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podría haber pensado que lo había imaginado, porque era esa sensación que tenemos a veces al borde del sueño... y, sin embar go, señor, por breve que el momento hubiera sido, el aire se había alzado bajo mis alas adolescentes y me había negado al tirón des cendente del gran mundo redondo, al que hasta entonces se ha bían visto sometidas todas las criaturas humanas. —Como yo era el ama de casa -agregó Lizzie-, felizmente lle vaba todas las llaves de la casa en un aro que me colgaba del cintu rón, y cuando llego retintineante con los brazos llenos de madera de sándalo, tenía a mano el remedio para la nariz; le puse entre las alas la llave de la puerta de entrada; tenía treinta centímetros de largo y estaba fría como el infierno. La impresión le detuvo la he morragia. Luego la limpio con el delantal y la llevo abajo a la coci na al calor, la envuelvo en una manta y le unto las heridas con Germoline, le aplico un poco de yeso adherente aquí y allá, y cuando se encuentra como nueva, le habla a Lizzie de esas sensa ciones peculiares que la asaltaron cuando se lanzó desde la repisa. - Y yo estaba muy asombrada, señor. »Pero, aunque ahora sabía que podía montar en el aire y que éste me sostendría, de la técnica del vuelo mismo no tenía ni idea. Así como los niños tienen por fuerza que aprender a andar, yo por fuerza tenía que aprender a conquistar el elemento ajeno, y no sólo me era preciso conocer las limitaciones de mis emplumados, sino estudiar también el medio aéreo que de allí en adelante sería mi segundo hogar, así como el que quiere ser ma rinero ha de conocer el fundamento de las poderosas corrientes, las mareas, los remolinos, todos los caprichos y los estados de ánimo y los temperamentos conflictivos de las partes acuáticas del mundo. «Aprendí primero, como lo hacen los pájaros, de los pájaros. »Todo esto ocurrió a principios de la primavera, hacia fines de febrero, cuando los pájaros acababan de despertar del letargo invernal. La primavera abrió los capullos de los narcisos en las macetas de nuestras ventanas, y las palomas de Londres comen zaron sus cortejos, el macho hinchando el pecho y pavoneándose cómicamente tras la hembra. Y sucedió también que las palomas anidaron en el frontón fuera de la ventana de nuestro ático y pu sieron allí sus huevos. Cuando los pichones salieron del cascarón,
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I izzie y yo los observamos con muchísimo cuidado. Vimos cómo la mamá paloma enseñaba a sus bebés a bambolearse a lo largo del borde de la pared, observamos hasta en el menor deta lle las instrucciones mudas que les impartía para que utilizaran los brazos aéreos, las articulaciones, las muñecas, los codos, para que la imitaran en movimientos que no eran en verdad, advertí, muy diferentes de los de un nadador humano. Pero no creo que baya llevado a cabo esos estudios por cuenta propia; aunque era la negación misma del vuelo, mi Lizzie adoptó el papel de mamápájaro. »En las horas tranquilas de la tarde, mientras las amigas y hermanas que nos acompañaban se inclinaban sobre sus libros, I i/.zie construyó un gráfico en papel cuadriculado con el fin de dar cuenta de las grandes diferencias de peso entre una hembra humana bien desarrollada en su decimocuarto año de vida y una minúscula paloma, y averiguar de ese modo hasta qué altura po dría elevarme sin correr la suerte de Icaro. Durante todo este i icmpo, a medida que transcurrían los meses, yo crecía y me vol vía más fuerte, más y más grande, y más y más fuerte, hasta que I t/./.ie tuvo que dejar de lado la matemática y hacerme todo un nuevo guardarropa que diese cabida al notable desarrollo de la parte superior de mi cuerpo. -D iré esto en favor de Ma Nelson: pagó todos los gastos de inmediato por puro amor a nuestra muchachita y, lo que es más, i oncibió el plan de difundir que era jorobada. Sí. -Sí, por cierto, señor. De noche yo imitaba a la Victoria Ala da en el nicho de la sala y era el blanco de todos los ojos, pero Nelson hizo saber que esas resplandecientes alas doradas mías estaban adheridas a una joroba con una fuerte sustancia adhesiva V que no me pertenecían en absoluto. Pretendía librarme así de las indignidades de la curiosidad. Y aunque entonces empezaba a recibir muchas, muchas ofertas por el privilegio de dar el primer mordisco a la fresa, ofertas hasta de cuatro cifras, señor, Nelson las rechazó todas temiendo que se destapara la olla. -Era una señora decente -opinó Lizzie-, Nelson era buena, por cierto que lo era. -L o era -corroboró Fevvers-. Tenía una peculiaridad, señor; poi causa de su mote o sobrenombre, siempre se vestía con el
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uniforme completo de un almirante de la Flota. Nunca se le esca paba nada; su único ojo era agudo como una aguja, y siempre solía decir: «Mantengo a flote un pequeño barco». Su barco, su barco de batalla, aunque a veces se reía y decía: «Era un barco pi rata y navegaba bajo falsos colores»; su barco de placer estaba anclado nada menos que en el cenagoso Támesis. Lizzie fijó en W alser una mirada fulgurante y se hizo cargo con firmeza de la narración de la historia. -M i niña logró su prim era ascensión desde la gavia de esta barca por así decir. Y sucedió de esta manera: «Imagine mi sorpresa una brillante mañana de junio en que yo observaba a la fam ilia de palomas con mi acostumbrada d ili gencia, al ver que mientras una de las criaturitas se balanceaba sobre el borde del frontón como un nadador que se pregunta si el agua no estará demasiado fría, ¡la madre se le acercó por detrás y la empujó fuera del borde! «Primero cayó como una piedra de modo que el corazón se me hundió junto con ella y dejé escapar un lúgubre grito, pero, casi antes de que el grito se me apagara en los labios, todas las lecciones recibidas tuvieron que haber acudido a su cabecita de inmediato, porque se elevó hacia el sol con un relampagueo de alas blancas y no volví a verla nunca más. »De modo que le digo a Fevvers: “ No es nada, mi querida, pero tu Lizzie tiene que empujarte desde el techo” . -A mí -d ijo Fevvers- me pareció que Lizzie al decir que me arrojara al libre abrazo del aire remolineante estaba disponiendo mis bodas con el viento. Giró sobre el taburete de piano y le presentó a W alser una cara con tal irradiación nupcial, que él pestañeó. -¡S í! Tenía que ser la novia de ese secuestrador salvaje, ciego y sin carne, de lo contrario yo no podía existir. »La casa de Nelson tenía unas cinco plantas de altura, y un pequeño jardín en la parte trasera llegaba hasta el río. Había una puerta trampera en el techo de nuestro ático que conducía a un altillo, y otra puerta trampera en el techo del altillo que daba d i rectamente al tejado. De modo que una noche de junio, o más bien temprano por la mañana, a las cuatro o cinco, una noche sin luna (porque, como las hechiceras, necesitábamos oscuridad e in
timidad para nuestras acciones), afuera, sobre las tejas, se arras tran Lizzie y su discípula. -Solsticio de verano -d ijo L iz z ie- O una noche del solsticio de verano o m uy temprano una mañana del solsticio. ¿No lo re cuerdas, querida? -Solsticio de verano, sí. El gozne verde del año. Sí, Liz, lo re cuerdo. Pausa de un único latido. -L as faenas de la casa habían terminado. El últim o coche se había alejado con el últim o cliente, demasiado pobre como para quedarse a pasar la noche, y por fin todos dormían tras las corti nas cerradas. Aun los ladrones, los degolladores y los merodea dores de la noche que recorren las callejas a'nuestro alrededor se habían ido a dormir, complacidos o no con la presa, según la suerte habida. «Parecía que un silencio de expectación llenaba la ciudad, que todo aguardaba en una exquisita tensión de silencio un acontecimiento sin par. -E lla no tenía nada encima a pesar de estar fresca la noche, porque temíamos que alguna prenda le entorpeciera el movi miento libre del cuerpo. Afuera, por el tejado, nos arrastramos, y la brisa que habita en los sitios altos acudió y merodeó alrededor de las chimeneas; hacía un tiempo sereno y fresco y mi preciosa tenía la piel de gallina, ¿no es cierto? ¡Se estremecía de tal modo! I I tejado tenía sólo un ligero declive, de modo que nos arras tramos hacia abajo hasta el borde; desde ese lado de la casa podía mos ver al Viejo Padre Támesis, que brillaba como hule negro bajo las luces de los amarraderos. -A hora que había llegado allí, sentí un gran miedo, no sólo miedo de descubrir que mis alas eran como las de la gallina o como los apéndices vestigiales del avestruz, que esas alas eran una especie de engaño físico, sólo destinado a la visión y no al uso, como la belleza de ciertas mujeres, señor. No; no sólo tenía mie do porque la luz de la mañana que ya alzaba las faldas de la noche me encontrase cuando sus dedos rozaran la casa, convertida só lo en un saco de huesos rotos en el jardín de M a Nelson. M ezcla do con el miedo al daño físico había un extraño terror en mi pe>ho que hizo que me agarrara en el últim o instante a las faldas
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de Lizzie y le pidiera que abandonáramos el proyecto: porque me asustaba sobre todo la diferencia irreparable con que me marca ría el éxito de la prueba. »Temía no una herida del cuerpo, sino del alma, señor, una división irreconciliable que me separaría del resto de la huma nidad. »Temía la comprobación de mi propia singularidad. -Sin embargo, si le fuera posible hablar, ¿no gritaría cualquier niño listo desde el vientre de la madre: «¡Deje aquí en la oscu ridad! ¡Dejeal abrigo! ¡Deje en esta condición!»? Pero no hay que oponerse a la naturaleza. De modo, pues, que esta joven criatura me grita que no quiere ser lo que tiene que llegar a ser, y aunque sus ruegos me conmovieron hasta que las lágrimas me cegaron los ojos, sabía que lo que ha de ser, ha de ser, de modo que... la empujé. -L os brazos transparentes del viento recibieron a la virgen. »A1 pasar junto a las ventanas del ático en el que transcurrie ran las preciosas noches blancas de mi infancia, el viento ascendió desde debajo de mis alas extendidas, y así me encontré suspendi da en mitad del aire, y el jardín se extendía por debajo de mí como el tablero de un juego maravilloso y se mantuvo donde es taba. La tierra no se levantaba a mi encuentro. ¡Yo estaba segura en los brazos de mi amante invisible! «Pero el viento no se deleitó en mi asombrada inactividad durante mucho tiempo. Lenta, lentamente, mientras dependía de él, alelada por la sorpresa, él, como si mi pasividad lo ofendiese, empezó a dejar que me deslizara entre sus dedos, y yo comencé, una vez más, la caída espantosa... ¡hasta que recordé las lecciones aprendidas! Y me impulsé con los talones, que había aprendido a mantener unidos como los pájaros y procurar así un timón a la pequeña embarcación, mi cuerpo, la pequeña embarcación que podía echar anclas en las nubes. »De modo que me impulsé con los talones y luego, como si fuera una nadadora, uní los extremos de mis plumas más largas y flexibles por sobre la cabeza; luego, con amplios y cada vez más confiados aleteos, las separé y las uní nuevamente... ¡Sí, ése era el modo de hacerlo! ¡Sí! Uní los extremos de mis alas una vez más y otra y otra, y al viento le encantó y me llevó otra vez contra su
pecho de modo que descubrí que me era posible avanzar junto con él a mi antojo, abriendo así un corredor a través de la liquidez invisible del aire. »¿Queda otra botella, Lizzie? Lizzie quitó el laminado de otra botella y llenó las copas de todos. Fevvers bebió sedienta y se sirvió otra con mano no del lodo firme. -N o te excites, niña-dijo Lizzie gentilmente. Fevvers alzó la barbilla. -¡O h, Lizzie, el caballero debe saber la verdad! Y miró a Walser con ojos penetrantes y críticos como consi derando hasta dónde podía arriesgarse. Tenía una cara de gigan tesca simetría, que podría haber estado tallada en madera y bri llantemente pintada por esos artistas que construyen figuras de mujeres para las ferias o mascarones de proa para los barcos. Por un instante, él se preguntó: ¿es ella en realidad un hombre? Un crujido y un susurro en el pasillo fueron el heraldo de un golpe asestado sobre la puerta: el viejo sereno de gorra de cuero. -¡Q ué!, ¿todavía aquí, señorita Fevvers? Disculpe... vi luz bajo la puerta, ¿sabe? -Estamos recibiendo a la prensa -dijo Fevvers-. Ya no tar daremos, mi viejo patito. Bébase un trago de champaña. Llenó un vaso hasta el borde y se lo alcanzó; el hombre se lo zampó de un trago y chasqueó los labios. -E s mi oficio. Ya sabe dónde encontrarme si hay alguna difi cultad, señorita... Fevvers lanzó una mirada irónica por debajo de las pestañas y le sonrió al sereno que ya se marchaba como si quisiera decirle: ¿No cree que es poca cosa para mí? -Imagine con qué alegría, orgullo y asombro vi a mi querida, desnuda como una estrella, desaparecer tras la esquina de una casa. Y, a decir verdad, sentí mucho alivio además, porque en el fondo del corazón, las dos sabíamos que era un intento de vida o muerte. -Pero ¡me atreví y lo hice, señor! -interrumpió Fevvers-. Por ser éste mi primer vuelo me limité a volar alrededor de la casa a una altura no mayor que la del cerezo del jardín de Nelson, de unos diez metros. Y a pesar de la gran perturbación de mis sentí-
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dos y el exceso de concentración mental que la práctica de mi re cién descubierta capacidad exigía, no olvidé tomar para mi Lizzie un puñado de fruta que había madurado en las ramas superiores, fruta que de ordinario nos veíamos obligadas a dejar como un pequeño tributo a los tordos. Nadie había en la calle desierta que pudiera verme y pensara que era una alucinación o un sueño ma terializado o el fantasma nacido de los vapores de las tabernas. Llevé a cabo con buen éxito la circumnavegación de la casa y luego, encendida por el triunfo, me elevé otra vez hacia el tejado para reunirme con mi amiga. »Pero ahora, fatigadas por ese ejercicio insólito mis alas em pezaron... ¡oh Dios, a cederl Porque ascender implica un juego de dientes y poleas completamente diferente del que se emplea para bajar, señor, aunque yo no lo sabía por entonces. N o habíamos empezado aún nuestro estudio de fisiología comparada. »De modo que salto erróneamente hacia arriba, como un delfín y para empezar me equivoco en la altura del salto; mis alas fatigadas ya se pliegan por debajo de mí. Me falla el corazón. Pienso que mi primer vuelo será también el último y que pagaré con la vida el precio de mi arrogancia. «Esparciendo las cerezas que había recogido en un suave granizo negro sobre el jardín, me aferré del canal del tejado y... ¡oh! y ¡ah! el, canal cedió por debajo de mí. El viejo plomo se despidió de los aleros con un suspiro ronco y allí quedé colgada, ahora sólo una mujer. El perfecto terror de un destino humano me había agarrotado las alas. -... pero yo me incliné y la agarré por los brazos. Sólo el amor, un gran amor, pudo darme semejantes fuerzas, señor, que me permitieron alzarla nuevamente sobre el tejado oponiéndo me al tirón de la gravedad, como si remolcara contra marea a un hombre que se ahoga. - Y allí nos echamos en el tejado y nos abrazamos sollozando juntas con alegría y alivio mezclados mientras el alba se alzaba sobre Londres y doraba la gran cúpula de San Pablo que lucía como la teta divina de la ciudad que a falta de toda otra he de lla mar por fuerza mi madre natural. «Londres con un solo pecho, la reina amazona. Se quedó en silencio. Algún objeto dentro del cuarto, quizá
