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ESTRUCTURA DEL CUENTO CORTO Y SUS LEYES Arturo Mejía Nieto El cuento corto, como forma literaria, goza de popularidad en otras literaturas. Entre nosotros soluciona una ventaja económica leerlo en revistas y evitar la adquisición de la novela en costoso volumen. Pero su popularidad no está a la altura de su prestigio, como forma artística de expresión, pues se le tiene postergado ante la novela y el poema lírico. En otros países, sobre todo de habla inglesa, llena las necesidades de expresión del más exigente temperamento de un artista. En nuestro idioma, por el contrario, carece de especialistas o de profesionales y es cultivado como intercalación por poetas y novelistas que substraen el tiempo destinado a extraer material de la otra cantera con que esperan amasar el futuro pedestal de su gloria de escritores. Hacen como el ebanista de finos muebles que el domingo lo destina a tallar un muñeco de madera para divertir a su hijo. Los críticos lo postergan en sus comentarios bibliográficos y en los círculos o peñas literarias, por excepción se habla de un tomo de cuentos, puesto que el tema lo constituye el poema lírico o la novela. La gente que ignora el esfuerzo intenso de su elaboración y posibilidades de que constituya una obra de arte, los denominan «cuentitos». En suma, que es fama que no le trae renombre, pues se ignora que para ciertos escritores por razones de temperamento no existe otro molde de expresión y que por excepción los novelistas, como Balzac, los compusieron con éxito y que los cuentistas mayores como Mauant, Poe, Stevenson o Kipling no tuvieron talento para escribir novelas. Igualmente se ignora que Washington Irving, como otros, reconocieron la mayor dificultad que ofrece el cuento sobre la novela. Entre nosotros, debido a que los mejores creadores no lo cultivan, las revistas extraen cuentos imperfectamente traducidos a nuestro idioma de publicaciones extranjeras. Y cuando aquellos se resuelven a escribirlos, como el que anda en humilde compañía, celoso de su crédito, disimula con un pseudónimo, el prestigio de su firma. Sorprende que no se reconozca las posibilidades de calidad que ofrece ni la demanda de cantidad reclamada, pues constituye, por su brevedad y vívida forma de expresión el texto adecuado al ritmo acelerado de la vida. En el ambiente de habla inglesa, inclusive sus «magazines» se han multiplicado siendo ello no sólo causa sino consecuencia. Capaz de distraer por su variado material de tema, ya sea humorismo, lo erótico o misterioso, la intriga o la farsa, sirve para despertar la imaginación de millones de seres sometidos al yugo de la existencia moderna. Inclusive se ha acomodado a las necesidades de la lectura, adoptando un carácter periodístico y disfrazando de hechos ocurridos lo que es ficción y ciertos acontecimientos de la prensa se ofrecen a su vez, debido a su influencia, disfrazados de cuentos como si se tratara de ficción. Creo que hemos expuesto lo que sucede con este género entre nosotros: falta esclarecer su causa. Pero conviene saber que no se necesita de nuestra apología para conservar el prestigio de que goza en otras literaturas, a excepción de la nuestra. Lo evidente es la confusión nuestra de suponer que todo relato o narración constituye un cuento corto. En otras literaturas está delimitado el significado de un «tale» en inglés, meros episodios sin relación
