que reúne todas las especies de mamitas y papitos con los que no quieres pero te toca socializar.
PARTERA Persona que, en el pasado, ante la ausencia de médicos, tenía por oficio asistir a la mujer en el parto. Mujer que, en el presente, a pesar del avance de la ciencia, tiene por oficio atender partos de otras mujeres que insisten en demostrar algo que al quedar embarazadas ya han dejado claro: su valentía.
DESPUÉS NO SÉ QUÉ PASÓ. SÓLO RECUERDO QUE TE PUSIERON EN MI PECHO, ME MIRASTE, ME SENTISTE Y DEJASTE DE LLORAR. ERAS LA RATICA MÁS HERMOSA QUE HABÍA VISTO EN MI VIDA.
PARTO Momento alucinante en el que tu vagina supera en manoseadas a la de Esperanza Gómez. Culminación del embarazo gracias a la expulsión de secreciones, membranas, sangre, placenta y —ah, sí, casi lo olvido— una ratica peluda, roja y perfecta que te roba el corazón y que con su llanto agudo marca el fin de tu vida tal como la conocías.
PARTO NATURAL Manera ortodoxa de traer hijos al mundo, que le concede a la mujer que lo
experimenta la prepotencia de mirar por encima del hombro a las que lo tuvieron por cesárea.
PARTO POR CESÁREA Procedimiento quirúrgico diseñado para llevar a buen término embarazos complicados, pero considerado estético, debido al creciente miedo de las mujeres de convertir su vagina en bolsillo de payaso.
También es una práctica menospreciada por mujeres que tuvieron partos naturales y hoy dan su pelea contra la incontinencia urinaria.
PATALETA Escandalosa manera que tu hijo tiene para reaccionar ante situaciones graves y trascendentales como: la camisa que se quiere poner está sucia, le serviste la sopa en el plato de Pocoyo y no en el de Batman, la chocolatina se partió en dos.
Yo, con más de treinta años, sin la excusa de estar viviendo una etapa de descubrimiento del mundo, me he salido de mi ropa y he protagonizado viles pataletas ante situaciones que no cumplen mis expectativas.
Nos sorprendemos si nuestros hijos manotean, se tiran al piso o gritan furiosos cuando no obtienen lo que quieren, ¿acaso cuándo nosotras hemos hecho semejante show si las cosas no marchan como queremos?
Pues muchas veces y muy seguido.
Hace unos días, mientras entraba a un evento con una pésima organización, valga la pena decirlo, veía cómo una mamá tenía una pataleta en público. La susodicha alzaba a uno de sus hijos y tomaba la mano del otro, mientras levantaba a gritos a uno de los pobres chicos de logística, como si la culpa recayera directamente en él. Los niños miraban atónitos al ser que recitaba improperios y que seguramente les enseña y exige a diario buenos modales en casa. Quise acercármele, pero hubiera podido salir regañada también. Quise decirle que tenía razón en muchos de sus alegatos, pero que no era la manera de comunicarlos y que todos queríamos ver el espectáculo, pero no precisamente el de ella. Alguien más osado que yo se arriesgó a decirle que muy bonito el ejemplo que le estaba dando a sus hijos. Y, mientras allí se desencadenaba la tercera guerra mundial, yo lo entendía todo. Crecemos y seguimos haciendo pataletas.
El ego, más que la cordura, evita que nos tiremos al suelo, pero aun así hacemos pataleta. Una pataleta que nada tiene que ver con los terribles dos años, una pataleta más difícil de lidiar, más preocupante, más dolorosa y más urgida de un tate quieto, porque quien la ejecuta, en teoría, ya comprende que no siempre se puede tener lo que se quiere y como se quiere.
Me frustro si el tráfico me impide llegar a tiempo y me desquito con el primer carro que decide cerrarme el paso. Pito, madreo, aleteo, sí, aleteo, porque visualmente parezco más una cacatúa defendiendo sus crías que una ciudadana a favor de firmar la paz. Me exaspero si la fila en el banco no avanza y, como si fuera un globo aerostático que necesita desinflarse, resoplo con cada mirada que le doy al reloj. Me irrito porque Lolo insiste en llevar a cabo una actividad aunque ya le hayamos dicho veinte veces que no. Pierdo la paciencia si alguien intenta colarse en una fila, si el trabajo mediocre de alguien afecta mi orden del día o simplemente porque las cosas insisten en no salir como las tenía planeadas. Estallo, lloro, grito, respiro, resoplo, tuerzo ojos, me enrojezco y poco falta para que mi ropa se deshaga al mejor estilo de Hulk. Y entonces, minutos o segundos
después, la calma llega con una desazón que me demuestra que no era para tanto. Me doy cuenta de que ninguno de mis problemas está relacionado con el fin del mundo, mientras se me escurren de las manos los argumentos para explicarle a Lolo que la solución no es hacer una rabieta.
Las pataletas en los niños, según los expertos, son normales. Las pataletas en nosotras son detestables.
Hacemos pataletas a diario y esperamos que nuestros hijos no las hagan nunca.
Hacemos pataleta porque nuestros 10% se demoran en llegar, pero esperamos que nuestros hijos mantengan la calma cuando les pedimos que esperen diez minutos.
Hacemos pataleta porque alguien nos quita el puesto en una fila, pero esperamos que nuestros hijos mantengan la calma cuando otro niño les quita un juguete.
Hacemos pataleta porque nuestros papás nos hacen un comentario que no nos gusta, pero esperamos que nuestros hijos reciban todos los nuestros con obediencia.
Podremos creer que lo nuestro es malgenio justificado, pero a los ojos de nuestros hijos es una pataleta mal llevada.
Mamá-controla-tu-pataleta-mamá-controla-tu-pataleta-mamá-controla-tupataleta lo repetiré una y mil veces cuando mi corazón se acelere notificándome
que ese ser detestable, malacaroso y aleguetas que poseyó a aquella mamá en la fila viene ahora por mí.
PECHO En sentido literal es la parte del cuerpo que pierde un poco de tamaño, sostén y consistencia una vez somos mamás. Y en sentido figurado es eso que sacamos orgullosas precisamente porque somos capaces de serlo.
PECUECA Olor que no puedes creer que sea expelido por unos pies diminutos, rechonchos y suaves como los de tu hijo.
PEDIATRA Especialista en soportar la intensidad de madres primerizas y padres preguntones. El más inteligente de su especie tiene desactivado el WhatsApp.
PÉRDIDA Dolor infinito que te parte en dos, herida que no cierra con el tiempo y que sólo un padre y una madre pueden entender y a duras penas soportar.
Si mueren nuestros papás nos llaman huérfanos. Si muere nuestro esposo nos llaman viudas. Pero si mueren nuestros hijos no saben cómo llamarnos. No hay una palabra que nos defina en esta circunstancia porque el dolor es infinito. No
existe una palabra que pueda explicar lo que se siente perder una parte, la más bonita, de nosotros. Un silencio por cada papá y cada mamá que ha tenido que vivir lo inexplicable. Un abrazo en la distancia mientras tratamos de entender y soportar aquello a lo que es imposible ponerle si quiera una palabra.
PERDÓN Lo único que de verdad valdría la pena pedirles a nuestras mamás ahora que nosotras lo somos.
PERPENDICULAR Posición que sin importar cómo ubiques y reubiques a tu hijo en la noche, este adoptará para obligarte a dormir al borde de la cama.
PERSONALIDAD Eso que los especialistas dicen que tu hijo sólo desarrollará libremente si lo dejas salir a la calle vestido como un payaso.
PET FRIENDLY Garantizar la bienvenida y el buen trato a los animales domésticos en diferentes espacios mientras cada vez se les niega más de lo mismo a las familias con hijos.
PINCHOFOBIA Paranoia que ataca el cerebro masculino haciéndole creer que su miembro posee un tamaño sobrenatural capaz de pincharle un ojo al bebé en caso de tener sexo con su lujuriosa esposa embarazada.
PIOJOS Compañeros infaltables de la infancia.
PIYAMA Prenda de vestir que toda madre, antes de ser madre, jura que no llevará, puesta para salir a la calle. Prenda de vestir que toda madre lleva puesta, a veces disimulada por un saco, para acompañar a su hijo a la ruta.
PLAN DE DATOS
Servicio de navegación en internet que no funciona cuando vas sola en el carro y necesitas distraer al pequeño que llora desconsoladamente en la parte de atrás.
PLASTILINA Masa moldeable que viene en diferentes y hermosos colores pero que en manos de tu hijo siempre será color café.
POPÓ DE PERRO Excremento que abunda en los parques infantiles, que te hará detestar a toda la gente con perros que no tiene la delicadeza de llevar una bolsa plástica a la mano, cada vez que encuentres a tu hijo inspeccionando, tocando, pisando o incluso catando su composición.
POSPARTO Periodo de tiempo conocido como el resto de nuestras vidas.
PREGUNTAS Incógnitas sin respuesta que agobian a una madre antes de dormir.
La casa por fin está en silencio, lo que nos soñábamos desde las dos de la tarde al fin ha sucedido: nuestro hijo duerme. El cansancio con el que tuvimos que cargar todo el día finalmente va a tener su merecida dosis de sueño, pero, como
buenas madres, nos autosaboteamos la descansadita y echamos nuestra cabeza a volar. Un montón de preguntas que no nos ayudan para nada aparecen para desvelarnos:
»¿Fui una buena madre hoy?
»¿Por qué reaccioné así? … era una bobada.
»¿Será ese el recuerdo que va a tener de mí?
»¿Sí estará bien cobijado?
»¿Cuánto tiempo aguantaré con este manicure a medio hacer?
»¿Será que nos va a dar gripa?
»¿Estará muy tarde para contestar esos mensajes de WhatsApp?
»¿Mañana lo haré mejor?
»¿Sí apagué la estufa?
»¿Muy horrible si hoy no me lavo los dientes?
»¿Me estaré enloqueciendo?
»¿A todas las mamás les dará tan duro?
»¿Mi mamá habrá sentido esto? Si sí, ¿por qué no me dijo nada?
»¿Mi esposo por qué puede dormir tan plácido?
»¿Qué fue ese sonido? ¿Mi hijo se despertó? ¿Un ladrón? ¿Una gotera?
»¿Y si mi hijo se despierta y no lo escucho?
»¿Hoy se vencía el pago del agua o mañana?
»¿Qué estarán dando en cine?
»Si así es con un hijo, ¿cómo será con dos?
»¿Me paro a hacer chichí o será que aguanto hasta la mañana?
»¿Voy y vuelvo y miro a mi hijo dormir o trato de roncar como mi esposo?
»¿Necesitaré pastillas para dormir?
»¿Cuántas horas alcanzaré a dormir antes de que suene la alarma?
»¿Si voy y lo beso otra vez será que lo despierto?
»¿Si me duermo ya alcanzaré las siete horas mínimas necesarias?
»¿Dónde está mi mamá para que venga a dormirme?
PROCESO Ardua y desgastante investigación que llevan a cabo los colegios con el objetivo de hacernos sentir agradecidos por el derecho de isión, y no indignados con el costo de la matrícula.
PUNTERÍA
Destreza de la que tu hijo y tu esposo carecerán a la hora de apuntar sus orines al centro del inodoro.
PUTERÍA Lo que sientes cuando vas a hacer chichí y descubres en tus nalgas la falta de puntería de los hombres de tu casa.
Quejumbrosas, no millennials.
“En mi época yo andaba sola en bus con tres chinos y no tenía empleada”, suele ser una de las frases que mi mamá suelta en voz alta, como hablándole al viento, pero esperando que todas las mamás presentes la oigamos y cojamos escarmiento de una buena vez.
Vale la pena aclarar que mi mamá es oriunda del altiplano cundiboyacense, razón por la cual cuando dice “chino” no se refiera a los orientales ojirrasgados, sino que está usando el particular sustantivo de esta zona del país para llamar a los niños pequeños.
Lo que mi mamá no sabe es que no tiene que repetir frases fastidiosas como esa para que yo confiese que la maternidad a mí y a toda mi generación nos atropelló con fuerza. Casi todas soñábamos con ser mamás, pero ninguna sabía que la tarea era tan abrumadora. Yo personalmente creía que el día del parto, por arte de magia, se despertarían en mí todas las habilidades de mi madre, pero después de varios años de labores debo reconocer que sigo siendo un desastre.
Me da un poco de vergüenza quejarme, lo reconozco. Sobre todo si pienso en mi pobre madrecita, con diez años menos que yo, cargando con sus tres chinos en un bus, lidiando además con un vendedor de maní y un cantante al que la suerte no le ha sonreído. Pero igual me quejo.
Pienso en los pañales de tela que mi mamá lavaba, blanqueaba y planchaba todos los días y me avergüenzo de los desechables que yo usé. Pero igual me quejo.
Pienso que al menos durante una hora puedo embolatar a mi chino (yo también soy del altiplano) viendo Netflix, y siento pena por mi mamá, que la única hora a la que podía ponernos a ver muñequitos por canal nacional era las seis de la mañana. Y, aun así, me quejo.
Añoro la llegada a casa de mi 10% para que me ayude a terminar de hacer la comida y para que, incluso, duerma al niño mientras yo me siento cinco minutos en un sofá. Pienso en mi mamá y su dedicación al atender a mi papá, siento vergüenza por floja, pero igual me quejo.
Me quejo porque no tengo un minuto libre, y eso que sólo tengo un hijo. Me quejo cuando mi empleada viene y cuando no. Me quejo porque mi 10% no colabora y me quejo porque “así no es” cuando colabora. Me quejo porque no tengo nana y me quejo de las que la tienen. Me quejo porque sí y me quejo porque no.
