Índice Portada Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18
Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Agradecimientos Notas Créditos
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¿Cómo decirle? La cosa, en cierto modo, empieza así: una niña va por el camino con una cuchara sopera en la mano que se adivina llena. Otros niños van y vienen por el camino con cucharas soperas en la mano y esa niña puede que cuente cuántos son, yo lo habría hecho, siempre estoy contándolo todo. Son siete y con ella, ocho. Los que vienen ya llevan la cuchara llena, está llena de alioli. Los que van la llevan todavía vacía. ¿Quiere la explicación? Es domingo, y en ese pueblo los domingos todos hacen carne a la brasa. Los niños se dirigen a casa de una mujer que sabe hacer alioli del de verdad, del que no lleva huevo. No le pone huevo, solo ajo y aceite. Con la mano del mortero, no sé si usted sabrá lo que es. Los mayores envían a los pequeños a comprarle la cucharada de alioli porque, a partir de esa cucharada, en casa, podrán ligar el propio alioli, añadiéndole más aceite y removiendo. Se trata de una foto. Yo tengo la foto. No sé quién pudo hacerla, pero entiendo que la hizo porque ese acto cotidiano le llamó la atención, seguramente le pareció poético. La niña va de luto, este es un detalle importante, lleva dos hilos negros de coser en los agujeros de los pendientes. Se llama Àngela Alzamora Gelabertó y no hace mucho que se ha quedado sin madre. Se sabe que se ha quedado sin madre por los hilos negros y porque lleva el pelo cortado al cero (antes, seguro que llevaba unas trenzas largas, como las otras niñas de la foto). A las niñas que se quedan sin madre les cortan el pelo porque el padre no sabrá peinarlas. Y si supiera, no sería asunto suyo. Es otra época, no estamos hablando de la época actual, supongo que ya se lo habrá imaginado, antes se hacía así, no significa que el padre fuese cruel, ni eso que ahora llaman «sexista», no. Se hacía así. Si la niña se hubiese quedado sin padre sería diferente. La madre la peinaría. Es el año 1940, la niña tiene cinco años. Su madre murió hace tres. La han matado en una cuneta, cosas de la guerra. Pero no prepare el pañuelo, no se asuste, no quiero contarle ninguna historia de la Guerra Civil, y aún menos pretendo explicarle la vida de una escritora moderna, que sería yo, que se siente fascinada por una mujer —una mujer que tiene mucho en común con ella, más de lo que ella estaría dispuesta a itir, ya me entiende— que vivió hace muchos años. Sé que ahora se hacen novelas así, solo en este último año se han publicado tres o cuatro. Pero yo no soy exactamente una escritora y, sobre todo, no soy tan depravada. En realidad lo que tengo que contarle no tiene mucho que ver con la
pobre niña.
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Cuando cuento a qué me dedico (cuando lo cuento fuera del sector editorial), es como si dijera «detective privado», o «forense». Todo el mundo exclama: «¿Ah, sí?», con interés muy sincero. Si se lo digo a alguien del sector editorial (un editor, un escritor que no publique en la editorial donde trabajo en régimen de autónoma), me mira con desprecio. Soy una especie de negra. No una negra con aureola, no la negra de un novelista famoso, no la negra que redacta los discursos de un político. No, no. Hacer algo así, de alguna manera, ahora a todo el mundo le parece romántico. Conozco a algún escritor joven de esos con patillas y cara de desolación (de los que escriben libros que llevan por título el nombre y el apellido de una mujer) que serían felices haciéndolo y sobre todo explicándolo en las entrevistas. Lo que yo hago es escribir «libros prácticos», de modo que aporto mi grano de arena a la degradación imparable de la literatura. Somos un pequeño pelotón de negros que escribimos libros prácticos de todo tipo: de crecimiento personal, de saber estar, de frases célebres, de las cien frases más divertidas que tal presentador de programa fresco ha encontrado en paredes de lavabos, de recetas de cocina (pero firmadas por un personaje singular, como por ejemplo una monja de clausura) y biografías. En la plantación, yo soy la negra especializada en biografías. Biografías de personajes nada memorables pero sí muy conocidos. La biografía del presentador del tiempo de la televisión pública, la biografía del ganador de un concurso de talentos musicales, la biografía de tal actriz pornográfica, la biografía de tal imitador, la biografía de tal exactriz que se puso a dieta, o la biografía de tal decorador japonés que tiene una sección de feng shui en la radio. Quizá las haya visto en la mesa más grasienta de las librerías de grandes almacenes o en el aeropuerto. La colección se llama «Conocer a...». No crea que es fácil llenar libros así (no lo digo en el sentido literario, sino en el técnico). Este tipo de personajes tienen poco tiempo y suelen ser jóvenes (quiero decir que no han vivido una vida de ciento veinte páginas, que es lo que duran, invariablemente, los libros de la colección «Conocer a...» de Editorial Artemisa), pero, además, tienes que andarte con mucho ojo, porque si te equivocas en un dato, por insignificante que sea, la estrella recibe miles de cartas de protesta de sus seguidores y a ti te llaman de dirección y te amonestan.
Quiero decir que a lo mejor a usted le parece que es fácil escribir la vida de — por poner el ejemplo de una cosa que he hecho hace poco— el imitador Carlos Mochi, que parece tan campechano y simpaticote en la tele, pero no lo es. Este, cuando hablaba con él para documentarme, mantenía todo el tiempo la enfermiza y orgullosa humildad de la estrella que quiere que veas que ni por un instante olvida sus orígenes de informático gracioso. Me costó un montón que me explicara algo aprovechable de su infancia, porque todo le parecía poco importante. En casos así, el buen negro tiene que extraer proteínas de donde pueda. Tiene que hablar con sus padres, con la asistenta, con los vecinos, con la portera... Yo soy una negra especialmente dotada. Tengo un talento extraordinario para escribir una vida de ciento veinte páginas si me dan un resumen de diez líneas o de diez minutos. Supongo que mi nombre, Magdalena Rovira, no le suena (y es normal), pero seguro que sí que le suenan algunos libros que he hecho, sobre todo dos, porque se han convertido en best sellers. La biografía de Samantha Soler, por ejemplo. A lo mejor, si le digo el título, usted exclamará: «¡Ah, sí!». Se titula Exfumadora compulsiva. Y si no ha oído hablar de él, teclee en Google «Samantha exfumadora» y encontrará fragmentos y frases (hay un montón de páginas gays donde se habla de ello). Este tenía que ser un libro más, siguiendo el esquema invariable de otros de Artemisa, pero como tuve que inventármelo de arriba abajo, porque Samantha Soler siempre está drogada y no hay manera de que diga algo aprovechable, me quedó muy gracioso y también muy tierno (es lo que dicen). Espero que no crea que me siento orgullosa del resultado. Al contrario. Sé que es el churro más grande de la Tierra. Se lo juro. Pero también sé que es un churro bien hecho. Tiene un poco de feminismo barato, un poco de cosmopolitismo de extrarradio y un poco de reivindicación de los colectivos (la palabra no es mía) «minorizados», todo ello pasado, naturalmente, y cito la crítica de la revista Mujer de hoy, por el tamiz del humor. Por ejemplo, yo intentaba que me contara cosas de su infancia, pero no había manera: «¡Ay, pon lo que quieras...!», me decía. Y yo ponía: «Mi infancia fue diferente. Mis tías me preguntaban: “¿Y tú qué eres, un niño o una niña?”. Y yo contestaba: “Soy un niño, estoy segura, una mujer sabe estas cosas”». ¿Lo entiende? Como una especie de monólogo malo de la televisión. Se hicieron catorce ediciones y se tradujo al francés, al griego, al portugués y a un montón de lenguas más que ahora no recuerdo (tengo los libros en casa, me hace gracia verlos). Lo publicaron hace cinco años, pero no deja de dar dinero y ahora, en Brasil, se está rodando una serie basada en él (todo el dinero que me corresponde por los derechos, un uno por ciento, será para usted, no hace falta ni decirlo). Después de aquello, un agente literario famoso, Oriol Sánchez, llamó a mi negrera y le dijo que quería conocerme. Quería conocerme a mí, a la negra que
había escrito el libro de Samantha Soler —sabía que me lo había inventado de cabo a rabo— y puedo decirle que me sentí halagada. La negrera le dio mi teléfono —entre amos hay que hacerse favores— y Sánchez me invitó a comer en un sitio caro y después a copas, pero en el bar de un hotel, y yo —que hasta entonces había bebido sobre todo cava de menos de diez euros, gin-tonics y Campari con naranja— no paré de tomar manhattans, negronis y whisky sours absolutamente subyugada por el prodigio, mientras él sorbía una Coca-Cola. Pedí todos los cócteles de la carta excepto el san francisco y me prometí que siempre que tuviese pasta iría a ese bar. Y él, divertido por mi avidez, antes de ofrecerme el trabajo que me quería proponer me preguntó muchas cosas (luego he visto que siempre hace lo mismo, sabe hacerte sentir alguien muy importante e imprescindible). Que cómo trabajaba, que si había escrito alguna novela (mía), que si me ganaba bien la vida, que si era negra de algún político o algún famoso. Le dije que tenía unos cuentos en un cajón y quiso leerlos inmediatamente, de modo que aquella misma noche los llevé a encuadernar a Work Center (una tienda de fotocopias abierta toda la noche), y al salir me detuve en el bar del hotel donde él me había llevado por la mañana, pedí un solo cóctel (son carísimos) y traté de que me durara mientras los releía. Se los llevé al día siguiente. Pero pasaron las semanas y no me dijo nada, de modo que pensé que le habrían parecido mediocres. (Tiempo después, un día que nos acostamos le pregunté si ya había terminado de leerlos, y me hizo un comentario que no supe cómo interpretar). La cuestión es que el día que me conoció me encargó dar forma al libro autobiográfico de una chica a la que él representaba, Lian Pujol (la que hace el programa de nieve del segundo canal). No para publicarlo en Artemisa, sino para ganar un premio literario serio, el Tirant lo Blanc, que ya tenían pactado. Se entregaba dentro de tres semanas y al parecer la autora solo había escrito veinte páginas (me las dio, para que me hiciera una idea). No tenían ni el título. Y lo escribí, lo cobré sin ningún problema y, al parecer, le gustó mucho. No exagero. Piense que se publicó tal como yo lo había redactado, sin que ningún corrector tocara nada (bueno, alguna falta), y cuando salieron las críticas (que fueron todas muy elogiosas menos una), volvió a invitarme a comer y a unas copas en el mismo hotel y me regaló un billete a París con todos los gastos pagados (pero el hotel era tan de lujo que me gasté buena parte del presupuesto en propinas, porque allí todo el mundo te abría la puerta y esperaba que le dieses algo). Me dijo que cada equis tiempo seguro que tendría trabajo para mí, que
seguramente no tenía estilo propio, pero que era muy buena copiando el de los demás, cosas que si trabajas en Artemisa tampoco te han dicho tantas veces. Cuando pasó lo que le voy a contar, yo había terminado y cobrado un libro de protocolo de Marita Pichot (no sé si la conoce, es una marquesa que sale en la tele haciendo comentarios humorísticos sobre los pobres) y estaba escribiendo la biografía (esta se supone que «en clave de humor feminista») de la tertuliana y periodista Chus Soriguer (la que escribe «La contraportada»). Soy una negra versátil, ya ve. Tengo una gran facilidad para que todo el mundo quiera contarme cosas. Todo el mundo se muere por contarme los episodios más humillantes y ridículos de su vida, pedirme consejo y no hacerme ningún caso después. Tengo cara de confidente. Alguna vez que he cogido el metro (si tengo dinero voy en taxi, tengo gustos de rica) el colgado de la estación se ha dirigido a mí. En las reuniones, el que explica la anécdota me mira a mí. Las taxistas que me llevan de vuelta a casa de madrugada me cuentan que sus maridos las han dejado por otra y que ahora, de vez en cuando, «las buscan», pero que ellas no se ven capaces porque aún sienten «algo» y saben que sufrirán (es una historia que se repite en los taxis de madrugada conducidos por mujeres). Soy hábil haciendo la pregunta o diciendo la frase que desencadena la confesión. Soy hábil prestando atención. Usted también querría contármelo todo. Supongo que mi aspecto físico ayuda. No sé si me tiene vista, me parece que sí. Soy una rubia no muy alta, compacta, voluptuosa y vulgar, uso una ciento veinte de sujetador y estoy pasada de peso por culpa del alcohol. Se puede decir que tengo aspecto de prostituta maternal, de esas que te hacen y se dejan hacer de todo, pero, al final, también te preparan unos huevos fritos. Es eso. No todo lo que le voy a contar lo he vivido «en primera persona», como suele decirse. Algunas cosas sí, las he visto, estaba allí aunque nadie me viera, pero otras me las han contado los protagonistas. Por esta cosa mía que le digo, porque todo el mundo me lo acaba contando todo. Pero lo he dialogado igual, como si fuera una novela, ¿sabe? O un guion. No es por hacerme la artista, es para que sea más ameno. Comienzo por el final, lo que viene a continuación es el final, y luego ya volveré al principio.
3
Oriol Sánchez se apeó del coche oficial. Se despidió del chófer con una sonrisa y un gesto con la mano izquierda —era zurdo— que indicaba que se verían después: hizo girar unas cuantas veces el dedo índice mientras abría ligeramente la boca y arqueaba las cejas. Besó las mejillas de la consejera y le susurró: —¡Guapa! No era más que una palabra amable. La consejera de Cultura era una mujer asexuada, al estilo asexuado de las políticas de cierta edad y ciertas convicciones. Llevaba el cabello gris sin teñir, aunque alisado de peluquería, y gafas rojas de pasta (una extravagancia que ya no lo era: formaba parte de la normalidad, como llevar rotos en los pantalones). Mirándola, por alguna razón, se adivinaba que de joven había tenido buenas piernas y que, en casa, debía de conservar fotos suyas en alguna playa del Mediterráneo con grupos de amigos larguiruchos y fumadores, todos con aquella alegría en la mirada por ser los primeros en hacer algo: ir en barca hasta calas desiertas, fumar porros, comprar discos en el extranjero, y beber cervezas de marcas desconocidas. —Tú sí que eres guapo. Ella también lo dijo por decir, pero Oriol Sánchez era de verdad un hombre que se hacía mirar, al menos por ese tipo de mujeres que se declaran iradoras de Audrey Hepburn, sobre todo porque lucía una media melena también gris. Una melena alborotada que habría resultado catastrófica en alguien de sexo femenino, pero que a él le otorgaba aspecto de hippy acomodado y desvalido, conocedor de la poesía de Petrarca y de las hortalizas autóctonas de la comarca donde tenía la segunda residencia. No es que conservara vestigios de una juventud hippy, es que sabía que la estética hippy le quedaba bien. Solía llevar sandalias incluso en los actos oficiales, y unas gafas redondas, sin montura, que hacían que todas las mujeres —salvo la suya— pensaran en otras mujeres quitándoselas en el momento del sexo con vergonzosa osadía. Su hermana, en cambio, se parecía tanto a él que era bastante fea.
—¿Qué toca ahora, el PowerPoint? —susurró con una mirada maliciosa. Se trataba de una broma entre ellos que equivalía a decir que el acto que estaban a punto de presidir sería largo y tedioso. —Ahora, excursión al monumento —dijo ella. Pero lo dijo con la mirada triste. Desde el episodio del huevo (en la Consejería de Cultura lo llamaban así, «el episodio del huevo»), ya no se reía nunca, tanto que se había reído... —¿Primero la excursión y después el picoteo? ¡Los abuelos morirán! —Vais en autocar; es que no está cerca, ¿eh? Es que si lo hacemos al revés nos llegarán borrachuzos al monumento. Él compuso un gesto de fastidio. Compartir autocares con personas anónimas resultaba muy cansado cuando se era un poco conocido. Y él era un poco conocido, por las tertulias de la tele y la radio. Los anónimos, qué pereza. Adoraban los regalos corporativos, comer gratis y sacar pedazos de papel arrugados para pedir autógrafos a famosos de los cuales, a veces, no sabían ni el nombre, y siempre llevaban bolsas de la tienda Nespresso con chaquetas dentro. —Yo me voy en mi coche, ni hablar de ir allí en autocar. —Es que no está cerca, Oriol —contestó la consejera—. Y este es el único inconveniente que le encuentro a... Que hemos hecho el monumento donde Cristo perdió el gorro. —Lo hemos hecho donde hemos podido, Laura. Y viendo cómo ha ido todo, me parece que... Se interrumpieron. La autora del libro y su marido se les acercaban. —¡Eo! —exclamó la autora. Llevaba una americana de lentejuelas que le apretaba en el lomo y unos pantalones de pinzas. Oriol Sánchez echó un vistazo a sus zapatos (no adivinó la marca) y a su bolso de Prada. Este tipo de mujeres —él lo sabía bien—, cuando conseguían reunir un poco de dinero, se lo gastaban en zapatos y bolsos. De repente se las oía decir: «Es que yo soy una fetichista de los zapatos» o «Es que yo soy una fetichista de los bolsos». El motivo era —él lo sabía por su primera
mujer— que el pie y el monedero no modificaban nunca su perímetro, al contrario que el cuerpo, que sí se expandía. Esas mujeres sin disciplina para la dieta no cabían dentro de los vestidos de diseñadores, excepto en los de los informales, pero sí cabían en los zapatos y sí podían llevar bolsos. Zapatos y bolsos. Los zapatos y los bolsos eran todo lo que les quedaba para poder demostrar su estatus recién adquirido. —¿Conocéis a mi marido? —preguntó. —Hola, ¿cómo estáis? —saludó él—. Narciso. Hablaba muy despacio, como si durante toda la década anterior se hubiese dedicado profesionalmente al boxeo. Era gordo y afable, y tenía el aspecto inequívoco del segundo marido. Vestía un esmoquin de alquiler, porque, a pesar de que la inauguración del monumento era al aire libre, bajo el sol, el aperitivo que se serviría después era de etiqueta, en una carpa a la entrada de las cavas Batet. Con camareros y un experto en cortar jamón y todo eso. —Chus, ¿cómo estás? —dijo Oriol Sánchez. —¿Cómo estás? —dijo también la consejera. —Y vosotros, ¿cómo estáis? —Muy bien. Encantados de haber llegado aquí al final. Ella frunció la boca con modestia. Un fruncir de boca que quería expresar la emoción del momento y la poca importancia que se concedía a sí misma, a pesar de ser la autora de un libro tan sobresaliente como el que estaban a punto de presentar. —Sí, realmente... —canturreó—. Ha costado, pero al final... —No sé si nos toca sentarnos juntos —dijo distraídamente Oriol Sánchez—. ¿Lo habéis mirado ya? ¿Vosotros dónde os sentáis? —No nos sentamos, creo. Es un picoteo —explicó la consejera—. Será de pie. —No, sí... Al final sí —dijo Oriol Sánchez—. Perdona, Laura, que no te lo comenté, se me pasó. Al final sí, porque tendremos que escuchar el discurso y
venimos de la inauguración, que ya será a pleno sol y de pie. Y hemos pensado que los abuelos... —¡Juntos seguro que no nos toca! —vaticinó la autora—. Que hoy tenemos ilustres prohombres de la sociedad civil... —Se detuvo como si en realidad la frase diera mucha risa. Pertenecía a ese tipo de mujeres que se ven obligadas a remarcar la ironía—. Hoy —continuó— han venido todos los del sector conservador que hasta hace un minuto consideraban que había que pasar página y olvidar el odio, etcétera, etcétera. Cogió a Oriol Sánchez por el brazo. El fotógrafo de su periódico disparó. Yo lo observaba camuflada entre los ancianos, como si fuese un familiar más. —Has hecho un gran trabajo —la felicitó la consejera. —¿Sí? ¿Lo has leído? —Y se llevó la mano al pecho y soltó un resoplido, de broma, como dando a entender que se sentía muy aliviada—. Te juro que no he vivido durante todo este tiempo. Tenía la vida de Antonieta más presente que la mía. Y ahora, decíamos con... —Lo has hecho muy bien —ayudó Sánchez. La consejera no había leído el libro. —... con Narciso. Decíamos que a lo mejor estaría bien ir unos días a Venecia a pasar de todo... —Bien hecho. Os va a encantar. —No, no..., si ya hemos estado los dos. Lo único es que con parejas anteriores. ¡Vamos allí para romper el maleficio! Cruzó los dedos y se rio como si el sol le molestara mucho. —¿Sabéis que este fin de semana vamos a ser portada de dos suplementos dominicales (a nivel español, no locales)? Formó con las dos manos la señal de OK (puños cerrados y pulgares hacia arriba) y las movió muy deprisa, como si bailara el twist. Fue un gesto que, repentinamente, la hizo parecer muy anciana. —Haré que te los envíen. ¡Os! ¡Os! Os los envíen...
—No hace falta, seguro que nos los pasan... —Qué bien, ¿no?, que finalmente nos hayan hecho caso. Cati Rodés, la secretaria de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica, les hizo una seña discreta e impaciente, y ellos aprovecharon para avanzar —los escoltas les abrían paso— hacia la familiar más directa de la mujer muerta protagonista del libro. —Consejera... —dijo Cati Rodés—. Le presento a Judit Guitart. Ella es la nieta de Antonieta, y es quien nos... —Sí —sonrió ella—. ¿Cómo estás, Judit? —... facilitó la historia de la... —prosiguió Cati Rodés. Estaba nerviosa y no terminó la frase. —Tenía muchas ganas de conocerte —añadió la consejera en el tono de quien hace una confesión inevitable. La miró con curiosidad. Llevaba un bolso de Prada del mismo modelo que el de la autora, pero, en cambio, la ropa que vestía era barata. —Muchas gracias —se atropelló ella. Cati Rodés les volvió a hacer una seña para que avanzasen. Se acercó a Oriol Sánchez. —Habría que ir tirando —le susurró—. Ya tendríamos que estar inaugurando el monumento, y si no subimos ya mismo al autocar... Como la gente vea el picoteo... Y antes tenemos la cata del vino. —¿Qué vino? —Ay, el vino... Cava, cava. La cata del cava, quería decir. —Pero ¿cuál? ¿Qué cava? —El cava kosher. —¿Qué cava kosher?
Cati Rodés entrecerró los ojos. Oriol Sánchez nunca la escuchaba. Lo había explicado en cada reunión de la comisión y ahora se lo volvía a preguntar. ¿De qué servía hablar si él nunca la escuchaba? —De cava kosher, Oriol... —contestó cansinamente—, que elaboran en las cavas Batet, ¿sí? Que ha ganado un premio y tiene muchos puntos en aquella lista que se hace de vinos, etecé, etecé, etecé. Sánchez rio. —¿Pero el cava kosher no es solo para los judíos? ¿También nos lo dejan beber a nosotros? —Es para los judíos y para todo el mundo que lo quiera tomar —resopló ella—. ¿O es que tú no comes carne halal, aunque no seas musulmán? —¡Joder, no! ¡Qué asco! Era una provocación de las suyas. Cati Rodés procuró no caer en la trampa. No iba a enfadarse. —Pues tú te lo pierdes, porque yo la compro no por religión, sino porque el proceso está mucho menos industrializado. Oriol Sánchez adoptó el gesto socarrón que siempre mostraba cuando tenía que oír afirmaciones que él tildaba como «sostenibles». Cati Rodés era una reliquia de la primera década del 2000 —no sé desde cuándo vive usted en Barcelona, supongo que desde no hace mucho—, cuando había bonanza económica y nadie se atrevía a decir, al contrario que ahora, que cosas como las cuotas femeninas, el Ministerio de la Mujer o la comprensión hacia la diferencia inmigrante son una ridiculez. —¿Y este cava también sabe distinto? —Pues no lo sé, ya lo verás cuando lo pruebes, ¿no? —Había decidido contestar todas sus preguntas con normalidad. Él le pellizcó el brazo y añadió: —Yo voy a ir en mi coche, ¿vale?, que tengo que hacer llamadas. ¿Te encargas
tú del autocar? Y puso una mano sobre el hombro de la consejera, aunque ella procuró mantener una actitud no demasiado cómplice o desenfadada. Allí había muchos familiares de víctimas de la Guerra Civil, era necesario mantener las formas. Tenía miedo. En todos ellos veía enemigos, posibles personas que la odiaban y que querían lanzarle cualquier cosa. Suspiró. Si pudiera hacer que el tiempo pasara... No se refería a estar en casa sin zapatos, en realidad no quería llegar a casa. No quería ver a su marido. Pero sí quería haber inaugurado ya el monumento y estar de regreso en su coche oficial, con la cabeza apoyada en el cristal tintado y notando las vibraciones desde la sien hasta la mandíbula. Aquella media hora allí dentro. Los únicos lugares del mundo en los que ahora no se sentía en peligro y consideraba que se podía llorar a gusto eran los brazos de su madre y el asiento trasero de su coche oficial. Cati Rodés se plantó ante la puerta del autocar. La mayoría de familiares de los desaparecidos eran muy viejos, necesitaban ayuda para subir. Pero también había nietos (quizá bisnietos) y alguna mujer de mediana edad, como la nieta de la mujer muerta homenajeada. Muchos de los ancianos llevaban bigote, y eso me hizo pensar que era como la señal de haber mantenido los ideales durante toda la vida. Supongo que a ello contribuía el hecho de que se vestían con una corrección parisina y bohemia, con insignias en las solapas. Y que ninguno de ellos estaba demasiado gordo. El coche oficial se puso en marcha y siguió al autocar por un camino polvoriento, entre olivos y granjas de ladrillo gris, viñedos emparrados y, de vez en cuando, contenedores. Ante el monumento ya se congregaban los equipos de televisión y una multitud (que seguramente había llegado a pie). Ancianas con pantalones de tergal que abrazaban fotografías ampliadas y en blanco y negro de hombres inequívocamente de esa época, de rostros graves, tal vez por los peinados de corrección extrema, pero también porque, a pesar de que eran libertarios, a pesar de que estaban dispuestos a morir, no se dejaban retratar de la misma manera en que lo hacemos nosotros y otorgaban un carácter ordenado y aséptico a cualquier trámite oficial. La fotografía del colegio, la del servicio militar, la de la cédula de identidad. No se les ocurriría reír. Tendemos a verlos de una manera estereotipada, porque de ellos solo conservamos sus fotografías y sus cartas de caligrafía pulcra (sobre todo las de los medio analfabetos, que respetaban
demasiado la palabra escrita para hacer lo que hoy llamaríamos «personalizarla»). Su letra, tan escolar, no se puede comparar con la intencionadamente libre de un medio analfabeto de ahora. A los veinte años, los hombres de estas fotos —y la mujer que fue Antonieta Gelabertó Pedrola, la muerta homenajeada— ya hacían una vida de adultos. Tenían hijos. Tenían que decir: «¿Quieres hacer el favor de no tocar eso?». Decir esto te convierte en mayor, si no lo dices eres un niño; cuanto antes lo digas, antes serás mayor, se lo digo por experiencia. El monumento estaba tapado por una tela negra, pero yo ya sabía que se trataba de una placa dorada y clavada sobre un mármol muy blanco. Una placa llena de nombres y fechas. Muchos nombres. Se entendía que eran los nombres de personas que habían sido asesinadas allí durante la guerra y que no habían sido sepultadas dignamente. Es un plano inclinado, este monumento, no sé si se lo imagina. (En todo caso, si tuviera curiosidad por verlo, encontrará fotos en internet). Alrededor se habían depositado rosas rojas y alguna corona de la Generalitat (nuestro gobierno autonómico). Enfrente habían montado una especie de tarima con un parasol, para la lectura de los parlamentos. No habían previsto, en cambio, que entre los familiares habría dos mujeres en silla de ruedas que también tendrían que subir a la tarima. La consejera acercó su boca al cuello de Oriol Sánchez. Él es agente literario, ya se lo he dicho, pero también es el presidente de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. —Que no las suban a pulso, ¿eh? Tenemos que hacer algo para que lo vean bien. Piensa que la tipa esta... —se refería a la autora del libro—, por muy amiguita nuestra que sea, mañana puede escribir un artículo diciendo que no adaptamos el acto a los discapacitados. Imagínatelo... Él le apretó el antebrazo para darle a entender que no tenía que preocuparse, y se sorprendió por un instante de lo blando que era. Se dirigió a Cati Rodés: —Vaya marrón, ahora, por no haber previsto lo de las sillas de ruedas, ¿no? Ella se mordió el labio. Oriol Sánchez acababa de transferirle la culpa, como quien pasa información de un pen drive a un ordenador. Aquella culpa ya era suya. Ya la tenía en la memoria. —Ponedlas delante de todo —ordenó él en el tono de quien está tapando un agujero—. Pero que no las suban a la tarima, venga. Que os ayude el conductor.
