Globo
Marcelo Potter
Globo Marcelo Potter
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Marcelo Potter, 2020
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418233098 ISBN eBook: 9788418234460
A mis papás, Alicia y Lucho, que siempre han apoyado todas mis locuras, y en especial al Lucho, que sigue elevándose al infinito.
1
Sentado en el casino de la facultad con un grupo de amigos, fumando un cigarro y haciendo bromas tontas, de esa que te ríes a los dieciocho, pero que en realidad no pasan de ser cosas sin sentido ni contexto específico. Somos cinco en total, tres mujeres y dos hombres. Quisiera sentir algo, pero no puedo, no siento nada, todo me parece lo mismo y no mido las consecuencias de mis actos ni de lo que digo, ese estado que te permite rodearte de todos y de nadie, ese estado en el cual puedes tomar vino en caja para sacar el amargor de la católica que en una brillante idea de la Gabriela te jalaste y te hizo cagar la nariz, ese estado en que luego de tomarte el vino para sacar el amargor de la garganta te fumaste un paragua y seguiste carreteando aunque ya la tele se apagó y estás en piloto automático para no sentir nada, para no ver nada, para no recodar nada, porque todo lo que importaba había terminado, porque estamos al principio de los 90 después de haber salido de una dictadura brutal, dictadura que continúa en la cabeza de la gente en cuanto a la forma de ver las cosas: todo es blanco, todo es negro, todo lo gris es malo. —¿Andrés, tení un cigarro? —No —digo mintiendo, pues me queda uno y no lo quiero compartir. Son pasadas las ocho de la mañana y deberíamos haber entrado a clases, pero mi determinación queda ahí, muerta, ante la tentación de la excusa que busco para no hacerlo. Mis nuevos amigos están en el casino y no tienen clases, pues son de primer año, yo sí, pero no tengo ninguna intención de entrar. Nos quedamos en esa mesa larga, con sillas de colegio público y con el sol invadiéndola a través de las enormes ventanas. Siento un poco de náuseas por haber fumado tan temprano y no haber tomado desayuno. Casi nunca lo hago. Vivo con mis papás a unos cuarenta y cinco minutos en micro de la facultad. Generalmente, el Pato, mi papá, me trae en la mañana porque le queda en el camino a la oficina. Siempre hablamos de cualquier cosa, aunque ahora no me acuerdo de qué. Desearía hacerlo.
Es otoño y el sol que entra por las ventanas del casino se agradece, aunque no calienta. Mi corazón está adormecido, no siento nada. Sé que luego lo haré y trato de despertarlo porque me voy a arrepentir. Miro hacia la entrada para ver si llegas, pero no. Todavía es temprano. Siempre dicen que el amor nubla la razón, pero ¿qué pasa si tanto esta como el corazón están nublados? ¿Qué pasa cuando quieres que ambos reaccionen, pero ya es demasiado tarde?, ¿cómo puedes deshacer los actos que hiciste, las negligencias, la indiferencia con que actuaste porque ambos estaban apagados? Bueno, no se puede. Una disculpa es expiación para quien cometió la falta, pero no para quien sufrió las consecuencias. El café en el vaso de plumavit me ha dejado un hoyo en el estómago. Siempre lo hace cuando no he comido nada. Son las 8:30 y somos pocos los que quedamos en el casino, pues las clases comenzaron a las 8:00. Es un ramo sin importancia y fácil de pasar, me digo. Sé que no es verdad. En el colegio nunca me esforcé mucho, estudiaba y hacía las tareas. Me iba bien. No era el mejor del curso, pero no tenía ramos rojos. Mis papás nunca me ayudaron a hacer tareas ni estudiar, nunca fue necesario pues era un niño responsable que no fumaba con uniforme porque se veía cuma, en mi opinión, y ni pensar en tomar y fumar caños. Eso vino después, cuando me dejé crecer el pelo, cuando empecé a probar este nuevo sendero que me llevaba a todo aquello que no conocía. Un creyente diría que es el mal camino, pero sentarse a juzgar a todo el resto que no sigue al pie de la letra un libro de cuentos y mitos, ¿es ese el correcto? Me rebelé contra mí mismo, contra todo aquello que defendía, contra todo lo que debía sentir, contra aquellos que me correspondería amar y desear, contra todo lo que amarraba y no me dejaba despegar. Nunca pensé que al soltar un globo con helio este se elevaría sin forma alguna de detenerse, sino que ya arriba, sencillamente revienta. No sé de qué están hablando en la mesa. Me distraje y cuando me distraigo bloqueo mis oídos y me concentro tanto en mis pensamientos que las voces se confunden con el ruido ambiental, siéndome imposible distinguir uno del otro. Noto que me miran como si fuera mi turno de decir algo. —Ah, no sé, no cacho —digo distraídamente, como si el tema que estaban discutiendo no fuera relevante, o derechamente no me importara.
—¡Puta este hueón! —dice Pamela, a lo que todos rien. Miro nuevamente a la entrada del casino. Son las 9:45 y la clase termina a las 10:00, así es que es obvio que entraste, sino estarías acá. Me gustaría sentir algo, pero nada. Sigo en completo letargo, y he estado así por hace un tiempo. Desearía que me moleste, pero no lo hace. Es un escudo impenetrable, tan cerrado y fuerte que no deja que nada entre, pero tampoco nada salga. ¿Y qué pasaría si me quedo así para siempre?, ¿debería ir a un doctor, a un psiquiatra, a un neurólogo?, ¿es normal estar totalmente apagado a las emociones y que no me moleste?, ¿es normal herir a quien más has querido solo con el fin de verlos sufrir?, ¿es normal que después de todo lo que había pasado crea que te sigo queriendo?, ¿me convertí en un sádico de mierda sin ni siquiera darme cuenta? Mil preguntas por minuto corren por mi cabeza mientras pienso cómo arreglar algo que por ahora no me importa. Para qué reparar un vaso roto si puedes sacar otro. ¿Acaso tan poco ha significado la primera relación en mi vida? No, no puede ser eso. Estoy totalmente adormecido. Me concentro en la conversación, está entretenida. Siempre el mofarse de alguien es bienvenido, y es otra droga a la que soy adicto. Llegas. No me di cuenta cuando entraste. Estoy sentado riéndome a mandíbula batiente. No me paro, tú estás al frente de la mesa, frente a mí. —Ya po Andrés, siéntate —le dicen. No acepta. Los compañeros con los que estoy no son los del grupo con que me juntaba hace unos meses, con el grupo con que tú y yo nos juntábamos hace unos meses, nuestros amigos. No. A estos tú no los soportas, y lo sé. Te ven parado frente a mí. Nadie sabe, pero obviamente sospechan, pero no dicen nada, porque es el año 1994 y el tema es aún tabú. Siguen conversando. Te miro, me miras. Sé que debería pararme, decirte que salgamos a conversar, pero no lo hago porque la verdad, no creo que tengamos nada de qué hablar, y el moretón en mi cara me lo recuerda. Saco mi cigarro y lo prendo, inspiro, inclino la cabeza hacia atrás y exhalo.
—¿Cómo estay? —pregunto en forma distraída y con ese tono que le molesta. No puedo controlarlo. El sadismo es más fuerte. No es despecho, aquí nadie cagó a nadie, siempre supimos cómo iba a ser esto. No. Esto es sadismo. Esto soy yo. Esta es la parte que no conocías, es lo que debería estar encerrado en lo más profundo, lo que debería olvidar que existe. Cuando decidimos querernos, te dije que estabas caminando con una venda en los ojos por un campo minado, pero tú estabas tan embriagado en mí que me pasaste la venda y yo estaba tan embriagado en ti que me aseguré de cubrirte bien los ojos. —Bien —contestas mirándome. Tus ojos, tus enormes ojos café, tu piel morena, tu expresión derrotada disimulada por una sonrisa mal articulada. Tu voz. Tratas de disimular que estás roto, tratas de que no me dé cuenta de que estás a merced de mi crueldad. Veo a través de ti. Recuerdo ese primer beso, los nervios, el deseo, la complicidad, el encanto, el placer. Quisiera poder sentirlo otra vez aquí, ahora. Pero nada. Solo un recuerdo más, como quien se acuerda de una escena intrascendente en una película de la cual ha olvidado el final, como quien retrocede en el libro solo para entender lo que lee ahora. Nada. Todos siguen conversando en la mesa, pero a nosotros nos tiene sin cuidado. Abres tu mochila, sacas ropa, mi ropa que está lavada, planchada y cuidadosamente doblada. La polera que te pasé cuando fuimos a mi casa un día de lluvia y nos empapamos caminado del paradero. Fuimos a mi pieza, nos sacamos la ropa. Nunca me siento incómodo porque no soy nada de feo. De hecho, me considero bastante atractivo, aunque tú eres más alto. Mi piel blanca pecosa y ojos verdes contrastan con la belleza de tu piel morena. Mi pelo medio largo, colorín intenso y desordenado enmarca una mirada penetrante e inquisitiva. Tu mirada dulce y honesta debió haberse perdido en la mía. Y lo hizo. Nuestra relación fue mágica y bella, pero también ingenua, devastadora, embriagante e inexperta. «La juventud se malgasta en los jóvenes», alguna vez dijo George Shaw.
Una polera roja. La veo. Sé qué significa para ti. Y para mí. La había comprado en la ropa americana no por necesidad, sino por moda. El abajismo era lo mío, aunque todavía no me daba cuenta. Mi familia acomodada de izquierda. La Teresa, mi mamá, no trabaja, pero tampoco se dedica a los menesteres domésticos, y el Pato tiene una empresa de productos químicos, pero ambos provienen de orígenes de esfuerzo, por lo mismo, al ya irles bien y tener patrimonio, decidieron no enviarme a un colegio privado, sino a un buen liceo público, al que ingresé en el 83. Tuve compañeros de todos los niveles sociales, y eso siguió en la universidad. La facultad en donde estudio es muy parecida en ese aspecto. Un chaleco. Ese chaleco. Ese que te gustaba tanto porque era casi idéntico al de la portada del Debut, de Björk. Me acuerdo de que me compré el CD porque había visto el video en MTV y me había encantado su voz, y la verdad, el grunge no era lo mío. Tú siempre has sabido más de música que yo. Cuando te comenté sobre Björk como mi gran «descubrimiento», tú me hablaste de los Sugarcubes, sin arrogancia. No querías presumir, querías compartir. Tú sabías todo de todos. Yo era un insecto popero de ese más comercial, de ese de Carolina y La Ciudad. En la U expandí mis horizontes a todo, tú incluido. Te apropiaste de ese CD, que nunca más recuperé. Cada vez que te lo pedía de vuelta me dabas un beso y me decías «mañana». Creo que por eso te lo seguía pidiendo. Ese chaleco. Intenté decirte que te lo quedaras, de verdad, pero no pude. Terminas de entregarme la ropa y la dejas doblada en la mesa. Me miras. Te miro. Por un segundo quiero sentir algo. Nada. Te miro. Sigues de pie y todos en la mesa miran. —¿Significa que terminamos? —digo lanzando una carcajada burlona, sabiendo que si tenías alguna esperanza de que volviéramos, esta risa burlona la iba a enterrar. Todo el resto del rebaño se ríe conmigo. No espero tu respuesta. Miro a la Ale y le regalo el chaleco diciendo «como te prometí». Tú adoras ese chaleco, tú me adoras. Me adorabas. Ella también es una insensible de mierda y lo recibe con gran entusiasmo, sin darse cuenta, o querer darse cuenta, de lo humillante y cruel que he sido. Me miras con decepción, rabia y, sobre todo, pena. Nunca olvidaré esa mirada, pero no me hace reaccionar.
Sales del casino. Inmediatamente me arrepiento, pero ya es tarde para pedirle el chaleco de vuelta a la Ale.
2
No siempre he sido un hijo de puta insensible, pero tampoco confío en cualquier persona. Ser gay en los 90 no es fácil. Todo es nuevo en Chile, y los prejuicios, la violencia y el bullying son absolutamente normales, tolerados y hasta alentados. Los patrones de lo que es «normal» son fijados por el mundo heterosexual, y todo aquel que no encaje en estos es expuesto al linchamiento público. El temor a ser sacado del closet en forma arbitraria está siempre ahí, como en la televisión, que muestra solo caricaturas de lo que es un homosexual, representándolos como hombres extremadamente afeminados, vestidos de mujer o con colores fuertes y actitudes misóginas. Recuerdo varios episodios en el colegio de crueldad y abuso hacia alumnos, compañeros, conocidos y amigos. A mí me hicieron bullying, pero curiosamente no por eso. Supe jugar bien al juego desde chico, supe cómo encajar, supe cómo desenvolverme. Al crecer, la sospecha se hacía más evidente, pero solo quedaba en eso, sospecha. La Teresa probablemente siempre lo supo, así es que cuando me lo dijo a mis diecinueve años no me sorprendió. No hubo remordimiento, retos, desilusión. Cuando notó que Andrés había desaparecido de la casa, en donde podía quedarse una semana sin problemas, se acercó. Yo estaba en mi pieza trabajando y viendo tele, MTV. Sonaba Mary Jane’s last dance de Tom Petty, y la estética del video me hipnotizaba. Tipeaba en el computador un trabajo para la U, era mayo del 94 y tenía que entregar un ensayo para semántica. Estaba absolutamente concentrado pues debía sacar una muy buena nota para no arriesgar el semestre. Había faltado a la fecha original y me había conseguido un certificado médico con el papá de un amigo para justificar la inasistencia, y el profesor me había extendido el plazo hasta que pudiera ir a la U la semana siguiente. Silvia, una compañera de clases con la que nos íbamos a fumar caños después del almuerzo y luego a robar al supermercado cerca cosas que vendíamos a profesores y funcionarios, me había entregado una copia de su trabajo para que yo basara el mío, esto a petición mía. —Hueón, si nos pillan di que me robaste la hueva y no me cagí —me dijo cuando me lo pasó.
—No te preocupes, voy a cambiar todos los ejemplos y no se va a notar nada. Aún me acuerdo cuando, después de unas semanas, el profe entregó los trabajos uno a uno en clases. Partió de la nota más baja. Mi nombre no salía nunca. La Silvia se sacó un 4.3. Llegó al final de todos, solo faltaba yo. —Andrés González —dijo en forma seca y severa, pero sin enojo—, 6.3, la mejor nota de los trabajos. Me impresionó lo bien que entendiste y aplicaste la teoría con los ejemplos que incorporaste. Tu trabajo es el mejor que he leído en años. Me paré a recibir mi trabajo mientras mis compañeros me aplaudían con cara de ¿qué chucha?, pues los aplausos los pidió el profe. Recibí el trabajo y miré a Silvia con ese gesto burlón que a veces me sale sin querer, ella solo atinó a reírse y darme un sutil «hoyuo» con el dedo del medio de su mano derecha mientras yo me sentaba con una sonrisa ya de satisfacción, de esas que aparecen cuando te sales con la tuya. Y no era la primera vez. En el colegio la profesora de castellano había pedido un trabajo sobre un libro. Yo estaba convencido de que no leía ninguna de las hueas que le entregábamos. Tenía buenas notas y decidí no hacerlo solo para probar mi punto. Le comenté mi plan a mi compañero, el Ignacio. —Hueón, te van a poner un 1. —No, esta vieja no lee ninguna huea, créeme. Pasaron unas semanas y llegó con los trabajos corregidos y entregó las notas. Esperé hasta que llamó a todos y me acerqué al escritorio. —Profesora, no me entregó mi trabajo, ¿qué nota me saqué? —Pero si no lo entregaste, quería hablar contigo de eso. —¡Se lo entregué! Era una carpeta roja con mi nombre en un papel blanco, ¡se lo dejé encima cuando me lo pidió! —le dije convencido y sin dejar lugar a la menor duda. Mentir es un arte en que el truco es creerte tu propia mentira. Ver su cara era todo lo que quería. Los trabajos se hacían en máquina de escribir,
o yo los hacía a máquina porque la mayoría eran a mano. —¿Estás seguro? —¡Pero claro, profe! —rematé. —Bueno, en ese caso te voy a poner la nota del promedio de las otras. Seguramente se me traspapeló en la casa. —Pucha, profe, igual me esforcé harto, pero está bien, el año ya se acabó —dije con resignación. Me fui a sentar mientras escuchaba que el Ignacio me decía «eres muy hijo de puta hueón». Estaba concentrado en escribir y alterar el original de la Silvia hasta hacerlo irreconocible, cuando la Teresa entró a mi pieza. —¿Cómo puedes concentrarte con la tele prendida? —dijo mientras la apagaba sin esperar respuesta. Se sentó en el borde de mi cama, el escritorio estaba al fondo en el lado derecho. La pantalla del computador era lo que ella veía y mi espalda, pues estaba sentado al frente de la misma. —Andrés, hijo, ¿qué pasó con Andrés? Sin parar de escribir miré por la ventana que tenía a mi lado, dos grandes puertas que se abrían hacia el patio de la casa. Por un segundo pensé en salir, pero no lo hice. —Nada, ¿por qué? —contesté con falsa indiferencia, tratando de ocultar todo rastro que me delatara. —Es que como no ha venido, lo echo de menos. Es un buen niño y no me gustaría que le hicieras daño. Paré de escribir. Me di vuelta y la miré. Solo ella puede verme en todo lo que soy, solo ella puede saber tanto de mí y verbalizarlo en tan corta declaración, solo ella sabe cuán miserable puedo ser cuando quiero.
La miré con los mismos ojos de ese niño de seis años que llegó a la casa y encontró a su perro muerto, con los mismos ojos que ese niño de ocho años al que uno de diez le había pegado y quitado su Transformer, con los mismos ojos que el niño de quince que había perdido a su mejor amigo del colegio porque lo expulsaron por mala conducta. La miré y sin decirle nada, me arrojé a sus brazos que ya estaban abiertos. Me acurruqué y lloré. Lloré sin parar, sin medirme, sin vergüenza, sin tapujos. Lloré porque lo nuestro estaba enterrado, y la pala estaba aún en mi mano. Lloré porque ya llevaba demasiado tiempo sin sentir nada y quería sentir, sentir todo a la vez, que mis sentimientos no tuvieran piedad, que llegaran todos juntos, me destrozaran, me atravesaran, me hicieran mierda. Ella acariciaba mi melena roja sin decir nada mientras me sostenía, pues mi cuerpo estaba inerte, era peso muerto. Y entonces llegó el dolor, ese dolor que te parte en dos, ese dolor que te desgarra el alma y sientes como sale por los ojos, ese dolor de pérdida, ese dolor que te desfigura la cara, ese dolor que te hace pensar por un segundo si acaso muerto estarías mejor. Me desmoroné y caí de rodillas, dejando mi cabeza en sus piernas. Lloré hasta sentirme seco, lloré hasta no poder biológicamente seguir llorando. Respiré hondo. Mis ojos rojos, hinchados, pero transparentes otra vez. —Mamá, la cagué, y la cagué tanto tanto que nunca voy a poder arreglar lo que hice. La cagué en serio —dije sintiendo que a mis pies yacía el saco de piedras que me había sacado de la espalda. Me ayudó a incorporarme y me senté a su lado, a los pies de mi cama. Con delicadeza infinita tomó mis manos, me miró. —Hijo, todo tiene arreglo, y reconocer que la cagaste es el primer paso. Ahora, que puedas arreglar algo no significa que va a quedar igual a como estaba, y en eso justamente está la belleza. El Kintsugi es una técnica japonesa en la cual, cuando un jarrón se rompe, toman los trozos y los unen con resina mezclada con polvos de oro, y así las grietas no se ocultan, sino que se resaltan y esto nos habla de la historia del jarrón. Para mí, lo mismo hay que hacer con el corazón cuando se rompe. No trates de ocultar y olvidar, no te cierres a sentir, sino todo lo contrario; siente la pena, la rabia, la decepción, el dolor. Ábrete a sentir todo. Luego toma los trozos y haz que las cicatrices brillen, pues ese brillo es tu
experiencia. Me duele, me mata verte así, pero sé que te vas a sentir mejor con el tiempo. El proceso de juntar cada trozo es largo, y a veces cuando crees que está listo, te das cuenta de que faltó uno, pequeñito, pero doloroso. Si fuiste tú el que causó dolor, acércate a Andrés, no lo dejes, no lo barras y tires a la basura como un jarrón roto. Si no hay lugar para que vuelvan a estar juntos, por lo menos ayúdalo a recoger los pedazos, no lo dejes roto y solo. Nunca la Teresa me había hablado de manera tan dulce y directa. Nos saltamos toda esa parte del «¿hijo, eres gay?», o «mamá, tengo que contarte algo». Con mi papá, el Pato, fue diferente. Yo asumí que la Teresa sabía, y luego de esa conversación con ella, él estaría enterado también. Pasaron unas pocas semanas después del episodio en mi dormitorio con la Teresa, y los tres salimos a un restaurant a comer, un sábado. Fuimos a Elkika, en Tobalaba, pues era un lugar al que la Teresa iba en su juventud, y siempre le ha gustado la cerveza. Mis papás son de recursos, pero no vienen de familias de recursos. Somos «nuevos ricos», por así decirlo. Eso sí, en el aspecto físico, encajábamos muy bien con el «estereotipo» que se supone tienen los de «privilegios», esto por mera casualidad. Por parte del Pato, soy descendientes español-árabe, y por la Teresa, inglés, pero de esos colonos ingleses que llegaron, les dieron sus cien hectáreas en el sur, y en el transcurso de las décadas las fueron cambiando por copete. Ahora con cuea quedan siete, todo esto sin estar «inscritos», como esos quiltros que igual sobresalen en la calle porque algún perro de raza anduvo por ahí. De ahí mi aspecto de joven de bien, que es lo que más me ayuda cuando robamos con la Silvia cosas en el súper. Ella también tiene esa estampa de niña de bien. Bueno, ella es una niña de bien en realidad. Estábamos en Elkika, yo con el infaltable completo, el Pato con una fricandela al igual que la Teresa. Mis papás iban en la mitad del primer y único shop que se tomaban, y yo en el segundo. No tienen problemas en que tome y fume cigarros delante de ellos pues siempre han sido bastante liberales, incluso en plena dictadura. En mi casa se escuchaba la radio Moscú, había ejemplares del Fortin Mapocho y la Análisis. —Hijo, esto que nos toca vivir no es normal. Pinochet no es presidente, esto no es democracia, esto es dictadura —me decía la Teresa, aunque el Pato me pedía que no lo repitiera en el colegio.
Una vez cuando en las noticias Pinochet trapeaba el piso con eso de los «marxistas de Allende», la Teresa me dijo que Allende no era un monstruo, y que ella había votado por él, a lo que el Pato añadió que él lo había hecho por Alessandri. El Pato nos contaba la historia del hijo de uno de sus clientes, y amigo, un español que se quejaba porque su hijo era más bien retraído, no muy bueno para las fiestas y a sus veintitrés años no tenía novia conocida, y no era mal parecido, por lo que decía su padre. Yo, ya terminando mi segundo shop, lo miro entre risas. —Bueno, ¡parece que me lo tienes que presentar a mí entonces! —digo despreocupadamente y luego me paro para ir al baño como si nada. Cuando llego de vuelta a la mesa ya habían retirado los platos y solo quedaba un poco de mi shop. Él tenía cara de sorpresa, y la Teresa se reía. —¿De qué se ríen? —pregunto disimulando lo que, por la cara de él, ya sabía. —Tu papá no sabía. —¡¿Pero cómo?! —le digo sorprendido—, si tú lo sabes y era obvio que le ibas a decir. —No, Andrés —dice ya seria, pero no severa—, era tu decisión. —Bueno, Pato, soy gay. Y feliz de confirmar lo que ya sabías. Me miró, pero no dijo nada. Nos paramos pues ya habían pedido y pagado la cuenta, y caminamos por Hernando de Aguirre hacia el auto que estaba estacionado en la esquina de Pío X. Hubo un silencio tenso, que a los tres incomodaba. Me puso el brazo en el hombro, relajadamente. —Siempre vas a ser mi hijo, y siempre te voy a querer. Gracias por contármelo. El Pato no es una persona de demostrar afectos, y por eso su reacción me enterneció. Le di un abrazo. Seguimos caminando hasta llegar al auto. Que yo sea gay nunca más fue tema en la familia. Noté que algunas de sus amistades frecuentes dejaron de ir a la casa, pero no les pregunté si tenía algo
que ver, aunque era obvio que sí. Algunas personas creen que esto de ser gay se pega, o que es por una mala educación de valores en la casa. Bueno, yo pienso que esas personas se pueden ir a la mierda. Con su libro mágico me hago caños y en el baño me limpio el culo. En el colegio me iba bien. No terminé con un promedio alto, pero con un digno 5,8. La verdad es que ya en 4.º, estaba chato y lo único que quería era terminar, sabía que había más en la vida que estudiar para pruebas y aguantar a tus compañeros de curso. Con la mayoría de ellos no tenía nada en común, pero nada. Con los pocos que me juntaba eran, en realidad, buenos compañeros, pero no amigos al punto que terminé el colegio y nunca más vi a ninguno. Me llamaban por teléfono, pero aborrecía la sola idea de juntarnos a hablar de los profesores, otros compañeros o del colegio, así es que los evitaba con excusas, y luego le pedí a la señora Marta que les dijera que no estaba. Terminé el 92, di la PAA y quedé en la carrera que quería en la universidad que quería, la Chile. El primer día de clases fue ambivalente. Tenía las ganas de comenzar, pero un poco de miedo. No tenía consciencia que esto representaba una etapa nueva en mi vida, sentía que había pasado de curso, y solo eso. Luego sentiría la libertad que te da la universidad, esa sensación de responsabilidad que viene de ti y no es impuesta. La marihuana, las católicas, la cocaína, el alcohol, los excesos. En palabras de Oscar Wilde: «la experiencia es el nombre que damos a nuestros errores». Me acuerdo perfectamente de haber llegado al hall en donde estaba la sala del primer ramo que teníamos. Hablé con una niña morena de rasgos marcados, era de Iquique y se llamaba Andrea, muy risueña, pero de un aspecto peculiar. Pelo corto, aros en la nariz y varios en las orejas. Usaba una jardinera de mezclilla con polera de colores debajo, zapatillas de caña alta, Converse. Yo, unos jeans y una polera media morada, zapatillas de lona, nada que destacara o tuviera algo de personalidad. Pero Andrea no, ella era un faro de personalidad, pero fea. Me contaba cosas y yo la escuchaba y reía, tenía una forma única de hacer entretenida una historia fome, aunque cuando la fomedad empezó a superar la entretención empecé a distraerme mirando cómo el viento soplaba y arrastraba un pedazo de papel. Y en eso llegaste tú. La miraste a ella, me miraste a mí clavando tus ojos en los míos y retiraste la mirada. Fue un instante, pero lo noté.
Preguntaste cómo nos llamábamos. Andrés. Andrea. —¡Me llamo Andrés también! —dijiste sonriendo nerviosamente dejando ver tus dientes. —Deberían darle un premio a la originalidad a nuestros viejos —dejé caer con liviandad. Andrea no dijo nada. Te miré. Me reí solo. —Parece que la cagué —añadí. —No, pa’ na —contestaste con sarcasmo, pero no pesadez. Llegó la profesora. Era un ramo de la carrera y ya nos encontrábamos dieciséis en la sala. Éramos un total de treinta y siete alumnos en primer año, pero en ciertas asignaturas nos dividían en dos grupos, esto por orden alfabético. Mi apellido, González, el tuyo, Garmienda. Después, cuando ya estábamos juntos, me confesaste que viste eso como una señal. «¿Una señal del alfabeto?», te contesté en broma. Me fijé en ti, pero no me apresuré en sacar conjeturas. Estamos a principio de los 90 y acercarse a otro hombre, ambos sin saber si el otro era gay o no, es una tarea delicada y requiere tiempo, sobre todo si no vas a lugares gays, ni tienes amigos gays. Cada movimiento, mirada, roce podía ser interpretado de una o mil formas. Me miró en clases mientras lo veía, ¿lo hizo a propósito? Sentí que me tocó el dedo cuando le pasé el encendedor. El hueón que se subió a la micro se sentó al lado mío, aunque había más asientos desocupados. Todas pequeñas «señales» que se interpretan como algo más y que si bien son las mismas que se dan entre hombres y mujeres, la gran diferencia es que una mala interpretación en mi caso puede terminar en una situación humillante, y hasta violenta. El Javier era otro compañero, y ya se conocían. Los dos habían estudiado en el Nacional. Se cachaban de vista, pero no eran amigos. Estaban en diferentes cursos. Luego conocí a la Gabriela, una mina que había terminado el colegio en Estados Unidos y se transformaría en el motor de todo lo que pudiera evitar ir a clases y carretear. Vivía en una parcela en Colina, hasta donde llegábamos una masa de diez o más a «estudiar». Me podía quedar una semana en su casa sin ni siquiera aparecer por la mía.
Llevábamos un par meses de clases y sentía esa tensión, esa electricidad cada vez que estábamos cerca, ¿la sentías? Notaba que buscabas pretextos para estar a mi lado. Si llegabas antes que yo a clases me guardabas un puesto a tu lado, y yo lo usaba, aunque hubiera otros disponibles. Nunca hice lo mismo, aunque sentarme a tu lado era todo lo que pensaba la noche anterior. Apenas dormía, imaginando escenarios en los que nos encontrábamos solos, esperando que me tocaras de la misma forma que yo quería tocarte. Lujuria. La siento viajar por mi sangre hasta endurecerme, ¿la sientes tú también? Tu sola presencia me erotiza, tu olor, esa fragancia que emana de tu piel, una fragancia que solo yo percibo, ¿tendré una fragancia que solo tú sientes? Todos los días veo señales, ¿las doy también sin darme cuenta? ¿Son acaso mis intentos por pasar piola tan poco obvios como los tuyos? ¿Se darán cuenta todos los demás por lo que estamos pasando? ¿Soy solo yo el que experimenta esto? A veces el deseo es tan grande que tengo que dejarte por un rato para no tirarme encima de ti, ¿creerás que dijiste algo mal, que estoy harto, que hay algo mejor en el mundo que sentarme a tu lado en los pastos de la facultad? El anhelo. Esa sensación de esperar que algo pase, la expectativa, la paciencia para dominar la impaciencia. Me tomaste por sorpresa cuando sonó el teléfono en mi casa la primera vez que me llamaste. Fue un día por la noche, como a las nueve. Sonó. Nadie contestaba, así es que lo hice yo. —¿Aló? —Hola, Andrés, soy el Andrés —dijiste en forma risueña, noté los nervios en tu voz e inmediatamente disimulé los míos. —Hola po’ —contesté con ese tono relajado e indiferente que luego aprendí que detestabas. —Quería saber si sabes algo de la tarea para mañana, ¿leíste el artículo? —Eeh, sí. Ya contesté y terminé, ¿necesitas ayuda con alguna de las preguntas? —Sí, un poco, ¿estás ocupado?
—No en realidad, pero que fome la huea pa la que me llamas —dije sin anestesia. Silencio. —¡Ya, po hueón!, echemos la talla un rato y mañana nos juntamos temprano en el casino y te ayudo, si la huea de trabajo se entrega a las 12:00. Te animé intuyendo que el trabajo lo tenías listo hace días. Y hablamos, de cualquier huea, pero hablamos. Nos relajamos, pelamos, nos reímos. Miré el reloj, las 11:00. Mientras hablábamos escuché que alguien te hueveaba para que colgarás. Después ideamos una estrategia tomando en cuenta que en mi casa no les importaba mucho lo del teléfono, me llamabas y luego colgábamos rápido y te llamaba de vuelta. ¿Cuántas horas habremos hablado en total? Cientos. Recuerdo tan bien el día en que aclaramos el aire. Estábamos varios en el pasto de la facultad una fría tarde de mayo. Habíamos tenido una prueba en la mañana, y como era viernes, todos carreteaban. Yo me había pasado la noche entera estudiando gracias a los efectos de un par de católicas que le había sacado a la Teresa y que mezcladas con copete te dejaban despierto y atento por varias horas. Había dado la prueba, pero ahora en la tarde sentía mi cuerpo blando y pesado. Había ido a comprar unas chelas y cigarros haciendo monedas entre todos, alguien sacó un paragua. Tú estabas mejor que yo. Solo la Gabriela sabía lo de las católicas y a veces le daba una, hasta que un día me insistió con más, y se las vendí, dos por luca y media. No sería la última vez que vendería pastillas en la U. Me dieron ganas de ir al baño, que eran unos matorrales apartados porque nos daba paja ir a la facultad. Dijiste que tenías que mear también, así es que fuimos los dos, yo ebrio y volado como zapato, pero esta situación me despertó. Llegamos a los matorrales, me bajé el cierre y comencé a mear. Te paraste al lado mío y empezaste a mear también. Me miraste a los ojos con los tuyos absolutamente distorsionados. Claramente los míos no estaban para una audiencia con la decana. Noté la mirada y también te miré. —¿Qué po? —Nada, hueón, pero creo que te quiero —dijiste sin rodeos, sin preámbulos ni
titubeos, con una determinación que me sorprendió, pero que atribuyo a que pensabas que estaba demasiado pa’l pico como para acordarme después. Movida audaz, pero en una circunstancia segura. No supe cómo reaccionar. Entre lo volado, ebrio y angustiado por las pastillas, solo dije lo que pude. —Yo también te quiero, Andrés, eres mi mejor amigo acá —balbuceé haciéndome el hueón a lo que realmente me estaba diciendo. —Nopo, Andrés, para mí es diferente. No es así como te quiero —dijiste con la ebriedad saliendo por tus poros, con la desinhibición y emocionalidad propias del exceso de alcohol—. Yo no duermo pensando en ti, yo no como pensando en ti. Yo no quiero estar sin ti —agregaste sin sacarme la mirada de encima. El tiempo se congeló. No dije nada, no atiné a decir nada. Estaba tan volado y ebrio que no podía procesar lo que había pasado. —Ya po, hueón, ¡dime algo! —me desafió al tiempo que ponía su mano en mi hombro. Incliné la cabeza y con mi mejilla la acaricié. Acto seguido me eché hacia adelante y vomité hasta lo que había comido la semana pasada. Te pusiste detrás y me sobaste la espalda mientras mi sinfonía de sonidos guturales continuaba. Todo el romanticismo y magia se habían ido a la mierda. Terminé, me limpié la boca y me apoyé en ti para volver al grupo. —Este hueón se murió —le dijiste a todos cuando volvimos. Yo apenas me mantenía en pie. Eran las seis de la tarde. Mis papás iban a Talca a ver unos amigos y se iban a quedar allá el fin de semana. Me habían preguntado si quería ir, pero les mentí y les dije que tenía clases hasta tarde, así es que ellos habían programado salir a las cinco. Iba a tener la casa para mí todo el fin de semana. Soy hueón, pero no tan hueón como para dejar la cagá en mi casa con fiestas que siempre terminan mal. La Teresa y el Pato me dejan solo sabiendo que invito a no más de cinco amigos, y cuando vuelven todo está impecable, aunque las botellas de copete terminan llenas de agua.
Sabía del viaje, pero algo me decía que no invitara a nadie, que no organizara nada. Tenía el presentimiento que algo podía pasar. Nos quedamos en el pasto, yo muerto. Siguieron carreteando, y ya como a las ocho empezamos a irnos. Si bien todos estaban como zapato, yo estaba hecho pico. —¿Cómo se va a ir este hueón a la casa? —preguntó alguien. —¡Ya hueón, cagaste, tienes que ir a dejarlo a su casa no más! —le ordenó la Gabriela al Andrés porque sabía que era lo más lógico. Llegar a mi casa no era nada de fácil, la verdad. Mis papás son gente acomodada de izquierda y liberal, es decir, vivimos en la comunidad ecológica de Peñalolén. Dos micros y caminar como un kilómetro y medio desde la entrada de la comunidad hasta mi casa, y en la oscuridad, porque adentro no hay alumbrado público, ¿no ven que a los hueones de allá nos gusta ver las estrellas? Andrés me miró, y accedió. —Pero me quedo en tu casa hueón, eso sí —me dijiste haciéndote el enojado. La verdad, estaba pa’l pico, apenas podía caminar de ebrio, aunque el efecto del paragua se había desvanecido, dejando solo un pesado dolor de cabeza. Tomamos la primera micro, que ya a casi a las nueve, tenía asientos disponibles, sobre todo los de atrás. Nos sentamos en la última corrida, yo en la ventana, tú a mi lado. No había nadie más, y hacía frío. Haber estado durmiendo en el pasto en una helada tarde de mayo me había entumecido, así es que me apegué a ti. Sentí esa fragancia de tu cuerpo, de ese metro ochenta de carne morena, cuerpo de adolescente como el mío, pero más corpulento, rostro apuesto con facciones suaves, pelo oscuro liso un poco largo, pero ordenado. Puse mi mochila de mezclilla en las rodillas, y por debajo te tomé la mano. De inmediato me miraste sorprendido con esa expresión cuando abres un regalo y te gusta tanto, que te quedas sin palabras. —Creo que también te quiero —murmuré en tu oído, para luego poner mi cabeza en tu hombro y cerrar los ojos. Quería que ese momento se mantuviera estático, imperecedero, que mis ojos
cerrados hubieran congelado el tiempo y al abrirlos todavía sintiera esa felicidad, ese bienestar, ese amor que sentí cuando, en voz baja, tuve el valor de gritar lo que mi corazón clamaba por expresar. Nos bajamos y tomamos la otra micro, y en un rato ya estábamos en la entrada de la comunidad. Estaba más repuesto y podía caminar sin problemas, pero el frío y el hambre ya me pasaban la cuenta. Eran casi las diez de la noche, y el cielo estaba inusualmente despejado para una noche de otoño. No había luna y las estrellas brillaban con intensidad. Al haber estado viviendo hace ya varios años ahí estaba acostumbrado a ver las estrellas, no así tú, que no parabas de exclamar «la cagó esta huea» cada cinco minutos. Mi casa queda en el camino de tierra, y si bien no es un palacio, supera con creces la media tanto en tamaño como en diseño. Llegamos, abrí el portón y estaba la perra Esperanza y el perro Lucho, ambos recogidos de la calle y adoptados por mis papás, ambos quiltros, aunque todos dicen que la Espe parece un poodle gigante. Es blanca, mediana, y el lucho es negro, también mediano, y tiene bigotes y barba. Yo le digo el rata, porque parece una rata gigante. Me mueven la cola y saltan, les hago cariño y me chupetean. Ambos duermen adentro de la casa en donde los pille el sueño. Entramos y estaba temperado porque mis papás habían dejado la combustión prendida. Andrés miraba todo, la casa, los muebles, todo. Me pidió el teléfono para avisar a su casa que se quedaba en la mía. La hizo corta. Colgó, miró el living un poco más. —Nunca me habías dicho que tenías plata, hueón —dices sorprendido. —Porque no tengo, la plata es de mis papás, hueón —respondo un poco enojado —. Ya, vamos a la cocina a comer algo, creo que la señora Marta dejó cazuela de alguna huea hecha. —¿Quién es la señora Marta? —Es la señora que ayuda en la casa, cocina y hace el aseo y todo eso. —La nana —dice en forma despectiva.
—No, acá no le decimos así, es la señora Marta —dije enfáticamente. No dijo nada, pero noté su cara de incomodidad por no comprender esta forma de expresarse de los izquierdistas con plata. Calenté la cazuela, que estaba más rica que la chucha, y luego le dije que me quería ir a dormir. —¿Y dónde duermo yo? —Conmigo, po hueón. Ven, sígueme —dije con determinación. Sin decir nada me siguió. Llegamos a mi pieza, que estaba un poco helada. Mi cama es de plaza y media, y con tres frazadas y un cubrecama grueso de lana. Sin prender la luz, le dije que se acostara. Fui al baño y cuando volví seguía parado sin haberse acostado. —¿No tienes una polera o algo? Fui al closet y saqué una polera roja, recién lavada. —Toma —le dije mientras se la tiraba, porque no se despegaba del lado de la puerta. La agarró y se quedó sin moverse. —Ya po hueón, sácate la ropa húmeda y metete a la cama —le ordené nuevamente, mientras me sacaba el chaleco, la polera y los pantalones. Noté que me miraba y me gustaba, porque yo quería hacer lo mismo. Quedé en calzoncillos, me puse la parte de arriba de mi pijama y me metí a la cama. Al verme, Andrés rápidamente se sacó la ropa, quedando solo en calzoncillos. Su cuerpo era más hermoso de lo que me había imaginado. Yo soy más bien flaco, no tengo músculos desarrollados y mi piel es vergonzosamente blanca. Tengo un poco de pelo en el pecho, pero no tanto en las piernas. Andrés, en cambio, con su porte, tiene un cuerpo lampiño atlético, con glúteos redondos y sobresalientes. Luego me enteraría que su miembro era tan desarrollado como el resto. Se puso mi polera y fue al baño, para luego meterse a la cama. Sin dudarlo, me acerqué y puse mi cabeza en su pecho y noté que su corazón latía a mil, como el
mío. Todas las señales eran ciertas, todas las insinuaciones eran justamente eso, todos los toques sutiles eran exactamente eso, no accidentales y vacíos. Sentí su olor, todo, pero ambos estábamos muertos de resaca, y yo de varias cosas más que un paragua. Acarició mi pelo rojo, largo y desordenado y sucumbí al sueño. Dormí profundamente y soñé que estábamos en una playa, él sentado en la orilla, yo metido en el agua. Éramos tan felices. Cuando desperté, ahí estaba, a mi lado. Los sueños sí se hacen realidad. Me levanté, él seguía durmiendo o se hacía el dormido. ¿Por qué tengo esa sensación de incomodidad, de que habíamos vuelto a foja cero?, ¿acaso la noche borra todo lo que sucedió el día anterior?, ¿íbamos a pretender que no recordábamos nada? Todo esto era nuevo para mí, y no sabía muy bien las reglas, solo que ese despertar no fue como lo que yo había imaginado. La casa estaba helada y el día nublado, ya eran como las diez y prendí la chimenea. Tenía hambre, pero mi cuerpo clamaba por una ducha, así que fui al baño, el que estaba al lado de mi pieza. Me duché con agua muy caliente y sentí ese relajo agradable de mi cuerpo tibio. Una vez que salí, solo con la toalla en mi cintura, fui a la pieza y me vestí. Tú seguías durmiendo. Me acerqué sin hacer ruido, quería verte y sentirte. Dormías profundamente, no fingías dormir. Me acosté sobre la ropa de cama, a tu lado. Toda sensación de incomodidad se desvaneció. Podía ver y sentir todo tan claro. —Te quiero —murmuré. Fue un descubrimiento. Dentro de mí aún existía la pugna entre lo que tenía que ser, lo que tenía que gustarme, a quien debía querer y lo que en realidad era, lo que me gustaba y a quien quería. Decirlo en voz baja, pero con honestidad, me abrió los ojos. Esa mañana tuve una revelación. En ese momento descubrí lo que era el amor y la felicidad y sentí que mi alma se llenaba de gozo, ese gozo en el alma del que los canutos cantan, pero mi Jesús estaba ahí, durmiendo en mi cama. Tu rostro dócil y relajado. ¿Soñabas conmigo, como yo había soñado contigo? Delicadamente comencé a acariciar tu pelo, y suavemente despertaste. Abriste los ojos solo para encontrar los míos mirándote fijamente. Te incorporaste un poco, y sin decir nada, me diste un beso. Te besé de vuelta, y sentí tu lengua en la mía y tú la mía en la tuya. Me abrazaste con fuerza y nos incorporamos en un
abrir y cerrar de ojos. Torpemente intenté sacarte la polera, pero estaba tan ansioso que continuaba enredándome, y me daba vergüenza ser tan inexperto, así es que me sonrojé. Al notarlo, procediste a sacártela tú mismo en un movimiento tan exquisitamente sexy que quedé embobado viendo como seguías con los calzoncillos hasta quedar desnudo. Yo tenía la toalla puesta y me la saqué en forma brusca, sintiéndome tan inexperto y poco sexy, que nuevamente me dio vergüenza. Quedamos sin nada que nos ocultara el uno del otro, solo la piel. Me abrazaste de nuevo, fuerte, y yo correspondí y estábamos tan primerizamente calientes que no coordinábamos dónde iban los brazos y piernas. En un momento me estiré más de lo que debía y me caí de la cama, ante lo cual estallamos en risa. Estaba en el suelo, riéndome para disimular mi vergüenza y falta de experiencia, cuando bajaste, te sentaste en cuclillas, tomaste mi rostro con ambas manos y me besaste. Ese era el momento mágico que habían estado soñando y anhelando por tanto tiempo, y ese momento había llegado, y tan rápido como lo hizo, se fue. Probablemente nos íbamos a besar muchas veces más, y en mi vida me iba a besar con muchos otros tipos, pero ese beso, esa forma, ese momento nunca más se iba a repetir, y ya se había esfumado dejándome la certeza que era el que iba a tener como base de comparación con todos los demás por venir, con todos los demás por besar y con todos aquellos que pudiera imaginar. Luego de ese beso alentamos a nuestros cuerpos a que hicieran lo suyo, que fluyeran. Dejé de luchar con mis prejuicios, temores y debilidades, dejé de pensar y nos fusionamos en un solo ser, sin poder delimitar dónde empezaba yo y terminabas tú. Sentí tu cuerpo, tu virilidad, tu dureza, y tú la mía. Quedamos rendidos y empapados en sudor, tu semen en mi pecho y el mío en tu espalda. No quiero bañarme nunca más, no quiero olvidarte, no quiero que esto termine, no quiero ver el reloj. Después de ducharnos juntos, nos vestimos y comimos algo. Era la una de la tarde, ¿en qué momento habían pasado tres horas?, ¿por qué el tiempo pasa tan rápido cuando somos felices? Para ambos había sido la primera vez en dormir con un hombre, aunque cada uno había experimentado con mujeres, siempre sabiendo que no era lo nuestro. Mi experiencia había sido más bien insignificante, con la hermana de un compañero de curso a la que alcancé a penetrar un par de veces antes de acabar, afuera, eso sí. Toda la situación había sido tan incómoda para los dos que
después de eso nunca nos volvimos a ver. Andrés había perdido la virginidad con una niña de su barrio solo hace seis meses, y para que sus vecinos no siguieran con los rumores que al cabro le gustaban las patitas de chancho. Comimos algo de la cazuela que quedaba y sándwiches que nos hicimos con las cosas que había en el refri. —¿Y por qué tus papás no te pusieron en colegio particular? —preguntó de la nada en un momento, mirando el living con salida a un extenso patio de cerro mientras se paseaba con su sándwich en la mano. Sabía que la respuesta cliché no iba a funcionar, esa de «es que querían que yo conociera a gente de todos lados». Si bien era cierto y válida, en el fondo yo sentía que no había sido por eso. —Mis papás no vienen de familias de plata, ninguno de los dos, sino de familias de esfuerzo. Mi abuela paterna quedó sola con cuatro niños cuando mi abuelo murió cuando ella tenía veintitrés. Se dedicó a hacer empanadas, pan o lo que fuera para que mi papá y tíos terminaran el colegio, y así es como el Pato llegó a donde está, a puro ñeque. Mi mamá viene de una familia de origen inglés, pero ya en decadencia cuando ella nació, así es que sin plata y solo con la apariencia adecuada pudo conseguir un trabajo de secretaria cuando terminó el liceo comercial. Se conocieron en los 60 o algo así, en la empresa donde ella trabajaba y mi papá hacía repartos en ese entonces. ¿Por qué te cuento todo esto? Esto es algo tan íntimo de mi familia, algo que no le había contado a nadie, y no por vergüenza, sino porque es mi historia, es algo que no se comparte con cualquiera. Y ahí estoy, como libro abierto y sin incomodidad, sin recelo. Este soy yo cuando amo, este soy yo cuando confío, este soy yo cuando estoy contigo. —Te cuento todo esto porque la verdad, creo que ellos no me pusieron en un colegio cuico para que no me rodeara de gente que a ellos los tiene que haber discriminado tantas y tantas veces, no querían criar a un hijo que fuera así — terminé de decir eso y sentí que había tenido una epifanía. Tomé mi vaso de Coca-Cola y le di una mordida a mi sándwich. Andrés me miró dulcemente.
—Hueón, puta, que te quiero —dijo. Pasamos todo el fin de semana juntos, sin salir de mi casa. Tiramos hasta quedar secos probando nuestros cuerpos de todas las formas que se nos ocurrió, sus sabores, fluidos, sin dejar secretos ni inhibiciones para después, absolutamente nada. Para ambos esto era un dulce nuevo, ese sabor de helado que sabes que si está en el refri te lo vas a comer todo. Andrés era mi helado favorito, y yo el de él, y esa frase fue nuestro código en la U cuando queríamos tirar. «Tengo ganas de comer helado», uno decía sin esperar respuesta del otro, pues de ese helado nunca nos hartábamos. La tele prendida en MTV, y en el toca CD en el living sonaba Blue lines de Massive Attack, Erotica de Madonna, Violator y Songs of Faith and Devotion de Depeche Mode, Debut de Björk. Ese día te lo llevaste. No quería que el tiempo pasara, sentía que estábamos en la única nube del único cielo del único planeta en el universo, no había nadie más, todo rastro de otro ser humano sencillamente había desaparecido. Estábamos los dos solos en el mar de nuestro amor y calentura, y no quería parar de nadar y perderme en ti. Por millonésima vez sonaba Come to me, ya estaba oscuro y no habíamos prendido la luz, solo el brillo de la chimenea iluminaba la casa. Me pediste bailar. Me apegué a tu cuerpo mientras Björk verbalizaba todo lo que quería decirte y tú a mí, pero no dijimos nada y nos dejamos llevar por su voz.
«You know that I adore you, you know that I love you so don’t make it say it, it would burst the bubble break the charm».