Qué millennials ni qué nada, pertenezco oficialmente a la generación de las “quejumbrosas”. No es que esté diciendo que la maternidad sea fácil, cero desgastante, poco enloquecedora, para nada caótica y que no nos dé razones diarias para quejarnos.
Creo que desde las mamás dinosaurios hasta nuestros días la maternidad no nos la ha puesto fácil. Somos la generación que “más facilidades tiene a la mano” — esta también es frase de mi mamá— y la que más ha confesado que la maternidad es p*#!mente jodida.
Podemos googlear “qué hacer si mi hijo tiene fiebre” hasta “qué hacer si mi hijo ha entrado a la adolescencia”; podemos preguntar en esos grupos de Facebook
en los que las mujeres no paramos de escribir “¿qué sitios para niños nos recomiendan?”; podemos prenderle el TV a cualquier hora del día para alcanzar a mandar ese mail urgente; tenemos maridos que ayudan a cocinar, a cambiar pañales y hasta son mejores que nosotras durmiendo al bebé. Sí, somos la generación con más información, más tecnología, más restaurantes baby friendly y más quejas a la mano.
Hago parte de la generación quejumbrosa y no me voy a sentir culpable por ello. Quiero reconocer que ser ama de casa, mamá y profesional al mismo tiempo me tiene al borde de la locura. Quiero seguir haciéndole show a mi 10% cuando abre la puerta en la noche y decirle “no puedo más”. Quiero reconocer que hay días como hoy en que ser mamá me queda grande.
Queridas mamás de antes: no soy floja, soy quejumbrosa, y aunque la tengo más fácil que ustedes en muchos aspectos, la tengo demasiado difícil en otros. Ninguna otra generación de mamás había sido retada a ser madre con tan altos estándares. A ninguna otra generación de mamás le habían cuestionado tanto sus métodos de crianza. A ninguna otra generación de mamás le habían exigido tanto ser madres entregadas, pero además mamacitas aptas para meterse en un bikini. A ninguna generación de mamás la habían cuestionado tanto por quedarse en la casa dedicada a los hijos.
Es más, a ninguna otra generación la habían criticado tanto por dejar la casa y salir a trabajar. A ninguna otra generación de mamás le había tocado defender a capa y espada la maternidad como elección de vida frente a las que creen que tener hijos sigue siendo una imposición social.
Lo ven, ahí estoy de nuevo quejándome. Soy absolutamente quejumbrosa y me doy el lujo de serlo, porque ninguna otra generación de mamás había decidido serlo con tantas ganas, tanta determinación, tanta conciencia, tantos obstáculos y tantas vísceras como esta. Soy orgullosamente parte de la generación de las mamás quejumbrosas. Somos la primera generación en la que decidimos ser
mamás porque sí y porque no. Somos las quejumbrosas, y de queja en queja, no sé cómo, logramos hacerlo todo.
QUÉ Respuesta automática de tu esposo cuando le dices que estás embarazada, sin importar que el bebé sea fruto de un error o resultado de una milimétrica planeación en Excel.
QUEJA A modo de queja, con todo respeto, hoy quiero decir:
Ya basta, gente sin hijos. Ser mamá es genial. Sí, es difícil, agotador, angustiante, pero es una sensación que en mis treinta y pico de años no he podido comparar con nada.
No hay felicidad que se atreva a ponérsele por encima.
Respeto a quien no quiere serlo y me he cuidado de no volverme una de esas mamás que parecen testigos de Jehová tratando de convertir a las demás. Me he mordido la lengua cuando me tildan de inhumana por traer un hijo a este mundo superpoblado. He sonreído, a modo de condescendencia mas no a modo de aprobación, cuando aseguran que las mujeres que somos mamás hoy en día estamos pasadas de moda.
Yo lo siento mucho por las mujeres que no quieren ser madres y constantemente tienen que oír de las que lo somos que deberían serlo. Siento mucho que algunos crean que este mundo está podrido y que la solución es extinguirnos. Siento mucho que aseguren que la maternidad es un estancamiento en la evolución.
Quizás tengan razón. Diré que la tienen porque no es de mi interés librar esa batalla.
Si la libráramos, ustedes dirían que no soy objetiva y estarían en lo cierto: tengo un hijo que me nubla la razón, por el que me siento agradecida todos los días y que ya no quiero devolver.
Creo que no debatiríamos en franca lid, además, porque ustedes entran a la pelea con una clara desventaja para argumentar: la evidencia que yo tengo, ustedes no la pueden corroborar.
Yo no quiero convencerlos de traer un hijo al mundo… sólo quiero que me dejen en paz por haber tenido uno.
Mal haría yo en tratar de demostrarle a Neil Armstrong que viajar a la Luna es demasiado costoso, incómodo, desgastante y peligroso, que implica demasiados sacrificios y que se duerme mejor en cualquier otro lado que no sea un cohete. Mal haría yo, porque por más que vea fotos, por más que me lo cuente el mismo Armstrong, por más que trate de imaginarlo, por más que tenga amigos astronautas, jamás sabré en realidad qué se siente en el pecho y cómo te cambia la vida viajar al espacio. Jamás podré sentir el miedo y la alegría de este hombre al dar el primer paso sin gravedad, y sólo podré hacerme una idea sobre lo inmenso y silencioso que dicen es el universo.
Me pueden asegurar que tener un hijo es demasiado costoso, incómodo, desgastante y peligroso, que implica demasiados sacrificios y que se duerme mejor cuando no se tiene. Y pues sí, pero para quien no ha sido padre, como para mí que no he ido a la Luna, nos queda muy difícil entender que hay viajes hacia lo desconocido que pagan cada sacrificio.
Para mí eso es la maternidad, un paso inseguro hacia la nada que me dio la oportunidad de tocar un pedacito de inmortalidad. Y no hablo de inmortalidad porque haya alguien —mi hijo, mi heredero, mi sangre— que lleve mi apellido durante una generación más.
¿Se puede ser feliz sin ser madre? Sí. No se extraña lo que no se ha tenido, dicen por ahí.
¿Podría yo ser feliz sin ser madre? No, ya lo fui, así que imaginarme la vida ahora sin ese sentimiento sólo podría traducirse en desdicha.
Entonces basta, a modo de queja hoy quiero decirles que el mundo se está acabando desde el día en que empezó a existir, y que mientras eso sucede, ustedes sin hijos y yo con los míos, deberíamos intentar vivir en paz.
QUIETUD Ausencia de movimiento que exigimos a los niños, cuando ser niño, por naturaleza, significa exactamente lo contrario.
QUISQUILLOSA Dícese de la madre que ve peligros, bacterias e infecciones en todos los rincones. Que lava los huevos antes de romperlos, que te pregunta si tienes la regla antes de dejarte alzar al bebé, que dice vade retro si le ofreces una gomita a su hijo y que, si pudiera, pondría al baño de maría a todo familiar y amigo que llega de visita.
QUITAMANCHAS Eso que sabes que no se han terminado de inventar cuando tratas de limpiar una obra de arte hecha con marcadores en tu sillón, o una mancha de orina de tu colchón.
Recordar. El gran problema del presente es que te hace creer que recordarás en el futuro todo tal cual lo estás viviendo. Y entonces te confías. Te vas a dormir sin rememorar una vez más aquello que te hizo reír. No te percatas de anotar, en una hoja o en la mente, lo bien o mal que te sentiste. Y pasados unos años, a veces tan sólo unos meses, te das cuenta de que esa memoria de pollo, término que alguna vez usó contigo un hermano, no es suficiente para recordar todo lo que has vivido. Las fotos y videos a los que no les has dado el cuidado que ameritan aparecen para darle una mano a la memoria y otra a la nostalgia. Con algo de esfuerzo logras traer de vuelta cosas que habías olvidado, pero sospecharás que muchas otras se han borrado para siempre.
Suelo decirme en voz alta y en silencio “esto debo recordarlo”, cuando vivo un momento de esos que me revelan las cosas que importan en la vida. Con un hijo creciendo a tu lado es difícil no repetir “esto debo recordarlo” varias veces al día. Un abrazo. Una frase. Una carcajada. Un roce de manos. Un secreto. Una pregunta. Un disparate. Una canción. Tomo las fotos que pueda con el celular y cierro y abro mis ojos estúpidamente una y otra vez, imitando a un actor gringo que, en alguna película que ya olvidé, hacía lo mismo para capturar fotos mentales de cada instante.
Recordaré que te tuve tardes enteras durmiendo en mi pecho, para extrañarte sin dolor cuando crezcas. Recordaré que hoy no puedo parar de besarte y que dejas que lo haga entre carcajadas, para que el día que eso te avergüence pueda contenerme sin dramas. Recordaré que te dediqué mi vida, para que, con el menor atisbo posible de nostalgia, pueda sentarme tranquila a verte salir a vivir la tuya. Recordaré que eres prestado, como no para de repetir mi mamá. Recordaré los libros que me quejé de no leer mientras te cuidaba, para retomarlos cuando me sobren arrugas y tiempo. Recordaré que alguna vez fui tu todo.
RABIETA Conducta indeseable que un hijo llevará a cabo en el lugar, en el momento y en la compañía menos adecuada. Por regla general, el día que más necesites dar una buena impresión de tu labor como madre, tu hijo probará la calidad de sus pulmones y sus dotes para caer al piso de la manera más escandalosa posible.
RADIANTES Como se ven todas las mujeres recién paridas, menos tú.
RAMPA Básico diseño arquitectónico que hace falta por toda la ciudad cuando decides salir a caminar con tu bebé dormido en el coche.
RAZÓN Eso que siempre tenemos las mamás incluso cuando no la tenemos.
RAZONAR Eso que intentamos practicar inútilmente con el hijo que llora y grita tirado en el
piso mientras tiene una rabieta.
REALISMO Saber que como mamá a veces eres un desastre.
REALISMO MÁGICO Que tu hijo crea que eres la mejor mamá del mundo.
Soy la mejor mamá del mundo, la más hermosa, la más inteligente y la más divertida. No lo creo yo, lo dice mi hijo de cuatro años a quien todavía no me atrevo a decirle lo equivocado que está. Porque lo está. No soy la mejor, vaya si sabré yo que hay mil cosas que podría hacer de otra manera. No soy la más hermosa, tengo espejos en mi casa, una visión 20/20 y sigo a Paulina Vega en Instagram para atormentarme. No soy la más inteligente, si lo fuera este libro hablaría sobre física cuántica o inteligencia artificial. Y tampoco soy la más divertida, debo confesar que entre ir a una fiesta y salir a comer, prefiero salir a comer, entre salir a comer y cenar en casa, prefiero cenar en casa, entre cenar en casa y arruncharnos a ver una serie de TV, prefiero arruncharnos… y dormir.
La gran mayoría de veces soy un desastre a pesar de mí misma. Me levanto cada día con el firme objetivo y las ganas de ser la mejor… y a veces sólo con eso no me alcanza.
Pero para mi hijo, al menos todavía a su edad, soy una especie de diosa humanada que vive para sacarle sonrisas, mantenerlo sano y alimentado, espantarle las pesadillas y aliviarle los dolores y congojas. No seré yo quien lo
contradiga, espero que ustedes tampoco. Ya llegará el día en que comience a ver mis lunares, cuestionar mis reacciones, enfrentar mis decisiones, y ante sus ojos volveré a ser una vil mortal con más defectos que virtudes.
Yo recuerdo como si fuera ayer el día que le dije a mi mamá: “Oye, si vas a ir al colegio por mí, ponte un sastre y píntate las uñas”. Hoy miro para atrás y supongo que esa fue una de las tantas veces que le rompí el corazón. Lo que para mí no tenía trascendencia y era una simple demanda para pavonearme en frente de mis amigas, en realidad escondía el fin de una era. Ese día fui consciente de que había cosas de mi mamá que quería cambiar, dejé de verla como mi diosa humanada y empecé a descubrirla como humana. A mi hijo le pasará igual, las mariposas de colores desaparecerán y cuando tenga rabia me dirá que soy la peor mamá del mundo, pensará que no soy tan glamurosa como la mamá de Fulanito, seré bruta porque creerá que no lo entiendo, y la persona menos divertida con quien pueda quedarse atrapado en una isla seré yo.
REBAJAS Palabra que te emociona sobre todo cuando antes o después lleva añadidos a los términos: pañales, artículos de aseo y cortes de carne.
RECOMPENSA Que te digan “mamá, te amo”.
REEMBOLSO Lo que quieres pedir por la mitad de las cosas que compraste y jamás usaste para el bebé.
Cuando de compras para el recién nacido se trata, palabras como mesura, control, moderación y sensatez desaparecen de nuestro vocabulario. Quedar embarazada por primera vez es sinónimo de malgastar. No hay producto que veamos exhibido que no consideremos de primera necesidad, práctico e indispensable. Nos convencemos de que para mantener con vida a un recién nacido y lograr una maternidad feliz, necesitamos todos los productos que ofrece el mercado nacional e internacional. Tan pronto como somos madres, la vida, con su hermosa manera de cachetearnos con el futuro, nos revela que un gran porcentaje de las compras fueron inútiles. La mitad de las cosas las regalaremos con la promesa del “casi nuevas”… estando realmente nuevas. La otra mitad de las cosas no funcionarán o caeremos en cuenta de usarlas cuando ya nos hayamos acostumbrado a vivir sin ellas. La solución: organizar una venta de garaje donde, como mamás expertas, podamos embaucar a embarazadas inocentes y hambrientas de shopping, vendiéndoles nuestros artículos inútiles a precio de ganga.