Y empecemos sí o sí, que estos abuelos nos van a pillar una insolación y como la pillen, igual se quedan tiesos. Ella compuso una mueca. Que fuese la secretaria de la comisión no significaba que fuese la secretaria de Oriol Sánchez. ¿Por qué le daba todas las órdenes a ella? ¿Por qué la trataba como si fuera una azafata? —Y si se nos mueren —continuó él, ahora ya al borde la risa—, tendremos que hacer otro monumento para los abuelos. Con lo que nos ha costado este... Se rio, y supe de qué se reía. De pensar que los ancianos presentes en el homenaje se les morían y la comisión no tenía más remedio que levantar otro monumento al lado de aquel, para homenajear a los abuelos muertos, y que, cuando lo inauguraban, venían otros abuelos, que también se morían, y, de nuevo, la comisión no tenía más remedio que levantar un tercer monumento. Y que el viñedo se llenaba de monumentos hasta el infinito. Un técnico de sonido probó el micrófono. Dijo eso que siempre dicen los técnicos de sonido: «Sí, va...», como si estuviera en un concierto. Luego le dio unos golpecitos con el dedo. Observó a las autoridades con mirada afirmativa y profesional para indicarles que, por su parte, todo estaba listo. La autora del libro y Oriol Sánchez subieron a la tarima mientras Cati Rodés, detrás, ayudaba a situar a los niños e indicaba dónde debía colocarse a una violinista delgada, rubia y angelical. Una de esas chicas que salen en las películas urbanas que se supone que son pareja de un escritor en crisis creativa que ensayan descalzas en casa (pero siempre ensayan piezas enteras). —Consejera, alcaldesa, autoridades... —comenzó él—. Hoy hace setenta y cuatro años, una mujer cayó en el pozo. Algunos habrían querido que fuese el pozo del olvido... Esto hizo que los ojos de aquellas mujeres que lo miraban se humedecieran. Algunas de ellas llevaban gafas de sol. Una gafas de sol que, en mujeres tan sencillas (con vestidos de señora acicalada pero no de señora rica), sugerían enfermedades oculares o ceguera. Habían previsto que llorarían y se las habían puesto para no dar el espectáculo, a lo mejor. O igual se trataba de una convención. Para asistir a un entierro, a un acto así, te pones las gafas de sol, que podrían ser el sustituto de la ropa de luto de antes, lo que toca. Cuando en la televisión veo entierros de famosos, siempre ves a la madre, la mujer... con gafas
de sol. Y yo pienso: ¿de dónde las ha sacado? ¿Ya las tenía? ¿O ha enviado a un secretario a comprarlas? En Exfumadora compulsiva hay un capítulo (el cinco) en el que Samantha tiene que asistir a un entierro con las tres amigas que siempre la acompañan (totalmente inventadas; Samantha no tiene amigas, entre otras cosas porque siempre está emporrada y no se mueve del sofá). La nutricionista, la profesora y la maquilladora. La nutricionista le ha hecho una dieta a Samantha porque quiere perder tres kilos antes del sábado. Hace la Dukan, esa que hace que no puedas comer ningún hidrato, para inducir al hígado a entrar en estado de cetosis para que queme la grasa (tuve que estudiármelo a fondo para escribirlo). El capítulo es muy cómico porque Samantha cuenta que, en la iglesia, sus amigas se sientan con las piernas cruzadas, como si estuvieran en una boda. En el momento de comulgar, todo el mundo se pone en pie menos ella. Las otras le hacen señas (hice que Samantha fuese muy católica), pero ella no hace caso. «¡Es que la hostia consagrada es un hidrato! ¡Si tomo hidratos saldré de cetosis!», exclama. En las entrevistas siempre le dicen que se rieron mucho con este capítulo. La autora bajó la cabeza y abrió y cerró los párpados muchas veces. Se había puesto tanto rímel que en seguida se le formó una mancha oscura bajo los ojos. Detrás de ella, los niños miraban sus papeles. Tenían que leer nombres y más nombres de muertos no enterrados. No querían equivocarse, eso ocupaba toda su atención. Leer. Tenían que leer bien. Habían ensayado. Aquel pelo tan tirante y tan bien peinado de las niñas demostraba una vida plácida. Madres que se peleaban con ellas por la mañana para desenredárselo. Tengo que decirle que todavía hoy me impresiona la normalidad en la higiene infantil, porque pasé de la tutela de mi padre a la de la istración a los diez años, cuando murió mi madre y las autoridades comprobaron que él no pensaba hacer por nosotros algo como preparar la cena o llevarnos limpios al colegio. Solo le diré que el mote que arrastramos mi hermano Carlos y yo durante buena parte de primaria fue «los piojosos». Toda mi infancia llevé el pelo corto, como la hija de Antonieta Gelabertó cuando se quedó huérfana (pero no piense que quiero compararme con ella). Era el turno de Chus Soriguer, la autora. Desde mi sitio, había escuchado con oídos profesionales el discurso de Oriol Sánchez. Fue emotivo y vibrante, tenía un buen negro (lo conozco, es muy creído y muy perro, pero buenísimo en lo suyo). Yo, lo de los discursos políticos, no lo domino. No lo haría bien, las cosas como son.
—Consejera, alcaldesa, autoridades... La autora enumeró a los presentes por orden de importancia y, a continuación, anunció que tenía que pedir perdón. Pausa. Tenía que pedir perdón porque el último año se había atrevido a vivir una vida que no era la suya. La vida — pequeña y al mismo tiempo grande— de Antonieta Gelabertó Pedrola. Pausa y gimoteo. Se notaba que era una frase que le gustaba y que usaría siempre en las entrevistas. Al día siguiente apareció como titular en dos periódicos, creo. Apretó la mano de Judit Guitart, la nieta de la muerta, y ella se enjugó las lágrimas. Se abrazaron e intentaron no llorar, sin éxito. Se produjo un silencio, interrumpido inmediatamente por los aplausos (siempre que alguien llora en público, hay otro alguien que aplaude). Un espontáneo gritó: «¡Viva la República!», lo que hizo que Sánchez diese un golpecito a la autora para que continuara. Habían trabajado mucho para que aquel acto no se convirtiera en una proclama republicana, precisamente. La autora se secó los ojos de la forma en que se secan los ojos las mujeres que van maquilladas: por debajo y con mucho cuidado. Ahora, a causa de la televisión, estamos más acostumbrados a ver llorar a adultos maquillados que desmaquillados, y supongo que el hecho de ver que se secan sin la franqueza abandonada y tosca que mostraría alguien sin maquillar, que no pensara que aquel maquillaje podría estropearse, hace que los veamos más hipócritas. Sonarse la nariz sin miedo al ruido a causa de la pena, secarse las lágrimas con la mano plana, solo para poder continuar viendo, eso hace tiempo que solo lo vivimos en privado. Lo hacemos nosotros o alguien que llora por nuestra culpa. En público, siempre el mismo gesto: dedo anular que se coloca en paralelo bajo el ojo para recoger las lágrimas y la pintura negra, con la yema en el nacimiento de la nariz. Intentó continuar. —Decía que... Con la ayuda de Judit Guitart, que es nieta de Antonieta (permitidme que la llame así, como la llamaba su querido marido en las cartas y en familia...). —Otra pausa. Voz quebrada. »... No sé si podré... —Su rostro se iluminó de impotencia—. A ver... Con la ayuda de Judit he abierto una pequeña ranura en la vida de Antonieta... Una mujer que murió aquí, por la barbarie de la guerra. Y que fue enterrada aquí de cualquier manera. —Más hipidos—. Si me hacéis el honor de leer el libro que he
escrito (con la ayuda de mi maestro y amigo, el historiador Paul Adams) sobre la vida de Antonieta, pues... me gustaría que lo tomarais como un símbolo, el símbolo de todos los muertos sin tumba... Mientras duraban los aplausos, Cati Rodés colocó a los niños delante del micro. El técnico de sonido ajustó el de la violinista, que probó tres notas con súbita energía. Sánchez la repasaba, tratando de calcular su edad. —¡Perdón, perdón, perdón! —dijo entonces la autora, que ya se había situado detrás de los niños. Avanzó por la tarima con la cabeza hacia delante, encogida y jorobada, torpe a causa de los tacones, como en una representación infantil. —¡Perdón! Hizo un gesto estereotipado de ruego con las manos. —Perdón. ¿Puedo? —Y añadió—: Perdonad, perdonad, perdón. Es que se me ha olvidado decir el nombre de una persona sin la cual el trabajo de este último año habría sido mucho más duro. —Me miró—. Mi documentalista. La persona que ha ido p’arriba y p’abajo siempre que se lo he pedido, que ha trabajado para una neurótica como yo (que es muy fuerte...), que me ha buscado los millones de papeles que le he pedido, que ha visitado hemerotecas, que... Y es esta chica que está escondida por algún rincón, porque no le gusta para nada salir en la foto, y se lo vamos a respetar, que se llama Magdalena Rovira. Gracias. Se supo que yo era yo porque fui la única que no aplaudió. Y entonces, sí, los niños leyeron, por turnos, los nombres de las personas que aún no estaban enterradas dignamente, mientras la violinista tocaba «El cant dels ocells». «El canto de los pájaros», no sé si le suena, igual lo ha escuchado. Aquí siempre lo tocan en los entierros de víctimas de tragedias colectivas o en los homenajes a los fallecidos del mundo del deporte, antes de un partido de fútbol. Joan Anguera Palau, 19 de septiembre de 1937. Miquel Sobrequés Fitó, 19 de septiembre de 1937. Francisco Batet Moreno, 19 de septiembre de 1937. Me impactó la cotidianidad de aquellos apellidos y me impactó la repetición de la fecha pronunciada por aquellas vocecitas dubitativas e infantiles, no sé cómo decirle. La violinista no había previsto que la lectura de los nombres sería tan larga y, durante dos segundos o tres, se detuvo como si ya hubiese terminado, pero en
seguida vio que tenía que continuar. Finalmente, la consejera descubrió la tela negra y dio por inaugurado el monumento. Minuto de silencio bajo el sol. Los abuelos fueron conducidos de nuevo al autocar. Algunos se secaban la cabeza con pañuelos blancos (otro signo de vejez: no usaban clínex). Los de la televisión ya estaban colocando el micro a la autora. Querían que explicara cosas del libro, allí, junto al monumento. Ni una migaja para Judit Guitart, que era la nieta. Ninguna para mí, no lo digo con rencor. Regresé a pie. Conocía el camino de memoria.
4
Ahora vuelvo donde lo habíamos dejado al principio, y perdone si la lío demasiado con estos saltos en el tiempo: ahora hacia delante, ahora hacia atrás. No es por hacerme la rara, se lo aseguro. Supongo que no estoy acostumbrada a escribir nada que tenga más de una trama y no acabo de saber qué es mejor contarle primero y qué después. Aunque —no la voy a engañar— me produce un cierto placer lo de no tener que hacer, obligatoriamente, un relato cronológico. Las biografías de Artemisa no pueden contener flashbacks, nuestro tipo de lector no los aceptaría (hacen encuestas para saber estas cosas). Yo estaba en casa de la periodista y tertuliana Chus Soriguer intentando extraer proteínas de algún episodio de su vida. Le he dicho en el capítulo anterior que Chus Soriguer fue la autora del libro de esta mujer muerta, pero ahora, si acaso, no lo tenga en cuenta. Yo estaba en su casa haciendo una biografía, eso es lo que importa ahora, cuando vi de reojo que mi BlackBerry (la tenía en silencio) vibraba: me llamaban del servicio médico de la mutua de la plantación donde hago de negra. Una vez al año nos hacen una exploración rutinaria a todos los esclavos (es gratuita y, en cierto modo, obligatoria) y yo no había ido a buscar los resultados. Pero no contesté, claro. Quiero decir que no era adecuado coger el teléfono. Ni siquiera era adecuado tenerlo sobre la mesa del despacho de una tertuliana y periodista que está haciendo su biografía con su negra. Pero allí estaba, porque era la primera vez en la vida que mi niña se había ido a pasar el fin de semana con su padre, con la noche incluida. Ya había cumplido los tres años y en la sentencia de divorcio decía que a partir de los tres años podía pasar la noche del viernes y la del sábado con él. «Pernocta», lo llaman los jueces. Y yo iba hablando con la tertuliana y periodista, pero no dejaba de mirar el teléfono por si él me llamaba y me decía que estaba bien, o que no, que no estaba bien, que tenía fiebre y que me la devolvía. Y pensaba en cómo la echaría de menos por la noche, y en que me emborracharía para no tener tan presente la camita vacía. Hasta entonces había sido él quien venía a casa a verla los sábados y los domingos (durante la semana trabaja en el bar y sale tarde) y ni siquiera se la llevaba al parque: jugaban allí con un juego de ordenador para niños y yo los miraba. A veces se quedaba a cenar con nosotras dos, pero después, cuando la niña ya estaba acostada, no intentaba ninguna aproximación sexual, eso que le quede muy claro (él solo tiene relaciones sexuales si está enamorado, es así). Yo
habría dado cualquier cosa por que toda la vida hubiese continuado de la misma forma: él viniendo dos veces por semana a jugar con la niña y a ignorarme a mí. Ella, Chus Soriguer, vestía ropa demasiado estrecha. Ropa de una época breve y primaveral en la que consiguió adelgazar uno o dos kilos, y compró, de manera prematura, trajes de una talla menos, afortunadamente con un diez por ciento de componente elástico. A mí me trató como si fuera mucho más joven que ella (lo soy, pero no veinte años). Lucía una sonrisa tan encantadora, encogida, modesta, feliz, mundana, fotogénica que adiviné que debía de ser una mujer feroz. Era de esos personajes que han probado muchos trabajos, todos relacionados con el espectáculo, y que suelen ser definidos por sus congéneres como «animales televisivos», «payasos» o «carismáticos», según a lo que se dediquen. Tienen más morro que los demás, es cierto, hablan más alto, es cierto, son más atrevidos y más inconscientes, también es cierto, pero no siempre son inteligentes, a pesar de que son muy listos. Te los puedes encontrar en un puesto del mercado o en una sección de la televisión. Ella, Chus Soriguer, cuando era muy joven fue a un concurso de la tele donde se podía conseguir pareja. Trabajó como actriz y también como editora de una colección de libros de humor. Como puede imaginarse, pues, podía escribir la biografía que le iba a escribir yo, no es que fuera incapaz de redactar, como, pongamos por caso, Carlos Mochi o Samantha Soler, pero le gustaba la idea de tener biógrafa. Yo procuraba hacer bien el trabajo, porque esta gente cualquier día te puede pagar mil euros para que le escribas un pregón en verso para unas fiestas patronales. Al final, el libro no llegó a hacerse, pero, por suerte, yo sí lo cobré. Sentada en su escritorio, que era antiguo, de esos que solo sirven para contestar cartas a mano y reunirse con la cocinera para planificar los menús de la semana y donde un ordenador (que no fuera Macintosh) quedaría feo, me estaba revelando su opinión sobre los hombres. Los hombres tenían el cerebro entre las piernas y pensaban con el pene, pero —y esto quería que quedara muy bien reflejado en el libro— le parecían unos «neandertales encantadores». Yo estaba sentada frente a ella, como una empleada. Para que se haga una idea del lugar, de todos los pomos de los armarios, que eran blancos, colgaban borlas doradas. Era una casa que habías visto en las portadas de El Mueble, con muchas mesitas bajas decapadas y muchas bolas de madera (¿qué debían de ser?) delante de las estanterías llenas de libros, y con cortinas demasiado largas (a propósito) que rozaban el suelo de parqué en forma de espiga. Era la casa de alguien que no siempre había tenido dinero. Una casa comprada o alquilada hacía poco tiempo.
La casa de alguien que aún no se ha acostumbrado del todo a los privilegios de la riqueza. Por todas partes había fotos de ella con políticos y actores. —Pero yo no sé si mi vida es lo suficientemente interesante, ¿vale? —me dijo mientras me hacía pasar. Me lo había dicho también las dos últimas veces en que nos habíamos reunido. Todos lo dicen. Y yo había soltado la frase de trámite que todos soltamos en estos casos: —A mí me parece que hay muchas personas que siguen su trayectoria y que tienen curiosidad por saber cómo ha llegado hasta aquí. Le diré que para hacer biografías todos llevamos un esquema de casa, para no perder tiempo. Yo casi siempre utilizo el mismo, adaptado a cada personaje. Le explico cómo lo hago, aunque ya entiendo que a lo mejor este párrafo se lo salta (y no me ofendo ni nada). Capítulo I: infancia. Si es una modelo nos irá bien hacerle decir que estaba acomplejada por su físico. Era más alta que los demás y los niños la llamaban «tal» (aquí tenemos que intentar hacer que recuerde o invente un mote, un apodo, por ejemplo, «la jirafa»). Si es un deportista, tendremos que hablar de un episodio que demuestre que siempre tuvo espíritu de superación, hacerle recordar alguna anécdota que muestre que la adversidad lo convirtió en corredor de fondo. Por ejemplo, ¿sus padres estaban enfermos y él tenía que volver corriendo del colegio para prepararles la comida, cosa que lo convirtió en un atleta de élite? ¿Le hacían bullying y se veía obligado a salir huyendo? En el caso de esta mujer, como trabaja de periodista pero no lo es, tendremos que contar cómo entendió que lo más importante es «la universidad de la vida», cómo se hizo a sí misma. Luego, los primeros trabajos durante la adolescencia (un capitulillo intrascendente). Explicamos que tuvieron que madurar rápido, porque viajaban solos, sin los padres, y tenían la tentación al alcance de la mano, una tentación que los habría convertido en un juguete roto (lo diremos así: «Juguete roto»). Para hacer los capítulos sobre las cosas que la gente ya conoce (éxitos laborales, hijos), no hace falta ni que les pregunte nada. Y al final, una conclusión moral. Sus fundaciones y actividades benéficas (a las cuales se destinará una parte de los derechos del libro) les hacen pensar que son afortunados, etcétera. Me reúno con la estrella, cuando la estrella puede y donde puede. Entre un entrenamiento y la grabación de un anuncio, en el taxi que la lleva al programa de televisión, con el mánager al lado, que de vez en cuando va metiendo baza: «Pablo, dile que tienes una fundación para los niños del África». Después, una vez escrito, el mánager quiere opinar. Tengo que quedar con él, a
veces para comer (siempre invitan), para hacer los retoques. Hice Exfumadora compulsiva en una semana: ocho horas, dos botellas de cava y tres o cuatro camparis con naranja al día. De manera, pues, que yo —y perdone, que me he ido— en aquel momento estaba apuntando cómo Chus Soriguer había conocido a su segundo marido. Para que se imagine la mierda de libro que debía de ser, y excúseme la palabrota, porque de verdad que no es mi intención escribir sucio en plan autora maldita, solo le diré que el título era Yo soy del Barça, él es del Madrid (memorias de una culé en un mundo de merengues) y el texto de la contracubierta empezaba así: «Chus Soriguer suscita fobias y filias. Lo que es seguro es que no deja indiferente a nadie...». —¿Fue un amor a primera vista? —pregunté. Y ella: —Lo que pasó fue que él, primero, quería practicar la horizontalidad con la Chus mediática, no con la Chus persona. —Le juro que lo dijo así: practicar la horizontalidad—. Él quería explicárselo a sus amigos, que eso también es supermasculino. Lo de explicarlo, ¿no? No sé si conoces el chiste de Claudia Schiffer... Y se puso a contar un chiste que, para resumir, es de un hombre que naufraga en una isla desierta con Claudia Schiffer (la modelo) y tienen relaciones sexuales (o como se diga). Y entonces él le pide que se disfrace de hombre. Y cuando ella lo hace, él le dice: «¿Sabes con quién acabo de acostarme? Con Claudia Schiffer». Eso es lo que me contó. Yo ya conocía el chiste, pero no dije nada. Entonces vi que la BlackBerry vibraba de nuevo, y resultó que me había entrado un email de Oriol Sánchez. «¿Podemos hablar con relativa urgencia? Tenemos que apagar un incendio». Relativa urgencia. No sé qué figura literaria debe de ser. Tal vez una paradoja. Lo buscaré. —Lo siento, perdone —interrumpí—. Tengo que llamar un momento. —Ah, vale, vale. —Y estaba desconcertada—. Pues voy a la cocina a pedir una inyección de cafeína —dijo—. Y de paso también haré alguna llamada... Porque tenía algunas pendientes y precisamente las había aplazado para cuando terminásemos tú y yo...