Ese sábado por la noche nos acostamos, jugueteamos, pero no pudimos hacer
más que eso. Nuestros cuerpos adoloridos y sobreexplotados no nos permitieron hacer nada más. No queríamos pensar en clases, ni en qué íbamos hacer mañana, ni el día siguiente. Ahora se convirtió en nuestro lema. Mis papás llegaron un poco antes de almuerzo el domingo, y la Teresa nos encontró viendo tele en mi pieza. Me miró, dio un beso y al instante miró a Andrés. —Qué lindo eres tú, ¿Andrés? —remató con más tono de aseveración que pregunta. Me puse rojo de vergüenza, no tanto por la Teresa siendo la Teresa, sino por dejarme en evidencia. —Sí, tía. —Nada de tías en esta casa —dijo amablemente—. Me llamo Teresa, así es que dime así. —Bueno, señora Teresa. Se rio, me miró y luego dirigió su mirada hacia él nuevamente. —Solo Teresa. ¿Ya almorzaron? Sin esperar respuesta y mientras salía, agregó que hiciéramos la cama y fuéramos a sentarnos. No reparé en el detalle que notó que habíamos dormido juntos, pues la pieza de invitados no había sido usada. —Trajimos empanadas y asado de cordero. Hicimos la cama y luego fuimos al comedor, en donde el Pato ya estaba sentado. La mesa es grande, para ocho personas, y rústica. Mis papás querían traer el campo a la ciudad, así es que todos los muebles eran de madera rústica, medios hippies, pero no de multitiendas. Por alguna razón que nunca he entendido bien, evitaban los malls y grandes centros comerciales. La Teresa se mandaba hacer toda la ropa con una modista, y mi viejo compraba la suya en el centro, en una de esas sastrerías del año del pico. Para los cánones, ambos ya eran «viejos» como tener un hijo de dieciocho años.
Se habían conocido tarde en la vida, para los estándares de los 60, y se habían casado ya casi a los treinta. Yo nací cuando la Teresa tenía treinta y un años, o sea, tenía casi cincuenta ahora, y mi papá cuarenta y siete. Todos los papás de mis amigos eran más jóvenes, harto más jóvenes. Tienen varias amistades, pero no son de amigos. Les gusta recibir gente en la casa, y los atienden muy bien, pero no son de ir a otras casas muy seguido. Esta invitación a Talca la habían pospuesto muchas veces, y se notaba que estaban contentos de estar de vuelta. La Teresa no trabaja, pero nunca ha sido muy de cosas caseras, como hacer mermeladas, queques, hacer el aseo y esas hueas, pero sí le apasiona leer. Crecí rodeado de libros de todo tipo, desde Corín Tellado hasta La historia oculta del régimen militar. La Teresa siempre está leyendo algo, y en el living tiene su gran tesoro: una biblioteca enorme llena de libros, todos leídos. Me acuerdo cuando una vez alguien, una visita, miró tamaña colección y le preguntó incrédulo si los había leído todos. —Obvio —contestó un poco confundida. —No te creo —dijo el hombre con ese tono cuando quieres llamar a alguien mentiroso. —¿Acaso tú compras pasteles y los dejas en el refrigerador sin comer? —No —contestó a secas el personaje. —Bueno, para mí es lo mismo, solo que los libros son mis pasteles. Nunca me olvidaré de esa respuesta porque la encontré épica. Ese olor a libro viejo, a papel roneo, siempre rodea ese espacio. Sus discos de música clásica, otro tesoro. Desde que tengo uso de razón escuchamos pianos, violines y orquestas sinfónicas, El emperador de Beethoven, Tchaikovsky, Vivaldi, Mozart. No le gusta Bach, nunca le gustó, ni tampoco el impresionismo. Heredé el gusto, pero no los compositores. Mi favorito es Grieg, siguiéndole en mis preferencias Debussy, Mussorgsky, Hayden y Giazzoto, aunque este último tenga solo una composición que muchos hasta hoy creen que es de Albinoni, el bellísimo Adagio.
Me gusta los instrumentos de una orquesta de música clásica, las voces de las sopranos y contra altos, los coros, amo el sonido de un violín o un piano, y no podría determinar cuál me gusta más, pues son tan diferentes. Cuando estrenaron Bleu de Kieślowski lo que más me impresionó fue la música, una composición maestra que aporta solemnidad a la historia. Llegamos a la mesa, y Andrés saludó al Pato. —Un gusto, siéntate, hijo, por favor —le contestó. Había una fuente con empanadas de horno, así es que atacamos porque estábamos cagados de hambre. El Pato le sirvió vino a mi mamá, a mí y al Andrés, quien trató de disimular su sorpresa al ver la naturalidad con la que nos había dado vino. La Teresa se dio cuenta y le preguntó si tomaba alcohol. Una carcajada insolente me salió a la vez que él contestaba «sí, a veces» con tono de chiste. —¿Y qué hicieron el fin de semana, vinieron más amigos? —preguntó el Pato para hacer conversación. Al notar que Andrés se ponía cada vez más rojo, tomé la palabra para contarles que teníamos un trabajo que hacer y que se podía hacer solo o en pareja. —En pareja siempre es más entretenido —dijo la Teresa mientras se levantaba a buscar el asado de cordero. ¿Lo había dicho con doble sentido?, ¿acaso sospechaba lo que había pasado el finde?, ¿por qué habían llegado tan temprano de Talca?, ¿acaso no sabían que la casa estaba bajo un hechizo que la aisló del mundo, acaso no sentían la tensión y la incomodidad de ambos por tener que vivir la turbulencia de su presencia? Una turbulencia es cuando estas absolutamente volado pensando en tus propias cosas o hablando en sincronía con otro hueón tan volado como tú, y de la nada llega alguien y te saca de ese momento, cambiando el tema violentamente. Esa es una turbulencia, esos pequeños segundos en que no sabes qué pasó y te sientes succionado hacia otro tema. Las odio. —…Porque avanzan más rápido y se pueden dividir las tareas —agregó desde la cocina, lo que me dejó más tranquilo pues caché que no hubo doble mensaje en sus palabras.
Terminamos de almorzar y saqué un cigarro, ante lo cual el Pato me miró con cara de reproche. —Andrés, sabes que no me gusta que fumes adentro de la casa. —Sí, sé Pato, iba a salir al patio. ¿Quieres fumar, Andrés? —te pregunté más a modo de salgamos-de-aquí-ahora que de querer fumar. —Uds. son raros —comentó una vez que habíamos salido al amplio patio, que no era jardín en sí. Mis papás habían decidido no intervenir la naturaleza del cerro, así es que solo se limitaron a tener el pasto salvaje cortado, y los espinos y aromos no los sacaron. Hay piedras y una roca más o menos grande donde uno se puede sentar. Toda la propiedad está cerrada por un cerco de malla, árboles y zarzamora, que sacamos en verano para comer y para que la Sra. Marta haga mermelada. Como hace tanta, incluso le vendemos a los vecinos y las ganancias quedan para ella. La Sra. Marta es a quien más respeto le tengo en la casa, nunca la contradigo y siempre le hago caso. No me crió ni nada de eso, pero como mis papás siguen sus indicaciones al pie de la letra, yo también lo hago. La señora Marta es la figura severa que toda casa necesita, especialmente la mía. El terreno de la casa es de 2500 m2, y la casa es como de doscientos, o sea, hay harto lugar para caminar y estar solo. —¿Cómo raros? —pregunto de vuelta. —No sé, con mis papás no puedo hablar así, no puedo tomar, ni fumar, ni nada. A mi papá lo trato de Ud., nunca podría decirle Alberto. Son raros Uds., pero son la raja. Me quedé pensando. ¿Era mi familia tan diferente a la de Andrés, y, de hecho, a toda otra que conociera?, ¿había sido criado en forma diferente al común denominador?, ¿tiene algo que ver la forma en que crecí a ser gay?, ¿saben mis papás? Caminamos hacia el final del terreno, donde hay dos espinos viejos y grandes, y al medio una mesa larga hecha de una puerta antigua, de esas de como dos metros y medio de alto que compraron en una demolición y le pusieron un vidrio grueso encima, y bancas largas de madera también a cada lado por el largo de la mesa. Es un lugar escondido que no se ve de la casa y tampoco de la de ningún
vecino. Lo uso para fumar caños, y a veces para asados. Me siento en la mesa con los pies en la banca, y haces lo mismo y te acomodas a mi lado. —¿Te gusta estar conmigo? —pregunto sin mirarlo, dándole una pitiada al cigarro que había encendido. —No —me dices tomándome la mano que tengo apoyada en una pierna—. Me encanta —terminas y me das un beso, al que correspondo. Te voy a dejar a la micro como a las nueve. Queríamos ir caminando, pero por el frío y la oscuridad el Pato insistió en que me llevara su auto. Tenía sentimientos encontrados, como cuando pruebas algo nuevo y esperas que sea dulce, pero no lo es tanto. Hablamos de las clases del lunes y de algunos compañeros, ambos sabiendo que evitábamos referirnos a cómo iba a continuar esto. ¿Éramos pololos, amigos con ventaja, solo amigos?, ¿cómo actuaríamos delante de todos, en la U, en nuestras casas, con nuestros amigos?, ¿estaba listo para salir del closet? Casi llegando a la entrada de la comunidad paré el auto, apagué las luces y me quedé en silencio. Andrés no decía nada. ¿Estaba tan confundido como yo sobre cómo todo esto iba a seguir?, ¿parte de él también estaba arrepentido, como una parte mía que me empecinaba en callar?, ¡dime algo, dame una señal que estás pensando lo mismo! ¿te arrepentiste, dejaste de quererme así, de una hora a otra? ¿Acaso desenamorarse es tan repentino como el amor? —Quiero quedarme contigo —dijiste rompiendo el incómodo silencio que se había producido en la oscuridad. —Y yo contigo —contesté. Tan pocas palabras aclararon tantas de mis dudas. Llegamos a al paradero. Me estacioné y esperamos juntos que pasara la micro. —Mañana a las ocho hay clases, ¿vas? —Sí —digo. La micro se aproximaba, y nos dimos un abrazo. Te subiste y me quedé mirando
hasta que se perdió bajando por la avenida.
3
Terminé las clases de la mañana, pero me da una paja terrible entrar a las de la tarde. Hace calor, ya se acerca diciembre y estoy agotado por todo. Todo me cansa, me da paja. Levantarme, comer, acostarme, todo es un martirio sin fin y siento que estoy en una rutina, en un loop del tiempo en que todos los días son exactamente iguales. La Silvia me hace un gesto y partimos al pasto, al mismo árbol donde nos sentamos todas las tardes a esperar que pase un amigo de ella que siempre tiene caños, que siempre se sienta con nosotros. Es otro loop. —¿Estás bien? —me pregunta mientras caminamos, no sé si porque de verdad le interesa o para hacer conversación. ¿Estoy bien? ¿A qué se le llama estar bien en estos tiempos? ¿Es acaso el estar bien un estado en que somos imperceptibles para el resto, no destacamos por estar alegres ni tristes, por haber llegado o no a clases? —Sí, todo bien, solo algunos problemas en mi casa —digo vagamente con un tono liviano, y sin entrar en detalles mientras seguimos caminando hacia nuestro árbol—. Oye, Silvia, ¿cómo sabes cuándo estás bien? —No sé, po hueón, sé que estoy bien cuando no tengo nada que huevee o algo así. No sé, la verdad, porque no es algo que te preguntas, sino que sientes, como cuando te fumas un caño. Su respuesta parece ser más superficial de lo que esperaba, pero ¿por qué esperar algo de alguien?, ¿no son acasos las decepciones fruto de las expectativas?, ¿no esperar nada de nadie es algo natural o depresivo? Un gesto de alguien del que no esperas nada sorprende, pero casi de inmediato viene ese remordimiento por no sentir lo mismo por ese conocido-vecinoenamorado o lo que sea, y la incomodidad de sentir un compromiso forzado con alguien que muchas veces no te interesa en lo más mínimo. Corre una brisa tibia y en eso llega Cristian, el amigo de la Silvia con quien ya nos saludamos como buenos conocidos. La rutina del caño y conversación es
diaria, aunque la conversación más que nada de ella con él, pues después de volarme quedo en silencio, absorto en mis propios pensamientos y aislado del entorno. La Silvia lo sabe, le expliqué mi concepto de la turbulencia y lo comparte plenamente. El Cristian no fuma paragua, siempre anda con cogollos y para él el concepto de mezclar marihuana con neoprén es asqueroso, «esa huea te caga la cabeza», nos había dicho más de una vez. Saca un caño, de esos ricos, lo enciende, le pega una pitia larga, se lo pasa a la Silvia, que también le da una pitia larga e intensa. Me toca. Inhalo profundamente y me atoro, como siempre me pasa. Me da vergüenza, pero nada puedo hacer. La tos no para, pero a ellos no parece importarles. La Silvia me ofrece un poco de agua, que acepto. Segunda corrida, aunque yo ya estoy bien volao, me toca, vuelvo a fumar pues no quiero quedar en menos o que piensen que fumo de mono. Se termina, la Silvia mata la cola con una caja de fósforos. Me relajo, siento los ojos pesados. Me tiendo en el pasto y miró una nube, de esas que parecieran estar hechas de algodón que el viento mueve lentamente, y sus formas amorfas comienzan a pintar una imagen cada vez más nítida. Lo que parecía ser un dibujo plano comienza a tomar relieve y profundidad. Es la parcela de la Gabriela, en Colina. Es de noche y estamos afuera tomando una garrafa de vino blanco con zuko de piña. Han pasado algunos meses desde que estamos juntos, pero siento que quieres más libertad, quieres explorar. Aunque me duele, me hago el hueón a tus insinuaciones hacia el Carlos, un amigo de la Gabriela que vive en otra parcela. Sé que estás tanteando el terreno, sé cómo te insinúas sutilmente, y ves qué señales te llegan, ¿no fue acaso como lo hiciste conmigo?, ¿es así como son las relaciones?, ¿debo interferir, decir algo, o solo seguir así, pretendiendo que no me importa, que todo está bien? ¿Hice algo mal, no soy lo suficiente para ti? Miro de reojo, jamás directamente. Estás sentado a mi lado, pero pendiente del Carlos, que está al frente. ¿Te está respondiendo las señales también?, ¿te importa algo cómo me sienta, cómo me duele? Soy un artista en disimular, así es que nadie se da cuenta porque a estas alturas estamos ebrios y volados. Bastó una pitia al paragua para quedar totalmente ido, pero no estoy disfrutando el viaje esta vez. Hace rato que no los disfruto. —Ya hueones, bailemos —dice la Gabriela y pone un casete en el que suena Mi novia se cayó en un pozo ciego de Los Cadillacs.
Me carga, pero no lo digo y soy el primero en pararme y con energía comienzo a bailar y saltar, y rápidamente se unen casi todos los demás, menos tú y el Carlos. Canto fumando un cigarro y mirando al cielo «ella no quiere nunca más estar conmigo». Bajo la cabeza, y tú y Carlos ya no están, han desaparecido. No me importa, me digo, y sigo bailando, aunque la música no me guste. La noche estaba templada y siguen El ritual de la banana de Los Pericos, y De música ligera de Soda Stereo. Tú y él no aparecían. No importa, seguiré bailando porque no quiero que notes que me cagaste la noche, no. —Oye, ¿y el Andrés y el Carlos? ¡Hace rato que se fueron! ¿Sabes dónde están? —me interroga la Elena, una mina simpática, pero más metida que Dios en asuntos ajenos. —No sé —digo distraídamente, disimulando mis ganas de decirle que seguramente estaban en alguna parte perdida de la parcela tirando. —Yo creo que se fueron a fumar alguna hueaita por ahí —añado. ¿Por qué invento historias para cubrirte la espalda?, ¿por qué no instarlos a todos a ir a buscarlos para que los pillen ahí, en el acto, ensartado uno en el otro? —Yo creo que algo pasa con esos dos —dice ahora maliciosamente, dirigiéndome una mirada cómplice como para que yo confirme. Me río forzadamente y sigo bailando. Cuando vamos a la casa de la Gabriela, que es grande, como de campo, y tiene al menos ocho dormitorios, siempre me toca compartir uno contigo. Me voy a acostar ebrio y volado, no sé a qué hora. Mi plan es quedarme despierto no para controlar a qué hora llegas, sino para que me digas qué pasa, para saber en qué terreno me estoy moviendo, para saber… ¿es por Cristian?, ¿me viste? Pero dónde, si somos más que discretos, ¿te contaron? Pero quién chucha si ninguno de los dos quiere que se sepa, ¿es venganza? Al día siguiente despierto. Estoy solo en la cama y no hay indicios de que hayas dormido aquí. —Oye, hueón, ¿vamos a clases? Son las cuatro —me dice la Silvia. La turbulencia es heavy. Reacciono.
—¿Vas a entrar? —pregunto un poco descolocado. —Sí, ya he perdido muchas y no quiero echarme el ramo por asistencia —dice mientras se para y agarra su mochila. —Yo no tengo más clases hoy —dice ahora el Cristian sin pararse y a modo de invitación, pero no para ella. ¿Me quedo? Me da una lata terrible hablar sobre ese «nosotros» que no existe. Sí, te mentí cuando te dije que no estaba con nadie. Sí, te mentí cuando te dije que era la primera vez. Sí, te mentí, pero ¿es pa’ tanto la huea? ¿Acaso tú no le estabas mintiendo a alguien también para estar conmigo? Sé que sales con una mina, hueón, no sé quién es, pero sé que sí, así que no vengas a cobrar sentimientos de mierda, que para sacar trapos al sol asegúrate de tener el closet vacío primero. —¿Te quedas, Andrés? —pregunta mirándome a los ojos. —Un rato —contesto mientras nos despedimos de la Silvia, que con paso rápido se va y desaparece. —Oye, Andrés. Quería conversar contigo. No quiero que te pases ningún rollo, lo de nosotros es una huea de copete y hierba no más, solo nos juntamos cuando estamos calientes, po hueón —dice con una risa nerviosa. —Sí, lo sé —digo con falso relajo—, ojalá nos calentemos luego —remato mientras me paro para irme a la casa. —No le has dicho a nadie, ¿cierto? —pregunta medio asustado. —¿Y a quién chucha le voy a decir, hueón? —contesto enojado y me voy. El enojo no es con él, es conmigo. A quién chucha le voy a decir si el único con quien hablo de esto es contigo, a quién chucha le voy a decir que siento que estoy dejando la cagá. ¡Cómo te digo que te cagué si en realidad nunca le hemos puesto nombre a lo nuestro! Amigo con que me acuesto, me estoy acostando con alguien más, pero como somos solo amigos no importa, ¿cierto?
Ahora entiendo por qué las relaciones adultas tienen nombre como pololos, pareja, matrimonio. Me imagino el despelote si todas las relaciones funcionaran como la nuestra. El mundo sería un caos. Dejo a Cristian, me pongo los audífonos, doy play en mi CD player y busco la canción seis en Blue Lines, de Massive Attack.
«I know that I’ve been mad in love Before, and how it could be with you. Really hurt me baby, really hurt me baby, how can have a day without a night. You’re the book that I have opened and now I’ve got to know much more».
Me siento volado y cuando me bajo de la micro me da un bajón, quiero algo dulce como un queque o alguna huea así. Hay un negocio por Antupirén, paso y compro un pastelito de mil hojas bañado en chocolate y me voy a la casa. Al llegar me doy cuenta de que hay varios autos estacionados. Estoy tan volao y hay tanta gente en la casa. Entro, son unas viejas de no sé dónde que están con la Teresa. Me saluda, y por mi cara sabe que no estoy en condiciones de quedarme con ellas. Saludo y les pregunto si quieren de mi pastel. La Teresa me dice que me vaya a mi pieza. Paso por el refri, me sirvo Coca-Cola y me encierro. Suena el teléfono. Eres tú. Me pides que te llame de vuelta. Cuelgo, tomo mi bebida. ¿Querrás hablar de lo que pasó?, ¿me vas a pedir que te perdone?, ¿me vas a preguntar por Cristian?, si es que lo sabes. Prendo el equipo y pongo Close to seven, de Sandra. Comienza a sonar Don’t be agressive, tema que abre el disco. Te llamo.
—Hola, ¿cómo estás? —me dices como si nada hubiera pasado. —¿Bien, y tú? —contesto también con tono amigable. —Bien. Puta que lo pasamos bien donde la Gabriela, yo quedé como zapato de curao en la casa del Carlos, ni siquiera pude volver —dices contento. Tu alegría pone en evidencia que te atrae, que te metiste con él no por despecho ni para llamar mi atención. Siento una daga en mi orgullo. —¿Te gusta? —pregunto con curiosidad, ocultando la angustia que empieza a apoderarse de mí. —Sí, y yo a él. Estuvimos hablando toda la noche donde la Gabriela, al fondo de la parcela. Vive con su mamá y hermana, pero ninguna sabe que es gay. Me dijo que yo era el primer hueón con que había estado, además… Sigues hablando, pero ya dejé de escuchar. No quiero saber esto, no quiero que me cuentes nada, pero no puedo evitar seguir escuchando. ¿Acaso hiciste con él lo que hiciste conmigo?, ¿acaso él te hizo lo que yo te hice?, ¿sabes cuánto me duele escuchar tu puta historia? —¿Me estás escuchando, hueón? —Sí, claro. Me queda claro que para Andrés somos amigos, probablemente mejores amigos, de esos que se acuestan juntos, pero sin exclusividad. —Andrés, hueón, debes que tener cuidado con la Elena. Esa noche les preguntó a todos dónde andaban el Carlos y tú, y luego dijo que creía que pasaba algo entre Uds. Ten cuidado. —Puta que es metía y cahuinera la chancha culiá —dices enojado—. ¡Gracias por avisarme! Quiero preguntarte qué iba a pasar con nosotros, pero no creo que sea necesario. Somos amigos, nos queremos, nos acostamos, pero no somos nada formal, nada serio. ¿Acaso yo mismo no estaba con Cristian? La diferencia es que no te iba a contar, no había necesidad.
—¿Te quieres venir a mi casa mañana después de clases? —Ya —contestas entusiasmado. Colgamos. No sé cómo sentirme ahora. Estoy confundido, no sé cómo actuar. ¿Se sentirán así los animales en cautiverio que luego de años son liberados en su ambiente natural?, ¿no es acaso la libertad una especie de condena también? Al día siguiente nos encontramos en la facultad y vamos a clases, como casi siempre. Te ves radiante, se nota que estás contento. Yo, en cambio, soy una ambivalencia caminante. Ya estábamos en el final del año, quedaba unas semanas de clases y llegaba el verano, y eso me iba a servir. Tiempo y distancia. Mis papás me habían dicho que nos íbamos a Chiloé a la casa de la Olivia, una amiga de la Teresa de El Llano, el barrio en San Miguel donde habían vivido toda su infancia y juventud juntas, eran como hermanas. Íbamos a ir en el auto y yo podía ayudar a manejar, que siempre me ha gustado y me considero un buen conductor, aun cuando muchas veces no me acuerdo como llego a la casa. No me gusta salir en auto por lo mismo, pero cuando salgo a carretear en ruedas lo primero que hago al despertar es salir asustado a ver si le hice algo al auto, pero siempre está perfectamente estacionado, impeque. Lo que no puedo hacer es manejar volao, sencillamente me supera. Una vez lo intenté y sentía que la parte trasera del auto se iba hacia la izquierda flotando y me fui tan despacio que me demoré como una hora en llegar de la casa de un amigo en Larraín con Álvaro Casanova a la mía. Ayudar al Pato a manejar hasta Chiloé suena como una aventura, además, tengo ganas de buscar un trabajo en una agencia de turismo en Castro y quedarme todo el verano. Nos juntamos en clases y luego nos vamos a mi casa. No tengo angustia, me siento bien de ánimo y tú estás alegre como siempre, aunque con el detalle que pasas casi todo el tiempo contándome sobre Carlos. Te escucho con paciencia, aunque la verdad, no me interesa nada el tema. Carlos no es atractivo, no para mí al menos. Lo poco que lo he visto donde la Gabriela me ha dejado la impresión de un hueón tímido, medio huaso, alto, eso sí, como 1,80 y súper flaco, piel un poco clara, pelo oscuro al igual que los ojos,
nariz prominente y los ojos los tienen como hundidos. Definitivamente, no mi tipo. Al parecer, por lo que me cuenta Andrés, siente dudas con respecto a su sexualidad, y él llegó justo a tiempo para mostrarle el lado oscuro de la fuerza. Ya habíamos llegado a mi casa y no había nadie, así es que quise aprovechar y tirar un rato. Quería saber si tu sabor había cambiado, si podría notar el de él en tu piel. Pero ahí estaba tu olor, ese que me haría saber que estás cerca, aunque fuera ciego. Nos besamos y te acaricio y domino, y con fuerza entro en ti. Me dices que te duele y no me importa, quiero que te duela. —Ya para, hueón —reclamas tratando de apartarme, pero acabo antes de que puedas lograrlo. Estoy empapado en sudor, y tú un poco molesto. —Hueón, ¡te dije que pararas! —dices, y te vas al baño. Quedo solo en la cama, esperando enfriarme. Cuando vuelves ya me había vestido, y estaba revisando unas cosas en el computador. Tenía un trabajo pendiente y la fecha de entrega era esta semana. Entras y te acercas, me tomas los hombros. —¿Estamos bien nosotros, no, cierto? —preguntas con ese tono ingenuo que me gusta tanto. Concentrado en la pantalla te contesto que sí, pero sin mirarte. Dejo de trabajar, pero tenemos hambre, así es que vamos a la cocina a buscar algo. La señora Marta no va algunas tardes, pero deja siempre algo listo para comer. Había lentejas, que me encantan. Las caliento y nos sentamos. Comemos mientras pelamos a la Elena, y su pasión por meterse en la vida de todos, andar cahuineando y siempre tratando de crear conflicto. No sabemos por qué la Gabriela le tiene tanta buena, son mejores amigas. Si no fuera por eso, nadie la pescaría. Llega la Teresa y te saluda como siempre. Te encuentra bonito y siempre te lo dice cuando te ve, haciéndote sonrojar. —¿Te vas a quedar, Andrés? —Sí —me anticipo a contestar, para luego agregar que tenemos un trabajo que
entregar. Son las cinco y el día está templado, corre una brisa agradable. Me animo y me dan ganas de salir a caminar, y te invito. Partimos por El Buen Camino, que se empina en dirección a la cordillera y está flanqueado por zarzamoras, eucaliptos y jardines de casas con diseños poco usuales hechas de madera, adobe u otros materiales, pero no concreto. Luego de casi un kilómetro llegamos al final, al Camino de las Estrellas, donde doblamos a la derecha y continuamos. —¿Estás bien? —Sí, hueón, estoy bien —te aseguro. Nos sentamos en una roca grande, me tomas la mano. —Yo sé que muchas veces la cago, pero no quiero cagarla contigo. Te quiero, pero el Carlos me tiene… —¿Caliente? —interrumpo, con un tono que revela más de lo que hubiera querido. —¿Estás celoso, hueón? —preguntas con un tono burlón que me irrita más. Siento que estoy en un terreno absolutamente desconocido, como arenas movedizas de las que trato de salir, pero con cada movimiento solo me hundo más. Te miro sin decir nada, la verdad, no me había cuestionado si lo que tenía eran celos. ¿Cómo funcionan los celos? Si lo eran, los síntomas son bien parecidos a los de querer, pero con rabia y un sabor amargo al final de lengua. —Ya po, hueón, contesta —dices presionándome por la respuesta. —No sé —digo con sinceridad para luego continuar—. La verdad, no sé si estoy celoso, no sé si me molesta el hueón del Carlos, o no poder ser todo lo que tú quieras y esperas, me da rabia no poder ser más de lo que soy, me da impotencia no ser el único en el que pienses antes de acostarte y al levantarte. No sé si esos son celos, pero así me siento. Nos quedamos en silencio, yo esperando que me digas algo, tú como estatua mirándome.
—Vámonos a la casa —digo parándome. Nos vamos caminando con una brisa agradable, sin decir una sola palabra. ¿La habré cagado? No siento que lo haya hecho. Creo que nunca había sido tan sincero en mi vida. Ya después de comer con mis viejos, nos vamos a trabajar. Una vez que nos encerramos en la pieza, rara vez alguien entra. Me preguntas si puedes poner música y sin esperar respuesta buscas entre mis CD y suenan los acordes de Disarm de Smashing Pumpkins. —Andrés, te quería decir que me voy de vacaciones con mis viejos a Chiloé. La idea es ir por tres semanas, pero yo intentaré quedarme todo el verano allá. Van a ser unos dos o tres meses y yo creo que es mejor que tengamos chipe libre cada uno, si igual somos amigos. Parte de mí siente que estoy siendo sincero, que realmente darnos una pausa en lo que sea que tengamos es mejor, que la distancia y el tiempo me pueden dar perspectiva y me ayudarán a organizar mis pensamientos y sentimientos, que parecieran andar cada uno por su lado a velocidades distintas y con planes distintos. ¿Hay gente que puede alinearlos?, ¿cómo se hará eso? No me dices nada, te quedas sentando en el borde de la cama, en silencio. Te miro y de verdad no tengo la menor idea sobre qué está pasando por tu cabeza, o si en realidad entendiste o te importó lo que acabo de decir. Sigues mudo, con cara de póker. —¿Tienes la dirección de la casa a donde vas? —preguntas, dejándome un poco descolocado. —La puedo conseguir, pero ¿para qué la quieres? Sé que no es para ir. No vienes de una familia de plata, lo sé y no me importa. He estado un par de veces en tu casa en Independencia, vieja con todo viejo, pero no a propósito, sino porque no hay plata para cambiar nada. Un viaje a Chiloé es algo que no puedes costear, así es que lo de la dirección me intriga. —Ya po, dime —insisto. —Es para tenerla, para saber que vas a estar en un lugar —rematas.
No entiendo muy bien el razonamiento, pero quedo en entregártela. Al día siguiente, nos levantamos temprano para bajar con el Pato, que se va a las 7:30. Consigo la dirección con él y te la doy, aún no muy convencido de para qué la quieres.
4
Una de las cosas que me gusta más de mí es la discreción. Soy el tipo de hueón al que le pueden contar algo y nunca lo va a revelar, será por saber guardar tan bien mi propio secreto, o por cómo me criaron. Esto se refleja y muchas personas confían en mí, lo que trae como principal desventaja que al hacerlo creen que somos más amigos de lo que yo realmente siento que seamos. Con la Silvia tenemos esa relación, y me esfuerzo siempre para que así siga. Ella es una niña que por circunstancias de la vida está rota, siente que no vale mucho, que no es atractiva, de lo cual yo difiero totalmente. Es alta, muy estilizada, delgada, con largas piernas, pelo oscuro y rostro con pómulos un poco prominentes, ojos cafés enmarcados por cejas definidas. De su figura estilizada no sobresale un gran trasero o tetas, pero es muy equilibrada. Es una niña de estampa elegante, y siempre se lo he dicho. Cuando nos juntamos fuera de la facultad a carretear el problema que tenemos es que ninguno de los dos sabe cuándo parar, no hay límites. La primera vez que salimos me llevó a un bar un poco decadente en la esquina de Irarrázaval con Macul. Adentro la gente tomaba y en el segundo piso se podía bailar. Todavía recuerdo la primera vez que me ofreciste pegarme una jalaita. Dudé por unos segundos, pero dije que sí, aunque estaba asustado, pues la cocaína era el demonio de todas las drogas que se podían probar. Nos metimos al baño y sobre la tapa del estanque del W. C. hiciste dos líneas, que te jalaste con un movimiento rápido usando un pedazo de bombilla de trago seca. —¡Está buena esta huea! —exclamaste y procediste a armar un par más. Las vi y las encontré tan largas, y me dio miedo no estar a la altura. —Nunca he jalao —confesé. —¡¿Me estás hueviando!? —exclamaste sorprendida e incrédula. Entre mis compañeros de la U tengo reputación de reventado e incluso hay un
grupo de hueones pacatos que no me invitan a sus carretes, fiestas, a estudiar, a nada, como si fuera a dejar la cagá. Nos saludamos, pero nada más. Al parecer, este grupito infame ha esparcido historias sobre mi supuesto alcoholismo y drogadicción. Siempre que los veo a todos ahueonaos en el pasto con uno de ellos tocando guitarra y todos coreando y rasguña las piedras pienso qué andará mal en sus vidas para ser así de fomes. —Ya dale, no más. Tienes que aspirar fuerte, una línea por cada hoyo de la nariz. «Si la Silvia lo hace…», pienso, y sin dudarlo me agacho un poco, pongo la bombilla en el hoyo derecho de mi nariz, tapo con un dedo el derecho y aspiro con todas mis fuerzas. Acto seguido lo repito con el hoyo derecho. «Esta es otra huea», pienso. Nunca había probado nada ni remotamente parecido, nada que me levantara y me hiciera olvidar todo, no hay nada que pueda interponerse para pasarlo bien. —¡La cagó esta huea! —digo eufórico. —Viste lo que te habías estado perdiendo, hueón —me contesta con alegría—. Vamos a tomarnos un copete. Dos piscolas salieron que bajamos como agua para pedir dos más y luego otras dos más y dos más. Bailamos, cantamos, fuimos al baño varias veces más y ese sabor amargo al final de la nariz ya ni siquiera me incomodaba. Eran las cinco de la mañana y estaban cerrando. La Silvia vive en la plaza Ñuñoa, así es que nos fuimos a su casa, yo ya sintiendo los efectos colaterales. Caí rendido en un sillón mientras ella se fue a su pieza. Vive sola desde los dieciocho, y ya había pasado por un par de carreras que dejó porque no le gustaban. Tiene veintitrés, cuatro años más que yo. Ese bar se convirtió en nuestro infaltable. Íbamos casi todos los sábados que no estaba con Andrés, así es que últimamente hemos ido harto. Una de las tantas veces, ya duros como palo y ebrios, me preguntó por qué mi perrito faldero no salía con nosotros, con la voz distorsionada por el alcohol y la coca. —¿Quién? —pregunté con extrañeza. —El Andrés por hueón. Es divertido el hueón porque no te deja solo ni a sol ni a
sombra. Cuando llega al casino y no estás, se acerca y apenas saluda para luego preguntar si te hemos visto, con cara de preocupado. Tengo una sensación de ternura por dentro, como cuando te acuerdas de un cachorro. —Es que vive lejos y anda corto de plata. —Demás. Guardamos silencio mientras la música sigue, no puedo distinguir qué es, pero es movida. Veo a la Silvia y noto que se perdió, que no está ahí. La miro a los ojos, pero es como si no me viera, o no pudiera verme. Su rostro cambia de expresión, serio, preocupado y angustiado. —¿Todo bien? —Oye, Andrés, te tengo que contar algo, y necesito que me ayudes —dice con esa cara dura y seria, aunque pálida. Noto que transpira helado. —Vamos al baño —digo al momento que me paro y la agarro. Alcanzamos a llegar justo al wáter, donde se hinca y empieza a vomitar mientras por atrás le sostengo el pelo, y comienza a llorar. Primero creo que es de ebria, pero luego noto que la angustia la carcome. —¿Estás bien? —pregunto sabiendo que no. —Hueón, estoy embarazada por la chucha, tengo casi dos meses. «Se acabó la diversión», pienso, pero no digo nada. Sigues llorando, te ayudo a incorporarte y en el lavamanos a limpiarte la boca. Sé que tenerlo para ti no es opción, si no, no estaríamos hechos mierda de ebrios y drogados. —Por suerte, esta huea no me la dijiste en volá de caño —digo tratando de relajar un poco el ambiente y nos reímos un poco, pero nerviosamente. Es temprano, no son ni las 12:00 de la noche. El vomitar te despeja, y a mí la
noticia de tu embarazo. —El martes voy a hacerme un aborto. —¿Necesitas plata? —ofrezco. —No, ya me conseguí las cuatrocientas lucas que me cobran, pero sí quiero que me acompañes por si me pasa algo, pero solo si puedes, no te sientas obligado ni nada. —Claro que sí —digo al instante, sin saber muy bien en lo que me estaba metiendo. Nunca he estado en contra de nada que implique aliviar el sufrimiento. Por mí en Chile existiría ley de aborto, eutanasia, matrimonio gay y para legalizar todas las drogas. Nadie debería decirle a nadie cómo y qué hacer con su vida. Sí, pueden llegar los remordimientos, pero cada uno tiene que arreglárselas como pueda después. —Te pasaste, hueón, eres de verdad un buen amigo —me dice dándome un abrazo del otro lado de la pequeña mesa en que ya estábamos sentados. Ese domingo, después de esa confesión y mi compromiso a acompañarla, quedé un poco en el aire, no sabía cómo sentirme. Sonó el teléfono en la tarde y eras tú. Hablamos trivialidades, nos reímos y echamos la talla, pero siento que estoy vacío. Colgamos y pienso que me queda solo la próxima semana para terminar las clases, y que luego viene el viaje que espero me sirva para ordenar mis ideas, pensamientos y sentimientos. Estoy confundido, no solo sobre la relación con Andrés, sino sobre todas las demás. Con mis viejos, por muy liberales que sean, no puedo conversar sobre gays, drogas y abortos, creo que les cagaría la vida y se cuestionarían muchas cosas ellos como padres, aunque por mi parte no tengo más que gratitud por la libertad en que me muevo ahora. El problema es que veo mi vida como quien ve una película, siento que me cuentan lo que estoy haciendo y no tengo control absoluto de lo que hago. Y es eso lo que espero cambiar en el viaje. Llega el martes y después de almuerzo nos vamos con la Silvia, pues su hora es
a las cinco. Ella va nerviosa y yo, la verdad, no sé cómo sentirme. Hablamos casi nada en la micro hasta llegar a Tobalaba con Apoquindo. Entramos a un edificio donde hay consultas médicas, y una de ellas era de una ginecóloga. En la sala de espera había unas seis mujeres, unas con niños. Me siento y la Silvia va con la recepcionista, le da algunos datos y luego se viene a sentar. Pasaron unos diez minutos, se abre la puerta de la doctora que la llama por su nombre. Entra y la puerta se cierra. Siento un chorro de adrenalina correr por mi cuerpo y me empiezo a morder las uñas mientras trato de concentrarme en lo que dan en la tele que tienen en la sala de espera, una teleserie de mierda incomprensible. Pasan diez minutos, ¿o veinte? Siento que llevan horas dentro. Los demás ven tele, ojean revistas y una mamá entretiene a una guagua de un año creo. Pasan treinta y cinco minutos en total y la puerta se abre. Sales caminado y la doctora se despide con un «cuídate» relajado y pronuncia el nombre de la siguiente paciente. Me ves y noto que tienes que salir de allí sin dar una pisca de sospecha a nadie. Salimos lo más rápido que pudimos. —Hueón, ayúdame que me voy a morir aquí —dices con cara de dolor. Estás blanca como papel y has comenzado a transpirar helado, como si te fueras a ir en pálida. Te sostengo y caminamos hacia Tobalaba para entrar a una cafetería. Nos sentamos y te pido un té. —Andrés, fue terrible, no sé cómo puedo estar de pie —dices tomándote el vientre con las dos manos. No digo nada, no sé qué decirte. Tomas unos sorbos y sacas unas pastillas que te había dado la doctora. —Son antibióticos y un calmante, me dijo que me lo tomara en la casa, pero no doy más —agregas, y te tomas ambas pastillas con un sorbo, el último que le das a la taza. Salimos, tú caminando lento, y al notar que esto no va bien rápidamente paro un taxi. Te ayudo a subir y tus movimientos son lentos, me duele verte porque se nota que estás en agonía. Le doy la dirección y le pido al chófer que se apure. Este nos mira raro, pero nos lleva. Avanzamos y comienzas a desvanecerte, tu mirada se pierde. —Andrés, algo me pasa —dices casi con voz imperceptible luego de lo cual tus
ojos se cierran. Atino a pedirte que me mires, que no dejes de mirarme, pero ya estás desmayada y recién me doy cuenta de que el chófer me está observando disgustado a través del espejo retrovisor y algo dice, pero no le pongo atención porque estoy tan asustado que me tiemblan las piernas, se me seca la boca y siento que tu vida se va de a poco en mis manos, y solo atino a darte unas palmaditas en la mejillas para que reacciones y no sé si eso está bien porque la única referencia a situaciones como esta la he visto en la tele, y me siento tan impotente, tan pequeño, tan desvalido y profundamente solo, y vuelvo a darte una palmadita más en la mejilla, y sigo sin saber si eso está bien porque la verdad es que no sé nada, porque soy un pendejo de mierda irresponsable metido en juegos de grandes, porque quiero llamar a la Teresa y que arregle todo, toda esta muerte, porque no sé en qué mierda estaba pensando cuando dije que te acompañaba, ¿qué cresta creía que iba a pasar?, ¿que te iban a hacer un raspaje y luego nos íbamos a ir a tomar una chela y fumar un caño? ¡Qué chucha tengo en la cabeza! Claramente no medí, por millonésima vez, las consecuencias de nada, y ahora voy en un taxi con una mina que se puede estar muriendo porque se acaba de hacer un aborto al cual me comprometí a acompañar cuando estábamos ambos ebrios y jalados. Trato de encontrar algo remotamente rescatable de esa cadena de eventos, y no puedo. Seguimos avanzando y noto que vamos muy lento, así es que le pido al taxista que se apure, pero detiene el auto y me ordena que nos bajemos. No sé qué hacer. La Silvia no reacciona, está desmayada, no sé si se va a morir o solo es el dolor que la noqueó, no sé cómo la llevaré a su casa si este infeliz nos obliga a bajar, no sé qué le diré a los pacos si es que alguien los llama al verme con una mina desmayada en la calle, no sé nada y todo me da vueltas y me siento mareado, a punto de bajarme del puto taxi y salir corriendo dejando a la Silvia adentro. Pero no puedo hacer eso. Respiro hondo y trato de calmar mis ideas, que han dejado paso a una profunda angustia. Lo miro lo más calmado que puedo, tratando de disimular todo lo que siento, todo el miedo que me empieza a controlar. —Señor… por favor… se lo ruego, tengo plata aquí, quedan tres cuadras, pero ella no puede caminar, por favor, por… favor no nos deje aquí, por favor —digo mientras lágrimas de terror e impotencia comienzan a salir de mis ojos que no se mueven de los de él, lágrimas que comienzan a bañar mi rostro y no puedo controlar.
La Silvia comienza a reaccionar, sus ojos se mueven y despierta, sin saber dónde estamos. —¿Llegamos ya? —pregunta en un hilo de voz mientras sostengo su cabeza en mi hombro. —Ya casi, nos quedan tres cuadras —le digo mirándola con suavidad y acariciándole la cabeza, para luego volver mis ojos al taxista—. Solo tres cuadras y nunca nos volverá a ver ni a saber de nosotros —digo implorando—, tres cuadras —repito lentamente, marcando cada palabra. Llegamos a tu edificio, pago y te ayudo a bajar del auto. No alcanzo a darle las gracias al taxista porque en cuanto cierro la puerta el tipo se esfuma. Subimos lentamente los cuatro pisos porque no hay ascensor, te apoyas en mí y te sostengo de la cintura y siento que después de cada peldaño tu cuerpo se hace más y más pesado. Demoramos una eternidad en llegar al departamento y en cuanto lo hacemos abro la puerta con las llaves que saco de tu cartera y te llevo a la cama. Suavemente te acuesto y arropo, sacándote los zapatos. Respiras agitada y tienes un poco de fiebre, pero estás reaccionando. —Gracias —me dices antes de caer en un dormir profundo. Me arrodillo para vigilar tu sueño, y te veo tan desvalida, sola y herida. Tu rostro es el de una niña, una niña abandonada y sola. Me quiebro completamente y lloro desde lo más profundo de mi ser, tratando de no hacer ruidos para no perturbarte. Me quedo contigo esa noche para asegurarme que estés bien. Duermes inconsciente. Voy al sillón en el living y dejo la puerta de tu pieza abierta, y vigilando tu sueño se me cierran los ojos hasta quedarme dormido, tratando de pensar en cualquier cosa menos esto, pero no puedo evitar despertar a cada rato a chequear que estés bien, que estés viva. Despierto a las siete de la mañana, asustado, como si una turbulencia estuviera pasando, y voy a verte. Sigues durmiendo. No fui a mi casa ni avisé de que no llegaba. Sé que debes haberme llamado, pero la verdad, no me importa mucho en este momento. Me siento responsable por la Silvia, pero esa ambivalencia eterna que se
presenta me confunde. Sé que tengo que acompañarla y es lo que quiero, pero también quiero salir despacio, sin despertarte y desaparecer, olvidar todo este asunto, sacarlo de raíz de mi cabeza y así nunca más tener que pensar en ello. ¿Cuándo uno crece lo suficiente para dejar de tener sensaciones tan opuestas a la vez? La adultez representa ese sentido de responsabilidad y deber, esa coherencia que, supuestamente, viene con los años, ¿pero será tan así de verdad? ¿Tendrán mis papás la película clara a sus ya casi cincuenta años? ¿Y cómo pasará?, ¿te irás a acostar un día y al siguiente sientes que te ha caído la bendición de la responsabilidad, del saber qué hacer, qué no, qué decir y qué no? Veo a la Silvia durmiendo, su cuerpo roto, lleno de dolor, ¿irá a sentir arrepentimiento?, y si lo siente, ¿será más fuerte que el de la mañana siguiente a una borrachera, uno de esos carretes en que dejaste la cagá, no te acuerdas de nada, pero al despertar tienes esa presión en el pecho, una angustia porque, aunque no te acuerdes de ninguna huea, sientes que te mandaste una cagá?, ¿cómo te recuperas de una caña que sabes que será demoledora?, ¿no será acaso mejor no salir del estado de borrachez, voladez o lo que sea que te hayas metido?, ¿no es ese el propósito de todo globo, volar hasta ver cuán alto puede llegar? Reaccionas al rato que he despertado y después de más de doce horas de dormir, pero te ves demacrada, nunca había visto a nadie como te estoy viendo en este momento. Con esfuerzo te levantas para ir al baño, y en el camino me abrazas por un largo rato, sin decir nada. Me haces sentir necesitado, me transmites que no tienes a nadie más que a mí en ese momento. Te abrazo también, con delicadeza, no quiero provocar ninguna molestia en tu cuerpo alicaído y débil. Me siento mal por no querer ser esa persona que tanto necesitas, me siento mal por querer salir arrancando de ahí lo antes posible y olvidar que te conocí. Tomo un café, como algo de pan, pero tú solo un té. Me dices que te sientes mejor, pero adolorida, y que has sangrado durante la noche, pero ya no. Recién ahí me percato de la gran mancha que hay en las sábanas, vista que me deja sin aliento y me revuelve el estómago. Asegurándome que estás mejor me voy a la U, tengo que entregar algunas cosas y esta es la última semana. Salgo de tu departamento cerrando la puerta y la angustia y miedo que sentía empiezan a disminuir con cada paso que doy. Cerrar la puerta es haber encerrado todo lo que pasó en un lugar oscuro y
secreto, lugar que espero no volver a abrir nunca, que quiero olvidar que existe. Ahora solo quiero caminar, alejarme, tomar la mayor distancia de esto hasta pretender que fue algún sueño que tuve del cual no recuerdo mucho, y que tampoco quiero esforzarme en recordar, ¿será eso posible?, ¿se puede olvidar a voluntad? Llego a la U y voy al casino solo para encontrar al grupo de mateos, todos sentados riéndose de alguna huea imbécil y matea, como de las contradicciones que encontraron en uno de los libros que habían leído para algún ramo o de por qué uno se sacó un 5,6 en vez de un 5,9. Sus conversaciones me parecían tan aburridas, tan lejanas a lo que yo quería conversar que es… bueno, no sé, pero claramente algo más entretenido que eso. Los saludo de lejos moviendo una mano y salgo. Sé que en cuanto lo hago comenzarán a preguntarse en qué ando, si ando ebrio, o drogado, o ambos. ¿Por qué eso ahora me molesta? Hasta hace unas semanas me sentía como el hueón destacado, ese que siempre da que hablar por ser bueno pa’l copete y los pitos, ese que siempre es el que toma más y fuma más, ese hueón irreverente, irresponsable, libre. Así creía que me veían, así me veía yo. Pero ahora no quiero ser ese hueón. Siento que una parte de mí también fue abortada ayer, pero no estoy seguro de cuál. Camino por las amplias áreas de pastizales y árboles, porque jardines en sí no son, y te encuentro con la Gabriela, la Elena y el Javier. Están con unas chelas y me invitan a sentarme. —¿Y qué te pasó a ti que no llegaste en la mañana? —me pregunta la Elena con ese tonito de vieja culiá metía que no soporto. —Te llamé anoche y tu mamá me dijo que no habías llegado, y eran como las once —agrega Andrés sin esperar mi respuesta a la Elena. —Ya los hueones metios, ¿y qué si le salió una cacha a este hueón?, ¿tiene que andar publicándolo? —sale en mi defensa la Gabriela, a lo que soy el único que se ríe, dando por zanjada la discusión. Me siento y tomo un poco de chela de la botella, que estaba fresca, y me relajo. Comenzamos a hablar de cualquier huea, de un momento a otro todo me hace gracia, me olvido de todo lo que me ha pasado hasta ahora, pero sé que me estará todo esperando ahí mismo, en el rincón oculto, ese en el que dejo todo lo que me molesta para luego cerrar la puerta. El problema es que ya está lleno, y tengo que
forzar la puerta para que no se abra sola. Estamos hablando de nada y de todo cuando veo que se aproxima el Cristian. Me incomoda el hecho que voy a tener que hablar con él mientras estás tú ahí, al lado mío. No me he fumado nada —aún—, así es que la paranoia sobre no dar pistas de uno o del otro no está, pero la tarea no es fácil. Llegas, estamos todos sentados en el pasto formando un círculo. —Hola, Andrés, ¿cómo va? —me dices relajado. —Bien, todo bien. Oye, unos amigos, la Elena, la Gabriela, el Javier y el Andrés. —Hola a todos, ¿cómo va? —dices saludando a todos moviendo la mano derecha un par de veces—. Oye, ¿has visto a la Silvia? Desde hace como dos días que no la veo. —Ayer no vino a clases —se adelanta la metía culiá de la Elena, cuando el hueón ni siquiera la estaba mirando—. Yo creo que anda enferma porque la última vez que la vi se veía pal pico —agrega con ese tono que pretende ser servicial, pero que no puede disfrazar el propósito final: el cahuín. —Oye, hueona, muere de vieja —interrumpe la Gabriela, a lo que sin entender por qué, estallo en risa, esa risa explosiva, como cuando estás tomando algo y se te va por otro lado y tienes que toser en forma violenta para no ahogarte. No puedo parar de reírme, y ante esto, el Javier y tú comienzan a reírse también. Trato de imaginarme la reacción de todos si hubiese dicho «No está enferma, se hizo un aborto ayer, que es algo muy diferente», y me río aún más. El Cristian me mira con cara de qué-huea-está-pasando-aquí. Mira a la Gabriela y le pregunta si habíamos fumado algo, como para tratar de entender qué chucha pasa. —Nada, este hueón es así —le contesta, lo que me causa más risa. Trato de hablar, pero no puedo, el ataque de risa no me lo permite. Pasan algunos eternos segundos en que me logro calmar, me seco las lágrimas y te digo que en realidad no había visto a la Silvia desde la semana pasada. —Oye, Andrés, ¿podemos hablar un ratito, por fa? —dices ahora con tono más serio.