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la cañería del agua caliente, hizo un sonido metálico. Lizzie, sen tada sobre su bolso crujiente, mudó el peso del cuerpo de una nalga a la otra y tosió. Fevvers permaneció ensimismada durante un rato y el viento sopló sobre el Big Ben, que dio la medianoche, con un sonido tan perdido, tan solitario que a W alser le pareció que el reloj podría estar sonando en una ciudad desierta y que ellos eran los únicos habitantes que habían queda.do con vida. Aunque poco imaginativo, era un hombre sensible al espanto de esa hora de la noche en que la oscuridad nos empequeñece. El reverbero final de las campanas murió a lo Lejos. Fevvers emitió un suspiro que le levantó la superficie satinacia del pecho, y volvió a mostrarse animada. . -Perm ita que le cuente algo más sobre mi trabaj o por ese en tonces... a qué me dedicaba cuando no estaba revoloteando por el cielo como un murciélago, señor. Recordará que representaba a la Victoria Alada cada noche en la sala y quizá se h ay a pregunta do cómo pudo ser posible, pues yo tengo brazos —y los tendió desordenando la mitad del cam erino- y la Victoria .Alada no los tiene. «Pues bien, Ma Nelson hizo saber que yo era -el perfeccio namiento o el original del modelo mismo de esa escatua, que en estado quebrado e incompleto ha atormentado las imaginaciones durante un par de milenios con una promesa de belle za perfecta y activa, aunque ahora mutilada por la historia. Ma N elson, mi rando mis dos brazos, ambos acabados, se concentra en la pre gunta: ¿Qué sostendría con ellos la imagen alada cuando el olvi dado maestro la hizo emerger del mármol que había contenido el victorioso espíritu inagotable? Y Ma Nelson pronto encontró la respuesta: una espada. «De modo que me dio la espada ceremonial clorada que acompañaba al uniforme de almirante y que ella s o lía llevar a un lado y a veces utilizaba como cayado para conducir a los rebel des: su vara, como la de Próspero. Y ahora esgrimía y o esa espada en mi mano derecha con la punta hacia abajo, m ostrando que no tenía ninguna intención de hacer daño si no me provocaban; mientras mi mano izquierda caía suelta con el puño cerrado. «¿Cómo iba vestida? Tenía el pelo empolvado d e blanco con tiza y sujeto con una cinta, y las alas las llevaba tam bién empol-
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vadas de blanco, de modo que soltaban una nube de polvo si me tocaban. Sobre la cara y la parte superior del cuerpo llevaba el blanco hú m edo de los payasos de circo, y una serie de pliegues blancos se sucedían desde el ombligo hasta las rodillas; pero las pantorrillas y los pies los tenía también cubiertos de blanco. - ¡Y qué bella lucía! -exclamó la fiel Lizzie. Fevvers bajó mo destamente las pestañas. -H erm osa o no, Ma Nelson siempre estuvo satisfecha con mi atavío y pronto empezó a llamarme no «Victoria Alada», sino «Victoria con Alas», el buque insignia espiritual de la flota, como si una virgen armada fuera el ángel guardián más adecuado para una casa de putas. Sin embargo, es posible que una m ujer v olu m inosa con una espada no sea la mejor publicidad para un burdel. Porque, lentamente pero sin pausa, la empresa empezó a de caer desde mi decimocuarto cumpleaños. »N o tanto por parte de nuestros más fieles clientes, esos vie jos libertinos a los que quizá la misma Ma Nelson había iniciado en días lejanos, cuando eran jóvenes imberbes de precipitada eyaculación, ni tampoco por los que habían llegado a tener un tan particular apego por Annie o Grace que podría hablarse de una especie de matrimonio. No. Estos caballeros no podían cambiar los hábitos de toda una vida. Ma Nelson había conseguido aficio narlos a las horas sin sombra del mediodía y la medianoche, a la claridad del p lacer com p rad o, a la simplicidad del contrato tal como se celebraba en la sala perfumada. »Éstos eran los viejos tíos bondadosos que expresaban su bonhomía paternal con una media esterlina de oro o un collar de perlitas para la medio mujer, medio estatua que habían conocido en los días en que representara a Cupido, y que por infantil di versión había disparado las flechas de juguete entre ellos, dando contra una oreja a veces, otras contra una nalga o un huevo. »Pero el caso de los hijos o los nietos era diferente. Cuando les llegaba la hora de presentarse ante Ma Nelson y sus chicas, entraban tímidamente, y sin embargo desafiantes, ruborizándose por encima de sus cuellos Eton, temblando de miedo y nerviosa anticipación. Luego echaban una mirada a la espada que yo sos tenía, y Louisa o Emily tenían con ellos un trabajo de todos los demonios.
»Yo lo atribuyo ala influencia de B audelaire, señor. -¿Q u é es esto? -exclam ó Walser, bastante asombrado como para perder su imperturbabilidad profesional. -E l poeta francés, señor; un pobre tipo que amaba a las putas no por placer, sino, tal como él lo entendía, por horror, como m no fuéramos mujeres de trabajo que ejercemos a cambio de di nero, sino alm as conden adas que sólo piensan en arrastrar a los hombres a su perdición, como si no tuviéramos nada mejor que hacer... Sin embargo, éramos todas sufragistas en esa casa; oh, Nelson era partidaria de «Voto para las Mujeres», puedo asegui írselo. -¿L e parece extraño? ¿Que el pájaro enjaulado quiera ver el lin de las jaulas, señor? -preguntó Lizzie con un filo de acero en
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la voz. -Permítame decirle que en la casa de Ma Nelson había un mundo enteramente femenino. Aun la perra que la guardaba y las gatas, una u otra siempre a punto de parir o habiendo acabado de parir, de modo que un substrato de fertilidad sostenía la resplan deciente esterilidad del placer de la carne disponible en la acade mia. La vida entre esas paredes era gobernada por una dulce ra zón amante. N o vi jamás que en la hermandad donde fui criada se tepartiera un solo golpe, ni oí un insulto o que el enfado alzara una voz. Hasta las ocho, hora en que empezaba la faena y Lizzie se instalaba tras el ojo de la cerradura de la puerta principal, las chicas se quedaban en sus cuartos y el benigno silencio sólo era interrumpido por el staccato del tecleo de la máquina de escribir en la que Grace practicaba estenografía o el murmullo lírico de la Ilauta con la que Esmeralda intentaba convertirse en virtuosa. »Pero lo que había después de haber guardado sus libros eran sólo chicas pobres que intentaban ganarse la vida, porque, aun que algunos de nuestros clientes hubieran jurado que las putas lo hacen por placer, lo decían para tranquilizar sus conciencias, y para sentirse menos tontos cuando tenían que desprenderse de sumas nada escasas a cambio de un placer que no tiene verdadera existencia a no ser que se otorgue gratuitamente. ¡Oh, por cierto!, sabíamos que sólo vendíamos simulacra. Ninguna mujer daría su vientre a ese comercio a no ser que la necesidad económica la apremie, señor.
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»En cuanto a mí, adquirí mi pasaje en el barco de Ma Nelson como estatua viviente, y durante mis años de florecimiento, des de los catorce a los diecisiete, y en cuanto empezaban las llamadas nocturnas a la puerta, sólo existí como un objeto ante los ojos de los hombres. Tal fue mi aprendizaje para la vida, pues ¿no es gracias a la clemencia de los ojos de los demás que emprendemos el viaje por el mundo? Yo me encontraba como encerrada en una concha, porque el blanco húmedo se endurecía sobre mi cara y mi torso como una máscara mortuoria que me cubriera por ente ro; sin embargo, dentro de esa apariencia marmórea, nada podría haber vibrado más de potencialidad que yo. Encerrada en ese huevo artificial, ese sarcófago de belleza, yo esperaba, esperaba... aunque no podría decirle qué era lo que esperaba. Excepto, le aseguro, que no esperaba yo el beso del príncipe encantado, se ñor. Con mis dos ojos veía cada noche cómo un beso semejante me sellaría en mi apariencia para siempre. »N o obstante, tenía la impresión de que yo había nacido emplumada para algún destino especial, aunque me era imposible imaginarlo. De modo que, con lítica paciencia, esperaba que ese destino se manifestase. »Como espero ahora, señor -le dijo directamente a Walser volviéndose hacia él-, mientras se desprenden las últimas telara ñas del viejo siglo. Luego giró otra vez al encuentro del espejo y se ordenó pensativa un rizo extraviado. -Sin embargo, hasta que Liz abría la puerta para dar paso a los hombres, cuando nosotras las chicas teníamos que estar aler tas y comportarnos como mujeres, podría decirse que, en nuestra bien ordenada habitación, todo era «laxe, calme et volupté», aunque no del todo como los imaginaba el poeta. N os empeñá bamos todas en nuestras tareas intelectuales, artísticas o polí ticas... Aquí Lizzie tosió. -... en cuanto a mí, consagraba esas largas horas al estudio de la aerodinámica y la fisiología del vuelo en la biblioteca de Ma Nelson, en cuyo abundante acopio de libros recogí un pequeño acopio de conocimientos, señor. Al decir eso, hizo palpitar sus pestañas ante Walser a través
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del espejo. Por la pálida longitud de esas pestañas, de casi dos centímetros, él habría creído que no se había quitado las falsas, si no hubiera podido verlas pendientes y peludas como una grosella silvestre entre el formidable desecho sobre la mesa de tocador. Él seguía tomando notas de manera mecánica, pero mientras las mujeres desplegaban juntas una convulsiva historia, él fue sinliéndose más y más como un gatito atrapado en una madeja de lana que por otra parte nunca había tenido intención de desenro llar; o un sultán enfrentado no con una sino con dos Sherezades, ambas concentradas en narrar mil historias en una única noche. -¿Biblioteca? -preguntó infatigable, aunque con un toque de cansancio. . -É l se la dejó -dijo Lizzie. -¿Quién dejó qué a quién? -Ese viejo géiser. Le dejó a Nelson su biblioteca. Porque ella era la única mujer de Londres que conseguía ponérsela dura... —\Lizzie\ ¡Sabes que aborrezco ese lenguaje! -... y eso a pesar del parche negro sobre el ojo y los disfraces o, quizá, por eso mismo precisamente. ¡Oh, los muslitos rollizos como muslos de pollo metidos en esos pantalones de piel de gamo! ¡Vaya figura extraña! Él era un barbilargo caballero esco cés. Lo recuerdo bien. Nunca dio su nombre, por supuesto. Le dejó la biblioteca. Nuestra Fevvers siempre estaba hurgando por .illí, la nariz metida en algún libro, con sólo un saco de bombones de menta por compañía. Bombones de menta, anotó Walser con renovado entusias mo. En Inglaterra un dulce común, en América... -En cuanto a mi vuelo -continuó Fevvers inexorable-, com prenderá que con mi tamaño, mi peso y mi constitución general no me era fácil, aunque hay espacio suficiente en mi pecho para unos pulmones de buen tamaño. Pero los huesos de las aves están llenos de aire y los míos están llenos de médula, y si el notable desarrollo de mi tórax hace de rompevientos como el de una pa loma, ahí se termina el parecido, y los problemas de equilibrio y las negociaciones elementales con el viento (que es un amante in constante) me absorbieron durante años. »¿Ha observado mis piernas, señor? Asomó la pierna derecha por la abertura del peinador. Tenía
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el pie calzado en una zapatilla de terciopelo rosa sin tacón ador nada con un plumón mugriento de cisne. La pierna misma, del todo desnuda, era irablemente larga y delgada. -M is piernas no cuadran con la parte superior de mi cuerpo desde un punto de vista meramente estético, como puede ver. Si fuera la verdadera copia de Venus, alguien constituida en mi es cala, tendría que tener piernas como troncos de árboles, señor; estas cachas debiluchas más de una vez se han curvado bajo el peso de mi torso, han cedido con un golpe y me han dejado es parrancada. N o soy muy notable andando, señor, más bien al re vés. Cualquier pájaro de mis dimensiones tendría patitas cortas que pudiera plegar por debajo y de ese modo convertirse en una cuña voladora que perfora el aire, pero estas zancas ahusadas no se adaptan ni a un pájaro ni a una mujer. »Al comentar este problema con Lizzie... -... le sugerí la tarde de un domingo un paseo por el jardín zoológico donde vimos las cigüeñas, las grullas y los flamencos... -... y estas criaturas de largos me procuraron la aturdidora promesa de un vuelo prolongado, que yo creía negado para mí. Porque las grullas cruzan continentes, ¿no es así? ¡Pasan el invierno en África y el verano en el Báltico! Hice votos de que aprendería a bajar y elevarme, que emularía por fin al albatros y me deslizaría con deleitado gozo sobre la Cuarentena Rugiente y la Cincuentena Furiosa, esos vientos como el aliento del infierno que montan guardia sobre el blanco polo sur. Porque a medida que mis piernas crecían, también crecía la envergadura de mis alas; y mi ambición creció también, para equipararme con las dos. Jamás me contentaría con un corto salto hasta las Ciénagas de Hackney. Q uizá fuera de nacimiento un gorrión cockney, pero no era ésa mi inclinación. Imaginaba que en el futuro cruzaría el globo en todas direcciones porque por entonces nada sabía de las restricciones que impone el mundo; sólo sabía que mi cuerpo era la morada de una libertad sin límites. »Los que se inician, por fuerza han de contentarse con inten tos modestos, señor. Subir al tejado las noches sin luna sin que nadie te vea, y despegar en vuelos secretos sobre la ciudad adormi lada. Comprobamos que algunas de las primeras pruebas podía mos ensayarlas en nuestra propia sala, como el despegue vertical.