REGISTRO CIVIL Importantísimo papel que identifica a tu hijo como tu hijo, que olvidarás llevar contigo en los momentos más importantes, o recordarás haber dejado en la mesita de noche cuando te lo pregunten en la fila de emigración del aeropuerto. La gran mayoría de las personas considera que eres una excelente mamá si te sabes de memoria el número de este documento, razón por la cual, al parecer, yo no lo soy.
RONDA INFANTIL Dícese de la canción que, con sólo ser oída una vez, quedará incrustada en tu corteza cerebral, repitiéndose como disco rayado todo el día.
Pasarán los años, cambiarán las épocas, se inventarán nuevos géneros, pero las canciones infantiles seguirán repitiéndose. Cuando nació mi hijo, uno de los regalos más lindos que recibí fue una colección de música moderna, con voces melodiosas, letras geniales y algunas hasta personalizadas. Pero las canciones de siempre, esas de voces chillonas, letras trágicas, acordes simples y repetitivos son las que por alguna razón mi hijo primero se aprende y le generan fascinación.
Gracias a YouTube he recordado canciones que juraba haber olvidado de mi repertorio: La vaca Lola, Pinocho en el Hospital de los Muñecos, La muñeca vestida de azul, El avión Minino, Pin Pon, entre otras.
Pero mi mente viciada por hits como El taxi, Despacito o Tocarte toa ha hecho que entienda esas canciones de antes de una manera distinta.
Las canciones nos dejan grandes enseñanzas o ninguna. Si no que lo digan ciertos ingenieros y políticos de nuestro país que, al parecer, para las obras que nos entregan utilizan como materia prima principal la receta de esta tonada:
El puente está quebrado,
con qué lo curaremos,
con cáscaras de huevo…
Con seguridad tampoco seré la primera en quejarme de la canción Arroz con leche y su mensaje dirigido a las niñas para que soñemos con que alguien nos escoja para casarnos sin tener en cuenta el amor, la compatibilidad, el respeto y la iración, sino por nuestras dotes para las labores domésticas. ¡Ah!, y como si fuera poco nos advierte que seamos amables y no le tranquemos el paso al hombre que quiere salir de casa a divertirse.
Arroz con leche, me quiero casar
con una señorita de la capital,
que sepa coser, que sepa planchar,
que sepa abrir la puerta para ir a jugar.
Si fuera por estas cualidades yo seguiría soltera, la única que cumplía, y a medias, era la de haber nacido en la capital (y por si mi papá también llega a leer esto, la de señorita).
A pesar de parecerme una canción machista, retrógrada y pegajosa, debo reconocerle la valentía por dar un paso adelantado a su época. Es, tal vez, la
primera canción infantil en apoyar el matrimonio igualitario.
Yo soy la viudita del barrio del rey,
me quiero casar y no sé con quién.
Con esta sí, con esta no,
con esta señorita me caso yo.
Una de las rondas que más cantaba yo era la de la muñeca vestida de azul, y por años creí que a la pobre le había dado un fuerte resfriado y tenía el pechito congestionado porque la habían sacado a pasear.
Tengo una muñeca vestida de azul,
zapaticos blancos, delantal de tul.
La llevé a paseo y se me constipó,
la tengo en la cama con mucho dolor.
¿Ustedes también creían lo mismo? Pues no. Lo que le hizo daño a la muñeca fue la falta de agua, fibra y fruta. La constipación no es más que la dificultad para evacuar, así que la pobre muñeca lo que estaba era estreñida. Con la dieta que seguimos durante las vacaciones a cualquiera le pasa. Y si la muñeca es como el 90% de las mujeres que no van al baño tranquilas si no es en el baño de su casa, la cosa tuvo que ponerse grave.
Y a que nadie ha entendido a ciencia cierta por qué la vaca lechera que da leche condensada, dulce y llena de calorías es una vaca salada.
Tengo una vaca lechera,
no es una vaca cualquiera,
me da leche condensada,
¡ay!, que vaca tan salada,
tolón tolón, tolón tolón.
La pobre está salada por lo dulce que es. En este mundo nuevo, la vaca lechera sería satanizada por culpa del fitness. No habría madre que permitiera llevar esta vaca como parte del catering a las fiestas infantiles. La pobre vaca es muy de malas, produce una leche azucarada y sin estevia, y no una de almendras, por ejemplo, que podría hacerla millonaria.
Canciones con mensajes erráticos y machistas que me dejan atrapada en una esquina sin salida, porque no sé si educar a mi hijo con las tonadas de antes para que se enamore de una mujer “que sepa coser, que sepa planchar”, o con las de ahora, para que salga con cualquiera porque finalmente “eso en cuatro no se ve”.
RONQUIDO Sonido irritante con el que tu marido decide acompañar tus lactadas nocturnas para que no te sientas tan sola.
RUIDO De lo que más te quejas con niños en casa y lo que más extrañas cuando no están.
RUTINA Eso que tanto esfuerzo nos cuesta inculcar en nuestros hijos y que se rompe tan fácil cuando les da una gripa, cuando llegan las vacaciones o cuando los abuelos vienen de visita.
Sólo por una vez hablemos de nosotras, de lo que éramos antes de ser madres, de lo que queda de nosotras después de serlo y de lo que somos a pesar del poco tiempo libre que tenemos para ello. Hablemos de la fuerza extra que necesitamos para no olvidar que somos mujeres, esposas, amigas, hermanas, hijas, ciudadanas y profesionales. Hablemos de las renuncias de las madres y hablemos del miedo que provoca volver a ganarnos esos espacios que le hemos cedido a la maternidad. Detrás del papel de mamá que cada una interpreta de la mejor manera posible, detrás del disfraz de heroína que la sociedad trata de imponernos por ser madres y detrás del afán de nuestro ego por no defraudar a nadie, se esconde la mujer que no queremos dejar de ser.
Esa mujer que ignoramos y ponemos de última en la lista de prioridades, porque ser mamá se vuelve lo urgente y lo importante.
Hablemos de nosotras. Hagamos el intento de describirnos sin usar la palabra mamá.
»¿Quiénes somos entonces? Hagamos la tarea de recordar los otros sueños que teníamos antes de los hijos.
»¿Qué anhelamos? Hagamos el esfuerzo de confesar que si bien la maternidad ha sido maravillosa, hay otras cosas que por culpa de ella añoramos y extrañamos.
»¿Qué queremos? Perdámosle el miedo a todo lo que también nos hace felices,
aparte de los hijos.
»¿Qué podríamos hacer? Hablemos de nosotras, pensemos un segundo sólo en nosotras y seamos ese alguien que somos sin la etiqueta “mamá”, ese alguien que queremos ser, ese alguien que seremos cuando los hijos se vayan y nos devuelvan a modo de soledad ese tiempo libre para nosotras que hoy tanto reclamamos.
Hablemos por una vez y de una vez sólo de nosotras.
SAL Eso que le echamos a nuestros hijos encima cada vez que de nuestra boca sale un “te vas a caer”, “lo vas a romper”, “te vas a pegar”.
SALCHICHA Principal y único alimento que comerá tu hijo si decides dejarlo bajo el cuidado del papá todo un fin de semana.
SELFIE Autofoto que intentamos tomarnos con nuestro bebé y que nos enseña, por segunda vez, las consecuencias de la ley de gravedad cuando vemos estrellar el dispositivo móvil contra su inocente frente.
SEMANAS Medida de tiempo que usan las madres gestantes para explicar la progresión de su estado de embarazo, que desespera al resto de mortales que no son padres y que no pueden entender por qué no usan los populares y fáciles de entender “meses”.
SENSATO Hombre que no le lleva la contraria a su esposa en público.
SERVILLETA
Pedazo de papel que nunca será suficiente cuando almuerzas con un niño menor de siete años en un restaurante.
SEXO Eso que le explicaremos a nuestros hijos llegado el momento, actuando con la naturalidad, madurez, seguridad y conocimiento que no tenemos. Dicen las malas lenguas que cuando sea la hora de hablar de sexo con tu hijo, tendrás que hacer antes una regresión para recordar exactamente de qué estás hablando.
También se conoce como la práctica considerada de alto riesgo si se lleva a cabo sin poner seguro en la puerta del cuarto, pero que en todo caso será moderada, porque la llevarás a cabo de una manera austera después de tener un hijo.
SHOPPING Salir con la idea de comprar algo para ti y llegar con algo para el bebé.
SHOWER Reunión que te organizan amigos y familiares para celebrar que eres una bola de hormonas próxima a convertirse en madre. La dinámica consiste en atiborrarte de regalos mientras se toman fotos acariciándote la panza. El encuentro también funciona como fiesta de despedida, ya que a la mayoría de los presentes nunca más los volverás a ver una vez nazca tu hijo.
SIESTA Dícese de aquello que no podemos hacer los padres de niños pequeños un domingo en la tarde, cuando la modorra después del almuerzo nos ataca.
También se refiere al descanso que toman los bebés una o varias veces al día y que, por regla general, nunca sucede a la hora que deseamos ni dura el tiempo que necesitamos.
SILENCIO Ausencia sospechosa de ruido que nos anuncia el decorado de una pared con marcadores indelebles o la tapizada de nuestra casa en papel higiénico.
SIRIRÍ Tono de voz agudo, monótono y desesperante que debe soportar mi marido cada vez que me acuerdo de una de sus cagadas.
SOBERBIA Sentimiento de superioridad que nos hace actuar como unas cabronas y mirar de reojo cuando el niño que hace la pataleta no es, por esta vez, el nuestro.
SOBREACTUADA Toda mamá, en especial la que lo es por primera vez.
No existe mujer sobre la faz de la Tierra, por más hippie que se haya declarado en su adolescencia, que no sea una mamá primeriza sobreactuada. La noticia de que nuestro cuerpo es capaz de crear seres humanos nos hace sentir más poderosas que niño disfrazado de Batman en Halloween, pero también nos reviste de la más antipática petulancia. Nos volvemos pedantes y pedorras, aceptemos lo primero y neguemos en público lo segundo. Haciendo gala de las hormonas que nos dominan embarazadas y de las altas dosis de drama con las que nos encartó la naturaleza desde que nacimos, esa pedantería hace que nos sobreactuemos en nuestro rol de madres. Juramos en vano, una y otra vez, que seremos unas madres perfectas o al menos que estaremos muy cerca del umbral o, en su defecto, que no seremos como Fulanita de Tal. Aseguramos con vehemencia que las mamás que nos han precedido lo han hecho todo mal. Compramos un montón de cosas que no sabemos usar, pero que las tiendas exhiben como artículos de primera necesidad. Nos sobreactuamos incluso al caminar, poniendo cara de Virgen con una mano en la espalda baja a modo de soporte y la otra sobre la barriga acariciándola con movimientos circulares. Leemos todos los libros, blogs y revistas de maternidad que se nos crucen. Nos atrevemos a dar consejos, y algunas incluso a escribir libros sobre el tema. Con los años nos profesionalizamos en el viejo arte mexicano de la sobreactuación: hacemos un show del primer mes de vida, del primer eructo, de la primera balbuceada, de la primera bailada, del primer día de colegio; más adelante, haremos otro espectáculo si llaman o no llaman, si nos visitan o no nos visitan, y haremos uno aún peor si no nos gustan —que de seguro no nos gustarán— sus novias.
Ser mamá es sobreactuarse y jamás recuperar la naturalidad.
SONIDO BLANCO Sonido que produce un televisor sin señal que resulta aterrador para la generación que vio Poltergeist, y que algunos dementes recomiendan poner a oír al bebé en la noche para que duerma plácidamente. ¡Y a veces funciona!
SUEGRA Persona capaz de tratarte como a una hija, aunque en el fondo de su corazón crea firmemente que su hijo hubiera podido conseguirse algo mejor.
S-U-E-G-R-A, no hay una palabra a la que más le temamos las esposas y novias del mundo. Es la persona que nos recomiendan tener bien lejos una vez nos casemos con su hijo, y aún más lejos, si es posible, cuando tengamos hijos con su hijo.
Por tradición o por diversión, la mayoría de mujeres la consideramos una enemiga y una rival. Creemos que viene de visita para mortificarnos. Creemos que cuando dice “el día está frío” nos está culpando a nosotras del cambio climático. Creemos que cuando dice “en mi época lo hacía de esta manera” nos está diciendo realmente “eres una pésima madre”. Tomamos como quejas sus historias y como regaños sus consejos. Y creemos, por sobre todas las cosas, que nos quiere robar eso que nosotras ya le robamos primero: su hijo.
Hay suegras de suegras. Hay malvadas, amorosas y metiches. Pero antes de odiarlas y alejarlas, valdría la pena tener en cuenta estas tres cosas:
La suegra, antes de ser suegra, es mamá. Es una mamá que está aprendiendo a amar a un hijo con la distancia que una nueva familia puso en medio de los dos.
Es una mamá que tenía un hijo en exclusiva y ahora debe compartirlo. Y es la mamá del hombre que escogimos para envejecer, y eso debería ser suficiente para agradecerle y aguantarnos sus no siempre tan amorosas indirectas.
Una suegra bien aprovechada puede ser una segunda mamá. Démosle el chance de verla con los ojos con los que sus hijos la ven y confiemos en que, así como nuestra mamá, ella también alivia con caricias.
Un día nosotras seremos las suegras. Si tú, como yo, tienes un hijo varón y le haces la guerra a tu suegra, debes saber de una vez que dentro de poco desempeñarás ese papel y más te vale que empieces a rogar por una nuera que no sea como tú.