Sin contestarte, me paro, «vuelvo al tiro», les digo, mirándote brevemente para asegurarme que no te vayas a ir. Caminamos un poco, una distancia segura en que nadie nos podrá escuchar. Siempre me ha gustado la manera en que te ves con esa polera desgastada y pantalones cortos de mezclilla hasta un poco más arriba de la rodilla. Te ves especialmente radiante hoy, pero no te digo nada. Sin preámbulos me invitas a tu casa más tarde. —Mi mamá va a llegar tarde y podemos pasarlo bien un rato, ¿vas? —dices entusiasmado. Lo pienso. Después de todo lo de ayer, un poco de relajo y sexo casual no me vendrían mal, ¿acaso no es el lema «la vida sigue»? Bueno, para el feto de la Silvia claramente no. Vives un poco lejos, pero puedo conseguir el auto con la Teresa y decirle que es para ver unas hueas de un ramo y que vuelvo temprano. Me quedan unas católicas que al final no vendí, así es que, si después de fumarme unos caños con el Cristian me siento muy volao, puedo tomarme una o las dos pa llegar a la casa. No quiero ser irresponsable y andar manejando volao. —Estoy allá como a las ocho, ¿está bien? «te digo a modo de respuesta. —Perfecto. Yo tengo condones, nos vemos más rato —me dices despacio mientras te vas. —Oye, Cristian —te grito cuando te estás yendo. Paras y te devuelves—. ¿No tienes un cañito que me des? Es pa no llegar con las manos vacías de vuelta. Me miras un poco molesto, nunca te había pedido uno así, patudamente, sin la menor señal de intención que te lo fuera a pagar. Metes la mano a la mochila, a un compartimento secreto asumo, y me pasas una aguja. «Última vez, hueón», dices, y te vas. Llego de vuelta y antes de sentarme, la Elena ya está lista para comenzar el interrogatorio —Hueón, ¿de dónde conoces a ese hueón tan rico? —De saber que te juntabas con él yo tampoco entraría a clases —agrega la Gabriela, a lo que todos nos reímos.
No sé cuánto decir, no quiero que el Cristian sea tema cuando te tengo al lado, me voy a poner nervioso y puedo delatarme solo. Pero parte de mí quiere que sepas, quiere que te hierva la sangre, que te des cuenta cómo quema sentir que no eres el único. Sé que lo han visto con la Silvia, pero parece que nunca conmigo. El árbol donde nos juntamos los tres en la tarde a fumar no queda en el área donde nos sentamos ahora, que es la usual. —Es un amigo de la Silvia, y yo a veces le compro esto —digo sacando la agujita—. No le digan a nadie que el hueón vende porque la verdad, no lo hace, sino que a veces a mí porque me cacha por la Silvia, así que piola los hueones, por fa —termino diciendo, pero ya todos están concentrados en el cañito que acaba de aparecer. Encendemos el cogollo poderoso. Está rico, es sativa, nos prende y al rato estamos cagados de la risa de cualquier huea, aunque nuestro tema predilecto es los hueones fomes que nos ven como el anticristo. Todo pensamiento sobre la Silvia se esfuma, estoy en este ahora, y me sorprende lo rápido que puedo desconectarme de algo o de alguien. Les tenemos sobrenombres a todos, cada uno más irrespetuoso e irreverente que el otro. Los imitamos en su forma de hablar, cantamos en forma burlona las canciones mamonas que salen de la guitarra del «palo en el hoyo», que es el hueón que siempre anda con la guitarra «por si acaso», pero tiene cara como si le hubieran metido una escoba y todavía la tuviera en la raja, esos que andan con la frente fruncida constantemente. En medio de la volá, lo malicioso de la Elena nuevamente sale a flote. —Oye, Andrés —te dice—, ¿y tú ya conocías al Cristian? No dices nada, pero ambos sentimos que esa pregunta tan filosa y aguda, con tanta maldad, solo podía ser el reflejo de alguien que sabía perfectamente lo que implicaba. Luego de algunos segundos dices que lo cachabas de vista, pero nada más. Yo me hago el hueón, como si no hubiera escuchado nada. Son casi las cinco. El efecto del pito está casi ido, y no había tanta cerveza, así es que estoy más cansado que nada. Estoy listo para irme, aunque para todos es extraño, pues todavía es temprano. Notas que me voy a ir y me preguntas si voy para mi casa y sé por qué. Te quieres ir a quedar, quieres ir a pasar la noche
conmigo porque el factor Cristian te ha puesto en alerta, se te activaron los sentidos arácnidos. La idea de tenerte en mi cama suena tentadora, pero algo me pasa hoy. Por alguna razón, no estoy de ánimos para escuchar historias sobre lo mucho que te gusta el Carlos después de una buena cacha, creo que agoté mi dosis de empatía por ahora y solo quiero cualquier huea en la que no tenga que pensar ni esforzarme, algo así como el Cristian. —Puta, no, o sea sí, pero tenemos que salir con mis viejos «te digo mirándote a los ojos. ¿Sabrás que te estoy mintiendo? Para mentir lo más importante es armar bien el cuento y ser consistente, no dejar cabos sueltos, lo que lleva al siguiente punto: la historia debe ser simple, sin atados. No hay que dar detalles que nadie te pide, porque ahí te pillan, pero tampoco dejar los esenciales fuera, que son los que le dan firmeza a la mentira. —Te llamo en la noche cuando llegue porque no creo que nos demoremos, pero ahora me tengo que ir —remato, y despidiéndome de todos, me voy. No quiero mirar para atrás porque sé que encontraré tu mirada pidiéndome que no lo haga, y hoy no quiero complicarme con nada ni con nadie. Camino sintiendo tus dudas en la espalda, no eres hueón y esa inocente transacción del pito levantó tus sospechas, lo sé. ¿Estarás pensando quién era ese hueón que habías visto tantas veces caminando por ahí con su porte de atleta y facciones tipo pascuense? Sabías que era amigo de la Silvia, que sé que no es santa de tu devoción, así es que rara vez coincidimos los tres en hacer algo, ni siquiera en tomarnos unas chelas en el pasto. Nunca he sabido bien qué es lo que no te gusta de ella. ¿Estarás celoso? Lo hemos conversado varias veces. No tengo interés alguno en las mujeres sexualmente hablando, pero su belleza es algo no me deja indiferente. No tengo problema alguno en comentar contigo o con quien sea sobre los atributos físicos y rasgos de una mujer. ¿Te molesta cuando lo hago? Generalmente apruebas o rechazas mi opinión para luego rápidamente cambiar el tema. La Silvia es una mujer muy atractiva y siempre lo comento, pero jamás podrá haber nada entre nosotros por obvias razones. Eso lo tengo claro y no necesito cuestionármelo. ¿Lo tienes tú claro? Y entonces escucho la voz de la Silvia «¿y dónde está tu perrito faldero?» en mi cabeza. Por un momento creo que entiendo todo: tienes celos, celos de todos los que me rodean. De la Teresa
porque me tuvo, del Pato porque será el único hombre que estará siempre a mi lado hasta que la muerte diga otra cosa, de la señora Marta porque me prepara la comida, de mis amigos que no son de la U porque me conocen de antes y comparto recuerdos y vivencias con ellos de las que tú nunca formarás parte, de todos en la U porque roban mi atención que debería estar totalmente enfocada en ti, del chófer de la micro en la mañana porque es el primero que me ve antes de llegar a la U y en la tarde después de irme a mi casa. Tienes celos del tiempo, de ese tiempo que no paso contigo, de mi dormir sin ti, cuando no sueño contigo, y también cuando lo hago porque ese del sueño no eres tú, sino la imagen tuya que tengo en mi cerebro, de mi pieza cuando no estás, del camino de las estrellas cuando salgo a caminar solo, de Björk cuando me canta. Tienes celos de toda mi vida sin ti, el pasado, presente y futuro incluidos. Y eso me causa una profunda satisfacción. Llego a mi casa y está la Teresa haciendo unas hueas de cerámica, que es lo que le gusta ahora, en una mesa que instaló en el patio. Tiene las ventanas del living, que en realidad son puertas dobles de madera, abiertas de par en par y suena fuerte el segundo movimiento del concierto 21 para piano de Mozart. Entro por el patio, la veo y la escena me parece como sacada de un libro de cuentos, cuando el protagonista finalmente llega a ese lugar seguro para descansar después de una jornada oscura y reveladora. Aunque también me recuerda el pronóstico del tiempo. Está tan concentrada que no nota cuando llego y me paro a su lado. —Hola, Teresa —digo alegremente. Sin mirarme sigues concentrada en tu pieza, en darle forma a lo que pareciera ser un macetero de algún tipo, pero cuyo contorno aún no puedes definir y eso te tiene absorta en la tarea. —Apareciste. Con tu papá estábamos tan preocupados. Llama, no te cuesta nada. No te voy a preguntar dónde estuviste ni con quién, porque eso es tu problema, pero la próxima vez llama, cabro de mierda —me dices enojada. —Ya, si no es pa tanto. Te juro que ahora siempre te voy a avisar. Sé que, aunque me dijo que era mi problema, tengo que darle algo de información sobre dónde estuve y qué hice, si no sería sospechoso. —Después de clases nos fuimos a la casa de la Gabriela y el plan era llamarte de
allá, pero le habían cortado el teléfono. Me quedé y en la mañana nos fuimos todos a la U. Se me olvidó luego llamar. Nunca más, ¡te lo prometo! —digo al momento que la abrazo y le doy un beso en la mejilla. —¿Qué estás tratando de hacer? —le pregunto mirando al proyecto de no-séqué-huea que sus manos tratan de formar. —Un macetero para la Olivia, pero no quiero una cosa redonda o tratar que me salga como del Homecenter. Quiero darle como un toque mío. —Bueno, Teresa, si no quieres que te salga como un macetero de supermercado, tienes que dejar de escuchar música de supermercado para empezar —digo refiriéndome a la composición del niño Mozart. Entro y saco el CD de Mozart interpretado por Claudio Arrau, abro mi mochila y saco la banda sonora de Bleu. Elijo el track veintidós, Song for the unification of Europe- Julie’s version. Comienza a sonar el poderoso coro y las notas invaden toda nuestra casa. La Teresa queda inmóvil, y empieza a darle forma al macetero. —Necesitabas fuerza —comento. No me contesta, así es que voy a la cocina a buscar algo para comer, y al ver que hay charquicán, tapo la olla y me hago un sándwich con lo que voy pillando en el refri, voy a la despensa a buscar jugo de naranja y luego tomo una manzana roja de la frutera mientras escucho los acordes finales, que son fastuosos, como la entrada de los dioses al olimpo. Mascando mi sándwich vuelvo al living y paro el CD, ahora solo el sonido de los pájaros y la brisa moviendo los árboles es lo único que nos acompaña. —Y, ¿tienes tu macetero? —No, pero ya tengo una mejor idea de cómo lo quiero —dice en forma distraída. Sin pararse de la silla, me mira a los ojos. —Andrés, hijo, te tengo que preguntar algo y quiero que me digas la verdad. Me pilla de sorpresa, porque su tono no es alegre ni liviano.
Esta es la Teresa seria y tengo que tomarla en serio. —¿Qué? —digo despreocupadamente sin dejar de mascar mi pan. ¿Qué parte de todo lo que hago que no sabes que hago y espero que no sospeches que hago, pues nunca me había puesto a pensar que pasaría si tú supieras todo lo que hago cuando no estoy acá o cuando tú y el Pato no están acá, quieres saber exactamente? ¿Qué quieres preguntarme, si acaso estoy teniendo sexo sin protección con mujeres u hombres o ambos? ¿Si acaso soy yo el que te saca las pastillas para adelgazar y se las toma con un copete o las vende? ¿Si acaso jalo de vez en cuando? ¿Si he estado involucrado en alguna acción ilegal? ¿Si acaso robo? ¿Si acaso tomo más de lo que debería? ¿Qué, qué, QUÉ? —Andrés, ¿fumas marihuana? Escucho la pregunta y no puedo evitar reírme sin parar. La miro y sigo riéndome ante tan inocente pregunta. De todo lo que podrías haber preguntado, eso. De todo lo que podrías haber querido saber de mí, eso. De todo lo que puede haberte contado de mí para que me aconsejaras, eso. De todo lo que quería desahogarme, eso. —Sí, Teresa, fumo —contesto a secas, sin dejar lugar a dudas. Sacas un paquetito envuelto en diario, no alcanzaba para más de dos pitos, por suerte, eran cogollos y no prensada, que ahí se podría haber complicado la cosa. —O sea, que esto es tuyo. La señora Marta lo encontró en uno de tus jeans y me lo pasó. «Vieja culiá», pienso al momento que la frase «muere de vieja» resuena en mi cabeza y no puedo evitar reírme nuevamente. —Me preocupas, Andrés. Estás muy flaco, casi nunca te veo comer, pasan días y días en que no llegas a la casa, ahora no llegas y tampoco avisas, no sé con quién te juntas… —¡Con el Andrés! —interrumpo mirándola a los ojos—. Teresa, no tienes de qué preocuparte. Fumo marihuana como todo el mundo, no más, la diferencia es que ahora tú sabes, ¿sabes cuántos papás creen que tienen al hueón perfecto
como hijo sin tener idea que el tipo se hace mierda carreteando? Tú y el Pato saben que tomo, que fumo cigarros y ahora saben que me fumo unos pitos. No le des tanto color, yo me porto bien y sé elegir con quién me junto, ¿o acaso el Andrés es mala junta? —termino de decir sabiendo que ella lo adora. —Prométeme que siempre te vas a cuidar, mira que me muero si te pasa algo. —¡Lo prometo! —digo cuadrándome a lo milico mientas empuño la mano derecha, la llevo al corazón para luego extenderla. —No me agarres pa’l hueveo tampoco —dice sonriendo. Tengo a la Teresa de siempre de vuelta. —Oye, ahora que sabes, ¿puedo tener unas plantas? —No te pases tampoco —me dice, concentrada nuevamente en su macetero. —Entonces préstame tu auto, tengo que ir a la casa de un compañero a buscar un libro, te prometo que no me demoro. Una de las cosas que he aprendido del Pato es a negociar, y lo básico, lo fundamental, es fijar que es lo que tú quieres de la negociación y cuál va a ser tu estrategia para conseguirlo. Él cambia el auto cada dos años, y siempre vamos los tres cuando toca ir por el nuevo. No nos dice nada, solo que lo acompañemos a mirar autos, y sabemos que eso significa que se va a comprar uno nuevo. El Pato no es de los que sale a vitrinear. La estrategia es pedir dos cosas, una ridícula, y la otra, bueno, la otra es la que quieres. El proceso de negociación puede durar horas, caras largas, pararse varias veces diciéndonos «vamos», para luego, a petición del vendedor, volver a sentarse, pero el Pato no sale sin haber elegido el auto que él quiere al precio que él quiere pagar y con las condiciones de ventas que él quiere tener. Sobre la base de eso, y sabiendo que conseguir el auto de la Teresa no iba a ser fácil después de haber llegado a las seis de la tarde de un miércoles, habiendo salido el lunes en la mañana de la casa y sin haber avisado dónde chucha estaba, elegí como petición ridícula tener unas plantas de marihuana, y como la real que me pasara el auto. Después de unos «viste que no confías en mí» y «ya, voy a ir en micro entonces,
pero la huea es lejos y pelua», accede a prestarme su auto. Me hago otro sándwich y me lo como rápido mientras ella toma un té, todo esto para que me vea comer, le doy un beso y parto a la casa del Cristian en La Florida, pero bien lejos en La Florida. Soy de los que tiene que escuchar música, siempre, y quiero escuchar a Björk. Me acuerdo de que tú tienes el CD y me da rabia. Siento que cuando me lo devuelvas ya no lo voy a querer escuchar. Reviso lo que llevo en la mochila, no quiero nada muy profundo ni que me bajonee, quiero algo festivo, que me prenda. No tengo nada así conmigo, así es que voy por las radios, todas tocando grunge non-stop. Sigo buscando hasta que suena Deeper and deeper de Madonna. En medio de los tacos a esa hora por avenida La Florida, llego a tu casa pasado las ocho. Sé que me estás esperando. Luego de un breve saludo, nos tomamos una chela, fumamos un caño y nos vamos a tu pieza. Tu porte, actitud y facha no revelan que lo que realmente te gusta es tenderte de guata sobre la cama y dejarme hacer lo mío. La acción es mecánica y acá lo único que importa no es hacerte gozar, ni tú a mí, sino que cada uno lo haga en forma individual, sin conexión, sin lazos, sin sentir nada más que ese instinto salvaje que nos lleva al clímax intenso. Eso es lo que ambos queremos y el cuerpo del otro es un mero instrumento para conseguirlo. No nos interesa saber cómo nos fue hoy, cómo nos sentimos, nada, solo queremos culear un rato y volver cada uno a sus asuntos, ninguno de los cuales nos unen excepto en esta cama, en este momento, en este ahora. Con Cristian empezamos a acostarnos hace un tiempo, no más de dos meses, eso sí. Un día, de esos como tantos en que estábamos los tres con la Silvia fumándonos un caño en el árbol de siempre, quedamos los dos solos porque ella fue al baño. Era la primera vez que ocurría y empecé a sentir una incomodidad, una inquietud, algo que no había sentido desde Andrés. Sin decir nada, porque no sabía qué decir, me quedé pegado mirando al cielo, pretendiendo no sentir esa incomodidad. «¿Será el caño? Sí, eso tiene que ser», me continuaba diciendo a mí mismo, pues la posibilidad de que este hueón recio tuviera la misma sensación era impensable. —Oye, Andrés, ¿y tú no estás con alguna minita, con la buena facha que tienes, debe haber varias por ahí, ¿o no? —dijiste entonces con una sonrisa nerviosa final que te delató. Percibí tus nervios e incomodidad, tu tono de talla que en realidad disfrazaba una
pregunta que querías hacerme desde que me viste la primera vez. Mi intuición me dio la confianza y arrojo que tenía que sacar, pues no habría otra oportunidad. Tenía que ser vagamente directo al contestar, astuto, pero cubriendo mis flancos por la remota posibilidad de que mis inferencias no fueran correctas. —No sé en realidad. No me he fijado mucho —comencé, sin despegar los ojos del cielo mientras los de él me miraban de reojo—. La verdad, yo creo que tú y yo tenemos los mismos gustos cuando se trata de un polvo, ¿o no? —terminé al tiempo que dejaba el cielo para mirarlo directamente a los ojos. Me la había jugado por completo, pero si él no quería tomar la pelota, la podría chutear para otro lado y después explicarse mi respuesta como se le diera la real gana. —¿Tú crees? —contestó sacando sus ojos de los míos para enterrarlos en el suelo. —De hecho, ahora estoy seguro —rematé. La tensión sexual se respiraba en el ambiente, y pude notar que bajaste una de tus manos a tus pantalones para disimular la erección. Te diste cuenta de que había notado el gesto, y enrojeciste. —Ando en auto, podemos ir a otra parte —ofrecí con seguridad—, ¿te animas? Asentiste con la cabeza, aún enrojecido y con ambos brazos cruzados sobre tu entrepierna para disimular el deseo que se había apoderado de todo tu cuerpo, especialmente ahí. La Silvia volvió y nos quedamos callados, disimulando que estábamos cada uno en su volá. —¿Y han estado callados todo este rato los hueones? —dijo para luego reírse—. Yo me voy porque me acordé de que tenía que hacer unas hueas, ¿Uds. se quedan? —Sí, porque voy a entrar a la clase de las dos y media —mentí. —Yo me voy a juntar con unos hueones como a las dos para hacer una huea de trabajo —dijiste mintiendo también. —Oye, fui al casino a ver si había llegado el Federico para ver lo de las
fotocopias, y estaba el Andrés con la Gabriela. El Andrés me preguntó por ti y le dije que estábamos en el pasto. A lo mejor vienen, pa que no se muevan. Ya, me voy. Tomaste tu gran bolso, ese mismo que usábamos para ir al súper a robar, o como a nosotros nos gustaba decir, «a ganarnos» cosas. Siempre me daba risa cuando ya de vuelta en la U sacábamos todo de una en el pasto o en el casino, y si algún compañero o hueón de otra carrera nos preguntaba dónde habíamos sacado tal o cual huea, sencillamente contestábamos «me la gané en el súper» sin asco ni vergüenza. A los profes y funcionarios que nos compraban les decíamos que todo venía de Iquique. Apenas se fue, te miré. —Ya hueón, es ahora o nunca, porque si llegan los otros hueones cagamos, me tengo que quedar. Los estacionamientos estaban al otro lado del edificio, opuestos del casino y de donde estábamos, y nadie iba para allá a menos que llegaras en auto, obviamente. Al ver que la Silvia había desaparecido en la distancia, caminamos para desaparecer. —¿Y a dónde vamos? Podría ser mi casa, pero me daba paja llevarte porque luego te tendría que llevar de vuelta, además, la señora Marta se quedaba hasta las seis ese día, así es que cero posibilidades —y ganas—. —Vamos a mi casa, no hay nadie hasta las siete —finalmente sacaste la voz. Estabas nervioso, ¿acaso era esta tu primera vez?, ¿iba a ser tu primero, ese que quedaría contigo el resto de tu vida? La sola idea me calentó más. Vivías lejos, pero el chancho ya estaba en la parrilla y había que seguir. No hablamos mucho por el camino, y luego me daría cuenta de que ese día mostraste un lado tuyo desconocido para todos, y que creo que ni tú sabías que estaba ahí. Nos tomamos unas chelas una vez en tu casa, y me acerqué, pues tenía la sensación de que no sabías mucho de cómo proceder. Era claro que con minas habías estado, y que te daba placer y te gustaba, pero ahora querías dejar fluir ese tú que anhelaba estar con un hombre, que quería sentir la dureza y rigidez de un hombre dentro, que quería dejarse llevar por ese placer que solo un hombre podía dar. Con
nerviosismo exploraste mi cuerpo, entero, primero con tus manos, luego con tu lengua y yo me dejé querer. Dejaste que hiciera y deshiciera contigo, querías por una vez no ser el que llevaba el ritmo, el que controlaba el impulso, querías ser el receptor de todo, y para mí, ver tu cuerpo recibir era placer. Acabamos rendidos, mojados y secos en tu cama. Pensé en ti, y en la cantidad de veces en que habíamos terminado así, pero no sentía lo mismo. Ahora quería levantarme y salir de ahí, me sentía sucio. Noté que te sentías exactamente igual, así es que para alivianar el asunto te dije que me tenía que ir. No intentaste detenerme, no me ofreciste nada, solo asentiste. El Cristian que había puesto sus piernas en mis hombros y un cojín en el sacro se había ido. Ahora estaba el hueón piola-bacánbuena onda con que nos sentábamos a fumar un caño casi todas las tardes, pero con quien yo no hablaba mucho. ¿Sentirás parecido cuando tiras con el Carlos? Todo el asunto este terminó mucho antes de lo que esperaba, y podría llegar a la casa a comer y echar la talla un rato con mis papás y luego para llamarte, que es lo que realmente deseaba después de este encuentro. Quería que fueras a mi casa, y que al acostarnos sintieras el olor de Cristian en mi piel, que supieras que había alguien más, que tú también eras reemplazable, que tu sabor en mi boca era ahora compartido con el de alguien más, que cuando ibas donde el Carlos yo no me quedaba sentado en mi casa escuchando Here in my heart de Tiffany, mi placer culpable y escondido, esperando a que sonara el teléfono y fueras tú y me dijeras con tu voz risueña que me querías. No. Quería que supieras, solo con ese olor, que mi vida seguía tal como la tuya, que el tiempo es propiedad de cada uno y hago con él lo mismo que tú, que no te pertenezco como tú no me perteneces, por más que lo desee y me duela. Llegué a la casa y estaban viendo noticias. Entré, los saludé y me instalé en uno de los sillones. —¿Y este milagro? —dice el Pato. —¿Cómo te fue? —pregunta la Teresa. —Bien, todo bien, estoy terminado con algo que estaba un poco difícil, pero ahora ya está todo bien —dije en forma ambigua, porque necesitaba escucharlo en voz alta yo también. Las noticias siguen con el caso de la disco gay que se quemó en Valparaíso hace
un par de meses. Habían muerto más de veinte personas y el tema de la homosexualidad se había tomado la agenda. La opinión pública estaba dividida entre los que lamentaban un hecho tan terrible y los que creían que se lo habían buscado porque estaban seguros de que era un castigo divino. «¿Qué clase de enfermo eres si el Dios que adoras obtiene placer quemando gente viva?», pensé mientras entrevistaban a un canuto. La Teresa había estado pendiente del caso, pues le parecía horrible que los espacios de información se centraran en el aspecto moral y no en lo que tenían al frente: la nula obediencia a los protocolos de seguridad, ya que la única puerta de emergencia del local daba a una estrecha escalera que finalizaba en una puerta que abría hacia adentro y estaba cerrada con candado. Pero para los pacatos de este país el tema no era ese. El Pato no prestaba atención, pero su opinión concordaba más con la de la Teresa. Me sentía un poco cansado y me fui a mi pieza. Quería echarme en mi cama a pensar en nada y todo a la vez. La culpa que me sacó de la casa del Cristian había desaparecido, y ahora comenzaban los recuerdos candentes que se habían formado después de nuestro encuentro. ¿Será el primero y el último? Mañana tenía clases y el ritual del pito y el árbol me iba a estar esperando, ¿llegaría, desaparecería, se haría el hueón, que era lo que yo iba a hacer? A la Silvia no le podía contar y a ti tampoco, porque no quería. Siento que compartir todo con alguien más no es sano, uno debe dejarse algo escondido, secreto y único. Luego de volver en el auto de la Teresa, me voy a mi pieza y estoy absorto en mis pensamientos, como volado, y siento que la Teresa me llama: «Andrés, teléfono». Se me había olvidado darle volumen al que tengo en la pieza. Lo tomo, le aviso de que cuelgue. —Hola. —Hola, ¿te llamo de vuelta? —ofrezco en seguida. —Ya —me dices y colgamos. Marco tu número, que me lo sé de memoria, contestas y partes de inmediato. —Te eché de menos hoy.
—Yo también, pero tenía que hacer unas hueas con mis papás. ¿Y cómo estás? Siento que no hemos hablado en tanto tiempo. De tanto repetir la mentira ya la siento como real, como si de verdad hubiéramos salido con la Teresa y el Pato y recién hubiéramos llegado. Podría hasta decirte dónde fuimos y lo que hicimos. —Más o menos, ando un poco achacao. Puta, el Carlos po hueón. Yo creo que no engancha conmigo, no como… —¿Yo? —interrumpo —Sipo, como tú. ¿Este hueón es hueón o se hace? ¿De verdad espera que ese huaso culiao feo sea como yo? ¡Como si las almejas dieran perlas! Sigo escuchando tus descargos y desahogos sobre el hueón ese, y me empiezo a dar cuenta de que tú eres del tipo de persona que no valora lo que tiene porque siempre está pesando en lo que podría tener, como cuando te haces un sándwich con muchas cosas ricas que hay en la mesa y tratas de ponerle todo y cuando te lo comes no disfrutas lo rico que está, sino que estás pensando en qué quieres ponerle al otro que te vas a preparar. ¿En qué estado estoy para ti?, ¿estás disfrutando tus últimas mascadas de mí? —¿Podemos hablar de algo más que no sea el hueón del Carlos? —digo cuando noto que has tomado un tiempo para respirar. —¿Te molesta que hable de él? —No, lo que me molesta es que sea lo único de lo que hables últimamente — digo con un tono molesto que no quería que me saliera tan honesto. Noto que la conversación se enfría, que en realidad no te interesa conversar de otra cosa conmigo, pues soy el único con que puedes hacerlo, lo que no significa que yo quiera o tenga que aguantarlo. Luego de unos minutos colgamos, estoy cansado y escuchar tus hueas, de hecho, me dio sueño.
5
Este año voté por primera vez. Frei salió presidente y comienzo a sentir que ese tiempo de oscuridad en que me tocó crecer poco a poco va desapareciendo, pero ese sabor amargo que deja en mi memoria creo que jamás se irá. Por el lado del Pato tenemos familia exiliada en Australia. Por lo que cuentan, mi tío era líder sindical y al llegar la dictadura tuvo que esconderse y, finalmente, huyó a Buenos Aires. Meses después su esposa con sus tres niños, uno de meses de vida y el mayor de cinco años, se les unieron allá y Australia les otorgó asilo político bajo el estatus de refugiados. Esa herida aún está abierta en mi familia, y dudo que algún día se vaya a cerrar pues, aunque todos ellos han venido a Chile un par de veces desde que volvió la democracia, el tiempo perdido y la desconexión de mis primos con esta cultura los hace turistas, y nada más. De hecho, ninguno de ellos habla español, para empezar. Nunca me he cuestionado la tendencia política que tengo, y nunca variará. Nada, pero nada en el mundo podrá hacerme votar alguna vez en mi vida por un candidato de derecha. Voy a ser de esos hueones cerrados, y probablemente con el pasar del tiempo, cuando en treinta años los hueones de mi edad ni sepan quién fue Perrochet, yo aún me voy a acordar. La política es como la religión, yo creo, una vez que escoges una, difícilmente la cambiarás. Salgo temprano, con el Pato, y me voy a la casa de la Silvia para ver si ya se siente mejor. Me abre la puerta y se ve mucho más recobrada, casi como la de todos los días. Está tomándose un café, como es su costumbre, y me ofrece uno. Siempre me he sentido tan grande cuando tomo café, un brebaje de adultos de sabor intenso y amargo con la clave de la sabiduría y la experiencia. En mi casa lo tomo con cuatro o cinco cucharadas de azúcar, pero en el casino y ahora, solo con dos, un adulto no le pondría tanta azúcar, creo yo. Tampoco pido leche, que es la única manera en que lo puedo tomar en la casa. Café, un poco de agua hirviendo para disolverlo y luego leche hirviendo hasta llenar la taza, pero la leche colada, porque no soporto la nata. Bueno, todo eso no lo hago en otra parte, porque no es de adulto. —Estoy mucho mejor, de verdad —me dices, pero no puedo pasar por alto que
en todo este rato no me has mirado a los ojos. Buscas las esquinas, el cielo del departamento o la vista de la ventana que da a la plaza Ñuñoa, pero no me miras. Intuyo que debes sentirte incómoda con mi presencia, o tal vez estés pasando por un proceso que yo no logro entender, pero que no quiero interrumpir. —¿Vas a clases hoy? —pregunto como para hacer conversación, aunque sé que no lo harás—. El Cristian preguntó por ti, no le dije nada, solo que no te había visto desde la semana pasada, ¿está bien? —Sí, gracias. Creo que no voy a ir esta semana a la U, y como es la última de clases, ya no voy a ver a nadie hasta el próximo año. ¿Tú te vas la próxima semana a Chiloé con tus viejos? —Sí, creo que el miércoles o jueves. Quieren pasar pascua y año nuevo y venirse como el 12 de enero. —¿Y todavía andas con el bichito de quedarte por allá todo el verano? —Si consigo pega, y me aguantan en la casa donde vamos, sí, me quiero quedar. —Demás te resulta, tú no eres un hueón tonto, todo lo contrario. Ya saliendo de su casa, nos despedimos por este año. Ahora, por fin, me mira a los ojos, ahí, parados en la puerta abierta de su casa que da a un pasillo abierto, con barandas. —Andrés, no tengo cómo agradecerte todo. Eres lo más cercano que tengo a una familia, y mi intención nunca fue… —Lo sé, no tienes que decírmelo. Lo único que quiero es que te sientas mejor, que subas el ánimo y ya verás que luego nos vamos al árbol, a fumar un cañito y pelar el cable. Nos abrazamos, me da un beso en la frente, y cierra la puerta. Bajo los cuatro pisos sintiéndome liviano, como si me hubiera quitado un enorme saco de la espalda, como si hubiera apretado el botón de reseteo del computador. Me voy caminando a la U, que queda como a un kilómetro, y por alguna rareza
de la vida no me pongo los audífonos. Quiero escuchar lo que pasa a mi alrededor, los autos, los pajarracos, los perros, los gatos, las viejas culiás, todo. Me siento liviano, fresco y animado, como hace mucho tiempo que no me sentía. Llego al casino y algo en mi cara reflejaba esta sensación de bienestar. —¿Y a ti qué te pasó que vení tan alegre?, ¿te tocó anoche? —dice la Gabriela a lo que todos, incluido yo, nos cagamos de la risa. —¿Viste las notas que publicaron hoy? —me pregunta la Elena, que claramente ya las había visto y sabía la mía. —Puta, no, pero dímela, si ya la sabes —le contesto. —¡Te sacaste un 4,3 hueón! Una descarga de adrenalina invade mi cuerpo y un «¡concha tu madre, lo pasé!» escapa desde el fondo de mi pecho. —Sí, hueón, ¡lo pasaste!, pero el Garmendia se lo echó —dice la Elena, quien no puede por alguna huea sobrehumana tener la boca cerrada. Siente que tiene que dar la exclusiva. Miró al Andrés, que tiene una cara de culo de esas que nunca le había visto. —Puta hueón, trata de hablar con el profe y ver si puedes darlo en marzo, por último. —Sí, ya hablé, me dijo que bueno, pero igual paja tener que estudiar en el verano. ¿A lo mejor si tú me ayudas? Algo pasó, lo percibo. Algo pasó con el huaso ese, de lo contrario no estarías pidiéndome no quedarme en Chiloé, porque es esa exactamente tu petición. No, ni cagando. ¿El hueón te manda a la chucha y ahí estoy yo, el paño/catre de lágrimas para consolarte? No, no iba a modificar todo mi plan porque TÚ estás mal, no iba a dejar de lado todo lo que quería hacer porque TÚ estás mal, no iba freírme de calor en esta puta ciudad porque TÚ estás mal. Las hueas no funcionan así. —Estudia en el verano y cuando vuelva te ayudo. Podemos adelantar algo hoy,
si quieres anda pa mi casa y revisamos en qué te fue mal. —¡Claro, po hueón!, ¡que el hueón del 4,3-por-cuea te dé consejos! —dice la Elena en forma burlesca lanzando una carcajada desagradable con la que nadie engancha, aunque debo itir que hacía un buen punto. —Qué andar estudiando hoy día pa una prueba culiá en marzo, ¿qué les pasa a los hueones? —interrumpe la Gabriela—. Vamos pa mi casa, mejor hoy se quedan allá. Avisa a los demás y armamos el último carrete del año, celebremos como Dios manda no más. Este hueón —dice mirándome—, tiene que celebrar la mansa raja que tiene, y tú —mirando al Andrés—, tienes que ahogar las penas, así es que nada de andar pensando en estudiar en mi presencia — sentencia finalmente, a lo que no puedo evitar reírme. —Avisa al Carlos pa que consuele al Garmendia —añade maliciosamente la Elena, con una risa de maldad. —No, si ese hueón se fue, en algo andaba que la mamá lo mandó cagando pa la casa del tío en Chillán, y se va a quedar por harto rato. No he podido hablar con la tía, pero tiene que haber sido la media cagá pa que lo fletara de un día pa otro —dice la Gabriela con ese tono de sureña que de repente le sale. No digo nada, no te quiero mirar, no quiero saber nada tampoco. Esta huea no tiene nada que ver conmigo, y si algo aprendí esta semana es a no meterme ni ofrecerme en hueas que no me competen. —¿Y tú no sabías na, Andrés? —le pregunta la Elena, nuevamente con ese tono malicioso y mal intencionado—. Si Uds. dos son reamigos por lo que se cacha —dice poniendo énfasis en la palabra «cacha». Sé que estás incómodo y probablemente sufriendo, pero ante la arremetida de esta hueona rompo a reír. Me río porque quería salvarte, un poco, pero la verdad, porque la forma en que te preguntó y estresó la palabra «cacha» fue extraordinariamente chistosa. La Gabriela rompe en risas y tú también, relajando el ambiente. —¿Vieron los hueones que con Uds. no se puede hablar en serio? —sigue Gabriela tratando de sonar enojada, pero sin poder evitar seguir riéndose. Quedamos en avisar al resto, y yo en ir a mi casa a almorzar, pasar un rato allá
para que no me hueveen que nunca estoy, y llegar en la tarde/noche a Colina. El viaje no es menor, pero ya lo he hecho tantas veces que no me molesta. Toda la mañana estamos con más gente, siendo imposible quedarnos solos para conversar y aislarnos en esa complicidad que, aunque no pasa por su mejor momento, es aún nuestra y de nadie más. Será difícil hacerlo hoy en la U, así es que te invito a mi casa para luego de ahí irnos a la de la Gabriela. Aprovecharemos de ponernos al día, digo, en el amplio espectro en que eso pueda ser entendido entre ambos. La ambigüedad comunicacional, tema que me encanta explorar; ese mensaje que puedes enviar y puede ser interpretado de dos maneras, y ambas son correctas, como cuando dices «el niño indicó a la mujer con el dulce». Uno puede entender que el niño tiene un dulce en la mano y lo usa para indicar, mientras que otro puede entender que de todas las mujeres alrededor, el niño apuntó a la que tenía un dulce en su mano. Ambas interpretaciones son correctas, ambas válidas. ¿Cómo saber entonces cuál es? La correcta será determinada por la intención de quien lo dijo, ¿no es eso belleza pura? Jugar con la ambigüedad en todo aspecto es un arte, un don que se cultiva con el tiempo porque de lo contrario suena vulgar y chabacano. La esencia es no explicar qué quisiste decir y dejarlo a la imaginación de quien lo escuche, pues es ahí que se convierte en un espejo de lo que esa persona en realidad siente, quiere y anhela. Aceptas la invitación y en el camino te escucho. —Quedó la cagá —dices para abrir la historia. —¿Qué pasó? —Hace un par de noches estábamos hablando por teléfono con el Carlos, y me contó que no le había gustado tanto el polvo que nos habíamos pegado, que todavía le dolía. Al decir esto evitas mirarme, sabes que la historia me molesta, que no merezco esto, que no he hecho otra cosa que quererte, que tú eres mi único. Bueno, eso es lo que piensas, creo yo, y quién soy yo para corregirte. —¿Te molesta escuchar esto? —finalmente preguntas. —Dale no más, que eso ahora es el menor de los problemas, ¿o no? —contesto,
pues tengo un genuino y morboso interés por saber qué chucha había pasado, y esa morbosidad supera con creces la incomodidad y decepción que también estoy experimentando. —La huea es que ninguno de los dos nos dimos cuenta de que la mamá de este hueón estaba escuchando en el otro teléfono. La vieja culiá se enteró de todo, y cuando escuchó que este hueón se había acostado conmigo, pegó un grito y este hueón colgó, y no he sabido nada más de él, hasta hoy día con lo que contó la Gabriela. Siento unas profundas ganas de reírme a carcajadas, y no sé si podré controlarlas. Siempre que trato de controlar la risa de una forma, estalla de otra, como cuando era chico y jugaba con barro y hacía represas, y el agua empezaba a salirse por todas partes. Trato de decir algo, pero no puedo. Mi rostro se desfigura conteniendo la carcajada. —Creo que —empiezo a decir respirando profundo y contenido— la historia es pal hoyo —termino al tiempo que exploto de la risa. Quiero parar el hueveo y tomar esta huea con la misma seriedad que tú, pero no puedo, me supera. La gente en la micro me mira, pues mis risotadas están completamente fuera de control. No dices nada, solo miras por la ventana. —Sí, yo sé que la huea es chistosa pa ti —empiezas a decir con tono de víctima. —Hueón, pa cualquiera —interrumpo tajantemente porque sé que ahora los dardos los ibas a dirigir a mí. Soy tu amigo, amante, te quiero, pero la piedra de tope de nadie, y quiero que esa huea te quede bien clara. —Igual me da lata que te rías, mejor no te hubiera dicho nada. —No puedes contar algo a alguien y esperar que reaccionen como a ti te gustaría, porque al momento de decirlo ya no lo controlas —añado, sin entender muy bien lo que digo ni si acaso lo habrás entendido. —Un poco de empatía, nada más. —¿Empatía?, ¿Me estás hueveando? —digo ya un poco irritado.
Empatía quiere el hueón. ¿Sabrá lo que significa? ¿Se habrá puesto en mi lugar alguna vez? ¿Cómo cree que todo esto del Carlos me ha hecho sentir? De verdad hay cosas de las personas que nunca dejarán de impresionarme. Para pedir empatía lo primero es ser uno empático. Predicar con el ejemplo debería ser un lema, aunque yo mismo falle en seguirlo. Llegamos a mi casa y en el camino no cruzamos palabras. Me llama la atención que no hayas tenido la dignidad para haberte ido a tu casa o a la de la Gabriela, como yo tampoco la tuve para pedirte que te fueras. Me siento confundido nuevamente, y espero que mi falta de experiencia en esto, como en la vida, no me esté llevando a cometer errores, a manejar mal mis emociones, a cagarla. La Teresa se alegra de verme en la casa tan temprano, y también de ver al Andrés. —Qué bueno que viniste, Andrés —dice para luego mirarme—, qué lindo que es este cabro —agrega, a lo que él, como siempre, se sonroja y sonríe. Esa sonrisa no la veía hace tanto tiempo y es mágica. Olvido el enojo, rencor o cualquier otro mal sentimiento hacia ti. Por tu mirada, sé que tú también lo has hecho. —Vamos a dejar las mochilas a mi pieza —te digo. Al llegar, cierro la puerta y finalmente puedo darte ese beso lujurioso que construí desde que vi tu sonrisa, al que correspondes de inmediato agarrándome por la cintura. —Dime que me echaste de menos —me dices al oído, excitado. —Sí, te echo de menos siempre. Ahora mismo te estoy echando de menos — contesto en su oído con mi respiración agitada. Nos llaman para almorzar, así es que nos separamos y vamos al comedor. La señora Marta hizo un pollo al jugo con puré, y aunque el Andrés llegó de paracaidista, hay harto. En mi casa nunca cocinan lo justo, siempre se hace comida para un batallón. Nunca he sabido por qué. La señora Marta termina de servir y se sienta en su puesto al lado de la Teresa, y los cuatro almorzamos. Conversamos, nos reímos, la señora Marta nos cuenta
una de sus historias de cuando vivía en el norte, porque ella es de Antofagasta. Se crio en la oficina María Elena y cada vez que habla de su vida allá es como si se transportara a otro planeta, a otro tiempo, a otra ella. La Teresa nos muestra el macetero que le hizo a la Oliva, que le quedo superbonito, aunque es un triángulo. Te ríes, se nota que estás más relajado. Mientras conversamos te miro y viene a mi memoria ese niño nervioso del primer día de clase que me miró a los ojos casi como un reflejo espontáneo. ¿Podré congelar el tiempo, este momento, este ahora, para siempre?, ¿estoy pidiendo mucho? Al terminar de almorzar, la Teresa nos pide llevar los platos a la cocina. Aprovecho de decirle que íbamos a quedarnos en la casa de la Gabriela porque íbamos a celebrar que las clases habían terminado. —¿Y por qué no hacen algo acá? —pregunta. No le quiero responder. La única vez que había hecho algo en la casa este año había sido en agosto, para mi cumpleaños, pero no sé por qué no fue lo mismo que en la casa de la Gabriela. Invité a todos los de la U, o sea, casi a todos. Al grupo de los mateos claramente no, tampoco al Cristian. A mis amigos que no son de la U, harta gente, éramos como treinta. Mis papás se fueron acostar y nos dejaron la casa. Hacía frío, así es que no fue mucho lo que pudimos hacer afuera, como hubiera preferido. No sé por qué noté que estaban todos un poco cohibidos, incómodos tanto por mi casa como entre ellos. Nos fumamos unos caños y fue peor. Al final quedaron dos grupos separados, los de la U y el resto, y me tuve que dividir entre ambos, y lo pasé como el hoyo porque tenía turbulencias cada diez minutos. —No, porque ya están todos avisados que es allá. Gracias igual, Teresa. ¿Tienes plata que me des, por fa? —pregunto un poco avergonzado. Lo conversamos una vez, hace tiempo, esa vez que me contaste que en tu casa la situación económica era apretada, que tu papá te podía dar la plata justa para la micro y la beca de alimentación te salvaba porque podías almorzar en el casino. De hecho, casi todos la tenían, hasta yo. Cuando hacemos monedas para tomar algo siempre pongo por ti, y no porque me lo pidas, no porque te quiera comprar, no. La hago porque me nace, lo hago porque quiero hacer todo lo que pueda con tal de que no sufras.
Esa vez me comentaste lo fácil que la tenía, lo fácil que para ti se veía mi vida. Te escuché sin interrumpirte porque no había una pisca de resentimiento, reproche ni envidia en tus palabras. Lo que había era una distancia tan grande entre tu mundo y el mío, aunque estuviéramos en ese momento abrazados en mi cama, lo que había era injusticia, pena y resignación, pero no envidia, resentimiento ni reproche. Al momento de haberle pedido la plata a la Teresa esa conversación se me vino a la cabeza y me dio vergüenza, ¿lo habrás notado? Nos fuimos a la mesa de los espinos un rato a fumarnos un cigarro. —¿Todavía quieres que nos separemos mientras estés en Chiloé? —dijiste una vez que estábamos instalados de la misma manera en que siempre lo hacemos en ese lugar, sentados uno al lado del otro en la mesa con los pies apoyados en la banca, mirando a la cordillera. No había pensado en realidad en eso, y no era algo que quería hacer en ese momento, pues había una variable que ahora, si bien había cambiado, no había desaparecido por completo: Carlos. La gran duda era si acaso querías que todo siguiera igual porque Carlos había desaparecido del mapa, o porque realmente te interesa seguir conmigo. —No hablemos de eso ahora, por fa —contesté. —¿Cuándo entonces? Te vas la próxima semana. —Exacto, la próxima semana y hoy es ahora, y no hay nada peor que desperdiciar un ahora mortificándose por un mañana, ¿no crees? —Ya, po hueón, no me agarrí pa’l hueveo. —De verdad no lo hago. Solo te pido que hoy lo pasemos bien donde la Gabriela, bailemos y chupemos y fumemos caños. No hay mejor momento que el ahora. —Andas raro hoy día, pero bueno, no hablemos de eso. Oye, pero otra pregunta. —Dale —dije intuyendo lo que se venía. —¿Qué onda ese hueón del Cristian? ¿Lo cachas hace rato? Igual mino el hueón.
Me reí, sin nervios ni nada, me pareció divertida la forma segura y ambigua en que querías saber si yo tenía algo que ver con ese hombre que parecía modelo de catálogo de ropa interior. —Lo cacho por la Silvia. En las tardes…, cuando desaparezco después del almuerzo, nos vamos con ella a un árbol a esperar que pase porque siempre se saca un caño. Eso es todo de donde lo cacho, pero que es rico el hueón, es rico —dije sabiendo que la respuesta es redondita, pues incluyo la información que me pide, más un comentario que agrega valor a la mentira. Haber dicho que no me había dado cuenta de que el hueón es mino habría sido inverosímil. —¿Y tú crees que le guste el helado? —me dice utilizando nuestro código. El Andrés tiene una cierta fijación con que todos los hueones son gay o bisexuales. Al principio era divertido, pero ahora ya se hace molesto. Iba a nuevamente a discutirle que tuviera ojo, que a la mayoría de los hombres no les gusta que otro hombre les coquetee, y que, incluso, se arriesgaba a una sacada de chucha, pero no lo hice porque esta vez tenía razón. Nos atrasamos y llegamos a la casa de la Gabriela como a las 10:30. Desde afuera se escucha:
«Pásame más tinto, se vino la pachanga, dale pelado, no pares nunca más».
—Y llegaron el par de hueones —nos recibe la Gabriela con un vaso de vino con zuko en la mano—. A Uds. les va a tocar ir a comprar más copete después. Rodeamos la casa por fuera y llegamos a la mesa que está atrás, debajo de una enorme parra de uvas en el inmenso patio de parcela. Hay varios ya arriba de la pelota, así es que nos tenemos que poner a tono rápido. El Jaime me da un vaso
de vino con zuko de piña y la Elena me dice «mira lo que te tengo, hueón» mostrándome un paragua. Me río y le doy las gracias, pero quiero primero tomarme el vino. Ya he recibido comentarios de distintas personas que ella anda detrás mío, y no quiero darle falsas ilusiones, pero tampoco le contaría por qué a menos que quisiera que toda la U se enterara. Se respira un ambiente relajado, de celebración y buena onda. Por un segundo me acuerdo de la Silvia, de la consulta de la ginecóloga, pero rápidamente pienso en otra cosa. Estamos los de siempre más un par de amigos de la Gabriela que siempre están en sus carretes, y son buena onda. Vive con la mamá, a quien de todas las veces que he ido a su casa he visto con cuea dos veces y por no más de cinco minutos. No entiendo bien cómo es la relación entre ellas, y en esa casa hemos tenido los carretes más escandalosos que me pueda acordar y nunca nadie ha salido a hacernos callar. Me llama la atención, pero no juzgo, porque la relación que yo tengo con el Pato y la Teresa también es poco convencional y no me gustaría que alguien cercano a mí los juzgara sin conocernos, como sería el caso si yo lo hiciera con la mamá de ella. Hay varias garrafas de vino blanco y unos zukos de piña. También hay mucho pan, queso y jamón. La Gabriela me dijo que habían hecho plata y que le debíamos la cuota a ella. —Ok, te la paso altiro —le dije mientras la sacaba de mi billetera y discretamente le decía que era por los dos. La verdad, no quería que la Elena escuchara porque iba a empezar a agarrar pal hueveo al Andrés. La Gabriela leyó entre líneas y, también con discreción, puso los billetes en su bolsillo y seguimos como si nada. Me senté al lado del Andrés y las risotadas, el hueveo y el exceso empezó. Cuando podíamos nos mirábamos, chispazos breves, pero que me decían que todo podía volver a ser como antes, que éramos felices así como estábamos en ese momento, en ese ahora. Pasó un rato, pero no era tarde, deben haber sido como las 12:30, cuando entre mi distorsión escucho a lo lejos a la Gabriela. —¿¡Y no te habían fletado pa Chillán, hueón!?