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de partes a potrón alguno y con el solo fin de narrar o describir algo. No hay aquí trama ni en el desarrollo se sujeta a ninguna regla. Otra cosa es la «short story», que entre nosotros equivale al cuento corto, pues éste encarna un episodio predominante, rigurosamente destinado en el ánimo del lector a producir un solo efecto emocionalmente unificado. SU ORIGEN, SU HISTORIA Mientras la novela procede del siglo XVI, el cuento es antiquísimo. A lo largo de esa historia se ha mantenido sin alteraciones en su forma oral o escrita. Solamente en 1842 de entre ese material primitivo, Edgar Allan Poe descubrió las leyes del cuento corto. Antiguo como la necesidad espiritual del hombre por suspender su alma por encima de la realidad que lo circundaba o por distraer el ocio y hacer amena la vida en torno del fuego en que calentaba su cuerpo. El cuento oral aparece mucho antes que la escritura. En un principio eran meras anécdotas, leyendas, invenciones al principio descarnadas de forma, luego adornadas, todavía sin la comprensión actual y desde luego lejos de darle la solución característica a la situación propuesta como ahora ocurre. Inclusive los griegos no descollaron en este género antiguo —y ahora remozado— debido a que su espléndido periodo lo dedicaron a la poesía y sólo en la decadencia recurrieron a la prosa. Por eso resulta ilustrativo que ninguna de sus nueve musas estuviese destinada a fomentar la ficción en prosa. Acaso su mejor narración, que no reúne los requisitos del cuento corto, fuese el esbozo de «Dafne y Cleo». Bocaccio mismo en su «Decameron», tampoco en su época y con sus cientos de relatos demostró la unidad y estructura del cuento corto. Cervantes, autor de la primera obra maestra en ficción y escrita en prosa, no muestra un verdadero cuento corto entre los relatos que integran su novela. Ni tampoco en sus «Novelas Ejemplares». Pero este aprendizaje preparó el advenimiento del género, que nació justamente como fruto de la experiencia. Aristóteles aportó una base esclarecedora de la unidad de efecto en el ánimo del lector, al sugerir que la trama constituía un nudo fuertemente apretado y que requería que en su desenlace quedara desanudado. Vale decir, el problema se centralizaba, subía al clímax o culminación, se operaba el final o desenlace y el nudo quedaba desatado. Lo cual no significa un pasatiempo de acertijo o juego de ingenio. El cuento corto es un fruto del genio artístico; Poe aseveró que equivalía en prosa a lo que encarna en verso el poema lírico. El primer fruto conocido se debió a Washington Irving con su célebre «Rip van Winkle», pero fue fruto del impulso artístico y no deliberado propósito como ocurrió después. El segundo ensayo de cuento corto se debió al mismo Poe en 1832 y sólo diez años más tarde Poe, tras de reflexiones propias de su genio analítico, compuso un cuento en que sometió la idea concebida al rigor de un molde largamente estudiado. Contribuyó que explicara su teoría en esta misma fecha la aparición de un libro de cuentos de su compatriota Hawthorne, célebre cuentista norteamericano que instintivamente había alcanzado la forma requerida. Poe partió de la idea de que así como en verso se puede lograr una unidad de efecto emocional sometiéndose a una estructura de forma, lo mismo puede ocurrir en prosa. Recordó lo que acontece con el soneto y juzgó que hasta esa fecha el puro relato narrativo carecía de leyes propias y su solo objetivo era amenizar con una relación acerca de algo
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o de alguien. Para alcanzar la requerida impresión moral e intelectual, antes había que recurrir como pasa con el soneto, a ciertos recursos artificiales. Lo primero era retener durante la ejecución del cuento como durante la lectura misma, el tiempo necesitado para llevar a cabo una u otra cosa, sin interrupciones. ¿Acaso no es esto necesario para apreciar una obra musical? Eso, pensó Poe, no era alcanzable en la novela por su tamaño y de allí la ventaja artística del cuento. En suma, que creando o leyendo un cuento, tanto la fuerza potencial de concepto, como la emocional, destinada a producir determinado efecto se debilita y la totalidad de su descarga se malogra en el ánimo del creador o del lector si hay interrupción en una u otra función. La tesis está desarrollada en su «Filosofía de la Composición» y su aplicación de validez históricamente universal está en «El Cuervo», acaso la mayor concepción de lógica y expresión poética. Poe pues, consiguió que el cuento corto tomara ciudadanía como género en sí, con sus propias