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Lizzie repitió como si recitara una lección aprendida en un libro: -Cuando el pájaro quiere levantar vuelo de repente, baja los codos después de que el ímpetu... Fevvers echó atrás la silla, se levantó de puntillas y dirigió al lecho una cara que tenía la expresión de la más celestial beatitud, la cara de un ángel en un libro ilustrado de una escuela dominical, tina notable transformación. C ruzó los brazos sobre el busto y el Imito de la espalda bajo el peinador de satín empezó a levantarse v redondearse. En el viejo satín aparecieron rajaduras. Todo pa recía estar a punto de reventar y salir disparado. Pero los rizos "lícitos que se estremecían en la cima del moño de cabellos ya ro zaban las telarañas que había en el téCho descolorido por el luimo, cuando Lizzie advirtió: -N o hay lugar suficiente aquí, tesoro. Tendrás que dejarlo librado a su imaginación. La sala de Nelson tenía el doble de al tura que la que tiene este ático podrido y nuestra niñita no era ni l.i mitad de alta de lo que es ahora; salías disparada como si nada cuando tenías diecisiete años, ¿no es cierto, querida? -¡O h , la ca1tcia que había en la voz de Lizzie! Fevvers, de mala gana, volvió a su asiento, y una sombra de 1cllexión le cruzó la frente. -Cuando tenía diecisiete años, y empezaron nuestros malos años, los años pasados a la intemperie. ¿Queda algo de esa ga seosa, Liz? Lizzie miró tras el biombo. -Puedes creerlo, nos lo bebimos todo. Las botellas abandonadas que rodaban bajo los pies entre la fétida ropa interior daban la sensación de que en el cuarto hubiera habido una orgía. -Bien, entonces prepáranos una taza de té, ésta sí que es un tesoro. Lizzie se zambulló tras el biombo y emergió con un cazo de estaño: -Iré de un trote y lo llenaré en el grifo del corredor. Solo con la maravillosa giganta, Walser vio que la corriente subterránea de desconfianza que despertaba en ella, parcialmen te oculta durante la entrevista, salía ahora a la superficie. Su cor dialidad se evaporó; lo miraba por debajo de las espesas cejas pálidas casi con hostilidad. Pareció incómoda, jugueteó con el
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i .imito de violetas de modo aburrido. Algo en algún sitio, quizá la tapadera del cazo de estaño, tintineaba y resonaba. Ella inclinó la cabeza a un lado. Entonces las campanadas del Big Ben llegaron a ellos una vez más en medio del silencio de la noche y ella inme diatamente se animó. -¡Y a las doce! ¡Cóm o vuela el tiempo cuando una habla de sí misma! Por primera vez esa noche Walser se sintió perturbado. -¿C óm o? ¿N o dio ese reloj la medianoche hace un rato, des pués que el sereno llegó? -¿L o cree, señor? ¿C óm o puede ser eso, señor? ¡Oh, Dios, no, señor! ¿N o dio diez, once, doce... en este mismo instante? ¿N o lo oímos los dos aquí sentados? Mire su reloj, señor, si no me cree. Walser, obediente, consultó la faltriquera de su reloj; las ma necillas se unían en la medianoche. Se lo llevó al oído: el tic tac era industrioso como de costumbre. Lizzie volvió trayendo un cazo goteante. El camerino estaba perfectamente equipado para preparar el té; había una hornada de latón de alcohol en el armario junto a la chimenea y una bandeja de laca en la que moraban una tetera parda regordeta y unas gruesas tazas de cerámica blanca. Lizzie acercó una cerilla a la mecha pequeña y buscó una vez más en el armario una bolsa azul de azúcar y la leche. -Se ha acabado otra vez -dijo mirando dentro de la jarra. -Tendremos que beber el té solo entonces. -Pues bien, quizá los oídos me engañaron -murmuró Walser y volvió a guardar la faltriquera del reloj en el bolsillo junto a la solapa. -¿Q u é es esto? -preguntó de pronto. -C ree que atrasamos el Big Ben una hora -dijo Fevvers con cara seria. -M uy probable -dijo Lizzie despectiva-. ¡Oh, muy probable! Fevvers era muy afecta al dulce. Pasó por alto las medidas y volcó azúcar en su taza humeante directamente de la bolsa en una cascada. Calentándose las manos con la taza -porque no impor taba cuál fuera la hora, imperaba el frío de la noche-, Fevvers empezó de nuevo.
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La voz. Era como si Walser fuera ahora prisionero de la voz
< Fevvers: una voz cavernosa, sombría, una voz hecha para grii.n por sobre una tormenta, la voz de una pescadera celeste. Aunque extrañamente musical, poco adecuada para el canto: ha bía discordancias, la escala era de doce tonos. Una voz de vocales Cockney retorcidas y domésticas, y haches aspiradas al azar. Una voz oscura, herrumbrosa, envolvente, decidida, imperiosa como Iri de una sirena. Sin embargo semejante voz casi podría haber provenido no de la garganta de Fevvers, sino de algún.ingenioso mecanismo li as el biombo de tela, la voz de una falsa médium en una sesión. -Ma Nelson falleció de manera terriblemente repentina por que, resbalándose en algo, la piel de una fruta o una cagada de pen o, quizá, mientras cruzaba Whitechapel Hill Street camino ile Blooms para comprarnos a todas sandwiches de carne salada, cayó bajo los cascos y las ruedas del carretón de un cervecero. -Murió al llegar al hospital, la pobrecita -canturreó Lizzie i orno una campana partida-. N i siquiera tuvo tiempo de decir • Un beso», o alguna tierna última palabra por el estilo. Le hici m os un funeral hermoso: plumas negras y un cortejo mudo con velos en las chisteras, señor. ¡Whitechapel no ha visto nada se mejante antes o después! Seguía al cortejo una multitud de putas lin diosas. -Pero mientras estábamos empezando la comida funeraria ya de vuelta en nuestra sala, después de haber puesto a descansar a iiiiestra pobre y querida chica, llaman a la puerta como si hubiera llegado el Juicio Final. -Y realmente resultó ser el Juicio Final, señor; porque ¿a quien hago pasar sino a un clérigo disidente con el collar romano hasta las orejas que rechina los dientes y grita: «¡Q ue el salario del peí .ido pague la obra del Señor!». Ahora bien, a Ma Nelson, que nos fue arrebatada tan súbilaineiite cuando se encontraba en lo mejor de la vida, no mucho mayor de lo que es Lizzie ahora, no se le había ocurrido hacer testamento, aunque nos consideraba hijas adoptivas, pero tampoi o soportaba pensar en la muerte. De modo que al morir sin testal, todas sus posesiones, de acuerdo con la ley, correspondían a este pariente que la sobrevivía. A (¡oh, ironía del destino!) este
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severo y desalmado hermano mayor que la había echado de casa cuando tuvo de muchacha un primer desliz, de modo que la llevó en un cierto modo a la ruina, aunque en otro a la fortuna. »¿No hay justicia en la tierra ni en el cielo? Parecería que no. Porque este mismo hermano cruel y desnaturalizado llegaba le galmente autorizado para mendigar postumamente, y si nosotras no hubiéramos pagado la lápida con el poco dinero contante que teníamos... -... escogimos como epitafio «Puerto Seguro»... -... él habría hecho que esa buena mujer bondadosa y decente volviera a la tierra, sin que ni una piedrecita señalara su paso. »No podía soportar vernos allí sentadas comiendo comida que él pensaba que era suya. Volcó los pasteles de puerco y de rramó el oporto añejo que habíamos servido. Nos anuncia que nos ha llegado la hora; nos concede hasta las nueve de la mañana del día siguiente, tal era la bondad de su corazón, para empacar y hacernos humo. Abandonar el único hogar que habíamos cono cido e ir a la intemperie. De este modo planeaba él “ limpiar el templo de impurezas” , aunque alcanzó a sugerirnos que Dios podría sonreír a cualquiera de nosotras que se arrepintiera y se quedara, porque con singular justicia poética, tenía la intención de convertir la heredad en un hostal para jóvenes caídas, y pen saba que una ramera arrepentida o dos resultarían convenientes en el lugar; el cazador furtivo convertido en guardabosques, po dría decirse. -Pero ninguna de nosotras aceptó el puesto de guardiana que nos ofrecía. ¡No, gracias! -Después de regresar en un cabriolé a su rectoría en Deptford, celebramos un consejo entre nosotras para tratar nuestro futuro, que, sin duda, ya no compartiríamos. Aunque nos lamen tábamos de que así fuepa, la necesidad que primero nos unió de bía ahora separarnos, y por tanto nos inclinamos ante ella, como es preciso que todos lo hagamos, aunque los lazos invisibles del afecto nos mantendrían por siempre atadas en cualquier sitio a donde fuésemos a parar. »Pero lo inesperado no sorprendió a nuestras amigas del todo desprevenidas. Recordará que Ma Nelson sabía que los días de la vieja gran casa de putas estaban contados, y siempre instó a
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los de la academia a que se prepararan para ir al en cuentro de un mundo más amplio. »Louisa y Emily habían formado una de esas estrechas relai iones recíprocas que con tanta frecuencia reconcilia a las muje res de la profesión con sus rigores, y mucho antes del deceso de Ma Nelson habían decidido entre ellas retirarse temprano después de haber ahorrado lo bastante como para instalar una pe queña casa de pensión en Brighton. Durante mucho tiempo acai u iaron el plan y a menudo aligeraban las horas de faena mientras algún tipo las pinchaba con su incompetente instrumento medi tando si las fundas de las almohadas,tenían que ser dejadas lisas o bordadas de encajes o qué empapelado poner en los comedores. Aunque el súbito término de nuestros contratos obligó a estas jóvenes habilidosas a emprender su aventura con un capital algo menor que el que habrían deseado, consultaron sus libretas banCtii ias y se dijeron: nada se gana si nada se arriesga, y subieron a la planta alta para preparar en seguida los baúles; al día siguiente ti un a la Costa del Sur e iniciarían la búsqueda de alguna modesta propiedad adecuada. »Annie y Grace también habían reunido algún dinero, y dei nlieron invertirlo en instalar una pequeña agencia para mecanop.i aliar y hacer trabajos de oficina, pues Grace manejaba las teclas de la máquina como castañuelas y Annie tenía tan buena cabeza para los números que llevaba las cuentas de Ma Nelson desde hat u años. De modo que también ellas empacaron y al día siguien te abandonarían la casa en busca de un local adecuado. Tengo el agí ado de decir que esas chicas han prosperado también, señor, a Itiei /a de trabajo duro y buena istración. • Pero en cuanto a nuestra Jenny, aunque era la prostituta Itlás bonita y de mejor corazón que haya trotado nunca por Pici adilly, no tenía talento especial alguno en que apoyarse, ni dinei o, pues se lo daba todo a los mendigos, y con el funeral y la notii i , i del deshaucio y un trago de más del oporto de Ma Nelson, se echó a llorar: “ ¿Qué será de mí?” . Porque no tenía corazón para seguir haciéndolo sola después de la seguridad y la compañía que le lubía procurado la academia. Mientras la consolábamos y le set abamos las lágrimas, se oye un rat-a-tat-tat del llamador, v lie aquí que se presenta un joven mensajero con un telegrama.