Carlos había llegado. Sentí que se me congelaba la espina dorsal, quedé inmovilizado en mi silla. A nadie más le importó la llegada del hueón aparte de la Gabriela y sus dos amigos de los alrededores, y al Andrés, que se paró de inmediato para ir a verlo. —Se cacha que son amigos —dijo la Elena riéndose, enfatizando «cacha» de la misma forma que en el casino, a lo que todos nos reímos. No vi más al Andrés en toda la noche, lo que me ayudó a confirmar la respuesta que le debía.
6
Camino a Santiago luego de pasar casi tres meses en Castro pareciera ser más agobiador que la llegada. No soy bueno para los espacios confinados, como buses o micros llenas, y la idea de pasar las siguientes dieciocho horas en uno de estos tubos con ruedas no me tiene muy feliz, pero por lo menos es un bus cama y los asientos son amplios. Tengo problemas para dormir en cualquier cosa que se mueva, y si bien para muchas personas el movimiento puede inducir el sueño, a mí me pasa lo contrario. Santiago parece tan lejano en todo aspecto; distancia, tiempo y vida. Siento que he pasado una vida entera acá en el sur, y he olvidado todo lo que me ataba a mi vida allá. ¿Cómo opera el tiempo?, ¿cómo puede ser que tres meses, noventa días, se sientan como un año y no me pueda explicar cómo tanto tiempo transcurrió en tan pocos días? ¿Será así el efecto de viajar en un agujero de gusano en el tiempo/espacio? Todo lo veo a la distancia, y la idea de encontrarme con todos no me causa nada, mi estado de insensibilidad emocional se ha ido desarrollando tan rápido como el año en los noventa días, ¿será normal? No extrañé nada ni a nadie, pero la verdad, tampoco me quedaría acá. No quiero llegar, pero tampoco me quiero quedar. A veces el viaje es más emocionante que el destino. El asiento que tengo es aislado, no tiene acompañante, lo que es un alivio. No hablar por un largo período de tiempo me permite concentrarme en todo y en nada, en dejar mi imaginación volar con los recuerdos de mis aventuras por acá, frágiles momentos de mi historia que se irán esfumando a medida que este bus avance hacia el norte, porque es todo lo que hacemos en la vida, buscar un norte. La Olivia nos recibió con gran alegría en su cómoda casa camino a Nercón, que parece ser uno de los sectores acomodados del pueblo. No queda cerca del centro ni la plaza, centros de la actividad comercial, social y turística. Pasamos una pascua tranquila, solo los cuatro, pues ella es separada y su único hijo, como de veintitrés, llegaría de no sé dónde después del año nuevo y se quedaría por un par de semanas antes de ir a Punta Arenas y Las Torres del Paine
con unos amigos. La forma de vida de ellos es bastante diferente a la nuestra, más independiente uno de otro. Sebastián, su hijo, no vive con ella, sino con su papá en Estados Unidos, donde estudia no sé qué en la universidad, o lo que ellos llaman college, que vendría a ser equivalente a un pregrado académico, por lo que entendí. Después de dos años en el college quiere postular a una universidad para continuar con lo que acá entendemos como carrera, pero con esos dos años ya pueden comenzar a trabajar si así lo deciden. —Podrías ir con Sebastián al sur —me dice Oliva cuando me cuenta de los planes de su hijo. Lo pienso, pero me da una paja terrible. Ir a acampar con un grupo de personas que no conozco y que no tengo ninguna intención de conocer, mejor pasar, pero la coyuntura me da la opción de contarle de mis planes de quedarme si es que encuentro un trabajo. —Pero encantada —responde. La Teresa y el Pato aún no creen este cuento del niño que quiere trabajar en una agencia de turismo paseando por la isla, les suena poco realista de mi parte, como si esos trabajos los pudiera hacer cualquiera que hable inglés. Yo, la verdad, apuesto justamente a eso, a que el idioma me permita conseguir el trabajo que quiero para el verano, y no, como para la mayoría de la gente de mi edad, el que logre conseguir. No sé por qué tengo una fijación con hacer algo productivo este verano, ¿será porque cumplí diecinueve? No lo sé, pero se siente como lo correcto. La casa de la Oliva está a la orilla del fiordo de Castro, y tiene vistas increíbles. Es de dos pisos, grandes, de tejas de alerce con un techo alto triangular, en una especie de torre principal que da lugar a otras caídas de aguas en los costados. Es tradicional, pero su acabado es rojo suave y el techo está pintado negro. El terreno es de 2000 m2, y la casa de unos doscientos cincuenta, grande para una persona sola, pero ella la adora, y se siente feliz cuando recibe visitas. La Teresa y el Pato se sienten cómodos en esta casa, con el paisaje y la compañía, y los días transcurren entre asados, vino y conversación. Ellos se conocen desde los 60, así es que tienen muchos recuerdos juntos. Me gustaría tener una amiga así cuando tenga cincuenta. El año nuevo fue supertranquilo, a las doce nos dimos los abrazos y yo a la una
de la mañana estaba durmiendo. Mi cuerpo me agradece este tiempo sin fumar caños, o tomar católicas, o pegarme una jalaita. Ya el 2 de enero tomo la bicicleta que estaba en la casa y me dirijo a la plaza a buscar pega como guía o istrativo en una agencia de turismo. La única gracia que tengo para el trabajo es que hablo inglés fluidamente, eso gracias a cursos en institutos y una habilidad para el idioma al punto de tener un nivel nearly native. La bici es como vieja, pero sirve, de ruedas grandes y color negro. El día está parcial, siempre fresco. Tomo desayuno, me despido de todos y me dispongo a ir al centro. En mi mochila llevo una botella con agua, una manzana y mi CD player, siempre infaltable, y la confianza de que me irá bien. Zapatillas, jeans, una polera con un suéter delgado y estoy listo para partir. Audífonos listos, modo radio en mi aparato y me voy pedaleando. Me encanta andar en bici, y estoy acostumbrado a las distancias largas. Muchos sábados salgo temprano desde la casa, cuando quiero pensar o siento que la cordillera me encierra, y pedaleo. Bajo por Antupirén, luego tomo Grecia, Tobalaba y Américo Vespucio hasta la entrada a la Pirámide, luego me devuelvo a la casa. Mientras pedaleo no me saco los audífonos, y trato de no pensar en nada excepto el camino por delante. A veces tomo una ruta alternativa y paso por el Parque Araucano. Me gusta ver cómo se ve un paisaje natural totalmente artificial, hecho a mano, en contraste del cerro de patio que tenemos en la casa. Prefiero el último. El paisaje por la ruta 5 es increíble, casas, olor a leña, humedad. Luego de pasar el sector de la villa Guarello, prosigo hasta el puente Gamboa, donde me detengo a ver los palafitos. La marea está alta y el mar como un espejo refleja estas construcciones tan típicamente Chilotas. Me quedo en este lugar por un rato, no hay mucha gente porque son recién las 11:00 de la mañana. Quiero vaciar un poco mi cabeza de cualquier pensamiento que pueda quebrar este momento de contemplación. En el reflejo del agua se ven nítidamente los palafitos con un cielo azul interrumpido por nubes blancas. La Silvia, ¿estará bien? Un escalofrío recorre mi espalda. Por un segundo revivo ese día en el taxi, ese día en que pensé que se moría y no tenía la menor idea de qué hacer. Pareciera haber ocurrido hace tanto tiempo. Tiempo y distancia, eso era mi misión final acá en el sur, poner tiempo y distancia para poder evaluar
todo con perspectiva, aunque la verdad, no tengo la menor idea a qué se refiere ese concepto. ¿Será acaso buscar un punto de vista neutro sobre algo que has hecho? Y de ser así, ¿cómo ser neutro entonces? No había visto a la Silvia desde el día en que fui a su casa a ver cómo estaba. Hablamos por teléfono brevemente unos días antes de viajar, pero nada en realidad muy profundo. Le pregunté cómo se sentía y me dijo que bien, sin querer ninguno de los dos ahondar en el tema. ¿Ignorar será la mejor forma de olvidar?, ¿y qué pasa cuando lo que ignoras no desaparece, sino que queda ahí, tal y donde lo dejaste, y solo olvidas que existe? En inglés hay una expresión que resume esta idea, skeletons in the closet, que son todas esas cosas en la vida que escondes de todos, son tus secretos más profundos, esos que no quieres que nadie sepa. El problema es cuando son descubiertos, o cuando te olvidas por completo de ellos y un día cualquiera aparecen en la vuelta de la esquina. No quiero que la Silvia se convierta en un esqueleto en mi ropero, pero tampoco hay necesidad de que todo el mundo sepa lo que pasó. No hice nada más que acompañarla y apoyar la decisión que ella tomó, y ¿quién soy yo para juzgarla?, ¿quién soy yo para juzgar a nadie? Una brisa fresca golpea mi rostro y se siente tan bien esa sensación fría en mi cara transpirada que no me dan ganas de moverme. Sigo contemplando el paisaje, y luego te veo en el agua, tu reflejo mirándome. No quiero pensar en ti ahora ni en la conversación telefónica que habíamos tenido la noche anterior a venirme. Ya habíamos hablado después del carrete en la casa de la Gabriela. No te pedí explicaciones porque no las necesitaba, ¿tienes que explicarle a alguien que el azúcar es dulce o la nieve blanca? La redundancia no es lo mío. Te escuché, como antes, divagar sobre el huaso, pero la diferencia es que ahora tienes un tono de arrepentimiento que no te había notado antes, ¿será que te aburriste?, ¿será que te diste cuenta de que ese hueón no era yo y nunca lo podrá ser? En todo lo que me dices no hay ni una sola palabra que me dé a entender que no sigues con él, pero el tono, las pausas… sé que estabas esperando que fuera yo el de la pregunta, querías esa pequeña victoria de hacerme verbalizar mi interés en ti, querías eso para volver a sentir orgullo por ti mismo, para sentirte confiado en que yo estaría siempre ahí. Y por lo mismo no la hice. Esa última noche que hablamos te sentí ansioso y triste. Sabía para qué me llamabas y tuviste la deferencia de no mencionar a Carlos en ningún momento de la conversación. Lo que haya pasado no era de mi interés, así es que tampoco
pregunté. Mientras conversamos estoy sentando en la silla de mi escritorio, pero no puedo quedarme quieto. Me levanto, me siento en la cama, me vuelvo a sentar en la silla, me tiendo en la cama. La conversación la llevas tú, yo solo respondo con monosílabos y frases cortas. Lo notas y tratas de ignorarlo, no quieres colgar y tampoco ofrecí llamarte de vuelta. Detectas que no es enojo lo que me lleva a actuar así, ya me conoces demasiado bien, sino otra cosa, pero no puedes precisar qué. No es dolor, venganza ni pena, no. No lo puedes detectar, pero yo sí. Es indiferencia disfrazada de interés, pero al parecer, el disfraz es bastante malo. Luego de pasar por todos los temas relacionados a la U, la Elena, Gabriela, Javier, finalmente juntas las fuerzas para decir de lo que realmente quieres. —No quiero que te vayas, quédate acá, quédate conmigo —dices de la nada. —Ya es tarde para eso —digo intencionalmente en forma ambigua—, además, tengo ganas de ir. —Me debes una respuesta. —Lo sé, pero creo que ya la tienes. Andrés, quiero que seamos amigos en la U, que nos riamos y lo pasemos bien juntos —vuelvo a decir en forma ambigua—, pero la verdad, por ahora no quiero tener lazos ni nada que me haga sentir mal. Este tiempo úsalo para ver si realmente quieres estar conmigo o no, que es lo que yo voy a resolver también. —¿No quieres tener lazos con nadie o conmigo? —Contigo —digo en forma seca y cortante, sin ambigüedad alguna. Tomo la bicicleta y sigo a pie por el costado del camino que se empina hacia la planicie en donde se ubica Castro. Una vez en terreno plano, ya me subo y llego a la plaza. No sé por dónde empezar esta búsqueda de pega en una agencia de turismo, así es que veo alrededor hasta encontrar un pequeño quiosco de madera con el cartel de «oficina de turismo». Está terminado en tejas de alerce, incluyendo el techo, con una ventana corredera que está abierta y me permite ver a una señora grande, de unos cincuenta años, fumando apoyada en el mesón que limita la vista desde dentro. Tiene lentes oscuros y pelo tomado desordenadamente, teñido de un rubio oscuro. —Hola, señora, ¿puedo preguntarle algo?
—Claro, mi chico —contesta con voz ronca, para luego toser, producto del cigarro, pienso. —Ando buscando agencias de turismo acá en Castro… —Claro —me interrumpe, a lo que saca un mapa turístico del centro, y empieza a marcar con un lápiz pasta en dónde se encuentran ubicadas, todo en forma bastante mecanizada, pero amable. Una vez que termina de mostrarme las tres o cuatro que de hecho hay, me pregunta a dónde quiero ir de paseo. —A ninguna parte. Quiero ver si en alguna necesitan a un traductor o alguien que hable inglés para trabajar acá en el verano. —¡Ah! Pero qué bien, mi chico, yo creo que te va a ir bien. Parte con esta — indica en el mapa—, porque son los más grandes y siempre tienen gringos en sus tours. Está acá, mira, en la esquina. Le doy las gracias y me dice que su nombre es Marina. Le doy el mío y me dirijo a la agencia, que es la más grande de Castro y tiene un local grande en una de las esquinas principales. Entro y veo harta cabeza rubia, tanto de las personas que trabajan ahí como del par de turistas que está consultando. Un chico de unos veinticinco años, alto, crespo y rubio, como el protagonista de La laguna azul, me da la bienvenida. Lo saludo y le comento en lo que ando, y cambiando un poco su cordialidad inicial, pero muy sutilmente, me dice que no necesitan a nadie, pues ahí «todos hablamos inglés». Sintiéndome un poco rechazado, salgo. «Esta huea no va a resultar», me digo en voz baja. Camino con la bici al lado y me voy a sentar a una de las bancas de la plaza para ver el mapa. Hay una agencia marcada a una cuadra hacia arriba, así es que voy para allá. Es un local muy pequeño, entras y te encuentras con un escritorio y dos sillas. Detrás del escritorio una joven chilota. —Hola, siéntese, ¿en qué puedo ayudarlo? —me dice amablemente. Me siento raro con eso de «Ud.», cuando claramente ella o tiene la misma edad que yo o es un poco mayor. —Hola —digo mientras me siento—. Me llamo Andrés y quería ver si necesitaban a alguien que hable inglés para sus tours o para atender la oficina o para lo que sea —digo sin respirar.
No obtengo respuesta inmediata, sino una mirada de incredulidad. Al parecer, el perfil físico no calza con alguien que pudiera entrar a esa oficina a pedir pega. Luego de unos incómodos segundos, responde. —No sabría decirle porque el dueño no está —contesta un poco desconcertada —. ¿Puede volver como a las dos cuando haya llegado? —Claro, pero tutéame no más, ¿cómo te llamas? —Carmen —contesta. —Yo Andrés. —Sí, ya me dijo, o sea, dijiste —dice sonrojándose. Salgo dándole las gracias. Son las 12:30, así es que tengo que hacer hora, pero lo bueno es que ando en bici y podré ir a pasear por la costanera y otros lugares. Bajo al puerto y al mercado. Me compro un sándwich de jamón con queso y una Coca-Cola y me instalo en una de las bancas con una vista espectacular al fiordo. Ya anda más gente por la calle, aunque la masa de turistas no ha llegado a la isla. A Chiloé habíamos venidos hace varios años, unos diez por lo menos. Me acuerdo de que paseamos harto y siempre con mis papás pues tenía ocho o nueve años. No sé cuánto tiempo nos quedamos, pero tiene que haber sido un par de semanas, y Castro no ha cambiado casi nada, por lo que recuerdo. Vuelvo a la agencia puntualmente a las dos y el puesto de Carmen está ocupado por un hombre un poco rechoncho y de unos treinta y cinco años, calculo. Entro y le explico quién soy y que había hablado con Carmen sobre la posibilidad de trabajar como traductor o lo que sea en que necesitaran inglés. —Sí, me dijo la Carmen. Soy Hernán Maldonado —dice extendiéndome la mano, saludo que respondo extendiendo la mía—. Siéntate, conversemos. —Ok, gracias —contesto mientras me siento. —La verdad es que acá llegan hartos gringos y no tenemos a nadie que hable inglés. Somos tres, la Carmen, el Juan y yo. El Juan es mi cuñado y es el guía. No te puedo pagar mucho porque somos una empresa, como tú ves, chica, pero
los gringos siempre dan propinas buenas. Esto está yendo más rápido de lo que pensaba y la verdad, creo que no lo procesaba bien aún, ¿me estaba ofreciendo pega? —¿Cuándo puedes empezar? —Eh… —no puedo hablar porque la verdad, no esperaba un ofrecimiento tan directo y rápido—, déjeme pensar. —¿Y por qué andas buscando trabajo?, ¿te peleaste con tus papás? —me pregunta en forma irónica, mirándome de pies a cabeza, pero no lo puedo culpar. Sabe que no soy de Castro y que por mi aspecto no necesito trabajar para mantenerme o a una familia o para pagar nada de primera necesidad. —No —por fin puedo decir—, estamos de vacaciones en la casa de una amiga de mis papás acá y vine con la idea de quedarme todo el verano, idealmente trabajando en algo en que pudiera usar mi inglés. —¿Qué edad tienes tú? —pregunta en forma seria, creo para no tener problemas legales. —Diecinueve, ¿por qué? —Porque te ves como de dieciséis, pero si eres mayor de edad no hay problema para que puedas trabajar. Como es por el verano, no hay contrato ni nada, te pago una vez al mes, así no más —me dice en forma honesta, y detecto que no me cagará, sino que ve el potencial de un hueón que pueda explicar los tours en inglés a los extranjeros—. ¿Cuándo puedes empezar? Me siento un poco intimidado y presionado, pero ¿no era esta la oportunidad que andaba buscando? —¿Puede ser pasado mañana? —pregunto casi pidiendo disculpas por no poder empezar altiro. —Ya po. Entonces el miércoles, te espero acá a las 8:30 en la mañana para que empecemos con algunas cosas —me dice mientras nos despedimos, yo sin poder borrar la sonrisa de mi rostro.
Había logrado mi propósito y podía asegurar mi estadía hasta marzo sin problemas. Llegué de vuelta a la casa como a las cuatro y estaban todos durmiendo siesta, menos la señora María, que estaba lavando los platos. —Joven Andrés, ¿quiere comer algo? —me pregunta. Al principio me reía un poco por lo de «joven Andrés», pero ahora hasta me gusta la forma en que ella se refiere a mí. —Ya, por fa —le contesto, y me siento en la mesa de la cocina. Mientras como le cuento que iba a trabajar con Hernán Maldonado, de la agencia de turismo. —Cuidado con ese hombre, joven Andrés, que tiene fama de vividor acá —me dice. No entiendo muy bien eso de «vividor», pero me da risa la palabra. Cuando están todos en pie y tomándose un refrigerio en la amplia terraza con vista frontal al mar, que estaba a unos diez metros después del jardín, les cuento que tengo trabajo y que empiezo el miércoles. —¿Y te pagan bien? —pregunta el Pato. Buena pregunta en realidad, porque no sabía. —120 mil más propinas —contesto mintiendo, porque la verdad, no tenía la menor idea de cuánto me iba a pagar, pero no me importaba porque el propósito de este trabajo era quedarme por el verano en Castro y distanciarme de mi vida en Santiago. —Te felicito, hijo —me dice, aunque sé que cree que es una mierda de sueldo. —¿Pero hasta cuándo te vas a quedar acá? —pregunta entonces la Teresa, que hasta el momento en que les confirmé que tenía pega estaba totalmente incrédula a que era algo que iba a pasar.
—Hasta marzo si la Olivia me deja. —¡Pero claro pues, Andrés, yo feliz! —dice la Olivia antes que la Teresa pueda decir algo. —Teresa, te he venido diciendo hace rato que me iba a quedar si conseguía pega. —Sí, ¡pero jamás pensé que alguien te iba a dar una! —se le escapa, a lo que todos nos reímos. —Puta, que me tenían poca fe —digo mientras tomamos unas cervezas. Llega el miércoles y a las 8:20 ya estoy afuera de la agencia, a las 8:30 llega Carmen a abrir y nos saludamos, ahora como compañeros de trabajo. Unos minutos después empiezan a llegar varias personas, y la Carmen me menciona que a las 9:10 es la excursión al Parque Nacional, en Cucao, que está en el lado oeste de la isla. Casi a las 9:00 aparece un tipo de unos veinticinco años, pero que se ve mucho mayor, con estampa y acento Chilote. Era Juan, cuñado de Hernán. —¿Tú, chico, eres Andrés? —me pregunta mirándome con desconfianza. —Sí, ¿y tú? —Yo soy Juan, el cuñado de Hernán. Mira, mi chico, hoy vas conmigo a Cucao para que aprendas este tour. Yo soy el guía y la idea es que me escuches y puedas después llevar a los turistas solo —me dice como apurado, para luego hacerme entrar a la oficina, que la Carmen ya había abierto. Una vez que se asegura que no hay turistas escuchando, sigue con sus indicaciones. —Andrés, escucha esto que es muy importante. No se ve bien que un Santiaguino ande mostrando la isla, así es que tienes que decir a los turistas que tú eres de acá. —¿Y cómo hago eso? —pregunto genuinamente intrigado, pero absolutamente comprometido con esta nueva identidad que tengo que crear. —No sé, mi chico, inventa alguna historia si te preguntan, pero no vayas a decir
que no eres de por aquí —termina de decir mientras me observa detenidamente —. Bueno, inventa algo con los alemanes, porque por Chilote no pasas. —Ríe. —Ok, algo inventaré —confirmo mientras también me río. A las 9:00 llega un bus de turismo para treinta personas y los veintipocos turistas se suben. Me siento como en el medio y Juan va adelante, con un micrófono. El tour nos llevará por la ruta 5 sur hasta el cruce a Cucao, en donde tomaremos el camino rural con paradas en Huillinco, un mirador en la angostura donde se unen dos lagos, y finalmente en Cucao, donde dejaremos el bus para cruzar un puente colgante solo para peatones y caballos, e ingresaremos al Parque Nacional para hacer el sendero educativo El Tepual de aproximadamente tres kilómetros en total. A la vuelta visitaremos Chonchi, donde almorzaremos, y luego de vuelta a Castro, llegando alrededor de las seis de la tarde. Dentro de los turistas hay una señora chilena de unos cincuenta años con su pareja, un alemán de unos treinta y cinco, grande y corpulento, que no habla español ni inglés. Parte el bus y el conductor, el tío Miguel como le dicen todos porque de hecho es el tío de Hernán, pone música, y Cielito suena por los parlantes dando un ambiente cálido y chilote. Al llegar a Huillinco, a unos treinta kilómetros de Castro, todos nos bajamos y quedo atónito ante la belleza del lugar. El lago es enorme y el paisaje sobrecogedor. El villorrio es encantador, con sus casas antiguas de tejuelas, su muelle que se interna en el lago con vistas que quitan el aliento, y sus vendedoras de empanadas de manzana, sencillamente deliciosas. Es una pena que el camino no esté pavimentado, y al haber estado los días completamente despejados, como este, el transitar del camino sepulta todo en polvo. Continuamos hasta Cucao, deteniéndonos en el sector de angostura, en donde los lagos Huillinco y Cucaco se unen en una depresión entre dos cerros. Llegamos a Cucao, un poblado parecido al lejano oeste gringo, con pocas casas y bien pelado de árboles. Hay un puente colgante al que todos le sacan fotos, yo incluido. Juan va entregando todo tipo de información irrelevante, como el nombre de las plantas, a la que trato de poner atención, pero no puedo. Me pide que ayude a «arriar» a los turistas, obviamente cuando nadie nos escucha, porque cuando algunos se separan del grupo todo se atrasa, así es que camino de ida y vuelta asegurándome que nadie quede atrás o se demore mucho.
Entramos al parque luego de una caminata de unos diez minutos a paso lento. Una vez en el centro de visitantes, que es una construcción amplia con baños y diferentes espacios, entre ellos una sala de exposiciones con fotos, mapas que muestran los senderos, damos un descanso y dejamos que los que necesiten que usen los baños. Utilizando un gran mapa en la sala, Juan explica que haremos una caminata de cinco kilómetros en total, y que, si bien es suave, ya en el sendero habrá escaleras y algunas pasadas entre barro, pues ha llovido en los últimos días en la zona del parque, y agrega que tenemos suerte de tener un día tan soleado. Más tarde, como parte de esa semana de entrenamiento, me dirá que siempre hay que buscar el lado positivo del tiempo en las excursiones, aunque se raje lloviendo. Luego de la explicación, invita a quienes no quieran hacer la caminata a quedarse en el centro de visitantes y recorrer las áreas adyacentes. Les recuerda, eso sí, que el parque tiene 42 500 hectáreas, así es que no se alejen mucho. Nadie se queda y empezamos nuestra excursión hacia el sendero educativo el Tepual. Saliendo del centro, el camino es plano y con matorrales, nalcas con hojas gigantes como sacadas de un paisaje jurásico, y helechos muy grandes, pero no árboles. A medida que avanzamos por terrenos húmedos, vemos un denso bosque que empieza a aparecer al fondo. Es enorme y en la entrada, donde un letrero anuncia el comienzo del sendero, Juan explica que el camino es redondo y que saldremos exactamente por donde entramos. Al internarnos perdemos el sol, se siente más humedad y calor y los árboles nos absorben. —El sendero se construyó sin botar ni un solo árbol, sino que entre medio de los mismos o con vías elevadas en aquellos lugares que no se podía hacer camino — dice en voz alta. Arrayanes, ulmos y canelos son los que abundan, y el sonido de los pájaros. El sendero es corto, no más de un kilómetro, pero la llegada desde el centro de visitantes debe ser al menos de un kilómetro y medio. Estamos más o menos en la mitad cuando veo que la mujer pareja del alemán cae como piedra y comienza a convulsionar, sale espuma de su boca. Sin saber qué hacer, solo atino a mirar. —¡Andrés, Andrés! —me grita Juan tratando de hacerme reaccionar. —Dime —atino a decir.
—¡Anda corriendo al centro de visitantes a pedir ayuda! —me dice tratando de sonar calmado, ante lo cual lo miro y me quedo inmóvil—. ¡Ya po hueón! ¡Corre! —me grita, haciéndome reaccionar. Sin saber cómo, empiezo a correr sabiendo que estoy a por lo menos dos kilómetros de distancia. Salto las escaleras, los charcos de agua en el camino, esquivo a la gente que va hacia el sendero. Siento que no avanzo nada y que la mujer moriría en ese puto sendero, que voy en ese taxi con la Silvia perdiendo la conciencia, que una vez más estoy en una situación en la que no elegí estar, pero ahí estoy, corriendo sin saber bien por qué, sin saber si es porque quiero ayudar o solo para desligarme de una responsabilidad que no quiero asumir. Corre viento que golpea mi cara, y no noto que también chocan con ella los mosquitos y otros bichos voladores. Finalmente, y en mucho menos tiempo del que creía que había pasado, llego al centro, donde pido ayuda a los funcionarios de Conaf. Al contarles lo sucedido, se miran entre ellos, sin una pisca de prisa. —¿Y qué quiere que hagamos nosotros? —me preguntan, desarmando mi estrategia de desplazar mi responsabilidad, si es que tenía alguna, hacia ellos. —No sé, ¿no tienen una camilla, algo de primeros auxilios? No están haciendo nada aquí, así es que es mejor muévanse ahora —digo con ese tono de mierda, con esa actitud de dueño de fundo que odio, pero que a veces uso porque corresponde con mi imagen, ordenándoles que actúen, aunque yo no soy nadie para hacerlo. Se asustan ante este «hijo de papá» que tienen al frente «poniéndolos» en su lugar. Con dos palos largos y una frazada improvisan una camilla, y a paso medio nos devolvemos al sendero. Me llama la atención el poco sentido de urgencia con que se desplazan, y es así como diez minutos pasan antes de llegar donde la mujer, que está sentada y quiere continuar la caminata, a lo que Juan se opone y ordena que se devuelva al centro de visitantes, ya sea en la camilla de frazada o caminando. Ella mira ese artefacto arcaico e inseguro y prefiere devolverse caminando a paso lento con los dos funcionarios de Conaf y su pareja. El resto seguimos por el sendero, con los turistas un poco inquietos. Juan me llama al frente. —Lo hiciste bien, mi chico, pero ¡qué mala cuea tienes! —dice riendo
discretamente mientras me da un par de palmazos en la espalda—. Al final la señora tiene epilepsia y se le olvidó tomarse las pastillas, vieja de mierda — termina diciendo. Me río ya más relajado, y me doy cuenta de que este trabajo no iba a ser un día de campo, que, de hecho, iba a tener tanta o más responsabilidad que en la U. ¿Existirá alguna cosa que me dé un máximo de satisfacción con un mínimo de responsabilidad? Bueno, sí, los caños, los jales, el copete. «Qué ganas de fumarme un caño y no pasar por esta turbulencia», pienso. Volvemos a Castro pasado las siete de la tarde, después de haber visitado Chonchi para almorzar, bien tarde, eso sí. El incidente había retrasado toda la jornada, incluyendo el almuerzo. En la oficina nos esperaba Hernán un poco preocupado. Luego de despedirnos de todos los pasajeros, Hernán me dice que me tengo que quedar en la oficina hasta las 9:00 para vender excursiones y que la Carmen me ayudaría. Juan le cuenta lo que nos había pasado y cómo me había tocado correr como loco. —Ya, hueón —me dice entonces—, vamos pa’l brújula a tomarnos una cosita y a comer algo pa que pases el susto. La María Eugenia y mis dos chicos están allá, así es que los aprovechas de conocer, ¿tú vas, Juan? —Ya po —le contesta. La brújula es un local grande, parece que istrado por los bomberos, donde venden sándwiches y shops. Es bien familiar y está en una de las esquinas de la plaza. Llegamos y hay bastante gente, pero la esposa de Hernán ya está en una mesa con sus dos chicos, una niña de ocho y un niño de seis. Al llegar, Hernán me presenta y todos me saludan muy amablemente. Nos acomodamos y Juan les cuenta a todos lo que había pasado. —¡Jesús, María y José! —exclama María Eugenia, que tiene un tono bien chilote y es de hablar muy pausado, como personaje de teatro—. ¡Y en tu primer día, mi chico! —dice mirándome para luego mirar a Hernán—. Andrés no se va a querer quedar ahora. —Esas cosas pasan, me asusté, pero al final todo salió bien —digo con una sonrisa. Hernán ya había pedido un shop para cada uno, que llegaron sin demora.
—¿Qué vas a comer, Andrés? —me consulta. —No sé todavía —contesto porque no había visto la carta. —¿Te gustan los chacareros? —Sí, yo como de todo. Luego de preguntarle a los demás qué iban a comer, hace el pedido. Conversamos, y todos ellos tenían mucha curiosidad sobre mí. Les intrigaba por qué me quería quedar en Castro, como que no creían mi historia de querer trabajar. Nos reímos harto y luego de un par de shops, les di las gracias y les dije que me tenía que ir. Al día siguiente empezaba a las 8:30 a. m., tal como todos los días sin ninguno libre, porque era temporada alta y se trabajaba sin parar. El Pato y la Teresa se fueron a los pocos días y mi trabajo era un bálsamo refrescante que ponía en pausa mi vida en Santiago. No pensaba mucho en mis estudios, ni en mis compañeros, ni en ti. Casi todos los días me tocaba salir en excursión, al Parque Nacional, a Quinchao, y dos veces a la semana, los jueves y domingos, a mi favorito, Mechuque, una de las islas del archipiélago a la que llegábamos después de una hora de navegar en una lancha local para como ochenta personas. En la isla nos esperaban con un curanto en hoyo, pues una familia de allá había habilitado su terreno con mesones y bancas y cocinaban los curantos en un enorme hoyo en su patio. La travesía era mágica, con el mar casi siempre como una taza de leche y si el día estaba completamente despejado, la cordillera de los Andes al fondo con sus volcanes. Una sola vez me tocó un temporal, y fuerte. Salimos de Quicaví, un pueblito perdido al norte de Dalcahue, ya con mal tiempo, lluvia y viento. No lo sabíamos en ese momento, pero habían cerrado todos los puertos de Concepción al sur. El barco se sacudía, subiendo a lo más alto de las olas para luego caer en forma violenta y chocar con el agua. Íbamos solos con el tío Miguel y cuarenta y cinco pasajeros, todos en la parte interior de la embarcación con chalecos salvavidas puestos. Los dejé un momento para ir donde el capitán, esto caminando por un estrecho pasillo afirmándome de las barandas superiores, esas salen del techo. Llovía y me empapé. Entré a la cabina por la puerta lateral mientras el barco seguía subiendo y cayendo de golpe al
mar. Al entrar, lo vi sereno, tomando un cortito de licor de oro, que al verme tomó al seco para servir otro y ofrecérmelo. —Sírvase, mi chico, pueh. Tomé el vasito y me mandé el licor al seco. Miré por los vidrios que teníamos al frente y noté que nos apartábamos de la isla, que navegábamos haciendo una especie de semicírculo. —Tengo que agarrar altura de ola, si no el mar me da vuelta —dijo tranquilamente. —¿Está muy malo? —pregunté esperando que me dijera que no. —Malazo está, pero ya estamos acá, mi chico —contestó sin inmutarse mientras pasábamos contra ola por una enorme y caíamos de nuevo, como juego de Fantasilandia—. Pero no se preocupe. Solo una vez nos hundimos, y todos pudimos nadar a la orilla. Fue allá —indicó—, allá quedó la Fiura. Al principio pensé que me estaba agarrando pal hueveo, pero no. Salí de la cabina, nuevamente colgando de las barras laterales, para llegar a la parte de atrás y bajar donde estaban todos mis turistas. Iban aterrados, y en el numeroso grupo iban siete niños. Antes que nadie dijera nada, los llamé y les propuse que jugáramos al juguemos en el bosque. —Ya, hagamos una ronda —les dije alegremente, y me puse a cantar.
«Juguemos en el bosque mientras el lobo no está. ¿Lobo, estás? Me estoy poniendo los pantalones. Juguemos en el bosque, mientras el lobo no está. ¿Lobo, estás? Me estoy poniendo el chaleco».
Cada vez que cantaba ¿lobo, estás?, nos agachábamos de un salto, y si el barco caía por la ola que nos había golpeado, me reía a carcajadas, a lo que los niños también se reían sin parar. Pensé que, si los niños no se ponían a llorar, los grandes tendrían que aguantarse no más. Y así fue. Llegamos al muelle después de casi dos horas de navegación, el doble de lo que siempre tardábamos, y al pisar tierra me puse verde. La dueña de casa que nos recibía, y que me quería como un crío más, nos recibió. —Ándate a la casa, mi chico, que te agarró el marero de tierra —dijo al ver mi cara verde. Me adelanté rápidamente mientras el tío Miguel guiaba al grupo a la casa. Me tomé un té y el alma me entró al cuerpo. No paraba de llover y hacía frío. El curanto lo habían destapado y lo tenían en fuentes porque tarda solo una hora en cocinarse y si lo dejas más tiempo todo queda seco. Nos sentamos en las bancas con los mesones, que estaban bajo techo, y casi nadie comió. Estaban todos preocupados de cómo íbamos a volver, yo incluido. A las cinco el capitán nos dijo que la capitanía de puerto había autorizado los zarpes, así es que embarcamos y nos fuimos. La isla nos protegía, pero había un tramo largo entre esta y la isla grande en que estábamos a mar abierto, y ese era el problema. Mientras navegábamos por el costado de Mechuque el agua estaba calma, pero el capitán me había advertido que ahora íbamos a favor del viento, y que las olas nos iban a llevar más rápido. Les pedí a todos bajar y les expliqué que tendríamos movimiento nuevamente y que serían diferentes porque íbamos a favor de ola ahora. Apenas el barco pasó la isla sentimos que las olas pasaban por debajo y nos succionaba luego la corriente hacia atrás, «esta huea es peor», pensé, y al notar el nerviosismo de todos empecé a jugar al lobo con los niños nuevamente. Llegamos al bus ya de noche, y todos saben que no hay que estar de noche en Quicaví porque es tierra de brujos. Estaba absolutamente empapado cuando terminamos de embarcar a todos, y luego de contarlos y asegurarme que no faltaba nadie, le dije al tío Miguel que nos fuéramos.
Tomé entonces el micrófono del bus y lo encendí. —Bueno —empecé a decir sabiendo que tenía que redondear algo, dar una especie de mensaje para que todos asimiláramos lo que habíamos vivido, y que, como me había dicho el Juan, siempre ver lo positivo del tiempo, aunque fuera una mierda. Además, yo «era de allá» y me había ido a Santiago a estudiar, estaba acostumbrado a esto—. Esto es Chiloé, así vive la gente aquí. Amigos, yo sé que creen que esto fue terrible, y de verdad lo fue, pero ¿saben qué?, yo los considero afortunados, pues han vivido en carne propia cómo la gente del campo, la gente de las islas, todos los que somos chilotes, tenemos que aprender a levantarnos todos los días, lluvia o no, para trabajar, estudiar, vivir. En este clima hay niños que caminan kilómetros para llegar a su escuela, que toman la misma lancha que nosotros porque esta es una lancha de recorrido, una micro del mar, papás que salen a mariscar porque si se quedan un día sin trabajar no hay nada que poner en la mesa al siguiente. —Sin querer, me había emocionado y eso se transmitió a la gente, y noté que algunas personas comenzaban a lagrimear—. Esto es Chiloé, y Uds. son de los pocos turistas que han vivido un día como uno de nosotros. Gracias por ser tan valientes —terminé a lo que todos me aplaudieron. Sin darme cuenta había encontrado otro amor, el amor a esta isla. Me fui adelante con el tío Miguel y llovía tan copiosamente y estaba tan oscuro que ver a un hombre caminado a lo lejos nos llamó la atención. Vestía de negro, con un poncho e iba como encorvado. Caminaba en dirección a Quicaví. Al pasarlo, de inmediato miramos por el espejo retrovisor, para quedar helados pues no había nadie. Ya me habían contado algunas historias de brujos y que se transforman en animales o desaparecen. El tío Miguel me miró sin decir nada, pero con cara de ¡salgamos-de-aquí-ya! y aceleró, pues íbamos bastante lento. Tuvimos lluvia todo el camino, que era de tierra hasta el cruce a Dalcahue, unos cuarenta kilómetros. El viaje incluía una parada en Tenaún, que tuvimos que omitir por la premura del tiempo. Eran cerca de las diez de la noche cuando llegamos a Castro, y en la oficina estaba Juan, Hernán y la señora María Eugenia. La preocupación los tenía
desesperados. Nos bajamos de la micro de turismo, yo con cara de aquí-me-va-allegar. El tío Miguel bajó primero para ayudar al resto, y rápidamente se acercó a Hernán. —El chico este vale oro, cuídalo —le dijo. Luego de recibir como diez lucas en propinas, besos y abrazos, hablar con el Hernán y contarle a grandes rasgos lo que había pasado, me fui a la casa. Ya estábamos como a 20 de enero. Llegué tarde, para variar, pero por lo menos llegué, pensé, y no por lo que había sucedido en el barco, sino porque muchas veces del grupo de veinte o treinta personas, algunos enganchaban para ir a tomar algo, generalmente al Anacleto, un bar en la plaza, como estiloso, y cerca de La brújula, y me invitaban. Yo no me hacía de rogar y siempre iba, terminado a veces bastante pasado y llegando a la casa a las tres o cuatro de la mañana para levantarme a las 7:00, con caña, a trabajar. Al entrar por la cocina, estaba la Olivia sentada en la mesa tomando una copa de vino tinto, vestida con jeans y una polera media floreada. —Hola, Olivia, ¿cómo estás? —Bien, hijo, ¿y tú? Siento que no te he visto en semanas —me dice a modo de comentario, sin reproche ni pidiendo explicaciones. —Súper, aunque harta pega. Hoy me tocó ir a Mechuque y el tiempo no nos acompañó para nada. —Sí, llovió tanto, ¿quieres comer algo? —Sí, pero no te preocupes, yo me preparo —digo al tiempo que busco en el refri algo para comer. Hay humitas, que huea más rica. —Saca una cerveza o si quieres me acompañas con el vino. —Vino mejor —acepto sacando una copa de uno de los muebles de cocina. —Nunca pensé que te iba a ir tan bien acá. Yo adoro esta isla y me encantaría que el Sebastián se quedara haciendo lo mismo que tú, ¿es muy difícil? —La verdad, no, solo hay que ser servicial y amable, además de aguantar a una
que otra persona desagradable de vez en cuando, pero fuera de eso, nada. ¿Cuándo llega el Sebastián al final? —Mañana —contesta mientras prende un cigarro. Yo ya voy en la segunda humita. —¡Qué buena! Debes estar contenta entonces. —Sí, no lo he visto hace un año o más. Espero que se quede unos días más de lo que tiene programado. —Ojalá —le contestó ya terminando la humita y tomando mi vino y listo para irme a acostar. Me despido y mientras salgo, la Olivia me habla —Andrés, te llegó una carta. La dejé en tu cama. Llego al dormitorio que ocupo en el segundo piso, con un pequeño balcón con vistas al mar, y encuentro el sobre a los pies de la cama. Por la letra sé que es tuya. Una turbulencia. Me había desconectado de toda mi vida en Santiago en tan solo veinte días, y no tenía ganas de enchufarme todavía. Miro por la ventana con la carta en la mano, y decido no abrirla. «Mañana lo haré», pienso, dejando el sobre en el escritorio que está al frente de la cama. Al día siguiente me toca turno en la oficina con la Carmen. Me gusta estar vendiendo los tours y conversando con la gente que entra a preguntar cualquier cosa, aunque no tenga la menor idea de dónde están los lugares y la Carmen se ría de escucharme engrupir. Siempre me escapo al quiosco de turismo a fumarme un cigarro con la señora Marina, que se pone a pelar a gente que no conozco, pero no me importa porque me gusta la forma de hablar que tiene y cómo apoya sus codos en el mesón mientras fuma. Me doy cuenta de que he empezado a coleccionar todos estos diferentes personajes, todas estas personas que de una u otra manera son mis amigos acá, son como amigos de adulto. Me siento adulto cuando llego a trabajar en la mañana y me voy tarde en la noche, me siento adulto cuando siento la responsabilidad de cumplir con una tarea, y no solo cumplir, sino hacerla bien. Me siento como un adulto acá en Castro. La tarde pasa y a las ocho ya me puedo ir a la casa. El tour del día siguiente está
vendido y también un segundo tour a Quinchao, el más pajero y relajado, para doce personas en un minibús, cinco extranjeros entre los pasajeros. Me conviene porque las propinas de los europeos y gringos siempre son mucho más generosas que las locales, sobre todo cuando se dan cuenta de que el trabajo para el guía es doble, pues tengo que explicar todo en español e inglés. Al llegar a la casa está Sebastián en la cocina con la Olivia. Nos presenta y nos caemos bien altiro. Él es flaco, medio crespo con el pelo un poco largo, rubio oscuro de ojos azules intensos. Tiene una mirada alegre y cara de niño bueno, como la mía. Luego de conversar un rato, me voy a acostar. Estoy durmiendo, ya como a las 11:00, cuando siento que me despiertan. —Andrés, Andrés, wake up man! Despierta won! —me dice en su espanglish. —¿Qué pasa? —digo un poco irritado. —Let´s smoke some weed, I know you want to.¹ —Now? —contesto sin pensar mucho. —Yeah, right now, man.² Lo pienso por unos segundos y me levanto. No he fumado caños desde hace más de un mes, y la idea es siempre bienvenida. Me visto mientras él baja al primer piso y luego salimos al patio, y nos sentamos en la banca que da justo al mar. La marea está alta, así es que el agua llega hasta el pequeño dique que los separa de la propiedad. La vista es impresionante, sin luna y sin nubes, así es que vemos las estrellas en todo su esplendor. Sin querer me acuerdo de mi casa, por las estrellas. Sebastián saca una pequeña bolita negra, dura y con intenso olor a cogollo. —What the fuck is that?³ —le pregunto. —Hash man! Best shit you can ever smoke!⁴ —contesta mientras mueve la bolita con los dedos de una mano hasta conseguir que se desprenda una pequeña cantidad, la que luego sigue calentando con los dedos para ir alargándola como un gusano. Una vez que tiene una tira larga, la mezcla con tabaco y hace un cigarro. Lo enciende y le da una pitia, para luego ofrecérmelo. Nunca lo he probado ni tengo idea de lo que puede ser, pero como dijo que era weed, asumo
que se trata de algún tipo de marihuana. Le pego una pitia y quedo de inmediato volado como si me hubiera fumado diez pitos de cogollo. Encuentro que es lo mejor que he probado en mi vida. Quedamos en estado de pegadez absoluta, sin poder hablar. Miro al cielo y las estrellas parecieran brillar aún más potentemente, para luego moverse y empezar a bailar en círculos. Trato de tomarlas con mis manos, pero se escapan entre mis dedos, —I can see the light, I can literally see the movement of the light⁵ —le digo al Sebastián con asombro, ante lo cual el hueón estalla en risas, sin poder decir nada. Lo ignoro y sigo mirando las estrellas, como pasan por entre mis dedos cuando extiendo las palmas hacia el cielo. No sé cuánto tiempo pasó, y estoy tan pegado con todo el universo, que la turbulencia del «so man, what’s your story?» me succiona a la realidad. Me siento tan conectado con todo lo que me rodea que, en realidad, no sé qué contarle porque no tengo ganas de hablar de nada, solo de mirar las luces colándose por mis dedos. —Well, I’ll switch to Spanish if you don’t mind⁷ —le digo. —Dale —contesta. —Estudio en la Chile… —Nopo, hueón, si esa huea ya la sé, me la contó la Olivia que me ha hinchado las pelotas desde hace semanas pa que me quede acá haciendo lo que tú. Tienes a la vieja ahí, comiendo en la palma de tu mano —dice mientras se ríe. Estoy tan volado que me parece súper serio el tema que la mamá de este hueón crea que soy un hueón bueno y modelo a seguir. —Supiera tu vieja —comento de manera maliciosa y me río. —Eso, po hueón, eso es lo que quiero saber. —¿Y pa qué? —contesto intrigado. —Porque nadie puede ser taaan bueno como la Olivia cree.
—Tienes problemas con ella, parece —digo a modo de análisis casi psicológico. Este hachís me dejó ahora en volada profunda, pero aún lo disfruto. —No… bueno sí, pero no quiero hablar de eso, cuéntame de ti. —Es que no tengo nada que contar —digo pensando que estoy acá lejos para no pensar en lo que este tipo quiere saber, ¿es acaso tan difícil entender para él que no quiero hablar ahora? Bajo la mirada y siento que floto, soy liviano y me elevo hacia el infinito. Mi cuerpo pierde la forma, mis extremidades desaparecen y solo queda mi tronco, el que lentamente es absorbido y todo lo que soy es un gran globo que se eleva, sin detenerse. Veo a mis pies la casa, el mar y las luces del pueblo, sigo subiendo y veo que las estrellas se reflejan en el agua, y ahora es imposible distinguir cuál es el cielo y cuál es el mar. Sebastián cacha el estado en que estoy y sin preguntarme me pone audífonos y escucho música celestial que enmarca todo lo que siento, ¿cómo puede alguien haber creado la música que escuchaba ahora? Es exactamente lo que tenía en mente, es Aldebarán, la estrella más grande de la constelación de Tauro, y Enya le dio música, ¡música para una estrella! Floto y me sigo elevando, hasta perderme. Quiero subir más y más y experimentar qué se siente cuando estás tan arriba que finalmente explotas. Y entonces dejo de pensar, soy parte de todo este universo que me rodea, y al que luego yo rodeo. Siento paz, por primera vez experimento lo que es sentir la verdadera paz. Me rindo y someto a este volar, flotar sin rumbo. La música llega a su clímax, y cuando finalmente voy a estallar, siento que me toman de la espalda y me tiran hacia atrás. La turbulencia es mayor. Alcanzo a percibir que el globo desaparece mientras Sebastián me agarra. —What the fuck, man!?⁸ ¡Ibas a saltar al mar, hueón! —me grita con euforia saltando y aplaudiendo. Sin darme cuenta me había parado de la banca y caminaba hacia lo que yo veía como el cielo, siendo este solo el reflejo de las estrellas en el agua. Sentí rabia de no haber terminado mi viaje. —My trips are always amazing with that tune, man —me dice dándome unas palmadas en la espalda demostrando su orgullo por mi viaje, como si me hubiera bautizado.
Me sienta en la banca, y me ofrece una pitiada más. La acepto y siento como mi cuerpo empieza a flotar nuevamente. —Could you tie me up to this bench?¹ —le pregunto a lo que él sencillamente estalla en risa. Me pide que no mire al agua, sino al cielo. Veo todo, entiendo todo. Creo que nunca en mi vida he tenido tanta claridad como en ese momento. —¿En qué piensas? —pregunta Sebastián, pero ahora de forma relajada y serena, sin ese tonito inquisidor del principio. —En que entiendo todo, y que todos mis problemas son tan pequeños, tan nada. Mi vida han sido cinco minutos desde que nací hasta estar aquí, en este ahora, es esta banca frente al mar. Es raro pensar que todo lo que pasa es la suma de todo lo que has hecho y harás, y que nada puede cambiar eso, entonces, ¿para qué intentarlo? Hay que dejar que el río siga su curso, y no luchar contra él. Quiero que el agua me lleve exactamente a donde tenga que llegar, no quiero ir a la orilla todavía, aunque muchas veces crea que me ahogaré en el cauce. —Wow! Man, that’s intense shit!¹¹ —Tengo tantas orillas a las que podría aferrarme, que me llaman, pero no estoy listo para ir a ninguna, solo quiero dejarme llevar, ¿no te pasa lo mismo? —The truth is I have no idea what you are talking about man! But it sounds so deep though.¹² —I’m not deep at all, man! I wish I were. I’m as deep as a cloud.¹³ —Don’t put yourself down kiddo. Whichever situation you are going through will , and if it doesn’t, well, shit happens! You just make sure you keep your head above the water in that river of yours. I’ve drowned so many times and here I am, alive and kicking, man!¹⁴ No digo nada, así es que nos quedamos en silencio por un rato contemplando las estrellas, que aún seguían bailando entre mis dedos.