Este era el tipo de ironía de Chus Soriguer. Y me dejó sola. No hacía ella el café, pues. Lo hacían en la cocina. Me imaginé que ahora, desde que vivían aquí, habían tenido que poner una señora interna en la casa, porque estaban tan ocupados... Yo sabía que tenía una, que se llamaba Consuelo, porque le había dedicado dos o tres artículos donde la llamaba «nuestro ángel de la guarda» y «la que de verdad manda en casa». Chus Soriguer tiene una columna de lunes a viernes y la entrevista de la contraportada de los domingos, que todo el mundo lee. No le gustó que tuviese que llamar. Para trabajar de negro también existe un protocolo, y no tener que llamar por teléfono forma parte de él. Hay más normas. No te hagas la artista nunca. Sé discreta, obediente y poco problemática. No les gusta notar que el libro no lo escriben ellos. Que no parezca que eres un autor moderno y sin suerte que considera ridículo el trabajo que le toca hacer, pero que hace por dinero. Tienes que parecer, sobre todo, una secretaria. Preséntate sobria (de ropa y de alcohol). Muy limpia. Si bebes o si te metes rayas mientras trabajas (yo lo hacía, en el pasado), limpia bien el mármol del lavabo; si sospechan algo, se te ha acabado trabajar para siempre. Recuerda que en general tienen poco tiempo. Dos o tres sesiones de tres horas cada una. La primera será la más provechosa: están ilusionados. En la tercera ya están muy aburridos y se dispersan. Llamé a la secretaria de Sánchez y le dije que iba para allá en seguida, y cuando Soriguer apareció con el café aproveché la excusa del servicio médico para decirle que tenía que irme. Nada, unas pruebas que me habían hecho parecía que no habían salido del todo bien. De todas maneras, añadí, la sesión de hoy me había resultado muy útil y ya tenía material para unos cuantos días. Dibujó un gesto de contrariedad imperceptible. No me creyó. —¿Le importa que llame otra vez, por favor? —dije para aportar el toque necesario de verosimilitud. No quería que fuese a quejarse a la negrera. —Tú misma, naturalmente. Y esta vez sí, llamé al servicio médico, y dije —con voz muy preocupada, para que se apiadara— que tenía una llamada perdida de ese número. Y la recepcionista me pasó con una enfermera, que verificó mi nombre y me dijo, justamente, que las pruebas rutinarias que me habían hecho parecía que no
habían salido del todo bien y que la doctora quería hablar conmigo personalmente. —Pero ¿cuándo? —pregunté. —Hoy, hoy —dijo la mujer. Y eso sí que me asustó—. Lo antes posible. Es urgente. Estaba asustada cuando colgué. —Sí, sí, voy a tener que irme, lo siento —repetí. Y no le conté la mentira que tenía pensado contarle, porque la mentira que tenía pensado contarle fue de verdad lo que me dijeron. A pesar de todo, consultamos las agendas para volver a citarnos, pero ella ya lo tenía megacomplicado hasta dentro de dos semanas (le había costado tanto reservarse esa valiosa mañana...). Lo que tendríamos que hacer, pues, para no perder el tiempo ninguna de las dos, remarcó, es que yo la acompañara al programa matinal de la tele donde hacía el debate cada día. Podríamos hablar en el coche, durante el viaje, y en el camerino, mientras la maquillaban. Sería la manera. Dije que de acuerdo y quedamos en vernos el lunes de la semana siguiente. Yo tendría que esperarla abajo, en la calle, a las once en punto de la mañana. Ella bajaría y ya tendríamos a un conductor en la puerta que nos llevaría al plató. Salí corriendo a la calle y cogí un taxi en dirección a la agencia de Oriol Sánchez. ¿Por qué fui primero a la agencia en lugar de ir al médico? Porque en realidad todavía no me imaginaba que estuviera grave, supongo. Y porque siempre me halagaban sus llamadas, sus encargos me hacían ilusión, a lo mejor porque es la única persona que conozco que ha irado sinceramente lo que he escrito. Cuando le entregué la primera versión de Pequeña felicidad se maravilló. Yo creía que haría correcciones, que le parecerían exageradas todas las escenas de la infancia, pero estaba entusiasmado. En realidad, el libro tenía que contar un poco la vida en el orfanato chino, y como, naturalmente, la chica no se acordaba, me lo inventé basándome en documentales y textos que encontré en internet. Si escribe «niñas chinas» en Google le saldrán un montón de documentos que utilicé. No es que quiera quitarme mérito, porque ordenar el material y que suene coherente y verdadero no es fácil. De los documentos estos que le digo que encontré en internet, hay uno, el segundo o el tercero, que se titula «La cuestión
de las niñas chinas» y de ahí saqué la idea del título, que a estas alturas ya todo el mundo sabe de dónde viene, porque la autora lo ha contado en cada entrevista. El caso es que el libro se convirtió en un «fresco» (cito a los críticos) de la historia reciente de China. Gran éxito de ventas, película y prestigio social de la adoptada. De repente, todo el mundo quería adoptar niñas chinas y ella se convirtió en el sueño erótico de los modernos, era la perfecta integrada. Comenzaron a invitarla a dar charlas (que también le escribía yo) y a los debates de la tele. Bueno, lo de los debates se acabó bastante pronto porque la chica en directo decepciona, es muy tonta y no sabe decir sin equivocarse un nombre propio a no ser que se trate del de una diseñadora de ropa. Si usted viera a Oriol Sánchez, no diría que es un hombre capaz de emocionarse por un texto. Yo no lo habría dicho. Pero sí. Supongo que es de ese tipo de ricos insensibles (insensibles porque son egoístas) a los que, de vez en cuando, se les humedecen los ojos por cuestiones absolutamente inesperadas y nada emotivas para el resto de los humanos. Es un hedonista transversal. Es feliz de verdad coleccionando primeras ediciones pero también bebiendo Coca-Cola y comiendo patatas fritas de bolsa. Todas las mujeres —incluida la suya— tienen ganas de complacerlo. Yo también, supongo. Llegué a la agencia y, en seguida, la secretaria me preguntó si quería tomar algo (siempre tenían buen alcohol) y yo dije que sí, que champán, y le di el recibo del taxi para que me lo pagara (fingí que lo había acordado con él). Siempre miro las fotos en blanco y negro de los autores que hay en las paredes. Representa a casi todos los autores catalanes, es una especie de monopolio, y los pocos que no representa —por ejemplo, Mateu Garín— es porque no le interesan. A mí, su secretaria me trataba como si también fuese una autora, con la misma corrección y respeto. En seguida me trajo una cubitera con una botella de champán y una copa. Y ya entré en el despacho. —¿Qué tal, Rovira, cómo estamos? —preguntó él. —Mal, no tengo un duro —dije yo. Siempre manteníamos una especie de descortesía ficticia. En el ambiente se respiraba la vergüenza que le daba haberse acostado conmigo en el pasado. Sé cómo se lo cuenta a otros hombres porque en una ocasión le oí. Dice: «¿La Rovira? La chupa superbien. ¿Qué dices? ¿Aún no te la ha chupado? Ya lo hará. Le encanta. Se siente segura chupándotela. Cuando se emborracha es lo primero
que hace, chupártela». No es verdad, claro. Pero así le quita importancia, creo, a que algunas veces lo pongo caliente. —No tienes un duro. Vaya, hombre. No recuerdo ni un solo día en que no me lo hayas dicho. —Porque todos los días ha sido verdad. Fingió que me estrujaba los pechos como quien tocaría una bocina de esas de los coches antiguos. —Tengo un trabajo para ti muy delicado pero muy apetitoso —anunció. Y me sorprendió que dijese «apetitoso». No es una palabra de su vocabulario habitual, eso lo diría más bien un señor pulcro y de una cierta edad. Pero lo dijo. Siempre empieza a hablar con mucha formalidad y al cabo de nada, ya se le olvida y empieza a soltar tacos—. Rovira, necesitamos una biografía de las tuyas, pero para la Consejería de Cultura. Me imaginé que tendría que escribir las memorias de la madre de algún empresario que pagaba la restauración de unas farolas modernistas o algo parecido, y fingí asustarme. Terminé mi copa y me serví otra con cara de estar pensando. Esa cara que no expresa nada, profundamente concentrada, de fontanero delante de la cisterna, de médico delante de la ecografía, ni una sonrisa que dé esperanzas al profano, al dueño del váter que no funciona, al dueño del hígado que hay que cambiar. Respiración profunda y lenta, tocarse las gafas, cogerse la barbilla con la mano abierta y arrugar la piel sin ser consciente de ello hasta deformar el labio de arriba como una gárgola, repiquetear una baldosa de detrás de la cisterna para comprobar el sonido, tocar con un dedo la barriga del paciente con un gesto airoso y repentino, como quien apretara la tecla Enter de un ordenador. —Uf. ¿De quién? Solté un «uf» muy poco orgánico. Quiero decir que fue a propósito una onomatopeya insincera. Fue la convención de la onomatopeya. Un «uf» muy cansado, para nada en voz alta, que quería decir: «En qué fregado me quieres meter». Cada uno de estos gestos era un poco más de dinero. —La vida de una mujer que murió durante la guerra. Un trabajo delicado, Magdalena.
Me enterneció que me llamara por mi nombre. Tendía a ver a aquel hombre como un estereotipo, después de haberme acostado con él. De aquellas siete u ocho tardes y mediodías (ningún hombre se ve obligado a pasar conmigo demasiadas horas) me recuerdo a mí misma como si fuera otra. Si cuento todas las veces que lo hicimos, no me salen más de veinticinco horas. He dicho «lo hicimos». Si lo llego a leer en una novela, me habría reído. Ahora, de repente, llamándome por mi nombre y no por mi apellido, me pareció una buena persona. Alguien mucho mejor persona que yo. Me había llamado por mi nombre el primer día y el último, fuimos como un matrimonio, pero a cámara rápida. Yo el primer día lo llamaba «Oriol», sin abreviar, quiero decir, para diferenciarme de todas las que lo llamaban «Uri». Yo no quería tener nada con él, pero me sabía mal que él no quisiera tener nada conmigo. —Pero ¿qué mujer? ¿Qué mujer es? ¿Quién es? —Espera, espera, espera. —Pronunció «peraperapera»—. ¿Conoces a Paul Adams? Arqueé las cejas. Todo el mundo conoce a Paul Adams. —Pero no he leído nada suyo. —Joder, Rovira. «Pero no he leído nada suyo»... ¿No has leído El enigma García Lorca? —Me dio pereza cuando se publicó. —Lo dije avergonzada. Siempre siento que estoy en falta si no he leído un libro del que me hablan—. ¿Tú sí? Se rio. —No, tampoco. —Creo que leí el primero. —¿Cuál? —Ahora no me acuerdo de cómo se llama. Ese de la foto de la miliciana en la cubierta.
—Ah, sí. —No sé cómo se llama. —Ya. Yo tampoco. Nos callamos, yo esperando a que él continuase, él a lo mejor esperando a que yo preguntara. Yo aprovechaba los silencios para beber. Como me daba vergüenza hacerlo tan deprisa, pero no podía evitarlo, fingía que estaba muy concentrada. —Tienes que hacerme una documentación para Paul Adams, que nos hará un libro para la Consejería. Pensé que cualquiera de los esclavos de Artemisa se darían con un canto en los dientes por hacerle una documentación a Paul Adams. «Hacer una documentación» es la manera eufemística de decir que le haces el trabajo sucio a un escritor famoso. Buscar datos históricos, vaciar periódicos de la época, leer otros libros de otros escritores no tan famosos pero igual más documentados... darle las patatas peladas para que él pueda meterlas en la Thermomix y preparar el puré con el sabor que todos conocemos. Y hacer de negro para un autor importante y bien conectado es el sueño de todo negro, porque la aspiración máxima de todo negro es ser negro en exclusiva. En Artemisa habíamos publicado, hacía algo más de un año, las memorias de Jordi (no sé si usted entiende de fútbol, es un centrocampista buenísimo que estaba cedido y ahora ha vuelto). Pues las escribió un gran negro, Paco Matamala, que ya no trabaja en la plantación, porque Jordi quedó tan contento con el libro que le ofreció trabajar escribiéndole el blog, los tuits y los artículos semanales sobre fútbol. Una ganga. Vive la mar de bien haciendo solo eso y encima va al campo siempre que le apetece. Pasa la pensión, paga la hipoteca del piso de la mujer y las niñas y le sobra para irse de putas o para invitarme a mí a comer, a gin-tonics y luego a echar la siesta. Para que se haga una idea, Jordi cobra trescientos cincuenta mil euros brutos al año por los artículos y, de estos, le entrega cien mil a él (pero esto no se sabe, es una cosa que yo le cuento a usted, pero que no se puede ir divulgando). —Es una mujer que murió en un pueblo de una comarca de esas vinícolas y tal. El Penedés —me explicó Oriol Sánchez—. Se la cargaron, vaya. Se la cargaron durante la guerra y nosotros estamos en o con la nieta de la muerta, que
tiene un montón de papeles de ella, cartas de amor, escritos, y los nombres de los vivos que la conocieron, etecé. Se ve que las cartas entre ella y su marido durante la guerra ponen la carne de gallina, son de amor en plan romántico. Adams quiere hacer un libro, le encanta la historia. Será un libro para regalar a todos los que no han tenido la suerte de poder recuperar los cuerpos de sus familiares. Fotos, reproducciones de las cartas, y la biografía. Pero el problema es que Adams se nos ha puesto enfermo y necesitamos el libro en cero coma. Ahora todo el mundo decía lo mismo para informarte de que algo corría prisa. En cero coma. Se habían entregado con entusiasmo a la expresión, del mismo modo que se habían entregado con entusiasmo a decir «lo queremos para antes de ayer». —Qué fuerte, gracias —murmuré. Y me serví más champán. Yo siempre había escrito biografías de segunda y esto me parecía de primera. Quiero decir que no le imaginaba encargándome hacer de negra de un político, de un científico o de una actriz bien considerada. Samantha Soler, de acuerdo, no es una actriz mal considerada —existe una corriente de opinión entre los tertulianos que asegura que, a pesar de hacer reír, es muy dramática—, pero solo porque es transexual. Es una transexual integrada, de las que pueden hablar en una entrevista, ya me entiende. No es una transexual malhablada y ordinaria, sabe quién es Woody Allen y, por decirlo en palabras suyas, le encantaría que la llamara para hacer un papelito. Y eso no quiere decir, como es lógico, que pueda ser tan divertida y ocurrente como hice que fuera en Exfumadora compulsiva. Mucha gente lo confunde, es normal. Cuando la entrevistan, siempre le piden que conteste algún test simpático o le proponen situaciones de la vida cotidiana para ver cómo las resolvería, porque esperan que sea tan graciosa como en el libro. No lo es, a pesar de que a veces ella misma lo acabe creyendo. Ahora, por ejemplo, quiere hacer la segunda parte de las memorias (nos costó llenar el primer libro, pero ahora resulta que le parece que le han quedado cosas en el tintero). Lo que ocurre es que, según mi negrera, esta vez no lo escribiré yo. Su novio y mánager (que ya me dio problemas con Exfumadora compulsiva) quiere que ahora lo escriba ella. Y lo hará pongamos que durante dos o tres días (y le contará a todo el mundo que está escribiendo). Pero se cansará cuando lleve veinte páginas y, suponiendo que cumpla los plazos, escribirá un churro ininteligible, mal estructurado y errático. Y entonces en la editorial me dirán que lo retoque de arriba abajo y que añada diálogos que hagan reír, que es muy urgente y que hay que hacerlo en cero coma. Y a lo mejor diré que no.
—La putada es que a él le hacía una ilusión bárbara ir a escribir el libro sobre el terreno, documentarse, vivir allí entre la gente del pueblo, pero ya te digo... — rezongó Sánchez—. Se nos ha puesto superenfermo, tiene que hacer reposo absoluto. No podemos forzarlo, porque dentro de un mes le enviamos a dar la conferencia de la Feria del Libro de Hannover y tiene que ir sí o sí. Sí o sí. Sacó unas fotocopias de una carpeta que tenía sobre la mesa. Eran tres o cuatro artículos sobre la mujer que me había dicho, Antonieta Gelabertó Pedrola («Tumbas sin nombre», «Los muertos sin derechos»), y una entrevista a su nieta, que era quien estaba luchando para que la enterraran dignamente. La autora de la entrevista era Chus Soriguer. No dije nada. —Pero ¿dónde sería? —pregunté—. ¿Dónde habría que ir? —Al pueblo donde murió. En la comarca esta. Ahora te digo cómo se llama, que no me acuerdo. Donde están las cavas Batet. ¿Las conoces? —No. —Mejor, por lo que sé, hacen un cava ulceroso. La mataron allí, en las viñas de los Batet. A Batet le encanta que su viñedo salga en un libro y pagará un monumento (y parte de tu sueldo y del de Adams, no te voy a engañar). Como ves, la cosa será a lo grande. Cuando vayas te puedes alojar en las cavas, ya está pactado. Se ve que hay un... —buscó la palabra— ... un resort, un spa... como se llame. Como unas habitaciones que tienen para los del turismo enológico y toda la hostia esta. Te pone un chófer, todo... Decía «chófer» y no «conductor», como mi padre, que también decía «chófer». Me miró. —Rovira, necesitamos, sobre todo, con urgencia, saber dónde la mataron, porque tenemos que ir a tomar medidas para el monumento. Me reí y él también. Es lo que le digo: empieza hablando como un señor del siglo XIX y acaba como un carnicero ilustrado. Era el mismo que me había dicho que tenía un trabajo muy «goloso». —Necesitamos entrevistas con testimonios, viejas del pueblo que conozcan
detalles de la... Cómo vestía, dónde vivía, cómo era su cocina... Todo el rollo este que a ti se te da tan bien. Tiene que ser una cosa potente, bien hecha, de las tuyas. Que haga llorar. Como lo de la adoptada. Entre nosotros la llamábamos así: la adoptada. Sánchez sabía —lo sabía todo el mundo— que yo había hablado tres o cuatro veces con la chica y ya está. —El libro tendría que salir el 20 de septiembre, que es el aniversario de cuando la mataron. Pero habría que enviarlo a imprenta antes de las vacaciones. No dije nada. En aquel plazo de tiempo yo podía hacer seis o siete biografías de las nuestras. Pero esto parecía diferente, más difícil. Más honorable. —¿Qué? —insistió—. ¿Te vas hoy mismo y me lo traes el lunes? Te vas al campo, tranquila... Esto te puede venir muy bien, salir de Barcelona te irá bien para lo que tú ya sabes. Se tapó una aleta de la nariz y fingió que aspiraba por la otra. Quería decir que me iría bien para mis adicciones. Me llenó de rabia. Para mí la cocaína estaba totalmente superada. La dejé por primera vez cuando me quedé embarazada. Lo juro. La dejé sin ningún esfuerzo. Un día me enteré de que estaba embarazada y se acabaron las drogas. Pasé un embarazo limpia de todo, comiendo fruta y verdura y pescado y carne y bebiendo agua. Adelgacé muchísimo y solo se me veían tetas y barriga. Me volví a meter, eso sí, cuando nació la niña (no le di el pecho) con la voluntad de hacerlo solo de vez en cuando, pero tratándose de cocaína y tratándose de mí, el «de vez en cuando» se convirtió en «a menudo» y el «a menudo» se convirtió en «cada día». Y lo dejé definitivamente, para siempre, cuando la niña tenía dos años (y entonces sí que me costó), porque un día vi que nos imitaba a su padre y a mí (su padre tomaba de vez en cuando, pero no cada día, como yo). Vi que hacía como si aspirara una raya y me quedé hecha polvo. Lo dejé sola, sin antidepresivos, sin clínicas y sin terapias. Sola. Pero a Oriol Sánchez le gustaba ignorarlo. Llamándome adicta formaba parte del gran mundo. Él sabía que había gente que se metía. Por decirlo con sus palabras, con esa gente «estaba en o». Es de esos que dicen: «Yo no me drogaré nunca, porque sé que me gustaría demasiado. Huy, no, no, me engancharía seguro. Soy un adicto en potencia». Diciendo eso se hacen los modernos, porque dejan claro que no es que no se droguen por pudor, por ideas políticas o porque son unos carcas. Ellos precisamente no se drogan porque son como tú, pero, eso sí, más listos, y saben que no les conviene. No digo que me guste haberme drogado. No
digo que me gusten los drogadictos. Me parecen unos pesados, un grupo terriblemente uniforme. Cuando veo un drogadicto, veo el tipo de futuro exdrogadicto que será (si no es futuro exdrogadicto será futuro cadáver). Pero sí digo que los drogadictos, en algún momento de la vida, me han parecido un poco, solamente un poco, menos vulgares que los que dicen: «A mí no me hace falta la droga, llevo incorporada la droga natural», y cosas de esas. Más metódicos, ni que sea porque depender de una sustancia ilegal, difícil de conseguir, depender tanto de ella te hace vivir algo parecido a días de descontrolado control. No quieres prever que se acabará. Prevés todo el tiempo, desde el momento en que empiezas la papelina, que se acabará. No puedes hacer planes para mañana. O los haces, sí, pero no puedes cumplirlos. Hoy, miércoles, quedas con alguien para cenar mañana, jueves (cuando te drogas, lo que quieres son excusas para poder drogarte, y cenar es una de ellas, cenemos rápido, ni postre ni nada, y a drogarnos, a drogarnos, corriendo, corramos al lavabo), y como has quedado para cenar mañana, hoy te verás con el camello, ya tienes excusa. Pero como hoy le pillas al camello, hoy ya tomarás, será el camello quien te invite a la primera raya, y continuarás la fiesta, sola o con los compañeros de droga, tan leales mientras hay mercancía, te quedarás despierta hasta las seis de la mañana y al día siguiente estarás hecha una piltrafa. Terminarás cancelando la cena con alguna excusa o acudirás drogada para aguantar. No puedes viajar al extranjero una semana, no podrías estar más de dos días sin droga, y la que te puedes llevar escondida —imagínese dónde— nunca es suficiente. Me enternecían los drogadictos cuando yo era drogadicta (no me veía como ellos) y ahora no los soporto. Pero aún soporto menos a las personas como Sánchez, que se creen que saben quién se mete y quién no (y lo dicen con esos aires salvajemente cándidos de conocedores del submundo) y cómo y cuándo y dónde se compra. He dejado la cocaína. No es difícil. Son cuatro o cinco meses sufriendo, sobre todo las primeras seis o siete semanas, pensando en ella constantemente y sin tener ganas de hacer nada excepto dormir (dormir al fin) y entrar en los chats de drogadictos que también lo están dejando, para ver si hubiese algún remedio desconocido (yo me compré rapé para, al menos, continuar haciendo el gesto de esnifar que ya era parte de mí). En estos chats hay alguna mujer que se droga, aunque pocas, a pesar de que las pocas —se lo aseguro— son mucho peores que los hombres. Cuatro o cinco meses pensando que nunca más podrás sentarte en un bar para tomarte una copa con alguien (¿una copa con alguien, sin droga?), escuchando lo que te dice la gente (¿una conversación sin droga?). Son cuatro o cinco meses sin ningún interés por el sexo (¿sexo sin droga?) y son cuatro o cinco meses sin ganas de hacer nada de nada, excepto comer y beber (el cuerpo te pide alguna compensación). ¿Pero
dejar la cocaína? Ya ve. «Cocainómano rehabilitado, alcohólico asegurado», dice el dicho. Me refiero a que dejar el alcohol, no volver a beber nunca más, sí que es difícil. —¿Y el Adams este ya sabe que yo seré su negra? —pregunté a Oriol Sánchez —. ¿Lo ve bien? Esta gente siempre tiene a alguien. —Es que él siempre se lo escribe todo, ¿eh? Él se lo escribe todo, salvo algún artículo para algún periódico de Sudamérica, igual. Si es que ya había hablado con la nieta y la hija de la muerta, y ya tiene mucho material escrito. Lo que no puede es ir allí. Está cirrótico, el pobre. —¿Tiene cirrosis? Pensé que iría al servicio médico al salir de la agencia. —El tío firmó el contrato y... —Pero ¿ya sabe que se lo voy a escribir yo? ¿Se fía? —insistí. —Claro, claro. Es que quiere que lo hagas tú. Esto me desconcertó. —¿Me conoce? —Leyó ¿Se han fijado alguna vez...? Y le pareció buenísimo. Me sentí muy halagada, no voy a mentirle, y pensé que antes de pasar por el servicio médico iría a la librería Bosch a buscar todos sus libros. —Pero ¿por qué? ¿Cómo es que lo ha leído? —pregunté. No me imaginaba a sir Paul Adams cogiendo ¿Se han fijado alguna vez...? de la mesa de novedades. —Porque su mujer es muy amiga de Carlos Mochi. Bajé la mirada. Si me iba al Penedés aquella misma tarde, después de pasar por el servicio médico, dormiría fuera de casa y me ahorraría ver la camita vacía de la niña. Yo ya lo sé. Ya sé que no era grave que se fuera con su padre, todos los
separados tienen que pasar por eso, ya lo sé, él era su padre, es un buen padre, qué le voy a contar. Pero yo no soy estable del todo, y sufría como si me la hubiera quitado, tenía miedo de que el domingo por la tarde, cuando me la devolviera, ya no me querría. Muchas veces me había imaginado que me la robaban, que se moría. Pensamientos morbosos, los tengo constantemente. Me imaginaba caminando por la casa como el personaje de la sirenita, que, a cambio de tener forma humana, a cada paso que dé sentirá que se le clavan cuchillos en los pies. ¿Pisar aquellos cuarenta metros si ella hubiese muerto? Imposible. ¿Entrar en la cocina? ¿Ver los adhesivos de Hello Kitty que pegó en la puerta corredera? ¿Su trona, su vaso, los muñecos y las piedras que escondía en el armarito que utilizamos como despensa y que yo me encontraba al cabo del tiempo? No podría abrir aquella puerta que pintamos de amarillo, ella y yo, pero solo por fuera, por dentro continuaba siendo azul, no acabo nunca las cosas relacionadas con el bricolaje. Qué miedo abrir aquella puerta azul y amarilla. Si dentro me encontrase algún muñeco olvidado, chillaría como una jabalí (con ella siempre pasa lo mismo, siempre te encuentras muñecos, tesoros escondidos en los cajones, es como una ratita). ¿Adónde ir para descansar de su recuerdo durante un minuto? ¿Al baño? No, ella se cepillaba los dientes en el bidé (no tenemos bañera, pero tenemos bidé), había un vaso con sus amigos los cepillos de dientes, su pasta, rosa y la mía, verde. ¿Qué rincón estaría libre de su presencia? ¿Mi escritorio en la galería? Y ¿qué hacer con los dibujos de hadas en los post-it pegados en la lavadora? Si los quitamos, seguiré viendo la lavadora sin los dibujos, si los dejamos, peor. ¿Y los muñecos que han salido en los huevos Kinder que están encima de los libros (y los libros encima de la lavadora llena de post-it junto a la mesa)? Una abeja Maya que tiene una jarra de miel en las manos. «¿Cómo se sabe que es miel? ¿Y si no lo es?», me preguntó ella un día, y yo: «Buena pregunta, qué lista eres». En el bote de mis lápices hay unos palitos de un día que fuimos a comer al Takumi, un japonés, ella dice que viven allí, que es su casita. Supongo que intentaría suicidarme. No quiero darle pena, solo un poco, me conviene. —Para ti es una oportunidad —me dijo Sánchez (estábamos con Sánchez, perdone). Cogió la grapadora (una grapadora de plástico naranja) y la abrió. Eso que suele hacer la gente, distraídamente, con los objetos de escritorio. —Yo también estoy enferma. Tengo que ir al médico esta tarde, me han encontrado algo...
Pensó que era una broma y se rio y dijo: «¡Sí, hombre!», o algo así. —¡Te lo juro! ¡Estoy enferma! —Yo también me medio reía, pero es por mi manera de ser: quiero gustar a los demás, quiero disgustar a los demás. —Adams está a punto de morirse —repitió. (Él va a lo suyo. Cuando se le mete algo en la cabeza, no escucha nada más. Adams se estaba muriendo, y si yo igual también me estaba muriendo, era sólo para robarle protagonismo a Adams)—. Hemos firmado el contrato, y cuando lo hemos tenido firmado nos ha dicho que no se puede mover, el muy cabrón... Lo haría así: primero, los libros de Adams, después, el servicio médico, y después, el Penedés. —Léete los artículos y encontrarás los nombres de la gente que la conoció... Solo te digo que la consejera se quedó totalmente impactada. Piensa que Adams estará parado hasta que tú le lleves material, porque con la nieta y la hija ya ha hablado. Tú de eso sabes mucho. Inflarlo, hacerlo bonito. —Pero entonces, ¿te lo traigo ya escrito? ¿Cuántas páginas quieres? —No, no. Escrito, no. Tráeme la documentación, pero que tenga tela. Quiere escribirlo él. Y trae fotos... —Ah, no, pero no, yo no tengo cámara. —Le pides dinero a Eli y te compras una. Apretó la tecla del interfono. —Eli, le das dinero a Rovira cuando se marche para que se compre una cámara de fotos. Habláis y se lo organizas todo. —Y a mí—: Guarda el tique, ¿eh? Todos dicen «tique», no «recibo». —Habla sobre todo con mujeres, ¿vale? Quiere tías. Se ve que quiere contar el papel de las mujeres en la guerra... Todo eso... ¿Sabes qué me ha dicho? —¿Quién?