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»Y ¿qué le habían traído los alambres vibrantes? Pues ¡un m arido! Porque el mensaje dice: “ U na muerte viene con otra o así se cuenta, y mi m ujer ancló en el mismo puerto que el A lm i rante” . (Él llamaba siempre a Ma Nelson el Almirante.) “Jennifer gentil, sé mía ante los ojos de Dios y de los hombres.” Firmado, Lord... -M u ck -interpoló Lizzie con plúmbea e irónica discreción. -L o rd M uck -concedió Fevvers reflexiva- Llamémoslo así, porque se sorprendería usted mucho, señor, si le dijera el nombre y lo buscara en la Guía, d e los Pares de Burke. Ahora bien, como se dice, no hay dos muertes sin que la siga una tercera. Pues se casaron en una m uy refinada ceremonia en Saint John, plaza de Smith; ella no se vistió de blanco porque se había declarado una viuda de provincia. Y luego, en la recepción, en el Hotel Savoy, nada más que lo mejor... -... él se atraganta con una b o m b e surprise y muere de asfixia -d ijo Lizzie y emitió una súbita risa cloqueante y feroz que Fev vers reprobó con la mirada. -D e modo que recibe treinta mil al año, una propiedad en Yorkshire, otra en Escocia y una m uy bonita casa en Eaton Square por añadidura. Y nuestra niña habría estado m uy bien, sólo que era una sentimental y lamentó mucho la pérdida, pues, siempre optimista, contaba con una larga vida feliz en compañía del viejo. -Sólo una puta -opinó Lizzie con súbita fuerza- podía es perar tanto del matrimonio. -E l negro le sentaba mucho a nuestra Jenny, pues es pelirro ja, y durante el luto decidió ir a Montecarlo, y encontrar algo de aturdim iento en las mesas de juego, pues era noviembre y hacía mal tiempo en Londres, y si ella tenía alguna debilidad, ésa era el juego. De modo que está sentada a la mesa, con traje negro de W orth, llevando sólo los diamantes más reticentes como convie ne a una viuda... -... cuando su mirada se encuentra con la de un caballero de Chicago que fabrica máquinas de coser... -... no se refiere usted... -interrum pió Walser. -Exactamente. W alser se golpeó los dientes con la punta del lápiz, enfrcnta-
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sobre las cosas de la mesa de tocador y luego fue ella la que conti nuó. 1)e modo que todas las chicas estuvimos satisfactoriamente instaladas y ninguna de nosotras pegó un ojo esa noche, pues es tábamos todas ocupadas planeando y empacando. Una vez que nuestras cosas estuvieron por fin guardadas, nos reunimos en la sala para acabar con la últim a botella del oporto de M a Nelson que Esmeralda había ocultado prudentemente tras el guardafue go cuando aquel ministro demente había irrumpido. Qué tristes estábamos de tener que despedirnos unas de otras y de esa habi tación, depositarla de tantos recuerdos agridulces y hum illacio nes y camaradería, de prostitución y hermandad. Y, en cuanto a mí, esc cuarto estará siempre sacramentalizado en mi mente pues allí me liberé por prim era vez de la gravedad. Todas se llevaron algún recuerdo para tener siempre presente la memoria de N el son, de vigoroso corazón. -P o r mi parte -d ijo L izzie-, me quedé con el reloj francés que siempre señala la medianoche o el mediodía... -... pues ¿no es una prueba viviente de que el tiempo está quieto, señor? Y Fevvers lo miró con grandes ojos abiertos y un tan sibi lante azote de las pestañas que las hojas de la-libreta de notas se movieron en la brisa. Sin embargo, y a causa de lo avanzado de la hora, el amplio blanco brillante de los ojos estaba levemente es triado de rojo. -Ese reloj... lo encontrará usted allí, sobre la repisa de la chi menea, porque jamás nos trasladamos un centímetro sin él. ¡Vaya, pues! Debo de haber arrojado mis bragas sobre él en la prisa de vestirme para la función de esta noche, porque no se le ve. Extendió un largo brazo a través del cuarto y quitó las volu minosas bragas que cubrían el bonito reloj antiguo que ella había descrito, con el Padre Tiempo en la parte superior y las mane cillas detenidas a las doce por toda la eternidad. Luego dejó caer las bragas con un montón de encaje sobre el regazo de Walser. Las mujeres rieron un tanto cuando él las cogió prudentemente con el pulgar y el índice y las dejó en el sofá detrás de él. -E n cuanto a m í-d ijo ella-, tomé mi espada, la espada de la Victoria, la espada que empezó a vivir sobre el muslo de Nelson.
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Se introdujo la mano por la abertura del peinadqr y extrajo una espada dorada, que esgrimió por sobre la cabeza. Aunque era sólo la espadita de juguete de un disfraz de almirante, resplande ció y brilló a la luz mortecina, tanto que W alser se sobresaltó. -M i espada. La llevo siempre conmigo, tanto por motivos de sentimiento como de autoprotección. Cuando se hubo asegurado que él había advertido cuán afi lada estaba, volvió a guardársela en el seno. -A l cabo de la noche, allí estábamos en ese salón, m uy juntas, como pájaros tristes, y sorbíamos nuestro oporto y m ordisqueá bamos un pastel de fruta que L izzie había preparado para N avi dad, pero ya no tenía sentido guardarlo. ¡Q ué triste, qué frío es taba el cuarto! Después del funeral no nos preocupamos por encender un fuego, de modo que en el hogar sólo había unas po cas cenizas nostálgicas de la madera de sándalo de ayer. Todo era: «¿Te acuerdas de esto?» y «¿Te acuerdas de aquello?», hasta que nuestra Jeny dice: «D igo yo: ¿por qué no abrimos las cortinas y dejamos entrar algo de luz ya que ésta será la últim a vez que ve mos este cuarto?». »Y las cortinas jamás se habían abierto en ese sitio desde que tengo yo memoria; tampoco las otras chicas podían recordar cuándo habían estado abiertas por últim a vez, pues con esos pliegues se había hecho la noche artificial del placer que era la estación perenne de esa sala. Pero ahora que la Señora de la A l gazara había partido a la sombra, parecía justo y correcto devol verlo todo a la luz del día común. »De modo que abrimos las cortinas y también las celosías y luego la alta ventana que daba sobre el río melancólico, de la que vino un viento frío, aunque reanimante. »Era la luz fría del alba y ¡con cuánta tristeza y sobriedad iluminaba aquel cuarto espléndido a la luz de los engañosos cand< labros! Veíamos ahora lo que no habíamos visto nunca; cómo la polilla había horadado la tapicería y los ratones habían roído las alfombras persas reduciendo a polvo todas las cornisas. El lujo de ese sitio no había sido más que ilusión; creado por los candelaImis de la medianoche, a la hora del alba todo era desgastado deii noro. Veíamos las manchas de humedad y moho en el techo y cu las paredes de damasco; el dorado de los espejos tenía un
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brillo opaco y un florecimiento de polvo cubría de tal modo ei cristal que cuando nos mirábamos en él, en lugar de ver las jóve nes frescas que éramos, veíamos las brujas en que nos converti ríamos, y sabíam os así que también nosotras, como los placeres, éramos m ortales. »C om prendim os entonces que la casa y a había hecho lo suyo por nosotras, pues la sala misma empezó a estremecerse y disol verse ante nuestros ojos. Aun la solidez de los sofás parecía estar cuestionada, y los pesados sillones de cuero tenían ahora el aire dudoso de un m ueble tallado en humo. » “ ¡Vam os, p u es!” , exclamó Esm eralda que jamás se abatía. “ ¿Q ué os parece si le ofrecemos a la vieja muchacha una pira fu neraria como la de los viejos paganos de antaño y burlamos al Reverendo p o r añadidura?” »Sale disparada a la cocina y vuelve con una lata de kerosene. Todas nos apresuram os a poner a salvo de la conflagración nues tras pertenencias, llevándolas al prado, y luego ungimos ritual mente las paredes y los portales de la vieja casa con gasolina, señor. Impregnamos po r entero los sótanos, empapamos las malditas camas, rociam os las alfombras. »Com o L iz z ie había sido el ama de llaves, se hizo cargo de la últim a tarea de ordenamiento: ella m ism a encendió la cerilla. -L lo r é —d ijo Lizzie. -N osotras las chicas estábamos en el jardín y las faldas nos restallaban alrededor en el viento de la mañana que venía del río. Nos estrem ecíam os de frío, de ansiedad, de dolor ante el final de esa parte de nuestras vidas, y de regocijo por un nuevo comienzo. Cuando el fuego hubo prendido bien, nos pusimos en marcha en fila india, cargadas con nuestros bultos, por el sendero hacia la ciudad hasta que alcanzamos la ruta principal y descubrimos una hilera de coches adorm ilados bajo la T orre, que se alegraron no poco al ver clientes a esa hora de la m añana. Nos besamos y nos separamos, y en d o cada cual por su cam ino. Y de ese modo el prim er capítulo de mi vida terminó entre llamas, señor.
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¡Qué largo fue el viaje hasta Battersea! Pero ¡fuimos tan bienve nidas al llegar allí! Las sobrinitas y los'sobrinitos saltaron de la mesa para abrazarnos e Isotta fue corriendo a preparar más café. Algo de vida fam iliar a la antigua no nos venía mal a ninguna de las dos después de haber vivido tanto tiempo la de la otra especie, y ayudaríamos en la tienda; yo daría vueltas a la manivela de la máquina de fabricar helados en las mañanas mientras que Fevvers, discretamente envuelta en un chal, atendería el mostrador. -H elado barato, a penique el montón. Cuanto más comes, más quieres comer... -¡M e encanta estar entre niños pequeños, señor! ¡Cóm o me y,usta oírlos cuando hablan o recitan versos alegres! ¡Oh, señor!, , puede usted im aginar un modo más inocente de ganarse la vida que vender buenos helados a precios modestos a niños pequeños, después de tantos años de vender engaños a hombres viejos y su cios? ¡Vaya! Estar cada día en esa heladería pulida y blanca era una purificación positiva. ¿No cree, señor, que en el cielo no co meremos sino helados? -Fevvers sonrió con aire beatífico, eructó y se interrum pió:- Eh, Liz... ¿queda algo que comer en este sitio? Estoy otra vez muerta de hambre. Hablar todo el tiempo de mí misma, señor; Dios, se le agotan a una las fuerzas... Lizzie miró bajo la servilleta en el cesto, pero no encontró nada, excepto loza sucia. -T e diré qué, tesoro -d ijo -, iré hasta la parada nocturna de coches en Piccadilly en busca de un sandwich de bacon, ¿te pare ce? ¡No, señor, guárdese ese dinero! Nosotras invitamos. Lizzie se puso rápidamente una chaqueta de piel gris, perturbadoramentc anónima, sobre el vestido, y con el auxilio de un largo alfiler se ajustó un raro sombrerito negro todavía redondo
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en la cabeza de pelo corto. Estaba fresca como una margarita. Le echó a W alser una mirada de soslayo gratuitamente irónica y sa lió por la puerta. Ahora W alser se encontraba solo con la giganta. Que guardó sdencio como lo había hecho la primera vez que Lizzie los había dejado a solas, y se volvió hacia el mundo inver tido del espejo, en el que se alisó una ceja como si la paz de su mente le exigiera ponerse todos los pelos en perfecto orden. Lue go, quizá esperando que el perfume la reanimaría, sacó las vio letas goteantes del pote de jalea y sepultó la cara entre las flores. ¿Se estaba cansando tal vez? Después de haberse impregnado de las distintas virtudes que pudiera obtener de las violetas, bostezó. Pero no como bosteza una chica cansada. Fevvers bostezó con prodigiosa energía, abriendo unas enormes fauces carmesíes, como un tiburón, inhalando aire suficiente como para elevar por los aires un globo Montgolfier. Luego se estiró repentina y abundantemente, extendiendo cada uno de sus músculos, como hacen los gatos, hasta que pareció que tenía intención de llenar todo el espejo, todo el cuarto. Cuando levantó los brazos, W al ser, enfrentado con axilas rasuradas y empolvadas, sintió que le faltaban las fuerzas; ¡D ios!, no le sería difícil aplastarlo entre esos brazos descomunales, aunque él era un hombre corpulento con la fuerza de quien tiene en los el sol destilado de C alifor nia. Una sísmica perturbación erótica hizo que se estremecie ra... a no ser que la causa fuera ese maldito champaña. Se puso de pie, sintiéndose aterrorizado de pronto, esparciendo ropa inte rior, rozándose dolorosamente la cabeza contra la repisa de la chimenea. - ¡A y ...! Discúlpeme, señora, pero la llamada de la natura leza... Si pudiera salir de ese cuarto sólo un momento, si se le per m itiera aunque sólo por un rato estar solo en el pasillo frío y lú gubre, lejos de la presencia de ella, si por una vez pudiera llenarse los pulmones con un aire que no estuviera impregnado de «la esencia de Fevvers», recobraría quizás entonces el sentido de las proporciones. -M ee en la vasija tras el biombo, tesoro. Vaya. No nos pare mos en ceremonias.
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-V A Y A .
Parecía que no podría dejar el cuarto hasta que ella y su compañera hubieran terminado con él. De modo que, hum ilde mente, desapareció detrás del biombo y dirigió el arco pardo del exceso de champaña, como se le había indicado, a la vasija de porcelana blanca. El hecho de estar empeñado en esta tan humana actividad, lo devolvió de nuevo a la tierra, porque no hay en la micción elemento alguno de metafísica, al menos no en nuestra cultura. Cuando se abotonó la bragueta, la terrenalidad se reafir mó de nuevo a su alrededor. El camerino se llenó de pronto del olor salado y sabroso del bacon frito y una mano que sostenía lina tetera apareció desde detrás del biombo y vertió el contenido en el agua sucia del baño de Fevvers, sobre cuya superficie espu mosa y gris ya flotaban las hojas de té. Cuando emergió de detrás del biombo, la puerta que daba al pasillo estaba abierta y una bienvenida corriente refrescó el aire viciado. En el cuarto resonó la melodía del agua y el siseo de la cañería mientras Lizzie llenaba de nuevo la tetera en el grifo del pasillo. W alser suspiró sintién dose más seguro. -¡Escuche! -d ijo Fevvers alzando una mano. En el silencioso aire de la noche llegaban las ondas del Big líen. Lizzie cerró de un golpe la puerta al volver para poner la tetera sobre la hornalla siseante; las llamas malvas y anaranjadas se alzaron y se mecieron. El Big Ben cerró el clímax: sonó... y siguió sonando. W alser se dejó caer en el sofá desalojando no sólo una masa escurridiza de ropa interior, sino también un montón de panfle tos y periódicos escondidos debajo. M usitando una disculpa, recogió las prendas que olían a alm izcle, pero Lizzie, rechinan do los dientes de rabia, le arrebató los periódicos y los metió en mi rincón del armario. Raro... que no quisiera que él exami nara un viejo periódico. Pero más raro era todavía que... el Big Ben hubiera dado otra vez la medianoche. La hora de fuera correspondía con la que el dorado reloj parado señalaba dentro. Dentro y fuera coincidían exactamente, pero ambos estaban m uy equivocados. Hum.