Hay días que amo a mi suegra y hay otros que amo que viva lejos. Lo único cierto es que cada tanto pienso en el amor que le tengo a mi hijo, pienso que ese amor seguirá intacto cuando crezca, cuando se vaya, cuando se case, pienso que en esa época también me gustará su compañía y sólo espero que su nueva familia no me niegue esos espacios. Y es entonces cuando pienso en mi suegra y recuerdo que tenerme como nuera tampoco es fácil. Vuelvo a amarla porque sé que en medio de todo lo que no me gusta, me está dando una lección que tendré que poner en práctica más adelante: aprender a amar compartiendo, soltando y en silencio.
SUEÑO Necesidad fisiológica imposible de realizar en sus justas proporciones una vez eres madre. Tu hijo primero te despertará cada tres horas por comida, después por una pesadilla, después pasará derecho, pero tú no, porque querrás verificar que esté respirando, y después no pegarás el ojo porque salió de rumba con ese amiguito que te parece una mala influencia.
En otra connotación, es el deseo de que tu bebé no te haga tragar todas las críticas que hiciste de otros niños cuando no eras mamá.
SUERTE Que tu vecino sea pediatra. (Mala suerte: que tú seas su vecina).
Jamás me he encontrado un trébol de cuatro hojas, jamás me he ganado una rifa, jamás le he atinado a un número del Baloto, jamás me ha cagado una paloma, siempre estoy detrás del humano que oprime el botón en el supermercado y le sale gratis su compra, nunca soy yo a la que ascienden en los aviones a primera clase, soy la que sale tarde el día que al bus le da por pasar temprano, nunca soy yo la que escogen en los conciertos para subir al escenario, nunca una máquina en un casino ha sonado estrepitosamente escupiendo sus monedas para mí… Pero miro a mi hijo, y de lo único que no tengo dudas es de que la suerte me acompaña.
–Tienes algo ahí —me dijo hace unos días una amiga mientras almorzábamos.
—¿Ahí dónde? —pregunté asustada limpiándome la nariz.
—Ahí –repitió mi amiga susurrando.
—¿En los dientes? —balbuceé apenada hurgando con la uña mi encía.
—En la camisa, tienes un sucio en la camisa.
—Ah, no, lo que tengo es un hijo —dije restándole importancia al chorreón de yogur en mi pecho.
Respiré aliviada y mi amiga trató de sonreír con un gesto amable que más parecía de asco. Ella se había medido cinco camisas antes de escoger la que llevaba puesta que, a juzgar por la tela, costaba mucho más que mi camiseta de los Rolling Stones. Ella se había tomado seis selfies frente al espejo antes de salir de casa, yo había jugado lucha libre para dar un desayuno. Cuando me señaló con el dedo pronunciando el sentencioso “tienes algo ahí”, yo estaba buscando un hueco en la tierra donde poder superar la vergüenza de un moco ventanero o un perejil metiche entre mis dientes.
Así que su énfasis sobre una mancha de origen desconocido en mi camiseta era
un alivio. Un sucio es el rio infaltable en el vestuario de una mamá, y a medida que pasa el tiempo he aprendido a llevarlo con gracia. Cuando son bebés, tu hombro será el lugar favorito para dejar rastros de postre de natas, por llamar de una manera más amable el vómito de los más pequeños. Cuando caminan, tú serás una especie de servilleta gigante para sus manos. Cuando juegas con ellos, tu cara y tu ropa recibirán un fresco baño de babas. Cuando te sientas a la mesa a su lado, bien valdrá la pena ponerse un delantal enterizo. Y cuando tienen gripa, no faltará un moco que se ajuste como prendedor a tu camisa. Habrá días que lo notarás antes de salir de casa, y habrá otros, la gran mayoría, que el mundo entero lo verá antes que tú. Podríamos fusionar las palabras moda y mami, como mejor lo saben hacer los gringos, y destacar el “MoMi” como el outfit del momento. De seguro, muchas otras mujeres se unirían a la causa con tal de tener una excusa válida para salir cochinas a la calle o una justificación para un momento carente de motricidad al tomar un café. Veríamos el MoMi en todas las vitrinas de los diseñadores famosos, las fashion bloggers darían tips de cómo ensuciar naturalmente tus camisetas favoritas, y los comerciales de jabones prometerían dejar la mancha tal cual, lavada tras lavada. Si los jeans rotos se colaron de tal manera en nuestro guardarropa, de seguro el MoMi podría hacerse un espacio en las tendencias actuales, para reivindicar el trabajo más hermoso del mundo que insiste en hacernos lucir desastrosas.
TABLET Dispositivo electrónico que juramos no comprar por considerarlo la peor influencia del siglo, al que sucumbimos en un restaurante con tal de tener un almuerzo en paz o escucharle el chisme completo a una amiga.
TACHO O tapo, dependiendo de la región del país a la que se pertenezca, o time out, dependiendo de lo cosmopolita, esnob y pedante que uno se crea. En cualquier caso, es la manera infantil de pedir un tiempo o una pausa en el juego al poner las manos en forma de T.
Tacho era la palabra que más usaba cuando jugaba de chiquita. La pronunciaba cuando necesitaba, literalmente, parar el tiempo. Si estaba acorralada decía “tacho”, si mi hora de entrada a la casa llegaba antes de terminar el juego decía “tacho”, si sentía que las reglas no se respetaban decía “tacho”, pero la gran mayoría de veces gritaba “tacho” y mostraba desesperada la T con mis manos porque me daba bazo y necesitaba un momento para detenerme y respirar. Algo tan simple y tan importante como detenerme a respirar.
Crecí y nunca volví a usar esa palabra, no porque no necesitara ese tiempo extra para recuperar energía, sino porque no sentía que fuera necesario pedir permiso para tomármelo.
Hasta que nació mi hijo y algo tan simple como respirar entró a la lista de cosas que hacemos de afán.
Desde el primer día que tuve a mi hijo en brazos no quise despegarme de él ni un segundo. No quería perderme un bostezo, una sonrisa y mucho menos quería cargar con la culpa de haber estado ausente en alguno de sus logros o llantos. Yo quería estar ahí en todo momento para consolarlo, para arrullarlo y para hacerlo reír, así eso me costara no terminar de leer un libro, no saludar a una amiga o no hacerme un manicure. Y aunque esa entrega total por los hijos no suena mal, no está del todo bien. Llega un momento en que el cuerpo y la mente te pasan factura, la paciencia se agota, el cansancio te amarga el temperamento y por más que queramos seguir, no podemos abusar de nuestra buena fe. A esa promesa que me había hecho a mí misma de no fallar, le hacía falta una pequeña observación: se vale decir “tapo”.
Creo que no soy la primera mamá víctima del invento de creerse infalible, multitasking e indispensable. Y tampoco seré la última damnificada de esos abusos autoimpuestos. “Cómo decir tacho cuando se es mamá” debería ser la
primera clase del curso piscoprofiláctico. Y “Cómo decir tacho sin que la culpa la ahorque” debería ser la segunda. Decir “tacho” es un derecho que tenemos, pero, sobre todo, un deber. Querer tener todo bajo control, creernos la Mujer Maravilla, sentirnos cansadas y no pedir ayuda nos vuelve insoportables, irritables, repelentes y regañonas. Diré tacho, tapo remacho, cada vez que una gruñona infeliz esté a punto de poseerme para dañarme la cara y el día.
TACONES Amada y hermosa prenda de vestir, desplazada por los cómodos tenis que permiten correr detrás de un niño de dos años sin tener el riesgo de ganarte un esguince o una displasia de cadera.
TÉ Bebida caliente que la madre olvida haberse preparado y bebe fría cuando vuelve a recordarlo.
TELEVISOR Artículo de primera necesidad en la canasta familiar, satanizado por los educadores, convertido en niñera por los papás y usado como tablero por los bebés. La mayoría de las mamás confiesan haberlo usado a menudo como distractor para tener unos momentos de descanso, e incluso haber abusado de él más de una hora diaria, tiempo máximo de uso estipulado por los expertos.
TEORÍAS DE CRIANZA Conspiraciones inspiradas en la crianza del Niño Jesús y sustentadas en esta premisa: haga sentirle a la madre que todo lo ha hecho mal.
TERAPIA Tratamiento que, a la luz de los educadores de hoy en día, diez de cada diez niños necesitan. Que levanten la mano los padres de familia a los que jamás les han recomendado en el colegio o jardín comenzar una terapia ocupacional, que no les han hablado de la urgencia de una fonoaudióloga o no los han mandado asustados al médico por un mal diagnóstico de déficit de atención. Lo que me lleva a concluir que los adultos de ahora estamos llenos de carencias cognitivas, traumas no resueltos y etapas no quemadas debido a varias terapias a las que no nos llevaron.
TÍA Maravillosa mujer que, al no tener hijos para criar, se desquita con los nuestros para malcriar. La nueva generación de tías cool, que son solteras y no tienen hijos por convicción, ha desplazado al muy querido prototipo de la tía solterona que no estaba buena y era el blanco de nuestras burlas por su famoso “tss tss tss” al bailar en las fiestas decembrinas.
TIEMPO Cuarta dimensión que una vez eres madre no alcanza para nada y que cuando tu hijo cumple dieciocho sientes que ha pasado demasiado rápido.
La gente suele creer que lo que más extraño de mi vida sin hijos son las salidas a rumbear. Me miran con lástima cuando confieso que no sé cuál es el bar de moda. Sienten remordimiento de no invitarme a sus planes un sábado en la noche. Y hallan placer, mucho placer, al contarme todo el trago que fueron capaces de mezclar la noche anterior. Se equivocan. Aunque el bar de moda suene a algo que me hubiera encantado a los veinte, hoy a mis treinta ya no me trasnocha (literal), y la idea de empezar la noche con un Martini, pasar a whisky y terminar con guaro, más que una osadía que me haga sentir “loquilla”, me parece una pesadilla que no quiero repetir. La verdad, lo único que les envidio es un poco de tiempo. Tiempo para poder ver la película ganadora del Oscar de este año, del pasado y del antepasado. Tiempo para leer ese libro que compré hace tres años y que ha recibido serenamente mis cabezazos por culpa del cansancio. Tiempo para mirar el techo y embobarme con esa grieta que ha pasado de ser una lombriz a ser el árbol genealógico de una familia paisa. Tiempo para hacer de todo y tiempo para no hacer nada. Eso, queridas amigas, es lo que les envidio: un poco de tiempo para perder.
TORPEZA Talento para ocasionar desastres adquirido durante el embarazo y del que pocas sentimos habernos liberado después de parir.
QUE LEVANTEN LA MANO LOS PADRES DE FAMILIA A LOS QUE JAMÁS LES HAN RECOMENDADO EN EL COLEGIO O JARDÍN COMENZAR UNA TERAPIA OCUPACIONAL, LES HAN HABLADO DE LA URGENCIA DE UNA FONOAUDIÓLOGA O LOS HAN MANDADO ASUSTADOS AL MÉDICO POR UN MAL DIAGNÓSTICO DE DÉFICIT DE ATENCIÓN.
El embarazo vuelve a las mujeres torpes. Es una verdad incuestionable a la que algunas universidades, de esas que estudian si la pulga de perro salta más que la de gato, le han dedicado el tiempo para probarla y explicarla. La memoria deja de funcionar, olvidamos nombres, citas y hasta conversaciones. La motricidad pierde toda destreza, los pies nos traicionan, las cosas se nos resbalan de las manos. Chocamos contra todo y perdemos todo.
El embarazo nos entorpece y, aun así, meses después la naturaleza nos confía ciegamente que con esa torpeza mantengamos vivo a un ser humano.
TRADUCTORA SIMULTÁNEA Título que obtenemos las mamás gracias a ese periodo de tiempo en el que nuestros hijos empiezan a hablar, pero nadie, excepto nosotras, entiende la lengua en la que se comunican.
TRANCÓN Enemigo público de tu salud mental cuando viajas con un niño en la parte de atrás que dice estar aburrido, tener ganas de ir al baño o que cabecea a una hora indeseada.
TUSA Dícese del duelo que una madre debe hacerles a todos y cada uno de los logros de sus hijos.
Por logros me refiero a esas cosas que hacen los hijos para restregarnos en la cara que ya no son nuestros bebés y que necesitan de nosotras cada vez menos. Comienzan con la salida de un diente, y de ahí para adelante jamás se detienen.
El niño ya tiene un diente quiere decir que ya no necesita que le machaquemos la comida.
El niño ya camina quiere decir que falta poco para que salga corriendo detrás de una suripanta.
El niño ya va al colegio quiere decir que ya casi le da vergüenza que lo besuqueemos.
El niño ya cambió de voz quiere decir que no demoraremos en ser abuelas.
El niño compró apartamento quiere decir que es hora de que convirtamos su cuarto en la nueva sala de televisión.
Yo en este momento estoy entusada porque mi hijo entró al colegio, es la misma tusa que debió tener mi mamá cuando me fui a vivir sola, la que de seguro tuvo mi abuela cuando mi mamá se casó a escondidas con mi papá, la que voy a tener cuando mi hijo tenga novia y me pida una afeitadora, la que mi mamá tuvo cuando me gradué, por no decir cuando encontró escondidas entre mis medias unas pastillas anticonceptivas, y la que todas tenemos cuando Facebook nos recuerda fotos de nuestros hijos de hace tres años.
