Resumen del libro "El Halcón Maltés" Narración dinámica, plena de diálogos y donde, en lugar de la violencia, son el cálculo y la astucia negociadora el motor de avance por el laberinto de fríos intereses por donde circula el detective protagonista, Sam Spade. Éste recibe en su despacho la visita de la guapa Brigid O'Shaughnessy, quien le pide que vigile a Thrusby, un sujeto peligroso con el que su hermana pequeña se ha escapado de casa. Será el socio de Spade, Miles Archer, quien se encargue de esta tarea y quien aparezca muerto sólo unas pocas horas antes que el propio Thrusby. Spade, que tiene un affaire con la infiel esposa de su socio, queda ante la policía como sospechoso de al menos uno de los dos crímenes. Poco a poco, el detective va investigando y va adivinando la verdadera naturaleza del encargo y la verdadera identidad de Brigid, con la que inicia una fría historia de amor. Ésta es una aventurera contratada por un gordo y elegante delincuente llamado Gutman para encontrar un halcón de pedrería, valorado en más de dos millones de dólares, que en el siglo XVI los caballeros de Malta confeccionaran como tributo a Carlos V. En lugar de mantenerse en buena sintonía con el gordo Gutman, la mujer ha ido cambiando de socio varias veces, aprovechando su sex appeal, con el objetivo de quedarse ella con la joya. Además de Brigid y de Gutman, quien tiene a sus órdenes a un jovencito pistolero llamado Wilmer, persigue el halcón un homosexual griego llamado Cairo, que acabará asociándose con el gordo. Spade consigue hacerse con el halcón que todos buscan, de la agonizante mano del capitán del barco que lo ha traído desde Hong Kong y que se convierte en una más de las víctimas de la fiebre que el pájaro ha desatado. Gutman y Cairo acorralan a Spade en su propia casa, convencidos de que no tendrá más remedio que soltar el pájaro por las buenas o por las malas. Pero Spade hace valer sus dotes de negociador y su sangre fría ante todo tipo de presiones, y consigue que a cambio de la estatuilla le den una recomopensa de diez mil dólares y la garantía de que van a entregar a la policía al pistolero Wilmer, argumentando que las autoridades necesitarán a un cabeza de turco para no seguir buscando a todos los culpables de los diversos asesinatos que se llevan cometidos. Cuando el trato parece hecho, se descubre que el halcón es falso y que detrás del esmalte negro con que disimulaba su riqueza no hay más que plomo. Los delincuentes inician la huida, pero Spade da el soplo a la policía y todos ellos son detenidos. Además, el detective entrega a la autoridad a Brigid, tras deducir que ella fue la verdadera autora de la muerte de su socio Archer (con el único móvil de que echaran la culpa a Thrusby y éste quedara fuera de la circulación en la masiva búsqueda del pájaro). Para evitar ser entregada, Brigid apela a la relación que mantienen, pero Spade responde fríamente que eso es una única razón en contra de otras muchas que existen para entregarla (entre ellas, la de que él puede ser el imputado) y añade que tal vez se vuelvan a ver veinte años después de que ella salga de la cárcel.
Fragmento de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury —¡Ninguno! Lo sabe tan bien como yo. ¡Ninguno! Faber colgó. Montag dejó el aparato. Ninguno. Ya lo sabía, desde luego, por las listas del cuartel de bomberos. Pero, sin embargo, necesitaba oírlo de labios del propio Faber. En el vestíbulo, el rostro de Mildred expresaba una gran excitación. —¡Bueno, las señoras van a venir! Montag le enseñó un libro. —Este es el Antiguo y el Nuevo Testamento, y... —¡No empieces otra vez con eso! —Podría ser el último ejemplar en esta parte del mundo. —¡Tienes que devolverlo esta misma noche! El capitán Beatty sabe que lo tienes, ¿no es así?