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Él rechazó un sandwich de bacon; las lonchas de carne oxi dada que sobresalían entre las rebanadas de pan blanco no pare cían adecuadas sino para satisfacer un hambre extrema, pero Fevvers las devoraba con deleite, masticando vigorosamente con dientes largos, relamiéndose los gruesos labios untados de grasa. Lizzie le pasó otra taza de té oscuro que le quemó la garganta. Nada había de anormal en todo esto, salvo la hora. La comida reanimó el corazón de la aerialiste. La espina dorsal se le reafirmó, y ella resplandeció nuevamente mientras se enjugaba la boca con la manga una vez más, dejando brillantes huellas de bacon en el satín mugriento. -Com o iba diciendo -prosiguió-, vivimos un tiempo en casa de Isotta en Battersea, en medio de todas las alegrías del hogar. Y, una alegría muy especial: estábamos a una zancada, a un paso, a un pasito del bueno del Oíd Vic en Waterloo, donde, a precios muy razonables, nos acomodábamos en la cazuela y llorábamos con Romeo y Julieta, abucheábamos y silbábamos al jorobado Dick, nos reíamos de las calzas amarillas de Malvolio... -Amamos de todo corazón al Bardo, señor —dijo Lizzie con viveza- ¡Cuán espiritual es el sostén que nos ofrece! - Y también íbamos un poco a la ópera... ¿Nuestras favoritas, señor...? Pues... -Las bodas de Fígaro, por su análisis de las clases -sugirió Lizzie impasible. La cordial carcajada de Fevvers no logró ocul tar del todo su irritación. —¡Oh, Liz, sí que eres buena! En cuanto a mí, siento un gusto especial por Carmen de Bizet, a causa del espíritu de la heroína. Antes de recomenzar, sometió a Walser al bombardeo azul de sus ojos. -D e modo que allí estábamos, pues, en Battersea; ¡felices días aquellos! Pero hubo un invierno espantosamente frío y una muy escasa demanda de helados, de modo que a Gianni... -... el marido de Isotta, mi cuñado... —... se le agravó mucho el pecho. Tenían cinco pequeños y uno más en camino y el negocio iba tan mal que las cosas se hi cieron muy difíciles, puedo asegurárselo. Entonces el pequeño enfermó y no quiso ya probar alimento; casi enloquecimos de preocupación.
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-Lina mañana que los niños mayores estaban en la escuela, (iianni afuera en la helada niebla de noviembre obligado por sus negocios, el pobrecito, a pesar de su tos, Isotta en el piso alto la mentándose por el bebé, yo en la cocina cortando piel de naranjas .ibrillantadas, Fevvers en el cuarto de la trastienda enseñando el ibccedario a la niña de cuatro años... -Aunque sé que no debería tener favoritos entre ellos, y en verdad los quiero a todos como si fueran míos, pues bien, mi Violetta... Tendió la mano para acacigiar el ramito de violetas de Parma sobre la mesa de tocador con una sonrisa que, por una vez, no Miaba destinada a que Walser la viera. -C on Violetta en las rodillas, explorábamos juntas las avenm ras de la A y la B y la C cuando suena la campanilla y allí, en la 1n uda, se encuentra la anciana señora más extraña que yo nunca haya visto, vestida con las ropas de su juventud, es decir, de unos 1 mcuenta años atrás, un vestido de chifón negro que parecía halapos colgados sobre una tal masa de enaguas de tafetán, que en un principio no era posible distinguir cuán delgada era, que no Irma más que piel y huesos. Sobre la cabeza llevaba un anticuado sombrero abovedado de deslustrado satín negro, con adornos de •/¿hache a los lados y un velo con lunares negros por delante, tan espeso que no era posible verle la cara. • “ Hágame pasar a la trastienda, Victoria Alada” , dijo, y su Vo/ era como el viento en los alambres del telégrafo. • Violetta rompió a llorar al ver a mi visita y yo la llevé deprisa ri la cocina para que Lizzie la consolara con nueces y limón con111 a Jo , pero también a mí me había perturbado esta aparición, e hice que se instalara junto al fuego en el mejor asiento (porque • 1 a posible discernir que se trataba de una mujer de la nobleza) ton tartamudeos y ademanes nerviosos, algo nada propio de mí. I lia tendió las manos hacia el fuego; llevaba esos guantes de en. aje negro de tiempo de las abuelas, que no llegan a cubrir los dedos más allá de la primera articulación, de modo que era posi ble vei que los dedos no eran más que huesos y uñas. •"Supongo que los malos tiempos han llegado para ti desde que Nelson murió” , dice. ■•"N o diré yo que las cosas son color de rosa” , digo, aunque
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su sola presencia me hace estremecer, y ni por un instante en toda la entrevista se quita el velo. »“ Bien, Fevvers” , replica. “ Tengo una proposición para ti." Y dice una cifra que me deja sin aliento. »“ Y no tienes que hacerlo, ¡oh, tenlo por seguro!” , me dice. “ Es decir, no hasta que tú no lo quieras.” De modo que entiendo que lo ha oído todo acerca de mí, que yo era la nave insignia de Ma Nelson, pero que no intervenía nunca en la batalla, que Nclson no me llevaba a la plaza de subastas, de modo que se me co nocía en todo el bajo Londres como la Puta Virgen. »“ Te quiero para mi museo de mujeres monstruos” , dice. “ N o tienes que decidirlo ahora.” Poniéndose en pie, deja su tar jeta sobre la repisa de la chimenea y se marcha, y al mirarla desde la puerta de la tienda, veo su anticuado y pequeño carruaje, com pletamente cerrado, tirado por un poney negro, y en el pescante, un negro con una lúgubre peculiaridad: había nacido sin boca. Luego la agria niebla parda que se levantaba del río se los tragó, pero oí los cascos que trotaban hacia el Puente de Chelsea, aun que no oía las ruedas, pues estaban revestidas de goma. -E ra la famosa Madame Schreck -dijo Lizzie sin inflexión alguna en la voz, como si la mención del nombre fuera ya un.» noticia bastante mala. Famosa, en verdad; Walser había oído vagos rumores en los clubes para hombres por sobre el brandy y los cigarros, jamás acompañado el nombre por risotadas, ironías, codazos en las costillas, sino por murmullos que sugerían lo profundamente extraño, las curiosas revelaciones que le salían a uno al encuentro detrás de las puertas tres veces aherrojadas de Nuestra Señora de! Terror, puertas que se abrían de mala gana, con un gran estrilen do de candados y cadenas, para luego ceder el paso con un pro longado gruñido de desesperación. «Madame Schreck», escribió Walser. La historia estaba por tomar un giro tétrico. -¡O h , mi pobre niña! -exclamó Lizzie con un suspiro . Si sólo... si sólo el bebé no hubiera empeorado, si sólo la tos de Gianni no se hubiera vuelto séptica, de modo que tuvo que gu.ii dar cama; si sólo Isotta no hubiera caído de ese modo escalo.is abajo y los médicos no la hubieran obligado a pasarse los últimos
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ti es meses de su vida tendida de espaldas en el sofá de la cocina... t )h, señor Walser, la dolorosa letanía de los infortunios de los pobres es una ristra de «si sólo». -Si las cuentas del doctor no hubieran consumido todos nuestros ahorros de ese invierno, y en cuanto a las actividades de la Kama Especial... Esta vez fue Lizzie la que le pateó furiosamente el tobillo a iVvvcrs, pero la joven no omitió ni una coma de su historia y si l i c i o tranquilamente desde otro ángulo. -Y los pequeños enfrentados a la muerte por inanición. ¡Oh!, 11 nuestra casa no hubiera sido abrumada por la acumulación de 1 m.iitrofes imprevisibles, que precipitan a los pobres como noioi 1os al abismo de la miseria sin que haya falta de nuestra parte... -«N o lo hagas, Fevvers», decía nuestro Gianni, pero luego I011.I hasta escupir sangre. I'.ntonces me levanté temprano una mañana, antes que hu itín.1 nadie despierto en la casa, antes que nadie pudiera impedír me lo, dejando a Lizzie dormida en nuestra cama, empaqué apret m .idamente unas pocas cosas en una maleta de tela, y sin olvidar Mu tali s má n favorito, la espada de juguete de Ma Nelson, que me coraje, dejé un mensaje garrapateado sobre la mesa de la ^oi ni.1 y me encaminé vacilante hacia el Puente de Chelsea justo «I ponerle la luna. Hacía un frío lacerante y ni siquiera en el fuHf>i.il de Nelson sentí tanta pesadumbre en el corazón. Cuando Éfgue a la última farola sobre el puente, la luz se apagó de pronto pi'iill de vista a Battersea en la oscuridad que precede al alba.
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-H a llenado ya su libreta de notas -observó Lizzie. Walser le dio la vuelta para disponer de nuevas páginas en blanco. Afiló el lápiz con una navaja de afeitar que siempre llevaba en un bolsillo inte rior de la chaqueta, y flexionó la muñeca dolorida. Lizzie, como si lo recompensara por estas actividades, volvió a llenarle la taza y Fevvers tendió la suya para que también le sirviera más té. -V aya si da sed trazar una autobiografía -dijo. El pelo exu berante empezaba a escaparse de los alfileres de Lizzie y jugue teaba aquí y allí a lo largo de la cerviz toruna. »Señor Walser -prosiguió severamente, haciendo girar el asiento-. Téngalo bien claro: la Academia de Nelson acomodaba a quienes tenían el cuerpo perturbado y deseaban verificar que, por equívocos y costosos que pareciesen, los placeres de la carne eran en el fondo espléndidos. En cambio Madame Schreck abas tecía a los que tenían perturbada... el alma. Sombría, echó una mirada al té tremendamente endulzado. -E ra un edificio en Kensington, en una plaza con un jardín melancólico en el medio, con hierbas mal cuidadas y árbo les deshojados. El hollín de Londres había ennegrecido la fachada de la casa como si el estuco mismo guardara luto. Sobre la puer ta de entrada había un pórtico amenazante, señor, y había rejas en todas las persianas interiores. Y el llamador de la puerta estaba ominosamente cubierto con un crespón. »Ese mismo tipo sin boca, el pobrecillo, me abre la puerta después de no poco quitar cerrojos desde dentro y me invita a entrar con elocuentes gestos de las manos. Nunca vi ojos tan cargados de pena como los suyos, la pena del exilio y del abando no; sus ojos decían, tan claramente como lo hubieran hecho sus labios: “ ¡Oh, niña, vete a casa! ¡Sálvate mientras todavía hay
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1innpo!” , aun mientras me ayudaba a quitarme el,sombrero y el 1 luí, pero yo soy la misma pobre hija de la necesidad que él, y así 1 1uno él tiene que quedarse, lo mismo por fuerza he de hacer yo. «Aunque era muy temprano por la mañana para una casa de placer (aún no habían dado las siete), Madame Schreck, según parece, estaba del todo despierta aunque todavía en cama bebien do una taza de chocolate. Me hizo sentar y beber una taza junto i 011 ella, lo que acepté de buena gana, a pesar de mi azoramiento, pi >rque esa larga caminata me había agotado y me moría de ham bre. Las contraventanas estaban alzadas, las persianas bajadas, los pesados cortinados corridos, yjiabía una única luz en la habita ción, una pequeña luz nocturna sobre la repisa de la chimenea, de modo que me era difícil ver qué caldo de brujas había en mi taza. I lla estaba acostada en un viejo lecho de cuatro postes con dosel bordado y cortinados casi corridos del todo, de modo que no podía distinguirle la cara ni el cuerpo; hacía un frío de los mil de1111 iiiios. «“ Me alegro de verte, Fevvers” , dice, y su voz suena como el viento en un camposanto. “ Toussaint te mostrará enseguida tus apiiseiltos, y puedes descansar hasta la hora de la cena. Después te lomaremos las medidas para hacerte un vestido.” Por el modo en que lo dijo, se habría podido creer que ese vestido sería una sáblina mortuoria. «Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi los tímeos muebles que había en su habitación, además del lecho y mi «día lina caja de seguridad del tamaño de un ropero, con la ceII ai luí a de latón más grande que yo haya visto nunca y una mesa Mel ilorio de tapa corrediza, herméticamente cerrada. ■■Eso fue todo lo que me dijo. Me apresuré a terminar el cho to!,uc, puedo asegurarlo. Luego, el sirviente, Toussaint, con i'l mas tierno ademán, me cubre los ojos con la mano, y cuando me l«>&descubre, Madame Schreck está de pie y vestida, y se presenta lili delante de mí con vestido negro y un espeso velo de viuda es pidióla, que le llega hasta las rodillas, y unos guantes puestos. -N o crea, señor Walser, que soy una mujer de corazón dé bil, pi ro aunque sabía que en todo eso había no poco de especMClilo, el carruaje negro, el mudo, el frío carcelario, ella no dejó di' paieccrme horripilante, por encima y más allá de la ilusión.