leyes, sus características y sus propios cultivadores. Fruto, es, de América y sólo después dos países de Europa lo practicaron: Merimee y Gautier en Francia y Hoffman en Alemania, con sus cuentos fantásticos. El resto del mundo lo ha cultivado después. El cuento corto cumple el precepto de Gracian, lo bueno si breve, dos veces bueno. En él nada queda inconcluso; la masa de detalles está suprimida, pero jamás queda sin incluirse lo esencial. Toda narración termina con un final, pero sólo el cuento corto consigue prever que no deben ser sino una sola impresión operada en el ánimo del lector. La sensación fuera de ser unificada, da claridad a la idea implícita y nunca deja nada inconcluso. En suma, que sin que nada sobre ni nada falte, lo que se persigue es impresionar como cosa terminada. Si el cuento se denomina corto, no radica en su tamaño toda su esencial característica. Su rigor de estructura llega al grado extremo de proponerse dentro de lo posible que sólo sea uno su personaje predominante y de igual modo, su episodio; lo mismo la situación; y la atmósfera debe cercenarse al grado de que esté adivinada o sugerida antes que expresada. La acción, aunque disimulada en cuanto a su consecuencial dinamismo, debe llevar la dirección de una flecha desde la introducción hasta el desenlace, pero subiendo la curva ascendente, y luego operándose el descenso del clímax o culminación que ocupa lugar entre los dos previos extremos citados. Edgard Allan Poe, al exigir tan severamente estos requisitos con una concepción total de lo que el autor se propone y una ejecución fiel en el cumplimiento de los detalles, puede haber sido severo, pero su idea tiene validez artística. Lo prueba el hecho de que por impulso artístico y en forma de intuición, antes y después se ha llegado a las mismas conclusiones. El texto de su idea dice así: «Habiendo concebido, con deliberado tacto, un cierto y único efecto que él se propone (el narrador) sólo después inventa los incidentes teniendo siempre a la vista su preconcebido efecto o impresión». En otra parte: «Con el uso de estos medios, con este tacto y habilidad, se logra pintar un cuadro a la larga, el cual deja en el ánimo de quien lo contempla, sumergido en el arte, una sensación del más profundo goce. La idea del cuento ha sido impoluta, porque en su gestación no hubo interrupciones, y éste es un objetivo inalcanzable por la novela». De este modo, Poe insiste en no itir interrupciones o pausas. En esta forma de desarrollar un tema en marcha progresiva con dirección hacia un clímax previsto y un desenlace inesperado en donde inclusive se iten recursos expresivos para aminorar el tono, la narración alcanza el final abrupta, pero exitosamente.
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DIFERENCIAS ENTRE EL CUENTO Y LA NOVELA Son muchas las diferencias y se equivocan quienes suponen que un cuento es novela, condensada y una novela cuento desarrollado con detalles. De los tres elementos clásicos: el personaje, el argumento y el ambiente, la novela utiliza los tres. El cuento sólo sobre uno de ellos coloca el acento, a menos que derive en otro género. Si predomina el escenario, será un cuento de ambiente; si el personaje, será cuento psicológico o de carácter; si el argumento, será de acción. Pero no pueden funcionar simultáneamente los tres. Su desarrollo y final deben ser los de una figura geométrica y esta dificultad es la que tienta al artista de genio, como el soneto atrae por su misma dificultad. Por no lograr el equilibrio a menudo lo que se consigue es un simple relato que inclusive puede esta bien escrito, ameno, pero nunca será un cuento corto. Este último, como dijimos, carece de trama, carece casi siempre de la alteración de los personajes en la fija dirección de unos a otros, y en cambio el relato se sirve de incidentes, pero sin proponerse como ocurre en el cuento, revelar la psicología del personaje en su conducta. Por eso en el relato no hay suspenso. Es evidente el artificio técnico del cuento corto, pero