—No creo que sepa qué libro robé. Pero ¿cómo escojo un sustituto? ¿Deberé entregar a Jefferson? ¿A Thoreau? ¿Cuál es menos valioso? Si escojo un sustituto y Beatty sabe qué libro robé, creerá que tengo toda una biblioteca aquí. Mildred frunció los labios. —¿No ves lo que estás haciendo? ¡Arruinarás nuestras vidas! ¿Quién es más importante, yo o esa Biblia? Empezaba a chillar, sentada como una muñeca de cera que se derritiese en su propio calor. Le parecía oír la voz de Beatty. «Siéntate, Montag. Observa. Delicadamente, como pé talos de una flor. Quema la primera página; luego, la segunda. Cada una se convierte en una mariposa negra. Hermoso, ¿ver dad? Enciende la tercera página con la segunda y así sucesivamente, quemando en cadena, capítulo por capítulo, todas las cosas absurdas que significan las palabras, todas las falsas pro mesas, todas las ideas de segunda mano y las filosofías caducas con el tiempo.» Beatty estaba sentado allí levemente sudoroso, mientras el suelo aparecía cubierto de enjambres de polillas nuevas que ha bían muerto en una misma tormenta. Mildred dejó de chillar tan bruscamente como había empezado. Montag no la escuchaba. —Solo hay una cosa que hacer —determinó—. Antes de que llegue la noche y deba entregar el libro a Beatty, tengo que conseguir un duplicado. —¿Estarás aquí, esta noche, para ver al Payaso Blanco y a las señoras que vendrán? —preguntó Mildred. Montag se detuvo junto a la puerta, de espaldas. —Millie... Un silencio. —¿Qué? —Millie, ¿te quiere el Payaso Blanco? No hubo respuesta. —Millie, te... —Montag se humedeció los labios—. ¿Te quiere tu «familia»? ¿Te quiere muchísimo, con toda el alma y el corazón, Millie? Montag sintió que ella parpadeaba lentamente. —¿Por qué me haces una pregunta tan tonta? Montag sintió deseos de llorar, pero nada ocurrió en sus ojos o en su boca. —Si ves a ese perro ahí fuera —dijo Mildred—, pégale un puntapié de mi parte. Montag vaciló, escuchó junto a la puerta. La abrió y salió. La lluvia había cesado y el sol aparecía en el cielo despejado. La calle, el césped y la escalinata de la entrada estaban vacíos. Montag exhaló un gran suspiro. Cerró dando un portazo. Estaba en el metro. «Me siento entumecido —pensó—. ¿Cuándo ha empezado este entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? La noche en que, en la oscuridad, di un puntapié al frasco de píldoras y fue como si hubiera pisado una mina enterrada.
»El entumecimiento desaparecerá. Necesitaré tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí. Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la sonrisa, la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella, estoy perdido.» El convoy pasó veloz frente a él, crema, negro, crema, negro, números y oscuridad, más oscuridad y el todo sumándose a sí mismo. En una ocasión, siendo niño, se había sentado en una duna amarillenta junto al mar, bajo el cielo azul y el calor de un día de verano, tratando de llenar de arena una criba, porque un primo cruel le había dicho: «Llena esta criba y ganarás diez centavos». Cuanto más aprisa echaba arena, más velozmente se escapaba esta produciendo un cálido susurro. Le dolían las manos, la arena ardía, la criba estaba vacía. Sentado allí, en pleno mes de julio, sin un sonido a su alrededor, sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. En esos momentos, mientras el metro neumático lo llevaba velozmente por el subsuelo muerto de la ciudad, Montag recordó la ló gica terrible de aquella criba, y bajó la mirada y vio que llevaba la Biblia abierta. Había gente en el metro, pero él continuó con el libro en la mano, y se le ocurrió una idea absurda: «Si lees aprisa y lo lees todo, quizá parte de la arena permanezca en la criba». Pero Montag leía y las palabras lo atravesaban, y pensó: «Dentro de unas pocas horas llegará Beatty y yo se lo entregaré, de modo que no debe escapárseme ninguna frase. Cada línea ha de ser recordada. Me obligaré a hacerlo». Apretó el libro entre sus puños. Tocaron unas trompetas. «Dentífrico Denham.» «Cállate —se dijo Montag—. Piensa en los lirios en el campo.» «Dentífrico Denham.» «No mancha...» «Denham...» «Piensa en los lirios en el campo, cállate, cállate.» «¡Dentífrico!» Montag abrió violentamente el libro, pasó las páginas y las palpó como si fuese ciego, fijándose en la forma de las letras, sin parpadear. «Denham. Deletreando: D-e-n...» «No mancha, ni tampoco...» Un feroz susurro de arena caliente a través de la criba vacía. «¡Denham lo consigue!» «Considera los lirios, los lirios, los lirios...» «Denham para la higiene dental.» —¡Calla, calla, calla! Era una súplica, un grito tan terrible que Montag se encontró de pie, mientras los sorprendidos pasajeros del vagón lo miraban, apartándose de aquel hombre que tenía expresión de demente, la boca contraída y reseca, el libro abierto en la mano.