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como si por debajo de esos lúgubres atuendos no hubiera otra cosa que una especie de marioneta malvada, que manejaba sus propios hilos. »“ ¡Vete y a !”, dice. Pero yo me acordé de mis sobrinitos que en ese mismo momento estarían atormentando a Lizzie, pidién dolé algo de desayuno cuando la noche antes habíamos consumi do el último mendrugo que quedaba en la casa, y le dije: “ ¿Puede darme algo como anticipo, Madame Schreck? De lo contrario saldré volando por la chimenea y no me volverá a ver” . Y llegué planeando hasta el hogar, que nunca había visto un leño encen dido, y aparté el guardafuego, dispuesta a cumplir mi promesa. • “ Toussaint” , dice. “ Que un hombre bloquee enseguida to das las chimeneas.” Pero cuando empecé a sacudir los atizadores, dice a regañadientes: “ Oh, muy bien” , y busca una llave bajo la almohada, oculta con el cuerpo la caja de seguridad para que yo no pueda leer la combinación, y la puerta se abre en un periquete. Adentro, ¡la misma cueva de Aladino! Lo que contiene brilla con luz propia, pila sobre pila de soberanos de oro, el rescate de una reina en collares de diamantes y perlas y rubíes y esmeraldas api lados en desorden entre títulos bancarios, letras de cambio, hi potecas ejecutadas, etcétera, etcétera, etcétera. Y desplegando la mayor de las renuencias, escoge cinco soberanos, los cuenta una vez más y me los entrega con una vacilación tan dolorosa como si fueran gotas de sangre de su propio y querido corazón. »Qué impresión tuve cuando sentí el roce de las yemas de sus dedos en mi palma, pues eran por cierto duras, como si no tuvie ran carne. Después, cuando estuve de nuevo en libertad, el mari do de Esmeralda, la Anguila, me contó que Madame Schreck, ése era el nombre que ella se daba, en realidad se había iniciado en la vida como Esqueleto Viviente, exhibiéndose en espectáculos se cundarios, y siempre había sido una mujer huesuda. »A 1salir de la habitación, miro por sobre el hombro para ver qué se propone ahora la vieja bruja, y el diablo me lleve si no se ha precipitado de cuerpo entero dentro de la caja de seguridad y aprieta contra el pecho huesudo las riquezas que contiene con la más vehemente pasión, al tiempo que emite unos sonidos des mayados que parecen relinchos. »Le digo a Toussaint, por quien sentí una simpatía inmedia-
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11, •1111* lleve los soberanos sin demora a Battersea, apoyo la cabe c i l en mi dura y chata almohada, busco rápido refugio en el sueftn, V despierto horas más tarde cuando ya se aproxima la noche. I' t a la habitación más desnuda y modesta que pueda imaginarse, t mi una camita de hierro, un lavabo de madera de pino y rejas dr hierro sobre la ventana por la que veo los árboles marchitos en el jardín desolado y unas pocas luces en las casas que dan a la pía/a. Ver esas luces de hogares felices me hizo lagrimear, señor, pni(|UC estoy en una casa donde no hay luces, no hay luces en Absoluto. •Entonces se me ocurre que quizás nunca pueda abandonar este sitio, ahora que he venido aquí por mi propia voluntad, que lite lie encarcelado entre los condenados por dinero, aun cuando haya tenido los mejores motivos; que el destino se ha cerra do para mí. • En este momento apocalíptico la puerta se abre, veo una (timbra tras una lámpara de kerosene, salto de la cama gritando... V la sombra habla con fuerte acento de Yorkshire: “ No es más i|iu la vieja Fanny, tesoro, no tengas miedo” . • Y en la compañía de los condenados encuentro mi único solaz. • ¿Quiénes trabajaban para Madame Schreck, señor? Pues, prodigios de la naturaleza, como yo. La querida Cuatro Ojos I anny; y la Bella Durmiente; y la Maravilla de Wiltshire, que no Irma tres pies de altura; y Albert/Albertina, que era bipartito/a, |l decir, mitad y mitad y ni uno ni otra; y la chica a la que llamá bamos Telaraña. Durante el tiempo que estuve en casa de Mad«me Schreck, éste era todo el contingente, y aunque ella le ro gaba a Toussaint que se uniera a alguno de los tableaux vivants, él nunca aceptó, pues era hombre de gran dignidad. Todo lo que hacía era tocar el órgano. »Y había una cocinera borracha en el sótano, aunque no la veíamos muy a menudo. -Ese Touissant -dijo Walser golpeándose los dientes con el lápiz-, ¿cómo se las componía...? -¿Para comer, señor? Por un tubo que le pasaba por la nariz, señor. Sólo líquidos, pero suficientes para sustentarlo. Tengo el placer de confesar que cuando empecé a prosperar en los salones
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y frecuentar la compañía de los hombres de ciencia, logré intere sar a sir S-. J-. en el caso de Toussaint, que fue operado con buena fortuna en el hospital de Saint Bartholomew hace ya dos años el pasado febrero. Y ahora Toussaint tiene una boca tan buena co mo la suya o la mía. Encontrará una descripción completa de la operación en The Lancet de junio de 1898, señor. Fevvers ofreció esta verificación científica de la existencia de Toussaint con una sonrisa deslumbrante. Era cierto que Fevvers había ganado la amistad de muchos hombres de ciencia. Walser recordaba que la joven había mante nido despierta la curiosidad de todo el Royal College de Ciruja nos durante tres horas, sin siquiera desabotonarse el corpiño, y había comentado la navegación de las aves en una sesión plenaria de la Royal Society con un aplomo tan infernal y una tan gran ri queza de terminología científica, que ni un solo profesor se había atrevido a cuestionar el alcance de la experiencia de Fevvers. -¡O h , ese Toussaint! -d ijo Lizzie-. ¡Cómo atrae a las multi tudes! ¡El hombre tiene una tal elocuencia! ¡Oh, si todos aquellos con semejantes cosas que decir tuvieran boca! Y, sin embargo, el sino de los que se afanan y sufren es ser mudos. Pero considere la dialéctica del asunto, señor —continuó con renovado vigor crepi tante-. De alguna manera fue la m ano blanca del opresor la que abrió la posibilidad del discurso en la misma garganta que, podría decirse, primero había enmudecido y... Fevvers lanzó a Lizzie una mirada de una furia tan enceguecedora que la bruja calló de repente, tal como había empezado. Walser levantó unas cejas mentales. ¡Había cosas en la chaperona que el ojo no alcanzaba a ver! Pero Fevvers le echó el lazo de la historia y lo arrastró con ella antes que tuviera ocasión de pre guntar a Lizzie si... -A ntes de toparse con Madame Schreck, señor, Toussaint solía trabajar en las ferias, lo que ustedes llaman el charco de arenques, Diez en Uno, señor. De modo que conocía la degrada ción y siempre mantuvo que son esos finos caballeros, que gastan sus esterlinas de oro en toquetearnos y husmearnos, los que ac túan contra natura, no nosotras. Porque ¿qué es «natural» y qué «contranatural», señor? La matriz en que se vacía la forma hu mana es muy frágil. Aplíqucsele el más ligero golpecito con la
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punta del dedo, y se quiebra. Y sólo Dios sabe por qué, señor Walser, pero los hombres que iban a casa de Madame Schreck eran todos de una notable fealdad; sus caras sugerían que cual quiera que hubiese vaciado esa forma humana no había puesto atención en lo que hacía. »Toussaint nos oía perfectamente bien, por supuesto, y a menudo escribía palabras de aliento y a veces pequeñas máximas en la libreta que siempre llevaba consigo, y era un gran consuelo V una inspiración para nosotras, en el confinamiento en que está bamos, como él lo será ahoraq^ra un mundo más amplio. Lizzie asintió con un enérgico movimiento de cabeza. Fevvers siguió adelante suavemente. -Madame Schreck tenía organizado así su museo: abajo, en lo que había sido la bodega, hizo construir una especie de bóveda 0 cripta con vigas agusanadas en lo alto y losas desagradablemente húmedas en el suelo, y este sitio era conocido como «Abajo en l
i oíanos», como ella solía llamarlos. »Algún caballero llamaba a la puerta principal, tomp, tomp: un trueno mortal amortiguado por el crepé del llamador. Tous•..imt le abría y lo hacía entrar, le quitaba el abrigo y la chistera y lo conducía al pequeño cuarto de recibo, donde el pelele hurgaba entre las ropas en el gran ropero y se ataviaba con una sotana o una malla de ballet o lo que se le ocurriera. Pero el atuendo que menos me gustaba era la capucha de verdugo; había un juez, 1 líente regular, que la escogía siempre. Sin embargo, sólo quería que una chica llorosa le escupiera encima. ¡Y pagaba un centenar tlr guineas por el privilegio! Excepto los días en que él mismo se ¡n>ni.i el tocado negro; entonces subía a lo que Madame Schreck llamaba el «Teatro Negro», y allí Albert/Albertina le echaba un U/o al cuello y le daba un tirón, aunque no tan fuerte como para hacerle daño, con lo cual el juez eyaculaba y le daba a él/ella una ¡«lupina, un billete de cinco libras, pero la Schreck siempre se hai i.i cargo de eso. i ,i
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«Cuando el cliente se había puesto el atuendo de su prefe rencia, las luces se amortiguaban. Toussaint se escurría al piso bajo y ocupaba su sitio frente al armonio que estaba escondido detrás de un biombo agujereado de estilo gótico. Empezaba a bombear alguna melodía alentadora como el bonito K yrie de al gún réquiem. Ése era el momento de despojarnos de los chales y las chaquetas en que nos habíamos envuelto para resistir el frío y abandonar los juegos de naipes con que pasábamos el tiempo, subir a nuestros pedestales y cerrar las cortinas. Entonces la vieja bruja acude ella misma bajando las escaleras del sótano como Lady Macbeth, conduciendo al feliz cliente. Había un montón de chirridos de cadenas, pues eran varias las puertas que había que abrir, y todo estaba a oscuras a no ser por la lámpara que ella portaba; una vela de un penique dentro de una calavera. »Así, todas estábamos alertas en nuestros puestos y la última puerta se abre y ella entra como V irgilio en el Infierno, con su pequeño Dante trotando detrás, relinchando entre dientes con una anticipación deliciosamente escarificada, y la vela-lámpara arroja toda clase de sombras sobre las paredes húmedas. »Se detenía al azar frente a uno u otro nicho y preguntaba: “¿He de correr la cortina? ¡Q uién sabe qué espectáculo fenome nal y contra natura se esconde detrás!” . Y ellos respondían “sí” o “no” según hubieran estado antes allí o no, pues si habían estado antes, ya tenían sus preferencias. Y, si era “ sí”, ella descorría la cortina mientras Toussaint emitía una discordancia estremecedora desde el viejo armonio. »Y allí estaba ella. «Costaba otro centenar de guineas hacérsela chupar por la M aravilla de W iltshire y nada menos que doscientas cincuenta más llevarse arriba a Albert/Albertina, porque él/ella era parte de cada cual y otro tanto por añadidura, mientras que la tarifa subía al trote y al galope si se quería algo especial. Pero, en cuanto a mí y a la Bella Durmiente era: “ mírame, pero no me toques”, pues Madame Schreck había dispuesto que figuráramos en una serie de
tableaux. «Después de que la puerta volviera a cerrarse con metálico estrépito, yo encendía la luz otra vez, echaba una manta sobre la Bella Durmiente, alzaba a la M aravilla de la percha que era dema-
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«¡tillo alta como para que ella pudiera saltar desde allí, y Toussaint Hits traía café caliente con algo de brandy dentro, o té con ron, (tinque era matador estar allí abajo. Oh, era un trabajo fácil, sin iluda, especialmente para mí y la Bella. Pero nunca pude acos tumbrarme al espectáculo de los ojos de los clientes; no había te ta oí en esa casa que ellos no trajeran consigo. «Según se suponía teníamos que recibir un billete de diez lilu as cada semana y una bonificación por faena adicional, esto es, (taia quienes las llevaban a cabo, pero de eso se quedaba con i meo libras por nuestra manutención, que era bastante escueta, i ai nc de buey y zanahorias hervidas y un budín con uvas pasas; rn cuanto al resto (una fortuna que superaba los sueños de la ntayor parte de las chicas que trabajan) jamás veíamos ni siquiera un penique. Ella “ nos lo guardaba en la caja de seguridad” . ¡Ja, ja! Que broma. Las cinco libras que recibí el día de mi llegada a la i ns.i tue el único dinero en efectivo que tuve en la mano durante Indo el tiempo que trabajé allí. «Porque desde el momento en que la puerta principal se ce11 .iba detrás de ti, te convertías en un prisionero; en un esclavo a ili i ir verdad. I.izzie se agachó una vez más a los pies de Fevvers y tiró del borde del peinador de la aerialiste. -C uéntale de la Bella Durmiente -le sugirió. ¡Oh, qué caso tan trágico, señor! Era hija de un párroco de iililca y brillante y alegre como una cigarra hasta que una mañana (lo su decimocuarto año, el mismo día en que le empezó la mensli luición, no despertó, no hasta el mediodía; y al día siguiente, hasta la hora del té; y al siguiente, mientras sus padres afligidos rozaban junto a la cama, abrió los ojos a la hora de la cena y dijo: -< reo que me gustaría comer un poco de pan ensopado en un pe q u e ñ o cuenco de leche». «De modo que la mantuvieron erguida con almohadas alre d e d o r , y le dieron de comer a cucharadas, y cuando hubo term i nado, dice: “No podría tener los ojos abiertos por mucho que lo mientara”, y vuelve a quedarse dormida. Y así siguió la cosa. Al i abo de una semana, y luego al cabo de un mes y de un año de i om i nuar de este modo la situación, Madame Schreck se entera de la gran maravilla, se encamina a la aldea donde reside y finge