el genio del artista permite que quede disimulado y en cambio se evidencia el fin perseguido que absorba toda la atención y goce del lector. Bastaría comprobarlo leyendo cada uno de los siguientes cuentos: «El Collar», de Mauant; «La Caída de la Casa de Usher», de Poe; «Markhein», de Roberto Luis Stevenson; o «El Hombre que Fue», de Kipling. La novela es extensiva y el cuento intensivo; lo que aquella alcanza en longitud, éste obtiene en latitud. La novela recorre el bosque, el cuento se limita a un árbol. La novela, se ha dicho, es como un diamante con sus aristas; el cuento es una perla. Terminado en sí mismo, sin facetas. En ambos está la realidad, la realidad invisible que es algo más de lo que los ojos pueden adivinar, pero mientras en la novela eso es de muchos efectos, en el cuento ello impresiona con superior intensidad por ser no varios, sino uno solo el efecto. En ambos, para que el lector sienta y no analice, el autor debe ocultarle el esqueleto, el artificio y hacer posible que en el lector se alcance la ilusión. Pero el novelista puede describir, el cuento, apenas sugerir. Mas conviene esclarecer que el cuento corto no es narración de una peripecia, de una mera aventura, ni tampoco es ingenio mecánico, sino que dentro de tan escasa dimensión, la vida está allí ceñida, como la piedra preciosa está aprisionada en el engarce. En suma, la diferencia no es de grado sino de esencia. La unidad de la novela depende de una diversidad organizable; la del cuento corto es la de una unidad simple. La lectura de una novela no constituye un interés sostenido y por consiguiente son muchos sus efectos, igual que pasa en la vida ordinaria. El cuento en cambio, produciendo uno solo, se lee con el alma a merced completamente del autor. Durante ese tiempo el efecto cada vez es más intenso, pues está fuera de las experiencias de todos los días y que sin embargo, sabemos que puede fatalmente ocurrir. Por consiguiente, en su absorbente lectura no se permite ni interrupciones ni pausas. Esto, como dijimos, lo mismo al gestarse que al ser leído. De lo contrario la unidad emocional, causa del efecto artístico, se malogra. Repetimos, ésto no es posible alcanzar en la novela por su multiplicidad de acciones y personajes, pues su propósito es otro. Este otro en cambio, se reduce a un cross section; la novela a la totalidad. Dostowiesky nos sirve para esto, pero sólo Mauant nos representa aquello que es quintaesencia, síntesis. En suma, que la necesidad de comprensión
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paradójicamente, no es un tropiezo, como pareciera, sino un recurso para subir o bajar en intensidad lo que no se consigue en extensión. Magnífico de otro modo lo que siendo parte de la vida, aparece desapercibido por las gentes. El cuentista nos hace ver y pensar. Inclusive nos maravilla ante lo que estando a nuestros ojos, no supimos descubrir. Vislumbres o fuegos fatuos de la existencia, que en la novela, igual que en la vida, no nos atraerían aparecen en el cuento. He allí su sentido. Primera condición del cuento es que el autor, careciendo de tiempo y espacio para retener al lector de inmediato ponga sus personajes en escena. Pero para poder transmitir la imagen debe esclarecer el dato completo: Quién, cuándo, dónde, qué, sexo, edad y todo ello encaminado a transmitir, sin describir, lo esencial. Antes de esto, el autor conoce el desenlace del episodio que nos va a contar. Por consiguiente, se limitará a ir graduando el momento de la descarga poniendo al lector con los datos esenciales, pues para producir su inevitable consecuencia, antes debió conocer la impresión que progresivamente desarrollará. Sin descuidar el tono ni perder de vista el efecto preconcebido. En suma, la adaptación de los medios a un fin determinado. La centralización de la atención del lector en un solo punto. Semejante ley de ficción legislada por Poe y elevada a la categoría de recurso de arte en la práctica, no sería lo que es, si gracias a ella, otros cuentistas célebres no