—Adams, Adams. ¿De quién estamos hablando? —Ah, qué. —Que a las mujeres las rapaban y les hacían tomar aceite de ricino y las paseaban medio cagadas y en ropa interior por el pueblo, para escarmentarlas. —¿Quiénes, los nacionales? —Sí. —Hizo una pausa—. Vaya, me parece. O igual los otros también, ahora me haces dudar. —Hostia, qué fuerte —dije yo. Me imaginé a mí misma cagada y con la cabeza gris. No me importaría, supongo, excepto por la niña. Lo que me parecería peor es que mi niña me viera. Pobrecita niña. —Espero que sepas agradecérmelo. Una cosa así merecería que te arrodillases aquí delante. Una gran broma que, por desgracia, interrumpió el sonido del interfono. —Un momento, Eli, que estoy ocupado —contestó. Era un truco que utilizaba siempre. Al cabo de diez minutos de estar reunido con alguien, su secretaria ya sabía que tenía que llamarle. Él le decía que estaba reunido y que no se podía poner, de manera que la persona que estaba allí se sentía importante, pero al mismo tiempo comprendía que tenía que ir yéndose. Me puse de pie. Dejé la botella de champán boca abajo en la cubitera. Me lo había terminado. —Bueno. Pero ponme un taxi, Oriol, no me hagas ir a un pueblo en tren, que no estoy para eso. Se rio. —¡Sácate el carné, joder! ¡Teniendo una cría como tienes, conducir es básico! — Y una vez de pie—: Te encantará la historia, ya lo verás. Queremos que la gente sepa cuánto sufrieron estas mujeres. Es que siempre se habla de hombres muertos durante la guerra, y esta será un símbolo, una... —Y me alargó el sobre
con los artículos—. No lo pierdas, ¿eh? —me dijo—. Es una cosa que no se puede ir contando hasta el día que...
5
Judit Guitart, la nieta de la mujer muerta, caminaba, apresurada pero sin motivo, por el paseo de Gracia, y giró la cabeza, disimuladamente, para ver cómo eran los bolsos falsos que imitaban a los de Prada de un vendedor de top manta. De esto hace cinco años. Y usted pensará: «¿Y por qué me lo cuenta, si de esto hace cinco años?». Porque le hará comprender la razón de Judit Guitart para querer sacar a la luz la historia de su abuela. Es que es importante, créame, por favor. Judit Guitart era el tipo de mujer que hacía bookcrossing, que afirmaba saber cuál era el local de Barcelona donde preparaban los mejores mojitos (pero no habría podido enumerar dos de los ingredientes, ni habría sabido si la menta es opcional u obligatoria), que recortaba las entrevistas de Chus Soriguer, que se indignaba con toda su sinceridad cuando leía en los periódicos las estadísticas de mujeres muertas a manos de sus maridos, que decía, totalmente en serio, que América nos manipulaba, que aseguraba, complacida, que ella no podía mentir porque se le notaba en la cara, y que cuando quería bromear declaraba que los hombres no podían hacer dos cosas al mismo tiempo. No era alguien que apreciara los bolsos de marca, ella era de la clase de mujer que ha hecho de la informalidad y el prêt-à-porter su principal rasgo distintivo. Para entendernos, se sentaba con las piernas cruzadas (unas piernas con propensión a los moratones) en todas las circunstancias de su vida. Cruzaba las piernas para cenar o cuando iba a ver puestas de sol a la playa (actividad que en los últimos años apreciaba porque, decía, «vivíamos de espaldas al mar, a pesar de tenerlo tan cerca»). Era de cuerpo blando (pechos caídos de mujer de tribu amazónica que no ha conocido el sujetador) y, en cambio, de rostro atractivo, anguloso y moreno, como el de esas alpinistas que parece que hayan nacido para las temperaturas extremas. Su nariz era la nariz de un conejito, siempre alerta, siempre activa, y la utilizaba (la arrugaba, la levantaba, se la rascaba graciosamente) para expresar todo tipo de sensaciones y sentimientos no muy elaborados. Y si bien era del todo convencional con los pantalones vaqueros y las camisas de H&M que se ponía sin muchos miramientos, volcaba todas sus ansias de trascendencia y originalidad en los abrigos. Se compraba abrigos en las tiendas de ropa hecha a mano del casco antiguo. De mariposas, de flores, de niñas que lamían piruletas.
El vendedor la llamó: —¡Pssst! ¿Quieres mirar? Para ti, barato. Estaba en cuclillas. Agachado como a punto de evacuar, con los talones pegados al suelo. Estaba junto a una moto aparcada y, encima de la moto, había otro vendedor (este, de gafas). Se notaba que habían puesto la manta (que no es una manta, es una sábana, como todo el mundo sabe) al lado de la moto precisamente para poder sentarse. Y ella dijo que no, pero desde el momento en que se detuvo para contestar, el hombre entendió que se la había ganado. Mientras tanto, una chica sudamericana miraba los bolsos, ella sí, con interés de compradora, pero el vendedor no le hizo caso. Judit se conmovió por ser la elegida. —No, gracias. No estaba acostumbrada a hablar en español y lo hacía con la voz muy bajita. —Mira, para ti, barato —dijo él. Y añadió—: ¿Tienes miedo de que te líe? —No, no... —lo rechazó ella—. Es que no me interesan mucho los bolsos. Hablaba con la boca muy cerrada, porque tenía el colmillo derecho más adelantado que el resto de las piezas dentales y procuraba disimularlo. En el trabajo siempre intentaban convencerla para que se pusiera un corrector, pero ella decía que no, que aquel colmillo ya formaba parte de su personalidad. Cuando era más joven, Judit Guitart había estado casada con un chico de izquierdas como ella, que la dejó por una alumna sin ideas políticas. Por las fotos de ambos (de Judit y del ex) que después he podido ver en su casa, le puedo decir que les había ocurrido como a todas las parejas de izquierdas: él envejeció bien, ella mal. Me da la impresión de que a los matrimonios de derechas les pasa al revés: cuando se hacen mayores, ellas están mejor que ellos. Los hombres de derechas engordan y sus mujeres, en cambio, están a dieta y se hacen infiltraciones de colágeno (se cuidan, como se suele decir). Ellos beben buen vino y buen whisky, van a comer con los amigos. En cambio en los matrimonios de izquierdas son ellas las que engordan (se abandonan, como se suele decir) y ellos los que se arrugan con dignidad. Se puede comprobar con los presidentes de gobierno y sus mujeres.
Cuando el chico de izquierdas la dejó por la alumna, Judit se quedó totalmente devastada, pero se juró que haría cursillos, iría a conferencias y actos culturales, tendría amigas y amantes. Pudo cumplir los cuatro primeros propósitos: los cursillos, las conferencias, los actos culturales y las amigas (dos compañeras de carrera abandonadas igual que ella). Y durante aquella época sin ningún hombre, vivió, aparentemente, en feliz equilibrio. No se cuidó físicamente, pero se cuidó —son palabras suyas— el interior. Las dos amigas y ella se hicieron una promesa: cuando fueran mayores se irían a vivir juntas, y cada vez era una fantasía menos remota y excéntrica. Y mientras llegaba el momento, iban a cenar a sus restaurantitos del barrio de Gracia que no podían recomendar a nadie (o se llenarían de gente), iban a acupuntura (porque les ayudaba a no tener sofocos y las regulaba tantísimo...), se hicieron socias del banco del tiempo, y repetían más de lo necesario que no querían saber nada de los hombres porque no querían lavar calzoncillos ni encontrarse pelos en la ducha. (En realidad, durante el tiempo que Judit vivió con su marido, nunca lavó calzoncillos ni se encontró ningún pelo en la ducha: tenían una asistenta y él era muy cuidadoso). —¿Tomamos algo? ¿No te caen bien los negros? —le dijo el vendedor de top manta con una sonrisa desproporcionada. Y el «¿No te caen bien los negros?» fue definitivo para que ella pensase que tal vez sí, que aceptaría, que sí, que quería tomarse un café con él (un café o un té, no quería imponer nada), que a ella los negros no le caían ni bien ni mal, no tenía ningún apriorismo, pero sí era cierto que pasábamos por delante de ellos sin mirar, eran invisibles a nuestros ojos europeos, sufríamos por los del llamado Tercer Mundo y ni veíamos a los del llamado Primer Mundo. —Bueno. Lo dijo riendo con la boca muy cerrada, como una hucha. Inmediatamente se pasó la lengua por el diente. Esta vez la sonrisa de él fue la más franca y amplia de África. Recogió la manta y la siguió hasta la terraza de una cafetería. Ella pidió té para los dos y él le colocó sobre el regazo un bolso envuelto en papel de periódico (y le suplicó, con desenvuelta sencillez, que lo aceptara en prenda de amistad). A continuación le pidió el número de teléfono. —No soy mucho de llevar marcas... —le aclaró Judit Guitart. Y lo aclaró con
tierna suficiencia, como si fuese una de las pocas convicciones que podía permitirse. Cogió el sobrecito de azúcar, que permanecía sobre la mesa, medio lleno, y lo volcó en la cuchara. La chupó. —... Ni de dar mi teléfono. Pero, bueno... a cambio de la bolsa yo te invito. — Dijo «bolsa» y no «bolso». —¡No! ¡Ni hablar! —exclamó él. Y el «¡Ni hablar!» sonó tan postizo en alguien que dominaba tan poco el idioma que provocó que Judit sonriera arrobada. Al día siguiente él la llamó para invitarla a almorzar en un restaurante senegalés y ella aceptó (¿por qué no?). Mientras comían arroz wolof (y ella sufría por si al día siguiente tendría almorranas, por culpa del picante), él le dijo que era preciosa a pesar de ser mayor que él, pero es que a él la edad no le importaba. No, no tenía pareja. Las mujeres africanas no le gustaban porque eran muy cerradas. Desde que vivía en Barcelona no había estado con ninguna mujer. Puede que porque ninguna mujer le había fascinado como ella. Le gustaba su pelo, tan liso y tan dorado. Y sus formas (a él no le gustaban las mujeres demasiado flacas, le gustaba que hubiese donde agarrar). Sobre todo, le gustaban las mujeres con experiencia. Él apenas tenía experiencia. Sí, era musulmán practicante, la religión era muy importante para él, pero respetaba a todo el mundo. No, no bebía alcohol, no comía cerdo y, sí, hacía el ramadán. No, no tenía papeles. Cuando los tuviera, podría conseguir un trabajo decente, se lo pedía a Dios todos los días. No sabía cuántos años tenía, era una historia triste. Sus padres habían muerto en la guerra, prefería no hablar de ello. —Te lo respeto —contestó ella. Después de comer, Ousmane Diouf, ese era su nombre, le preguntó si le apetecería ir a tomar un bisap al piso que compartía con otros compatriotas. Y cuando a Judit le fue revelado que se trataba de una infusión, dijo que sí, que le encantaban las infusiones y que tenía un rato hasta la hora de volver al trabajo. Tomaron el bisap (en botella) y luego se fueron a la cama. Una cama no muy higiénica para los estándares de escrúpulos de Judit, que es de esas mujeres que se duchan muy a menudo y se frotan las uñas con cepillo. Pero aquel rato supuso una epifanía que la iba a cambiar para siempre. Cuando salió de allí —sola, porque él se quedó durmiendo—, cuando bajó la laberíntica escalera de aquel
bloque de pisos del siglo XIX, con pasillos oscuros, gruesas puertas de madera pintadas de marrón, basura en el patio de luces, ya no era la misma. Salió a la calle y caminó despacio por primera vez desde que era adulta. Siempre había caminado a grandes zancadas. Caminar lentamente le parecía irresponsable, teniendo en cuenta los problemas del mundo. Lo mínimo que podía hacer Judit Guitart por el hambre, el paro y el terrorismo era caminar deprisa. Pensó en su padre, muerto de cáncer de garganta hacía siete años. En su madre, enferma de alzhéimer, en el asilo que pagaba con una hipoteca inversa de la casa familiar. Vio de modo distinto la calidad de todas las cosas. Se conmovió ante el barrio (que en los últimos años solo había pisado de noche para ir a tomar alguna copa a locales de esos que a una mujer como ella le parecen divertidos). Se conmovió al ver las carnicerías islámicas, los corros de hombres paquistaníes ociosos, ya apenas ningún vestigio de vida autóctona, salvo el nombre de algún bar feo cuya especialidad era «Bocadillos fríos y calientes» o «Surtido extenso de tapas variadas». Si pensaba en momentos concretos de la escena sexual que había vivido, sentía un escalofrío en el estómago, medio agradable, medio desagradable, como cuando alguien te enseña una herida y te cuenta cómo se la hizo y te lo imaginas en propia carne. Era una sensación totalmente física —como cuando en la montaña rusa notas cosquillas en la tripa—, y durante un rato jugó a provocársela a base de rememorar cosas que habían hecho, hasta que lograba que se le pusiera la carne de gallina. Se sentó en el banco de un parque infantil y envió un mensaje conjunto a sus dos amigas. «Tengo un tema...», escribió. Entre ellas eso significaba que había ocurrido algo muy importante. (Pero los puntos suspensivos que puso en lugar del signo de exclamación que siempre ponía hicieron que las amigas se temieran lo peor: ¿había algún hombre?). También envió un mensaje (de dos pantallas) a su ex donde le decía que hacía demasiado tiempo que no se veían y que ya iba siendo hora de tomarse un café y ponerse al día. Toda exmujer es feliz al compartir con su exmarido la buena noticia, siempre prematura, de un sustituto. Con cara de boba, entró a tomarse un café con leche en un bar, miró a la camarera, a los otros clientes, que ignoraban lo que acababa de hacer (todo el mundo lo ignoraba, ¿no era increíble?), y pensó que siempre se acordaría de ese café con leche y de ese bar y del sol que hacía esa tarde. Entendió la sensación que explicaban los enamorados de caminar entre nubes. Ella no estaba enamorada, no todavía. Estaba agitada. (Agitada. Lo decimos sin recordar su
verdadero significado, y el caso es que se sentía exactamente agitada como el frasco de un medicamento). En parte, por la diferencia racial, pero también por el acto de rebeldía a pequeña escala que suponía el hecho de haberse acostado con alguien tan pobre. Tenía su olor metido en la nariz, y era un olor nunca antes percibido, y no podía determinar si era a causa de la alimentación —tal vez por el hecho de comer cosas tan picantes—, de la raza, de la pobreza o de la juventud. Ousmane Diouf era el primer hombre de otra raza con el que se acostaba, pero también era el primer hombre de cuerpo atlético. Cuando lo vio desnudo (se desnudó, también, con una franqueza estereotipada, aparentemente libre de toda traba cultural), ella se conmovió. Aquellos hombros tan naturalmente aptos para la fuerza física, o aquel aparato reproductor (Judit no quería nombrarlo de otro modo más explícito) tan naturalmente apto para la reproducción. Por primera vez en la vida se maravilló ante el hecho de que la naturaleza fuese tan simple y tan sofisticada a la hora de conseguir la perpetuación de la especie. Qué bien calculado todo. Tal cosa se agrandaba y se endurecía cuando correspondía, tal otra se lubricaba. Qué lejos quedaban las neurosis sexuales de los intelectuales europeos como ella, en aquel momento. Y no calculó que el hecho de pensar que las neurosis sexuales de los intelectuales europeos quedaban lejos era, en sí, una neurosis intelectual europea. Cuando lamía la cuchara llena de azúcar que le había sobrado del cortado, recibió un sms de una de sus dos amigas, que le decía que estaba preocupada por ella, que qué había hecho. Le estaba contestando que necesitaba ir a tomarse un mojito urgentemente, cuando sonó el teléfono. Era él. Le dijo que todavía tenía ganas de estar con ella, que quería que volviese. La frase «Tengo más ganas de estar contigo, quiero que vuelvas» fue la que la enamoró. Así fue. Él le dio instrucciones para volver al piso (no se acordaba de la dirección) y ella corrió hacia allí. Al cabo de dos semanas, Ousmane Diouf ya vivía en casa de Judit Guitart de lunes a jueves. Los viernes, sábados y domingos desaparecía y no contestaba las llamadas. Cuando ella le pedía explicaciones, él le decía que había ido a casa de unos parientes y que no podía presentársela, porque no aceptarían que no fuese musulmana. El lunes aparecía cargado con los bolsos falsos de la semana y los dejaba en el pequeño despacho donde Judit tenía el ordenador. Seguía yendo a venderlos (era un hombre digno y decía que no quería ser un mantenido), pero a veces la llamaba a media mañana porque la policía se los había quitado y no podía coger el metro porque se había quedado sin dinero. Ella se escabullía del trabajo aprovechando la hora del desayuno —era enfermera de una dentista— y
corría a suministrarle algo de dinero. Cuando intentaba preguntarle si algún mafioso lo estaba explotando, él se reía y se la quitaba de encima. En casa de ella, Ousmane Diouf se dedicaba sobre todo a jugar a la Play (una Play 3 que habían ido a comprar los dos juntos) y a preparar mwamba, una crema de cacahuete que Judit también sorbía con devoción. Hacían el amor a todas horas y en posturas totalmente inéditas e imposibles de describir a las amigas. Aun así tuvo que contarles por qué, de repente, no quería ir a las exposiciones del Centro de Cultura Contemporánea, ni a cenar a los rotatorios japoneses si no era el fin de semana, y se sintió como si les estuviese confesando una infidelidad. Ella había roto el pacto. Ya no irían a vivir juntas al jubilarse. Quizá ya no tendría que inseminarse artificialmente (también habían decidido hacerlo juntas si no encontraban un hombre antes de los cuarenta y cinco). Ahora había alguien. —Os aseguro que ningún hombre de aquí me ha tratado así —se disculpaba. Pero no hacía falta, ninguna de ellas lo dudaba—. Es tan dulce, está tan pendiente de mí... Dice que la edad no le importa, que valora otras cosas... Es tan diferente de los de aquí... Es tan noble, es tan sincero, es tan... Dijo muchas cosas así. Se lo presentó, las invitó a cenar en el restaurante senegalés donde él la había llevado por primera vez. Barcelona Dakar, se llamaba. La fantasía de Judit Guitart era que sus dos amigas también se enamoraban de otros senegaleses amigos de él y las tres hacían cosas juntas con sus parejas, como caminar por la calle con altivez, esquivando las miradas racistas, desafiando los ojos reprobadores. Les sirvieron una bandeja de thieboudienne, que resultó que había que comer con las manos. Eso, en otras circunstancias, les habría hecho mucha ilusión, del mismo modo en que les había hecho ilusión hacer un cursillo de danza del vientre el año pasado. Esta vez no les hizo ni pizca. —Relajaos —les dijo Judit Guitart, feliz y plena al constatar su perplejidad, como si les estuviese impartiendo una master class. Y eso la hizo volver a sentirse segura—. Para ellos los cubiertos son una interferencia.
Dijo más cosas, como que las manos eran puras y, por tanto, las encargadas de coger el alimento. Que, eso sí, la higiene era básica y que todos los senegaleses se lavaban las manos antes y después de comer (para ellos era sagrado). Y que las manos tenían menos microbios que un tenedor. Y que ella, la primera vez que fue al restaurante, había pedido un plato que se llamaba poulet yassa, pero que la dueña —una mujer curtida y fuerte, oriunda de Lleida, que había vivido mucho tiempo allí— le había dicho que de acuerdo, pero que faltaba una hora para que estuviera listo. Y que eso le hizo reflexionar sobre el paso del tiempo tan diferente en África y en Europa. —Nosotros tenemos relojes y ellos tienen tiempo... —murmuró con los ojos bajos y el movimiento de cabeza que solo pueden hacer las personas a las cuales les ha sido revelada la verdad no hace mucho. Y añadió, más animosa—: Dividid mentalmente el plato en cuatro partes. Tenéis que imaginaros que vuestro trozo es como una porción de pizza, ¿sí? —Y era como una espía explicando una clave para poder descifrar documentos encriptados—. Empezad por la parte que tenéis más cerca... —Pero ¿podemos pedir cubiertos? —preguntó una de ellas. Se había hecho las uñas de gel en una peluquería china y no quería que se le estropeasen. (Así habría reaccionado también el personaje de Samantha Soler). Sin saber muy bien cómo, al cabo de nada aparecieron en la mesa dos amigos de Ousmane Diouf, uno al lado de cada mujer. Se presentaron, les dieron dos besos, les regalaron un neceser de Louis Vuitton y les pidieron el teléfono casi sin pausas. Una de las dos le preguntó al suyo (se veía claramente que se las habían repartido) a qué se dedicaba. —También son ilegales, Rosa —le explicó Judit—. Trabajan todos vendiendo bolsos. Pero las dos mujeres no mostraron interés por los amigos de Ousmane. Al contrario, les pareció —y así lo manifestaron en aquel mismo momento— que las trataban como mercancía, como si fuesen objetos. Que ya se veía que si les estaban diciendo «Hola, preciosa» era porque querían los papeles. Y si no era por los papeles —ellas no cometerían el error de juzgar a la ligera—, quizá no comprendían que las mujeres eran personas con voz y voto y que si en Senegal una mujer y una cabra no eran diferentes, aquí, por fortuna y de momento, sí.
Ambas declararon que la comida picaba y que querían salir a fumar. Y que no apreciasen el picante y que fuesen fumadoras desencantó a los pretendientes, que pronto cambiaron de mesa. Pidieron permiso para sentarse en la de al lado, donde había dos chicas jóvenes con camisetas de tirantes y sin sujetadores que bebían cerveza y de vez en cuando daban un trozo de pollo a un mastín que descansaba a sus pies. Judit no miró a los ojos de Ousmane, porque no quería encontrar en ellos la aflicción. No quería ver que sentía envidia de los amigos libres, que podían insinuarse a otras mujeres, a pesar de que los amigos libres tuvieran envidia de él, que ya había conseguido una para él solo, que le había comprado una Play 3. Desde aquella noche, las dos amigas se apartaron y conspiraron salvajemente contra ella. Anticiparon el desastre y desearon que ocurriera lo antes posible, se iraron ante el hecho de que estuviera tan ciega, tuvieron una razón para vivir, una satisfacción más allá de la satisfacción sexual: estar muy preocupadas por ella. Horas y horas en el restaurante de Gracia pensando qué pasaría cuando él la dejase embarazada —Judit les había confesado que no estaba tomando precauciones— y, una vez conseguidos los papeles, la abandonara. Hablar de ella mientras engullían, qué plenitud. Ya no tenían que pasar las veladas comentando las noticias más preocupantes del planeta (¿sería mejor o peor la situación de Libia tras la caída de Gadafi?; si la crisis era culpa de los que mandaban, ¿por qué seguían mandando los mismos?) ni hablando mal de los hombres en genérico. Algún sábado por la noche, mi amigo Paco Matamala, el que le he dicho que es negro de Jordi, viene a cenar a casa y vemos programas del corazón (a él le tocan las niñas un fin de semana sí y otro no). No vaya a pensar, es un erudito, tiene más de cinco mil libros en casa y los ha leído todos, pero le resultan graciosos los famosos y siempre les está encontrando relaciones con personajes de la mitología. Esta es Afrodita, este es Paris, el que rapta a Helena. Pues yo, si las cuestiones que tratan en estos programas no son demasiado humillantes, me quedo fascinada como un ratón ante una serpiente. Las pequeñas disputas, las envidias, las infidelidades. Si son demasiado humillantes, no, porque empiezo a sufrir por sus familias. (Todos estos personajes siempre tienen familia, podríamos decir, estructurada). Lo que yo le cuento a usted, y que a mí me contó Judit Guitart a los veinte minutos de conocerme, era un discurso errático pero fascinante. No era un discurso ordenado, porque en el fondo lo que contaba era la suma de pequeñas cosas nada sorprendentes, nada importantes, era un material que a duras penas se podía estructurar. (Yo, ahora, se lo estoy contando tan
ordenadamente como puedo). Se casaron (por los papeles, sí, pero también por amor) y la dueña del restaurante senegalés y un compañero de Ousmane hicieron de testigos. Las dos amigas se negaron y no asistieron al banquete. La madre de ella, tampoco, pero por culpa del alzhéimer, y el otro familiar que tenía, una tía, no estaba para monsergas. El pequeño y alargado despacho donde Judit tenía el ordenador que nunca utilizaba (porque también tenía un portátil) se reconvirtió definitivamente en almacén de bolsos falsos. Judit se apuntó a Sos Racismo, le prometió que le regalaría un coche si se sacaba el carné y se quedó embarazada. Fue feliz sin fisuras durante un mes y medio, hasta que un día alguien llamó al timbre. Era una mujer que decía ser la pareja de Ousmane y que quería subir. —¡Ousmane, una mujer que dice que es tu mujer! Él estaba en el sofá y de entrada no se movió. Grabó la partida de la Play que tenía a medias (si no la grababa, la perdía), se levantó, cogió el auricular del interfono y se puso a hablar en wolof. Cuando hubo colgado, regresó al sofá como si nada. —Bueno, ¿qué? —preguntó ella. —Nada. Una loca. Me persigue. Una loca que estaba enamorada de él y fingía que era su mujer, dijo. No había que hacerle caso, dijo. Eso dijo.