—Love problems?¹⁵ —me pregunta, causando una nueva turbulencia. ¿Tengo problemas de amor?, ¿puedo resumir todo lo que me pasa a esa simple y a la vez compleja pregunta?, ¿sé lo que es realmente el amor?, ¿alguien de hecho sabe?, ¿cuántas veces amas en tu vida? No lo sé, y no quiero pensar en eso ahora. No sé cuánto tiempo ha pasado, aunque siento que hemos estado horas y horas afuera. Dejé sin respuesta a su última pregunta, y ya un poco más aterrizado le digo que me voy a acostar porque tengo que trabajar al día siguiente. Le doy las gracias por el increíble pito, a lo que me dice que no es problema. Subo a mi pieza, entro y lo primero que noto sobre el escritorio es la carta cerrada esperando por ser leída. Pensé que no, pero todavía sigo volado. No sé si quiero leer lo que me tienes que decir ahora o dejarlo para mañana, pero el estado en que estoy no me permitirá dormir si no la leo. «¿Y si las noticias son malas?», pienso, sin poder decidirme qué hacer y qué entiendo en realidad por malas noticias. Sigo de pie mirando el sobre y de forma brusca lo agarro y abro para ver que se trata de tres páginas escritas por ambos lados. Miro el reloj pensando que eran como las cuatro de la mañana y me sorprendo al ver que son las 12:20. Que heavy como el pito hace pasar el tiempo más lento y puedes pasar una vida en una hora. Comienzo a leer la carta con tu voz en mi mente, y en un abrir y cerrar de ojos te tengo parado en la ventana de espalda mirando al mar. —Te echo tanto de menos, Andrés —dices sin apartar tu mirada de la ventana—, pensé que no lo iba a hacer, pero se me está haciendo insoportable estar sin ti. Vuelve, por fa, no me dejes solo —añades, sin voltearte a mirarme. Parte de mí sabe que estoy alucinando mientras leo la carta, pero la otra sencillamente se deja llevar. —Hueón, me has hecho daño, y mucho. Y no sé si ese daño me permite saber si quiero seguir contigo. He jugado a que no me importa, he disimulado contigo cuando me dejas solo para ir con ese huaso, pero cada vez que juego se me hace más difícil seguir las reglas, cada vez que pretendo que no me importa tengo que encerrar una parte de mí en un lugar en que ya no caben más pedazos, cada vez que sé que estás con él siento un dolor en el corazón. Y no quiero seguir así.
—Yo quiero cambiar, quiero estar solo contigo y nadie más. Te echo tanto de menos que a veces creo que me asfixio, me falta el aire. Dime que me quieres y podré esperar a que vuelvas —dices en forma suave y cariñosa, pero sin darte vuelta, solo veo tu espalda desde donde estoy parado. —No puedo decirte algo de lo que ahora no estoy seguro. Tomé tiempo y distancia, que es lo que necesitaba, y está funcionando. Aún siento dolor, pero cada vez más distante, y eso me está dando la perspectiva que me falta cuando estoy contigo. Por ahora quiero que sigamos siendo amigos, pero te pido que me des tiempo y espacio, respeta mi decisión de alejarme como yo respetaré la tuya si has decidido olvidarme cuando vuelva. Dicho esto, desapareces de la ventana, y sentado en el escritorio con la luz prendida, leo la respuesta que te acabo de escribir. Al día siguiente me levanto temprano, como siempre, y siento la caña de pito, ese dolor de cabeza con gusto a cannabis en la boca. Tomo algo de desayuno para agarrar la bicicleta y partir. El día está nublado y un poco helado, pero nada desagradable. Me toca ir de tour a una relajada excursión con un grupo de dieciocho personas, así es que le pido a la Carmen que me haga la paletea de dejar la carta en el correo, a lo que accede sin problemas. Nos llevamos bien, siempre conversamos de política o echamos la talla sobre los turistas que entran y salen de la oficina, algunos con preguntas tan extrañas como la ropa que usan. Ya llegan los pasajeros y el minibús en que iremos a Quinchao, sin el tío Miguel porque se fue antes en la micro grande con el otro tour. De los pasajeros, me fijo en uno, un hombre de unos cuarenta y tantos, bajo, pelo oscuro y ojos verdes intensos. No sé qué me llama la atención, pero se da cuenta que lo observo y me sonríe como saludo. El paseo a la isla Quinchao es siempre relajado. Paramos en Dalcahue a ver la iglesia y el pueblo para luego ir al embarcadero y tomar el ferry en que menos de diez minutos nos lleva a esta hermosa isla, la segunda más grande del archipiélago después de la isla grande de Chiloé, teniendo una superficie de 160 km2, o sea, no es menor. En ella paramos en Curaco de Vélez, un pueblito encantador, y nos vamos a los criaderos de ostras en la costanera para que los turistas las prueben. Los
lugareños tienen todo habilitado en sus terrenos con mesones, bancas y ostras que van desde los cincuenta a los ciento cincuenta pesos cada una, dependiendo del tamaño. Al explicarles desde antes que íbamos a pasar a este lugar, muchos de los pasajeros llegan ya aperados con limones y vino blanco, y siempre me invitan. Esta vez me como unas diez ostras grandes con un par de copas de vino. Me agrada extremadamente mi vida en este momento. Al frente del patio donde estamos tenemos una impresionante vista del mar, que parece un lago, y los cisnes de cuello negro que buscan comida a esa hora. Estoy ya arriando a los turistas, cinco gringos incluidos, cuando este personaje enigmático se me acerca y me pregunta qué se hace en la noche en Castro. —Mucha gente va a la disco —le contesto. —¿Es donde tú vas? —me dice mirando el piso mientras camina a mi lado. No noto malicia ni tono de viejo verde, pero sí de genuino interés. —No sé, a veces voy al Anacleto, que es el pub cerca de la agencia, o a La brújula, que está en la esquina —respondo sonando tan niño, que me da vergüenza. —Me hablaron del Cupido, ¿lo conoces? Claro que he oído del lugar por la mala reputación que tiene. Supuestamente es un bar tránsfugo de putas y que está abierto hasta la hora de la corneta. Nunca he ido, pero tengo ganas solo porque he escuchado tanto. —He oído del Cupido, pero nunca he ido. Parece que no es un buen lugar — contesto sonando de nuevo como un pendejo de quince años. Nos subimos al bus y disfrutamos de las vistas que nos da el camino, para llegar a un almuerzo temprano a Achao, el pueblo más grande de la isla. El restaurant donde comemos queda frente al mar y ofrece una vista inigualable. El menú incluido son tres platos, el principal siempre salmón o carne con acompañamiento. El salmón es mi plato favorito acá, así es que siempre lo pido. Este tour es más relajado de lo habitual y entre los pasajeros, hasta con los gringos, se forma una convivencia muy entretenida. Nos reímos mucho, y luego de visitar villa Quinchao, al final de la isla y lugar en donde se encuentra la
iglesia más grande de todo Chiloé, emprendemos el regreso a Castro. En el camino todos hablan con todos y se organizan para ir a tomar algo. Les sugiero La brújula, y uno de ellos dice «ya, pendejo, si tú también tienes que ir», a lo que no me queda otra que acceder, aunque les digo que no puedo antes de las 9:00. Al final, todos quedamos de juntarnos a esa hora para que pudieran ir a sus hospedajes a descansar y cambiarse de ropa. «Qué divertido eso de cambiarse de ropa para salir», pienso, porque yo iba a ir tal y como estaba vestido. Llego como a las 9:20 y ya hay varios de los turistas, incluyendo los cinco gringos que habían llegado a las 9:00 en punto, siendo los primeros. A las 9:30 estábamos todos los que finalmente íbamos a estar, doce. Siete chilenos habían aparecido, entre ellos dos mujeres y el tipo que me había preguntado por el Cupido. Los gringos se ríen y lo pasan bien, sobre todo por el esfuerzo de las niñas por hablar inglés. A medida que pasan los shops se dan a entender cada vez mejor. —Oye —me pregunta una de ellas, que vestían con jeans y un chaleco rojo—, ¿es verdad que el copete ayuda a hablar inglés? —Bueno, sí, principalmente porque ayuda a desinhibirnos. Es decir, todo lo que te da vergüenza hacer sobrio lo harás sin problemas cuando estés ebrio. —¿Así todo, todo? —Todo. —Ja, ja, ja, ja, cagaste, gringo —dice mirando a uno de los cinco rubios sentados en la mesa—, ¡hoy día me toca! La carcajada de todos los chilenos en la mesa fue instantánea mientras los gringos miraban sin entender de qué nos reíamos. Seguimos echando la talla, hablando entre inglés y español, y Marcelo, este hombre medio enigmático, nos contaba algunas de sus anécdotas de su vida en China, desde donde había vuelto recién en diciembre del año pasado luego de dos años, y sus aventuras en Hong Kong, Tailandia, Egipto y casi toda Europa. «Yo quiero ser como este hueón», pensé. Ya a las 12:00 los gringos se habían ido, y quedábamos las dos niñas, Marcelo y
yo, todos con ganas de seguir hueveando un rato. —Siento que estoy tomando con un pendejo —dice una de ellas, de unos treinta y cinco años—. No es en mala, Andrés, es que te ves tan niño que me da como cosa —agrega. —Me pasa siempre cuando tomo con gente mayor —digo sin piedad, a lo que Marcelo esboza una sonrisa. Nos vamos al Anacleto que está abierto hasta como las dos, luego de lo cual ya está todo cerrado. Mariela, la niña de chaleco rojo, Marcelo y yo queremos seguir, la otra niña ya se había ido a su hotel. —No sé dónde ir —digo. —Al Cupido —dice Marcelo. —¿Qué chucha es el Cupido, hueón? —pregunta Mariela con la lengua traposa. Me da risa porque le sale como un reto, como de vieja culiá. Esta chica de 1,55, de pelo oscuro y ojos negros intensos con piel morena, media rechoncha, es de armas tomar y su personalidad es fuerte, aunque intimidante a veces. —Es como un bar de mala muerte por lo que he escuchado —digo sonando, otra vez, demasiado niño. —¿Y qué huea estamos esperando entonces? —dice Mariela en voz alta, dando una carcajada. Averiguo dónde está con alguien del Anacleto, donde ya me conocen, pues llego con turistas por lo menos tres veces a la semana. Me dan la ubicación, que es tirar hacia el puerto, y vamos caminando. La entrada está cerrada, pero el letrero de neón en forma de corazón que dice Cupido está encendido, así es que la abrimos. Adentro el ambiente es sombrío, con luces bajas desde el techo que alumbran cada estación de asientos, que son como redondas con altos respaldos que no permiten ver hacia los otros. En cada estación hay una mesa, también redonda, y caben unas cinco personas. Me siento raro en este lugar, nunca había estado en uno así. La música es en español, suave, y se ve que hay varias mesas ocupadas. Nos sentamos en un cubículo y
pedimos, yo una piscola al igual que Mariela, y Marcelo sigue con cerveza. —Que eres fome, hueón, ahí tomando pura chela toda la noche —lo increpa Mariela, a quien el aire de la caminata hasta acá definitivamente la agarró. —Es que soy hipertenso y no bebo destilados desde hace muchos años — explica. —Igual soy entero e’ fome —remata con un tono pesado. Ambos notamos que Mariela no iba a ser una buena compañía, pues pasó de la alegría al enojo en cuestión de minutos. No sabíamos cómo lidiar con ella, pues al llegar la piscola se la tomó de tres tragos y pidió otra. Yo estaba acostumbrado a tomar con mis amigas, pero nunca ellas reaccionaban como Mariela. La Silvia era alegre y cuando salimos nos emborrachamos y bailamos, la Gabriela y la Elena también se emborrachan, pero ninguna se pone mala onda o desagradable, como era el caso de esta mina. A cada comentario desatinado que emanaba de su boca, nos mirábamos con un poco de vergüenza con Marcelo, hasta que suena Cariño malo de Palmenia Pizarro, a quien junto a Cecilia considero ídolas. Mariela quedó paralizada, y de la nada rompió en llanto. —¿Vo, hueón, sabes lo que es amar y que el hueón que amas te cague? —me dice sollozando. —Sí, lo sé —contesto. También estoy ebrio, pero no como ella. —Y por eso estoy acá, a mil kilómetros de Santiago, solo para no pensar en él, para no verlo. —Hueón, yo hice la misma huea. Me arranqué, no quería ver al hueón, no puedo, no… —Y rompe nuevamente en llanto. —Bueno, Andrés, te puedes ir a China, como yo, pero al volver el problema te va a estar esperando ahí mismo donde lo dejaste —dice entonces Marcelo.
Mariela seguía sollozando mientras balbuceaba oraciones inentendibles, y ante el comentario de él quedé un poco perplejo, no solo por lo acertado, sino por la naturalidad en que comenté que mi amor se trataba de un él, lo que pareció no importarle en lo más mínimo. —No había hablado de él desde hace harto tiempo, solo pienso de vez en cuando, pero pareciera que el destino quiere sacar el tema, aunque yo no —digo resignado. —¿Desde cuándo están juntos? —Bueno, ese es exactamente el problema. Nunca hemos estado juntos. Somos amigos que se acuestan y tienen sexo, no sé cómo definir lo que somos porque nunca lo hemos hecho. —¿Le has pedido que lo hagan? ¿Le has pedido que sea tu pololo? —Bueno, no, pero él tampoco. Y no creo que sea ese el problema. —Pero puede ser parte. Andrés, con los años vas a aprender que los sentimientos y deseos hay que verbalizarlos, hay que expresarlos para que esa persona especial sepa, sin lugar a duda ni ambigüedades, que es con quien tú quieres estar. Nunca había pensado en eso. ¿Será esa la solución y salida a mi problema, pedirle a Andrés que seamos pololos?, pero ¿es eso lo que quiero? —Puede ser, no lo había visto así. Hay otros factores que tú no entenderías — digo sin querer en forma despectiva. —Claro, puede haber algo que un hombre gay de cuarenta y cinco años que ha tenido más parejas y amantes de los que pueda contar con los dedos de las manos y pies, de diferentes países, razas e idiomas, no entenderá de la vida de un niño de diecinueve años —dice riendo de buena gana. Una vez que nota mi incomodidad, se detiene y continúa. —La verdad es que las decisiones que tomes siempre serán tuyas, y tendrás que vivir con las consecuencias, como yo he aprendido a hacerlo con las mías. Las relaciones se van haciendo más complicadas a medida que uno envejece, a
medida que la experiencia va coartando nuestra confianza y espontaneidad, y es eso lo que extraño más, tener tu edad, ese tirarse de cabeza a un pozo sin saber cómo salir después. Te veo y me veo a mis diecinueve años, lleno de vida, lleno de dudas y perdido, cuestionándome todo sobre mi primer amor, todo. —¿Y te arrepientes de algo? —pregunto. —¿Me arrepiento de algo? Probablemente sí —dice, y queda pensativo, mirando el vaso que tiene al frente. —¿De qué te arrepientes? —insisto porque de verdad quiero saber. —De muchas cosas, muchas. De haber estado en tu posición, exactamente la misma y no haber expresado lo que realmente sentía por alguien a quien quise mucho a los dieciocho, de no haber tenido la madurez que tengo ahora para enfrentar la situación, sino que lo hice como un niño, arrancando. Como ves, mi arrepentimiento viene luego de analizar la situación con ojos de adulto, y es eso en lo que nadie te puede ayudar ni aconsejar. —No te entiendo esa parte. —Bueno, Andrés, lo que quiero decir es que tienes que vivir tus errores, tienes que dejar que te hagan mierda y tienes que vivir todo el proceso, la alegría, rabia y, lo peor, el dolor. Esos sentimientos serán tus cicatrices, serán tu experiencia. No pidas que no te dejen caer, pero sí que te ayuden a levantarte, y los que lo hagan serán tus verdaderos amigos. Lo único que puedo decirte a modo de consejo es que atesores todos los momentos, todos, los amargos, los alegres, los tristes, los eufóricos, todos. ¡Qué no daría yo por volver a tener tu edad y sentir todo como si fuera la primera vez!, volver a amar como si fuera la primera vez, volver a sufrir como la primera vez, sentir el sexo como la primera vez. Tu juventud vívela a concho, es tuya y de nadie más, nadie puede vivirla por ti, y no dejes que nadie lo intente; estrújala, no le hagas caso a quien te diga que no puedes hacer esto o lo otro porque no es bueno, porque si ellos lo hicieron y les salió mal o no les gustó cuando tenían tu edad es su problema, no dejes que lo hagan el tuyo. Lo escucho como hipnotizado, sus palabras tienen tanto sentido. Se detuvo a tomar un poco de cerveza y queda mirando el vaso. Sé que tiene más que decir, y quiero escucharlo todo.
—No permitas que se proyecten en ti, no seas el espejo ni telón de nadie, vive tus diecinueve y no dejes que nadie los viva por ti; vive, Andrés, vive hasta la última gota de tu juventud, no dejes nada para después, que ese después nunca llega y luego puedes recorrer el mundo entero buscando a ese niño de diecinueve años solo para descubrir que ya no está. Comete todos los errores que tengas que cometer sin miedo, y, sobre todo, como alguien dijo alguna vez; don’t set yourself on fire just to keep others warm16 —dice, y se queda congelado, como recordando el dolor del fuego en la piel. Estoy ebrio, pero la cita queda pegada en mí. Creo que nunca había escuchado algo así en mi vida, y tiene tanto sentido. Marcelo pareciera estar en un trance, como si no me hablara a mí, sino a una versión más joven de él mismo, como si tuviera un espejo al frente el cual puede reflejar la edad que quieras ver, pero solo mediante una tenue imagen en una pieza oscura, lúgubre y vacía. Son las cuatro de la mañana, Mariela está durmiendo en la mesa y Marcelo me dice que se están quedando en el mismo hotel en el centro, así que se van juntos. Tomo un taxi y llego a la casa. Me acuesto pensando en si acaso estar con Andrés será mi forma de vivir mi juventud a concho o no. Esa noche fue extraña. Nunca más vi a Marcelo, como a ninguno de los turistas a los que he llevado en excursiones, pero todo lo que me dijo tuvo un impacto profundo en mí. ¿Seré acaso una persona fácil de influenciar? La verdad, no creo, pero no lo puedo decir con certeza tampoco. Los días trascurren rápido y mi rutina de trabajo, excursiones, oficina, cigarro con la señora Marina, arreglar el mundo con la Carmen, salir de farra con mis pasajeros o con Hernán, todo esto es mi vida ahora. Veo casi nada a Olivia, y Sebastián había partido hace unos días a las Torres del Paine donde se iba a juntar con sus amigos. De alguna manera, él y yo nos parecemos harto, pero de otras somos criaturas muy diferentes. Mi relación con la Teresa y el Pato es fluida, aunque para muchos pueda parecer que ellos me dejan hacer lo que me plazca y ven con ojo crítico que los tutee, que me dejen fumar y tomar, que no tenga que pedir permiso para salir, sino más bien informarles qué es lo que voy a hacer. Sé que no es la norma, que no es la
forma en que la mayoría de las personas se relacionan con sus hijos, y siento tanta gratitud por lo mismo. En el colegio me tocó vivir una disciplina dura e injustificada, esas que no permiten analizar ni criticar nada, sino solo obedecer. Obediencia. Qué concepto más foráneo al ser humano. ¿No es acaso el libre albedrio justamente todo lo contrario a la obediencia ciega y sumisa? Obedecer por obedecer no fue la forma en que me criaron, y supongo que por eso no somos de ir a iglesias a obedecer lo que dice un libro de cuentos de hadas en donde los muertos reviven y caminan sobre el agua. Un día soleado, salgo temprano y me voy en la bici de vuelta a la casa, ya estamos a mediados de febrero y hace hasta un poco de calor, lo que es inusual por la isla. Como no es tan tarde decido ir al mirador de Nalhuitad, a unos cinco kilómetros pasado la casa, para ver el mar. La vista es impresionante, con el fiordo y las salmoneras. Cada vez que puedo me arranco para allá a fumarme un cigarro y simplemente pensar en nada. Es como un rito de sanación. Llego y cambio la música, poniendo el primer disco compacto que compré en la vida: Peer Gynt, de Edvard Grieg. La canción de Solveig siempre me conmueve y no puedo evitar escucharla frente a ese paisaje sobrecogedor. La voz de la soprano me transporta, y aunque es un tema de amor el cantar de Solveig, es profundamente melancólico. Ella espera que Peer, su gran y único amor, vuelva con ella, pues se ha ido a explorar el mundo. Él lo hará, pero tardará más de veinte años, y es en esta canción que ella declara su amor y su compromiso de esperarlo.
«Puede pasar el invierno y desaparecer la primavera, desaparecer la primavera, el verano también se irá y después el año entero. Pero lo que sé seguro es que volverás de nuevo, volverás otra vez,
y que como prometí entonces me encontrarás esperándote, me encontrarás esperándote. Oh-oh-oh…
Que Dios te ayude cuando deambules por tu camino a solas, por tu camino a solas. Que dios te garantice su fuerza mientras te arrodillas ante su trono, mientras te arrodillas ante su trono, si estas ahora en el cielo esperándome, esperándome en el cielo, y podremos encontrarnos de nuevo y no separarnos jamás, y no separarnos jamás. Oh-oh-oh…».
La historia de Peer Gynt me ha cautivado desde que tenía doce años y lo escuché por primera vez. Tiene varias piezas que son icónicas dentro de la música clásica, pero muy poca gente sabe de qué se trata. Este joven irreverente y ambicioso que decide huir luego de deshonrar a una doncella y toda su familia para vagar por el mundo haciendo lo que se le da la gana ahora me es extrañamente cercana. Escuchando la voz de la soprano desvaneciéndose en el tiempo miro el mar, y la cordillera bien al fondo con los tonos rosados propios de la última parte del atardecer. Mi pensamiento sigue enfocado en Peer Gynt. ¿Seré Peer, irresponsable que vive la vida sin medir consecuencias y que luego de décadas vuelve a su hogar para darse cuenta de que todo lo que buscaba siempre estuvo ahí, pero que ya no es igual, que todo cambió y nada podrá traer el tiempo de vuelta?
Una nueva carta llegó para mí hace dos días, pero no la he abierto, y no por temor a lo que diga o para construir expectativas, sino porque sencillamente no me importa. ¿Le habrá importado a Peer lo que pasaba con Solveig mientras viajaba por África? Leer lo que tengas que decirme me da una lata tremenda, pero tengo que hacerlo. Pienso que no debí haber contestado tu carta anterior, como para que entendieras el mensaje, y que no debí haberlo hecho tan volado como estaba, ¿me acuerdo de todo lo que escribí? Espero que el Seba pase de vuelta para fumar un poco de hachís, pero parece que vuelve directo de Punta Arenas a Santiago. Me desconcentro tan fácilmente de la misión que me había puesto, ¿le pasará lo mismo a Peer y por esto termina en mil lugares diferentes, envuelto en toda clase de aventuras y desventuras? Pedaleo de vuelta sin mayor apuro más que el hambre que tengo. Llevo unos pasteles que compré en Castro para la Olivia, de esos de chocolate que sé que le encantan. Al llegar está en el patio sentada en la banca que da al mar, esa misma de donde casi me lanzo a buscar las estrellas submarinas. Le llevo un pastel una vez que me he hecho un sándwich. Luego de conversar un poco, de nada en especial, subo a mi pieza para leer la bendita carta. La tomo y me voy al balcón, antes ya había prendido la luz. En el sobre encuentro una hoja escrita por una carilla, y siento un alivio culposo al pensar que no te mandaste la lata de la primera vez. Empiezo a leer y de inmediato escucho tu voz. Eres breve, directo y estás muy, muy enojado, «la verdad, no me importas» leo entre muchas otras cosas como la pérdida de tiempo que fue estar conmigo, y que siga adelante y que me deseas lo mejor. Termino y una sonrisa impertinente y totalmente fuera de lugar se me dibuja en el rostro. —¿Este hueón se acordará de que nos vamos a ver en clases todos los días? — digo en voz alta mientras analizo el despecho y rabia que sientes por la respuesta que te envié.
No se me pasa por la mente la idea de responderte, ¿para qué? Ya está todo dicho, no tengo nada que agregar y, la verdad, me da una paja tremenda. Tengo una noche espectacular en este balcón y un cigarro que espera a ser fumado, ¿para qué entonces arruinar un perfecto ahora por una mierda de mañana? No. Pienso en lo que me dijo Marcelo sobre vivir a concho, y es esto exactamente a lo que se refiere, a estos pequeños momentos, a esta pequeña vida que he formado y que siento tan mía, recuerdos formados con gente que nadie más que yo conoce y que están unidos de uno u otra forma por mí. ¿En cuántos recuerdos uno vive? Muchos de los turistas que he llevado en estos casi dos meses me recordarán de alguna forma, en su cabeza tendrán una imagen de mí, pero ¿cuánto de mí realmente habrá en esos recuerdos?, si pudiera verlos de alguna forma en su cabeza, ¿me reconocería? Si mis amigos pudieran ver esos recuerdos, ¿me reconocerían? Pongo la carta dentro del sobre y la dejo sobre el escritorio. Quiero ser Peer Gynt, quiero dejarme llevar por mi irresponsabilidad, deseos, lujuria y antojos, quiero vivir y dejar los arrepentimientos para cuando sea viejo, ¿no es acaso para eso la vejez? En el ferry de Chacao a Pargua salgo a fumarme un cigarro con el tiempo nublado y frío. Corre viento y el mar está un poco inquieto, nada para asustarme, eso sí. Nunca me había pasado esto de echar de menos, y es raro, porque lo que estoy extrañando es lo que acabo de dejar, mi vida acá con todas estas personas que habitan ahora en mis recuerdos, esos que están formados tan lejos de todos los demás que conozco. Sé que volveré el próximo verano y el próximo, pero la novedad ya habrá pasado y todo tendrá ese sabor familiar al que me acostumbré, pero ¿querré volver a sentirlo? ¿No es acaso volver siempre a los mismos lugares, a la comodidad de lo conocido, otra manera de envejecer antes de tiempo?, ¿no es lo mismo que ir a una heladería con cientos de sabores para pedir siempre el mismo? Quiero descubrir todo lo nuevo que la vida pueda ofrecerme, ¿o es acaso muy ambicioso de mi parte?, ¿soy muy ingenuo al pensar que en algún momento puedo saciarme de vivir?, ¿y qué pasa entonces?, ¿será la muerte solo el paso de un estado a otro, como cuando el agua se evapora y desaparece en el aire, pero en realidad sigue ahí, y es solo que no la podemos ver?
Chiloé ha sido ciertamente una de las mejores experiencias de mi vida, siento que aprendí tanto que ahora puedo entender a las personas que trabajan desde otro punto de vista, pero me deprime un poco pensar que algún día lo tenga que hacer para subsistir y no por tres meses para luego volver a la realidad de ahora, esa de no hacer nada. ¹ Fumemos hierba, sé que quieres. ² Sí, ahora mismo. ³ ¿Qué mierda es eso? ⁴ Hachís, la mejor huea que puedes fumar. ⁵ Puedo ver la luz, puedo literalmente ver el movimiento de la luz. Bueno, ¿cuál es tu historia? ⁷ Bien, voy a cambiar a español si no te molesta. ⁸ ¿Qué chucha, hueón? Mis voladas son siempre increíbles con esa canción. ¹ ¿Me podrías amarrar a esta banca? ¹¹ ¡Te fuiste en la volá profunda! ¹² La verdad es que no tengo idea de qué hablas, pero suena tan profundo, eso sí. ¹³ ¡No soy para nada profundo!, desearía serlo. Soy tan profundo como una nube. ¹⁴ No te menosprecies, chico. Lo que sea que te esté ocurriendo va a pasar, y si no, ¡mala cuea! Solo asegúrate de tener tu cabeza a flote en ese río tuyo. Yo me he ahogado tantas veces y aquí estoy, ¡vivito y coleando! ¹⁵ ¿Problemas de amor? ¹ No te prendas fuego solo para darle calor a otros.
7
Las clases inician en una semana, a mediados de marzo, y tengo ganas de comenzar bien este año, pues el anterior me dediqué a farrear más que nada y terminé echándome cuatro ramos anuales, es decir, me atrasé un año completo. Llegué hace diez días a Santiago y no he sabido ni llamado a de nadie de la U, y la verdad, no tengo muchas ganas de socializar aún y me concentro en pasar los días en la casa. Me levanto tarde, tomo desayuno y escucho música, aunque estoy estancado con los mismos discos y echo de menos el de Björk, la única razón que tengo para llamarte, pero no lo suficientemente fuerte como para hacerlo. La Teresa sigue haciendo unas cosas espantosas de cerámica, de las que claramente me río, y me he puesto a leer y me encuentro nuevamente atrapado por Las Crónicas de Narnia, que alguna vez leí cuando era niño, pero que ahora toman un significado totalmente diferente. En el cable están pasando una película que me cautiva y así es que la veo cada vez que la dan, Azul Profundo, de Luc Besson. La historia de este hombre que siente no pertenecer en el mundo humano me impacta profundamente, y no puedo evitar sentirme reflejado en su historia. La banda sonora es parte de mis discos de cabecera y en estos días no para de sonar a toda hora, y encuentro que Éric Serra creó una obra maestra. El crucero de la tribu de los delfines es mi composición predilecta de todo el disco. Por las tardes voy a mi lugar favorito, la mesa de los espinos, donde me pongo los audífonos, me tiendo en una de las bancas y me fumo un caño. Para conseguirlos, de vez en cuando le pido el auto a la Teresa y voy a Emilia Téllez, donde tengo una mano que me vende cogollos, nada de paragua. No es barato en relación con otros lugares donde venden, pero la calidad lo justifica. Puedo pasar horas tendido ahí, sin moverme, disfrutando de la vista del cielo entre las ramas de los espinos y con Deep blue en modo repeat. Pienso en cómo estará la Silvia, pero no quiero todavía comenzar mi vida acá, la tengo en pausa.
A veces por las mañanas despierto asustado porque creo que me quedé dormido y estoy atrasado para el tour de las nueve. Por un segundo creo que estoy en el dormitorio con el balcón al mar, en la casa de la Olivia, pero solo por un segundo, para luego entristecerme y suspirar al darme cuenta de que no. Me confunde este estado de añorar lo que se tuvo y no concentrarse en lo que se tiene, y me preocupa no poder superarlo, pero luego recuerdo que te superé a ti, y eso me da la esperanza que podré hacerlo, pero ¿realmente te superé? No lo sé. No quiero pensar en eso todavía, pero ¿cómo reaccionaré el primer día de clases cuando te tenga al frente?, ¿seguirás con el Carlos?, ¿te importaré algo después de la tajante declaración en tu segunda carta?, ¿creerás que mi respuesta a esta se había perdido en el correo? Tantas interrogantes revelan una ansiedad a medida que pasan los días por saber de ti, pero no tanta como para agarrar el teléfono y llamarte. No falta nada para entrar a la U, así es que tampoco veo la necesidad de hacerlo. Estoy acostado viendo tele cuando el teléfono suena. La señora Marta ya se había ido y la Teresa y el Pato andaban no sé dónde. Lo dejé sonar un rato porque, aunque lo tenía al lado, me daba paja hablar. Al notar que seguía sonando, no me quedó otra. —Aló —digo medio enojado. —¿Andrés? —Siento la voz de la Silvia. «Qué lata», pienso, lo que me hace sentir mal, así es que finjo alegría. —¡Sí, como estás, Silvia!, ¿todo bien? —Bien, todo súper bien, ¿cómo te fue?, ¿cuándo llegaste? —Me fue la raja, como que no quería volver —digo con toda honestidad, pero omitiendo el remate «a ver a todos los hueones de acá»—. Volví hace como dos días —miento para que no me cobre sentimientos. —Qué rico escucharte. Oye, ¿tienes qué hacer hoy?, ¿te tinca salir en la noche a tomarnos algo pa copuchar un rato? «Cagué», pienso, no le puedo decir que no a ella, nunca nos llamábamos, así es que algo debe querer contarme, pero el problema es que no ando en mi sintonía
para escuchar problemas, no quiero turbulencias. —Ya po, unas chelas no me vendrían mal —contesto nuevamente con falso ánimo—, ¿a las 9:00 en tu casa y vamos pa la plaza? —Excelente, nos vemos. Son las 6:30, y ni siquiera me he duchado. Estoy echado en la cama con unos pantalones cortos y sin polera, sintiéndome pegajoso. La sola idea de levantarme me da una paja mayor, así es que lo pospongo lo más que puedo. Trato de ver si hay algo bueno en la tele, pero todo me parece fome o ya lo he visto demasiadas veces, y nunca he encontrado muy divertidos a Beavis y Butthead. La apago y prendo el equipo, tratando de buscar algo bueno. No encuentro nada, ¿de dónde chucha viene esta apatía? Cambio al modo de CD player y dejo que suene lo que último que haya dejado puesto, porque la verdad, no me acuerdo. I feel you, de Depeche Mode comienza a sonar. Me gusta, pero lo he escuchado tantas veces, y la verdad, no puedo dejar de notar que la canción es casi un autoplagio de Personal Jesus, como que quisieron darle el palo al gato con exactamente la misma fórmula, y no es que sea exigente, pero creo que como fan merezco un poco de respeto. Me levanto y toco open en el reproductor, saco el CD y veo que tengo por ahí cuando noto Republic, de New Order. Creo que de este disco nunca me voy a cansar, así es que lo pongo y comienza Regret. Subo el volumen y me voy a bañar. El ánimo ya mejora. Llego a la casa de la Silvia como a las 9:30, pegado con el álbum de New Order que escucho ahora en mi CD player. Cuando me fui la Tere y el Pato no habían llegado, así que les dejé una nota en la mesa del comedor. Me anuncio por el citófono y me pides esperar porque vas a bajar. Te veo como siempre, como la Silvia con la que salgo a pasarlo bien sin preocuparnos de nada, ni del estado en que terminaremos. Estás bien arreglada, pero sin esforzarte. Te vistes muy bien, pero sin exagerar nada, ni rios, muy poco maquillaje, pero es la estampa que tienes más tu exquisito gusto lo que hace un todo. Yo soy más bien conscientemente despreocupado de lo que uso, lo que no es fácil, pues me gusta lucir armoniosamente desordenado. Generalmente, uso jeans, y me preocupo mucho de que el calce sea perfecto, no muy ajustados, pero tampoco sueltos, como rapero. Camisas también con un
buen entalle, un poco sueltas y generalmente afuera del jeans, por lo que el largo de esta es un factor relevante. No me gusta que sean largas y se vean como una falda, pero tampoco muy cortas dejando ver piel si me estiro mucho. Todo viene de la ropa usada, y la Teresa y el Pato no entienden por qué, pero no se oponen. En la U todos andan uniformados con la camisa escocesa y jeans, y aunque también tengo un par de camisas así, trato de no usarlas. Me causa gracia que un movimiento de expresión individual como el grunge haya terminado finalmente uniformando a todo el mundo. Caminamos a Las Lanzas, donde usualmente nos tomamos un shop, para luego ir a la botillería de la esquina y comprar una caja de vino para ir a sentarnos a algún lugar de la plaza a tomarla. Nuestro antro de siempre está cerrado, me comenta la Silvia, así es que debería ser una noche tranquila. —¡Y cómo te fue en Chiloé!, ¿mucho carrete? —me pregunta luego que nos hemos instalado en una mesa en la terraza. —Sí, casi todos los días salía a chupar con los turistas que había sacado durante el día —digo mientras varios rostros de personas que nunca más iba a ver en mi vida pasaban por mi mente. —Qué buena —contesta encendiendo un cigarro. —Y tú, ¿cómo has estado? —le pregunto mirándola a los ojos, para que entendiera a lo que me refería. —Bien, ya recuperada, pero en tratamiento. No te había querido decir, pero no me acuerdo de casi nada, solo de que salimos de la consulta y paramos a tomar un té. Después tengo algunas lagunas y lo siguiente que me acuerdo es cuando desperté al día siguiente y estabas tú. —Fue súper heavy, pensé que te ibas a morir… —Nooo, ¿tan mal estaba? —me dice sorprendida. —Estabas pa’l pico, de verdad mal. Tomamos un taxi y el hueón cuando cachó que estabas desmayada paró el auto y quería que nos bajáramos, y quedaban apenas tres cuadras para llegar a tu casa, pero tú no estabas en condiciones de caminar.
—Puta, el hueón cerdo. ¿Y qué hiciste? —Tuve que ofrecerle más plata de la que iba a salir la carrera —mentí. No quería contarle todo lo que había pasado, aunque el solo recuerdo me dio un escalofrío en la espalda. —Puta, que somos trágicos, hueón —dice soltando una risa falsa. —¿Tratamiento de qué estás? —Tuve una infección y la misma doctora me la trató con antibióticos. Estuve bien pa’l pico, no sabía qué hacer, así es que la llamé no más. Cuando le conté que iba a ir a la posta me preguntó si acaso yo era hueona o me hacía y me dijo que fuera a su consulta. Me encontró bien mal, así es que ella misma me empezó a tratar. Hace como una semana fui la última vez y me dijo que estaba mucho mejor, pero que no iba a ser fácil que quedara embarazada en el futuro —termina diciendo y noto que hay un dejo de tristeza. —¿Y eso te tiene mal? —No sé, Andrés, la verdad, no sé. Siento que hice lo que tenía que hacer porque no quería cagarle la vida a nadie, y menos la mía. Tú cachai, que mi papá me da la pensión de alimentos y plata para estudiar porque lo tuve que demandar, que mi mamá anda a saber tú dónde chucha anda, ¿de dónde cresta iba a sacar plata yo pa un crío? —me dice a modo reproche, uno interno, como tratando de convencerse ella misma que había tomado la decisión correcta, y ¿quién era yo para rebatirle? La apoyé en la peor parte, creo, así es que ahora la tengo que apoyar en todo lo que venga y, además, ¿cuál es el punto de recriminar, juzgar o sermonear sobre algo de lo que no se puede hacer absolutamente nada? Si ese es el rol de un amigo, prefiero no serlo. —Demás, y todo lo que conlleva una guagua. Y si en el futuro quieres tener una, ¡ahí vemos cómo lo hacemos! ¡Salud! —digo levantando mi vaso. —¡Salud!, por eso me gusta salir contigo, hueón, me subes el ánimo —dice aliviada y sonriendo.
Terminamos nuestros shops, y yo un completo porque me había dado hambre, y nos dirigimos a la botillería de la esquina donde compramos una caja de vino tinto. Hay varios hueones en la misma, todos carreteando tranquilos, conversando, fumando caños y riéndose. La noche está agradable, aunque un poco fresca. El verano tiene los días contados y las hojas de los añosos árboles de la plaza están tornándose amarillentas, dándoles un aspecto aún más viejo. Saco un caño que traje para la ocasión mientras ella abre el vino. Tomamos de la caja directamente en turnos, pero sin apuro. Prendo el caño, le doy una pitia y se lo paso, y ella hace lo mismo. Siento que se relajan mis ojos y al terminarlo, comenzamos a pelar el cable con cualquier cosa. —El otro día fui a la facultad y no había nadie conocido, y adivina con quién me encontré y me empezó a meter conversa. —Chucha, no sé, ¿quién? —¡Con el palo en el hoyo! Una carcajada me sale y es tan contagiosa que la Silvia empieza a reírse a todo pulmón también. Cada vez que intenta alguno hablar, el otro dice «palo en el hoyo» y el ataque de risa continúa. —¡Y el hueón me quería engrupir! —dice tratando de poder terminar la oración. Yo la escucho ya bajando un poco el nivel de las risotadas, y tomando un sorbo de vino. —Lo vi y quería hacerme la hueona, pero se me acercó y me empezó a hablar. —¿Y de qué chucha te podría hablar el palo en el hoyo? —Espera, que no sabes na, ¡si esta huea se pone mejor! ¡El hueón… —dice comenzando a reír—, me invitó a salir! —dicho esto nuevamente estallamos de la risa. ¡Esto era inconcebible, el palo en el hoyo andaba detrás de la Silvia! —¿Te imaginas yo con ese hueón?
—La verdad, no, es impensable, ¿y qué le dijiste? —pregunto intrigado. —¡Le dije que gracias, pero que yo no iba a misa! —estallido de risotadas. No sé cuánto rato nos reímos, pero me retorcía y ya me dolía la guata. —El hueón me miró raro, como que no entendió lo que le había dicho, así es que me despedí y me fui no más, ¿qué me iba a quedar haciendo ahí con el hueón al frente, ponerme a cantarle al pulento o alguna huea así? Más risas. Se me había olvidado lo bien que lo pasamos con la Silvia cuando nos juntamos. Me doy cuenta de que, de hecho, extrañaba esto, estas risas, este hablar de cualquier cosa y reír, reír sin parar, sin medida, sin límite. —Debiste haber aceptado para ver a dónde chucha te llevaba. —Puta Andrés, a lo mejor yo necesito un hueón así, bueno, que me lleve por el buen camino. —¿Tú crees? —Puta, a lo mejor. Salgo con puros hueones que me tienen pa’l hueveo o quieren pura cacha. A lo mejor un hueón como el palo en el hoyo… —¡Ya, pero no te vayas al chancho tampoco! —digo haciéndola reír un poco más. —Pero imagínate, hueón, que me hice el raspaje para no complicarle la vida a nadie, y al hueón del papá ni le avisé que estaba embarazada ni na, y hace como tres semanas nos vimos y le conté todo y el hueón me pegó un combo en el ojo y me dijo que por qué chucha había hecho algo así sin preguntarle, que era su guagua también y yo lo único que quería era hacer las hueas lo menos complicadas para todos —dice mientras toma vino. Estoy volado y me río de lo que acaba de decir porque su forma de decirlo fue liviana y siguiendo en el mismo tono de lo que nos estábamos riendo, pero luego analizo cada palabra y la sonrisa desaparece.
—¿El hueón te pegó? —Sí, porque no le pregunté y me dijo que él tenía derecho a decidir si quería tener la guagua o no. Es raro cómo cambian los roles y los puntos de vista a medida que se desarrolla una historia. He respetado la privacidad de la Silvia en esto al punto de jamás haberle preguntado nada sobre el papá del embrión abortado, simplemente porque no era y ni es de mi incumbencia y porque no cambiaba en nada la circunstancia en que se encontraba. Bueno, hasta ahora. —O sea, que tú nunca le dijiste que estabas embarazada —le pregunto para ir armando este rompecabezas de reacciones en mi cabeza. —¿Y pa qué si la hueona que se iba a cagar la vida era yo? —me contesta con sinceridad, y su argumento es tan simple, pero válido al extremo de no hacerme preguntar nada más, sino limitarme a escuchar. —Ahora el hueón quiere tener un hijo, pero y si al año se aburre, ¿quién queda con el crío y sola? Yo po. No, ni cagando. No me puedo cuidar yo y voy a andar cuidando guaguas de mierda. —Te encuentro toda la razón —digo con absoluto convencimiento—, y si te arrepientes, ¡le pides al palo en el hoyo que te lleve a la iglesia! —digo a lo que nuevamente nos reímos. Me quedo en la casa de la Silvia porque es tarde y la micro que me deja afuera de la comunidad ya no pasa, y ni cagando camino como siete kilómetros para llegar a mi casa. El sillón no es una oda a la comodidad, pero me logro dormir, pues ya sé cómo, no es la primera vez que me quedo. No tomamos mucho, solo un shop cada uno y una caja de vino de litro, pero el pito nos relajó al máximo. «Nos portamos bien», me digo antes de cerrar los ojos. Estoy en la casa sin hacer nada nuevamente, solo vegetar en la mesa de los espinos. Me viene a la cabeza la historia de la Silvia, eso de estar solo para enfrentarse a las situaciones más complejas que la vida te puede presentar, y llego a la conclusión que debe ser muy triste sentirse así, solo, sin nadie a quien recurrir. Quedar solo, así de esa forma, ¿será producto de malas decisiones que
tomamos?, y de ser así, ¿podremos darnos cuenta de cuáles fueron exactamente aquellas que nos aislaron de las personas que se supone están biológicamente programadas para amarnos, como nuestros padres?, ¿habré yo, sin darme cuenta, comenzado una cadena de malas decisiones que podrían culminar en mi soledad absoluta para cuando tenga la edad de la Silvia, veintitrés años? A veces tengo la sensación de estar atrapado en un juego de ajedrez del cual soy una pieza, pero no el jugador, y que las religiones, todas, se orientan a lograr que ese jugador que nos mueve no nos sacrifique en beneficio de una pieza de mayor rango, que logremos vivir lo más posible, aunque nos aterre la vida que nos tocó vivir, ¿no es eso una paradoja? Leí alguna vez que uno de los problemas más grandes por resolver para los viajes espaciales de largo alcance, como a Marte, aparte de la tecnología, que tarde o temprano desarrollaremos, es el área relacionada con los recursos de aire y comida. Para un viaje de tantos meses sería necesario que los cosmonautas durmieran gran parte del tiempo, esto sería a través de sueño inducido y controlado. El problema es que al despertar luego de varios meses soñando, algunos individuos podrían no reconocer la realidad como tal, pueden no creer que están de hecho despiertos y desarrollar una psicosis. Me resulta fascinante pensar en qué pasaría si mi realidad es que voy dormido en alguna nave espacial hacia un planeta remoto y distante, en una cámara de sueño controlado por un computador, como Hal de 2001 odisea del espacio, película que me presentó la Teresa hace algunos años y que he visto ya tantas veces que me sé de memoria los pocos diálogos que tiene, y que esta realidad no es otra cosa que un largo sueño que va mutando cada veinte minutos en la cabina, lo que pueden ser días, semanas y hasta meses en tiempo sueño. Entonces, si muero acá, ¿significa que me están despertando en la nave? Vuelvo a la casa para almorzar, tengo hambre y probablemente ya me llamaron y no escuché. —Te llamaron por teléfono recién y no sabía dónde estabas —me dice la señora Marta. —¿Y quién era? —digo sin prestar mayor atención. —Andrés. Dijo que lo llamaras cuando pudieras. Andrés. Han pasado meses desde la última vez que hablamos, meses desde que
decidí tomarme un tiempo, meses desde que sentí tu olor, meses…, y el solo hecho que alguien mencione tu nombre me produce ansiedad. —Gracias señora Marta, ¿sabe si la Teresa viene almorzar? —No, salió y me dijo que iba a llegar después que me fuera. ¿Te sirvo? —No, gracias, yo me sirvo después. Se me quitó el apetito y lo único en que me puedo concentrar es en el teléfono. Camino hacia mi pieza, cierro la puerta y marco tu número. Suena, suena, suena… ya po, contesta, hueón… suena. —¿Aló? —reconozco tu voz. —Hola, Andrés, soy yo. —Ah, tú —dices con indiferencia. —Sí, yo —contesto. No quiero preguntarte para qué me habías llamado porque eso sería ir directo al grano y cortaría el tiempo en que puedo escuchar tu voz. ¿Por qué estoy tan nervioso? Es el Andrés, hueón, el mismo que te escribió claramente y con todas sus letras que no le importas y que había perdido el tiempo contigo. —¿Cómo estás? —digo en forma amigable finalmente. —Bien —dice en forma seca—, te llamé porque la Gabriela está armando un carrete para este sábado y se le perdió tu número, así es que ahora te aviso. —Qué buena, un carrete antes de empezar las clases, ¿van todos? —pregunto, pero solo me interesa si vas tú. —Yo creo, ¿vas a ir? —No sé, depende —digo. —¿De qué? —Si vas tú.
—Nos vemos allá entonces. Creía tener todo tan claro, oleado y sacramentado con respecto a ti, pero escuchar tu voz desarma todas mis construcciones en segundos, ¿te pasó lo mismo? Veo el reloj y son recién las dos y media del miércoles, quedan más de dos días para verte y no tengo nada que hacer. La casa, la mesa de los espinos, las caminatas por las calles de tierra de la comunidad, ya todo lo había hecho mil veces. De repente, mi casa se achicó tanto que siento que me oprime. Logro matar el tiempo viendo tele, escuchando música y jugando al Super Mario. Quiero verte, pero ahora no será lo mismo. Todo el episodio Carlos tiene consecuencias, y una de ellas es la precaución que aflora en mí, ese disco Pare interno que aparece cada vez que me dejo llevar por mis esperanzas y deseos, y el caño no lo hace mejor. ¿Será así la forma en que continúa una relación, si es que lo hace, producto de infidelidades y engaños?, y si lo es, ¿no será mejor no seguir? La idea de que todo va a volver a ser igual es un mecanismo que usamos para engañarnos nosotros mismos y desviar la atención de los signos evidentes de que no somos los únicos, que no somos exclusivos. El viernes viene la Francisca, con quien somos amigos desde octavo básico, pero aún no le digo que soy gay, pero creo que hoy será el día, pues necesito hablar sobre todo lo que me pasa. No nos hemos visto hace un tiempo porque se fue a Concepción a estudiar Derecho. La Fran es directa para decir las cosas, pero de esa franqueza que muchas veces se percibe como mala educación. Yo agradezco que sea así, pues prefiero a alguien que me diga directamente lo que piensa, aunque pueda incomodarme a veces, pero no sé por qué no siento lo mismo con la Elena. Luego de almorzar nos vamos a la mesa de los espinos a tomarnos unas chelas y fumarnos un caño. —Conce es la cagá, hueón, deberías ir a verme allá. Tengo amigos super buena tela y te caerían la raja. —¿Y el carrete? —La raja, ¡si es Conce, po hueón! Lo único que a veces no me gusta es que
llueve mucho en el invierno y hace frío. —Igual rica la lluvia. —Pero allá es harta por hueón, onda que puede llover una semana sin parar un puto día, y tienes que hacer todo asumiendo no ma’ que la huea es así, ir a la U, ir a comprar al súper, salir a carretear, todo con lluvia. —¿Y estás saliendo con alguien? —Puta, sí, pero está complica la huea. La Fran siempre se involucra en relaciones complejas, con hueones medio ratas que la hacen sufrir o se la cagan, pero lo que no entiendo es por qué escoge el mismo perfil de saco de hueas si ella puede optar a hueones mucho mejores. Es una mujer muy bonita, delgada, de facciones delicadas, pelo castaño largo, ojos cafés y cara un poco alargada, lo que la estiliza mucho. Mide 1,60 y, aunque se haga la ruda, no puede ocultar sus buenas maneras al momento de comportarse en situaciones que lo ameritan. —Salgo con un hueón que me gusta caleta, pero está medio cagao de la cabeza. —¿No es eso acaso lo que más te gusta? —se me sale sin pensar. —Andamos simpáticos hoy día parece —me contesta un poco molesta. —Chucha, disculpa, hablé sin pensar, sorry. —O sea, te disculpas por haberlo dicho, no por haberlo pensado. «Esta no me va a soltar», pienso. —Fran, no puedes pedirle a la gente que se disculpe por lo que piensa, ¡eso solo lo pide Dios! Nos reímos por la huea que acabo de decir. La tarde está agradable y las cervezas heladas. Yo quería un refri chico para tener cosas acá, pero el Pato me dijo que era una pésima idea porque se iba a llenar de polvo y los pájaros lo iban a cagar entero, así es que tengo un cooler
con hielo y chelitas. Estamos volados sin nada que hacer, sin obligaciones ni compromisos, solo este ahora, solo esta conversación, solo nuestra compañía, ¿podría pedir algo más? —Qué rico este momento, este ahora —digo relajadamente. —Puta, sí, y tenía ganas de verte, te echo de menos allá en Conce, ¿cuándo me vas a ir a ver? El año pasado te hiciste el hueón no ma’. —Es que fue un año complicado pa mí. —Ella, la ocupada —dice poniendo un tono que remarca el «ella», y nos reímos —. ¿Qué tan complicada puede ser tu vida, hueón? ¡Mira este entorno, por favor! ¡Ojalá mi vida fuera así de «complicada»! —agrega haciendo el gesto de citar una frase con los dedos de sus manos al decir «complicada». —Eso no es justo y lo sabes. —¿Viste que te gusta a ti no ma’ el hueveo? Sabía que no me iba a soltar. La Fran no es de las que se queda con las hueas atravesadas, no olvida, pero lo bueno es que se lo saca del pecho en cuanto puede, no se queda con nada. Y la envidio por eso. ¿Cuántas veces no he querido reaccionar como ella? Cientos. Devolver un comentario mal intencionado con uno peor, con uno de esos que son el golpe bajo del cual no habrá respuesta, solo victimización por parte del infeliz que se atrevió a huevear a quien no debía. Pero esa es la Fran, no yo. Yo me quedo con todo y trato de olvidar lo que me pueda haber hecho daño, sabiendo que la mayoría de las veces quedará ahí, como una espina a la cual no puedes llegar y esperas que el cuerpo absorba. —Ya, dime qué pasa —me dice sabiendo que tengo algo que contarle. —Estuve con alguien hasta hace poco y todavía estoy enganchado —empiezo. —¿Y cómo se llama esta niña? —pregunta con curiosidad. —Es un él, como yo.