Esta tusa es eterna porque quien la provoca es alguien absolutamente encantador, porque no hay nada que pueda hacer ese encantador para que lo dejemos de amar, porque todo nos lo recuerda, porque no queremos ni podemos superarla y porque no hay nada más gratificante que ver a los hijos crecer, así sea a costa de nuestro corazón roto.
Nada que hacer: ser mamá es vivir enamorada y entusada toda la vida.
Uyuyuy… eres una recién parida, así que respira. Estarás en esos días. Esos primeros días llenos de preguntas, preocupaciones y dolor, mucho dolor. El amor infinito que acabas de conocer a veces parece un incentivo insuficiente para soportar la responsabilidad que te ha caído encima. Es duro, ya te lo habían advertido y repetido, pero sólo hasta ahora entiendes de verdad y exactamente a qué carajos se referían. Te dijeron que la lactancia sólo requería de una buena técnica, pero te das cuenta de que para aprenderla hay que retroceder en el sistema educativo y volver al famoso “la letra con sangre entra”… y tu pezón está ahí para demostrarlo. Con cierto desconsuelo cuentas las horas que faltan para la próxima lactada, y al ver que la caléndula y la yerbabuena no han ayudado a cicatrizar a la velocidad que esperabas, mandas a tu 10% de urgencia al primer Pepe Ganga en busca de la crema para los pezones agrietados que está de moda y, por supuesto, de un extractor de leche.
Te habían hablado del cansancio, pero esto que sientes merece una palabra que nadie ha inventado aún. Prometes cachetear a la próxima persona sin hijos que asegure estar exhausta, mientras llamas a tu mamá, a la que le habías pedido un poco de espacio, para que venga a mimarte y a relevarte un par de horas. ¿Cómo lo hizo ella contigo y tus hermanos sin epidural, sin empleada, sin Google y sin pañales desechables? La palabra “berraquera” comienza también a tomar otro significado.
Te habías prometido, como si eso fuera suficiente, no meterte en la ropa de maternidad y recuperar tu peso cuanto antes.
Te miras sin ropa y, por primera vez, desconoces el cuerpo que ves en el espejo. Te autoflagelas por preocuparte de algo tan frívolo en estos momentos, y temes, como cualquier mortal, no volver a recuperar el cuerpo de antes. Y entonces te fajas, no tanto por esa vanidad hueca que criticas, sino por un extraño afán de no perder todo lo que te identificaba antes de ser mamá. Y viene la preguntadera:
¿lo estaré haciendo bien? ¿Seré capaz? ¿Cómo lo han logrado otras mujeres? ¿Estará lleno o tendrá hambre? ¿Sí está respirando? La naturaleza y el instinto maternal parecen jugarte una mala pasada justo cuando más te dijeron que estarían dispuestos a echarte la mano.
¿Será demasiado pronto, o más bien demasiado tarde, para tirar la toalla?
Respira.
Bienvenida. Acabas de empezar a experimentar lo jodidamente maravilloso que se siente ser mamá. El dolor físico de estos primeros días pronto será un vago recuerdo e incluso una laguna para cuando decidas, si es que lo decides, tener el segundo. La lactancia se volverá algo normal y placentero, aunque en estos momentos parezca imposible. Podrás volver a caminar a velocidades normales, sin parecer un robot, y podrás sentarte y pararte en menos de quince pasos. Ese balón de básquetbol que sientes en la panza desaparecerá. Las horas de sueño poco a poco aumentarán. Y tu vida, bueno, tu vida tal como la conocías, jamás regresará. Y aunque eso suena fatal, la verdad es que es lo mejor que te puede pasar. Nada será fácil pero sí será cada vez más increíble. Lo juro.
La recompensa llegará en forma de besos babosos y te amos en jeringonza, y entonces poco importarán las ojeras ganadas, las lágrimas derramadas y las fiestas aplazadas; sabrás que todo ha valido la pena.
Respira, relájate y sonríe. Que el miedo no te nuble la hermosa vista del momento tan alucinante del que estás siendo parte. Esto no se pone más fácil, tú te vuelves mejor, y eso es lo que nos convierte en heroínas.
UNIVERSIDAD Palabra aguda, y no me refiero a su acentuación, sino a su punzante y violenta manera de alborotar nuestros miedos al ponernos a pensar “¿cómo diablos la pagaremos?”.
UÑAS Elongaciones endurecidas de los dedos, que en los niños no has terminado de cortar cuando ya están largas de nuevo. Se rumora que siempre estarán negras cuando la abuela llegue de visita, y largas cuando busquen en el jardín al culpable de haber rasguñado a otro compañero.
URGENCIAS Lugar atestado de niños enfermos hacia el que salimos corriendo día de por medio cuando somos padres primerizos, y del que nos devuelven siempre después de dejarnos claro que somos unos inexpertos exagerados que no prestaron atención al curso psicoprofiláctico.
¿USTED POR QUÉ ES MAMÁ? Hace poco me lo preguntaron y no supe qué contestar. En un principio, creí que mi bloqueo era producto del menosprecio que sentía en los ojos de mi interlocutor ante la sorpresa de que una mujer en pleno siglo XXI, estudiada, viajada, capaz y con el mundo por delante decidiera ser madre en una sociedad que ya no se lo exige. Unos minutos después, me di cuenta de que no tenía una respuesta porque era mi hemisferio izquierdo el que estaba buscando las razones.
Siempre creí, y estaba segura de ello, que la decisión de tener un hijo había sido más racional que pasional… hasta ahora. Sentía que lo que realmente me había impulsado no era el tictac de ese reloj biológico que algunas aseguran sentir, sino más bien una hoja de Excel que una noche hicimos con mi 10%, que, entre pros y contras, concluía que no sólo estábamos en una edad ideal, sino que también nuestras finanzas aguantarían varios meses mi “holgazanería” para dedicarme a ser mamá.
Hoy, un par de años después, entiendo que nunca tomamos esa decisión con la cabeza sino con las entrañas. Y que las justificaciones racionales que me daba a mí misma para tenerlo solamente trataban de reforzar la decisión que, sin darme cuenta, yo ya había tomado con el corazón. Tener un hijo nunca va a ser una
decisión racional, porque de seguro si lo pensáramos más de dos veces no lo haríamos. Y ahí radica lo maravilloso de arriesgarse a hacerlo.
Leo con fascinación la cantidad de artículos que a diario publican con mil y una razones por las cuales es mejor no tener hijos, y siento que fácilmente yo podría aportar a esa lista cincuenta motivos más. Podemos encontrar razones para todo en la vida. Cuando de justificar una idea se trata, la cabeza es experta en encontrar los argumentos adecuados para convencer al mundo y de paso autoconvencernos… y más cuando el tema es la maternidad, pues razones para no tener hijos hay de sobra.
Decidir tener hijos porque racionalmente creemos que es lo mejor no es posible. No encuentro un argumento coherente y sensato para decidir tenerlos, en cambio encuentro muchos para no hacerlo.
Con los hijos se pierde mucho.
Pierdes tiempo, pierdes horas de sueño, pierdes tu estómago plano, pierdes noches, pierdes amigos, pierdes plata, pierdes tranquilidad, pierdes trabajos, pierdes intimidad, pierdes idas a cine, pierdes guayabos en cama, pierdes paredes, pierdes el orden, pierdes pelo, pierdes un poquito de ti, pierdes comodidad, pierdes objetividad. Pierdes la paciencia y conoces la peor versión de ti misma. Pierdes la inocencia porque te das cuenta de que el único pan que venía debajo del brazo era el brazo de reina que se asoma cuando decides ponerte camisetas esqueleto.
Pierdes un montón de cosas que se me hacen fáciles de enumerar y ganas un montón que, a pesar de ser mamá, soy incapaz de redactar. Debe ser porque la satisfacción y la felicidad me sobrepasan de tal manera que no puedo ponerlas en palabras. Y porque siento que si me atreviera a hacerlo caería en ese tipo de
cursilería que sólo entiende el que la padece.
No sé por qué fui mamá y no tengo una respuesta coherente, al menos para alguien que no lo haya sido. Ser mamá es la decisión más irracional, estúpida y poca práctica que he tomado. Y aun así, si pudiera devolver el tiempo creo que con más razón dejaría de tomarme las pastillas anticonceptivas. No es un secreto que la mayoría de cosas en la vida que te quitan el aliento, te cambian, te maravillan, te hacen crecer y te hacen feliz son aquellas que justo no pensaste con la cabeza. ¿O acaso podemos enamorarnos locamente de alguien sólo porque nos digan que es el partidazo del año? Yo me enamoré de un paisa con más mala fama que Charlie Sheen, pero no quise oír consejos, no analicé las probabilidades, no hice un top 10 con las razones para no meterme con él, no pensé de manera racional que la cosa podría salir mal, no me dejé convencer cuando me decían “el que es, nunca deja de ser”. Yo sólo sentí que juntos éramos felices como nunca lo habíamos sido antes. Y ¡PUM!, a pesar de tener mil y una razones para salir con ese otro prospecto seguro y confiable que me recomendaba la cabeza, me casé con el que me hacía alucinar. Apostarle a esa decisión que nada tenía que ver con la razón fue lo mejor que me pudo pasar. Igual que tener a mi hijo. No puedo enumerar las razones por las que soy mamá. No las tengo. Creo que la que ya es madre las sabe; la que no lo es no se las puede imaginar, y la que no quiere serlo las va a demeritar. Para mí, buscar razones es la prueba fehaciente de la necesidad de reafirmar una decisión que no está muy clara.
Yo no necesito hacer una lista de motivos por los cuales vale la pena ser mamá, simplemente sé que es la peor/mejor decisión que he tomado en la vida, y que de no haberla tomado, en algún punto de mi vida más adelante me hubiera frustrado.
Así que prefiero dejar las listas de pros y contras para otros asuntos menos emocionales. Nadie tiene la razón, nadie sabe nada, el universo no te está diciendo que SÍ lo hagas si encestas ese papel en la caneca, ese top 10 que estás leyendo también pudo ser escrito por alguien que no tiene la menor idea o que
opina todo lo contrario a ti.
Pero después de un silencio incómodo sólo pude decirle a mi interlocutor:
Soy mamá por la misma razón por la que he hecho todo en la vida: porque sentía que eso me iba a hacer inmensamente feliz. No vale la pena vivir en esta Tierra, en este punto pequeño que flota en el universo, si no se hace lo que nos produce una inmensa felicidad. Tomé la decisión de ser madre, una decisión de las tantas que he tomado en la vida, y esta, sin lugar a dudas, ha sido la que más feliz me ha hecho. Soy mamá porque quería serlo y porque tuve la valentía de serlo. Pero poco importa por qué soy mamá, importa que lo soy y que no necesito razones lógicas, racionales y prácticas que me autoconvenzan de que haberlo sido fue la mejor decisión de mi vida.
Vodka puro, jugo de arándano, Cointreau, hielo y jugo de limón, más conocido como Cosmopolitan, es el trago que contiene la copa que alzo para brindar por el cumpleaños de una de mis mejores amigas. Salud.
“Y sepan de una vez que no voy a tener hijos. No los voy a tener porque ¿para qué sufrir más?, las iro”, dice lanzándonos una sonrisa de complicidad a las que ya nos metimos en la vaca loca “porque lo que hacen debe ser p*#!mente difícil, pero si para gozar los hijos también debo sufrirlos, prefiero ahorrarme el desgaste”, afirma mi amiga, antes de tomarse el último sorbo de su coctel favorito y después de soplar el número treinta y cinco encima de su pastel.
Hoy es la fecha límite que en silencio había acordado consigo misma para decidir ser madre o no. Su sentencia final ante todos sus amigos le quita, por fin, un peso que la ha venido atormentando por años. Con el ego en furor de quien siente haber alcanzado una verdad irrefutable, pide otro trago para brindar por los hijos que no nacerán de su vientre para hacerla sufrir. Yo también alzo mi copa y brindo, siempre es bueno ver felices a las amigas, pero callo, porque cuando uno cumple años nadie debería debatirle nada. En mi cabeza, su verdad incontrovertible choca estrepitosamente contra toda creencia y fuerza que me ha hecho lograr cosas en la vida. Mi amiga no quiere ser madre porque sabe que con los gozosos también vienen los dolorosos. Mi amiga no quiere ser madre por miedo al dolor. Y no se refiere al dolor físico al parir, con el que un Dios, según las monjas de mi colegio, decidió castigarnos a las mujeres. Ella habla del dolor que llega con la maternidad y que ninguna madre puede negar. Ese dolor inmenso del que ama demasiado. Miedo a perder y a perderse, miedo a sufrir, miedo a que lastimen a ese alguien que amas demasiado, miedo a desesperar. En definitiva: miedo a la vulnerabilidad. Y entonces brindo de nuevo. Y mi sonrisa por esos treinta y cinco que le han sentado de maravilla a mi amiga esconde una congoja por esa verdad indiscutible que más me parece una falacia. Dejar de hacer algo por miedo a sufrir es estúpido. No querer ser madre es respetable. No quererlo ser por miedo es descorazonador. Si el miedo nos paraliza, no hay mucho que podamos hacer, no hay mucho que pueda darnos verdadera
satisfacción. La vida es difícil y escalofriante, y no por eso renuncié a ella. La universidad también nos hizo sufrir y no por eso renuncié a ella. El amor duele y duele mucho, y no por eso he renunciado a mi pareja. Vivir duele, tener hijos duele. Que algo nos duela es maravilloso. Sentir dolor vale la pena, porque gracias a él la felicidad es mucho más satisfactoria. Salud. Alzo mi copa y brindo por mi hijo, brindo por la vulnerabilidad de ser madre, brindo por el dolor y brindo por la felicidad; brindo por los dolorosos y por los gozosos. Y sólo espero que el miedo jamás me detenga en la vida.