hubiesen realizado su obra. Resulta curioso que para ilustrar la necesidad de que el final pueda ser conocido antes de poner las manos en la escritura, el propio Poe afirmara que el cuento empieza por el fin. Son sus palabras: The shortstory should be written backwards, es decir, de atrás para adelante. Quiere decir que el clímax debe concebirse primero y sólo después el resto del cuento, subordinando esto segundo a lo primero. Pero más singular y novedoso resulta que en distinta lengua y como fruto igualmente de sus experiencias, Horacio Quiroga, el único que hasta hace poco tenía conciencia de las leyes del cuento en el Río de la Plata, llegara a igual conclusión diciendo en su Manual del Perfecto Cuentista, que el cuento empieza por el fin. Dice así: «Me he convencido de que del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil». Se sobreentiende su dificultad puesto que para conseguirlo no basta como en un artículo de periódico, buscar un giro feliz, sino que para ello en la mente del narrador se está generando la totalidad del tema como cosa imprescindible, esa frase final no puede ser entonces mero capricho o hallazgo expresivo, sino la consecuencia lógica de todo el asunto. Ahora podemos entender con Poe y Quiroga que el cuento pueda empezar por el fin. Del propio modo y en ratificación de conceptos nuestros anteriores, Quiroga, un artista consciente de su arte, expresó: «El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que cuidadosamente apuntada parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo no conseguirían sino entorpecerlo». Ojalá estos conceptos repercutieran en las asignaturas de preceptiva literaria de la Argentina. En estos juicios alude Quiroga, que debe ser descarnado y no vestirse de adornos estilísticos, lo cual suele distraer y entorpecer su propósito. Pero lo riguroso de la estructura y que Poe exigía, es que no puede desplazarse una sola de sus partes sin que la entera armazón pierda equilibrio y unidad. Por eso cada cuento tiene uno y nada más que un solo final. Reemplazarlo significaría empezar de nuevo. Roberto Luis Stevenson a alguien que le sugirió alterar la terminación de un
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cuento suyo, contestó: «Ah, sí, pero esa no es la forma en que yo escribo. Nunca utilizo un efecto cuando puedo evitarlo, a menos que éste no prepare los efectos subsiguientes. En eso consiste un cuento corto. Cambiar el final significaría estropear el principio y empezar de nuevo». El célebre Roberto Luis Stevenson, que con Kipling son los dos brillantísimos cuentistas británicos, discípulos de Poe, afirmó que sólo había tres modos para componer un cuento corto. Bastaba, dijo, preparar un argumento y luego elegirle los personajes. Otro recurso, inventar el personaje y elegir incidentes y situaciones. Finalmente, crear la atmósfera, luego elegir los personajes y la acción. A continuación refería la experiencia con Los Hombres Alegres. «Principié utilizando el sentimiento que en mí produjo una de esas islas de la costa occidental de Escocia y gradualmente fui desarrollando la fábula hasta que creí haber expresado idéntica impresión a la que me había impresionado la isla». Un tratadista en preceptiva, el Dr. Esenwein, ofreciendo un ejemplo práctico y similar al de Stevenson, dice: «Supongamos que abandone mi cuarto y en la calle tropiece con un ebrio, tambaleándose, a punto de caer en la cuneta. Mientras intento apartarme de él, escucho que de corrido, se afirma con inesperada elegancia y me recita una andanada de versos de Virgilio sin equivocarse en una sílaba, luego vuelve a tambalear y se apoya en la sombra. Semejante experiencia me provoca la idea de escribir un cuento. Lo primero que debo imponerse es que cualquier resultado que alcance como fruto de una determinada trama, lo que de ningún modo debe estar ausente preguntarme cuál debe ser el efecto. Este no puede ni debe ser otro que el sobrellevado ante la incongruencia y desconcierto del inesperado encuentro cuando el borracho se