Un silencio incómodo toma lugar. Estoy acostado a lo largo de una de las bancas y ella en la otra, mirando el cielo. Se me acabó la chela, así es que me paro a buscar otra. —¡Ya po, sigue, hueón! Y tráeme otra chela, por fa —me dice como si nada, como si mi revelación no fuera nada de otro mundo o algo de lo que avergonzarse. Estoy volado y su reacción no es lo que esperaba, esto con un sentido positivo. Nos saltamos toda esa parte del «cuándo te diste cuenta», «por qué no me dijiste antes» y bla, bla, bla. Creo que la parte más incómoda de salir del closet debe ser la de responder las preguntas que puedan tener aquellos a quienes se lo dices. Siempre me imagino contándoselo a diferentes personas, como la Teresa o la Gabriela, pero el solo pensar en esas dichosas preguntas me desalientan, entre otras muchas cosas más que impiden hacerlo aún, pero esta forma tan natural de la Fran de escucharme y no hacer un atado de la revelación en sí me agrada y me motiva. Ojalá todo el mundo reaccionara como ella. —He estado con un compañero de la U —digo sin mencionar quién porque ella los conoce y creo que es infinitamente desleal revelar una verdad tan grande de alguien de forma tan liviana sin permitírselos a ellos—. Y no sé si lo quiero o no. —¿Pero siguen juntos? —No, nos separamos hace tres meses, antes que me fuera a Chiloé. —¿Por eso te quedaste allá? —me pregunta directamente, sin darse vueltas. —Sí, quería que el tiempo y la distancia me ayudaran a tener la película un poco más clara. —¿Y te ayudó? —No sé. —¿Y te cagó con alguien? Puta Fran, tus preguntas son certeras y dolorosas porque dan la perspectiva
ajena, esa que tanto ayuda y tan mal hace, dependiendo de quién mira. —Sí, me cagó. Es la primera vez que verbalizo y me atrevo a enfrentar lo que realmente pasó. Solo con decirlo me doy cuenta de que todas las pajas mentales que le he dado a este asunto habían sido solo para cubrir la realidad: el eufemismo del «qué somos» no quita que me haya cagado ahí mismo, a metros y yo hubiera tenido el amor de hasta inventar pretextos para que no lo pillaran. —¿Y ahora quieres volver? —No lo sé, cuando me fui quedamos en libertad de acción, que lo veríamos al volver. —¿Y aceptó? —Al principio sí, pero luego no. Me escribió un par de cartas y en la última me manda a la chucha. —¿Y te lo cagaste? —¿En el sur? —contrapregunto sin pensar y dejándome en evidencia. La Fran de hueona no tiene un pelo y la agarra al vuelo. —¿Y él supo que tú también te lo estabas cagando? Quedo en silencio. Victimizarse es tan fácil, simple y conveniente, pero asumir que eres el victimario cuesta más. —No, nunca le dije ni tampoco nunca sospechó —digo sucintamente. —Puta, está clara la huea pa mí —dice en forma seria—. ¿Pa qué quieren estar juntos si andan puro cagándose? Tú cachai que si vuelven a tener la huea que sea que tenían todo va a ser igual, el hueón te va a cagar, si no con el mismo hueón, con otro, pero que te va a cagar, te va a cagar, y tú a él. Si los dos están de acuerdo en estar juntos, pero cagándose con otros hueones, puta la raja, pero si alguno le molesta mejor hablar y dejar las hueas claras desde el principio, pero la verdad, yo creo que mejor no sigas con ese hueón. Si fuera el indicado pa ti, no te lo habrías cagado y él a ti.
Las palabras de la Fran caen como un balde de agua fría. ¿Tenía la razón?, ¿se podía resumir nuestra historia en unas pocas oraciones? La verdad nunca me había puesto a pensar tomando un punto de vista tan analítico y frío, libre de emociones y cuyas conclusiones se basan en los hechos entregados. La Fran va a ser una excelente abogada. Seguimos pegados cada uno recostado en una de las bancas de la mesa de los espinos mirando el cielo despejado. La Fran no me pregunta nada, sino que espera que yo le cuente más, la conozco. Sigo mirando el cielo y su consejo viene una y otra vez de vuelta hasta que las oraciones pierden todo significado y no me sirven de mucho. —Estoy confundido y no sé qué hacer. Nos vamos a ver mañana en la casa de la Gabriela, me llamó pa avisarme y le dije que iba a ir. —Bien entonces, véanse y aclaren las cosas de una buena vez, pero ten en cuenta que a veces lo mejor es alejarse de alguien que te hace daño. Te lo digo con mucha experiencia. —Sipo, si tú has estado con cada pastel. —Por eso mismo, por eso te lo digo. Las hueas se vuelven súper tóxicas cuando uno no sabe pararlas a tiempo. Mañana trata de hablar con el hueón antes de fumarte unos caños o emborracharte porque estar volao o curao te quitan la objetividad. Habla sobrio. Me siento como si me estuviera tratando como un alcohólico drogadicto de la peor clase, y estar dándole una pitia al caño al momento de escucharla no ayuda mucho, la verdad, pero tiene razón. —Oye, ¿saben tus papás? Es pa no cagarla. —No, no se lo he contado. Tú eres la primera que lo sabe. —¿De verdad? Gracias, me siento honrada y orgullosa de ser tu amiga, pero eso lo tenías claro, ¿cierto? —Sí, desde hace mucho tiempo. Nos quedamos acostados cada uno en su banca mirando el cielo y sintiendo un
profundo amor por el otro. Nos da hambre, así es que voy a buscar algunas cosas para comer a la cocina, unas papas fritas y ramitas que siempre hay. La Teresa y el Pato no están, y me detengo a pensar que no los he visto mucho este último tiempo, en algo deben andar. Seguimos con nuestra tarde relajada, y me siento tan bien de haber podido hablar con alguien lo que me estaba pasando, aunque no sé si seguiré sus consejos. La verdad, no sé qué pasará el sábado con Andrés, quiero tantear el terreno antes de analizar posibles situaciones. Trato de decirme esto para bajar la ansiedad, pero la realidad es que cada cinco minutos me pillo pensando en realidades paralelas que sucederían a partir del sábado, y trato de evitarlo, pero no puedo. ¿Será que soy aún muy pendejo como para manejar todo esto?, ¿seré capaz de hacerlo cuando sea mayor? No estoy en o con mucha gente mayor que yo, a no ser de la Teresa y el Pato, la señora Marta y los profes de la U. Tengo primos y tíos, pero solo los veo de muy vez en cuando, para cumpleaños familiares, que no son comunes. Somos los ermitaños por parte de la familia del Pato, los que no se juntan ni van a nada de lo que organizan. Sé que hay una historia oculta que no me han contado, y la verdad, no me interesa. La Teresa y el Pato nunca hablan del tema y no por mantenerlo en secreto ni nada de eso, sino porque realmente no les importa, al menos esa es mi percepción. Me gustaría tener algún referente adulto que no sean autores de libros, sino personas con las que pudiera conversar, como el Marcelo, el hueón de Chiloé, ¿en dónde andará ahora? A veces uno necesita que un adulto te diga ciertas cosas, pero no a modo de reto ni de consejo, sino de perspectiva. Me gustaría tener un amigo o amiga mayor para que me contara cómo vivió alguna experiencia similar a la mía, y así poder sacar conclusiones propias, ver cuánto de esa historia me sirve, si es que algo. Si le digo a la Teresa esta idea me va a mandar a un sicólogo o algo similar, pero la idea no es pagar para que me escuchen, sino que me cuenten y sea yo el que ponga atención, algo así como una clase, pero que el tema entretenido, y no haya pruebas. La Fran se va a quedar a pasar la noche y saca de su mochila una película para que la veamos volados. Se llama Kalifornia con Juliette Lewis, que me encantó en Cabo de Miedo, donde actúa con Robert de Niro. Nos fumamos un caño en el patio afuera de mi pieza y la vemos, y me dejo llevar por la trama. La historia de un periodista y su polola que quieren recorrer los lugares en donde se han
cometido crímenes brutales en Estados Unidos, y para abaratar costos ponen un aviso en el diario para encontrar personas que quieran ir y así compartir los gastos. Llega una pareja, la polola interpretada por Lewis, y parten. Todo bien, salvo que el tipo es un asesino serial. La mañana está fresca y no sé por qué desperté temprano, son recién las 8:30 de la mañana y no hay nadie despierto. La casa se siente tan fría y oscura pese a que estamos en marzo y todavía queda algo de verano. Me levanto y camino a pie pelado hacia la cocina porque tengo hambre, y aunque el piso es de madera se siente helado al o, como si fuera cerámica. A medida que avanzo todo se torna más oscuro, así es que voy al interruptor más cercano, pero las luces no encienden. Se debe haber cortado la luz, que no es algo fuera de lo común en la comunidad. Puedo ver algo en la penumbra, y como conozco los pasillos de memoria llego a la cocina, donde abro el refrigerador, que sí tiene luz. El destello me deslumbra un poco, y me sorprendo al ver que está completamente vacío. Voy entonces a la despensa, donde hay comida y papas fritas y esas cosas, pero la encuentro también vacía. Salgo de la cocina y siento los pies helados, al igual que el resto de mi cuerpo, pero no me llama la atención, pues asumo que es por lo helado de la casa. Me percato que todo sigue oscuro, cierro los ojos y ahora estoy en la mesa de los espinos, aún todo en penumbra. Y entonces me doy cuenta, lo siento. Estoy solo. No hay nadie en la casa, ni la Teresa, ni el Pato, ni la Fran. No hay nadie en las casas de los vecinos, ni afuera de la comunidad, ni en toda la ciudad. Tampoco hay sonido de pájaros, ni corre viento. Me sorprende lo calmado que estoy ante tamaño descubrimiento. Toda la gente del planeta se esfumó, toda vida animal desapareció. Solo quedo yo. Y siento tanta paz. Sin embargo, esta penumbra me irrita, quiero luz. Ahora estoy al frente de la casa, en el antejardín espacioso, desnudo, helado, pero no siento frío. Giro en 360 grados para contemplar todo lo que me rodea, todo lo que esta oscuridad me permite ver, y no es mucho. Ahora sostengo el hilo de un globo rojo en mi mano derecha. Brilla como una estrella y me encandila, así es que lo suelto y veo que se eleva, y a medida que va más alto, más brilla, iluminando todo. Me duelen los ojos, pero no puedo dejar de mirar
cómo se va perdiendo en la altura y brilla. Quiero ver cuando reviente, y al notar que ya va llegando a ese punto me recorre una sensación de miedo y lentamente muevo la misma mano que lo sostenía hacia mi corazón para corroborar lo que sospechaba. Al ponerla sobre mi pecho, noto que no late. Respiro hondo y despierto agitado y desorientado. Me toma unos segundos darme cuenta de que estoy en mi cama y ya es de día. Apoyo la espalda contra el respaldo y me tomo la cabeza pensando en lo rarísimo del sueño, y lo que más me intriga es que solo me asustó la parte de no sentir los latidos, pues todo el resto, aun sabiendo que estaba muerto, no me molestó en lo más mínimo. «Debe ser por la película» me digo a mí mismo. Me parece fascinante cómo nuestro cerebro siempre trata de racionalizar todo, incluso aquello tan irracional como un sueño. ¿Será un mecanismo para protegernos de la locura?, ¿no sería acaso el fin de nosotros como especie el no poder distinguir la realidad de un sueño? Estar muerto en el sueño no me alteró como el hecho de constatar mi estado al notar que mi corazón no latía, ¿qué querrá decir eso? Bueno, probablemente nada, pues sigo tratando de racionalizar algo tan irracional como un sueño. Salimos juntos con la Fran ya en la tarde, yo para ir donde la Gabriela y ella a su casa. Habíamos tenido un almuerzo muy conversado con la Teresa y el Pato, ambos siempre encontrando que ella y yo hacíamos una pareja adorable. La Fran les contaba cómo era su vida en Conce —obviando el carrete, borracheras y consumo de drogas varias, por supuesto—. El Pato nos había querido ir a dejar al paradero, pero preferimos caminar. Con la Fran puedo dejar salir todo mi lado pendejo, esas reminiscencias de los quince que aún permanecen a los dieciocho, diecinueve y quién sabe por cuántos más años me durará. La Fran me mira, pero no dice nada, y la mayoría de las veces me sigue la corriente. Me acuerdo cuando trabajamos la primera vez porque queríamos hacer algo de grandes, así es que conseguimos trabajo vendiendo tarjetas de pascua para una institución de beneficencia y nos asignaron un Econo cerca del parque Bustamante. Teníamos quince años. Empezábamos como a las 9:00 y teníamos que estar hasta las cuatro o cinco de la tarde. Partimos como avión, pero a la semana ya estábamos aburridos, así que en cuanto pasaban de la empresa que
nos había contratado a buscar la recaudación, tipo una o dos, cerrábamos el puesto y nos íbamos a columpiar al parque después de comprar helados, ¡dos pelotudos grandes de quince! O cuando mis papás arrendaron una casa en Isla Negra por el verano y la Fran se fue con nosotros, teníamos dieciséis, creo. En Isla Negra no hay playa, sino rocas y pozas, pero encontramos una entrada directa del mar entre grandes peñascos, donde las olas golpeaban fuerte y luego la resaca dejaba el fondo de arena gruesa al descubierto para que otra ola lo cubriera rápidamente. El juego que inventamos se llamaba «nadie nos mueve», y era tan simple como, cuando la arena estaba al descubierto, enterrar los pies lo más posible y esperar que llegara la corriente sin moverse diciendo «nadie nos mueve, nadie nos mueve». Todo bien hasta que una ola sí nos movió y arrastró a la Fran. Recuerdo patente el miedo que sentí al salir a flote y no ver a la Fran, y unos segundos después observar cómo sus pies salían del agua en el lugar en que debería estar su cabeza. Traté de acercarme, pero la corriente era tan fuerte, hasta que finalmente se pudo aferrar a una roca y salir, pálida de miedo. Ya en la orilla nos sentamos, la miré y le dije «perdiste», a lo que nos largamos a reír de buena gana. Ahora íbamos caminando lentamente y yo había agarrado una rama con la que iba golpeando las hojas de los árboles, o le metía la punta a la acequia que corría por el costado del camino para luego tirarle las gotas a la Fran, que me decía que la cortara, lo que me llevaba a volver a mojarla. —¡Ya po, hueón, córtala! —me dice enojada. —¡Pero si es solo agua! Y pura, directamente de la cordillera de los Andes a tu cabeza —digo sacudiendo el palo nuevamente. —Hueón, no puedo creer que tengas diecinueve años y sigas siendo un pendejo tan hoyuo. —Es que soy hijo único. —¿Y qué tiene que ver esa huea? —No sé, ¡pero algo tendrá que ver! Oye, anoche tuve un sueño más raro que la chucha.
—¿Soñaste que madurabas? —dice haciéndome reír. —No, soñaba que estaba muerto. —¿Y cómo morías? —No, no que me moría, soñé que despertaba y estaba muerto y caminaba por la casa y no había nadie, y todo estaba oscuro, pero no me sentía asustado ni nada, al contrario. —¿Y cómo sabías que estabas muerto? —Porque estaba helado, pero no tenía frío y el corazón no me latía. —¡Ah, ya! Qué miedo tu sueño, hueón, que heavy. Deja de fumar caños un rato, a lo mejor estás alucinando en el sueño. —¿Y esa huea puede pasar? —Sipo, hueón, si te duermes volao tu cerebro sigue con marihuana, aunque estés durmiendo, por eso los sueños volaos son más raros que la mierda. La explicación de la Fran me hizo sentido en lo raro del sueño, no así en el de mi reacción en él al hecho de estar muerto. Voy en la micro camino a Colina, y recién me empiezo a poner nervioso por qué irá a pasar cuando te vea. Haber pasado el viernes y sábado con la Fran me ayudó a ponerte en pausa, y su punto de vista me ayudó a tener una perspectiva diferente, ¿no era eso lo que necesitaba? Ya está oscuro y el camino se hace más largo. Voy con mis infaltables audífonos que muchos consideran ridículos porque son muy grandes, y de hecho lo son. Me gusta cómo se siente la música en ellos. No son modernos ni nada, deben tener como quince años. La Teresa los compró o venían junto con un equipo tres en uno, de esos grandes para discos y casetes, además de radio, y con parlantes enormes. Es un Sony, que todavía usa, y los audífonos también son Sony, negros, y tuve que comprarles un adaptador para la conexión porque era ancha, y no mini como las de ahora. Son acolchados y tienen un gran aro que va sobre la cabeza. El único «problema» es que cuando los uso no escucho nada de lo que pasa, solo la música.
En la radio suena So hard de los Pet Shop boys, y la letra me parece extrañamente familiar a mi situación con Andrés. Llego a la casa de la Gabriela como a las 11:00 de la noche y no se escucha mucho ruido, solo voces y risas, pero no música. —¡Huena Chilote! —dice el Javier al verme al tiempo que nos damos la mano, pues no soy mucho de abrazar a nadie. —¿Y cómo te fue? —pregunta Gabriela, que me da un beso y me abraza, abrazo que devuelvo con el cuerpo tenso. Nunca he sabido por qué reacciono así a los abrazos. Saludo a todos los demás, la Elena, los amigos de la Gabriela, y te dejo para el final. Estás sentado en una de las sillas cerca de la parrilla, que recién me percato que tiene carne y pollo, es un asado. —Hola, ¿cómo estás? —digo estirando mi mano, a lo cual estiras la tuya de vuelta, pero no te paras. —Bien. —No me dijiste que era un asado. —Se me fue. —¿Había que traer algo? —Sí, es con colaboración. Pero no te preocupes, demás que andas con plata para pagar por tu parte —dice en forma ácida, dejando notar su enojo, ante lo cual solo atino a sonreír. Había imaginado múltiples escenarios de cómo iba a reaccionar al verlo, pero la verdad, todos terminaban en volver y acostarnos, así es que su enojo y despecho me descolocaron, no supe cómo actuar y qué decir hasta que me acordé de lo que me había dicho el Marcelo, no te prendas fuego para darle calor a otros, y me parece que esta situación me hace realmente entender el sentido de esta frase, y me doy cuenta de que no me voy a rociar con bencina para prenderme fuego solo para mantener algo de la llama con Andrés. La verdad, no lo merece, nadie lo
merece. El esfuerzo debe ser mutuo, y ahora siento que el esfuerzo sería de mi parte, y no vine acá para eso, vine para pasarlo bien con mis amigos. —Ok, de ahí me arreglo con la Gabriela, gracias por avisarme del carrete de todas maneras —digo en forma amable, y me voy donde está la Gabi para echar la talla y empezar el carrete como es debido. Le digo que no sabía que era un asado, pero que me diga cuánto le debo, para luego pasarle la plata. Sí, Andrés tenía razón, siempre ando con plata a petición de la Teresa, esto por si pasa cualquier cosa. —Ya po, hueón, ¡cuéntanos de Chiloé! —pide la Elena, que ya está arriba de la pelota. —Sí, po, cuéntanos qué hiciste. La verdad, yo nunca te había imaginado trabajando —dice la Gabriela. —Bueno, la verdad, me tocaba trabajar harto, onda de lunes a lunes por tres meses sin parar. Me levantaba temprano y me acostaba con las gallinas —digo en tono de broma. —¡Claro, con las gallinas que mean! —dice la Gabriela, ante lo cual estallo en risa con ella, pero los demás no entienden la talla—. Hueones, las gallinas que mean no existen, ¡las gallinas no mean!, ¿nunca han escuchado «y dale que las gallinas mean»? —agrega para aclarar la talla, pero ya había perdido la gracia, como todo chiste cuando se explica. —La verdad, trabajaba harto, pero carreteé como enfermo. Mi jefe era un hueón muy buena onda y salíamos a chupar bien seguido, y cuando no era con él, salía con los turistas de las excursiones a tomar algo… ¡hasta quedar hecho pico! —¿Pero qué pega tenías? —pregunta Javier con curiosidad. —De todo, hueón, en una agencia de turismo. Me tocaba vender los tours, salir de guía, traducir para los gringos, limpiar la oficina, ¡todas las hueas que te puedas imaginar las tenía que hacer! —¿Y no te dio alergia? —pregunta el Andrés con pesadez, de la que todos se dan cuenta.
—¿Qué cosa? —contesto haciéndome el hueón. —Trabajar. Nadie se ríe porque no había habido una pisca de buena onda, sino todo lo contrario. —No lo pesquí —dice la Elena, e intuí que algo brutal se venía, pero el hueón se lo había buscado—. El hueón se echó el examen y pa más remate el Carlos no va a venir porque está en la casa de la polola. No sé si lo que siento es satisfacción o lástima por lo que acaba de pasar, hubo risas piolas y yo atiné a reírme por cumplir y seguir con mis historias de las caminatas, las ostras, las iglesias, la tormenta en el mar, las tomateras, el hachís, el ataque de epilepsia, los curantos en hoyo, el brujo, la Olivia, la pieza con el balcón, la manejada a Castro, la noche con la Mariela y el Marcelo, aunque omitiendo varias partes, y pude resumir tres meses en diez minutos y sentí que había pasado hace tanto tiempo ya. Todos me escuchan atentos y se ríen de mis aventuras, de las cosas que inventé porque no sabía, pero no me podía quedar callado, como cuando entró una señora a la oficina a preguntarme qué era la maja. La Carmen me miró como para contestar, pero me cedió esta oportunidad solo para ver con qué imbecilidad iba a salir. —Es una planta que da una flor amarilla, es más bien pequeña, pero muy característica de esta zona —digo con seguridad, notando la cara de incredulidad de la señora. —¿Y qué tienen que ver las manzanas y Aldachildo? —pregunta dejándome descolocado porque Aldachildo es un pueblito en la isla de Lemuy, parte del archipiélago, pero como no tengo tiempo de pensar mucho así es que le doy no más. —Bueno, es que las majas se dan mucho bajo los manzanos, y en Aldachildo hay muchos manzanos. La señora me da las gracias en forma dubitativa y sale rápidamente de la oficina, como si hubiese sentido que la estaba agarrando para el hueveo. Me doy vuelta hacia la Carmen, a quien no había querido mirar en toda esta interacción, y sin
poder más se larga a reír. —Andrés, una maja es el proceso en que se hace chicha acá, y es todo un evento porque se usa una prensa para manzanas bien chilota. ¡Y las majas de manzanas en Aldachildo son las más famosas de todo Chiloé! Seguimos conversando, riéndonos y tomando la ya clásica garrafa de vino blanco con zuko de piña. Lo estoy pasando de verdad bien con todos, y aunque Andrés sigue distante, por lo menos ya no está amurrado y participa de las bromas y tonteras de las que todos nos reímos. —Puta la huea, me atrasé un año —dice mientras todos hablábamos de cualquier cosa obligándonos a fijar la atención en él. No digo nada aun cuando siento que todos piensan que yo debería decir algo, pero también se han dado cuenta de que algo no anda bien con los amigos estos, así es que nadie presiona tampoco. —Pero no pienses en eso ahora po, no cagues la onda —dice la Elena verbalizando lo que probablemente todos sentíamos, pero no éramos tan insensibles como para decir en voz alta. —Ya —dice la Gabriela al momento que se para y se sienta al lado del Andrés, abrazándolo con la mano derecha—, todos nos echamos uno que otro ramo, estamos todos atrasados un año, y, ¿nos ves preocupados? No. ¿Sabes por qué no quise quedarme en Estados Unidos? Porque no quería esa presión de mierda que tienen allá con terminar todo apurado y estar produciendo y ganando plata a los veinticinco, para luego a los cincuenta no tener qué chucha hacer con la vida. Relájate, hueón, después te vas a reír de toda esta huea. Además, achacándote no vas a lograr nada, si ya te echaste la huea de ramo, así es que —dice levantando su vaso—, ¡salud todos lo hueones porque empezamos las clases el lunes! —¡Salud! —respondemos todos alzando nuestros vasos plásticos dando por cerrado el tema. Seguimos con una segunda garrafa de vino con jugo mientras comemos el asado en platos de cartón, y la Gabriela nos pasó servicios. Primero habían salido unos choripanes que todos habíamos atacado sin piedad porque teníamos hambre, y ahora la carne y el pollo. Había papas cocidas y ensalada de tomate, y todo estaba muy rico.
Por alguna razón incomprensible no había pitos esa noche, así es que fue solo tomar vino. Siento su efecto, estoy un poco ebrio, como todos. Hablamos tantas hueas que me duele la guata de tanto reírme. Andrés ha desaparecido del mapa para mí, aunque está ahí, sentado a unas pocas sillas de distancia tratando de pasarlo bien, pero lo conozco y sé que no lo hace. Ya cuando estamos todos pelando el cable sin importar lo que hace uno u otro, se acerca y se sienta al lado mío mientras converso con el Javier de cualquier cosa. —Andrés —interrumpe—, ¿podemos hablar? —¡Claro, mi buen amigo! —digo con ironía dándole a entender que no me iba a parar. —Pero no aquí, ¿podemos ir a otra parte? —¿A lo oscurito dices tú? —digo como chiste ante lo cual el Javier estalla en risa, y yo también a modo de venganza por lo pesado de mierda que había sido conmigo. —¡Ya po, hueón! —dice irritado. —Ya, hueón, vamos a conversar, ¡pero sin manosearme porque estoy curao! — digo de nuevo como chiste haciendo reír al Javier. Caminamos adentrándonos hacia la parcela, que tiene árboles frutales y algo de pasto, no jardín en ningún caso. Después de algunos minutos estamos lo suficientemente lejos de todos. —Hasta acá no más —digo. —Pero un poco más allá. —¿De verdad, hueón? —digo un poco enojado—, ¿de verdad me quieres llevar donde tirabas con el huaso culiao? ¿Tú eres hueón o te haces? No me dice nada, pues le había leído la mente, y por mucho que tratara de autoconvencer de que no me importaba, lo último que quería era que me lo refregaran en la cara. No. Todo tiene su límite y había descubierto el mío. Permitir que me llevara a ese lugar era dejar mi dignidad y orgullo de alfombra para que el hueón la pisoteara.
—Te eché de menos —dice rompiendo el incómodo silencio que se había producido y que yo no iba a romper, pues él me había dejado bien claro que no le importaba, así es que si alguien debía iniciar la conversación era él. Una vez que dice ese «te echo de menos» no digo nada, solo saco un cigarro y lo enciendo para inhalar esa primera pitiada, lejos la más rica de todo cigarro. —¿Y? —respondo para ver a dónde quería llegar, cuál era su punto. —Nada, que te quería decir que te echo de menos. —Ya, pero eso que quiere decir po, Andrés. ¿Me echas de menos como amigo?, ¿me echas de menos cuando te calientas?, ¿me echas de menos pa tirar?, ¿me echas de menos como qué? —Como todo. Echo de menos todo lo que eres —dice mirando el suelo con actitud derrotada y luego de una pausa continúa—. Puta, pensé que te había superado, pero al verte hoy me di cuenta de que no, que… —¿Que te importo? —interrumpo. —Sí. —Lo bueno es que no te portaste como un perfecto imbécil cuando llegué para demostrarme cuánto te importo —digo con la rabia un poco exacerbada por el vino. —Puta, sí, lo siento. Te vi y reaccioné mal, no pensé que me iba a afectar tanto. Quiero seguir enojado, pero no puedo. Quiero que no me importe Andrés, pero no puedo. Quiero poder liberarme de él, dejar de sentir lo que ahora siento, pero simplemente no puedo. Verlo así frente a mí, vulnerable, derrotado, humillado y totalmente entregado a la penitencia que yo fijé quiebra mis defensas. Un flashback me lleva a ese día en el pasto de la facultad cuando me dijo que me quería y acaricié su mano con mi mejilla. —Ven —le digo. —¿Para qué?
—Ven te digo. Se me acerca y quedamos al frente el uno del otro. Le tomo el rostro con ambas manos y solo el sonido de los grillos nos acompaña en una noche estrellada y sin luna. Tiembla, como yo, pero no de frío. Nos miramos a los ojos y sé que no hay nada más que decir, nada. Suavemente acerco sus labios a los míos y nos besamos tan tiernamente que siento que nunca nadie se ha dado un beso de amor tan puro como el nuestro. Al terminar me abraza fuerte y yo a él, sin esa rigidez e incomodidad que disimulo al abrazar a cualquier otra persona. —Nunca dejé de pensar en ti en todos estos meses —me dice al oído, ante lo que no contesto porque no quería mentirle—. ¿Y tú? No quiero prenderme fuego solo para darle calor a otros, y parte de eso implica no mentir, no decir lo que el otro quiere escuchar solo para complacerlo. Pero tampoco quiero romper este momento con la verdad. Había pensado en él, sí, pero no había sido una constante. Podían pasar semanas sin acordarme ni por un segundo de él. Saco su cabeza de mis hombros y lo miro fijamente a los ojos. —¿Qué crees tú? —Que sí. Sonrío con ese gesto que se puede interpretar como quiera quien recibe la sonrisa y nos besamos nuevamente. ¿Quién soy yo para cuestionar las creencias de alguien?, ¿acaso los curas no hacen lo mismo cuando les preguntas si Dios existe, preguntarte qué cree uno? —Te echaba tanto de menos y no sabía qué hacer. Nunca contestaste a la segunda carta que te mandé —dice a modo de reproche. —No había necesidad, pues dejabas bien claro lo que sentías. —Sí, sé, pero igual esperé tu respuesta todos los días. —¿Y qué hiciste en el verano? Un nuevo silencio se produce, pero esta vez no es incómodo. Andrés me abraza fuerte, como si lo que fuera a decir me iba a hacer huir y él se encargaría de que no pudiera. Siento la angustia de ese abrazo y me preocupo.
—Andrés, ¿qué pasó? Cuéntame, te puede ayudar. Confía en mí. —Salí a discos, conocí a muchos hueones que me invitaban tragos y luego me iba a sus casas —dice avergonzado. No sé qué decir porque de todos los escenarios posibles que había imaginado, este jamás se me había pasado por la mente, pero la forma de pensar de un hueón despechado es algo absolutamente indescifrable. Sí, yo también me había sentido despechado, pero no reaccioné así, no me lancé a acostarme con quien se me cruzara o iba a lugares con ese solo propósito. Me duele escuchar esto, pero sé que si algo queremos tener en el futuro debemos ser honestos, o lo más honesto que podamos, en mi caso. Mantengo silencio, la verdad, todavía no sé qué decir. Finalmente, opto por racionalizar lo que escucho, dentro de la ebriedad en que estamos. —¿Te cuidaste, usaste condón? —Sí. —¿Todas las veces? —Sí. —Júramelo por tu mamá, que se muera —me sale tan infantil, pero ya lo dije. —Sí, hueón, ¡te lo juro! Nuevamente silencio. Necesito tiempo para asimilar esto, pues la verdad, no sé cómo. Creo que no tengo toda la información, así es que hago la pregunta que estaba evitando. —¿Te pagaban? No me dice nada, así es que aplico el viejo proverbio, el que calla otorga. La verdad, no me molesta si esto lo hacía por plata, y de hecho hasta prefiero que haya sido así, pues elimina el factor enamoramiento de la ecuación, y ese último me habría dolido más. —¿Viste a alguno de esos hueones más de una vez?
—¿Cómo? —¿Te acostaste con el mismo hueón dos o más veces?, ¿sigues en o con alguno? —¡No! —dice enojado. Quedamos en silencio. No sé qué más preguntar ni tampoco por qué hice las preguntas que hice. —¿Y por qué quieres saber si sigo viendo a uno o no? —No sé, la verdad, no sé —digo honestamente. —No fueron muchos, unos ocho, y todos viejos y medios guatones. —¿Por qué lo hiciste? —No sé. Un amigo me llevó a una disco, pero no me dijo que él hacía eso. La primera vez nos quedamos en la barra y de repente un par de hueones se nos acercaron y nos invitaron un copete. Luego bailamos y fue ahí cuando nos preguntaron si trabajamos juntos o separados. Yo no entendí mucho, pero mi amigo le dijo que juntos. Supongo que me dejé llevar y nos fuimos al departamento de uno que vivía cerca. Te mentiría si te dijera que no me gustó. Así empecé, además que se gana harta plata. —¿Pero necesitabas plata? —Siempre necesito plata, hueón, no soy de los que le puede pedir cinco lucas a la mamá pa salir a huevear. Capto el resentimiento y la hostilidad, pero no creo que sea el momento de expresar cómo me siento en relación con lo que me dice ni tampoco a nada más. Ahora me queda escuchar por qué Andrés se está desahogando, y parte de todo lo que siente tiene que ver conmigo. Parte de su manera de haber actuado tiene que ver conmigo. Nuevamente quedamos en silencio, yo a la espera de que él, de pie, continuara conversando, pues no sé cómo podía reaccionar a las otras preguntas que quería hacerle.
—El Carlos se puso a pololear con una mina en Chillán. Se va a ir o ya se fue a vivir allá. No he sabido nada de él desde poco después que te fuiste —comienza a decir anticipándose a mi nueva pregunta—, y la verdad, lo he extrañado muy poco, no como a ti. Me mira y sus ojos están completamente llenos de arrepentimiento y vergüenza. Al verlo entiendo que siente que me había engañado no solo con el huaso, sino con cada uno de los hueones cerdos que le pagaron para hacer quizás qué cosas, pero que no me incumbían. ¿No había sido yo mismo el que pidió chipe libre durante el verano? Bueno, ahora a asumir las consecuencias. Sí, es verdad que no me imaginé que este hueón lo iba a tomar tan al pie de la letra, pero no puedes exigir tener libertad para luego recriminar a quien también la tuvo por lo que hizo. Además, aunque encuentro toda esta confesión dura y dolorosa, estoy asombrado de cuán poco me importa. Lo sigo queriendo, y su confianza en mí supera con creces cualquier otro sentimiento que pueda tener, o que trate de ocultar, como la decepción. —¿Lo sigues haciendo, acostarte con viejos por plata? —No, hace rato que no. Me da asco pensar que lo hice. —Parece que tuviste un verano como las hueas —digo tratando de alivianar la atmosfera un poco. Andrés se ríe con pocas ganas y me da un suave golpe en el hombro desaprobando la broma. —¿Me perdonas? —dice con tristeza. —Andrés —digo acercándome y tomándolo de los hombros, aunque sea más alto que yo—, mírame. Mantiene la cabeza agachada y con mi mano derecha le tomo suavemente el mentón y le subo la cabeza con delicadeza hasta dejar sus ojos húmedos y a punto de llorar frente a los míos. —No tengo nada que perdonarte. Ambos estuvimos separados justamente para pensar en qué queríamos. Yo me fui al sur y tomé el camino de alejarme para
tener claridad. Tú acá tomaste otro camino para hacer lo mismo. Y mira dónde ambos caminos nos llevaron, exactamente a este punto donde estamos ahora. Nos dimos una vuelta larga, cada uno recorriendo un terreno más duro que el otro, pero estamos juntos al final del camino que cada uno eligió. Andrés, mi camino termina contigo, y el tuyo conmigo. Te quiero. Me abrazó y sentí que se me humedecía el cuello con sus lágrimas. Volvimos con el grupo y ya había varios que se habían ido a acostar. Luego de tomar un poco más de vino todos hicimos lo mismo. Compartimos la misma pieza de siempre con Andrés, esa al final del pasillo del segundo piso con una cama de una plaza pegada a la pared, con un velador y nada más, y nos pusimos al día con varios meses de sequía, por lo menos para mí. Su cuerpo era aún más hermoso de lo que me imaginaba cuando el deseo se apoderaba de mí en el sur o ahora en mi casa y tenía que conformarme con llevar mis manos a mi miembro pensando en él. Ahora me cabalgaba, y su sudor, su pasión, su olor, todo su ser me hizo acabar. Quedamos exhaustos. Solo me moví de la cama para deshacerme del condón, que nunca dejo de usar. Estos no son tiempos para relajarse, y mucho menos con Andrés. —Oye, Andrés —le digo antes de dormir y mientras recuesta su cabeza en mi pecho. —Sí —me dice un poco ya dormitando. —¿Qué somos? —No te entiendo —dice ya casi quedándose dormido. —¿Somos pololos, amigos con ventaja?, ¿qué somos po? —Somos lo que tú quieras que seamos. Luego de decir esto se duerme y yo me quedo despierto. Su respuesta es tan abierta como la mía cuando me preguntó si había pensado en él. Somos lo que yo quiero que seamos. ¿Qué mierda de respuesta es esa?, ¿no me había ido a «meditar» al sur justamente para tener certeza de esto?
Lo observo dormir apoyando su cabeza en mi pecho mientras lo rodeo con mi brazo izquierdo y pienso que está todo bien, pero esa pequeña angustia de estar volviendo a donde partimos comienza a crecer.
8
Las clases comenzaron hace dos semanas y este año estoy empeñado en sacar buenas notas y entrar a todas las clases. El año pasado fue el de transición entre el colegio y la universidad, pero en este ya siento el peso de la responsabilidad de sacar adelante y terminar la carrera que yo escogí. Uno no elige ir al colegio, es impuesto, y una vez en él tampoco hay libertad para escoger qué ramos tomar y cuáles no, y la verdad, lo hacemos porque somos muy chicos para oponernos, y es la misión de los papás el hacernos entender lo que el concepto de responsabilidad significa. ¿Cuándo dejamos de sentirnos responsables en la vida? Si lo pienso, mis papás me enseñaron a ser responsable con pequeñas acciones, siendo la más relevante el ir al colegio y sacar «buenas notas». Luego vas a la universidad, en donde es tu responsabilidad estudiar y sacar la carrera para luego comenzar a trabajar en donde seré responsable de hacerlo bien y responsable de mi vida, luego la gente se casa y asume la responsabilidad de cuidarse mutuamente y luego vendrán los hijos a quienes enseñarán a ser responsable, y así eternamente. Siento que somos esclavos de la responsabilidad, y me parece raro porque debería ser un medio y no un fin. Es decir, porque soy responsable hago alguna de estas acciones, y no hacerlas porque soy responsable. Terminamos una de las clases y con el Andrés bajamos al casino a echar la talla, pues tenemos una ventana de casi dos horas para la siguiente. Se había quedado conmigo el fin de semana y las cosas iban bien, siento que podemos ser felices. No le hemos puesto nombre a lo que tenemos, ni tampoco aclarado si lo que sea que seamos es una relación cerrada, si podemos tirar con más personas o algo, pero no creo que sea necesario. Sí, sé que estoy volviendo al punto de comienzo para dar la vuelta de nuevo, pero ¿no es eso acaso lo más entretenido de la montaña rusa, subirse de nuevo para sentir lo mismo, aunque sepamos el punto exacto en que viene y la novedad ya no es relevante, sino llegar a esa sensación de caída libre? A la Teresa y el Pato les cae bien Andrés, ya lo toman como un integrante más
de la familia hasta el punto de preguntarme qué pasa si pasa un tiempo sin ir. El sábado después del almuerzo nos fuimos a la mesa de los espinos a tomar unas cervezas y fumar un caño y a echar la talla un poco. El día está agradable, aunque cuando se va el sol ya se siente otoño. Luego de darles las piteadas correspondientes, quedamos en estado de voladez. —Oye, te quiero preguntar algo —me dice Andrés. —Dale. —¿Conociste a alguien en el sur? —Mucha gente —contesto haciéndome el hueón. —Ya po, hueón, sabes a lo que me refiero. —¡Ah!, quieres saber si me acosté con alguien. —Sipo. Algún turista rico, un gringo, alguien. No hay celos en su pregunta, sino curiosidad. —No, la verdad, no me metí con nadie. —Ya po, dime la verdad. —Esa es la verdad. No andaba en onda de conquista ni nada de eso. Ahora, que me toco llevar hueones ricos en los tours, sí, pero la verdad, no andaba de ganas. —¿Y te tiraban los cagaos? Buena pregunta. La verdad, nunca he sido muy bueno en eso de detectar cuándo alguien está coqueteando conmigo. La única vez que me he atrevido fue con el Cristian. —Tú sabes que no soy bueno para cachar esas cosas. —Sipo, ¡te estuve tirando los cagaos como dos meses! Nos reímos y seguimos sin hacer nada. La Teresa y el Pato habían salido a no sé
dónde, así es que estábamos solos. Entramos a la casa a comer algo y luego nos pusimos a ver tele. Yo estaba un poco volado y noté que estaban dando un capítulo de Los Simpson, La elección de Selma, en donde ella quiere tener una guagua y a manera de entrenamiento lleva a Bart y Lisa a un parque de diversiones. Demasiado divertido. Estoy pegado viéndolo cuando Andrés comienza a hablarme. —Andrés, ¿tú me quieres? —Sí, sí te quiero —digo sin prestar mayor interés, pues Lisa baila como drogada y es muy chistoso. —Ya po, hueón, estoy hablando en serio. —¿Y por qué no podemos hablar en serio cuando tú estás viendo tele? —digo sin pensar. —Ese el problema contigo, todo tiene que ser cuando tú quieres. —Chuta, ¿sería mejor cuando no quiera, haría la conversación más fluida dices tú? —¿De verdad te cuesta tanto mantener una conversación como un hueón adulto? —No, papá, no me cuesta —digo irónicamente. —Ya filo. Me doy cuenta de que quiere hablar de algo serio, al parecer, de lo contrario no me estaría hinchando tanto las pelotas. Apago la tele y me volteo en el sillón para verlo de frente. —Ya, qué pasa. Por qué quieres provocar una pelea. —Ya, ahora soy yo el que quiere pelear. —No, si eras tú el hueón viendo tele tranquilamente y yo te empecé a hinchar las pelotas. No responde, pero noto su frustración. No es la primera vez que discutimos, y lo
que más odia de mí es que no puedo dejar de lado la ironía como un arma de defensa, una que cuesta mucho vencer. —Nunca voy a poder ganar ¿cierto?, nunca me vas a dejar tener la razón, aunque sepas que la tengo o solo para darme en el gusto, ¿verdad?, ¿por eso estás conmigo, porque soy tonto? Sus palabras me llegaron hondo y me hicieron sentir como un concha de su madre, con todas sus letras. Dejo de lado la discusión y lo abrazo fuerte. —Todo lo que eres me gusta, todo, tu tontera, tu inteligencia, tu idiotez, tu sencillez, todo. Ahora estábamos en ese punto muerto, y no quería que escalara. —Perdóname, no quise ser pesado, y en relación con tu primera pregunta, sí, te quiero, y mucho. De hecho, creo que nunca vas a entender cuánto te quiero. —Porque soy tonto… —No, porque no sé cómo expresarlo, la verdad, no creo que exista forma humana para que entiendas cómo te quiero. Y eso a veces me da miedo. Me da miedo perderte y quedar en la oscuridad. Guardamos silencio y me siento extremadamente vulnerable por externalizar algo tan mío. Quiero a Andrés de una manera que nunca había querido a nadie, pero aún tengo temor de entregarme totalmente a este sentimiento, pues toda la experiencia con Carlos me dejó sobrealerta, me llamó a protegerme, a mantener el escudo en la mano ante la posibilidad de un nuevo engaño. La amargura que sentí cuando sabía que me estaba cagando es algo que no quiero volver a experimentar nunca más, y al parecer, eso tomará un tiempo en desaparecer, ¿pero cuánto?, ¿sabrá alguien la respuesta exacta? Hay tantas cosas que no sé sobre todo esto, y me gustaría tener una especie de guía con todas las respuestas, pero no uno de esos libros de mierda de autoayuda, sino como una enciclopedia con hechos reales, tiempos e información factual. —Me cagaste —dice con una voz enternecida—, nunca me habían dicho algo
tan lindo. Andrés, yo te quiero de verdad, y quiero que confíes en mí de nuevo. —Pero… —No te hagas el hueón —interrumpe sin esperar a que empiece mi idea—, que, aunque tiramos rico, noto que estás diferente desde que volvimos, y de eso quería hablarte. Escúchame un poco antes de decir nada, por favor. Desde el primer día que te vi te quise. Algo había en ti que me cautivó, y luego saber que tú sentías lo mismo me hizo llegar a una nube, y pasé los meses más felices de mi vida hasta que la cagué con el Carlos. Nunca te había dicho esto, pero la verdad, pude darme cuenta de la suerte que tenía por estar contigo al haber estado con ese hueón. Luego te fuiste y me perdí, caí en un hoyo y no sabía cómo salir, y un día… —queda en silencio. —¿Un día qué? —pregunto tímidamente. —Me intenté matar. Tomé un cuchillo de la cocina en mi casa y me fui a mi pieza, me intenté cortar las venas, pero cuando me rocé fuerte esta muñeca — dice mostrándome la mano derecha—, me salió sangre me asusté y tiré el cuchillo lejos. Me había ido con un viejo la noche anterior a su casa, y el hueón me trató súper mal. No me pegó, pero me dijo que era un pobre puto que chupaba pico por plata, eso le excitaba, tratarme mal. No sé por qué me quedé y lo dejé hacer lo que quisiera. Salí mal de esa casa, me sentía como basura. Me acordé de ti, bueno, siempre me acordaba de ti, y me di cuenta de que nunca más íbamos a estar juntos y que yo mismo tenía la culpa. Recién ahí, en ese momento, me di cuenta de cuánto la había cagado con lo del Carlos. Perdóname, de verdad. Sé que estás a la defensiva conmigo, lo he notado, pero te prometo que nunca te voy a engañar de nuevo. —Andrés, no sé qué decirte. ¿Cómo se te pasó por la mente tratar de cortarte las venas? La verdad, encuentro que hiciste una estupidez. Nadie vale tu vida, hueón, ni yo ni nadie —digo seriamente. Andrés no me dice nada, y tampoco me mira, por lo que sigo hablando. —Ahora, la verdad, soy de los que creo que las acciones no se prometen, se hacen y es el tiempo el que convierte ese nuevo comportamiento en una promesa. Y estoy en ese proceso, estoy en ese tiempo en que necesito ver para creer. Sí, estoy a la defensiva y me encantaría decirte que desde hoy no lo voy a estar, pero ¿para qué engañarme y engañarte a ti? Ambos sabríamos que algo
pasa, pero no lo hablaríamos y estaríamos constantemente fingiendo, como los adultos que pueden pasar toda su vida juntos así, pretendiendo que todo está bien cuando no lo está y se mantienen juntos por la inercia de una relación acabada. No. No quiero eso. Quedamos en silencio, yo con la sensación de que esta conversación no había salido como él quería, que el resultado no fue lo que esperaba. ¿Realmente quería escuchar un perdón falso? Siempre he pensado que las disculpas son para aplacar la culpa de quien cometió la falta más que para arreglar el problema, por eso siempre me disculpo. —Yo estoy dispuesto a esperarte todo lo que sea necesario. —Lo sé. Salimos de clases a la hora de almuerzo y la Silvia, equipada con su bolso grande, me invita a ir al supermercado. Al Andrés no le cae bien, aunque nunca me lo ha dicho y trata de disimularlo, sencillamente no lo logra del todo, y en ciertos detalles como gestos y pequeñas actitudes lo deja salir. Amo al Andrés, pero eso no significa que tengamos que pasar todo el día juntos, que no podamos tener individualidad y actividades que no involucren a ambos. Caminando al súper, que está como a dos cuadras, noto que la Silvia está mucho más repuesta, como si brillara. —Estás bonita —le digo a modo de comentario, no de piropo. —¡Gracias!, ¿acaso antes estaba fea? —No, pero no brillabas como ahora. Te ves diferente, ¿algo o alguien nuevo por ahí? —Ya, una no puede verse bien solo por haberse levantado con una buena actitud, tiene que ser por un hueón —dice como broma. —Ya po, cuenta. —Bueno, ya que insistes. Conocí a un hueón hace como un mes y estoy como súper enganchá. Es mayor que yo, tiene treinta, vive solo y trabaja. Me trata súper bien y estoy feliz.