VACACIONES En su acepción romántica e idealista, son los días anhelados de descanso que se merece una madre al lado del mar, con un Margarita en la mano y con el esposo y los hijos en casa. En su acepción realista, son conocidas como el lapso de tiempo en que el niño no va a estudiar y la mamá no sabe qué hacer con él. En su acepción tragicómica, son paseos familiares que más que un descanso parecen una maratón.
VACUNAS Inyecciones inmunológicas que, al ser istradas a los niños, acribillan el alma de la madre. Mientras la ciencia avanza para crear nuevas vacunas contra virus y epidemias, las madres rogamos por que además se las inventen indoloras, masticables y con sabor a chocolate.
VERDURAS Alimentos ricos en vitaminas, fibras, minerales y antioxidantes, que los hijos de los demás comerán como si fueran golosinas y nuestros hijos se rehusarán a probar sin la presencia de un abogado.
VERGÜENZA Eso que empezamos a perder en cada control con el ginecólogo, que se escapa de nuestras manos el día del parto y que hacemos sentir a nuestros hijos cuando llegan a la adolescencia.
Lo mejor y lo peor que me ha traído la maternidad es la pérdida de la vergüenza. No es casualidad que usemos la palabra embarazoso para describir sucesos bochornosos, ya que, desde ese preciso momento, nos enfrentamos a una serie de acontecimientos que nos sonrojan, nos exponen y de tanto en tanto, en vez de sacarnos el genio, nos relajan.
Durante años me quejé de la facilidad que tenían mis papás para hacerme pasar vergüenzas delante de amigos, pretendientes e incluso desconocidos. En algún momento sospeché que lo hacían de aposta, hoy estoy segura de ello. Cuando somos hijos, no entendemos por qué los padres se empeñan en hacernos sentir así. Cuando somos padres, lo entendemos todo: las mamás y papás a través de la historia han decidido forjar el carácter de sus hijos adolescentes a punta de episodios de vergüenza, porque cuando esos adolescentes eran bebés, forjaron el de los padres de la misma manera.
Los hijos con sus frases inocentes… el otro día el mío le dijo a su vecino con quien juega en el parque: “¿Por qué le dices nana a tu mamá?”. Y ni hablar de sus accidentes fisiológicos: ¿porque acaso quién no ha corrido por la calle/la piscina/el centro comercial/la casa de la amiga pinchada con un niño en brazos a quien del pantalón le escurre una diarrea? Los hijos con todo esto, sumado a su falta de filtro, nos hacen crear una nueva personalidad libre de timidez… y en retaliación, es apenas lógico que tan pronto podamos nos desquitemos.
VICTORIA Eso que jamás deberás cantar antes de que tu hijo cumpla sesenta años.
Las mamás nos emocionamos cuando nuestros hijos logran y aprenden cosas nuevas. Ser mamá, en otra de sus múltiples acepciones, es querer que tu hijo cada día aprenda más y más. De hecho, diría yo, que ser mamá es añorar que tu hijo aprenda cosas que te hagan la vida más fácil. Durante los primeros meses, nuestras ojeras nos hacen rogar por que llegue esa anhelada noche en la que finalmente pasan derecho. Más adelante, rogamos para que gateen. Obviamente después queremos que caminen porque nuestra espalda torcida no aguanta un solo segundo más. Nos pasamos la vida soñando que nuestros hijos hagan una cosa o la otra, y cuando la hacen queremos gritarle al mundo entero lo buenas madres que somos y los buenos hijos que tenemos. El problema es que se nos olvida que comunicar ciertas cosas antes de tiempo es perjudicial para nuestra
salud. Tiene que ver un poco con la Ley de Murphy y la cruel insistencia del destino en hacernos quedar mal cuando damos algo por sentado. Bien lo dice ya un dicho: “Si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes”. Pasa en la vida y pasa aún más en la maternidad.
Se vale emocionarse si tu bebé pasó su primera noche derecho, pero es preferible callar. En el momento en que abras tu linda boca y digas “mi bebé ya duerme derecho”, por arte de magia tu bebé se despertará las siguientes treinta noches. Para que evites autoecharte el bulto de sal, he aquí una breve lista de las frases que jamás deberás usar, a menos que tu hijo se haya graduado de su tercera maestría o tenga sesenta años:
»Mi hijo nunca llora en los aviones.
»Mi hijo ya pasa la noche derecho.
»Mi hijo come de todo.
»Mi hijo ya va al baño solo.
»Mi hijo jamás le ha pegado a otro.
»Mi hijo no necesita terapia.
VIDA Eso que vine a entender hasta que una creció dentro de mi barriga. Eso que vine a valorar cuando otra dependió de la mía. Eso que empecé a disfrutar cuando todo se volvió más difícil. Eso por lo que temo cada día ahora que soy madre. Eso que sería capaz de dar sin ninguna duda por mi hijo.
Quisiera escribirte una carta tan bonita que pudieras leer en unos años sin sonrojarte. Una carta que no pareciera guion de película dramática gringa en busca de un par de lágrimas. Tendría que ser una carta simple y corta, porque cuando las palabras no dan abasto es mejor usar pocas.
Para empezar, me prohibiría los clichés, y entonces palabras como milagro, bendición y tesoro no serían utilizadas para explicar lo que has sido para mí. La cursilería también estaría vetada porque suele aparecer para empañar, o más bien empañetar, sentimientos nobles.
Te escribiría algo que se pareciera a la serenidad que me da verte dormir o a la satisfacción de oírte reír a carcajadas. Pero para esos momentos de abrumadora felicidad no han inventado todavía las palabras. Quizás sería mejor dejar que los besos que te he dado sirvan como testimonio de este amor que me sobrepasa.
Te escribiría entonces que mi único deseo es que algún día sientas también esa clase de amor que no nos cabe en el cuerpo. Tendría que escribir de alguna manera un “gracias” que, sin importar cómo lo hiciera, se quedaría corto para agradecerte por hacer de mi vida esta versión remasterizada.
Más adelante, en alguna esquina, con vergüenza, escribiría la palabra perdón, por esos momentos en que aun tratando de evitarlo te he fallado.
Y, para terminar, quizás pintaría una sonrisa, similar a esas que te encanta dejar plasmadas en las paredes, en los libros, en los juguetes. Una sonrisa. La única expresión que se dibuja en mi cara cuando pienso en ti.
Soy feliz y no hay nada que puedas hacer para cambiarlo… Me escogiste como tu mamá, y eso es más que suficiente.
VIERNES Día de la semana en el que después de ser madre uno no cambiaría el plan arrunche-piyama-película-comidaporquería-familia ni por el mejor plan nocturno que ofrezca la ciudad.
VÓMITO Expulsión violenta y olorosa de comida que una vez somos padres no produce asco sino aburrimiento. En algunos casos también ocasiona malgenio, cuando lo que lo origina no es una enfermedad sino el llanto de una pataleta.
¿Why somos tan snobs?
I know que como papás all of us want lo mejor para nuestros children. Queremos que they estudien en the best school o, al menos, en un colegio three estratos más alto del que nos graduamos nosotros. Soñamos con que hablen perfecto inglés before their second birthday, así a esa edad no hayan empezado ni siquiera a hablar español. Nos apretamos el cinturón de más because nuestros hijos must have todo lo que nosotros no tuvimos. Y entonces, we forget que lo importante es que estemos presentes y no all the things we can buy them. Nos enredamos la cabeza choosing an amazing school, y nos debatimos entre el que enseña two y el que enseña three languages, sin darnos cuenta de que más de la mitad of the population en our country ni siquiera tiene la posibilidad de ir a una escuela pública. Nos volvimos unos esnobs, que soñamos con una acción en un club y olvidamos una tarde feliz en familia tirados en cualquier park. Unos esnobs, que les hablamos a nuestros hijos en inglés para que el mundo no los patee, pero olvidamos conversar con ellos. Unos esnobs, que nos gastamos las cesantías en unas vacaciones por Europa, así no tengamos cómo pagar la próxima matrícula. Unos esnobs, que con esmero buscamos una niñera que crie a nuestros hijos para que haga el trabajo que deberíamos hacer nosotros. Unos esnobs, que ciegamente creemos que si nada material nos falta todo va a estar bien. Unos esnobs, que dejamos que nuestra valía sea medida por declaraciones de renta y cartas de recomendación. Somos unos esnobs, que hacemos todo lo que esta sociedad clasista nos dice que es the best thing for our children y no lo que nos dicta realmente el corazón.
...
A la entrada del jardín de Lolo oigo a una mamá argentina aterrada de los procesos de isión a los colegios en nuestro país. Asiento en silencio con la misma desazón de ella (y con algo de pena como si la culpa fuera mía) a cada
una de sus frases (todas ciertas) sobre la prepotencia de muchos, sobre la exageración de papeleo, sobre las entrevistas poco amorosas, sobre la burocracia estilo embajada, mientras recuerdo que una hora antes me han llamado de uno de esos colegios con los que soñaba para negarle el cupo a mi hijo.
A medida que ella sigue hablando, recuerdo que llevo una hora intentando asimilar la tusa, porque así se siente una negativa de este estilo, y otros pocos minutos tratando de no tomar este rechazo a título personal.
¿En qué momento este país que dicen del tercer mundo se volvió tan esnob?
La mamá argentina ha terminado su queja y sale mi hijo sonriente a abrazarme… me es imposible entender, mientras lo lleno de besos, cómo a un niño tan lleno de amor, de ternura, de inteligencia le han negado un cupo. Comienzo a pensar si en el famoso “play day” en el que los analizan se demoró más que otros terminando un rompecabezas, si saltó dos veces y no tres, si no coloreó el sol amarillo sino naranja…
Camino a casa, me canta el himno nacional emocionado justo en uno de esos días, de tantos que nos da este país, en el que no me siento orgullosa de ser de acá.
En la tarde, mientras jugamos en el parque me enseña, porque es él el que me enseña a mí, los colores en inglés y en español. Me cuenta que el rinoceronte, su animal favorito de la semana, respira en el agua, pero también fuera de ella. Hacia las seis de la tarde me grita desde el otro lado de la piscina “¡te amo!”, mientras orgulloso me muestra que ya sabe sumergirse sin tragarse ningún “pescado”, como su profesora les dice a los sorbos de agua que a veces lo atoran al nadar. En la noche leemos un cuento, me interrumpe para decir las líneas que ya se sabe de memoria y para inventar unas nuevas. Cae dormido. Camino a mi
cuarto veo el tablero en el que horas antes ha escrito “Lolo, mamá y papá” y reconozco, gracias al proceso de aceptación en el que va mi tusa, que el famoso colegio del no es el que se lo pierde.
¿En qué momento me volví tan esnob? ¿Cómo pude considerar que un colegio que en su entrevista hizo un detallado análisis de mi alcurnia podría ser el lugar perfecto para los próximos doce años de vida de mi hijo? ¿Cómo pude ser tan esnob de pensar que sólo un colegio de estos de tradición, bono y carta de presentación podía darle a mi hijo lo mejor? ¿Es que acaso no había visto suficientes noticias esta semana?
Pero mi tusa llega a la etapa de la culpa, y a modo de flash back trato de recrear cada una de las respuestas que dimos mi esposo y yo en la entrevista para darme látigo, porque a estas alturas, después de una tarde entera dedicada a mi hijo, comienzo a creer que fuimos nosotros los del error. ¿Qué no les habrá gustado? ¿Cuáles eran las respuestas correctas? ¿Qué lunarcito maligno nos encontraron como familia?
Me levanto al día siguiente con las palabras en mi cabeza de la psicóloga que muy diligentemente llamó a darme las malas noticias: “No te tengo buenas nuevas, y la única razón es que este año tuvimos muchos hermanitos y muchos hijos de exalumnos, y ellos ocuparon los cupos disponibles”. Me reprocho por haberme mordido la lengua para decirle “y entonces ¿por qué no venden primero los formularios a esas familias, y si les queda algún cupo sí se atreven a ofrecer el formulario (que no es regalado) al resto de viles mortales?”.
Algo anda mal con nuestra educación y uno de sus muchos problemas comienza en las isiones:
Entiendo que deban estar seguros de que aceptándonos no van a quebrarse a
punta de pensiones morosas, pero si el tema del cupo es exclusivamente bancario, ahorrémonos entrevistas y play days, y agendemos una reunión con mi contador y mi médico de cabecera.
Mi contador, a punta de números, declaraciones de renta, extractos bancarios y verificaciones en data crédito, sabrá explicarles mejor cómo nuestros bolsillos podrían soportar el peso de matrículas, pensiones, uniformes, transporte, alimentación y extracurriculares. Por otro lado, mi médico podría hablarles del perfecto estado de mis riñones en caso de que, por alguna razón, necesiten uno como soporte de pago.
Entiendo que quieran darle el cupo a gente “de bien” y no a hampones de dudosa procedencia, pero un apellido cachesudo o una profesión (a no ser que sea sicario o narcotraficante) poco puede ilustrarlos en el tema. ¿O ustedes tampoco han visto suficientes noticias estos días? Recordemos que en este país hay un par de ministros bien asalariados que no me atrevería a describir como “gente de bien”. Así que si el tema es de apellidos, haberlo dicho antes, y se les hubiera recomendado al presidente del norte para que les explicara la manera más rápida y eficiente de construir un muro que evite el paso de personas indeseables a sus instalaciones. Para comenzar, podrían poner una lista en su página web que diga que los Díaz, los García, los Vargas, los Medina, los Mejía, los Castellanos y apellidos semejantes son demasiado chibchas para sus aulas. De paso, podrían dejar de visitar jardines para ofrecerles sus brochures y más bien deberían guardarlos para repartirlos en una kermesse de algún club de esos que sólo reciben “gente de bien”.