6
—¿Ha leído usted La revolución del Sintrom? —me preguntó el taxista. El viaje a las cavas Batet duraría tres cuartos de hora (me había dicho) y ya se veía que él quería aprovecharlos para hablar. Estaba contento, ganaría dinero, no es normal llevar a alguien en taxi a un pueblo del Penedés desde Barcelona, pensaba que yo era rica y empezó a preguntarme cosas de libros (sabía que trabajaba en el sector porque había sido la secretaria de Sánchez la que le había llamado para reservar el servicio). —¿Cómo, perdone? Es que estaba... No continué la frase. Estaba jugueteando con el móvil, ya se entendía. Cada uno de nosotros tiene unos nombres que no se le borran de la memoria por motivos que a veces sabe y a veces no sabe. Yo no puedo nombrar los cuatro componentes de los Rolling Stones sin Google, se lo juro. Mick Jagger, Keith Richards, pero ¿quién más? ¿Ron Wood? Y falta uno. Este no me sale. En cambio, siempre recordaré el nombre de Natascha Kampusch y el de su secuestrador: Priklopil. Y Amstetten, la ciudad del padre que abusaba de la hija, la tenía encerrada en el sótano. Madeleine McCann, la niña que desapareció en un pueblo de Portugal. ¿El pueblo? Praia da Luz. Conmovía la normalidad de los periodistas de sucesos cuando lo decían. Christa McAuliffe, la profesora que murió en el Challenger. Gamma-glutamil transpeptidasa. GGT. Este nombre (nombre de enfermedad) lo sabía desde hacía unas horas, pero ya era parte de mí. Puedes tenerlo si has bebido, por ejemplo, ochenta gramos de alcohol entre diez y veinte años y has desarrollado cirrosis alcohólica. Antes desarrollas el hígado graso. Si cuando has desarrollado el hígado graso dejas de beber, es reversible, pero cuando en una anterior revisión me aconsejaron severamente que dejara de beber, no hice caso, porque aún no tenía a mi hija y, aunque me habían dicho que podría morirme, no me lo acababa de creer y me sentía medio orgullosa de ser bebedora, porque éramos muy felices. Ochenta gramos de alcohol durante diez años son (también acababa de saberlo) un litro de vino u ocho cervezas al día. La doctora me lo soltó con frialdad: esta es una de esas enfermedades que son culpa tuya. Mi hígado es una especie de foie al Armagnac
y si no paro de beber me voy a morir. Me entraron ganas de preguntarle por otras combinaciones que pudieran desarrollar gamma-glutamil transpeptidasa. ¿Era lo mismo haberse tomado dos botellas de cava, tres o cuatro camparis y medio gramo de cocaína al día pero, en cambio, únicamente durante los últimos cuatro años? —La revolución del Sintrom. ¡Hombre! ¿No lo ha leído? Llené los pulmones de aire y de pereza. Se refería al libro aquel del jubilado danés (no sé si lo conoce) que propone una huelga general protagonizada por los abuelos, que desembocaría en la revolución: no hacer de canguros de los nietos, ir al cajero y actualizar la libreta cada día, pagar en el supermercado con monedas de un céntimo (previamente habrían ido a la caja a pedir cambio)... En fin, el abuelo se ha hecho famoso. Me parece que al principio escribía un blog y un cazatalentos lo fichó para hacer el libro (se lo han retocado, claro). —No, no. No lo he leído —dije en tono muy simpático, para que vea que no tengo ganas de hablar de ese libro, que es peor que los de Artemisa. A mí me gusta escuchar a los demás cuando me cuentan cosas de su vida, pero no cuando opinan o me dan consejos. No soporto las tertulias de la radio, pero adoro los programas de testimonios. Pasamos una rotonda. Yo solo había salido una o dos veces de Barcelona en coche y no sabía que había tantas. Había ido en avión a París, a Madrid, a Hannover dos veces, a la Feria del Libro, para la presentación de Pequeña felicidad, pero no había ido en coche a Montserrat, a Cornellá, a Gerona. Ignoraba cómo debía de ser Manresa o Lleida. A los dieciocho años me marché del centro de menores y no he vuelto a poner los pies en la hierba. La principal bondad que se atribuye a la gente de pueblo (que siempre se saludan porque todos se conocen) me da miedo, en serio. Cuando la niña tenía dos años, intentamos lo de conocer Cataluña, con él, con su padre. Planeamos ir de excursión sin tener una ruta fijada, deteniéndonos en los lugares que nos gustasen. Yo me estaba desintoxicando de la cocaína por segunda y última vez y él se mostraba solidario conmigo (eso decía) y tampoco la tomó durante un tiempo. Él puede hacerlo, la toma solo un día a la semana y no se engancha. El caso es que hacíamos lo que se suele hacer de levantarse temprano y desayunar e intentar encontrarle la gracia a vivir de día. Fuimos a parar a un pueblo que es patrimonio de la humanidad, no recuerdo cómo se llama. Era
precioso, se lo juro, totalmente de piedra, con un puente. (Es un pueblo que sale en algunas novelas históricas). Pero al cabo de un rato no sabíamos qué hacer, y faltaba tanto para que empezara a faltar poco para la hora de comer... Caminábamos por las calles empedradas, mirábamos las tiendas de bastones y cestos para ir a recoger setas y nos sentíamos estafados y desolados y nos lamentábamos en silencio de que el camello estuviera tan lejos. Pensé en lo precisa que es la idea de «no encajar», de ser una pieza del rompecabezas que no cuadra, eso éramos nosotros. A las once ya estábamos de vuelta en la ciudad. —Hombre... —dijo el taxista—. A ver... Es un panfleto, ¿no? Pero tiene cosas que dices: hombre... —Y se dispuso a hacerme la crítica literaria de La revolución del Sintrom. Yo contesté con monosílabos estereotipados de un elocuente desinterés, mientras observaba a lado y lado la carretera y me sorprendía ante los campos tan bien ordenados. Cuánta fe hace falta —pensaba yo— para ser campesino y sembrar tan recto. El aire olía a cacao en polvo, y me imaginé que por allí, por el pueblo por donde pasábamos, debía de haber una fábrica. La gente que vivía en las casas de alrededor debía de notarlo siempre, o igual no, igual ya se había acostumbrado. No recuerdo el nombre del pueblo. A lo mejor Mollet, pero no me haga caso. —A mí me gusta informarme sobre los libros que leo —declaró el taxista—, y resulta que este señor no ha estudiado ni nada, y no concede entrevistas porque no le gusta la parafernalia del mundillo de los escritores. —Ahá. Una vez que llegamos al pueblo del Penedés (y perdone, porque ahora pienso que no, que por Mollet no pasamos, Mollet está en sentido contrario, pero lo dejo, porque si me pongo a buscar por dónde pasamos, perderé el hilo), vimos que las calles estaban cortadas. No se podía ir hasta el cruce de la carretera que te desviaba a las cavas. Había un montón de gente montando puestos. —¿No se había informado de que había un mercadillo? —me preguntó él. Lo preguntó con cierta viveza, ahora sí que tendría que contestarle sin monosílabos. No, yo no me había informado, al contrario que él, que se informaba—. A ver si podemos dar media vuelta y entrar al revés. —No, no hace falta —le respondí—. Déjeme aquí y ya me buscaré la vida.
—No, no, no, de ninguna manera. —Sí, sí, me quedo aquí. —(Con cansancio, ganas de perderlo de vista). —¿Seguro? —Sí, seguro, seguro. Y él otra vez que si seguro, que no le importaba, y yo otra vez que sí, que seguro, que por favor que me dejara allí. Descargué la mochila y la chaqueta, le volví a decir que pasara la factura a la agencia Sánchez-De Biaggio y me despedí. Busqué un quiosco y me compré los periódicos, dos libretas y un rotulador azul de punta fina. Empezar libretas me gusta, supongo que los escritores siempre se las compran cuando empiezan un nuevo proyecto, para apuntar todo lo que se les pasa por la cabeza, por si lo pueden usar para el argumento, y, cuando las empiezan, se hacen promesas de letra pulcra y márgenes rectos, de frases nuevas, interesantes y crípticas con muchos adjetivos y muy sorprendentes, o ni uno solo. Me senté en una terraza. Porque, a partir de aquel día, como no bebería (o dejaría a la niña sin mamá), el sol ya no sería un enemigo para mis ojos. Pero todo el mundo me miraba. Si abría la libreta, esperaban ver qué iba a apuntar. Si leía el periódico, querían ver cuál era la noticia que me interesaba tanto. Y, a medida que las calles se iban llenando de público, lo comprendí. Aquello no era un mercadillo normal. Era un mercado medieval. Nunca había visto ninguno y no sabía si era una cosa frecuente en Cataluña. Me tomé el café de un trago para refugiarme en algún sitio, pero me vi rodeada por toda aquella gente. Los hombres iban con medias de color verde o gris, que transparentaban los pelos de las piernas, y llevaban blusas hasta los muslos rematadas en forma de sierra. Cuando se agachaban para comprobar el precio de los quesos artesanales en la lista plastificada, enseñaban culos nada carismáticos y con grasa de calidad femenina. Vi a ese tipo de mujer que se considera a sí misma «medio bruja», que vive en una masía y no se tiñe el pelo porque cree que es una concesión al género masculino, y ella ha pasado a considerar hostil todo el género masculino salvo tres o cuatro poetas e intérpretes de música de cámara (que tampoco se tiñen el pelo) que conoce por las fotos de los libros y de los CD. Yo intentaba esquivar al público complacido, sentía placer y urgencia por avanzar sin toparme con nadie, por abrirme paso para ir a parar a otro sitio peor. Trasladarme era todo
lo que podía hacer, trasladarme era un bálsamo, una amnistía, un no pensar momentáneo. En los puestos había pastelillos de limón y quesos (poco medievales, todos ellos) y salsas de setas envasadas. Me encontré delante de la plaza de la iglesia, donde estaban haciendo un espectáculo de malabares y otro de títeres. Un chico joven, de pelo corto y camisa blanca (de esas que solo tienen tres botones), con bermudas y alpargatas, intentó captarme, pero no tratándome como público del siglo XXI, sino haciéndome participar de la ficción medieval. —¡Venid, damisela! —declamó. Y se rio. Estaba medio agachado ante mí y hacía muecas y gesticulaba, como si en la Edad Media todo el mundo fuese tullido y tuviera que hacerse entender con las manos tiesas. Me entraron muchas ganas de beber. Normalmente no las tenía tan temprano, excepto si el día antes había bebido, que entonces quería más—. ¡Venid! Mi cerámica es de la mejor de la comarca. Este estaba tras una tabla con un torno encima y cuatro cañas que actuaban como soporte del toldo de cañizo. Trabajaba el barro mientras hablaba (a la gente le suele gustar). En las cañas había clavos de los que colgaban cántaros (de un azul oscuro brillante y contemporáneo) con dos asas y cuerda. En el suelo había paragüeros (o, si no lo eran, eran unos jarrones con agujeros que vete a saber para qué servían), huchas, palmatorias y fuentes. Adopté una expresión que, sin querer, formaba parte de su ficción. Encogí un hombro, como para impedir que me agarrara por ahí. Quizá me tapé la cara con las manos, como si quisiera parar un golpe de pelota o hubiera visto un rayo de luz celestial, terrible y cegador. Como si yo también fuera una forastera y temiera que viniesen los soldados para expulsarme extramuros. ¿Por qué lo hice? Sonreír mucho con la boca apretada es lo que tenía que haber hecho para que el chico, inmediatamente, me dejara en paz. Tendría que haber hecho como con un vendedor de rosas en un bar de Barcelona. Le habría dicho «no» sin vocalizar mucho y mirando hacia abajo, con decisión, con superioridad, con asco, con cansancio, que no, no quiero rosas, ¿quién va a comprarte rosas? ¿Alguien muy feliz, alguien que hoy — precisamente hoy— es la primera noche que toma una copa con otro alguien y a quien, por tanto, la rosa le servirá de desencadenante para acostarse? No es que la rosa sea un regalo muy especial, es que regalarla es una declaración de intenciones. Quizá cuatro amigas muy contentas que han bebido un poco (ellas nunca beben y hoy sí). Si no, ¿quién puede comprar rosas? ¿Alguien compra rosas el segundo día que ve al vendedor de rosas? ¿El tercero? En los bares,
ahora, todo el mundo repite una frase humorística para decir que no al vendedor de rosas. «No, gracias, nos estamos divorciando». Cada noche la escuchas una o dos veces. Me resultó extraño pensar que todo el que estaba allí había ido a ver el mercado medieval excepto yo. A mi niña tampoco le habría gustado nada todo aquello. Era una niña vergonzosa y siempre hacía lo que yo hacía. Tal vez con ella al lado yo habría sonreído e intentado mantener la educación. Sin ella se me hacía intolerable un mercado medieval. Ya hacía dos horas que la había llamado (en el momento de despertarse de la siesta) y pronto podría volver a llamarla y preguntarle si se lo pasaba bien con su papá, sin que fuera muy evidente mi adicción, sin que él tuviera que poner una cara que, aunque no la veía, yo conocía bien: la de la ausencia total de piedad, que significaba: «¿Otra vez tú?». Comencé a sudar como ignoraba que pudiera sudar una mujer y me bajó la tensión. Me sentí como cuando tomaba setas alucinógenas, como si viera mi cuerpo desde fuera y todas las cosas fuesen mucho más vagas, difuminadas e irreales. Noté un olor a yeso fresco (agradable) y pensé si debía de ser algún síntoma de la enfermedad del hígado. Era una enfermedad asintomática (la doctora me lo había dicho así), pero —me reí al pensarlo— quizá una de las manifestaciones era el odio a los mercados medievales. Sentí una gran urgencia por abandonar aquel grupo compacto de gente que interpretaba un personaje. Una adolescente vestida con harapos de colores ejecutaba acrobacias. Se notaba que debía de ser la del pueblo que tenía afición por el circo, y quizá iba dos veces por semana a Vilafranca a una escuela privada de teatro, con un nombre como La Batuca o Carcajada, y compaginaba estas clases con los estudios, porque era el requisito que le habían impuesto sus padres, temerosos y orgullosos de la flaca de la niña. Se le adivinaba la satisfacción por las volteretas que daba (en una alfombra no medieval y con unas zapatillas no medievales; la concesión técnica). Por la manera de no sonreír y por la manera de bajar la cabeza parecía querer abortar los posibles aplausos (que merecía pero no necesitaba). El cielo era el diorama de un pesebre viviente, fondo azul y nubes blancas y amarronadas, pequeñas. Tiré calle abajo empapada de sudor y desorientada. Pasé por un puesto de hierbas y por otro donde había una hilandera, con una especie de pañuelo blanco atado a la cabeza y dos trenzas rubias, falsas, que debían de estar cosidas a la ropa. También había un herrero y una panadera, todos ellos medievales. Se empezó a escuchar un sonido y la multitud compacta abrió paso. Eran unos soldados que llevaban a un prisionero a la muerte o al escarnio público. La ropa parecía de buena calidad. Alquilada.
Llevaban mallas (oscuras, de color negro) y unos vestidos cortos de mangas abullonadas, hechos de cuatro partes (como cuatro cuadrados cosidos) con dos estampados diferentes: en dos de las partes, la de arriba a la izquierda y la de abajo a la derecha, rayas horizontales de color calabaza; en las otras dos, topitos morados. Los sombreros eran como de bufón, con cascabeles en las puntas. ¿Por qué me acuerdo de esto, si al principio me pareció recordar que había pasado por Mollet para ir al Penedés? (Priklopil, Praia da Luz, Christa McAuliffe). Existe algo en mi cerebro que está enfermo, no hay duda. Uno tocaba el bombo, el otro el tambor, y, mientras estaban a lo suyo, reían y hablaban entre ellos, como los músicos en el escenario, que hablan mientras tocan, y es una manera de demostrar que dominan la técnica, gastarse bromas, bromas llenas de sobreentendidos que tú no comprenderías. Yo me agarraba el corazón, me agarraba la barriga, después me tapaba la boca como para abortar aquel mareo y para impedir que mi corazón, como un pájaro estresado, quisiera huir, me secaba las tetas, la frente, quería abandonar la mochila allí mismo, con el ordenador dentro. El prisionero llevaba una peluca gris y enredada y una barba del mismo color. Proclamaba a gritos su inocencia. Aproveché para cruzar la calle y meterme entre los señores recién duchados que llevaban el periódico doblado y sujeto con las dos manos, castamente, bajo el ombligo. Todos aquellos señores leerían la entrevista de la contraportada de Chus Soriguer, todas las preguntas que no eran preguntas, sino frases terminadas en puntos suspensivos. Encontré una calle transversal, más pequeña, y me metí por ella. Conducía a la plaza del pueblo, me daba igual. Allí había un halconero y también un montón de gente que lo observaba. Este era el único que quizá mostraba un aspecto biológicamente medieval. Era prácticamente albino y tenía el pelo largo y muy fino, como el mío (yo me lo corto con una cuchilla, él quizá también). Los ojos, azules, la nariz como un ala delta y la cara muy roja de turista nórdico. Iba vestido con pieles sin mangas y zureaba y chascaba la lengua muy deprisa (eso que se hace cuando quieres que alguien deje de roncar) para que el halcón se le posara en el brazo. ¿Cuánto tiempo hacía que yo no estaba con un hombre? Paco Matamala o Sánchez no cuentan. Un hombre que me quisiera, quiero decir. Mareada, me dejé llevar por la ficción. Las correas, los brazos, aquella pobreza estudiada y aquella suciedad amable de la ropa. Era un guerrero. Era alguien capaz de violarte por amor e irse luego al bosque a cazar un oso que te arrojaría a los pies como ofrenda. Todo el mundo opina que soy una mujer masculina. Lo que me dijo Oriol Sánchez de mis cuentos es que parecían escritos por un hombre, nada más. Pero mis fantasías sexuales, en cambio, siempre son muy femeninas, lo digo en el peor sentido.
Me refugié en uno de esos hoteles que llaman «con encanto», que por dentro tienen las paredes rojas y dejan a la vista fragmentos de la piedra antigua. Me senté de la manera que te sientas cuando te encuentras tan mal que te da igual lo que piensen los que te ven, con las piernas flojas como las de un muñeco. Y también pensé que entonces me ofrecerían Agua del Carmen (que es un reconstituyente con alcohol, se lo digo por si no lo sabe) y tendría que decir que no. Pedí a la dueña un agua con gas y un café (sube la tensión) y, al cabo de un rato, cuando ya me sentía mejor, le pregunté cómo podía atravesar el pueblo y encontrar un taxi para ir a las cavas Batet. ¿Habría algún taxi que —yendo a cogerlo donde fuera— pudiera llevarme? Muy diligente, llamó a la taxista del pueblo. Acordó el viaje y sacó un mapa de esos que dan a los visitantes (llevaba propaganda de un restaurante chino que se llamaba Gran Siglo) y dibujó una X, con pulcritud, en el sitio en el estábamos y otra en el sitio donde debía ir. Me gustó su manera de actuar, y que tuviera tan presente el mapa. También la buena letra, aquellas uñas limpias como las de una niña de la institución donde me crie y donde me vino la primera regla, Érica Herraiz Madurga. No puedo acordarme de la cara, pero en cambio el suyo es otro nombre que no olvidaré jamás. Sí recuerdo que se depilaba las cejas y que se esmeraba mucho. Hacía las fichas con la buena letra de las niñas esforzadas sin inteligencia natural (con los puntos de la «i» como círculos airosos y emotivos). Érica Herraiz Madurga aprobaba gracias a los colores que ponía en los títulos de los trabajos y gracias al hecho de que en aquel lugar para niños desamparados (desamparados: sin amparo, pero también sin padres) cualquiera de los maestros —tan amigos nuestros, tan jóvenes, pero tan duros también, ya me entiende— ya consideraba un éxito de la reinserción social que levantáramos la mano para ir al váter. Érica Herraiz Madurga tenía la letra tan bonita y poco prometedora de las esforzadas. Era la guapa de la institución, de modo que cuando salió de allí, a los dieciocho años, ya tenía novio, a los diecinueve ya estaba preñada y a los treinta era un teflón lleno de rayas. Para ella se había terminado todo. Para las que habíamos sido feas todo comenzaba, en cambio. Érica Herraiz Madurga siempre me ordenaba el estuche (yo tenía en propiedad un estuche de dos pisos con un dibujo de la mascota del mundial de fútbol del año 82). Sacaba punta a los lápices, los ordenaba por colores, de flojo a fuerte, con un criterio cromático a veces discutible. Con la goma borraba las huellas de los dedos. No sé si ahora se siguen llevando estuches a clase. «Estutxos», los llamábamos.*
Cogí la mochila y salí, pero me perdí (en el fondo no había escuchado atentamente las indicaciones de la mujer, únicamente los dos primeros cambios de sentido) y tuve que preguntar dónde estaba la carretera a un artesano de pan medieval. Ya estaba otra vez mareada, ya volvía a tener las axilas mojadas. Era el mercado medieval lo que me ponía enferma. Le diré que, de mayor, he cenado un par de veces con Érica Herraiz Madurga y algunas otras. La mayoría no bebe, no quieren ni oír hablar del alcohol. Muchas de ellas son hijas de borrachos y han desarrollado un odio comprensible hacia la bebida. Han sufrido por culpa del alcoholismo de sus padres (en general, de los padres, pero también de alguna madre) y ahora beber les revuelve las tripas. Odian entrar en un bar. Mi padre también era alcohólico, pero yo, en cambio, tengo interés por el alcohol desde muy pequeña. Solía esconder sus botellas de Soberano en el pajar y me las bebía poco a poco. Me moría por dar tragos del porrón y me amorraba a las botellas de Xibeca (una marca de cerveza). Quizá es genético. En la recepción de las cavas Batet olía mucho a cava, pero supuse que era un aroma artificial, un olor para sugestionar a los visitantes. Olfateabas aquello mucho rato y tenías ganas de beberlo. La secretaria de Sánchez me había organizado un programa: al llegar me harían una visita guiada, habíamos quedado así, y luego cenaría con el amo Batet. Para hacer la visita me llevarían en trenecito (eran tan grandes aquellas cavas que había que ir en un trenecito), me mostrarían la película de la historia de la empresa y la tienda, la misma visita que hacían en las excursiones de jubilados. Un comercial me diría que bienvenida, me enseñaría el laboratorio, me haría olisquear muestras. A mí me daba una pereza cósmica, fantasmagórica, el Empire State de la pereza. Faltaban horas para que se acabasen la visita y la cena (una cena en seco, sin el rescate del alcohol). La recepcionista me sonrió. —Si quiere dejar las cosas aquí mientras hace la visita... —¿No podría dejarlas en la habitación? Me gustaría conectar el ordenador... — Lo decía para ganar una hora, al menos. —Es que la casa de los invitados está allí a lo lejos, ¿la ve? Y a pie son diez minutos. Después de cenar, habíamos pensado... Es la antigua casa de los
guardeses. —Y repitió—: Hay que ir en coche. —Es que me gustaría situarme. La visita podemos hacerla mañana y en cambio... me gustaría pisar el terreno. Hablé como si yo fuera una escritora de verdad, pero no era por vanidad ni porque les quisiera engañar, era para intentar esquivar lo que me esperaba. Descolgó el teléfono y habló con un tal Carles. Esperé un rato allí, con la mochila, hasta que apareció un hombre con el pelo muy corto y compacto, como de moqueta, y gafas de pasta. —Holaquétal —dijo—. Carles Franch. Hablaba como si tuviera la voz acelerada por medios artificiales, supongo que porque era muy tímido. Me estrechó la mano con una fuerza que ya era una caricatura: desde arriba, para demostrar poder, como explican los sociólogos que publican libros de lenguaje corporal en Artemisa. Pero, en cambio, aunque me la dio desde arriba (la mano no estaba en paralelo a la mía, sino plana, y, por tanto, yo me veía obligada a ofrecerle la palma), estaba situado más abajo que yo, porque era bajito. Y el gesto era absurdo en un hombre bajito. —¿Qué tal? —saludé. —En primer lugar, que sepas que es un honor para nosotros que estés aquí, y que pidas lo que necesites. Aquello me hizo gracia. Aquella gente no conocía a Paul Adams. Para ellos, Paul Adams y yo éramos los mismos desconocidos. Ellos no sabían que yo era la negra de Adams, porque no sabían quién era Adams. —¿Me ha dicho Laia que habrías preferido ir primero a instalarte? «Habrías preferido». Eso quería decir que no pensaban concedérmelo. Empezaba la segunda hora peligrosa. La primera, las doce del mediodía. La segunda, las siete de la tarde. A las siete yo siempre bebía. En ocasiones, aún estaba bebiendo después de la comida. Si ahora me llevaban a ver las cavas, quizá querrían que probara alguna de las mediocridades que embotellaban (que hacían cava malo lo sabía por Sánchez). Pero nunca antes de las ocho. Yo, en cualquier caso, no podía probar ninguno. No debía probar ninguno o no podría parar.