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ser una fiJántropa k nob,leZa qU£ 86 ^ Carg°, de k JP° bf muchacha y la harú» v er P° r ° S me^ores doctores’ Y los Padres de la Bella, ya avanzad 0 5 en añ° S’ apenaS Pueden creer en la suerte que tienen. .... , , , . »Fue t - ¿ a en una camiPa hasta el vagón del tren con destino a LoTdfeTy d e ^ a Kensington’ donde su vida Prosiguió como antes Siem nr^ 56 desPertaba al atardecer>como la reina de noche; comía llena P * Un ° rÍnal 7 lueg° V° lvía a dormirse' Sól° había una d ife re n c ié Cada n° che’ Tomssant recogia el cuerpo dormido v 1 * * ° S 7 loS pÍeS’ 7 la Maravilla de Wiltshire era la que se las c o m ^ *1^ a CaUSa de la asombrosa destreza de sus pequeños dedos. „ „ . , , , , , , , t i , _ ^ d a Durmiente se había vuelto tan delgada »La cara de la B n i , . que los ojos ocu pab a ^ 3"1 en d la Un, lu§a" Y los ParPa~ dos cerrados eran o s ^ U * OS C° m° a p id infenor de las setas’ y de~ bieron de haberse vu - - e l t 0 mUy Pesados durante esos lar§os años arlr>rmi’loU cad a atardecer, cuando abría sus pequeños escananu- ° S’ POIXD e r ‘'^ ¡g c u rid a d , le costaba un esfuerzo cada vez escaparates al caer la ■ ■ < i ■ , i r m • i • e ^ a tienda le consumiera las débiles tuerzas mayor, como si abrir que aún le quedaban. ~ „v „ u • ^ -m tra s velábamos su sueno y esperábamos » Y cada vez, m i e ^ ■, . i u . con «n ' ^0»s5 que quizas ahora ya no luchara tan vacon su cena, tem íam e^**, j _ , ' , . „ , (dne despertar, que el vasto océano descono cido del e_rataia ° 'f L e í l que ella sobrenadaba, como los restos de un n a u f r a g u e fe hufc(¿ ft , í e r a llevado esa noche Un leíos de la costa’ en tes, que ya no le sería posible retornar. Pero mí e Corne ' r U ve en casa de Madame Schreck, la Bella t ero mientras yo esturí'w ^ . , • r • • • , Durmiente siempre d e ^ ' S^ 6 P° suficiente Para in§enr alS ° de pollo d e s m e n u z a d o ^ ^ ° Una cucharada de crema de
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Fanny le sostenía por debajo; y luego, con un breve suspiro, vol vía a hundirse bajo el leve peso de los sueños. »Porque, no crea que era una durmiente sin sueños. Bajo la suave piel venosa, los globos oculares se le movían continua mente de un lado a otro, como si estuviera mirando ballets reto zones que se desenvolvieran en el interior de los párpados. Y a veces los dedos de las manos y los pies se le convulsionaban y se estremecían, como las patas de los perros que sueñan con cone jos. O solía quejarse en voz baja o llorar, y a veces, muy quedo, se reía, lo que era extremadamente raro. »Y una noche en que Fanny y yo jugábamos al chaquete por haber poca faena, y la Maravilla prtStaba-süs servicios de manicu ra a la soñadora, ella grita de súbito: “ ¡Oh, es insoportable!” . »Y de debajo de esas pestañas fluyeron qnas pocas lágrimas. »“Y yo que había creído”, dijo la Maravilla, “que estaba más allá del dolor” . »Aunque de estatura diminuta, la Maravilla estaba tan perlectamente formada como cualquiera de sus avatares, como la‘ bonita y pequeña confidente de la Buena Reina Bess, la señora lomysen; o esa Anne Gibson, que se casó con ese tío pequeño que pintaba miniaturas; o la bella Anastasia Borculaski, que era bastante pequeña como para permanecer de pie bajo el brazo de su hermano, que a su vez era un hombre pequeño. Además, la Maravilla era una muy cabal bailarina, capaz de levantar muy alto la pierna como si fuese un par de tijeras de bordar. »De modo que le digo: “Maravilla, ¿por qué te degradas trabajando en esta casa, que es en verdad una casa de vergüenza, i liando podrías ganarte la vida en las tablas?” . “ ¡Ah, Fevvers!” , me replica, “prefiero exhibirme ante un hombre por vez que en mi teatro lleno de esas criaturas horribles, desagradables y pelu das; además, aquí estoy protegida de la inmunda multitud del mundo en que tanto he sufrido. Entre los monstruos estoy bien rsi oudida: ¿quién busca una hoja en un bosque? » "Permite que te diga cómo fui concebida. Mi madre era una lechera alegre a la que nada gustaba más que las travesuras. Cerca dr nuestra aldea había una colina perfectamente redonda, y aun que estaba recubierta de hierba, era casi hueca, pues estaba horail.id.i una y otra vez por túneles, como si hubiesen vivido allí gene-
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raciones de ratones. Aunque he oído decir que esta colina no era obra de la naturaleza, sino una tumba enorme, un sitio donde los que vivían en Wiltshire antes que nosotros, antes que los norman dos, antes que los sajones, antes aun que vinieran los romanos, depositaban a sus muertos; la gente común de la aldea la llamaba el Túmulo de las Hadas y se alejaban de ella por la noche porque creían que era, si no un lugar maldito, sí un lugar en que los seres humanos podían padecer curiosos destinos y transformaciones. » ”Pero la tarambana de mi madre, incitada por el hijo del al calde, que era un tunante y le apostó una moneda de plata a que no se atrevería, una vez pasó una noche entera en el solsticio de verano dentro de este castillo de tierra. Se llevó consigo una me rienda de pan y miel y un centavo de salsa y penetró hasta la médula del recinto, donde había una gran piedra que parecía un altar, pero con toda probabilidad había sido el ataúd de algún rey de Wessex muerto ya largo tiempo. » "Sobre esta tumba se sentó para cenar, y poco a poco la luz mermó por completo, de modo que se encontró a oscuras. Cuan do empezaba a arrepentirse de su temeridad, oyó la más leve de las pisadas. ‘¿Quién está ahí?’ ‘ ¡Vaya, Meg!, ¿quién si no el Rey de las Hadas?’ Y este extraño ser invisible la tendió sobre la piedra y la gozó, o así lo dijo ella, tan vigorosamente como el mejor de los hombres, antes o después. ‘ ¡En verdad estuve en el país de las hadas esa noche!’, dijo; y así fue que nueve meses más tarde hice mi infinitesimal aparición en el mundo. Me acunaba en me dia cáscara de nuez, me cubría con el pétalo de una rosa, recogía mis heces en una avellana y me llevó a la ciudad de Londres don de se exhibió a cambio de un chelín como ‘El Ama de Cría del H ada’ mientras yo me adhería a su regazo como un erizo. » ”Pero todo lo que ganaba se lo gastaba en bebida y hombres, pues era mujer casquivana. Cuando crecí demasiado para pasar por bebé de pecho, dije: ‘ ¡Madre, esto no nos servirá! Tenemos que pensar en nuestra seguridad y en nuestra vejez’. Ella rió no poco cuando me oyó piar de esa manera, pues yo tenía sólo siete años y ella misma no había cumplido todavía los veinticinco, y fue un día negro para mí cuando se me metió en la cabeza hacer que esa veleidosa criatura pensara en el futuro, porque por eso me vendió. » ”Por cincuenta guineas de oro al contado en la mano, mi
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madre me vendió a un pastelero francés de mostachos retorcidos que me sirvió durante dos temporadas en una tarta. Con un som brero de chef torcido en la cabeza, salía de la cocina con la bande ja y la ponía ante el niño que cumplía años, pues elpatisseur tenía al menos suficiente sensibilidad como para convertirme en golo sina sólo para niños. El niño que cumplía años apagaba las velitas y levantaba el cuchillo para cortar la tarta, pero el pastelero guia ba la hoja manteniendo la mano en el mango y evitando así que me cortara por accidente y le manchara su propiedad. Entonces, arriba saltaba yo por el boquete, vestida con lentejuelas y bailaba en redondo por sobre la mesa repartiendo banderillas, cintas y bombones. . » ”Pero a veces los más codiciosos rompían a llorar y decían que eso les parecía una mala pasada, que lo que ellos querían era una tarta y no un hada de visita. » "Posiblemente a causa de las circunstancias en que fui con cebida, siempre sufrí claustrofobia. Descubrí que soportaba ape nas el estrecho confinamiento dentro de esas tartas ahuecadas. Llegué a temer el momento de mi encarcelación bajo la capa de azúcar y pedía y rogaba a mi amo que me dejara en libertad, pero él me amenazaba con el horno y me decía que si no hacía lo que él me mandaba, la próxima vez no me serviría en una tarta, sino horneada dentro de un vol-au-vent. » ” Llegó por fin el día en que la claustrofobia me dominó por completo. Me metí en mi ataúd, padecí que la tapa se cerrara so bre mí, soporté el coche traqueteante hasta la dirección del clien te, fui echada sin miramientos sobre la bandeja, y me llevaron al comedor. Medio desmayada, sudorosa, asfixiada por falta de aire cu ese espacio redondo no mayor que una sombrerera, indis puesta por el olor de los huevos y la mantequilla horneados, pringada de azúcar y uvas pasas, ya no pude tolerarlo más. Con la fuerza del poseso empujé mis hombros desnudos a través de la masa y así emergí antes de tiempo, enharinada y quitándome mi gajas de los ojos. Mi erupción esparció velitas y violetas confita das por todas partes. » ”El mantel prendió fuego y los pequeños tesoros gritaban como si los asesinasen mientras yo corría a lo largo de la mesa con mis cabellos y mi falda de tul en llamas, perseguida por el furioso
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pastelero que esgrimía su cuchillo y juraba que haría de mí una bonne bouche. » ”Pero una niña mantuvo la calma en esta mélée, permaneció gravemente sentada en el extremo de la mesa hasta que llegué a su plato; me cubrió entonces con su servilleta y apagó las llamas. Luego me recogió y me guardó en su bolsillo y le dijo al pastele ro: ‘ ¡Hombre horrible, váyase! ¡Cómo se atreve a torturar así a una criatura humana!’. » ”Esta niñita resultó ser la hija mayor de la casa. Me llevó al cuarto de juegos y la nana cubrió de ungüento mis quemaduras y me vistió con un traje de seda que la propia muñeca de la joven señora sacrificó por mí, aunque yo era perfectamente capaz de vestirme sola. Pero habría de descubrir que las mujeres ricas, como las muñecas, no pueden ponerse sus propias ropas sin ayuda. Más tarde esa noche, después de la cena, fui presentada a mamá y papá, que estaban sentados frente al café, del que me dieron un poco, pues lo habían servido en tazas pequeñas adecuadas para mí. Papá me pareció una montaña con la cima oculta por el humo de su ci garro; pero ¡qué montaña tan bondadosa era! Y después de que hube contado mi historia de la mejor manera posible, la montaña exhaló una nube púrpura, le sonrió a mamá y habló: ‘Pues bien, mujercita, parece que no hay otra solución que adoptarte’. Y Mamá dijo: ‘Estoy avergonzada. Nunca se me ocurrió que ese ho rrible truco de la tarta podría hacer sufrir a una criatura viviente’. »”No me trataron como a una mascota o como a un juguete, sino como si realmente fuera de los suyos. Pronto sentí un pro fundo apego por la niña que había sido mi salvadora, y ella por mí, de modo que nos hicimos inseparables, y cuando mis pasos cortos no me permitían caminar junto con ella, me llevaba en el ángulo de un brazo. Entre nosotras nos llamábamos ‘hermana’. Ella tenía sólo ocho años y yo nueve. ¡Mi barca había llegado por fin a buen puerto! » ”E1 tiempo pasó. Nosotras, las niñas, empezamos a soñar con alzarnos el pelo y bajarnos las faldas y todos los deliciosos misterios del crecimiento que teníamos por delante... aunque en cuanto a mí, sabía que nunca crecería en cualquiera de los senti dos mundanos y esto, a veces, me entristecía. Una Navidad se planteó la cuestión de la pantomima. Algún sexto sentido, quizá,
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me anunció un peligro posible. Le dije a mamá que prefería no entretenerme en puerilidades y quedarme en casa esa noche a leer un libro. Pero mi hermana estaba algo atrasada en cuanto a ma durez, deseaba ver las luces brillantes y los bonitos oropeles y me dijo que si yo no iba con ellos, se estropearía la fiesta. Me sometí a esta tierna coerción. La pantomima resultó ser Blancanieves. » ”Me convertí en fuego y luego en hielo en nuestro palco a medida que las escenas se desarrollaban ante mí, porque aunque mucho amaba a mi familia, había siempre esa diferencia inaltera ble entre nosotros. La torpeza con que se movían no me moles taba demasiado, ni siquiera el trueno de sus voces, aunque nunca me fui a la cama sin un dolor de cabeza. No. Había conocido to llas estas cosas desde el día de mi nacimiento y me había acos tumbrado a la fealdad monstruosa de la humanidad. Mientras viví en esa bondadosa casa casi podría haber perdonado, cuando menos, la bestialidad de algunas de las bestias. Pero cuando vi a mis parientes naturales en el escenario, aun cuando retozaban y hacían cabriolas y daban un espectáculo de enanos cómicos, tuve una visión de un mundo en miniatura, un lugar pequeño, perfec to, celestial como el que podría verse reflejado en el ojo de un pájaro sabio. Y me pareció que ese lugar era mi patria y que esos hombrecitos eran sus habitantes, que me amarían no como a una 'mujercita’, sino como a... una mujer. »”Y además, quizá... ¡quizá la sangre de mi madre corría en escala reducida por mis venas! Quizá... ¡yo no podía conformar me con la sola conformidad! Quizá siempre había sido una chica m.lla y ahora mi maldad se manifestaba en actos. » ”Me fue fácil escapar de mi familia entre el gentío al termi nar el espectáculo; fácil encontrar la puerta de la entrada de artisi .in y pasar corriendo junto al portero en el momento en que llevaba un ramo a Blancanieves. Pronto encontré la puerta en la que alguna mano cruel había pegado burlonamente siete pequeñas esli ellas. Golpeé. Dentro encontré al joven más guapo que pueda imaginarse, sentado en una caja en la que cabíamos justo los dos, v estaba zurciendo un diminuto par de pantalones con lo que, a m i s ojos, I cvvers, habría sido una aguja invisible y una hebra de hilo asimismo invisible. »”‘¿De qué planeta minúsculo sales?’, exclamó al verme.”