—Qué buena, me alegro por ti, de verdad. —Gracias. Oye, tú también andas como brillosito. —¿Yo? Na que ver. —Sí, tú, hueón. ¿Volvieron con el Andrés? No digo nada. No le había contado nunca a ella, pero claramente no es tonta y somos amigos, mi mejor amiga en la U de hecho. Sé que el que calla otorga, así es que me quedo callado hasta que ella vuelva a hablar. —Perdón si la cagué, ¡pero encuentro tan tonto que no me cuentes! A mí que seas gay me da lo mismo, es como si me dijeras que te gustan las manzanas en vez de las naranjas, o sea, así de irrelevante encuentro que a alguien le gusten las mujeres o los hombres, o ambos. —Sí, volvimos con el Andrés. Y estoy feliz —digo relajado—, ¿desde cuándo sabías? —La verdad, una vez los vi juntos caminando hace mucho tiempo. Iban solos por la calle y la complicidad con que se movían me confirmó lo que sospechaba. Se veían tan bonitos y felices los dos, iluminaban la calle. No te lo había querido comentar porque después noté que andabas mal, que ya no brillabas y supuse que algo había pasado entre Uds., además de todo el problema que tuve yo, así es que no quise decir nada. —¿Y por qué ahora sí? —Porque noto que brillas de nuevo, que estás feliz, y cuando uno anda feliz por la vida hay que compartirlo. —Tienes toda la razón. Me siento feliz, y ahora más porque tú también estás feliz. Ojalá dure para ambos. Ya en el súper la Silvia me dice que vayamos a los cepillos de dientes porque los podíamos vender rápido en la U. Estaban al fondo de un pasillo en una esquina colgados en un dispensador redondo donde había unos cincuenta por lo menos. Antes de atacar, pesamos un par de manzanas, que siempre comprábamos, todo esto para disimular. Una vez en los cepillos, mi misión es vigilar que no haya
guardias y gente, y dar la señal a la Silvia, quien rápidamente abre el bolso y echa unos veinte o treinta cepillos. Nos vamos a la caja, pagamos nuestras manzanas, y nos vamos cagados de la risa de vuelta a la U a «reducir» el botín entre compañeros y hasta profesores. Nunca me voy a olvidar cuando todo el grupete se enteró que ella y yo robábamos en el súper, esto ya hace unos diez meses, cuando con el Andrés nos gustábamos, pero no hacíamos nada. Al contarles todo quisieron ir a robar conmigo, la Gabriela, que ya tenía experiencia, la Elena, el Javier y el Andrés. Lo único que les pedí es que fuéramos al súper al lado del «casero» de la Silvia y mío, para no matar la gallina de los huevos de oro. Llegamos en patota a la hora de almuerzo y la misión era sacar copete, unas cajas de vino y algo para comer. Estaba nervioso porque sabía que éramos muchos, y sin lugar a duda, íbamos a llamar la atención de los guardias. Con la Elena ideamos un plan, sacamos un carro y empezamos a echar cosas como si estuviéramos haciendo la compra de la semana. Carne, huevos, verduras, arroz, fideos, aceite. Nos separamos del grupo, pues les había dicho que lo mejor era no entrar en grupo. La Gabriela con al Andrés y el Javier se fueron a otra sección mientras nosotros seguíamos recorriendo los pasillos, y según lo calculado, no llamamos la atención de los guardias, así es que cuando llegamos al copete le metí una caja de vino tinto a la cartera de la Elena y nos fuimos a la caja. Ya cuando nos tocaba ir con la cajera, empezamos la improvisación. —Ya, ¿no se nos olvida nada? —pregunta la Elena. —No, nada, ¿trajiste la plata? —Nopo, tú la tenías. —¡Andrés! Estaba en la mesa y te dije que la tomaras. —Chuta, pensé que tú la ibas a traer. —¡Puta que eres hueón! —me dice enojada para luego mirar a la cajera—. ¿Nos puede guardar el carro, por favor?, vamos a la casa a buscar la plata y volvemos altiro. —No hay problema —contesta la cajera llamando a un empaquetador para reservar el carro.
Salimos del súper cagados de la risa y nos fuimos de vuelta a la U, pues el plan era juntarnos allá. Nos fuimos al pasto y empezamos a esperarlos, y ante la sugerencia de la Elena abrimos el vino. Luego de un buen rato nos empezamos a preocupar porque no aparecían. —A estos hueones tienen que haberlos pillado —dice la Elena. —¿Tú crees? —Sipo, mira todo el rato que ha pasado. Seguimos tomando vino hasta que aparecen los tres, la Gabriela y el Javier con cara de risa, y el Andrés con cara de funeral. —Puta que son pencas los hueones, se pusieron a chupar sin esperarnos —dice la Gabriela. —Pero si se demoraron caleta, te apuesto que los pillaron —dice la Elena. —A este hueón lo agarraron los guardias —dice el Javier riéndose. —Pero ¿cómo? —pregunto preocupado. —Porque es hueón —dice la Gabriela—. Ya me había ganado una caja de vino y el Andrés quería un chocolate, así es que fuimos al pasillo de los dulces y sacó uno, pero el hueón se paseó por todo el súper con la huea de chocolate en la mano y se lo esconde justo antes de llegar a la caja, y los guardias ya lo tenían entre ceja y ceja. —¿Y qué pasó? —Salimos de las cajas y cuando estábamos casi por salir del súper llegaron los guardias y lo rodearon y se lo llevaron a la oficina. —¿Y qué pasó en la oficina? —le pregunta la Elena al Andrés. —Me trataron como el hoyo, me hicieron sacarme la ropa y quedar en calzoncillos y me dijeron que iban a llamar a los pacos.
—Y nosotros afuera de la oficina convenciendo al otro guardia de que no se había robado nada. Al final nos dejaron pagar el chocolate y nos vinimos. Por suerte, no se dieron cuenta de esta —dice la Gabriela sacando una caja de vino. —Ni de estas —dice Javier sacando unas papas fritas de su mochila. —¿Y el chocolate? —pregunto. —Se lo comió para pasar el mal rato —dice la Gabriela. —¿Y qué era? —Era un «landroncito» —dice la Elena ante lo cual todos nos cagamos de la risa por la alusión al trencito. —Nunca más les hago caso a los hueones —dice entonces Andrés con risa mientras pide una de las cajas de vino. —Es que eres muy bueno, no sabes robar —le digo. —Enséñame. —Es la actitud, ante todo la actitud. Nunca más intentó robar, sus días como delincuente habían terminado.
De vuelta ya con la Silvia en la U nos dedicamos a reducir el botín entre estudiantes, funcionarios y uno que otro profesor. Los vendíamos a la mitad del precio, así es que se fueron rápido. Nos avisaron que el profesor de la clase de las cuatro no iba a venir, así es que no teníamos nada que hacer más que quedarnos al mechoneo, que iba a ser ese día. La Gabriela y la Elena se habían autodesignado las organizadoras oficiales y todos les hacíamos caso, pero a mí se me había olvidado que estaba en la comisión de llenar el mismo hoyo que se venía usando hace quizás cuantos años con la basura, cabezas de pescado, vinagre y otros elementos putrefactos en donde íbamos a «bautizar» a los nuevos estudiantes tal como nos habían bautizado a nosotros. El hoyo no era profundo, pero sí ancho, cabían dos o tres
personas acostadas fácilmente, así es que llenarlo con agua y asquerosidades no era una tarea tan sencilla como parecía a primera vista. Llega la hora de ir a sacarlos de la sala, pero la Silvia me dice que a ella no le gusta esto y que va a estar cerca mirando. El hoyo está en los pastos cerca de la facultad y ella iba a estar en los alrededores. Me uno al grupo de todos los que íbamos a participar. Golpeamos la puerta de la sala, habiéndolos ya intimidado con el sonido de las tijeras para cortar pasto y haciendo ruidos de todo tipo. El profesor nos deja entrar y se retira sin mayores problemas porque este es como un rito de iniciación que si bien no está autorizado por la decana, tampoco toma medidas para que no ocurra. Por alguna razón soy el designado para dar las instrucciones a este grupo de unos treinta pendejos. —Ok, escuchen bien. La idea es que todos lo pasemos bien, así es que mejor que colaboren. Los vamos a amarrar con esta cuerda para que no se escapen y los vamos a llevar a su bautizo. La Gabriela con la Elena empiezan a amarrarlos de la cintura con una larguísima cuerda que no sé de dónde salió, cuando un tipo con el pelo largo, alto, flaco y con cara de cuma saca de la mochila un MACHETE y nos amenaza. —¿A quién vas a amarrar, conche tu mare! —¡A vo po hueón! —le dice chora la Gabriela. —Ya, dejen que se vaya —intervengo. —¡No, el hueón se tiene que quedar! —grita la Elena avivando el fuego. —¡Obligame, po conche tu mare! —dice el troglodita sacudiendo el machete. —Ya, dejen que se vaya —les digo a todos—. Ya, hueón, ándate no más, nadie te va a hacer nada. El tipo sale nerviosamente y quedamos todos tiritando. —Puta que la cagas, Andrés —dice la Elena.
—Puta, la huea es pasarlo bien y no que nos corten el paño —digo hablando como cuma. Llevamos a todos los pendejos en fila india y amarrados hacia la piscina de mierda y aprovechamos de verlos mejor. La mayoría son mujeres, pero hay un par de pendejos que se ven buena onda. Hace un poco de calor, hay sol, y al llegar les damos la opción de tirarse con toda la ropa o sacarse las que no quieran ensuciar. Antes les sacamos los zapatos. Ahora la Gabriela toma la palabra mientras todos la escuchan. Estamos casi todos los del primer año, incluyendo al grupo de los mateos, pero se dedican a contener a que nadie escape, y se las dan de «buena onda», lo que nos da risa con el Andrés. Los hacemos acostarse de guata y espalda en la piscina, para luego salir y tener que ir en grupos a machetear a la calle plata para recuperar sus zapatos y que usaríamos para comprar copete y celebrar todos juntos. Les dimos media hora para que entre todos hicieran quince lucas para ir a la botillería. Llegan y con la Silvia, que se había unido al grupo una vez que la tortura del «bautizo» había pasado, y la mejor intención, nos ofrecimos a ir a comprar. Salimos de la facultad con dirección a la botillería de siempre, la de Grecia con Macul, pero ella me hace el alcance que conoce otra, más cerca, en la villa los presidentes, así es que vamos para allá. Llegamos, compramos el copete y cigarros, y de la nada, y sin ponernos de acuerdo, nos sentamos en una banca en una plaza grande muy cerca de la botillería a fumarnos un cigarro. —Me carga todo esto del mechoneo —me dice. —A mí no, lo hemos pasado bien, excepto por el cavernícola con el machete. —La onda del hueón, descontrolado. —Sí, la cagó. —Oye, ¿por qué no nos tomamos una de las chelas aquí? Allá nos van a llegar puras babas, ¡si somos como cuarenta hueones! —Ya, pero una sola.
Estuvimos en esa banca más de una hora, nos tomamos cuatro chelas y nos fumamos una cajetilla de cigarros. Cuando volvimos, ebrios, muchos de los mechones se habían ido, pero casi todos los del primer año estaban, incluyendo los nerds, que se miraron entre ellos cuando aparecimos con la Silvia. —Y llegaron, ¿se tomaron todo el copete o les queda? —nos pregunta la Gabriela. —Se nos fue la hora conversando, pero acá está —les digo sacándome la mochila para dejarla en el pasto. La abrí y saqué varias botellas de cerveza y dos cajas de vino, más dos cajetillas de cigarros. La Elena nos mira y se ríe maliciosamente. —Buena, la hicieron bien. Casi todos los hueones se fueron, ¡más copete para nosotros! Nos reímos todos y el asunto de haber desaparecido queda en el olvido. La Silvia se sienta en el pasto a conversar con el Javier y yo me siento al lado del Andrés. No me había acordado de él hasta que lo vi en el pasto, y me sentí feliz. —¿Estás bien? —Sí, un poco ebrio, pero nada más. ¿Tienen pito? —No, había uno, pero lo fumamos hace rato. —Pucha. —¿Y por qué se demoraron tanto? —Paramos de vuelta en una banca y nos pusimos a conversar, y nos tomamos unas chelas, pero no cachamos que había pasado tanto rato. —Sí, po, ahora todos los mechones los odian. —Puta, que estoy preocupado —digo, y me río. —Oye, ya me voy —me dice la Silvia. —Ok. —Me paro y me despido.
Aún es temprano, son recién las cuatro, así es que decido quedarme. Ya todos están más contentos con el copete corriendo, y la historia de la demora no es tema. Algunos mechones se quedaron, cinco en total, y el Andrés conversa animadamente con uno, que es bastante guapo. Yo sigo echando la talla con la Gabriela y la Elena, y noto que el Andrés empieza a observar a la distancia, a mi espalda, lo que me indica que alguien se aproxima, alguien que él encuentra muy atractivo. Seguimos conversando y la Gabriela saluda a quien ya está detrás mío, por lo que me doy vuelta y veo al personaje, a quien había olvidado de que existía: el Cristian. ¿Qué querrá? Si anda caliente cagó porque no puedo llegar y desaparecer con el hueón así porque sí. Algo se hizo porque se ve mejor que nunca, ¿estará practicando más deportes? Le gusta el atletismo y es parte del equipo de su facultad, pero ahora está como más corpulento, como si levantara pesas o algo así, pero no amorfo ni una masa de músculos. —Hola, ¿cómo va? —dice moviendo la mano en un gesto que indica que no va a saludar a cada uno, lo que claramente decepciona a la Gabriela y la Elena. Todos le sonríen amablemente, excepto el Andrés, que dejó de hablar con el mechón para enfocarse en este atleta que ha bajado del olimpo a reunirse con nosotros. —¿Quieres chela? —ofrezco sabiendo que nadie se va a oponer. —No, pero gracias igual. Oye, Andrés, ¿estás muy ocupado? Antes de responder me paro, a lo que el Cristian extiende la mano para saludarme como es debido, lo que Andrés nota. No lo miro, pero sé que reparó en ese detalle. —Bueno, estoy aquí con todos celebrando a los mechones. —Claro, después que terminaron de torturarlos —bromea. —No, si no fue tanto, ni siquiera les teñimos o cortamos el pelo. —Bueno, los que están aquí —dice mirando a los nuevos—, no se ven muy dañados. Oye, ¿tienes un minuto?
—Si él no puede yo voy contigo —dice la Elena, a lo que todos estallamos de risa. —Sí, vamos. Nos vamos caminando mientras sé que el cuchicheo empezó, y que el Andrés debe estar más metido que la cresta tratando de sacar el rollo de lo que pasa. Estoy súper consciente de que después se me viene una «explicación» lo suficientemente convincente como para aplacar sus dudas, una explicación que justifique por qué me voy con este ejemplar del cual nunca le he comentado nada, excepto por la vez en que también se nos había acercado y me había pedido ir con él para conversar. Noto que está nervioso, mueve las manos y evita mirarme. —¿Y cómo has estado? Llegaste hace un rato y no me habías llamado. —Pero si nunca nos llamamos. —Sí, pero me hubieras llamado para avisarme de que habías llegado. —¿Me estás cobrando sentimientos? —digo riendo. —Noo, pa na, era para hacer conversación —dice tratando de disimular sus nervios. Cristian y yo no somos amigos, no tenemos intimidad, no nos conocemos como personas, aunque sí conozcamos hasta el último rincón del cuerpo del otro. Paradójicamente, nuestra desnudez tapa todo lo demás, y es cuando estamos vestidos que nos sentimos más expuestos y vulnerables. —¿Y de qué querías conversar conmigo? —¿Quieres fumarte un cañito? —Siempre. Caminamos hasta nuestro árbol y nos instalamos. Sin decir nada, saca un pito, lo enciende y me lo ofrece de inmediato. Ese es un gran gesto entre los marihuaneros, y lo noto. Le doy una pitiada intensa y se lo paso. Siento la
intervención casi de inmediato, el THC entrando al torrente sanguíneo a través de los alveolos pulmonares. Me ofrece una segunda pitiada, pero estoy bien y tengo que volver luego, así es que la rechazo. —Ya, dime qué te pasa. —Nada, solo tenía ganas de verte. —Andas caliente. —Puta, sí, pero, además, quería verte. La verdad, no sé cómo decirle que no estoy interesado en una relación, que para mí él es un cuerpo, rico y sabroso, pero nada más que eso. ¿Puede uno ser brutalmente sincero? Nunca he entendido bien cuál es el límite de la honestidad. Sé lo que son las mentiras blancas, y la buena educación, pero ¿no son solo ambos acuerdos sociales para mentir y no sentirse mal o hacer sentir mal a otro? La Elena, por ejemplo, no tiene filtro y dice todo lo que se le viene a la cabeza, y es por eso por lo que nos cae mal a veces, pero la Fran es así también y, bueno, hay mucha gente que tampoco la soporta. ¿Será que nos gusta estar con aquellos que nos mientan para hacernos sentir bien, y aunque sabemos que nos mienten, los preferimos por sobre los que nos dicen la verdad sin rodeos ni disfraces? —¿Para qué querías verme? —Para conversar. —Bueno, aquí estoy, conversemos —digo en tono desafiante, mirándolo a los ojos. —Ya, pero no me mires así. —¿Por qué no? —Porque me siento incómodo. —Bueno, dime entonces de qué me quieres hablar —digo ahora mirando notoriamente al suelo, a lo que Cristian se ríe.
—No me agarres pa’l hueveo tampoco —dice dándome un suave toque en el brazo derecho con su mano izquierda empuñada. Siento un déjà vu. ¿No fue así como empezamos con Andrés, con conversaciones cómplices, bromas de niño y toques sutiles? Ya tengo algo más de experiencia y puedo anticipar las movidas en el tablero, lo que no significa que sé cómo terminará este juego, pero quiero jugar, con mis reglas, eso sí. —¿Por qué no nos vamos a tu casa mejor? Es temprano —digo dejando que lo volado que estoy hable por mí. —¿Y a qué iríamos? —contesta en un tono que me derrite completamente. —A lo que yo quiera. Sin darnos cuenta y producto de lo intervenidos que estábamos nos dejamos llevar y nos dimos un beso, para al segundo reaccionar y separarnos. Miramos alrededor y, aunque había más personas en las inmediaciones, nadie pareció notarlo, sin embargo, la sensación de turbulencia me había hecho reaccionar. No podía llegar e irme, tenía que volver al pasto con el Andrés y esperar que se me pasara un poco lo volado. Quedamos de acuerdo en que iría más tarde a su casa. Nos despedimos y nos separamos. Lo veo alejarse caminando, y por un segundo pienso en lo que estoy haciendo, pero ese segundo se desvanece, y esa instancia de remordimiento queda olvidada en el árbol que dejo atrás mientras camino de vuelta a donde están todos. —¡Volviste, hueón!, ¡puta, que andas escurridizo hoy día! —dice la Elena ya ebria. —Préstame los ojos para ir a una audiencia con el papa —agrega la Gabriela, a lo que estallo en esa risa explosiva que no puedo detener a voluntad. —¿Te fumaste un pito, hueón? —pregunta el Andrés, que también ya está ebrio. Lo miro y entre la risa incontenible asiento con la cabeza. —Soy cagao, Andrés —dice la Gabriela enojada.
Paro finalmente de reír, y me seco las lágrimas. —Pero si el pito no era mío. —No lo digo por el pito, ¡lo digo por el Cristian! ¡Soy cagao, hueón, te lo dejas pa ti solo no más! Explotamos en risa los dos al unísono a lo que se une la Elena mientras los mechones, uno de los nerds y el Andrés nos miran tratando de entender qué chucha pasa. Mi vejiga me avisó de que no la había vaciado en un buen rato, y como siempre, no iba a ir al baño de la facultad porque estaba lejos, así es que los «bañorrales» del fondo eran la alternativa. Al ver que iba para allá, el Andrés me pide que lo espere, que también quiere mear. Ya los dos solos, yo más volado que ebrio, y el más ebrio, caminamos lentamente, sintiendo la presión de hablar sobre el Cristian, y él esperando que abriera la boca. —¿Y? —¿Y qué? —¿No me vas a decir nada de qué chucha quería ese hueón contigo? No digo nada. Este tono del Andrés no lo conocía, esta irritación y enojo, estos celos que brotan por sus poros exacerbados por el alcohol. Puedo quedarme callado, pero tampoco quiero que me trate así. —Es el Cristian, hueón, te lo he dicho antes, un conocido que quería hablar conmigo. Me adelanto un poco hacia los matorrales, paro, me bajo el cierre y empiezo a mear. —¿Y de qué chucha quería hablar? —De algo que no es tu problema, ni de tu incumbencia, ¿puedo mear tranquilo ahora?
—Andrés, ¿por qué no me puedes contar qué quería contigo? —dice bajando el tono, entendiendo que confrontándome el único que iba a perder era él. —¿Vas a mear o no? Se para al lado mío mientras sigo con mi chorro a full y empieza con el suyo también. No quiero continuar la conversación mientras me sostengo el pene con la mano, y él tampoco insiste. Una vez que ambos terminamos, estoy listo para darle una respuesta. —Andrés, tienes que entender que tengo una vida independiente a la tuya. Cristian es un conocido, un amigo de la Silvia que tiene pitos y a veces me invita porque no le gusta fumar solo. Se acercó a nosotros porque pensó que estaba ella, y como no estaba me invitó a mí. —Ya, ¿pero de qué quería hablar? —¡De nada!, ¿no entiendes que esa es una clave para que vayamos a fumar caño, o esperabas que me dijera «oye, Andrés, tienes un minuto pa fumarnos un caño»? —Es que yo creo que ese hueón quiere algo contigo. —¿Y por qué crees eso? Ya hemos hablado n veces sobre tu paranoia de que todos los hueones son fletos. —No es eso. Vi cómo te miraba y cómo fuiste al único que saludo con la mano. —¡Porque nos conocemos! —No, es por algo más. Sé que ese hueón te tiene ganas, y no puedes negar que no lo has notado. Me gustaría que dejaras de verlo. Esto era totalmente nuevo para mí. Sé que existen los celos, sé que la gente hace cosas terribles provocadas por los celos, pero me molesta también que todo el mundo hable de ellos como si fueran una «entidad» aparte de la persona. No son los celos los que hacen que las personas hagan cosas horribles, son ellas mismas. Separar el concepto de quien lo siente es el primer paso para justificar al abusador. Cuando hay violencia, no son los celos los que golpean, no son los celos los que insultan, no son los celos los que matan, son las personas. Para mí
es insultante y de retraso mental el justificar cualquier acción violenta por los «celos», y ciertamente no había llegado el día en que alguien me prohibiera ver a quien yo quisiera bajo ese lema, ni ningún otro. —Bueno, te tendrás que quedar con las ganas no más pues, porque comprenderás que, si ni siquiera la Teresa o el Pato me prohíben juntarme con alguien, menos tú, y quiero que eso te quede súper claro, tan claro como para que nunca más se te ocurra decirme a quién puedo o no puedo ver, ¿estamos? — digo con un tono severo y un poco intimidante, sin dejar ninguna duda que esto no estaba abierto a debate. —O sea, que te vas a seguir juntando con ese hueón. —Chucha, Andrés, ¿entendiste alguna huea de lo que te acabo de decir? —Sí, te escuché, no me trates como a un tarado. —¡Entonces deja de actuar como uno! Diciendo esto me devuelvo al grupo, dejando al Andrés solo. Todos están riéndose, no sé de qué, pero rápidamente me engancho en la conversación, que ahora es sobre uno de los profesores que tiene la mala costumbre de invitar a las alumnas a su oficina para «discutir» sobre su rendimiento. Se ríen porque el profe, aunque no es tan viejo, no es del gusto de nadie, pero siempre insiste en esta técnica. —El viejo culiao es un lacho asqueroso —dice la Elena. —Pero no es para que lo trates así, es un excelente profe —dice Alejandro, también conocido como «palo en el hoyo». —Una cosa no quita la otra —digo —Si te parece bien que llame solo a las mujeres a su oficina para intentar algo, puta, eres tan asqueroso como él no más —agrega la Elena con el tono más pesado que le había escuchado alguna vez. —En Estados Unidos esa huea le podría costar la pega. A mí me agarró mala porque cuando me invitó le pregunté para qué. Me dijo que era para hablar de
mis notas, y entonces le dije que habláramos ahí, en la sala, que no veía la razón de tener que ir a su oficina. —¿Y qué te dijo? —pregunta el Alejandro ignorando lo que había dicho la Elena. —Que lo estaba ofendiendo por lo que trataba de insinuar, pero le dije que la ofendida era yo y salí de la sala. Ahora estoy asustada porque te apuesto que me raja y me hace reprobar. —Con las notas que tienes, eso va a pasar con o sin oficina. —¿Sabes por qué no nos juntamos contigo, hueón? Porque nos caes como el hoyo, eres como un palo en el hoyo. Termina de decir esto y estallo de risa junto a Elena, al momento que llega el Andrés de vuelta y nos pregunta de qué nos reíamos. —¡Esta hueona le dijo palo en el hoyo al palo en el hoyo! —contesta la Elena apenas conteniendo la risa. Andrés se larga a reír y las risotadas de todos son tan grandes y bestiales que el palo en el hoyo agarra la poca dignidad que le queda y se va. Quedan dos mechones entre nosotros, el Mario y el René, ambos con una forma de ser como Beavis and Butt head, lo que me llama la atención. El Mario es medio apuesto, alto y con cara de niño bueno, aunque trate de hacerse el malo mientras que el René es súper delgado y con esas facciones medias huesudas que no encuentro nada de atractivas, pero entre los dos forman un personaje único y divertido, como alternativo que falló en el camino y quedó así, como ellos dos, y me caen bien, no sé por qué. Toda esta situación del palo en el hoyo afectó un poco a la Gabriela, que no entiende cómo el hueón puede justificar lo descarado del profesor que incluso ha invitado a salir a alumnas, pero nada de eso pareciera ser tema para nadie en la facultad. A mí, de hecho, me da hasta risa y no puedo evitar pensar en lo patético del personaje en cuestión. Andrés pareciera haberse calmado y seguimos carreteando un poco más, pero ya es hora de partir. Trato de hacerla piola, pues la idea es irme donde Cristian y al
momento en que trato de moverme, se me acerca al oído y me pide quedarse en mi casa, y esta petición inesperada me podría cagar los planes. Tengo claramente dos alternativas: sí o no, y poco tiempo para decidirme, y la discusión que tuvimos, y que ahora me doy cuenta de cuán conveniente fue, inclinan la balanza hacia un «no» firme. Si no hubiéramos discutido, habría tenido que inventar alguna razón para ir a la fotocopiadora a usar el teléfono para avisar a Cristian que no iba a ir a su casa, pues no habría podido zafarme de la petición de Andrés con sus sentidos arácnidos activados. Esta pelea me había venido como anillo al dedo. Supuestamente estoy herido por las insinuaciones que Andrés había hecho y tenía el derecho a estar enojado, triste o sentido, cualquiera sirve. Me paro rápidamente y me despido de todos. Camino tranquilamente, sin levantar sospechas porque sé que me está siguiendo con la vista hasta que estoy fuera de su alcance, y no puedo evitar reírme por haberme salido con la mía, o al menos eso es lo que creo. Saco los audífonos de mi mochila y sintonizo la radio.
«Son, I’m 30. I only went with your mother cause she’s dirty. And I don’t have a decent bone in me. What you get is just what you see. Yeah. I see it so I take it freel. And all the bad piss ugly things I feed me. I never help or give to the needy. Come on and see me».
Kinky Afro de los Happy Mondays, no podría haber encontrado nada mejor. Con el ritmo de esta gran canción sigo mi camino, y al llegar a Macul tomo la micro
que me deja cerca de donde me espera mi atleta, que al parecer ha estado desarrollando sentimientos por mí, y honestamente, no sé cómo actuar ante esta realidad, pero me siento tentado a explorarla. Arriba de la micro siento la ansiedad y calentura de ver a Cristian, y la verdad, el sexo con él es más salvaje y desenfadado, ¿será porque siempre tiramos volados? No es que con Andrés sea fome, sino diferente, ¿puede el tirar volverse rutinario y aburrido? Ojalá que no. El camino es largo y sé que la lata de devolverme será enorme, pero vale la pena. Me bajo en Rojas Magallanes y camino las seis cuadras hasta llegar a su casa en una villa de casas aisladas de un piso con tejas, todo parece bastante nuevo y lo bajo de los árboles es prueba de que este conjunto no debe tener más de un par de años. Toco el timbre en la puerta de la reja y casi al instante se abre la puerta de la casa, desde donde sale Cristian en pantalones cortos blancos y una polera sin mangas café, ambas prendas marcando su trabajado físico. —Viniste, pensé que me ibas a dejar pagando —dice mientras le saca la llave a la puerta de la reja. —¿Y por qué iba a hacer algo así? —contesto. —Porque no sería la primera vez. Tenía razón. Se me había olvidado de que más de una vez habíamos quedado de juntarnos en su casa y por una razón u otra no había ido, ni tampoco le había avisado que no iba. —Bueno, pero estoy acá ahora y eso es lo que vale, ¿o no? —Sipo, pasa. Entramos a la casa y una vez que cierra la puerta me pide que vayamos al living, donde nunca habíamos estado, pues siempre pasamos de inmediato a su pieza, y con cuea llegamos vestidos a su cama. Me siento en un sillón grande, y me llama la atención lo amplio de todo a pesar de ser una casa de villa en donde todas son iguales. —¿Quieres algo para tomar?
—Ya, una chela. —Puta, no tengo, pero Coca-Cola, jugo o agua. —Coca entonces, por fa. Se va a la cocina y no puedo dejar de sospechar que algo pasa, ¿cómo no iba a tener chela o algo con alcohol? Siempre que tiramos es porque ya estamos un poco arriba de la pelota, y este nuevo enfoque me descoloca un poco, ¿no se habrá hecho mormón este hueón en mi ausencia? —Acá tienes —dice, y deja un vaso de Coca-Cola sobre un posavasos en la mesa de centro, cuadrada, grande y antigua, con una cubierta gruesa de vidrio biselado. En realidad, todo en esta casa es de buen gusto, pienso, no del estilo de mis papás, pero tampoco de Falabella o Almacenes París. Los muebles, los cuadros antiguos y grandes, no reproducciones de pinturas famosas, sino desconocidos antiguos y originales. —Gracias. Oye, ¿tomas café? —pregunto para chequear mi teoría. —Sí, ¿por qué, hueón? —Por nada, solo por curiosidad. Cristian se sienta a mi lado, pegado a mí, y siento sus nervios, sus manos sudan. No sé qué le pasa, y la verdad, no estoy aquí para averiguarlo, así es que en un movimiento mecánico me abalanzo sobre él para apurar la causa. —Espera un poco, hueón —me dice agarrándome las manos. —¿Qué? —Nada, es que quiero hablar, ¿no podemos conversar un rato? —Claro —digo volviendo a mi lugar sin poder evitar el sentirme incómodo y sonrojarme—, hablemos. Un silencio sepulcral cae sobre el lugar, y yo ahora lo único que quiero es irme, salir de ahí. Nunca me habían rechazado así, y una vergüenza como nunca había sentido antes en mi vida recorre mi cuerpo de pies a cabeza. ¿Por qué chucha
había accedido a que viniera si sabía para qué era? Ahora la vergüenza se transformaba en rabia, porque para más remate, el hueón vive a la mierda de lejos. Como seguimos sentados sin decir nada, sin tampoco mirarnos, miro la hora en mi reloj. —¡Puta, que es tarde! Pensé que era más temprano —digo con falsa preocupación—, me tengo que ir porque mis papás me esperan para salir y les dije que iba a llegar temprano, así es que… —Quédate conmigo hoy —me interrumpe mirando el piso—, pasa la noche conmigo. Nuevamente me siento descolocado, no era lo que esperaba. Pensé que su rechazo era porque no quería estar conmigo o algo así, aunque todavía no logro entenderlo del todo. ¿Será que si tirábamos al tiro sabía que yo me iba a querer ir casi de inmediato? ¿Acaso esta petición significaba que teníamos que conversar y conocernos más antes de tirar? ¿Quiero quedarme con él y despertar en su cama mañana? —¿Y tu mamá? Cristian vive solo con su mamá, eso sí sé, y nunca he sabido nada sobre su papá, tampoco le he preguntado. —Va a llegar más tarde hoy, pero le puedo decir que eres un compañero y que tenemos que estudiar, no va a sospechar nada. Tengo un saco de dormir que podemos poner en el piso en mi pieza y hacer como que vas a dormir ahí por si acaso, pero ella nunca entra a mi pieza. —Puta, el hueón preparado —digo con una pequeña risa. —¿Te quedas entonces? No sé qué hacer. Son recién las siete y quedarme significa pasar las siguientes once o más horas con él, ¿no será mucho por una cacha? No digo nada. —Si no quieres no importa, filo, tampoco te puedo obligar.
—Sí, me quiero quedar —respondo instintivamente, pensando en que el decirle que no era un adiós al polvo, y no había llegado hasta acá para quedarme con las ganas. La cara de Cristian cambia, se transforma, se ilumina con mi respuesta. Al verlo, sé que tomé la decisión correcta, aunque por las razones que él no creo que haya considerado. Además, no me quiero cerrar a explorar nuevos caminos, ¿no había hecho lo mismo el Andrés con el Carlos?, ¿podría ser acaso que estoy haciendo esto por despecho o venganza? La verdad, no, es simplemente curiosidad. Ahora noto cómo me ve Cristian mientras su mano comienza a jugar con mi pelo para luego bajar por mi frente y delicadamente pone sus dedos en mi boca, los que no puedo dejar de lamer. Sin decir nada nos vamos a su pieza y cerramos la puerta. Se saca la polera y confirmo que ha estado ejercitando harto, pues todo su cuerpo está marcado, y yo todo flaco y blanco como harina. Se me acerca y finalmente podemos besarnos dando rienda suelta a nuestra lujuria. Quedamos exhaustos en su cama, yo con unas ganas casi incontenibles de irme a mi casa, pero quiero dejar que se me pasen, quiero ver cómo seguimos después de un polvo tan bueno como el que nos acabamos de pegar. Cristian se repone y levanta para comenzar a vestirse con sus shorts y polera sin mangas, a lo que atino a hacer lo mismo. Ninguno dice nada, y me confunde esto pues él estuvo más apasionado que nunca, me había pedido que lo besara mucho más que antes, y sus besos tenían sabor a amor, a necesidad, a entrega. Sentí que esta vez había sido diferente, tanto para él como para mí, pero no podría decir en qué sentido. Después de quedar vestidos y más o menos ordenados, seguimos sin decir nada hasta que te decides a hablar. —¿Te quieres ir? —Sí. Me mira con decepción, pero aún no he terminado. —Pero me voy a quedar porque sé que se me va a pasar. ¿Tienes algo para
comer? Estoy cagado de hambre. —Vamos a la cocina. Su semblante cambia, pasando de la decepción a la alegría. ¡Cómo con tan poco alguien puede ser feliz! Este hueón es como esas palomas de las plazas a los que los viejos culiaos les tiran las migajas del pan duro que ya no se pueden comer porque no tienen dientes. Se las dan no porque quieran alimentarlas, sino porque ellos no se las pueden comer, que es muy diferente. Llegamos a la cocina y le pido el teléfono para avisar a mi casa que no iba a llegar. —¿Aló? —Hola, Teresa, oye, no voy a llegar porque me voy a quedar en la casa de un compañero a estudiar para una prueba. —Ok, ¿de qué compañero, el Andrés? —No, uno que no conoces. Cristian prepara unos sándwiches de jamón con palta, pero sé que está atento a la conversación, así es que quiero hacerla corta. —¿Y cómo se llama este desconocido? —Cristian, ya, Teresa. ¡Ah! Una cosa, si me llama el Andrés dile que salí a caminar o estoy durmiendo si es tarde, por fa. —¿Y por qué? —Ya po, Teresa, es que necesito ayuda con este ramo. —Bueno, te quiero. —Yo también. La conversación no había salido para nada como lo esperaba, pues ahora la Teresa había quedado cachuda y el Cristian tenía más información de lo que yo habría querido que manejara. ¿Por qué las cosas se tenían que complicar tanto, o
seré yo el que las complica? Cuando el Andrés me cagaba con el huaso no hacía el menor esfuerzo por disimularlo, todo lo contrario, yo era su paño de lágrimas, ¿por qué no podía hacer yo lo mismo?, ¿por qué no confiar en Andrés como mi amigo y contarle que me acuesto con este hueón, macho alfa al que todos en el campus no pueden evitar observar cuando camina por los pastos? Puta, por eso mismo. Si fuera un hueón feo, o na, como el huaso del Carlos, yo creo que el Andrés podría entenderlo y hasta aconsejarme, pero con este ejemplar, físicamente hablando, sabría que está absolutamente fuera del juego; este hueón es Mario Bros con superpoderes después de haberse comido la callampa, no la huea chica al empezar el juego. —¿Todo bien? —Sí, pero mañana me tengo que ir a la facultad temprano porque tengo clase a las 8:00. —Yo también, nos vamos juntos. Oye, Andrés, ¿te puedo decir algo? —Dale —contesto mientras le doy una mordida a mi sándwich. —Que rico que te quedaste. —¿Por qué no me dices qué te pasa? Me mira directo a los ojos al punto de incomodarme, ¿esa es su huea de respuesta? —Hueón, si eres telepático te cuento que yo no. —Puta, que eres pesao, hueón, no sé por qué me gustas. Por fin se atreve a verbalizarlo, ¿era tanto el esfuerzo? Nos quedamos en silencio, yo porque estoy comiendo y tengo la boca llena con otra mascada que le había dado a mi pan, él esperando que le dijera algo. —¿Por qué el Andrés no puede saber que estás en mi casa? —Porque somos amigos, de esos amigos que se pegan polvos desde antes de conocerte, y no quiero tener rollos, ¿te molesta?
Siento que no le debo ningún tipo de condescendencia a mi atleta, que puedo ser brutalmente honesto con él, que es esto lo que quiere. Ser tierno, amoroso y comprensivo no me había llevado a ninguna parte con Andrés, y, lo que es más, si el huaso de mierda no hubiera desaparecido, el hueón seguiría metido con él, así es que el que estemos juntos para él fue más por descarte que por amor, pienso ahora. Estoy esperando su respuesta cuando sentimos que se abre la puerta, es su mamá que viene llegando. Cristian se pone nervioso, lo noto, sobre todo por esta actitud que he tomado ahora, esta irreverencia que no sabe de dónde salió, y le asusta pensar en cómo iría a reaccionar con ella. —Hola, Cristian, llegué. Salimos de la cocina hacia el comedor en donde esta mujer estupenda de unos cuarentas años, vestida como ejecutiva de algo, pero no uniforme como de Isapre o algo así, sino que bien, rubia con un muy buen teñido, media bronceada, pero con actitud de mujer mayor, no como la Teresa que siendo diez años mayor tiene una actitud mucho más jovial. —Hola, mamá —le da un beso en la mejilla—, este es el Andrés, un compañero de curso. —Hola, señora —digo acordándome cómo reacciona la Teresa cuando alguien le dice lo mismo. —Hola mi’jo —responde—, ¿comieron ya? —Sí, ahora nos íbamos a ir a la pieza a estudiar. —Bueno, yo me voy a la mía, buenas noches, hijo, encantada, Andrés. —Buenas noches, señora —digo Nos vamos en silencio a la pieza del Cristian, que es amplia, pero no tanto como la mía, con una cama de una plaza, un ropero, un escritorio, nada muy llamativo. —A mi mamá le carga que le digan señora. —¿Y cómo le gustan que le digan?
—No sé, tía o algo así. —Es que no es mi tía, ¿cómo se llama? —Angélica. —¿Le puedo decir Angélica? No dice nada, solo me queda mirando y me indica que me siente a su lado en la cama. Una vez instalados pone su brazo en mi espalda y me acaricia el pelo con la mano. No sé qué le pasa hoy, anda tierno y querendón, pero se siente raro que esa caricia no venga de la mano de Andrés, que ese cariño y querer venga de Cristian, alguien quien había olvidado casi por completo en todos estos meses. ¿Se levantó en la mañana y le había bajado el amor por mí, o habrá estado en un proceso, en un darse cuenta?, ¿cómo debo reaccionar? Esto me toma por sorpresa, sin plan y sin la más remota idea de para dónde podría ir. A medida que me sigue acariciando el pelo y la cabeza me voy entregando a esta sensación de relajo hasta tenderme en la cama, lo que él también hace, pero sin señal erótica alguna; no vamos a tirar de nuevo, solo a quedarnos así, en este relajo, en este sueño, en esta quietud y paz de un atardecer rojizo y más fresco de lo habitual. Cierro los ojos y siento que empiezo a flotar hacia el cielo infinito cuando siento una suave caricia en mi mejilla, los abro para encontrar los de Cristian fijados en mí. —¿Estabas durmiendo? —No, pero se sentía como si soñara. —Andrés, de verdad me gustas. Guardo silencio por unos segundos —Pero si ni siquiera me conoces. —¡Claro que te conozco! Por ejemplo, sé que esto te encanta. A terminar de decir esto se me acerca y pone su lengua en mi oreja, y un escalofrío de placer me sacude, pero lo aparto de mí para que reaccione. —¿Cómo se llama mi mamá?
Silencio. —¿Cómo se llama mi papá? Silencio. —¿Cuál es mi comida favorita? Silencio. —¿Cómo se llaman mis perros? Silencio —Hueón, ¿dónde vivo? Silencio. —¿Qué me gusta que me hagan en la cama? —Que te tome los hombros y te bese el cuello. —¿Te das cuenta de que lo único que conoces de mí es quién soy cuando tiramos? Nos quedamos callados, yo sabiendo que había sido un poco más agresivo de lo que quería, y él probablemente un poco humillado ante el peso de la evidencia que confirmaba lo que yo tenía claro: Cristian es un hueón con que tiramos cuando estoy caliente, pero nada más, y no me gustaría comenzar nada sobre el supuesto que nos conocemos porque tiramos rico. La verdadera incógnita para mí es si es que en realidad quiero conocerlo, si es que quiero comenzar una relación porque la única que he tenido hasta ahora ha dejado más al debe, pero ¿serán acaso todas las relaciones que vaya a tener en mi vida como la que tengo con Andrés?, ¿cómo saberlo si es que no me arriesgo con una nueva?, ¿no estaré comenzando una espiral de relaciones buscando algo que no voy a encontrar nunca y puedo saltar así de hueón en hueón hasta terminar en un bar de mala muerte a los cuarenta y cinco años contándole mis penas a un pendejo de diecinueve? —¿Y qué sabes tú de mí? —pregunta Cristian en tono desafiante.
—Ni la más mínima huea… Silencio. —Y ese es mi punto, ¿te interesa comenzar algo conmigo para luego decepcionarte una vez que me hayas llegado a conocer? —Lo poco que te conozco me gusta. —No, hueón, lo poco que me conoces te calienta, que es muy diferente, tal como a mí me calienta lo poco que te conozco, porque solo nos conocemos por esto — digo agarrándole el paquete, a lo que me saca la mano. —¿Y qué quieres entonces, hueón? —Nada, no soy yo el que está pidiendo algo más que eso, eres tú. Si quieres algo más conmigo me tienes que dar tiempo. —¿Cuánto? —Puta, no sé, el que necesite, mi vida es algo más complicada de lo que parece. —¿Por el Andrés? Buena pregunta, ¿es el Andrés una complicación para mí?, ¿siento por él de la misma manera en que sentía antes? No tengo respuestas para esas preguntas, la verdad, nunca me las había hecho. —Aparte de muchas otras. Cristian, ¿por qué no aprovechamos este momento en pasarlo bien? No sé, fumémonos un caño, tiremos, cualquier huea menos esto. —Tú dices menos conversar. —¿Conversar de esto? Me siento súper halagado, de verdad, eres un hueón rico y que te hayas fijado en mí me deja el ego por allá, bien arriba, pero si queremos tener algo dejemos que fluya, no lo forcemos. Siento que le vuelve el alma al cuerpo al atleta, sin darme cuenta le había dado una esperanza de que esto podría, de hecho, funcionar, lo que a mí también me sorprendió.
Luego de esto, seguimos tendidos en la cama con las manos tomadas y me da un beso suave, sin ninguna connotación o petición más que un simple beso. Nos fumamos un caño y jugamos al Mario Bros, pues él también tenía una Super Nintendo. Nos acostamos como a las doce, ambos en su cama después que él pusiera seguro a la puerta. A medida que cerraba los ojos envuelto en sus brazos sentí un confort que hace mucho tiempo no sentía.
9
Las clases continúan y me está yendo mucho mejor que el año pasado, esto porque no falto nunca, hago las tareas, leo los textos que nos asignan y estudio, como que volví a mis hábitos de cuando estaba en el colegio, y también porque decidí terminar con el Andrés Las razones son varias, pero principalmente me sentía ahogado, sin espacio, y la verdad, últimamente todo terminaba en una discusión desagradable. ¿todas las relaciones terminarán así, en forma amarga, hiriente y un poco esquizofrénica? Cada vez me costaba más reconocer a la persona de quien me había enamorado, esa alegre que se sonrojaba, con quien podíamos estar todo el día pelando el cable de cualquier cosa, esa que me hacía tan feliz. La última vez que estuvimos juntos fue drama, con algunos empujones y golpes, incluyendo uno que esquivé, aunque lo que no pude esquivar fue sentir que se me partía el corazón al verlo rojo de ira, sin poder controlar la violencia que emanaba de cada uno de sus poros, la rabia descontrolada por no poder controlarme, por no poder hacer que yo volviera a ser como habíamos sido los primeros meses de nuestra relación, antes del Carlos, antes del Cristian, cuando solo éramos los dos. Pero eso ya había pasado, y por alguna razón que no puedo explicarme sé que no iba a volver a ser nunca de esa manera de nuevo, y no quería enfrascarme en un loop que comenzaba en una discusión para luego seguir enojados y luego abuenarnos para después de un tiempo volver a discutir, sencillamente no me parecía sano. El gran dolor, eso sí, fue que al alejarme de Andrés tuve que hacerlo también de todos mis amigos, de la Gabriela, la Elena y el Javier, esto porque era imposible estar en el mismo grupo e ignorarnos, habría sido incómodo para todos, pero especialmente para mí. En la sala de clases ya no me siento cerca de ellos, y aunque al principio me buscaban para ir al pasto o cuando estábamos en el casino, luego de un sin número de excusas tontas entendieron el mensaje, y ahora nos saludamos y todo, pero ya no me invitan, ya no me llaman, ya no me consideran. Me duele y me siento profundamente solo. ¿Habrá sido una buena decisión?, ¿será acaso así de difícil y duro lidiar con lo que decidimos? Algunas tardes vamos al árbol con la Silvia a esperar al Cristian, sin ella saber que nos vemos varias veces a la semana y me quedo en su casa a dormir bien
seguido, aunque su mamá me cae como las hueas y creo que yo a ella también. Cristian aparece y se sienta entre los dos, saca un caño que fumamos, ellos conversan de cosas a las que no pongo mayor atención, y yo me vuelo pensando en Andrés, acordándome de todos los momentos felices que pasamos juntos en mi casa, a donde no he llevado al Cristian y no sé si lo haga. En mis voladas veo cada escena de felicidad como si fuera una película y me vuelvo a enamorar de él, cada puta vez, pero luego una turbulencia me sacude y recuerdo que todo eso ya se fue, y se fue justamente porque ya no era así, porque nunca más iba a ser así. ¿Es normal extrañar lo que se tuvo, pero no valorarlo cuando lo tenemos?, ¿no es Cristian, por ejemplo, que de verdad me adora y si fuera por él viviríamos juntos donde sea y le diría a todo el mundo que estamos juntos, alguien que no valoro ahora y si me pateara estaría tan melancólico como lo estoy por Andrés?, ¿cómo darme cuenta si la cagué o no?, ¿acaso Peer Gynt no había vuelto con Solveig luego de darse cuenta de que era con quien quería de verdad estar? Me siento un poco perdido, como un globo atrapado en un techo alto buscando una ventana para poder seguir con su camino. Pienso en esa mañana en el casino, en la forma en que me reí de su último intento para que conversáramos, en lo impecablemente doblada que me entregó mi ropa, en come to me con la luz de la chimenea, en tantas cosas. ¿No se me habrá pasado la mano?, ¿no habré caído en lo mismo que ahora condeno? Las palabras de la Teresa vienen a mi mente, sobre todo la parte de no dejarlo solo, de ayudarlo a recoger los pedazos de su jarrón, ¿y el mío? Sé que no me porté bien esa fría mañana, y viene esa culpa de mierda, esa sensación desagradable de saber que por más excusas y razones que puedan buscar para justificar mi actuar, en el fondo, uno sabe la cagá que se mandó. ¿Cuándo había empezado el descalabro, el punto de inflexión que nos dividió? No tengo que pensarlo mucho pues lo tengo claro: el día del mechoneo, el día en que me quedé con Cristian. Sabía que habría consecuencias y explicaciones, lo que no sabía era como Andrés iba a mutar en este ser violento y agresivo, este hombre que yo no conocía y que opté por no seguir conociendo, pues no me parecía atractivo, y francamente me asustaba. Luego de habernos quedado en la casa de Cristian llegamos juntos al campus, pero cada uno se fue a su facultad y jamás me imaginé que alguien me pudiera haber visto, pero el destino quiso que quien nos había visto bajar de la micro hubiera sido la Elena, sin que ninguno de los dos se percatara, pues estábamos
un poco aislados en nuestro propio mundo después de un despertar casi mágico. Como la primera clase que tenía era la de un ramo que me había echado, ni la Gabriela, la Elena, el Javier o el Andrés estaban en la sala, y nos juntamos todos en el casino a las 10:00. Todo iba bien, aunque noté que él andaba raro, como atragantado con algo. —¿Y cómo estuvo la clase? —pregunta la Gabriela. —Puta, igual que el año pasado, fome la huea. —Oye, te vi en la mañana bajándote de una micro con el Cristian —interrumpe la Elena. «Cagué», pienso, sin saber cómo sacarme el pillo, y con ganas de decirle y-quéte-importa-a-ti de vuelta, pero no puedo. —Nos encontramos cuando me subí en el 14 de la Florida —digo sin dar mayor importancia. —¿Y qué andabas haciendo tú por allá? —pregunta el Andrés. —Chucha la huea, no sabía que tengo que darles explicaciones de lo que hago al par de hueones —digo riéndome y mirándolos a ambos. Sin ver la necesidad de explicar nada más, pero sabiendo que el Andrés iba a querer una explicación más rato, seguimos echando la talla y esperando la clase de las 11:30. —Oye, Andrés, yo tengo clases ahora, ¿tú? —dice la Silvia La turbulencia me saca violentamente de mis pensamientos, como cuando estás soñando y despiertas de un salto porque te estás cayendo de la cama. —No, no tengo nada hasta las cuatro. —Ya, me voy, hablemos para ver si salimos el viernes a tomarnos alguna cosita a la plaza. —¡Ya po!