Si quieren insistir en las entrevistas para conocernos como familia y descubrir si somos un hogar bonito, honesto y merecedor de un cupo, debo decirles que sus psicólogas están haciendo las preguntas equivocadas. El colegio en el que estudió mi papá, el porcentaje de acciones de mi esposo en la empresa, los países que hemos visitado en el último año, el club del que somos socios y el estrato del barrio en el que vivimos poco puede darles una idea de ese asunto, aunque por supuesto les deja claro qué tan pudientes somos… y en ese caso, repito, media
hora con mi contador puede ser más que suficiente.
Con la resignación de quien no puede hacer nada para cambiar el sistema, seguí llenando formularios, pidiendo cartas de presentación a amigos y a extraños, imprimiendo fotos, extractos bancarios, yendo a todas las charlas informativas y entrevistas, y capando horas de trabajo que me permitieran producir ingresos para convencerlos de que tengo una familia hermosa y sostenible. Muchos dirán que es mi tusa hablando, pero para el momento en el que escribo este texto ya estoy del otro lado. Mi despecho escolar se ha comportado como mi despecho adolescente y me ha permitido expandirme y conocer nuevos horizontes. He descubierto colegios amorosos, preocupados por la familia, por los valores, por el ser humano, por la felicidad de los niños, a la vez que garantizan una educación académica de alto nivel. Y ese ha sido el clavo que le ha puesto punto final a mi despecho.
A la larga, lo más triste de todo este asunto escolar ha sido descubrir cómo un tema tan importante como la educación delata las características más superfluas del esnobismo de nuestro país. Colegios esnobistas y padres esnobistas, como yo, que por querer lo mejor para nuestros hijos tratamos de encajar a la fuerza en una burbuja tóxica.
Si la educación de alta calidad en nuestro país sigue siendo directamente proporcional al estatus, tradición y valor de los colegios, continuaremos negándoles una oportunidad a muchos niños con todas las capacidades para recibir una educación adecuada. Y eso lo único que demuestra es que además de esnobs, en este país somos muy pendejos.
W Particular manera de sentarse que tienen todos los niños, prohibida por los ortopedistas e imposible de mantener por más de un minuto por un adulto sin
que se le encalambren las piernas y la espalda y sienta perder un pie.
WHATSAPP Red social llena de mensajes de gente que te quiere a la que le piensas responder apenas tengas un minuto libre, y llena también de la misma gente que ya no te quiere porque olvidaste para siempre contestarle.
WHISKY Brebaje que deberemos aprender a tomar porque, con los años, es el que menos daño y guayabo nos provoca. Dicen por ahí que unas pocas gotas en el tinto del mediodía no le han hecho daño a ninguna madre un viernes en la tarde.
XXX. ¿Qué pasa con la vida sexual de una madre? Siempre he tenido la convicción de desconfiar de la cantidad de sexo que practican aquellas personas que hablan demasiado del tema. Por esa razón, hoy me siento con el derecho y la libertad de hablar del asunto a mis anchas.
La vida sexual de una madre es una cabronada. La naturaleza nos sobrealimenta las hormonas cuando comenzamos a salir con alguien, para después dejarlas morir de inanición si seguimos con esa misma persona durante varios años.
Nos vuelve unas olfateadoras profesionales de momentos románticos cuando queremos encargar un bebé, nos convierte en unas ninfómanas durante la primera etapa del embarazo, pero después nos morimos del susto al pensar en el sexo por primera vez después del parto.
En casa nos agobia pensar que tenemos dos bebés. Uno que demanda teta a todas horas. Y otro más grande que quiere sexo sin importar la hora. A ambos queremos satisfacer, porque no deseamos una demanda por alimentos, pero la naturaleza y su cabronada nos ponen sensibles y lo que deberíamos reconocer como un halago —el hecho de que alguien que nos ama quiera tener sexo con nosotras— lo recibimos como un acoso inentendible.
La marea baja, la lactada se normaliza y la naturaleza, que juega una vez más con nuestra cabeza, hace que necesitemos sentirnos nuevamente deseadas.
Y entonces queremos, a como dé lugar y sin importar el cansancio, propiciar más momentos íntimos, porque alguna amiga en un almuerzo dijo que hombre no
satisfecho en casa come a domicilio. Y reímos a carcajadas ante la ocurrencia, y nos damos la bendición y brindamos con las amigas y hacemos cara de mujer sexualmente activa, pero por dentro empieza la procesión, porque en nuestra casa el sexo después de la maternidad no es algo de todos los días.
El ritmo de vida que nos imponen los hijos complica un poco la logística. El sexo pierde esos momentos de espontaneidad del pasado que no entendían, como dice la canción, de horario ni fecha en el calendario.
Antes de ser mamás, un beso prolongado al mediodía podía acabar en un felizfestín-quema-calorías. Con hijos, la premisa de “cuando quiera y donde quiera” cambia a “donde y cuando se pueda”.
El sexo ahora necesita una planeación que no siempre se traduce en ganas. La hora y el lugar que podrían dedicarse a dichos menesteres no siempre coinciden con el momento del deseo y del vigor. Entonces postergamos los encuentros hasta nuevo aviso, y anhelamos, segundos antes de caer noqueados en la almohada, que no sea hasta que los pequeños vayan a la universidad.
Nos comparamos con la pareja que fuimos antes de los hijos, nos damos palo, sentimos miedo, culpamos al nuevo cuerpo, al desvelo, al trabajo… y de repente, justo en ese momento en el que ya no le gastamos cabeza al asunto, una caricia, un abrazo, una risa terminan en esa noche que ambos necesitábamos.
Sí, el sexo cambia… pero no se acaba. De hecho, el sexo cambia en todas las parejas así nunca lleguen los hijos, y entonces en ese caso ¿a quién vas a culpar?
»La buena noticia. Nos pasa a todas.
»La mala noticia. No nos verán de muy buenas pulgas mientras no nos sintamos bien atendidas en ese departamento.
»Lo falso. Decir que no hay vida sexual después de los hijos.
»Lo cierto. A veces a ellos también se les bajan las ganas y no tiene que ver con nosotras.
»Lo más cierto. Si no hay vida sexual después de los hijos es porque probablemente antes de ellos tampoco tenías una vida sexual de maravilla.
»El propósito. Alargar los besos.
»La tarea. Tomar la iniciativa.
»La incógnita. ¿Es verdad que el huequito quedó más dilatado?
»El reto. Buscar otros momentos, otros lugares, otros juegos, pero no otras parejas.
»El mantra. Échese un polvo así esté hecho polvo.
»El objetivo. No perder la concentración si de repente en el otro cuarto se oye una tosecita.
»El sí o sí. Con niños en casa, ponerle llave a la puerta.
LA VIDA SEXUAL DE UNA MADRE ES UNA CABRONADA. SOMOS UNAS NINFÓMANAS DURANTE LA PRIMERA ETAPA DEL EMBARAZO, PERO DESPUÉS NOS MORIMOS DEL SUSTO DE SOLO PENSAR EN EL SEXO POR PRIMERA VEZ DESPUÉS DEL PARTO.
XÁNAX Tranquilizante que sospecho se automedican madres que aseguran jamás haber perdido la cabeza o pegado un grito al cuidar a sus hijos.
XILÓFONO Instrumento musical que nadie saca en una reunión, serenata o fogata, pero que no puede faltar en las clases de música de los pequeños.
XUXA Animadora brasileña que marcó nuestra niñez con su popular (léase cantando) “ilari lari lari eh, oh oh oh”. Xuxa fue la pionera de un estilo de programa que nos mantenía embobados frente al televisor toda la mañana, y que comprueba la teoría de los expertos de que más de una hora de televisión es perjudicial para los niños. Si no me creen, vean cómo nuestra generación enloquece cuando el DJ de una fiesta adulta pone el “ilari lari lari eh” para prenderla.
¿Ypara cuándo el segundo? Es la pregunta a la que le tememos la gran mayoría de mamás. Bueno, no es que le temamos a la pregunta en sí, sino a la reacción que podamos presentar frente a quien tenga la gallardía para entrometerse y formulárnosla. Lo que para una persona del común puede ser una pregunta tan simple como un “¿cómo estás?” —al que nos hemos acostumbrado a contestar “bien” para no aburrir a nuestro inocente interlocutor con las objeciones que tenemos sobre el marido, el clima, la vida y el más allá—, es realmente una pregunta de artillería pesada para una mamá hormonal que aún no logra descifrar del todo la maternidad.
Si has decidido tener sólo uno, cada vez que la oigas te pondrás en posición de defensa y lanzarás, como el mejor arquero, argumentos en contra de tu amigo, ahora catalogado como nuevo enemigo. Frases como “¿pero es que acaso tú no quieres a tus hermanos?”, “cuando estés vieja pobre de tu hijo lidiando solo contigo”, “¿no te da pesar verlo jugar solito?”… etcétera, te sabrán a jugo de piña fermentado.
Si no han pasado más de cinco días después del parto, quisieras que los puntos de tu cesárea o episiotomía no dolieran tanto para lanzarte como una osa hambrienta encima de esa persona preguntona, destrozarla a mordiscos y exhibir en tu sala su cabeza a modo de trofeo y advertencia a futuros metiches inoportunos.
Si estás loca por un segundo hijo y no has logrado que todo cuaje, la pregunta duele tanto que disimular ese dolor te quita las fuerzas para desquitarte del imprudente.
Yo me antojé del segundo por culpa de la nostalgia. Ver crecer a mi hijo, estar en
primera fila para ser testigo de cómo se forma su personalidad, ser parte fundamental de su desarrollo, de su aprendizaje y de su transformación en una persona es la sensación más increíble que he tenido. Pero también verlo crecer es un recordatorio constante del tiempo que vuela y no vuelve. Es constatar que cada día es menos mío y más del mundo. Es entender que sólo soy una parte de su vida y no su vida entera. Es tener la certeza de que un hijo es el más preciado de los préstamos. Y entonces me atrapa el afán de alargar y duplicar ese sentimiento con un nuevo bebé. Otra persona para ver crecer, para apretujar, para remediar errores cometidos con el primero. Me entran ganas de volver a vivirlo todo otra vez para disfrutarlo un poco más, si es que acaso es posible. Pero me contengo. Hago cálculos en Excel, me imagino dividiéndome en dos, pienso en las trasnochadas, en las escapadas con mi 10%, en espacios de mi vida que ya he recuperado.
¿Y entonces para cuándo el segundo?
Para cuando sencillamente no pueda aguantarme más las ganas, como con el primero. Para cuando mi hoja de Excel diga “no podemos costearlo” y mi corazón diga “claro que podemos”. Esa es la única seguridad que tengo desde mi ignorancia como madre de un hijo único: que tener otro será mi segunda mejor decisión en la vida.
Si tengo un segundo hijo será uno buscado no para ser el hermanito de alguien, sino para ser, como su hermano, una persona que venga a hacernos la vida dichosa.
YATE Embarcación lujosa de recreo que podríamos comprar si no mandáramos a nuestros hijos a estudiar a la universidad.
YO Pronombre que olvidamos cuando nos convertimos en mamás con tal de que todos los integrantes del hogar estén bien.
YOGA Conjunto de técnicas de relajación, respiración, contorsión y concentración que nos liberan del estrés, armonizan nuestro espíritu y nos hacen seres más felices y tranquilos; totalmente obsoletas cuando un carro nos cierra la vía, cuando nuestro hijo insiste en pedirnos las cosas llorando o cuando nuestro marido llega más tarde de lo habitual.
YOGA PRENATAL Clase que tomamos pensando en el bienestar de nuestro cuerpo y nuestro bebé, durante la cual tenemos que usar toda nuestra fuerza y concentración para no tirarnos pedos durante el saludo al sol.
Los pedos y las mujeres por los siglos de los siglos no han tenido una buena relación. Las mujeres los aguantamos, y en caso de dejarlos escapar, los negamos. A diferencia de los hombres, creemos que un pedo no es sinónimo de chiste o de descanso. Los consideramos pecaminosos, indecentes, cochinos, antifemeninos, imprudentes e innecesarios.
LA MUJER EMBARAZADA PRODUCE MÁS GASES QUE UN HOMBRE PROMEDIO QUE SÓLO SE ALIMENTE DE REPOLLO, COLIFLOR Y LENTEJAS.
Los silenciosos nos mortifican, los sonoros nos denigran, los olorosos nos sepultan. Muchas mujeres, incluso, si tuvieran que perder todos los beneficios que ha logrado el feminismo en materia de igualdad con el hombre a cambio de tener un intestino libre de resonancias, renunciarían a esa emancipación por la que tanto hemos peleado. Lo que resulta ilógico, porque si se pelea por la igualdad, por qué no abogar también por la libertad de peer como el hombre: sin sentimientos de culpa y deshonra. La gran mayoría de mujeres prefiere perder la paz y aguantar un pedo durante una película, que dejar al descubierto su lado mortal frente al novio nuevo con quien se arruncha. Las mujeres odian los pedos y los pedos odian a las mujeres. ¿Cómo no odiar a quien te coarta el libre tránsito y la libre expresión? ¿Al que te niega con más vehemencia que la que tuvo Pedro para negar a Jesucristo? ¿Al que te maldice cuando sales a saludar al mundo?