disfrazó de erudito en letras clásicas, lo cual pareció a su vez aliviarle. EL ARGUMENTO Y LA PERSONIFICACIÓN En el cuento corto resaltan visiblemente el estrecho ensamblaje del argumento y la caracterización, quizás más que en la novela. Esto es debido a que el argumento nace solo y lleva el sello inconfundible no del carácter del narrador sino del carácter del protagonista del cuento. Esto que parece tan lógico, no siempre se reconoce como un hecho de psicología aplicada, indispensable para crear seres vivientes y que ocurre en la relación corriente de los seres de carne y hueso. Un personaje creado, como un humano, es dueño de un carácter que expresa su conducta exterior sin poder desviarla del cauce ya sea el autor con su personaje o el padre de familia con su hijo carnal. Cervantes creó el Quijote, pero no es el más indicado para comprenderlo; acaso de vivir hoy no lo habría comprendido nunca, siendo que la labor creadora nada tiene que ver con el poder analítico. Por idéntica causa, los padres y madres creen adjudicarse el derecho de comprender a sus hijos. Vano intento. El amor y el derecho biológico, inclusive la autorización legal, nada de eso da títulos para comprender un ser a otro ser diferenciado por autonomía espiritual, moral, mental, una y otra separada. Eso mismo ocurre con los personajes cuando son logrados y vivientes. Por eso, creado el personaje, el argumento es una deducción. El personaje hace únicamente lo que está en su idiosincrasia si es que debe parecerse a los seres de carne y hueso. Un mundano y donjuanesco no se ruboriza ante una dama; un pordiosero no se ruboriza ante un pródigo; un tímido no se exhibe con las contorsiones del payaso. Del mismo modo que la trama, la conducta del personaje debe no ser descripta sino presentada. Con
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ello recordamos a Ortega y Gasset, quien ironizando esta condición decía que en un libro de la Pardo Bazán, se habla cien veces de un personaje que es muy gracioso, pero como no lo vemos hacer gracia ninguna, la novela nos irrita. Mejor que describirlo, para el caso de un personaje malhumorado, es preferible presentarlo así: cierra una puerta al despedirse y no lo hace suavemente sino con un portazo. Esa conducta del personaje impresiona más al lector porque él mismo (el lector) lo ha deducido. Mucho se podría decir de la caracterización pero bastaría concluir añadiendo que no basta describir la persona sino la personalidad, para lo primero bastarían los rasgos físicos, para lo segundo lo moral, prejuicios, manerismos, excentricidades, pero sobre todo lo que más simboliza al ser de carne y hueso, las contradicciones. Esto, aplicado a un personaje, da realidad. Y a propósito del gran problema de la verosimilitud, que no basta que el personaje lo sea sino que lo parezca: un ser humano viviente, de carne y hueso. Bueno sería recordar a Aristóteles: «Es preferible un imposible que parezca probable y no una probabilidad que parezca imposible». Sin duda alguna que el cuento corto no es creación del genio hispano. Este espíritu hispano resulta inadaptable a los valores objetivos y racionalistas y que son propios de otros mundos culturales. Lo característico suyo: su fertilidad y grandilocuencia lo capacitan para desplegar su fantasía en obras como «Novelas Ejemplares» o el teatro de Lope de Vega. En general se vale del impulso artístico, guiado por la intuición antes que por el esfuerzo consciente, como en Poe. Sin embargo, cada cultura incorpora los hallazgos ajenos y en ellos busca expresar su propio acento. Hoy día las estructuras sociales y económicas ofrecen moldes de origen ajeno y en ellas vivimos. Lo propio debe ocurrir en arte, y España influenció en épocas antiguas a otras literaturas. Si el molde es ajeno, la expresión debe ser propia. Conviene con Goethe saber que un medio, como las técnicas, no es un fin y que él conocía el mundo —según afirmó— no por haberlo recorrido, lo cual no bastaba.
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