—Sí. Me gustaría pisar el terreno, ver el paisaje y tomar cuatro notas. —Lo dije así un poco para sentir lo que debe de sentir Adams cuando va a los sitios y apunta cosas que tal vez usará o tal vez no. El color del suelo (quién sabe si después contará que mataron a esta mujer y el suelo, que es rojizo, se volvió más oscuro por la sangre), el nombre de tal árbol (y un croquis, para poder describirlo si fuera necesario). Y también lo dije así porque me daba pereza explicar qué estaba haciendo en realidad. A usted se lo explico, no se lo oculto. —¿Pero recuerda que tenemos una cena, verdad? Nos gustaría darle la bienvenida y... —Sí, sí. Tengo muchas ganas. Es solo que prefería instalarme. Cometí el error de decir «prefería» y no «prefiero». Con el «prefería» había capitulado. El hombre me aconsejó que dejara la mochila en la recepción, que luego volveríamos a buscarla. Comenzó a actuar como un vendedor de pisos. Esta casa la construyó el abuelo del señor Batet, que era un indiano, aquí hacemos las catas y las visitas, es muy importante para nosotros crear un público, crear futuros bebebores responsables de cava, por eso los colegios... Yo decía que sí, nerviosa. Tenía ganas de ciudad, de estar dentro de la jaula del hámster y dar vueltas con el perfecto fatalismo nervioso. Tuve que tragarme la película de la fundación de las cavas Batet sentada en la butaca de un pequeño cine, con el empleado al lado. Fingí que me interesaba aquello, porque prefería escuchar el off (un actor de doblaje de la televisión) que a aquel hombre. Pensé en si existiría la fobia a la naturaleza o a la vida rural, de la misma forma que existía la fobia a los espacios abiertos. Me dejé llevar en el trenecito sin ser demasiado amable, con un gesto de concentración que disimulaba mis ganas escasas de hablar. Tenía que conservar las reservas de amabilidad para la cena que me esperaba con el amo de las cavas. Debía guardar la poca locuacidad que tenía. Seguí las explicaciones con la libreta en la mano, como un escudo. La libreta me parapetaba mientras el hombre me miraba esperando mi iración por aquel hormiguero lleno de botellas y más botellas, la mayoría de las cuales, decía, se vendía en el extranjero, mientras el olor —que, me confirmaron, era falso— ya me hacía desear cava malo, que incluso yo misma habría menospreciado antes de tener el foie. Licor de expedición, es difícil hacer tan bien hechas tantas botellas, ahora iremos a las cavas donde hacemos el cava kosher, pausa, espera la
pregunta, no la hago, pues la responde: el cava kosher es el cava que hacemos para las personas de religión judía, es un proyecto que nos hace mucha ilusión. Personas de religión judía, ¿por qué dice «personas»? Se obliga a ser respetuoso, el cava kosher debe de darles mucho dinero, da igual si no es muy bueno, es kosher, lo deben de comprar. Seguro que en privado hace alguna broma al respecto. Nuestro cava se llama Sefarad, será el primer año que lo hacemos, es dificultoso hacerlo, pero merece la pena, viene a supervisar el proceso un rabino. Se detiene. No tengo más remedio que preguntar, preguntar algo. ¿Qué proceso? Ah (sonríe). Pues, por ejemplo, hay que limpiar las máquinas en presencia del rabino, y eso es solo una de las muchas cosas... Me imaginé eso que decía: que limpiaban las máquinas en presencia del rabino, pero el rabino advertía que las mujeres que limpiaban usaban escobas impuras y también había que limpiar las escobas en su presencia. Pero los trapos de limpiar las escobas también eran impuros y también había que limpiarlos, pero ¿con qué? Con otros trapos, pero como también eran impuros, también había que limpiarlos, y al final había que limpiar el mundo entero para poder limpiar las escobas y poder hacer el cava puro, pero había un último objeto que no se podía limpiar, a no ser que se limpiara con un objeto ya limpio, y entonces el objeto ya limpio tenía que volver a limpiarse, pero ¿con qué? Me pareció que podría ser un buen argumento, no para hacerlo yo, ¿eh?, sino para alguno de esos autores contemporáneos que escriben cuentos en presente de indicativo. Supongo que ahora mismo está usted pensando una cosa. Que esto que le acabo de contar, que es un recurso, como un cuento dentro de la historia, en realidad se parece demasiado a otro recurso que también he utilizado antes. Quizá no se acuerda y estoy metiendo la pata. No sé si tiene presente la inauguración del monumento, hace unos capítulos. El agente literario Oriol Sánchez se imagina (me imagino que se imagina) que los abuelos se pueden morir de una insolación y entonces hay que hacer otro monumento para los que se han muerto de insolación, y otros abuelos, cuando asisten, se mueren de insolación, y hay que hacer otro monumento. No es mentira que me imaginé que se lo imaginaba. Pero reconozco que es la misma idea que esto de ahora y que tendría que quitar una de las dos cosas. Pero no quiero perder el hilo. —Quería decirle una cosa —le murmuré a Carles Franch para cambiar de tema —. No bebo, me lo ha prohibido el médico, y preferiría no probar nada. —Puede escupir, si quiere —dijo él—. Ya lo teníamos previsto. Puede probar y
escupir. Me lo quedé mirando. Sonreí y lo cogí del brazo. Él se azoró por el o con mis tetas. —Me sería absolutamente imposible.
7
Dos semanas antes de que Sánchez me hiciera el encargo, la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica cenaba en uno de los reservados del bar de vinos Baccus. Es una comisión creada por este gobierno que depende de la Consejería de Cultura. Si quiere saber qué hacen y todo eso, tienen una página web (recuperarmemoriahistorica.cat). Eran seis hombres y una mujer. Entre ellos, Sánchez, el presidente. Sánchez forma parte de muchas comisiones y asesora a diversos museos. Se hizo agente literario porque su mujer es la hija del dueño de Ediciones De Biaggio, el dinero es de ella. Podría vender váteres con la misma solvencia con la que vende autores, pero que conste que no lo digo como un reproche, a mí que le guste o no la literatura me da igual. —Bueno, pues si ya estamos todas... —dijo—. ¿Empezamos? —¿Puedes dejar ya esa bromita, por favor? —le pidió la mujer. Era Cati Rodés, de quien ya le he hablado. Supongo que se acuerda. Es la secretaria de la comisión, que ha salido en el capítulo de la inauguración del monumento. Rodés resopló para apartarse un rizo del ojo y dejó al descubierto una frente demasiado ancha y unas cejas casi inexistentes, como si fuera una de esas prostitutas que de vez en cuando van al Congreso de los Diputados a reclamar sus derechos. La integridad era el rasgo distintivo de su carácter. Tenía unos treinta y siete o treinta y ocho años, era exageradamente alta y se notaba que consideraba que su voz era bonita. Se vestía con vaqueros de marca y cazadoras de cuero negro. Muy pocas veces llevaba tacones y falda, y cuando lo hacía, se movía como un travesti incómodo y desmaquillado. En su blog literario y político aparecía fotografiada en la mesita rectangular de mármol de un café emblemático con un libro de lomo negro (era de Thomas Mann). En la foto inclinaba el torso hacia delante y cruzaba las piernas; quería demostrar que estaba preocupada (preocupada como solo puede estarlo una mujer de izquierdas) por las cuestiones sociales y culturales. Era profesora de literatura en la universidad (y la voz bonita le servía para leer, con demasiado sentimiento, poemas herméticos sobre la muerte, siempre reveladores). Se puede decir que, a base de explicar, año tras año, el humor de Tirant lo Blanc, el erotismo de la poesía trovadoresca y la personalidad avanzada a su tiempo de Isabel de Villena,
a final de curso conseguía que cuatro o cinco alumnos de ambos sexos se enamorasen de ella (siempre platónicamente), y eso la consolaba de la indiferencia aburrida e infiel de su marido. Estaba afiliada al partido comunista desde los tiempos de estudiante y ahora era la número tres de la lista. —Coño, si digo «ya estamos todos», te molesta. Si digo «ya estamos todas», ¡también! —Y todos se rieron. Apareció un sumiller, reverencioso por contrato, con una botella de vino australiano en un estuche. La abrió, lo probó y lo sirvió. Esperó hasta que uno de los hombres, Xavier Pratdesava, agitó la copa, olfateó y cató. Era larguirucho y llevaba un bigote y una barba que le daban aspecto de cardenal corrupto, una especie de familiar incestuoso de los Borgia que de un momento a otro sacaría un frasquito de veneno de la manga púrpura con intenciones perversas. Cuando cataba el vino no estaba para nada más. —Oh... ¡Excelente! —exclamó. —¿A mí me traería una copita de vino blanco, por favor, gracias? —pidió Cati Rodés. El «gracias» también lo dijo en tono interrogativo. —Puedo ofrecerle un riesling de... —Lo que quiera, pero que no sea muy afrutado —pidió. Y esto provocó que los hombres intercambiasen miradas. Ah, las mujeres y sus delicias... El camarero aceptó con una inclinación de cabeza. —Y este, ¿querrá probarlo? —No, gracias. El vino tinto me da dolor de cabeza. —Sonrió y puso morritos de niña. Más miradas entre los hombres mientras el camarero le retiraba la copa. —A mí tráigame otra Coca-Cola —pidió Sánchez. Y prosiguió—: Como todas sabéis, estamos aquí reunidas por culpa de un huevo. Todo el mundo, excepto Cati Rodés, se rio. —Sí, mi vida —contestó el que estaba a su lado. Era un hombre calvo y con
gafas de culo de botella. Delgado y de rasgos extremos. Parecía un secundario en blanco y negro de la época de Harold Lloyd. —No. Ahora en serio. La cosa no es solo un huevo... —Se notaba que Sánchez esperaba que el camarero se marchara para terminar de contar lo que quería contar y que, mientras tanto, se entretenía—. Huevos, te los pueden tirar cada día... pero... este huevo... este huevo... Todos asintieron con la cabeza. —Es la gota que... —murmuró el más joven. Un chico de atuendo demasiado formal. Rubio, con un flequillo de protagonista gay de serie sobre universitarios británicos. —Pero, a ver, ¿es tan grave que le hayan tirado un huevo? —preguntó otro. Se llamaba Lluís Parera. Era director de la sección catalana de un periódico, La Región (que ahora ya ha cerrado la redacción de Barcelona)—. Va con el sueldo, oye. No será la primera ni la última. ¡El 11 de septiembre todos los políticos reciben huevos y no montan ningún gabinete de crisis! Usted no lo sabe, o quizá sí, si ya hace tiempo que vive aquí (no sé muchas cosas de usted). El 11 de septiembre es el Día Nacional de Cataluña. La Diada, se llama. Los políticos hacen una ofrenda a un mártir catalán (se lo cuento abreviado) y, desde hace unos años, la gente ha cogido la costumbre de lanzarles huevos. El sumiller abandonó el reservado y Oriol Sánchez hizo un gesto que indicaba que ahora sí, ahora ya podían hablar. —Sí, pero uno: el 11 de septiembre reciben los huevos los fachas. Nosotros somos los buenos. Y dos: ella es una tía. Es más jodido que le lancen un huevo a una tía. —Ah, ¿y eso por qué? —preguntó Cati Rodés con suspicacia hiperactiva. —Pues mira, porque ha reaccionado como una tía, ¿sabes? ¿O es que te crees que si hubiera sido un consejero se habría puesto a llorar delante de la gente? Ya verás los periódicos, los zappings, los blogs... Es que... Ella no dijo nada. Si no fuese porque tenía que estar en la comisión (tenía que
haber representantes de todos los partidos), lo dejaría. Le parecían odiosos aquellos hombres, tan machistas, tan prepotentes, tan dispuestos a comer y beber pero no a ponerse a trabajar. Eran políticos, pero sin voluntad de servicio. Hablaban de literatura, pero no amaban la literatura. Hablaban de las mujeres en función de si se las llevarían a la cama o no. Apuntó en la libreta Moleskine: «Tiran un huevo a la consejera de Cultura en una conferencia sobre la memoria histórica. La comisión se reúne para hablar de lo que hay que hacer. ¿Familiares de desaparecidos descontentos? ¿Hacemos lo suficiente, aparte de reunirnos para comer menús carísimos llenos de esferificaciones y espumas?». Se sintió mejor cuando lo hubo escrito. Esa libreta era la demostración (de cara a sí misma) de que no era deshonesta como los demás. —Ayer o anteayer, no me acuerdo ahora, me reuní con ella —prosiguió Sánchez, y se refería a la consejera—. Y hemos hablado mucho, que si patatín que si patatán, de la conveniencia o no de la comisión, si molesta más que ayuda, si le conviene, etcétera. Todos se estremecieron, incluso Cati Rodés. Ninguno de los de la comisión cobraba un sueldo, pero recibían dinero en concepto de dietas y desplazamientos. Treinta mil euros al año, brutos, cada uno. A cambio, tenían que presidir mesas redondas, recibir a familiares y viajar a Madrid de vez en cuando para hablar con los del ministerio. El trabajo era un regalo. —O sea, que me ha hecho una proposición. ¿Me pasas la cartera, Jordi? Lo dijo mientras estiraba la mano en dirección al perchero. El hombre situado en la punta de la mesa descolgó una cartera de piel negra y se la alargó. —Pues a mí me lanzaron un tomate en la inauguración de una fábrica en un pueblo que no pienso volver a... —rezongó otro de los . Se llamaba Manolo Bracho y estaba afiliado al partido conservador, pero era de talante aperturista. Era una especie de sapo bondadoso que, cuando hablaba, emitía el ruido de un mastín estrangulado por la correa. Había sido un cargo de confianza del gobierno anterior—. Era una fábrica de galletas que se había incendiado y me tiraron el tomate porque, como se había incendiado con todas las galletas dentro y ellos, de momento, se quedaban en paro, naturalmente, ¡la culpa era mía!
Todos rieron. —Y no lloré ni monté ninguna escena. Inauguré la fábrica con el tomate aquí. — Se golpeó el pecho—. Y fui a comer con el tomate aquí. —Volvió a golpeárselo —. Y me fotografiaron cortando la cinta con el tomate aquí. —Y otro golpe—. Y cuando llegué a casa, mi mujer por poco me echa a la calle por culpa del tomate aquí. Qué gracia tenía Bracho contando anécdotas. Todos aplaudieron, salvo Cati, que movió la cabeza. Escribió: «Les parece mal que la consejera de Cultura llorase cuando le tiraron el huevo. Llorar igual a debilidad. Los hombres no lloran». Y dibujó tres signos de exclamación. Luego, una margarita en un jarrón. —Si no os importa, podemos ir al grano, por favor... —se quejó—. Yo mañana tengo tertulia en la radio a las ocho. —Vete, Cati, no te preocupes. Ya te lo contaremos, tranquila —le ofreció el joven. Todos se sentían incómodos con ella. Él, sobre todo. Precisamente ahora estaba aprendiendo a ser un machista ilustrado, como todos los demás, y con ella allí delante no se atrevía, la veía muy capaz de regañarle. Ninguno de ellos era un auténtico machista. Pero jugaban a serlo. Les gustaba hablar de mujeres mientras bebían vino y fumaban puros a escondidas del médico. ¿Qué había de malo en ello? —¿Sí? —dijo ella. Pero no se movió. —Sí, mujer, ¡vete! —la animó Manolo Bracho. —Bueno, pues lo mismo pido un solo plato y me voy, gracias. Quiero tomar nota de la propuesta. Ahora todo el mundo dice «tomar nota». Parecería muy antiguo decir «apuntar». —A ver —recondujo Sánchez, y ya estaba abriendo una carpeta de donde sacaba fotocopias de recortes de prensa—. El huevo es importante, sí lo es. La tía se lo ha tomado fatal y ya le parece que tener una Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica, más que ayudarla le perjudica, y se plantea si... Mañana no solo veremos los zappings. También habrá artículos. Ramon Manau escribirá uno que...
—Ramon Manau es un imbécil. Si tenemos que actuar según lo que diga el crío ese... —Es un imbécil, totalmente de acuerdo, pero mañana todo el mundo lo va a leer y se va a descojonar. Y lo que puede pasar ahora es que... —Vamos a elegir la comida, por favor —se quejó otro—. Luego viene el camarero y siempre estamos igual. Todos se concentraron en las cartas. Arroz con bogavante, ah, yo también. ¿Arroz, de noche? Huy, yo no. Yo por la noche ya no puedo. El otro día me encontré en casa el humidificador de puros de antes del infarto, qué nostalgia, para mí Burdeos, ahora, es solo una ciudad. Yo una merluza con verduritas y algo de primero, ensalada, gazpacho, yo un entrecot al punto. —¿Qué decías, cariño? —Qué decía. Que lo que puede ocurrir ahora es que como han colgado las imágenes en internet (ayer, trending topic del día), cada vez que hagamos un acto relacionado con la memoria histórica nos vengan unos familiares de muertos en fosas comunes y nos lancen huevos. Y este es el miedo que tienen en la consejería. Que este huevo que le tiraron sea como... —Hizo una pausa—. Ay, joder, ¡ayude! Chascó los dedos. —¿El pistoletazo de salida? —probó el joven. —¡El pistoletazo de salida! Gracias, Marc. Que ahora tirarle huevos se convierta como en una tradición. Y la consejera cree que tenemos que hacer, que necesitamos, un gesto que calme a las familias. Una cosa simbólica, un... El jovencito movió la cabeza en señal de aprobación. —Pues no es mentira, ¿vale? La gente es gregaria —dijo—. Cuando ve que un gesto hace fortuna... ¿Os acordáis de aquel árabe que le tiró un zapato a Bush? —No, ¿quién? —Un periodista musulmán, ¿no os acordáis? ¿No os acordáis de que después
hubo uno que...? Entró otro camarero, también con obligada proclividad a la reverencia, y apuntó los arroces, la merluza con sus verduritas, el entrecot al punto y el plato único de Cati Rodés. —Ella ha pensado una cosa... —añadió Sánchez—. Y yo estoy de acuerdo... —Y les enseñó uno de los recortes de prensa fotocopiados. Era una entrevista de Chus Soriguer—. Lo he estado comentando con Grau y a él también le parece bien. Necesitamos un gesto. Un símbolo. Cati Rodés se concentró en el artículo. —A mí me encanta la contraportada —murmuró—. Siempre me la leo y esta se me pasó. —Meneó la cabeza muy despacio, conmovida. El titular de la entrevista era: «Cuando hablamos de los muertos del franquismo, se nos olvida que también hubo muertas». En la foto aparecía una mujer, sentada de manera informal y mirando el cielo con gesto avergonzado. Era Judit Guitart, la nieta de Antonieta Gelabertó Pedrola—. Cuando te cuentan las historias personales es cuando entiendes que... —dijo. —A ver —la interrumpió el que se llamaba Grau—. ¿Lo cuento yo? Era redondo y calvo, y tenía la barba de dos colores: negra y blanca. Por culpa de ese contraste entre negro solo faltaba que alguien le pegase un puñetazo en el ojo para parecer un oso panda. Supongo que usted va a pensar que la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica era una especie de bestiario, pero es que —por decirlo como Samantha Soler— a partir de una edad todos los hombres que comen y beben bien se convierten en animales: unos, jabalíes, otros, sapos, otros, osos panda, otros, cerditos... —Ahí vamos, entre todos. O sí. Tú. Como quieras. Como queráis. El panda sacó la pluma y una libreta, y prosiguió mientras iba dibujando cuadrados a medida que aportaba datos: —La contra esta es una entrevista de Chus Soriguer (os lo resumo) a la nieta de una muerta que está en una fosa común. La mataron los fachas por casualidad, ni
siquiera tenía ideas políticas. Pasaba por el camino cuando estaban fusilando a otros, y como pasaba por allí, también la cogieron, quién sabe si la violaron y la mataron. Porque pasaba por allí. Punto. Dejó un marido y una hija pequeñita. Todos movieron la cabeza, serios por un instante. —Se nos ha ocurrido lo siguiente: la comisión localiza la fosa de esta mujer —y dibujó un cuadrado en la libreta—, que se llama Antonieta Gelabertó Pedrola — cuadrado— y la enterraron de cualquier manera. —Una raya, como si ahora cambiara de tema—. Sin querer, fue una heroína que dio la vida por la estupidez de la guerra, blablablá. Una García Lorca pero en tía y en catalana y en anónima. —Rectángulo grande—. Tenemos muchos hombres muertos, pero no tenemos tantas mujeres muertas. Su nieta hace tiempo que reclama (como todos los familiares, por otro lado) que se le dé una sepultura digna (y tendremos que averiguar si lo reclamó durante el gobierno anterior, porque igual sí, y no le hicieron ni puto caso...). La comisión la busca, la encuentra, publica una fotografía (situando el contexto histórico, etecé...) y le hace un monumento allí en la cuneta donde la mataron. Y el libro se lo regalamos a todos los familiares de las víctimas, en un homenaje, el día que la fusilaron, que será el día que inauguraremos el monumento. Y esperemos que el día que inauguremos esté todo el mundo tan emocionado que se acaben los huevos. Se detuvo e hizo un gesto con las dos manos abiertas como con la intención de parar un carro o de indicar a la orquesta que toque piano. —¿Se entiende? El jovencito afirmó con la cabeza: —Una especie de Anna Frank catalana. —¡Ahí! —Me parece muy bien —contestó Cati Rodés. Y tenía los ojos brillantes. —Venga, Cati, mujer... —dijo Manolo Bracho. Las lágrimas femeninas siempre le conmovían. Una camarera entró con los platos.
—Haciendo esto somos nosotros los que nos quejamos de que no se pueda desenterrar a todo el mundo. Nosotros, en la rueda de prensa, somos los que reclamamos que se desentierren todos los cuerpos y se identifiquen. ¡Lo pedimos nosotros! Y si somos nosotros los que lo pedimos primero, desactivamos a los familiares que nos lo piden a nosotros (como si nosotros pudiéramos hacer más que el gobierno de Madrid, que es que...). —Es que eso es lo que tendríamos que conseguir que se entendiera, que nosotros no podemos hacer más de lo que hacemos —dijo Cati Rodés—. Nuestro problema es que no estamos comunicando bien. Todos la miraron aburridos. Observaron cómo empezaba la ensalada de langostinos con ansiedad y tomaba un trago de vino, el trago de vino de los poco acostumbrados a beber vino. Demasiado rápido. El trago de la que no calibra bien lo que tiene en las manos y se va a emborrachar. Oriol dio un codazo al panda. Si seguía bebiendo, se animaría y no se iría. —Cati, en serio, vete, que todos sabemos qué es levantarse temprano. —Bueno, venga, sí, igual sí. Termino el plato y me voy... Pero ¿quién va a tomar nota? Se sentía responsable de su trabajo de secretaria de la comisión. —Cati, cojones —la medio regañó Manolo Bracho—. Ya te lo contaremos. Todos la observaron mientras se terminaba el plato. Ahora una brizna de lechuga, ahora un trozo de langostino (el tomate cherry, no, fuera), un trozo de pera. —Bueno... Pues un besazo. Y se levantó y se dirigió a la puerta corredera. Oriol miró al panda. Aunque no era la primera vez que cenaban allí, la chica no se acordaba de que para que se abriera tenía que pulsar un timbre. Intentó tirar del picaporte. —¡El timbre, el timbre! —le advirtió el joven. —Uf —y soltó un resoplido infantil y complacido—. Es que soy de letras...
Mientras la puerta se abría, dijo adiós con la mano derecha, lo que seguramente solía hacer para despedirse de las amigas con las que —y son palabras suyas— «quedaba de vez en cuando para arreglar el mundo»: dejó la palma de la mano quieta y movió deprisa, arriba y abajo, todos los dedos, muy juntos, excepto el pulgar, que mantenía estirado. Era un gesto que ahora hacen algunas mujeres jóvenes (y mientras lo hacen siempre ponen boca de payasa), pero que es propio de abuelas y de la reina de Inglaterra cuando va en carroza. En cuanto hubo desaparecido, dio la impresión de que todos se relajaban. Cati Rodés no entendía las bromas y todo le parecía poco íntegro. —Co... jones con la Gafe... —resopló Manolo Bracho—. Por poco se carga la puerta. —Bueno, pues ahora sí que... ¿Dónde estábamos? —preguntó Lluís Parera. Se refería al hecho de que ahora ya podían hablar con libertad. —En lo de la muerta —dijo el jovencito—. Es brillante. —No lo he dicho delante de la tontaina esta —explicó Sánchez—, pero es idea mía. —Pero ¿la desenterramos de verdad o no? Es lo que no me queda claro. Porque lo mismo cuesta una pasta... —Bueno, desenterrarla no sería difícil, porque la nieta dice que en su casa siempre han sabido —más o menos— dónde está y cómo se llama el que se la cargó. Pero yo veo mejor no desenterrarla. Hacerle un monumento allí, porque así estamos mandando el mensaje de que no podemos desenterrarlos a todos. Si la desenterramos, empezarán a preguntarnos por qué no desenterramos otros cuerpos, en lugar de hacer monumentos. —Touché —dijo el joven. Y se sintió bien después de decirlo. —Es muy bueno —reconoció Xavier Pratdesava—. Felicidades. —O sea, la idea es que el monumento a los que no podemos desenterrar acabe con los huevos —añadió Sánchez—. Recorde luego que os cuente una anécdota que puede...
—Pero ¿hacer un libro de una mujer solamente no es excesivo? ¿Dará de sí? ¿No sería mejor una memoria de todos los muertos, con fotos, si las hay, etcétera? — preguntó Bracho. Rápidamente los otros comisionados estuvieron de acuerdo. Era mejor hacer una memoria de todos ellos. —No —replicó Sánchez—. Un libro de todos los familiares no se puede hacer. No, no. —Pero ¿esto dará para un libro? —Es que la gracia es que no sea una gran historia. —Sí, ya, pero... —No, y además habrá muchas fotos y las cartas de amor con el marido, que las cede la nieta. —Hombre, ya habéis visto cómo se ha puesto la Gafe. A punto de romper aguas. Todos movieron la cabeza en un gesto que podría interpretarse de convencimiento. —Lo que está bien es que sea mujer. Y si la violaron... —Sí, sí, desde luego. Y, por lo que parece, esta tía no era ni comunista ni anarquista ni ningún ista. Era una tía de pueblo, que solo quería vivir en paz, y que se convirtió en heroína porque estaba en aquel lugar en aquel momento, etcétera, etcétera. —¿Y quién nos lo va a escribir? —Bueno, yo tengo un nombre clarísimo —dijo Sánchez. Pausa. —Paul Adams. Es nuestro hombre. Tiene prestigio, los españoles lo adoran. O sea: «El experto en Lorca encuentra a una mujer anónima en Cataluña y decide hacer un ladrillo de los suyos».