Pero la vida es circular. Y dicen que nadie se va de este mundo sin pagar su karma.
Y entonces, como si el cielo le hubiera concedido al pedo su deseo de tener el chance de desquitarse y hacer pagar a su opresora, la mujer queda en embarazo. La mujer tierna, suave y delicada que hace show si el marido deja atrapado un pedo debajo de la cobija, que tose cuando entra al baño para que el otro sonido se disimule, que camina rápido en el supermercado para que no le achaquen el pedo que se le acaba de escapar queda con su mortal humanidad al descubierto. La mujer embarazada produce más gases que un hombre promedio que sólo se
alimente de repollo, coliflor y lentejas, y no tiene otro remedio que aceptar como Shrek “mejor afuera que adentro” y convivir con el enemigo, nuevo amigo, que insiste en salir a saludar a sus compañeras en clase de yoga.
Y QUÉ Respuesta que no nos atrevemos pero deberíamos dar para ser felices for ever and ever.
Y QUÉ TAL QUE… ¿Seré la única a la que de sólo pensar en tener un segundo hijo se le vienen a la mente las preguntas menos confesables?:
»¿Y qué tal que al segundo hijo no lo quiera tanto como al primero?
»¿Y qué tal que al tener un segundo hijo descubra que las mamás sí tienen un hijo favorito?
»¿Y qué tal que se me despierte la necesidad inminente de ir a averiguar con mi mamá y sacarle con ganzúa la confesión de cuál de sus cuatro hijos es el susodicho?
»¿Y qué tal que yo no sea la favorita de mi mamá?
»¿Y qué tal que la buena genética ya me la haya gastado con el primero y el segundo tenga que vivir a la sombra de la inteligencia y la belleza de su hermano mayor?
»¿Y qué tal si es otro niño y mi esposo quiere niña?
»¿Y qué tal si es una niña y mi hijo no quiere una hermanita sino un hermanito?
»¿Y qué tal que no me nazcan unos brazos extra para poder alzarlos al tiempo?
»¿Y qué tal que la situación se ponga difícil y tenga que escoger cuál de los dos va a la universidad?
»¿Y qué tal que por una de esas ruletas que juega la vida tenga gemelos?
»¿Y qué tal que lo intente y lo intente y no pueda quedar embarazada?
»Y qué tal que…
»¿Y qué tal si dejo de pensar tantas pendejadas y me le apunto al segundo?
YUGULAR Parte vulnerable del cuerpo de nuestro esposo, que queremos atacar sin compasión cada vez que este dice “no lo encuentro”.
¡Zas! Los hijos crecen a mil. Ese bebé que sólo podía dormir en mi pecho pasa ahora toda la noche en la cama que tanto dije que jamás aprendería a usar. Ese bebé ya no es un bebé, y ver sus primeras fotos es un llamado inminente a la nostalgia. Es chistoso, por no decir triste y sarcástico, lo que el paso del tiempo hace en nosotras. Y no hablo, aunque sea también muy triste, de las arrugas, las canas y la flacidez. Sino de esa inesperada manera que sólo tiene el tiempo de decirnos que ya se fue.
Ese bebé que no podía vivir sin mí, ese bebé que lloraba si desaparecía de su vista un segundo, ese bebé que robaba mi aliento y mis horas de sueño de repente quiere caminar sin tomarme de la mano.
Con el tiempo he notado que muchas de las cosas que me exigía como madre y muchas de las cosas que esperaba de mi hijo no eran tan necesarias y no eran tan urgentes.
A todas en algún momento nos entra un inútil afán.
Nos entra el afán por que duerman en su cama, pero después añoramos que se arrunchen con nosotros porque extrañamos su olor y hasta sus patadas. Nos dejamos contagiar del afán que impide disfrutar sin culpa y remordimiento cada etapa.
Nos entra el afán de enseñarles a hablar porque el hijo de Fulanita ya lo hace o porque la profesora dice que ya es hora.
Nos entra el afán de soltarlos un poco de nuestro lado, porque alguien que no sabe nada de nada dice que ya no están en edad de ser apegados.
Nos entra el afán por que caminen, cuando ya no podemos con su peso y tamaño, y luego añoramos las alzadas que permitían que su corazón y el de nosotras estuvieran en perfecta sincronía.
Nos entra el afán por volverlos independientes, como si no se nos vinieran años encima para verlos abrirse solos su camino.
Nos entra el afán como si jamás nos hubieran dicho que ellos se crecen a mil.
Nos entra el afán cuando debería dominarnos la parsimonia, la calma y el disfrute. El tiempo pasa rapidísimo y nos damos cuenta demasiado tarde.
Detengámonos por un segundo. Contemplemos esa risa y provoquemos más. Sacudámonos el cansancio y juguemos a las escondidas otra y otra vez.
No podemos detener el tiempo, mucho menos hacer que no crezcan tan rápido… tan sólo podemos deshacernos del afán y disfrutarlos. Porque un día puede que no soportes que tu hijo no pare de llamarte y ¡zas!, al otro tendrás que esperar en silencio a que él saque un minuto de su día para saludarte.
ZANAHORIA Como te llamarán tus amigas sin hijos por rechazar la mitad de sus invitaciones.
ZÁNGANO El marido bueno-para-nada de tu amiga.
ZARANDEAR Singular e innata manera de agarrar por los hombros a un crío que te ha sacado de casillas y al que piensas poner en su lugar agitándolo como coctelera.
ZARRAPASTROSO Tierno aspecto con el que llegan nuestros hijos del colegio, contradiciendo la pulcritud con la que los mandamos en la mañana.
Cuando nuestros hijos entran al jardín quisiéramos poder ser invisibles para ir detrás de ellos en silencio por los nuevos salones y verificar que están bien. Si nos dieran la oportunidad de observar a través de un vidrio, como en las películas policiales, más de una pagaría lo que fuera necesario por ver por unos instantes interactuar a su hijo en este nuevo espacio desconocido y agreste a nuestros ojos. Cuando, no sin esfuerzo, logramos dejarlos en el jardín o en el colegio, secamos nuestras lágrimas con la fe que tenemos puesta en su felicidad. Por nuestra propia salud mental, no tenemos la posibilidad de verlos en esas
horas que sobreviven sin nosotras, pero esperamos ansiosas el momento del reencuentro para verificar si nuestros hijos tuvieron un gran día con una prueba que consideramos infalible: el grado de suciedad de su ropa. No hay mamá que no considere que entre más disfrazado de gamín llegue su hijo a casa, mayor fue la diversión. Profesoras: sepan de antemano que agradecemos todo lo que les enseñan a nuestros hijos, pero nosotras queremos verlos llegar vueltos nada, no se les olvide que detrás de un niño que llega sucio del jardín existe una mamá feliz de usar cloro y jabón rey.
ZOOLÓGICO Maravilloso espacio que reúne animales exóticos y salvajes, en el que nos veremos moviendo los brazos como chimpancés o gritando como guacamayas para que nuestros hijos vean a los animales y se dejen tomar una foto con ellos.
ZOQUETE Compañerito que llega al colegio a contarles a todos los niños que Papá Noel en realidad son los papás, que decide cobrarles peaje a sus loncheras, que siempre sabe el chiste grosero y el cual nuestro hijo, por alguna razón, quiere adoptar como mejor amigo.
¿Existe una angustia peor que la que siente una madre al ver que su hijo puede ser maltratado por otro niño? ¿Existe una desazón más grande que la de la madre que descubre que su hijo es el mejor amigo del que es considerado “la mala influencia”? ¿Cómo hace una madre para sobrevivir en paz sin poder tenerlo todo bajo control? ¿Qué puede hacer una mamá para no cogerle rabia a un simple niño? ¿Por qué no somos omnipresentes para poder defenderlos?
Yo, la madura, la madre, la adulta, por momentos siento ganas de sacarle la
lengua a ese niño que está intentando dañar lo que he cuidado y protegido con tanto cariño desde que supe que estaba en mi vientre. No ha sido fácil para mí, que siempre he querido recrearle a mi hijo los espacios más amorosos en el hogar, entender que afuera en el mundo siempre habrá alguien que puede lastimarlo. Mucho menos sencillo ha sido mantener mi posición, saber hasta qué punto puedo entrometerme para no impedir con mi protección o sobreprotección que mi hijo aprenda a manejar estas situaciones. Confieso que me resulta difícil no poner en el foco de mi desazón la cara del otro niño, tres dedos de frente me dicen que debería al menos buscarme alguien de mi tamaño, pero pocas veces el corazón de una madre razona con otra cosa que no sean las entrañas.
Y entonces una simple verdad católica como “amarás a tu prójimo” le cede el paso a la fuerza de Star Wars y me hace repetir: “Un jedi no ataca, sólo se defiende”.
La rabia que sienten mis entrañas le abre camino a la razón y suelto, no sin temor, al ser humano que me siento orgullosa de haber criado, lo dejo andar su camino confiando en que lo aprendido en casa no sólo le ayudará a defenderse del mundo sino a transformarlo.
ZORRA Toda mujer, bonita o fea, que sea demasiado amable y confianzuda con nuestro marido.
ZOZOBRA Sentimiento que nos invade cuando nuestro hijo hace una siesta a las cinco de la tarde.
Para terminar…
Todo lo que creía que significaba ser mamá antes de serlo dista mucho de lo que creo ahora que ya lo soy. Si bien ha sido más difícil de lo que jamás imaginé, también ha sido mucho más maravilloso de lo que hubiera podido soñar.
Ser mamá, uno cree, es volcar tu vida sobre otro ser humano y trabajar cada día para que ese ser viva, sonría y crezca sano. Y sí… pero, más allá de eso, también es empezar a conocer a otro ser humano del que creías saberlo todo: tú.
¿Quién es esa mujer que de repente siente el afán de que el mundo sea un lugar mejor? ¿Quién es esa mujer capaz de soportar intensos dolores, llorar en silencio y dibujarse de nuevo una sonrisa? ¿De dónde saca esta mujer el valor y la fuerza para cargar todo un hogar en su espalda? ¿En qué me metí? ¿Soy capaz? ¿Quién soy?
Yo sólo a través de la maternidad supe finalmente de qué estaba hecha. Pude, mientras descubría mis reacciones más oscuras y mis sacrificios más loables, entender un poco aquello de lo que usualmente no podemos entender nada.
Nunca nada en la vida me había enfrentado a tantos fantasmas, tantos miedos, tantas inseguridades y angustias. Verme en esos escenarios, encontrarme en esas disyuntivas, superar cada prueba, desafiarme cada día fue lo que terminó por revelarme, después de tantos años, el tipo de ser humano que realmente era y el que podía llegar a ser.
Mi hijo me enseñó un nuevo mundo, a través de sus ojos por fin pude ver lo verdadero. Hizo que reescribiera el significado de algunas palabras, pero, sobre todo, me dio el mejor regalo de todos: conocerme a mí misma. Conocerme de verdad. Reconocerme y desmitificar la mitad de las cosas que creía eran innatas a mi esencia. Verme en el espejo y observar algo diferente a lo que siempre había percibido, algo real y más profundo que mi simple reflejo.
Pero conocerse y reconocerse tiene tanto de maravilloso como de terrorífico. Por eso, los primeros años como madre resultan a veces tan sobrecogedores y demoledores, porque verse sin filtros, sin ego, sin arandelas, sin máscaras y exponernos al mundo con toda nuestra vulnerabilidad nos asusta terriblemente. No sé cómo, pero las mamás damos un paso hacia la incertidumbre confiadas en que la mano que nos necesita para caminar es la mano que nos guía. Y así ocurre, queremos ser maestras y nos convertimos en alumnas, y logramos sacudirnos los miedos porque aquel al que queríamos enseñarle la vida nos da la lección más grande de todas sobre ella.
De repente, descubrimos quiénes somos, aceptamos, así sea en el silencio de nuestra habitación, nuestras carencias, replanteamos propuestas y desaprendemos viejas enseñanzas, para cada mañana trabajar arduamente por convertirnos en la persona que merece caminar de la mano de un hijo.
En esas ando, aprendiendo, desaprendiendo, equivocándome y volviéndolo a intentar. Porque soñé con cosas grandes y me dieron la más grande de todas: ser mamá.
Gracias, Lorenzo
Agradezco infinitamente poder ser tu mamá, Lorenzo, tu servidora, tu alumna, tu guardiana en la noche y, ojalá, uno de tus mejores recuerdos de infancia.
La vida sin oír tus carcajadas, sin sentir el roce de tus manos suaves en mi frente, sin ver cómo te acomodas entre sueños un poco más cerca de mi pecho, sin verte correr sonriente hacia mí cuando llevamos días o apenas horas sin vernos, sin la satisfacción que se siente poder calmar tus lágrimas y aflicciones, sin ver tus ojos abiertos de asombro al oír de mi boca algo por primera vez, sin tus besos atacados y libres de prejuicios, sin tu voz llena de frases poderosas y sinceras, sin cada centímetro de lo que eres y lo que serás, sería una vida triste, carente de historias y significados.
Sobre la autora
ANA MARÍA MEDINA es actriz y politóloga con miles de seguidores en Instagram, red social donde se hizo famosa por revelar sin filtros las intimidades de su vida como mamá primeriza.
Junto con su esposo Andrés, protagoniza el Stand Mom Comedy Si crees que es fácil ser mamá, eres el papá, un éxito nacional que ha llegado a más de 10.000 personas.
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