Se despide del Cristian y luego me da un beso en la mejilla, ante lo cual quedamos solos. —Oye, chico —me dice, y no sé por qué me dice así si él mide solo diez centímetros más que yo, pero me encanta el tono en que me lo dice, así es que, la verdad, no me molesta. —Dime, alto. —Tengo un carrete el sábado en la casa de unos amigos, ¿quieres venir conmigo? Me toma por sorpresa, ¿quiere que conozca a sus amigos?, ¿y cómo me iba a presentar?, ¿qué somos? Puta, esto suena tan familiar que siento que debo abrir la boca, preguntar. —Me gustaría, pero ¿cómo me vas a presentar? —¿Cómo? —Como qué, po hueón, amigo, primo, compañero, ¿qué? —Puta, eso depende. —¿Depende de qué? —De tu respuesta. —¿Respuesta a qué? —A una pregunta que quiero hacerte. —Ya po, hueón, no me agarres pa’l hueveo y dime cómo me presentarías pa prepararme, pero no digas que somos compañeros porque de matemáticas no entiendo nada, así que mejor que digas… —¿Quieres pololear conmigo? No digo nada, enmudezco. Pienso en lo que me acaba de pedir, y sí, es lo que tantas veces quise preguntar y que me preguntaran, pero no Cristian. Disfruto estar con él, disfruto tener una relación tranquila, tirando rico, sin problemas
anexos como plata, prostitución o intentos de suicidios, bien cagao de la cabeza resultó estar Andrés, y lo más importante, quiero a mi atleta, me gusta la atención que me brinda, me gusta que estemos juntos, pero que no seamos compañeros, que no estudiemos lo mismo, que esté en otra facultad, poder tener mi espacio y él el suyo, que no sea celoso de mis amigos —aunque ya solo es una, la Silvia, pues con quienes me junto ahora son compañeros con lo que tomo de vez en cuando, no amigos—, me gusta que esa sensación de vacío, de no sentir nada, ya casi haya desaparecido, me gusta que estar con él me ayudó a superar el dolor del quiebre con Andrés, que había sido tan devastador, me gusta cómo soy cuando estoy con Cristian, me gusta cómo él es cuando está conmigo. —¿Y me presentarías como tu pololo con tus amigos si voy contigo? —Sí —dice sin dudarlo un segundo. —Si digo que sí, tienes que prometerme que no me cagarás con nadie. —¿De verdad tengo que prometerte algo tan obvio? Hueón, no soy el Andrés, jamás te podría cagar, y si hubiera sabido que estabas con él cuando nos empezamos a acostar no lo habría hecho, yo no soy así. Puta, de hecho, yo soy el que debería pedirte eso, ¡tú te lo cagaste conmigo! Me cagó, y tiene toda la razón. —Si te digo que sí, tienes que conocer a mis papás. —¡Yo feliz! —Sí, seamos pololos —digo con felicidad. —Puta, hueón, te daría un beso aquí y ahora. —Lo sé. —¿Y cuándo puedo conocerlos? —Hoy, vámonos a mi casa después de clases, salgo a las cinco y media, te quedas conmigo allá. —¿De verdad?
Sus ojos brillan de alegría porque en el tiempo que llevamos juntos, o sea, desde el mechoneo, sin contar el tiempo que llevábamos tirando, nunca lo había invitado a mi casa, aunque ya sabía de la Teresa y el Pato porque le había contado harto sobre ellos, sobre la señora Marta, sobre la mesa de los espinos, sobre mi vida cuando no estaba con él, y sé que esperaba con ansías esta invitación, que no le había hecho porque no quería llevar a nadie que reemplazara ante ellos la imagen de Andrés sin que fuera alguien tan importante como él lo había sido. Creo que no quería convertir mi casa en un motel, no quería llevar a nadie insignificante, y eso me hizo entender por qué aquella petición de pasar la noche en su casa la primera vez había sido tan importante para él. Si bien su casa era nuestro motel, algo muy diferente era la intimidad que viene con compartir la cama de alguien, pasar la noche juntos sin querer salir, sin meter bulla antes que despierte al día siguiente. —Sí, de verdad. —Puta bacán, de verdad, llamo a mi mamá para avisarla y te espero. —¿No tienes clases? —No, hasta mañana a las 10:00. Veo la hora y ya son las dos, y tengo hambre, y haberme fumado ese pito me da un bajón en mala. —¿Almorzaste? —Puta, no, y estoy cagado de hambre. —Yo también, ¿vamos a tu facultad? Acá dan porotos los jueves y les quedan como la hueas. —Bueno, pero no te sirve la beca allá. —Filo, si igual tengo que comer y los porotos de verdad les quedan como el hoyo. La verdad, no quería ir al casino y encontrarme con todos, pues si bien ha pasado tiempo, aún me siento raro de verlos sentados, de notar que todo sigue para ellos como si nunca hubiéramos sido amigos, ¿no era eso lo que quería?
Mi primer quiebre ha sido muy duro porque significó romper con todos los que quería, con todos mis amigos, y ahora me siento a la deriva en un mar de gente que no quiero conocer, y Cristian es mi salvavidas. En el camino vamos en silencio, es la parte en que te quedas pegado por el pito, y comienzo a recordar cómo habían sido esos días antes de la escena del casino en que Andrés me había entregado la ropa. Luego de haber sido arrinconado por la Elena y su información de que me había visto bajar de la misma micro con Cristian, tenía claro que se venía una explicación, y de esas bien convincentes. Pasamos casi todo el día en clases y nunca pudimos estar solos, y sé que te morías de ganas de preguntarme todo, pero sencillamente no se daba la ocasión hasta que me pediste ir a mi casa, a lo que accedí. En el camino al paradero me preguntaste qué me había pedido el Pato. —Pagar unas cuentas, nada difícil. —¿A las 7:00 de la mañana?, ¿hay algo abierto a esa hora? «Me cagó», pensé. —Puta, nada, po hueón, por eso al final no pagué ninguna huea y me fui a clases, y entonces me encontré con el Cristian en la micro —digo pensando que mi mentira es perfecta, como siempre. —¡Ah! Mira tú la coincidencia. Puta hueón, yo te llamé anoche y hablé con la Teresa, que me dijo que te ibas a quedar en la casa del Cristian a estudiar. ¡Puta la huea Teresa por la chucha! Nunca ha sido buena para mentir, siempre termina cagándola y ahora estoy pillado hasta las hueas, en silencio, con cara de póker, sin mirarlo ni saber qué decir. —Ya po, hueón, ¡miente luego! —dice indignado. —¡Estoy tratando! —contesto sin pensar en lo que digo. —¿Encuentras que esta huea es chistosa, hueón?
—No, pero mejor lleguemos a mi casa y conversamos más calmadamente, ¿te parece? —Chucha, me andas cagando y lo único que te preocupa es que me calme y no te saque la mierda aquí mismo. —¿Qué? —Como escuchas, hueón. Sentí que algo se había roto dentro de mí, algo irreparable, algo único y valioso, y ese algo era mi sentido de dignidad, de respeto por mí mismo; permitirme estar con alguien que me amenaza con hacerme daño físico para comunicarse, con alguien que legitima la violencia como un medio válido para expresar su punto de vista, su enojo, celos o lo que sea, ¿no habíamos estado en un régimen que había actuado así por diecisiete años?, ¿no había estado el Pato en Villa Grimaldi en donde bajo ese método de «comunicación» lo habían torturado por su hermano? Sentí un escalofrío, un miedo que me paralizó, por un momento pude ver a mi papá en la «cama» donde lo electrocutaban, sus ojos desorbitados, sus gritos ahogados, su alma rota, rodeado de milicos cobardes en silencio. No supe nada, pues todo había ocurrido el 83, cuando tenía nueve años, y la Teresa me acuerdo de que me había dicho que el Pato andaba en Viña por trabajo. Al día siguiente de cumplir los diecisiete fuimos a la playa, a una casa que arrendaron en Con-Con, y luego de almorzar nos sentamos en la terraza con amplia vista al mar en un día nublado, pero no frío, y me contaron todo, sin pena, sin llantos, el Pato me iba dando todos los detalles. Mientras hablaba sentí que mi cuerpo se congelaba, esto que me contaba le había pasado a otra gente, no a nosotros, ¿por qué alguien le haría algo así a otro ser humano? ¡Por la mierda! ¿Cómo alguien podía hacerle algo así a cualquier ser vivo? Continuó su relato con los detalles de cómo lo mojaban para luego encender al catre en que lo tenían amarrado con el rostro cubierto, y él sentía que esa corriente alcanzaba cada centímetro de su cuerpo desnudo; le aplicaban electricidad en los genitales sin decirle nada, mientras yo me aferraba a la Teresa que me contenía, y fue ahí que rompí en llanto mientras un «papá» ahogado salía de mi boca.
Nos abrazamos los tres, yo llorando sin parar. Sentí que él se desahogaba contándome lo que era, sin duda, la experiencia más fuerte que jamás había vivido y que ningún ser humano probablemente podría experimentar en su vida. Fue nuestra catarsis, nuestra consolidación como familia, nuestro pacto de amor y confianza; ningún secreto, verdad, nada se interpondría entre nosotros, nunca. —Andrés, hijo —empezó a decirme mientras yo no lo soltaba queriendo que ese abrazo borrara todo el dolor, toda la humillación, todas las vejaciones de las que había sido objeto. Quería que olvidara, que mis manos pudieran eliminar todo recuerdo del dolor, y toda cicatriz de su espalda, marcada por quemaduras que hasta ese entonces no sabía de dónde venían. —Hijo, mírame. Con mis ojos hinchados levanté la vista y lo miré a los ojos, sin poder parar de llorar. —Nada, Andrés, nada en la vida justifica la violencia. Hijo, la violencia es dejar la razón de lado, es dejar que el más fuerte oprima al débil, es dejar que los puños hablen cuando su función es trabajar. Nunca permitas que alguien te violente, nadie tiene el derecho de tocarte, de hacerte daño. Hijo, aléjate de quien te quiera hacer daño, no importa quién sea, solo aléjate. —Papá, ¿cómo superas lo que te hicieron?, ¿cómo se vive después de algo así? —No se supera nunca, pero el amor, solo el amor, como el de tu madre que movió cielo y tierra por encontrarme y sacarme de ahí gracias a la mamá de uno de tus compañeros en el colegio que era tira, con tu amor; pensar en Uds. me dio la fuerza para no rendirme, saber que Uds. me esperaban me mantuvo vivo, y me da la fuerza para seguir. Su amor me ayuda a vivir con ello, todos los días. La amenaza de Andrés con esa violencia, con ese tono de «ya sabes lo que te espera» me descolocó, me decepcionó y me hizo pensar por un segundo si es que acaso me merecía esa «sacada de mierda» por lo que había hecho casi itiendo que tenía razón, pero luego recordé las palabras del Pato y entendí que no, que no me lo merecía, que, de hecho, nadie se lo merece. Sin hablar tomamos la primera micro a mi casa, yo ya arrepentido de haberlo
invitado, y él con actitud de merecer una disculpa. Al caminar por el buen camino, ya en la comunidad, insistió en que le diera una explicación, así es que opté por decirle la verdad sobre Cristian por primera vez, toda la verdad.
—Sí, me quedé en su casa anoche, y nos hemos estado acostando desde el año pasado —dije sin mirarlo. —¿Y esa huea a ti te parece bien? —Tan bien como a ti te parecía el Carlos no más, po hueón —digo arrepintiéndome en seguida. —¿Así es que con esas andas? Tú siempre supiste del hueón, y me cobrabas sentimientos para luego ir a encamarte con ese otro hueón, ¿eso te parece bien? No puedo rebatir nada, siento que tratar de justificar mi engaño solo empeoraría las cosas. —Te las das del hueón herido, del hueón que me quiere, pero lo único que has hecho es cagarme, ¡CAGARME, conche tu madre! Sigo en silencio escuchando que su tono se incrementa y ahora me grita a viva voz, yo solo lo miro. —¡Di algo, mierda! Nada, solo atino a quedarme en silencio, y el miedo me empieza a paralizar, siento que estoy amarrado en esa cama de tortura y que en cualquier momento la prenden. —Ya, conche tu madre, no vas a ver más a es hueón, ¿te queda claro? —dice agarrándome de la chaqueta y tirándome hacia él. Nada, sigo en silencio. —¡Responde, pedazo de mierda!
Nada, sigo paralizado. —Ya po, maricón, responde o te hago responder, ¿de verdad creías que esta huea la iba a dejar pasar? Nada, no me puedo mover, no sé qué está pasando, en qué momento mi Andrés, con quien reímos, bailamos, tiramos, nos volamos, ese hombre a quien amaba se transformó en esta bestia, en este matón, en este ser que no dudaría en encender la cama eléctrica en la que me tiene amarrado. Y entonces vino el golpe, seco, con la mano empuñada en mi rostro, ese que no pude esquivar porque no lo vi venir, ese que rompió en mil pedazos la última imagen de mi Andrés, ese que me botó al suelo, ese que me hizo reaccionar al ver que se preparaba para darme una nueva embestida que pude esquivar al rodar hacia un lado, pararme y tomar distancia. —¡Ven acá ahora mismo, mierda! —¿Con quién crees que estás hablando, puto asqueroso? La amígdala en mi cerebro se había activado, la adrenalina corría por mis venas y todo raciocinio estaba nublado, la ofuscación me llevaba a decirle cosas hirientes, y lo único que quería es que se fuera de mi comunidad. —¿Qué me dijiste? —Puto asqueroso, eso te dije porque eso es lo que eres, y siempre vas a ser. Lárgate de aquí o hago que los guardias te saquen a patás en la raja. Escupo la sangre que me brota de la boca producto del combo, lo miro y sé por su mirada que acaba de reaccionar a lo que hizo, siente que la sangre que sale de mis labios es suya, sabe que esto había llegado hasta aquí. —Andrés, perdóname, yo te quiero, no sé qué me pasó, por favor, no me dejes solo, perdóname —dice en tono de súplica tratando de acercarse a mí, a lo que me alejo. —Ya, hueón, anda saliendo de aquí y no se te ocurra aparecer porque voy a pedir expresamente que no te dejen entrar. Y no me sigas. Lo dejo en el camino, no sé si está llorando o se va porque no volteo ni una sola
vez para ver qué está haciendo. Ese había sido el final de nuestra relación, eso es lo que había pasado un par de días antes de esa mañana en el casino en que me devolvió todo, menos el disco de Björk, que finalmente compré de nuevo para no tener que pedírselo. —¿Estás bien? Una turbulencia me saca de ese día en el Buen Camino, del dolor en mi boca, del sabor a sangre, de su mirada llena de ira. —Sí, solo me quedé pegado. —Estás triste, se te nota en los ojos. —¿Cómo? —Tus ojos te delatan, chico, siempre. Sé que estás triste porque se te opacaron, sé cuándo estás alegre porque te brillan, sé cuándo estás caliente porque el verde se intensifica. Tus ojos siempre te delatan. —Pucha, me acordé de ese día en que al Andrés me pegó. —No me digas nada que si fuera por mí le sacaría la cresta ahora mismo. —No, eso nunca va a arreglar nada, solo quiero que sepas que no lo quiero, pero todavía me duele la manera en que todo terminó, me gustaría que hubiera sido en términos más amigables, que no hubiera acarreado el dejar a todos los demás también. Cristian sabe casi todo, no me guardé ningún detalle sobre mi relación con Andrés en lo que a mí me concernía, y si bien no le gustó saber que él había sido «el otro» en la historia, me agradece lo honesto que soy, y a mí me gusta serlo con él. No quiero empezar una relación nueva con mentiras, con historias inventadas ni con engaños, quiero que Cristian conozca todo sobre mí, mis virtudes y defectos, y quiero conocer los suyos, no quiero idealizarlo como tampoco quiero que él me idealice, quiero enfrentar esto desde otro punto de partida, desde otro ángulo. Almorzamos en el casino tallarines con boloñesa, un jugo y un postre.
Conversamos mientras me siento un poco observado por sus compañeros, que se le acercan para preguntarle cosas de un ramo, no sé cuál, y Cristian les comenta lo que él cree es la solución. Le va muy bien, tienen todos los ramos con un seis o más, y el verlo estudiar y rendir tanto en su carrera como en el atletismo me ha servido de inspiración, no quiero ser un flojo, y he notado que mis notas van subiendo. Salimos del casino y me acompaña a la facultad. —¿Tus papás saben de mí? —Sí, porque como me quedo en tu casa bien seguido les he comentado, pero con algunas licencias dramáticas, por así decirlo. —¿Cómo es eso? —Les dije que eres un mechón y que te estoy ayudando con algunos ramos, pero hoy les digo todo. —¿Y por qué no les dijiste la verdad? —No sé, creo que por lo de Andrés. La Teresa y el Pato se encariñaron con él, y de un día para otro sencillamente desapareció de la casa, y no les dije por qué hasta que la Tere me preguntó, pero cuando me había preguntado qué me había pasado, en la cara le dije que me había caído curao, me pareció más digno que contarle la verdad. Pensé que si te asociaban con mi carrera sería mejor, no sé, pero eso les dije. —¿Tú crees que les vaya a caer bien? —A ellos les caen bien todos mis amigos, y creo que tú les va a caer mejor porque eres mi pololo. Se siente tan rico decirlo, como que borra todo lo que pasó, me hace dueño de este presente, de este ahora, de este atleta que se esmera todos los días para que lo que viví con Andrés ya en la decadencia de nuestra relación no haya sido en vano, sino que me haya servido para valorar a quien tengo a mi lado ahora. Entro a la clase, me siento adelante como ahora es mi sello, habiendo antes saludado a mis examigos en forma cordial, Andrés incluido, pues la verdad, no
quiero crear dramas ni conflictos tontos. Al terminar, salimos en grupo y diviso que Cristian me espera en la salida, al fondo como a unos treinta metros. —Te están esperando, Andrés —dice la Elena con su típico tono malicioso, pero estoy tan relajado que me río. —Sí, me está esperando —le contesto risueñamente, lo que la descoloca. —¿Están juntos? —finalmente tiene la valentía de preguntarme mientras el Andrés, la Gabriela y el Javier me miran esperando que diga algo. Me siento tan contento, feliz y completo, que no veo la necesidad de desviar el tema, hacerme el enojado o echar una talla, sino que quiero que la verdad salga porque mi verdad y quien soy ya no es nada para esconder, avergonzarme o sentirme raro; este soy yo. Me detengo, miro a la Elena a los ojos, los míos felices. —¡Sí, Elena! Estamos juntos, me pidió pololeo y no podría estar más feliz. —Andrés, hueón, ¡te felicito! —dice la Gabriela que, sin dejarme reaccionar, me abraza fuerte. El Javier y el Andrés no atinan a nada, y mientras me despido de todos y camino hacia Cristian, sin mirar atrás ni una sola vez, sabiendo que a partir de ahora podremos volver a conversar, pues ya superé totalmente mi drama con Andrés. —¿Todo bien? —Demasiado bien, ¿vamos? —¿Seguro?, ¿me debería preocupar por ti, chico? —¡Siempre! Cristian, nunca dejes de preocuparte por mí, pero ten la seguridad de que no tienes nada de qué preocuparte. Luego de la jornada de dos micros y la caminata, llegamos a mi casa en donde la Teresa está en el living con la chimenea prendida escuchando la novena sinfonía de Beethoven mientras lee La conjura de los necios de John Kennedy Toole, sin lugar a duda, el mejor libro que jamás he leído y leeré, habiéndoselo
recomendado yo mismo después de devorarlo en cuatro días. —Ignacio es un imbécil y me tiene chata —me dice sin percatarse que no estoy solo. —¡Lo sé, pero me cae la raja! —digo dándole un beso en la mejilla—. Tere, este es Cristian, mi pololo. La tomo totalmente por sorpresa. Me mira sorprendida y luego a Cristian, y solo con verle la cara sé que le encanta, y aunque no lo diga, sé que lo encuentra buen mozo. —¡Pero Andrés! ¿Cómo no me habías dicho nada? Ven para acá tú. Cristian se acerca para darle un beso, pero ella abre sus brazos y lo envuelve con tanto cariño que a él no le queda más remedio que abrazarla de vuelta. —Hola, tía. —Nada de tías en esta casa, eso de andar «tiando» a las viejas no va conmigo, así es que me dices Teresa no más. —Bueno, Teresa —dice incómodo. —Me pillaron por sorpresa, de verdad, no me imaginaba que ibas a venir con Cristian hoy. La Teresa no es huevona y debe haber tenido muy claro que algo pasaba entre este «mechón», en donde me he estado quedando este último tiempo, y yo, así es que la sorpresa no era en realidad que fuéramos pololos, sino que lo hubiera llevado sin avisar. —¿Dónde está el baño? —pregunta Cristian. —Sigue este pasillo, la tercera puerta a la derecha, es mi baño, usa ese —digo. Quedamos solos con la Tere. —Hijo, te ves radiante, hace tanto tiempo que no te veía así, y no sabes lo feliz que me hace.
—Soy feliz, Tere, hoy te puedo decir que soy muy, muy feliz. —Cuídalo, pórtate bien y que él te cuide y se porte bien contigo, porque el camino que van a tomar es duro, pero ten la seguridad que tu papá y yo los vamos a apoyar siempre. El Pato aún no llega y decidimos esperarlo para comer, así es que mientras tanto llevo a Cristian a la mesa de los espinos. Está oscuro y fresco, pero prendo la luz y sentimos que ese color amarillo irradia calor. Nos sentamos en la mesa, muy juntos, y me rodea con sus brazos. —Chico, de verdad te quiero y estoy dispuesto a jugármela por ti, a contarle a mi mamá, a mis amigos mañana, a todos, quiero que todo el mundo sepa que estamos juntos y nos queremos, ¿te sientes así también? —No. Silencio. Lo miro con mi cara llena de felicidad. —Alto, yo creo que te quiero más de lo que imaginaba. Cuando me viste saliendo de la facultad con todos, estábamos hablando, ¿sabes de qué? —No, ¿de qué? —La Elena me preguntó si acaso estábamos juntos, con ganas de huevearme más que nada, y no sé por qué le dije que sí, les dije a todos que éramos pololos y me sentí tan feliz, tan orgulloso. —¿De verdad les dijiste de mí? —Sí, de verdad. Nos besamos lentamente, el tiempo se detuvo y ese instante se congeló para siempre. —¿Le has dicho a la Silvia? —No, nada aún, pero espero hacerlo mañana cuando nos veamos.
—¿Puedes esperar un poco? Es que somos amigos y me gustaría decirle yo primero, ¿está bien? —Claro, la voy a ver mañana, creo que quiere que conozca a su pololo, y ya llevan un tiempo y parece que todo va bien con ellos. —Ojalá, ella es una súper buena persona, yo la quiero harto. —Yo también. —Oye, chico, ¿y mañana cómo irán a reaccionar todos en la U? —Puta, no sé, no tengo que ir porque el profe del único ramo que tengo está enfermo y nos avisaron que no hay clases, ¿tú? —Tengo que estar como a las 12:00 allá para una reunión con el entrenador. Cuando llegó el Pato le presenté a Cristian, y le cayó bien de inmediato, porque él es así, todo el mundo le cae bien. Comimos con vino tinto y la sobremesa duró harto, y ahí les aclaré que con Cristian no éramos compañeros, que él, de hecho, es dos años mayor que yo y es un atleta destacado en la U. La Teresa le hizo algunas preguntas de su familia y él fue súper honesto al contarles todo, que vivía con su mamá, que era ejecutiva de la banca empresas de un banco cuicón, que nunca había conocido a su papá y que me quería al punto de estar dispuesto a contárselo a ella, a sus compañeros, a todos. —Oye, Cristian, ¿pero no crees que tu mamá ya debe saber? Las mamás podemos ser discretas, pero no tontas. —Yo creo que algo sospecha, pero debe estar esperando que le cuente. —Bueno, Teresa, tampoco seas tan metida —agrega el Pato. —Sipo, Teresa, si esta es la primera vez que viene y no quiero que sea la última —agrego, a lo que nos reímos. —No se preocupe —dice Cristian, que aún no puede familiarizarse con esto de tutearla.
Ya de noche nos vamos a mi pieza y nos fumamos un caño en el patio, uno chico, y luego nos tendemos en la cama a pelar el cable, a hablar de la vida, de qué íbamos a hacer en el futuro, como si tuviéramos acaso la menor idea, pero planificar en voz alta sonaba tan bonito. —Podríamos ir a Brasil en el verano, a Río, ¿has estado? —No —contesta. —Yo tampoco, pero sería entretenido. —¿Y acampar en las Torres del Paine? —Eso suena también tentador, de hecho, un conocido fue el verano pasado con unos amigos suyos, antes de ir me contó que toma como una semana ver todo, hacer el circuito. —¿Te gusta acampar? —Puta, no —contesto volado. —Entonces, chico, ¿cómo quieres ir? —Lo vemos, imagínate que uno hiciera solo las cosas que le gusta, ¿no te terminarías aburriendo al final? —A veces. —Oye. —Dime. —¿No hay nada que tenga que saber de ti que me pueda hacer arrepentirme de estar contigo? No sé por qué le hice esa pregunta, si de volado, inseguro, traumado, de tonto, no sé, pero salió. —¿Y por qué me preguntas eso? —De verdad no sé, de volado creo.
—No, nada, contigo soy un libro abierto, sabes todo, todo de mí. Me encanta esta complicidad, esta intimidad que logramos con Cristian, el relajo, la honestidad. Siento que ha pasado un siglo desde que terminamos con Andrés y me cuestiono profundamente cómo alguna vez pude haber estado con él; ahora jamás se me ocurriría ni siquiera fijarme en él, y todo lo que pasamos juntos se empieza a desvanecer, como cuando arrojas una piedra al agua y las ondas que provoca comienzan a desaparecer a medida que se expanden. Cristian sabe toda nuestra historia juntos, pero no la de él, no los remordimientos que él tiene por las cosas que hizo cuando estuvimos separados mientras estaba en el sur, y jamás se lo diré porque sencillamente esa no es mi historia, y es algo tan privado y doloroso para él que siento no tener el derecho de contárselo a nadie, nunca. Al día siguiente nos ponemos de acuerdo con la Silvia para juntarnos en la plaza, su pololo se nos iba a unir después porque tenía que trabajar hasta tarde, así es que el plan es empezar en su departamento y luego ir a Las Lanzas por uno shops, una vez que él hubiera llegado. Cristian se había ido como a las diez y lo había encaminado hasta la entrada, con mi clásica rama de árbol con la que le tiré gotas de agua de la acequia que va por el costado del camino. Nunca lo había hecho con nadie aparte de la Fran. Mientras caminamos noté que su cara se volvía seria, como si una gran preocupación le hubiera caído sobre los hombros repentinamente. —¿Todo bien, atleta? —Andrés, tú sabes que jamás te haría daño, de ninguna forma, ¿no cierto? —Sí, lo sé —contesto sin saber muy bien a qué iba a llevar esto. —¿Tú me puedes asegurar lo mismo?, ¿me puedes mirar a los ojos y decirme que nunca me harías daño? —Cristian, ¿estás bien? ¡Por supuesto que nunca haría nada que te provocara dolor, nunca!, ¿qué te pasa?, ¿tienes dudas de mí? —Es que tienes que entender que yo estoy jugándome todo por ti, todo. Hoy voy a hablar con mi mamá, que no sé cómo va a reaccionar, y mañana con mis
amigos, y si me dejas ya no habrá vuelta atrás para mí, todos sabrán, pero estaría solo. Nos habíamos detenido en una especie de plaza pequeña, pero de cerro, o sea, unos espinos y tierra que está justo al lado de la pronunciada curva que toma El Buen Camino hacia la cordillera luego entrar en forma paralela desde la entrada de la comunidad. Me acerco a él y le tomo las manos antes de articular mi respuesta. —Cristian, yo te quiero y jamás te haría daño, y me honra ser tu inspiración para contarle a quienes son importantes para ti, pero esa verdad es tuya, y no deberías sentir miedo de lo que vendrá después, estés o no estés conmigo. La gente que te quiere te va a apoyar, como la gente que me quiere me apoyó a mí cuando se lo dije, y me siguió apoyando cuando ya no estaba con Andrés, porque eso es un elemento rio de la historia. Confía en ellos. Quiero a mi atleta, pero siento que no es justo poner en mi espalda algo que en realidad es su historia, y a quién y cuándo decida contársela es algo de él, por más que intente hacerlo mío. Estaré apoyándolo, por supuesto, pero ese apoyo no debe interpretarse como asumir la responsabilidad de una historia que no es mía. Al día siguiente no voy a la facultad, pero me levanto temprano a estudiar, estoy formando el hábito de estudiar todos los días, aunque no tenga prueba, hacer los trabajos en cuanto me los asignan y pasar mis apuntes a limpio en el computador, lo que me sirve para reforzar los contenidos. Siento que llega la señora Marta, y que ya está en la cocina preparando las cosas para el día, así es que voy para tomar desayuno con ella. El Pato se había ido temprano, como siempre, y la Teresa no abre un ojo antes de las once. Mientras estoy estudiando después del almuerzo la Teresa llega a mi pieza, quiere conversar un poco sobre lo de ayer, sobre Cristian, darme su opinión, creo. —Andrés, cuéntame cómo te sientes, cómo estás. —Estoy la raja, Teresa, como nunca había estado antes. —Se te nota en los ojos, hijo. Tus ojos siempre me han mostrado cómo estás,
siempre, desde que eras niño. No sabes lo contenta que estoy, y Cristian es un muchacho encantador y ¡tan buen mozo! Me pongo rojo, no sé por qué. —Hijo, perdona que te pregunte, y no quiero que me tomes mal o te enojes, ¿cómo está Andrés? Son compañeros, se ven todos los días, ¿está bien? Respiro hondo, la verdad, el tema me irrita un poco, pero sé que ella lo quiere mucho, siempre le tuvo un cariño especial, como ese apego que sientes por un cachorro abandonado en la lluvia. —La verdad, lo saludo y nada más, así es que no sé cómo está y prefiero no saberlo. Mamá, sé que tú crees que me porté mal con él, y sí, lo hice, pero él no se portó bien conmigo tampoco, y preferiría no hablar o recordar más esa historia que siento está enterrada, así es que te pido que no me preguntes más sobre él, por favor. —Por supuesto, hijo, lo más importante para mí es verte tal como estás ahora, feliz —dice dándome un beso y saliendo de mi pieza. Afuera del edificio de la Silvia en Humberto Trucco estoy esperando a que baje para ir a tomar algo, siento que la temperatura ha bajado, así es que espero que nos sentemos adentro en Las Lanzas. La veo salir y brilla, se ve espectacular y no por lo que lleva puesto, sino porque se nota que está contenta. Nos saludamos y caminamos por reflejo hacia Las Lanzas. Me hubiera gustado ir a nuestro antro de siempre, pero la última vez nos habían echado. Habíamos ido hace un par de meses, y estábamos bien arriba de la pelota entre los jales y las piscolas hablando de la vida, riéndonos, ella ya sabiendo que habíamos terminado con Andrés, así es que ante su insistencia salimos, quería subirme el ánimo porque andaba por el suelo. Yo pensé que iba todo bien, pero la verdad, estaba tan absorto en mis pensamientos que no me di cuenta de que a la Silvia se le estaba pasando la mano con la coca, así es que cuando se me acercó uno de los encargados del bar, que ya nos conocía, y me dijo que fuera a verla al baño de mujeres para sacarla y luego irnos, quedé desconcertado. Al abrir la puerta la encontré apoyada en el lavamanos y mirando hacia abajo, y entonces noté la sangre que salía por su nariz.
—Parece que se me rompió la nariz, hueón. —Ya, pero inclina la cabeza hacia atrás, para que pare. Saqué confort y se lo pasé, pero lo empapó al segundo, por lo que tuve que pasarle más y luego más, hasta que finalmente la hemorragia empezó a parar. —No te asustes, estoy sangrando más de lo que debería por el copete, el alcohol como que diluye la sangre y uno sangra más cuando se corta o te pasa cualquier huea. Sin saber si su explicación era verdad, y viendo que ya no sangraba, salimos del baño y ante la mirada del mismo tipo que me había avisado sobre ella, tomamos nuestras cosas y nos fuimos. —¿Cómo estás, Andrés? Te ves diferente, radiante. —Tú igual. —Ya po, cuéntame, ¿conociste a alguien? No sé qué decirle, no quiero mentirle, pero quiero respetar la petición de Cristian. —Sí, y estoy súper feliz. —¿Y quién es? —Pucha, no te puedo decir ahora, pero te prometo que el lunes te cuento, ¿puede ser? —Algo debe haber, pero claro, para mí mientras estés contento me basta y me sobra, ¿y va en serio? —Estamos pololeando, ayer se los presenté a mis papás. —¡Hueón! ¡Qué emoción!, ¿y cómo lo encontraron? —Lo amaron. —Ya, esto merece un brindis.
Como llegamos temprano, tipín 7, no nos fue difícil encontrar mesa adentro del local, y después de sentarnos y esperar un buen rato llegaron nuestros shops y las papas fritas que habíamos pedido. El Matías, el pololo de la Silvia, se nos une pasado las nueve, y anda vestido formal porque se vino de la pega directo. Sé que tiene treinta años, pero se ve tan mayor que me siento un poco raro tomando shops y viéndolos juntos, como que no tienen nada en común, pero al rato de estar con ellos y notar su complicidad, como él la trata y ella lo mira, sé que estoy equivocado y solo me había dejado llevar por una primera impresión errónea, y me alegra descubrir que son felices. Terminamos temprano, como a las once, así es que me despido y me voy a mi casa, aún pasa la micro que me deja en la puerta de la comunidad, y es obvio que no me puedo quedar en la casa de la Silvia hoy, pues no quiero importunar. Nos despedimos con un apretón de manos con Matías y un beso en la mejilla con Silvia, a quienes observo caminar abrazados hacia su departamento. En el camino de vuelta en la micro siento que todo empieza a encajar donde debe, que a lo mejor la vida tiene un plan para cada uno de nosotros, aunque nos cueste entenderlo al principio o dudemos de sus intenciones, pero siempre está ahí, por mucho que nos desviemos del camino tales atajos o rutas alternativas siempre fueron parte del plan, como un río que no puedes controlar por mucho que lo intentes, y al final solo tienes que dejarte llevar por la corriente. Como había llegado temprano, el sábado iba a ser un día familiar, con un asado con el Pato y la Teresa. El día estaba helado, pero soleado, así es que ante mi insistencia lo hacemos en la mesa de los espinos, de lejos mi lugar favorito de toda la casa. —¿No quieres invitar a nadie, Andrés? —No, Pato, seamos nosotros no más. —¿Y el Cristian? —Todo bien, Teresa, nos vamos a juntar con él más tarde para ir a una fiesta con sus amigos acá cerca en La reina. —¿Y por qué no lo invitas?
—Porque hoy va a hablar con la mamá y quiere pasar el día con ella. —Me parece. Nunca he sido bueno para hacer el fuego para la parrilla, y el Pato tampoco, así es que no usamos la que tenemos construida ahí, sino una a gas que tenían en la terraza principal, frente al living y al comedor de la casa. Es un día agradable, conversamos de todo y nada, nos reímos, recuerdan historias de su juventud que no había escuchado antes, tomamos vino, les cuento de los carretes en la casa de la Gabriela, editado para padres, esos sí, y con un poco de agua en el bote después de comer y una vez que la Teresa se ha ido a dormir siesta, quedamos solos con el Pato, ambos con una copa de vino. —Hijo, ¿eres feliz? —Pato, papá, en este momento con Uds. soy feliz, cuando estoy con el Cristian soy feliz. La verdad, soy feliz. —Se nota, lo siento al verte, estás distinto, es como si te hubieras sacado una mochila con piedras de la espalda. —Creo que es la mejor forma de describirlo. —Te iro, hijo, y mucho, iro tu valentía y coraje de mostrarte ante el mundo tal y como eres. Lo escucho y me empiezo a emocionar, nunca me había pasado esto, pero sentir la aprobación de mi papá a mi vida, a lo que soy, significa tanto, pues es la figura masculina más importante que tengo. —Andrés, estoy orgulloso de ti, siempre lo he estado y siempre lo estaré, nunca lo olvides. Me paro de un salto y atino a abrazarlo apretado mientras trato de limpiar las lágrimas que salen de mis ojos. Siento que este momento, este ahora, lo recordaré por el resto de mi vida, y será uno de esos recuerdos a los que acudiré cuando esté triste, cuando sienta que todo se fue a la mierda, cuando me pateen, cuando me eche un ramo, no sé, cada
vez que el río se ponga turbulento y sienta que me ahogo. Nos juntamos con Cristian a las diez en Príncipe de Gales con Vicente Pérez Rosales porque la fiesta es en un edificio alto en esa esquina, y me emociona cuando me dice que es el piso catorce porque me encanta la altura, mirar hacia abajo y a la distancia, además de escupir y tratar de seguir mis babas para ver dónde caen. Está helado, pero antes de ir hacia el edificio quiero saber cómo le había ido con su mamá. —Puta, no sé, de verdad, no sé. —¿Por qué?, ¿cómo se lo dijiste? —Estábamos almorzando sin hablar mucho, tú cachai, que nosotros igual no somos muy comunicativos, y le dije que quería hablar con ella, me preguntó de qué, y se lo dije, así, a secas, «mamá, estoy pololeando con el Andrés». —¿Y qué te dijo? —Nada, absolutamente nada. No se inmutó y siguió comiendo, como si esperara a que continuara hablando. Al ver que no reaccionaba, le pregunté si le pasaba algo. Puta, me miró y se puso a llorar, sin decir nada. Cristian mira al frente y noto que está triste, desalentado. Al escuchar cómo la señora había reaccionado no puedo evitar pensar lo afortunado que soy al tener a la Teresa y el Pato como padres, al ver al Cristian arrepentido de haberle dicho a su mamá me acuerdo de la reacción de ambos al enfrentar el tema de mi homosexualidad, del apoyo, los abrazos y besos, el soporte que necesitaba y probablemente necesitaré toda mi vida, y con esto en mente abrazo a mi atleta bien apretado, abrazo que devuelve escondiendo su rostro en mi hombro. —Yo no quería hacerle daño, nunca. —Cristian, tú no le has hecho nada, absolutamente nada. Si de algo debes estar orgulloso es de quién eres, y ella se dará cuenta de eso, dale tiempo. Hueón, te va la raja en la U, eres un atleta de tomo y lomo, ¡eres mi modelo para seguir! Me inspiras, y debes inspirar a mucha gente, a tus compañeros que te piden ayuda con los ramos, a tus compañeros de equipo para que sean más rápidos, ¡no
hay una célula en tu cuerpo de la que debas arrepentirte! —Luego de comer se fue a su pieza y no salió más, yo solo le hablé de nuevo para avisarle que me iba, pero no me dijo nada. ¿Sabrá un padre el daño que le hace a su hijo al reaccionar pensando solo en él o ella cuando le cuentan algo tan íntimo?, ¿será mucho pedir que, en vez de ponerse a llorar, pensar en el qué dirán los parientes y amigos, se pongan en los zapatos de aquel ser que les confiesa a quienes más ama quién es realmente? Ver a Cristian abatido, dolido y con tanta, tanta pena me rompe el alma, ¡vieja de mierda!, ¿no te das cuenta de que te lo dice porque te quiere y eres tú quien se supone lo acoja, proteja y quiera?, ¡qué chucha tienes en la cabeza para dejar a tu hijo así, enferma! —Ya, Cristian, mírame, todo va a salir bien, ya vas a ver, yo estoy contigo, yo soy tu muleta, apóyate en mí, camina conmigo, y si te caes, yo te levanto, cada vez, siempre. Si quieres no vamos a la fiesta y nos vamos a mi casa. —No, vayamos porque mis amigos me están esperando. Caminamos hacia el edificio y luego de anunciarnos subimos, Cristian tratando de dejar la tristeza de lado, yo un poco nervioso ante la reacción ahora de sus amigos pues él no está en condiciones anímicas de nuevos rechazos. Ya en el piso catorce se escucha la música que viene del departamento:
«With the lights out, it’s less dangerous. Here we are now, entertain us. I feel stupid and contagious. Here we are now, entertain us. A mulatto, an albino, a mosquito, my libido. Yeah, hey».
«Nirvana, estos hueones son todos grunge», pienso, así es que la noche iba a ser más larga de lo esperado. Nos abre la puerta una niña rubia, de unos veinte años, muy bonita, que abraza al Cristian y le da un beso en la mejilla, que él responde, para luego presentarme. —Javiera, este es el Andrés… mi pololo —dice nerviosamente. Ella lo mira con cara de-qué-chucha, pero al ver su expresión y luego la mía se da cuenta de que no es una broma, que Cristian lo dice en serio. —Hola, ¿cómo estás? —digo rompiendo el incómodo silencio que se había producido. —Eh, bien, por favor, pasen, me tomaron por sorpresa… hueón, ¡por qué no me habías dicho antes! ¡Ven pa acá! Toma a Cristian y lo abraza fuerte y con gestos de genuina alegría, para luego abrazarme. Me siento tan aliviado, no por mí, sino por él, que necesitaba algo así, cariño y apoyo. —Mira, hueón —dice mirándome—, me lo cuidas, que si me entero de que te portaste mal yo misma te saco la chucha. Nos reímos y entramos mientras Cristian pone su brazo sobre mis hombros y con su mano aprieta suavemente mi brazo. Soy su muleta esta noche. El departamento es como de los 70, amplio y ya en el living comedor, donde hay unas quince personas, saludamos, y Cristian me presenta de la misma forma a quienes se le acercan, pues parece que no se han visto en harto tiempo. Todos tenemos el mismo rango etario, entre diecinueve y veinticuatro, y la reacción de cada uno hacia la verdad de mi atleta lo sorprende: los verdaderos amigos jamás rechazan, acogen. Me siento bien en este grupo de gente porque todos lo abrazaron, lo felicitaron y le dijeron que se vieran más seguido, que no pasara tanto tiempo, no hubo ni una sola cara larga, de rechazo o reproche ni hacia él ni hacia mí.
Con piscolas en mano, y con Cristian ya feliz, lo empezamos a pasar bien. Converso con todos, que me preguntan dónde nos conocimos, cuánto llevamos juntos, etc. Respondo sus inquietudes, nos reímos del típico comentario de una mina que nos mira y dice «puta, chiquillos, perdón por decirlo, pero los veo a los dos y qué desperdicio». ¿Será que por fin puedo ser feliz, así, a secas, sin puntos suspensivos? De no sé dónde sale hachís, que Cristian nunca ha probado. Me mira con miedo. —No te preocupes, que es la raja. —¿Lo has probado? —Sí, en el sur. —¿Qué edad tienes? —pregunta el hueón que prepara el cigarro. —Diecinueve. —¡Estás adelantado, pendejo! —dice sin pesadez. Salimos a la terraza con vistas a Santiago, y aunque hace frío, procedemos a fumar. Ahora somos como cinco, y al llegar mi turno le doy un pitiada intensa y siento que quedo como jalea, absolutamente volado, y al ver a Cristian sé que quedó igual, siendo la diferencia que él nunca había experimentado una sensación así antes. Conversamos todos de nada en especial, y luego de un rato quedamos solos con Cristian en la terraza, mirando Santiago. Estoy pegado con las luces y el ruido de la ciudad, algo que no siento en mi casa. —Chico, soy feliz contigo, te quiero y mucho. —Yo también, alto, y más de lo que creía. —¿Cómo? —Yo no me doy cuenta de cuánto quiero hasta que algo me hace darme cuenta, como si un momento puntual funcionara como un botón del querer, y eso me
pasó hoy contigo. Nos miramos y nos dimos un beso, ahí, con la ciudad y sus amigos de testigos. Nos quedamos en silencio, mirándonos, y noto que su expresión cambia, algo pasa. —Me preguntaste si tenía algo que esconderte, chico, y quiero ser honesto contigo. Yo iba a ser papá —dice ahora mirando hacia las luces. Esta turbulencia me sacude violentamente, ¿dijo que iba a ser papá? —Cuéntame —digo sin presión, pues, en mi volá, sé de que quiere hablar. —Una mina quedó embarazada de mí, y no me dijo nada, se hizo un aborto y luego de hacérselo me contó. Ella no quería complicarle la vida a nadie, me dijo, así es que por eso ni siquiera me permitió ser parte de la decisión. Hueón, quedé hecho mierda, creo que es lo más doloroso que he enfrentado en mi vida. Quedo en silencio, sintiendo que caigo en un pozo sin fondo. La mina es la Silvia, lo sé, todo encaja. —Te cuento esto porque es mi dolor más grande, la pena que me acompañará siempre —dice, y noto que una lágrima cae por su ojo. Lo abrazo, sintiéndome cada vez más disminuido, más nada. —Esperame acá un poco, voy al baño y vuelvo —dice. —Sí, te espero aquí. Abre la ventana de la terraza, entra y la cierra. «I am fortune’s fool», me digo a mí mismo, entendiendo a cabalidad la famosa frase de Shakespeare. Estoy volado, y ahora en estado de shock. Aquel día en que había acompañado a la Silvia a abortar no sabía quién era el papá del feto, nunca me importó tampoco, y hasta ahora había pensado que todas las consecuencias las tenía que sobrellevar ella, no yo, y aquí estoy, con la culpa comiéndome vivo, ¿es mi destino entonces ser infeliz?, ¿es este río en que me ahogo ahora de aguas
negras, turbulentas y mortales?, ¿cómo le explico a mi atleta que al día siguiente de haber acompañado a Silvia a abortar su hijo me fui a su casa a tirar con él?, ¿puedo guardar este secreto?, ¿puedo vivir con esta culpa?, ¿estoy siendo castigado acaso?, ¿puedo justificar y entender que le haya pegado a la Silvia? Cierro los ojos y siento un torbellino de emociones y no sé si podré controlarlas, me mareo, quiero que todo esto no sea más que un mal sueño, un mal viaje de este hachís, una broma, de esas crueles y macabras, de esas que cuando sabes que era broma te vuelve el alma al cuerpo, quiero que todo esto termine, y es entonces que escucho los tambores suaves, música y un canto melancólico:
«In the sharp gust of love my memory stirred, when time wreathed a rose a garland of Shame. It’s thorn my only delight war torn, afraid to speak, we dare to breathe».
Abro los ojos y estoy solo, no hay nadie, y la música suena ahora más intensamente, siendo lo único que escucho. Veo hacia adentro, nadie, veo hacia la ciudad, apagada, solo tengo esta luz del balcón, que se apaga, dejándome en la más completa oscuridad, con miedo y frío.
«Majestic, imperial a bridge of sighs, solitude sails in a wave of forgiveness, on angels Wings».
Perdido en la oscuridad, sin moverme, noto un resplandor que viene desde abajo, desde el suelo, desde la tierra a mis pies, así es que me asomo por el balcón y entonces lo veo, un gran globo rojo que ilumina todo a medida que sube lentamente. Veo todo, y la canción de Siouxsie es ahora lo único que oigo, y a medida que veo el globo subir puedo ver todo, todo; veo a la Teresa en la mesa de parto mientras me está pariendo, veo cuando el doctor tiene que dormirla y hacerle una cesárea de emergencia porque se le desprendió la retina del ojo derecho por el esfuerzo, veo cuando despierta y me ponen en sus brazos, siento su alegría en mi corazón, siento su amor por mí y el mío por ella, y sonrío. El hermoso destello del globo no me ciega, y ahora veo al Pato llegando a la casa después de que la tira logró sacarlo de villa Grimaldi, siento su cuerpo roto,
su dolor, pero su alegría al fusionarse en un abrazo con la Teresa, siento el amor de ambos por mí, y sonrío. El globo sigue subiendo, pasa frente a mí, pero no me encandila, ¿habrá algo más hermoso? Toda la angustia, culpa y remordimiento desaparecen dejando lugar a una profunda felicidad, es celestial, universal; siento la felicidad en su totalidad, y sonrío. Sigue subiendo y no quiero perderle el rastro esta vez, quiero ver hasta dónde llega, este es mi camino, es mi ruta, es mi destino, mi viaje, y no quiero perderme ni siquiera un segundo, nada. Me giro para ahora quedar con la cabeza mirando hacia arriba, y a medida que asciende tengo que sacar mi cuerpo cada vez más por el balcón si quiero seguirle el rastro. Ahora veo a Andrés, conmigo, somos tan felices ese primer fin de semana que se quedó en mi casa, siento su felicidad en mi corazón, siento la seguridad que le doy, que pudo olvidar por esas horas el infierno que vive en su casa, que me abraza para no perderme, para no dejar que esa felicidad se escapé. Sonrío con una sensación de bienestar tan profunda, y a lo lejos, muy lejos en la distancia, en la oscuridad, siento un grito apenas audible, un «no» de la chica que nos recibió al llegar que se desvanece en la luz.
«Reach out your hands, don’t turn your back. Don’t walk away. How in the world, can I wish for this? Never to be torn apart Close to you till the last beat of my heart».
El globo ya está tan arriba que necesito sacar mi cuerpo más afuera si quiero seguirlo, y lo hago, sé que voy a flotar, que esta intensa luz me cobijará, y
sonrío. Veo ahora a la Olivia, con su copa de vino en la mano y con Sebastián a su lado, y puedo sentir su amor, su alegría, su dicha al estar con este hijo que no veía hace tanto tiempo, y ese momento queda congelado en el tiempo, es imperecedero, y eso quiero, quiero vivir en cada momento congelado de amor y felicidad que pueda encontrar, no quiero pena, no quiero dolor, solo quiero ser feliz, siempre, y la felicidad está en esta luz que me envuelve.
«At the close of day the sunset cloaks. These words in shadow play. Here and now, long and loud my heart cries out and the naked bone of an echo says don’t walk away».
La música es ensordecedora ¿la escuchará alguien más en la lejanía? Sigo solo en la oscuridad y ahora la luz del globo es lejana, tenue, y no quiero perderla. No siento miedo, solo curiosidad, no siento pena, solo felicidad, no siento dolor, solo placer. Quiero ver más, quiero ver hasta dónde llegará este globo, y luego más. Estoy ahora con mi atleta, en mi cama, tendidos sin hacer nada, él con su mano en mi pelo, yo feliz, relajado. Quiero este pedazo de hielo también, quiero toda esta felicidad conmigo, aunque me congele. La canción llega su fin, siento la voz de mi Cristian, a lo lejos, en la distancia, en la oscuridad, un «chico, nooo» que se desvanece y sigo a mi globo hasta lo más alto, hasta lo más luminoso, donde finalmente revienta.
Fin
Índice
1 7
2 15
3 45
4 59
5 89
6 105
7 155
8 195
9 233