Todos dijeron que sí con la cabeza. Paul Adams era un hispanista reconocido. Vivía en Cadaqués. Escribía libros sobre la Guerra Civil de más de trescientas cincuenta páginas. Era claramente prorrepublicano. Sánchez era su representante. —Nos costará una pasta. —Bueno —rio Sánchez—. Os diré que lo he medio tanteado. No se lo he vendido como un encargo. Se lo he vendido como un favor que le hacemos. Y le he insinuado que, si nos lo escribe, le invitaremos a la Feria de Hannover a dar una conferencia (a la consejera le parece bien) y le daremos el Premio Catalonia (que de todas formas habría que dárselo a alguien). No sé si usted lo sabe. Es un premio remunerado que se otorga a alguien que haya hecho algo por la cultura catalana. Depende de la Consejería de Cultura, pero lo paga una caja de ahorros. —¿Cuál era la anécdota, Oriol? —preguntó el jovencito, con una sonrisa ávida y llena de saliva. —Hostia, ya se me ha ido. El segundo camarero entró para llevarse los primeros platos y todos cambiaron de tema. —Mi hija, hoy, le ha dicho a su madre que me diga que quiere unas tetas nuevas cuando cumpla dieciocho años —dijo el panda—. Dice que si le pagamos las tetas nuevas, dejará los porros. —Joder... —La hija de mi mujer se lo dijo hace dos años —murmuró Oriol Sánchez—. Y ahora las tiene puestas y el problema es que le han crecido, ha engordado (no para de comer) y parece Supervixens. Nadie le mira otra cosa. Yo también, claro, si es que no se puede... Va por el comedor en camiseta y me pongo enfermo... —¡Coño, Oriol! —se escandalizó el panda. —¿Os cuento una cosa superfuerte? —dijo el jovencito. Había estudiado filosofía y acababa de publicar un libro de poemas (Sashimi de ti). Se suponía
que tenía una visión fresca del mundo. Era el primer síntoma de relevo generacional de los tertulianos radiofónicos. —Cuenta, cariño. —Planas nos llevó de putas. —¡Qué! Quim Planas era el presentador del programa de la mañana donde todos ellos colaboraban, agrupados de tres en tres. Lunes, tertulia de fútbol con el panda, Sánchez y Pratdesava. Miércoles, tertulia política con Bracho, Sánchez y Parera. Y jueves, sección de filosofía recreativa aplicada a la actualidad política con el jovencito, después del cara a cara entre Bracho y Sánchez. No sé si los habrá escuchado usted alguna vez. Respiran todos muy cerca del micrófono, es lo que puedo decirle. —¿A dónde? —A Castelldefels. —Sí, pero ¿a dónde? ¿Cómo se llamaba? —insistió Bracho. —¡No, no! ¡En la carretera! Todos gesticularon escandalizados. —Pues ya puedes ir al médico, chaval, porque debes de tener, como mínimo, un rebaño de ladillas. —¡Qué va!, si yo no hice nada. El tío cogió a dos tías y quería que nos la mamaran allí en el coche, pero a todos juntos. Una tía delante y la otra detrás y con las dos manos ocupadas, en fin. —Pero ¿quiénes érais? —Mena, ese otro que hace la sección de internet, él y yo. Cuatro. Lo que os digo, dos delante y dos... —¿Y lo hicisteis todos allí?
—Yo no, pero ellos sí. Caras de oscura incredulidad. —¡Ya me conocéis! A mí si me está mirando Planas, no se me empina... Todos conversaron animadamente sobre el gusto por las putas de carretera del presentador de la mañana, y repitieron otra vez sus aventuras con mujeres siempre muy feas, siendo su mujer tan guapa. —¿Y tú te quedaste mirando? —¡No, no, no! Le dije que no, que yo lo hacía sin que me vieran o no lo hacía... Y se pilló un cabreo de mil demonios. —¿Y qué hizo? —¿Qué hizo? Dijo: «Muy bien. Pues te vas afuera y te quedas una para ti solo, pero ¡que sea la fea!». Y me dio una pena la pobre tía, que estuve todo el rato diciéndole que no era fea, que... —¿Y ella qué te decía? —¿Ella? A ella le daba igual.
8
Le dije a aquel empleado de las cavas Batet que no bebía, que no podría escupir el cava, y me miró con los ojos inundados de un miedo en cierto modo lleno de empatía. El trenecito que nos paseaba por las cavas dio media vuelta y nos devolvió al lugar de donde veníamos. Subimos escaleras, regresamos a la recepción por un sitio distinto (él sonrió, esperaba que yo me sorprendiera, que dijese «¿Otra vez aquí?», pero me encontraba con la amabilidad bajo mínimos) y fuimos a un comedor donde ya estaba la mesa puesta. El mantel era blanco, las copas, de esas de cristal tan fino que le gustan a Matamala, buenas. Empecé a medio conocer el vino gracias a Paco Matamala, a él le gusta mucho (le gusta el vino de esa manera que gusta a algunos patriotas, que valoran tanto el vino de la tierra). Yo, con él, he bebido alguna botella buena que he tenido la sensación de no saber apreciar. Cuando conocí a Sánchez sí que me aficioné salvajemente a los cócteles, y si no tomaba más era por el dinero. Pero siempre me han gustado los manteles blancos de los bares de vinos, la mesa auxiliar con el decantador, las copas limpísimas, toda esa parafernalia de la que se burlan los articulistas. Llegó el dueño de las cavas, que llevaba alzas en los zapatos, con la que parecía ser su mujer, y me saludó de la misma manera que su subordinado: con la mano plana. Era un hombre de piel morena con la cara muy de campesino, pero con los rasgos extravagantes que tiene a veces un cierto tipo de hombre rico que consulta esas páginas de internet donde encontrar esposa rusa. Tenía el pelo muy corto por los lados, pero, en cambio, en la parte de arriba del cogote lo llevaba largo y, de hecho, se lo recogía en una coleta. No podía imaginarme cómo sería aquel hombre sin la coleta. El pelo era del mismo color canela de la piel de algunos caballos, y me pregunté si estaba teñido (supongo que sí, que lo estaba). La mujer era sudamericana y vestía unos vaqueros de firma (de esos que llevan brillantitos) y un top blanco. Tenía la cara chupada y feúcha, pero ya se veía que el cuerpo era del gusto de su marido: un cuerpo como el de Angie Dickinson en Río Bravo. Mucha cintura (quizá se ponía faja) y culo grande y piernas de jamón, pero bonitas. Me recordó, de algún modo, un vídeo porno que el padre de mi niña tenía en su casa (le inspeccioné las cajas cuando se mudó a mi piso). Se llamaba Culonas guarras o un nombre parecido, y en la carátula había una foto de dos mujeres ataviadas únicamente con sujetador, que estaban de espaldas pero que miraban a cámara de reojo. Lo curioso de la foto es que se notaba que las
mujeres eran delgadas pero que les habían agrandado el culo con Photoshop. Eran grotescos y desproporcionados, no habrían engañado a nadie, supongo que tampoco lo pretendían. Nos sentamos a la mesa. Un camarero empezó a servirnos cava rosado. —Yo no, por favor —y tapé la copa con violencia. —Yo tampoco bebo —dijo la mujer. Y el acento me pareció caribeño—. No me gusta el gas. Turno de la explicación: —Estoy enferma, si bebo podría morirme. —¡Mójese los labios, mujer! —dijo el dueño Batet. —Es que no me puedo morir, gracias, prefiero que no me la llene. Se produjo un silencio. De repente vieron con quién estaban tratando. Quizá no con una alcohólica. Pero casi. ¿Si no existiera la niña bebería? Sí. Pero si no existiera la niña, no bebería cava Batet, porque no estaría haciendo el trabajo, porque sabría que iba a morirme y ya no haría nada. ¿O sí? Es que sin la niña y sola apenas puedo imaginarme qué haría. ¿Viajar? Cuando cobré los derechos de Pequeña felicidad fuimos a París, con él, su padre, al mismo hotel donde me invitó Sánchez, y como estábamos tan alegres, todavía —hacía unos cuatro meses que nos conocíamos—, fuimos al bar del hotel Ritz donde Henry Paul, el chófer de la princesa Diana, estuvo bebiendo antes de estampar el coche en el puente (Henry Paul, Praia da Luz, Priklopil). Ya ve, nos hacía gracia tomar cócteles allí, como él, porque cuando estás así te vuelves un poco inmoral, no es maldad, es un exhibicionismo inconsciente y al mismo tiempo un secretismo legítimo, unas ganas de hacer partícipes a los demás pero también de excluirlos de tu alegre plenitud. Y perdone que le hable tanto del padre de la niña, sé que usted se lo tomará bien, y sé que sabe que le hablo de él porque él también le puede haber contado sobre mí lo que sea: que más de una noche vio cómo me emborrachaba en el bar del hotel donde trabaja y que era el bar donde Sánchez me había llevado la primera vez. Y que al final me cobraba las copas más baratas. Y que un día, cuando terminó el turno, me llevó a casa a rastras, no es mentira, y así empezó la cosa. Y que como yo estaba ganando dinero de los derechos de los dos libros y estaba dispuesta a gastármelo todo con él, durante
un tiempo fuimos felices del modo en el que lo son los adictos. O, si decirlo así es demasiado exagerado, pongamos que lo pasamos bien. O, si decirlo así es demasiado modesto, pongamos que yo quizá me enamoré. Y no es mentira que me quedé embarazada por sorpresa (ningún truco por mi parte, se lo juro), y que se lo comuniqué precisamente el día que él iba a comunicarme que me dejaba (esto me lo confesó tiempo después, un día que nos peleamos a puñetazos). Y que entonces dijimos que podríamos intentarlo y lo intentamos. Y al principio no fue mal. Yo iba al bar del hotel y tomaba agua con gas con hielo y limón. Sin embarazo, nunca nos habríamos ido a vivir juntos, es verdad. Y también es verdad que, en cuanto nació la niña, yo ya no estaba para salir, solo quería estar con ella, y ya no fui tan divertida. No soy alguien que quede bien en pijama viendo la tele. Mi estado natural es estar a punto de caer del taburete del bar. Pero también es verdad que me acuerdo de cosas de aquellos días que, ya en aquel momento, sabía que tiempo después recordaría con correctísima nostalgia, como hago ahora. A medianoche, el ruido de él haciendo pipí en la taza del váter y el de la cisterna, pero también el de todas sus vísceras, que yo, entonces, visualizaba siempre en términos fabulosos y antropofágicos. El de sus intestinos, o el de sus ronquidos, de nuevo en la cama: una encrucijada donde estaba la lengua, ahora ya relajada y blanda por culpa del alcohol, que quizá se había caído hacia atrás, sin fuerza, y que obstruía el túnel de la faringe. Cosas de estas. —¡Salud! —dijo el dueño de las cavas—. ¡Por la escritora! —Delicioso —lo halagó Carles Franch. —Bueno, bueno, ¡no exageremos! —contestó el hombre. Y movió la mano del modo que indica que una cosa no te gusta ni mucho ni poco, sino regular, pero a mucha velocidad. Quería restar importancia a lo que decía su empleado. Me miró—: Como yo siempre digo: ¡nosotros hacemos cava para poder beber champán! —Y se rio ruidosamente. —A mí es que no me gusta el gas —repitió su mujer. —¿Te puedes creer que me he casado con una hembra que no bebe? Sonreí. No le gustaba el gas. Me esforcé por hacer alguna pregunta, por decir algo. Ahora se esperaba de mí que hablara o que no hablara en absoluto. —¿Y usted de dónde es? —dije al final.
—Dominicana. —¡Allí hacen bien las mujeres! —rio Batet. Y me lo dijo del modo en que algunos hombres hablan con mujeres que, como yo, no se llevarían a la cama si no fuera estrictamente necesario. Me habló como si yo también fuese un hombre. Y yo me comporté automáticamente como un hombre y también reí y dije: —Desde luego, desde luego... ¡Sin duda! Sin duda. Cómo me odiaba diciendo cosas como esa. —Perdón, un segundo... —dijo ella. Y desapareció con el bolso. Iba al baño, pero no había dicho que iba al baño. Eso seguramente significaba que iría más veces, porque tomaba cocaína. Si hubiese tenido que ir al baño de verdad, habría dicho: «Perdonen, voy al baño». Y ya está. Cuando yo me drogaba hacía lo mismo. Se trataba de no decir demasiado ostentosamente «voy al baño», porque a los veinte minutos volverías a ir y se trataba de que los demás no atasen cabos. Con el padre de la niña, en casa, nos preparábamos las rayas en la carátula de un CD y si había alguien con nosotros las dejábamos ya preparadas (siempre un número par) en un cajón del baño. Si los que estaban allí también tomaban, lo hacíamos a escondidas igualmente, para no tener que compartir. Lo recuerdo con profunda pesadumbre y profunda vergüenza. Siento nostalgia y pena de lo que éramos. Las batallitas de los farloperos, qué aburridas. Ese día en que él me dejó preparada una raya —tapada con papel de váter— en la pila del lavabo del bar del hotel, y yo fui y resultó que el secamanos se activó cuando puse la mano debajo, accidentalmente, y la cocaína voló y no teníamos más y yo me puse de muy mala leche (qué mala leche que se te acabe la droga) y quise irme ya a casa sin esperar a que terminara el turno (el camello tenía el teléfono apagado) y meterme en la cama. Sin droga era imposible quedarse ni un minuto más en aquel bar. Lo que habríamos dado por ver aunque solo fuera una papelina vacía, mirarla y lamerla (aunque una papelina vacía seguro que ya habría sido lamida). Y, a pesar de saber que cuando el camello apagaba el teléfono ya no lo encendía en toda la noche, y que al día siguiente se encontraría veinticinco llamadas nuestras a intervalos de cuatro o cinco minutos, pongamos el avisador para saber si lo enciende, aunque, como acabo de decir, sabemos que no lo encenderá, ¿dónde podemos encontrar a otro camello a estas horas? Hay un bar
donde hay un tío que pasa sobre todo MDMA (si no hay cocaína, compremos MDMA), pero a lo mejor tiene algún o, sabe quién podría tener. Ir yo y no encontrarlo y regresar sola y de mala leche a casa. La mujer volvió con los ojos vivos y una expresión como hiperventilada que la hacía guapa. Había tomado, estaba claro. Dijo que no tenía mucha hambre, y vi que por debajo de la mesa pasaba al hombre un paquetito (dentro, la papelina, una pajita de refresco de unos cinco centímetros y algo para cortar, quizá cuchilla, quizá tarjeta de crédito), me lo sabía de memoria. Él se lo metió en el bolsillo de los pantalones, pero no fue aún al baño. Se lo reservaría para el postre, quizá. Supuse que había sido ella quien lo había enganchado a él, y que no debía de hacer mucho que estaban juntos. —Ay, a lo mejor un poquitín de vino blanco sí que querré. Un poquitín... —dijo entonces la mujer. El pez que se muerde la cola: alcohol pide cocaína, cocaína pide alcohol. Pensé que quizá él la había conocido cuando era prostituta. Lo parecía. —Ahora te lo pedimos —respondió él. Y se levantó para llamar al camarero, que al ver al amo de pie se puso en movimiento diligentemente y alarmado. Batet, sin embargo, se había levantado porque también iba al baño. No había podido aguantar hasta el final de la cena. Quizá era de aquellos hombres tan acostumbrados a la droga que pueden comer aunque la hayan tomado. Nos quedamos solos la mujer, el subordinado y yo. —Ay, qué días más tontos —exclamó ella. No entendí si se refería al clima o a la vida que llevaba. —Sí, es que acostumbrada al tiempo del Caribe, ¿no? —dijo él. —¡Y a lo de antes! —Y me miró a mí, riendo. Yo también me reí. Ya me quería contar su vida, no fallaba. —¿Qué es lo de antes? Tener que preguntar me reavivó un poco. El tono fue cálido. Sé que es difícil explicar de qué tipo de tono se trata, si ahora pudiera verme se lo haría y entendería por qué todo el mundo, si pregunto así, se empeña en contármelo todo. Como le dije antes, mi físico contribuye. Alguien tan vulgar como yo,
alguien tan sexual, es imposible que te juzgue. Dice Matamala —que siempre sabe encontrar las imágenes precisas— que parezco una de esas rubias vestidas con ropa vaquera de arriba abajo y con botas de cowboy de las películas, que están sentadas en los taburetes de los bares country de madrugada, bebiendo cerveza sin vaso, y que con la bebida se vuelven facilonas y esperan que algún camionero las lleve a casa. Una de esas rubias que viven en una caravana y tienen hijos de dos hombres y siempre acaban teniendo problemas. No dice que lo sea, dice que lo parezco (me consta que le gusto y si por él fuera viviríamos juntos con las niñas, pero es que él, cuando se va de putas, se pilla siempre travestis, cosa que no dice mucho a mi favor). Mi aspecto de putón sin querer (estas tetas...) hace que parezca que nunca digo que no. De modo que los hombres siempre me proponen ir a la cama cuando están muy calientes, muy borrachos, o las dos cosas. Y mientras tanto, me lo cuentan todo. No soy muy alta, cosa que también consigue que los que se me confiesan me vean cercana. Y eso —y ahora cambio de tema, porque pensaba en mi foie— también es un detalle importante. Siempre me he juntado con bebedores de sexo masculino (las mujeres que conozco no beben, o no como yo) que me sacan el doble de altura, pero a pesar de eso me he bebido las mismas copas que ellos. A mí, por otro lado, no hay nada que me guste más que escuchar vidas de segunda. Me gustan las películas en las que no ocurre nada y mi novela ideal sería una en la que los protagonistas vieran la tele, durmieran y comieran cada día hasta la hora de la muerte. Como un reality pero contado de manera muy literaria. No me gustan las de aventuras, no me gustan las de detectives, no puedo soportarlas, me gustan las que pasan en la civilización occidental, me gustan las de vida burguesa, es por eso por lo que nunca habría podido ser escritora, adoro el costumbrismo. —¡Ay, mi madre! —Y se rio—. Disculpen. Voy a ver qué hace el pendón de mi marido. Quería más droga. Seguramente, aunque compartían el mismo paquetito, ella guardaba otro, por si acaso (yo lo hacía, supongo que todo el mundo lo hace). Les daba igual que lo notáramos. Seguro que Franch lo sabía. Eran como nosotros fuimos, como tantos otros. Levanté la ceja, para ver si él decía algo. A veces, es como si por un instante se me fuera la pereza de vivir y me gusta jugar a provocar la confesión. ¿En cuántas frases y réplicas podría conseguirlo? A eso juego.
—Vaya, vaya, ¿eh? —dije. Él afirmó con la cabeza y ya está, pero se calló. Era más duro de lo que me había imaginado. —Una pareja extraña... —murmuré, pero sin escándalo en el tono de voz, no convenía. Dos réplicas, de momento—. ¿No? Él movió la cabeza de nuevo y sonrió. —Te imaginas —proseguí— que es ella la que lo ha viciado a él. Pero estas cosas, lo sé por experiencia, a veces no son como parecen. Tres. —No lo sé —dijo él. Y se rio. —Yo lo digo porque lo he vivido. A mí me inició en el mundo de la droga mi ex... —No era cierto—. Pero yo tampoco era una santa, ¿eh? Cuatro. —En este caso fue ella, me parece —contestó Carles Franch finalmente. —¿Cómo se conocieron? Pregunta arriesgada. Si sale bien, ya lo tengo. —Era su mujer de la limpieza. La del matrimonio, vamos. Ya estaba. De ningún modo venía un «¿ah, sí?». Tocaba aparentar que lo intuía. —Me lo he imaginado todo el tiempo. ¿Tiene hijos, él? Haciendo eso lo espoleaba. No tenía que mostrarme escandalizada, sino más bien dolida. Dolida por el prestigio de cavas Batet. —Dos hijas. Pero se ha peleado con toda la familia. Ellas no le hablan, solo vienen a las reuniones del consejo de istración.
—Es evidente. Resoplé, como si yo también fuera una de las hijas. Me imaginé a dos chicas nacidas en una familia del cava, como la Batet. Se llamaban Laura, Carla, Gisela o Íngrid. Nombres aptos para poner en una botella. «Gisela de Batet». No les habrían puesto Vanessa, no quedaría bien. Y también me imaginé que les pasaba lo que les pasa a las hijas de las modelos (la primera mujer de Batet debió de ser muy guapa de joven) que se casan con millonarios. Él suele ser más feo que ella, porque el rico es él. Y las hijas, aunque salen un poco a la madre, también salen un poco al padre. Son más feas, menos estilizadas, más rechonchas. Me imaginé una Íngrid y una Laura menos esqueléticas que la madre, menos finas. —Para ellas es muy fuerte ir a su casa y encontrarse con que la mujer que abría la puerta y fregaba ahora duerme en la cama de su madre. A partir de ese momento es cuando me habría contado la historia interesante de verdad. ¿Qué hacían los amigos del matrimonio cuando iban a la casa? ¿La trataban ahora de señora, aunque le hubiesen dado las chaquetas en el pasado? ¿No habían vuelto a hablar con Batet? Y la madre de él, que vivía en la casa solariega, ¿qué decía del asunto? Pero no pude preguntar nada porque los dos volvieron con las pupilas negras y brillantes, las caras animadas. —¿Tienes ordenador? Pide lo que necesites —me dijo él—. ¿Ya sabes dónde tienes que ir? —Tengo el nombre de una familia que, por lo que sé, son parientes del que la mató a ella. Tal vez algún trabajador de la casa puede llevarme o decirme cómo se va. Le ahorro los detalles pesados de la lista de nombres de personas que me dio Sánchez, que le había dado la nieta de la muerta. —Te lleva, te lleva. ¿No, Franch? ¿Te encargas tú? Que no le falte de nada. —Por supuesto. —Y a mí—: Cuando quieras. —Se llaman Rabell. —Los Rabell, sí —dijo Batet—. ¿La llevas mañana, Franch?
—No sé quiénes son —se disculpó él—. Es que yo no soy de aquí. —Los Rabell. Estos trabajan en casa. Se lo preguntas a Marta. —Vale —dijo él. Y a mí—: Cuando quieras. —Por mí, mañana por la mañana a primera hora. Si por la mañana hablaba con esa familia (aunque el asesino ya no estuviese vivo) y me confirmaban cuatro cosas, con las cuatro cosas y, viendo el lugar, ya tendría tela para llenar unas cincuenta páginas y así regresar a Barcelona lo más deprisa posible, para limpiar el piso antes de que él me devolviese a la niña. Cuando leo novelas (en papel, no en iPad) y el autor dice algo así (que me imaginaba que al día siguiente ya podría volver a casa), siempre intuyo que hay trampa. El lector sabe cuántas páginas le quedan por leer, la cosa no se puede solucionar tan rápido. Si estuviésemos al final del libro y el autor «ya lo tuviese todo», no diría que lo tiene todo porque ya se vería. Con esto quiero decirle que no lo estoy haciendo para ponerle ninguna trampa, porque yo no quiero contarle la historia de la muerta. Verá que sale muy poco. Y verá que tampoco quiero contarle la historia de una mujer que está de vuelta de todo (que se supone que soy yo) que, poco a poco, se va interesando por el caso que investiga, a pesar de ella misma. A mí ese tipo de libros me hace vomitar.
9
El impacto le sorprendió, de ningún modo lo esperaba. ¿Por qué le tiraban un huevo a ella? ¿Qué había hecho, qué había hecho concretamente? La consejera miró al agresor (lo pudo ver bien, no se escondía) y se sintió dolorida por la violencia, la poca piedad. Había demostrado puntería. Quizá había cerrado un ojo para apuntar, quizá incluso antes de tirar había decidido dónde iría el huevo (¿a la cara?, ¿al culo?, ¿al pecho?). Le había ido a parar a la mejilla, pero ¿quería ir a parar a la mejilla? Ella se asustó de verdad, hasta que supo que era un huevo. Se imaginó un ataque terrorista. Luego, cuando el escolta le dio el pañuelo para limpiarse, pensó que habría preferido que le hicieran daño. Habría preferido una piedra, un tiro, porque habría preferido marcharse ensangrentada que manchada, era más honorable en cierta manera. La sangre podía despertar la piedad en los demás, incluso tal vez la del propio agresor. Ella habría podido exagerar el dolor, como un futbolista, caerse al suelo. Eso la habría salvado de la vergüenza que ahora sentía. No podía soportar que hubiese un hombre que la odiara tanto como para tirarle un huevo. No era capaz de vivir sabiendo que había alguien que la odiaba tanto. Cuando la entrevistaban en algún periódico (siempre por asuntos relacionados con la Consejería de Cultura; no concedía entrevistas personales), ya no dormía por culpa de los comentarios de los internautas. La dejaba estupefacta que fueran beligerantes con su fealdad, hasta el punto de decir que para ellos sería asqueroso tener que irse a la cama con ella. ¿Qué le haría aquel hombre si tuviera la oportunidad? ¿Zarandearla, tirarla al suelo, meársele encima? ¿Qué diría a los demás que le hicieran? ¿Gritaría: «¡Cogedla!»? ¿Y ellos obedecerían? Le horrorizaba la idea de la masa haciéndole daño. El huevo estaba podrido. No era fresco, no era un huevo que aquel hombre hubiese comprado o que hubiese sacado de la nevera, era un huevo que había guardado durante muchos días (¿cuántos días eran necesarios para que un huevo se pudriera?) con la intención de tirárselo, de hacerle oler aquella peste, si incluso el mismo escolta no había podido evitar una mueca de asco, y eso que el escolta y ella tenían una muy buena relación, después de tantos meses trabajando juntos. Aquel hombre, pues, habría comprobado cada día si el huevo estaba en condiciones (pero ¿cómo?). Quizá había llevado más de uno por si fallaba, quizá había llevado más de uno por si los podía lanzar a diferentes políticos, quizá no la odiaba solo a ella, quizá no odiaba su pelo rizado, sus gafas de pasta, sus
chaquetas masculinas de colores alegres, sus dientes montados que un día, hacía años, su marido había encontrado tan adorables, quizá no. Quizá odiaba todo su partido político, quizá era un votante decepcionado. Sería más soportable si fuera así. Se echó a llorar, pero no por el huevo. O sí, por el huevo, pero por el huevo como excusa, como desencadenante. Lloró por culpa de su marido. Por lo que había pasado el día anterior con su marido. Hacía tiempo que las cosas no iban bien. Desde que la imitaban en el programa de sátira política de la televisión, su marido y su hijo se avergonzaban de ella. Si en alguna ocasión iban los tres juntos por la calle (pocas veces), los críos la reconocían por culpa de la caricatura. Le decían la frase que le atribuían. Los padres de esos críos no eran más amables. Le tocaban un hombro para que se girara, por hacer la gracia a sus hijos. Era como si no la viesen humana. «Es la de verdad», decían a veces, como si no pudiese oírlos. La directora del programa ¿no pensaba que ella tenía familia, que era cruel sacarla tan fea, como si tuviese caspa? (daban a entender que tenía caspa). Ni siquiera la imitaba una actriz; era un actor, un hombre peludo, quien la imitaba. No pensaban que tenía un hijo adolescente que, como defensa, también le repetía la frase: «¡Esto lo resolveremos en breve!», y después se reía dolorido y sarcástico, con una boca abierta de pez, desesperada. Su hijo la imitaba con crueldad, porque así se aseguraba ser el primero en hacerlo. Por eso, cuando sus amigos iban a su casa a hacer los deberes o a escuchar música o a hacer lo que fuera que hiciesen («a hacer lo que fuera que hiciesen», qué giros lingüísticos me salen), él le decía: «Mamá, no salgas, ¿eh?». Sus amigos, en cambio, sentían curiosidad. Su hijo había sido pequeño como la mía, era el mismo que a los dos años, cuando la madre iba al baño, lloraba desconsolado porque pensaba que no volvería nunca más, lo que hacen los niños de esta edad. No comprenden que el cuidador volverá a aparecer y lloran porque creen que todo lo que tenían, su mundo, la madre, su vida de cachorro, ha desaparecido para siempre. Y ahora le decía que no saliera. Y ella no salía. La consejera atribuía la mala suerte que arrastraban al hecho de haber decidido contratar una hipoteca. Desde que habían comprado en lugar de alquilar, era como si les persiguiera una maldición. Siempre, siempre habían tenido problemas con los pisos, y aquellos problemas era como si les hubiesen impregnado a ellos. Como los actores que tienen rituales, como los futbolistas
que se santiguan antes de entrar en el campo, se había convertido en una especie de supersticiosa ilustrada: en cada nueva casa que compraban (se veían obligados a dejar la que tenían por algún vicio oculto) esperaba, inexorable, que apareciera el problema escondido. El mal olor, los vecinos molestos, las ratas. Al principio, cuando se conocieron, cuando ella no era todavía consejera de Cultura, compraron su primer piso en la Gran Vía, en la entrada de Barcelona. Fue a finales de los noventa, durante el bum inmobiliario. Su marido trabajaba en la sección de infografía de Las Noticias y daba clases de dibujo en una escuela de diseño. Ella se estaba sacando las oposiciones y aún no estaba afiliada al partido, el PPS, que es un partido de centroizquierda y socialista (se lo digo porque las siglas, PPS, no aclaran nada a alguien que no es de aquí, como usted). Hicieron la mudanza un jueves, y al día siguiente, allí abajo, en la Gran Vía, hubo un accidente. Lo oyeron con nitidez: frenazo y estruendo, cristales rotos. Salieron al balcón (aún había allí un mueble zapatero de color blanco de la antigua propietaria) y vieron un coche que había embestido a otro por detrás. Llamaron a la policía y estuvieron observando qué pasaba. A ella le pareció poco sensible que él se preparara un whisky, pero no dijo nada, porque el piso era nuevo, todo estaba lleno de cajas de cartón, aún, y no quería que el recuerdo de aquellas primeras noches allí fuese el de una pelea. —Suerte que el niño no lo ha visto —dijo ella. El niño ya estaba en la cama. La policía cortó el carril, llegó la ambulancia y en un momento se formó una gran caravana en los dos sentidos. —El efecto mirón —sentenció él. Era un concepto que explicaban en televisión. Se producían las retenciones porque todo el mundo quería ver qué pasaba y ralentizaba la marcha. —Efecto mirón, tú —dijo ella. —Y tú. Vieron cómo sacaban al conductor del coche y lo metían en la ambulancia. —Si no ponen mantas de las doradas en el suelo, quiere decir que no hay muertos.