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«Entonces la M aravilla se cubrió la cara con las manos y lloró amargamente. » “Te ahorraré los penosos detalles de mi caída, Fevvers” , dijo cuando se hubo recuperado. “Baste saber que viajé con ellos siete largos meses, pasé de uno al otro, porque eran hermanos y eran partidarios de compartir y volver a compartir. Me temo que no me trataron con bondad porque, aunque pequeños, eran hombres. Cómo me abandonaron sin un penique en Berlín y cómo vine a parar bajo la terrible protección de Madame Schreck son circunstancias que me cuento todas las noches antes de cerrar los ojos. Una y otra vez rememoro una eternidad de terribles re cuerdos hasta que llega la hora de levantarme otra vez y ver por mí misma que caeré en la degradación de quienes vienen a satis facer en mí fantásticas lujurias.” Fevvers suspiró. -D e modo que ve usted cómo esa adorable criatura creía realmente que tan atrás y tan arriba había dejado la gracia, que ja más podría salir del Abismo, y se miraba a sí misma, tan bonita e inmaculada, con extremo desagrado. Nada de lo que yo pudiera decirle la convencería de que valía más de un penique en el mer cado del mundo. Decía: «Cóm o envidio a esa pobrecita», señala ba a la Bella Durmiente, «salvo por una cosa: sueña». «Pero Fanny era harina de otro costal, una muchacha de Yorkshire alta, de grandes huesos, de lenguaje sencillo y animosa, con la que uno podría cruzarse en la calle sin una segunda mirada a no ser por la viveza de rosas que tenía en las mejillas y la elasti cidad de la salud en su paso. Cuando Madame Schreck descorría la cortina, allí estaba, una muchacha huesuda, vestida sólo con una camisa y una venda en los ojos. »Y Schreck decía: “M íralo, Fanny” . Entonces Fanny se qui taba la venda y le echaba al cliente una sonrisa esplendorosa. »Luego Madame Schreck decía: “D ije, m íralo, Fanny” . Ella entonces se levantaba la camisa. »Porque donde tenían que estar los pezones, había ojos. «Entonces Madame Schreck decía: “M íralo como es debido, Fanny” . Entonces esos dos ojos se abrían. »Eran azules como los de su cabeza; no grandes, pero muy brillantes.
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»Le pregunté en una ocasión qué veía con esos ojos mamarios suyos, y me dice: “ Pues lo mismo que con los de la cara, pero más abajo” . Sin embargo, pienso, por cierto, que a pesar de su carácter liberal y abierto, vio demasiado del mundo, y ésa es la razón por la que había venido a descansar con el resto de nosotras, desposeídas criaturas para las que no había función terrena, en este trastero de la femineidad, esta tienda de despojos del corazón. »A1 ver a Fanny que sostenía la cabeza de la Bella Durmiente contra el regazo, metiéndole a cucharadas un huevo pasado por agua entre los labios desvalidos, le pregunté: “ ¿Porqué no te casas, Fanny? Cualquier hombre se alegraría de tenerte a su lado una vez superada la impresión. Y traerías al mundo esos hijos propios que anhelas y mereces” . Con toda la placidez que se pueda desear, me dice: “ ¿Cóm o se puede amamantar a un niño con lágrimas sala das?” . No obstante era animosa, siempre tenía en los labios una sonrisa o una broma. Telarañas en cambio nunca hablaba mucho, era una criatura melancólica y se pasaba las horas sentada jugando al solitario. Ésa era su vida, decía. El solitario. -¿P o r qué la llamabais Telarañas? -preguntó W alser repeli do, seducido. -T enía la cara cubierta de ellas, señor, desde las cejas hasta los pómulos. ¡Las cosas que no era capaz de intentar Albert/Albertina para hacerla reír! Era gracioso/a y siempre dispuesto/a a la diversión. Pero no; Telarañas ni siquiera sonreía. «Éstas eran las chicas tras las cortinas, señor, las ciudadanas de “ A llá A bajo”, todas con corazones que laten como el suyo, señor, y con almas que sufren. -Y usted ¿qué hacía? -preguntó W alser, mordiendo el lápiz. -¿Y o ? ¿El papel que desempeñaba en la cámara de horrores imaginarios de Madame Schreck? La Bella Durmiente yacía completamente desnuda sobre una tabla de mármol y yo estaba a su cabecera con las alas plenamente extendidas. Yo soy el Ángel de la Tumba, yo soy el Ángel de la Muerte. «Ahora bien, si se deseaba dorm ir con la Bella Durmiente, había que hacerlo en el sentido pasivo y no en el activo, tal era el precario estado de su salud, y Madame Schreck no quería matar a la gallina de los huevos de oro. Si se deseaba yacer junto al cadá ver viviente y sostener en los brazos temblorosos el misterio mis-
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mo de la conciencia, que está presente y a la vez no lo está, era posible hacerlo, previo desembolso de dinero contante y sonante. Toussaint le cubría al individuo la cabeza con un saco, y lo con ducía desde el Abismo hasta arriba, al Teatro, y allí él esperaba sin oír nada ni ver nada... en absoluta oscuridad, en absoluto silencio, solo con sus pensamientos y los fantasmas que pudo haber concebido después de ver a las chicas de abajo. Entonces Toussaint le quitaba el capuchón y allí estábamos nosotras; en el ínterin nos había subido en un montacargas bien aceitado, oculto en la pared. »Un único candelabro arrojaba una luz sombría sobre la Be lla que dormía en el catafalco y yo me inclinaba sobre ella con las alas desplegadas y la espada, la Muerte Protectora, ¿entiende? De modo que si alguno de ellos intenta algo no incluido en la tarifa, allí mismo puedo golpearles los nudillos. En cuanto a la Bella, suspiraba y murmuraba todo el tiempo sin enterarse de nada, pero yo miraba al estremecido desdichado que había alquilado nuestra idea: acercársele como si ella fuera el tajo de la ejecución; y yo, como Hamlet, pensaba: “ ¡De qué maravillosa hechura es el hombre!” . »Poco a poco un caballero empezó a venir con asombrosa regularidad, una vez por semana, los domingos. Siempre se ponía el más peculiar atuendo para aventurarse Allá Abajo, una especie de túnica de terciopelo que le llegaba hasta las rodillas, de color ciruela y bordeada de piel gris y, en los pies, botas de cuero de un rojo brillante con campanillas en los tobillos que resonaban con suma dulzura a cada paso que daba. Alrededor de su cuello, de una cadena de oro colgaba un medallón asimismo de oro puro con una curiosa figura grabada; a menudo vi que Madame Schreck se lo miraba con envidia. »La figura grabada en ese medallón era la de, con perdón de mi francés, señor, un member de la variedad masculina; esto es, un falo en el estado conocido en heráldica como rampant, y los cojones tenían unas alitas que atrajeron enseguida mi mirada. A l rededor del tallo de este miembro viril se enroscaba el tallo de una rosa cuya corola se apoyaba de modo algo afectado en el sitio donde se repliega el prepucio. Si esta obra era antigua o moderna, no lo sé, pero representaba una gruesa inversión.
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»E 1 que lucía esta extraña joya había pasado ya un tanto la mediana edad, y era de constitución longilínea, delgada, algo en corvada, con una piel moteada de color malva, como consumida por el frío, pero de facciones delgadas, finas, con una alta nariz aguileña y mejillas muy bien rasuradas. Y un par de ojos azules extraviados y acuosos, los ojos de un hombre infeliz en el mundo. Culminaba este atuendo con un gran sombrero redondo de castor, de ala vuelta hacia arriba, y no se le veía pelo por debajo. La prime ra vez que Madame Schreck me descubrió al descorrer la corti na delante de mí, casi se sale de la piel de un salto y exclama: “ ¡Azrael!” . Desde entonces, sólo viene.para verme. Nada quiere de la Bella; me hace subir al cuarto de arriba y anda a mi alrededor relinchando entre dientes y jugueteando consigo mismo bajo la túnica, y Fanny, para mofarse de mí, lo llama mi “ noviecito” . «Durante seis domingos llega a venerar mi capilla, pero el séptimo, nosotras las muchachas estábamos sentadas cenando, cuando Madame Schreck envía un mensaje con Toussaint para que yo vaya a verla. «Eran muy pobres nuestras cenas en ese mórbido sepulcro, lisa vieja bruja era capaz de quemar un huevo cocido cuando ha bía empinado el codo, de modo que Fanny siempre guardaba algo de lo reservado para la dieta de inválida de la Bella, y re cuerdo especialmente ese domingo porque la cocinera había quedado fuera de circulación el sábado por la noche, y Fanny envió a Toussaint a que le fiaran un poco de carne de cerdo. De modo que Fanny se ocupó de la cocina y nos puso en la mesa una pata decente, con chicharrones y algo de puré de manzanas, y justo cuando estábamos devorándolo, fui convocada a la habita ción de Milady y ésa fue la última cena dominical de la que haya participado en esa casa. »“ Un caballero ha hecho una oferta” , dice Madame Schreck. l' stá sentada en su escritorio de espaldas a mí; una camisa de gasa silba sobre ella como una serpiente. »“ ¿Qué caballero y cuánto?” , pregunto con inmediata des confianza. »“ Se da a conocer como ‘Christian Rosencreutz’ y se mues11.1 muy generoso.” «“ ¿Cuánto de generoso es generoso?”
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«“Cincuenta guineas para ti, menos la comisión”, me dice por encima del hombro mientras sigue garrapateando en su mal dito libro mayor. De pronto, pierdo la paciencia. « “¿Qué, cincuenta guineas podridas por la única virgen ple namente emplumada en toda la historia del universo? ¿Y se llama usted una celestina?” »La agarro por el hombro, la levanto de la silla y le doy una buena sacudida. Es liviana como un haz de varillas y produce un sonido de matraca. ¡Cómo grazna y grita “Quítame las manos de encima” ! Pero yo sigo sacudiéndola hasta que dice jadeante: “Bien, muy bien, entonces... un centenar de guineas”. «“Pues bien, ofrece otro tanto”, pienso para mí, porque no lo creo ni por un momento; pero “Madame Maldita Schreck”, in sisto, “tampoco recibirá ni un penique de comisión, porque no me ha pagado nada desde que me dio esas cinco libras hace seis meses ¡Y aquí estuve desde entonces como una prisionera!”. »Y vuelvo a sacudirla hasta que chilla: “¡Muy bien, sin comi sión! Eso suma doscientas guineas, chupasangre”. Entonces la suelto. »“Abra la caja de seguridad”, le ordeno. »Va y hurga bajo la almohada y busca la llave. Lo hace de muy mala gana. Arrastra los pies envuelta en el velo y los harapos negros con un movimiento lateral y escurridizo, y vuelve la ca beza a un lado y a otro como si estuviera buscando una cueva de ratas por la cual escurrirse; pero yo soy el Ángel Vengador ahora y no puede escapar. Mientras está vuelta de espaldas, aprovecho la oportunidad para quitarme la blusa y sacudirme las plumas. Abre la caja de seguridad, mete dentro la mano enguantada y cuando sus dedos temblorosos tocan el oro, la tomo por los hombros otra vez y... ¡arriba vamos! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Gracias le sean dadas a Dios por los techos elevados! Arriba va mos hasta que mi cabeza choca contra el yeso, y cuelgo a la vieja chica del extremo de la varilla del cortinaje por la parte posterior del cuello y la dejo allí batiendo los bracitos y chillando y sacu diendo las piernecitas en el aire, desesperada. »“Ahora podemos negociar desde una posición firme”, digo. “¿Cuánto ofreció rea lm en te?” »“¡Un millar! ¡Ahora bájame!” Y aúlla y chilla.
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»“¿Cuánto dio como anticipo?”, pregunto, porque soy una muchacha honesta. »“¡La mitad como anticipo! ¡Bájame!” Pero yo desciendo sola y meto mis manos en la caja de seguridad, con la intención de sacar sólo lo que por derecho me corresponde, más la comisión, pero mientras estoy sentada en la cama contando el dinero, se oye una llamada diabólica en la puerta. Quienquiera que llama ha desgarrado el crepé amortiguador para hacerse entender, pues jamás se ha oído semejante estruendo. »E1 oro fue lo que me atrapó, pues no podía soportar la idea de abandonar la resplandeciente pila del tesoro y huir, y de pronto oí unas furiosas pisadas éfí Jas escaleras. Touissant se pre cipita en la habitación, pálido bajo los pigmentos, haciendo los más frenéticos ademanes con los brazos. Pisándole los talones entran dos gigantescos patanes constituidos de pies a cabeza por carne de horca, vestidos con túnicas, sandalias y capas de ópera cómica, cargando entre ambos una red de pescar. «Extendí mis alas inmediatamente, pero ¿adonde ir? Las ventanas están todas selladas... ¿hacia el techo y pasarme allí sus pendida toda la noche...? ¿Unirme a mi vieja Madame en el otro extremo de la varilla y quedarnos allí como un par de gárgolas? Perdí el juicio y retrocedí aleteando, como el pájaro acorrala do que era en realidad; estos bravucones me pescaron en un peri quete y me arrastraron escaleras abajo; yo daba con el culo contra cada uno de les peldaños dejando atrás una caja de seguridad bo íl uiabierta, un montón de dinero, un sirviente confundido y la vieja murciélago colgada a medio camino del cielo, que es lo más cerca que estará nunca de él, el alma se le pudra. »La puerta principal se cerró de golpe tras el saco revuelto de u-rror y de plumas en que me había convertido, y fui depositada en un coche d: cuatro ruedas y transportada noche adentro. «Pregunto a estos finos caballeros: “¿Adonde me lleváis?”. Pero ellos esttn sentados e inmóviles como estatuas con los bra zos cruzados ¡obre el pecho, mirando fijamente hacia delante sin decir una palaora. Las cortinillas están corridas, los caballos galo pan como unt conflagración. Y yo me abandono al azar de los ai ontecimienios, señor, ya que no puedo hacer otra cosa.