—¿Qué mantas? —Las que usan para los muertos. Son doradas. —Son plata. —Te aseguro que no. La consejera recordaba que aquella noche habían cenado unos quesos y helado de limón con cava, entre las cajas, con la ventana del balcón abierta, pero que, al cabo de un rato, tuvieron que cerrarla porque el ruido era insoportable. El niño siempre cenaba antes que ellos, pero aquella noche dejaron que se quedara. Le permitieron mojar el dedo en el cava. No volvieron a hablar del accidente, pero tres días después hubo otro en el mismo lugar. Un coche golpeó al de delante. Todo igual. Eran las ocho y cuatro minutos (la futura consejera lo comprobó) y los tres salieron a la terraza. Llamaron a la policía, como la otra vez, y calcularon cuánto tardaba la ambulancia. Se entretuvieron viendo cómo retiraban de la calzada los pedazos de cristales rotos. —Tienes que tener mucho cuidado en el balcón, ¿eh? —le advirtió ella al niño —. Siempre tienes que salir con los papás; solito, nunca. —Mamá tiene razón. Nunca solito —la ayudó él. Aún estaban de acuerdo en casi todo. La tercera vez que hubo un accidente, siete días después, ya no llamaron. Ella dijo que seguro que algún vecino lo había hecho. Y lo dijo con muy mal humor. Sentía que los accidentes eran culpa suya. De aquel piso. De la hipoteca. —¿Y si resulta que nadie llama porque todo el mundo piensa lo mismo, que ya habrá llamado alguien? —Me parece una posibilidad remota —masculló ella. Y él la miró dolido. —¿Por qué tienes que ser tan...? —buscó la palabra, pero lo dejó correr. Seguramente quería decir «tajante» o quizá «dura».
—¿Tan qué? —preguntó ella—. ¿Tan qué? Di, ¿tan qué? —Y ya tenía ganas de pelea. No podía no aclarar las cosas. No pasaba por alto ninguna frase inexacta, de modo que gastaba buena parte de su vida dando explicaciones, pidiendo a los demás que rectificasen conductas y afanándose por asegurarse de que aquello que había dicho se había entendido. Daba vueltas y vueltas a toda clase de cuestiones superficiales. Él, en cambio, podía hacer una broma en los instantes más brutales de su existencia. A veces, ella se imaginaba el placer de vivir en un mundo poblado solo por mujeres, con las cuales habría podido analizar todo tipo de naderías durante horas y horas, mientras todas ellas (la humanidad femenina entera) compartían una misma bebida (que se iría calentando a medida que la conversación se volviese más enrevesada y circular). Pero a veces él se imaginaba lo contrario. El placer de vivir en un mundo poblado solo por hombres y como mucho cuatro o cinco prostitutas, porque así habría podido dar por resuelta cualquier cuestión trascendental y decisiva para la raza con una broma, de la que todo el mundo (salvo las prostitutas) se habría reído mientras el camarero servía más cervezas. Estas dos maneras de actuar condenaban al matrimonio a una divergencia de sexos entumecedora y tóxica, pero aún no lo sabían. Pensaban de verdad que siempre serían felices y todo eso.
10
A las once y algo dije que me tenía que ir y abandoné la mesa. Los Batet, no, claro, los Batet se quedaron. Ya se veía que tenían ganas de fiesta, y como —me parece que ya se lo he dicho— en su casa, en Vilafranca, estaba la suegra, querían quedarse. Fui a encerrarme al bungaló ese (o resort, como lo llamaba Sánchez) con la excusa de que tenía mucho trabajo. Para hacer que el tiempo corriera, empecé a pasar al ordenador las pocas cosas aprovechables que había podido extraer de la reunión en casa de Chus Soriguer. Cuando entregase el trabajo cobraría dos mil euros, gastos aparte, y el uno por ciento de las ventas. A las doce, el marido Batet llamó a mi puerta por si quería ir a tomar una última copa con ellos en la sala de la chimenea (que es una sala que hay en la casa de invitados donde yo me alojaba y que hace de distribuidor de las seis o siete habitaciones). Tuve que asomar la cabeza. La mujer Batet encendía el fuego con pastillas de marca blanca, a pesar de que no hacía nada de frío, era por el ambiente, por la ilusión (la cocaína te vuelve un gran emprendedor momentáneo). Repetí otra vez que no podía beber, pero él, pesado, insistente, volvió a decir que una copa no hace daño a nadie. Entonces yo le expliqué que en mi caso no podría ser solo una copa y mantuvimos un tira y afloja hasta que me dejó en paz. Desde la cama, podía escuchar las conversaciones aceleradas de ambos, el silencio a ratos y el ruido de aspirar por la nariz. Es siempre el mismo ruido, todos lo hemos hecho de la misma manera. Por el ruido puedes saber si alguien hace mucho o poco que consume; si hace poco tiempo, será un ruido más dubitativo e interrumpido, que demostrará poca fuerza. Una raya de la longitud de un palillo se aspiraría en dos segundos y el ruido sería un crescendo. Al final, más airoso, más fuerte. Luego, otras aspiraciones, para que la droga que haya podido quedarse en la fosa nasal tire hacia dentro (y para una mayor eficacia, te tapas la otra, lo habrá visto en las películas). Estas aspiraciones se parecen a las de un bebé con mocos. No crea que me provocó aversión imaginarlo, nunca me dará angustia, al contrario, siempre me quedará la añoranza de aspirar por la nariz como, por lo que sé, a los yonquis les queda la añoranza de la aguja, pero sí me dio asco su actitud de cocainómanos. Me preguntaba si alguna vez podría llegar a pasarme lo mismo con el alcohol. También oí cómo ponían vídeos de YouTube y cómo ella cantaba en aquel tono
un poco de dibujo animado que ponen algunas mujeres que piensan que podrían haber emprendido una carrera musical. Las conversaciones que me llegaban — alguna palabra fuerte—, y que acabaron adormeciéndome, también me despertaron, al cabo de dos horas. En el sueño que tuve, yo era mujer policía y no podía beber porque estaba de servicio, pero tenía previsto que cuando acabara el turno iría al bar Hemingway (el de Henry Paul) a tomar cócteles. Solo tenía que hacer entrar a un detenido en el coche patrulla y ya podría irme. Me entretenía pensando en qué cóctel pediría. Me había pasado la vida haciendo entrar a detenidos en el coche patrulla y, por tanto, me había pasado la vida haciendo lo que hacen los policías con los detenidos cuando los hacen entrar en el coche patrulla: protegerles la cabeza con la mano para que no se la golpeen. Pero se me olvidaba. Por primera vez en la vida se me olvidaba y el detenido se golpeaba la cabeza y se moría. Y yo no podía ir al bar. Dice Sánchez que en una novela está prohibido poner sueños. Que el lector se los salta. A las dos decidí que seguiría trabajando, para ver si me entraba sueño. Los oí discutir. Por lo que se adivinaba, la Batet estaba celosa. Le decía: «¡Cuidado con los celos que aquí la negra soy yo!». (No es negra, ¿eh? La mujer hablaba en un sentido metafórico, como si, para ella, ser negra fuese un estado mental). A las tres ya comprendí que no dormiría más sin wi-fi (en aquella habitación no había), porque por las noches siempre me pongo películas en el portátil que me bajo de una web. Solo duran setenta minutos y si las quieres enteras tienes que pagar, pero he encontrado el truco para no hacerlo y seguir viéndolas gratis cuando me despierto al cabo de varias horas: reinicias el módem. No estoy orgullosa de descargar ilegalmente, sé que es una estafa, sé que hay un autor que firma y un negro que puede que tenga una hija igual que yo, solo se lo cuento para explicarle que sin una película no puedo dormir bien. ¿Sabe qué cosa me resulta sedante de verdad? Dormir con la niña. Pero no lo hago casi nunca por si lo cuenta en el cole y porque a su padre le parece mal. A las cinco oí que los Batet decían —lo dijo él— «la última». A y media dijeron que la última de verdad y a las seis, sí, se marcharon. En la cama tendrían cuerda para una hora de sexo, seguramente. Una vez escrito todo lo que podía escribir de la vida de Chus Soriguer, estuve leyendo cartas de Antonieta Gelabertó y su marido, Jacinto Alzamora, hasta que dieron las siete y veinte (la última vez que miré el reloj), y me dormí hasta las nueve. A las nueve llamé a la niña, pero el padre tenía el teléfono apagado y no supe qué hacer. ¿Dónde podía tomar café? ¿Dónde tenía que ir?
Salí de la habitación para hacerme la encontradiza con algún empleado de las cavas. En la sala de la chimenea, una mujer de la limpieza ordenaba los restos de la fiesta. Recogía copas (esas copas del día después, con el hielo deshecho, la menta que las decoraba convertida en una hoja negra, ceniza...) y platos de patatas fritas. Aspiraba residuos de cocaína de la mesita baja con un billete de cinco euros. La miré sin que me viera. Se notaba que lo había hecho más veces. Se tomaba la molestia de hacerse pequeñas rayas y de separar la porquería (las motas de polvo). Se chupaba el dedo índice, recogía los restos de aquí y de allá y se los pasaba por las encías. «Ay, Jesús», suspiró. Lo estuve viendo sin nostalgia, se lo juro. Seguramente era una amiga de la mujer y la había colocado ella. Era una señora de unos sesenta años, no le quitaría el sitio. Caminé por la gravilla del jardín con el entumecimiento de quien ha dormido poco y estará cansado todo el día, pero no podrá dormir más. Un hombre cortaba el césped y otro, con gafas de soldador, aspiraba hojas caídas con una máquina en forma de tubo. Seguro que el padre de la niña, de haberlo visto, habría hecho una broma sobre droga. Siempre bromea sobre cocainómanos, como si él no lo fuera, aunque esporádico. Él es —no quiero hacerme la moralista— de los que dicen que controlan. Me puse las gafas de sol, a pesar de saber que, cuando lo hago, todo el mundo me tiene miedo, parezco una policía extranjera y bien entrenada que ha venido a poner orden en la ciudad. Dentro del edificio principal, la recepcionista que me había recibido la tarde anterior leía una noticia en el periódico sobre Jennifer López. —Hola. —Buenos días. —Quería preguntarle... —Hice una pausa como si no supiera qué decir—. ¿Dónde podría tomar un café? —¿No le han dejado nada preparado? —Es que no lo sé. Quizá sí y no lo he visto. Se dispuso a llamar por teléfono. —No, no hace falta. Ya me buscaré la vida. Usted... lo que sí necesitaría, me haría falta, es ir a ver a la familia Rabell. Son familiares de una persona que busco, que murió.
—¿Cuándo? —Durante la guerra. —¡No, no! —Se rio—. Cuándo le iría bien ir. —Ah. Ahora, si a usted le fuese bien. Cuándo le iría bien ir, ahora, si le fuese bien. Y ella habría podido contestar, ir ahora le iría bien, y yo, a mí me iría bien ir ahora, también. Siempre me hacen gracia estos giros, me gusta fijarme en ellos, y tengo que decirle que una de las críticas que salieron del libro de la adoptada destacaba, precisamente, el estilo, la manera cuidadosa de escribir (ahora no me estoy esforzando tanto). De pequeña me gustaba leer y parece que tenía gracia con las redacciones, incluso gané algún premio para niños disfuncionales, pero no tengo estudios superiores, ni nada. De los dieciocho a los veintiséis años me dediqué, sobre todo, a las setas alucinógenas. Entré a trabajar en la editorial para hacer informes de lectura y corregir originales porque engañé en el currículum y dije que era doctora en filología. Después, como mis informes parece que resultaban muy graciosos, mi amigo Matamala me recomendó y me pasaron a la plantación de Artemisa. No crea que estoy orgullosa de los libros que he hecho o que le estoy diciendo que Pequeña felicidad está bien escrito. Que conste que a mí me parece horrible y si lo escribí fue por el dinero y porque es mi trabajo. Quiero decir que espero que no piense que lo considero tan bueno como dicen, y como tampoco soy imbécil, ya sé que si lo hubiese firmado yo y no hubiese pasado por una «historia real», a todo el mundo le habría parecido ridículo y blando. Ahora lo que está de moda, lo que conmueve, es que el autor cuente su vida. Se le da valor a la vida vivida, más que a la ficción. Si alguien quiere ficción, espera encontrarla en la tele o el cine, no sé si usted estaría de acuerdo. Son malos tiempos para la ficción (no lo digo yo, lo dicen las encuestas de Artemisa). Yo, antes, a lo mejor sí soñaba con hacer una novela (una novela diferente, una novela que diese que hablar), pero ahora, por suerte ya se me ha pasado. Ahora, cuando acabo de escribir en el ordenador una de estas vidas de ciento veinte páginas, en la pantalla pone: «¿Desea guardar los cambios?» y siempre pienso: «¡No, Dios mío, no!». La chica de la recepción hizo venir a un chófer (uno que trabajaba para los Batet) que me llevó a casa de los Rabell, pero no había nadie. Y perdone por esta transición tan brusca, soy consciente de que lo es, de que queda fea (llamada, chófer y viaje a casa de los Batet en una sola frase). Tendría que haberlos
llamado, y le juro que no sé por qué no lo hice. No crea que lo redacto así para hacer como en las novelas negras o en las series, donde el detective nunca llama, siempre va (porque siempre queda mejor que vaya que no que llame). Dejé un post-it en la puerta. «Me llamo Magdalena Rovira y estoy escribiendo un libro sobre las personas que murieron en las fosas comunes». (Para simplificar puse que yo era quien escribía el libro). Dejé el número de móvil, también. —¿Volvemos? —me preguntó el hombre. No le gustaba el cambio de rutina laboral. —¿Podría llevarme a un bar a desayunar y me viene a buscar en una hora? Me dijo un «sí» lleno de pesadumbre, un «sí» que era un «si no hay más remedio...», y yo ya me sentí en deuda con él, como si me hiciera un favor, a pesar de que los Batet me lo habían dejado muy claro: el chófer estaría a mi disposición «para lo que necesitase». Y ya empecé a hacerme la apresurada, a buscar papeles en la mochila, papeles tan urgentes que tenía que coger ahora para ganar tiempo, debería tenerlos en la mano mientras desayunaba, como si desayunar fuese el respiro, la reparación que mi cuerpo necesitaba una vez por semana —precisamente hoy— para resistir aquella vida ajetreada y mal alimentada. —¿Aquí le va bien? —me preguntó. —Donde sea —contesté yo. Seguía haciendo el papel de quien tiene que desayunar por fuerza, porque, si no, no habría pedido nunca tal excentricidad. Me dejó en un bar que se llamaba La Pausa. Tenían la tele puesta y la dueña estaba dentro de la cocina (una cocina oscura y estrecha, sin ninguna ventana) haciendo un bocadillo de lomo con queso para un hombre que bebía cava. Me conmovió aquella naturalidad. El hombre ni se daba cuenta de que lo que hacía —desayunar con cava— era extraordinario. Yo no habría podido hacerlo. Yo no habría podido beber solo una copa de cava. Me habría bebido toda la botella y luego habría tenido que seguir bebiendo hasta la hora de comer. Me habría emborrachado de una manera muy poco evidente, sin pensar que lo estaba. Habría enviado sms eufóricos y habría mantenido conversaciones bastante normales. Luego me habría echado la siesta y al despertar habría pensado: «No recuerdo exactamente todo lo que he hecho y dicho». Y él, no. Él, tan tranquilo,
con una copa tenía suficiente. Pedí un café con leche en vaso, de esos que hacen en los mercados para llevar, y un dónut, y llamé a información para que me diesen el teléfono de Félix Rabell (¿por qué no lo había hecho antes?). Había dos o tres Félix Rabell en aquel pueblo (y se me ocurrió que «Rabell» en realidad era «Revell», mal escrito, vell era viejo, revell era reviejo, más que viejo, y deducirlo me puso un poco de buen humor). Llamé a la recepcionista de los Batet para preguntarle. Sí, tenía el número de móvil de Félix Rabell. Lo llamé y resultó que estaba trabajando en la viña. Sí, sí, no tenía inconveniente en que fuese a verlo. No es que me dijera «venga», es que no dijo «no venga». Apunté las indicaciones muy concentrada. El chófer me había esperado en el coche. —¿Ya está? —Sí, gracias, y ahora tiene que llevarme a la viña. Respiró ruidosamente y yo, que ya había abierto la puerta delantera, la cerré con furia y abrí la de atrás, para demostrar que aquello no era un favor sino un trabajo. Me abroché el cinturón de seguridad, él no. Empezamos a subir entre las viñas, yo intentando no marearme. Me mareo si hay curvas. Y más si voy detrás. Arriba había dos hombres, uno de unos cuarenta años y otro de unos sesenta o setenta, que estaban trabajando. Le dije al chófer que ya bajaría a pie, que no hacía falta que me esperase. —Hola —los saludé. El joven levantó la cabeza. Tenía algo parecido a una horca en la mano y no llevaba camiseta, y como era corpulento, barbudo y peludo, me pareció una especie de Neptuno de secano. Solo había ojos, nariz y pelo, en aquella cabeza. Una nariz grande, unos ojos marrones, salvajes y vikingos. El viejo, en cambio, era delgado, parecía medio alelado y se notaba que nunca había gastado dinero ni había tenido un día de descanso. La radio que llevaba en el cesto había perdido la tapa de las pilas, que estaban pegadas con cinta aislante. Llevaba los pantalones atados con un cordón a modo de cinturón, y una gorra roja con propaganda de una marca de piensos. No la recuerdo.
Pero la BlackBerry me dio una señal de aviso en aquel momento, y me aparté de un salto. El padre de la niña había encendido el teléfono. Llamé —ni siquiera esperé un minuto o dos para que no se notase que tenía el avisador puesto— y pude hablar con ella. Pero no me contó muchas cosas, le da vergüenza el teléfono y dice que sí con la cabeza sin entender que no la estás viendo. Tengo el sistema de videoconferencia, pero el padre no (como usted ya sabrá). Después hablé con él, le pregunté de todo porque quería que la conversación durase, no colgar todavía (¿se dice «colgar» si te refieres a un móvil?) y que se quedasen solos sin mí, continuando la vida normal. Pregúntale detalles de intendencia, es lo único que puedes hacer. Que qué cenó, ¿la bañaste, se dejó aclarar bien el pelo? No jodas, qué bien, conmigo llora (que vea que le reconozco los méritos). Y luego, cuando él ve que estoy contenta, normal, que no gimoteo, que estoy relajada, preguntarle: «¿Y ahora qué estáis haciendo? ¿Estáis solos o con alguien?». Y a esto ya no me responde de tan buena gana, me dice: «Venga, no empieces, Magda, a ti tiene que darte lo mismo si estamos solos o no». Que aún me llame «Magda» me da pena. Ahora ya no hay nadie que me llame «Magda», porque ya no tengo a nadie lo bastante íntimo. A mi hermano en el fondo no lo conozco, lo acogió una familia de la Franja, yo era mayor (nos vemos una vez al año o dos, pero nos ponemos muy nerviosos). No sé nada de tíos, de parientes. Si usted quisiera darme una fiesta sorpresa, no encontraría a nadie. ¿Quiere que le cuente una cosa que me pasó un fin de año que iba a Manchester? ¿Usted se acuerda de que hace cinco años hubo una amenaza de bomba en el aeropuerto del Prat, que luego resultó que era una falsa alarma? Pues yo iba en uno de los dos aviones que no pudieron evacuar hasta unas horas más tarde. No tenía a nadie con quien pasar el fin de año, había encontrado una oferta para Manchester y la compré solamente para que no se supiera que no tenía a nadie con quien pasar el fin de año aquí. O sea, sí que tenía con quien pasar el fin de año, pero todo el mundo que me ofrecía pasar el fin de año se habría sorprendido si yo hubiese aceptado. Se habría sorprendido al pensar que no tenía otra fiesta más interesante. Paco Matamala me lo propuso, por ejemplo, pero fingí que tenía planes con un amante. No era mentira que tuviese amantes, tenía dos (cada uno de ellos sabía que no era el único) que había conocido en un portal de os, pero no me interesaban en absoluto. Solo los tenía para ser normal, para no perder la práctica de acostarme con hombres. Y no podía pasar el fin de año con ninguno de ellos, porque se habrían asustado. Uno era jovencito y con novia, pero le interesaban las mujeres maduras y destructivas como yo, le hacían gracia. Pasaría la Navidad con sus padres y el fin de año con la novia (a lo mejor cenando en un chino, una cosa barata, y luego, a la playa). El otro era un disfuncional recién divorciado, que daba clases de guitarra en una escuela de
música para niños y vivía dedicado a su blog, que a los dos minutos de estar en la cama conmigo me dijo que me quería y que cuando supo a qué me dedico me reveló que a él también le gustaría tener un trabajo así. Y ya me pidió si lo podía recomendar (no dudaba de su talento para la escritura en la sombra). Este pasaría el fin de año con su ex —que lo había echado de casa al grito de «¡No te aguanto!»— más que nada por el niño. Me enviaba acrósticos y estaba siempre conectado al Messenger. Yo sentía un gran placer en vejarlo y humillarlo, me molestaba profundamente no poder aspirar a nada más que a él. Me ofendía gustarle y me ofendía que pensase que tenía alguna posibilidad conmigo. Por eso me marchaba. Para que uno y otro no viesen, perplejos, que sí, que podía pasar el fin de año con ellos. Para que cada uno de ellos pensase que me iba con el otro. Y va y hay amenaza de bomba. En seguida nos enteramos allí dentro, porque había quien tenía tele y radio en el móvil y porque la policía nos acordonó. Y yo, justo antes, pensaba: si ahora hay un secuestro o caemos al mar, no habrá nadie para identificar tu cadáver. ¿Quién vendrá? Todavía no había conocido al padre de la niña. Estuvimos dentro del avión durante horas. El váter empezó a rebosar, y el pasillo pronto se convirtió en un reguero de meados y mierda, y en todas partes había una peste que si te concentrabas te entraban ganas de vomitar. Y de repente, en la tele, mostraron una plataforma de familiares de los pasajeros acabada de constituir que estaban leyendo un comunicado. Pedían que nos dejasen salir antes de las doce campanadas y nos daban ánimos. Y el portavoz de los familiares era ese, mi amante que daba clases de guitarra, y va y se pone a decir que yo (y dijo mi nombre) seguro que desde dentro del avión estaría contenta de escuchar una canción que era «de los dos». Y sacó la guitarra (llena de pegatinas) y comenzó a cantar una versión castellana de «Blowin’ in the wind», imagínese aquel hombre ridículo con cara de perro San Bernardo (un pelo largo y liso que parecía las orejas, ojos caídos, naricita redonda) cantando: «¿Por cuántas calles habrás de pasar...?». Pero añadiéndole muchas más notas de las que debería haber, inventándose la melodía, eso que hacen los monitores de tiempo libre en la fogata del campamento con los niños. Y después, cuando nos evacuaron, pedí a los policías que me llevaran al hospital, que tenía un ataque de ansiedad, porque no quería verlo, ni que nadie del avión supiera que me conocía. Ya ve qué sola estoy. —Hola —me saludó el Neptuno de secano. Y añadió—: ¿Qué quieres?
11
Cuando Judit Guitart ya estaba embarazada de tres meses, Ousmane Diouf recibió una llamada de Senegal: su madre estaba moribunda. Sí, sí, era cierto. Cuando se conocieron, le había contado que era huérfano, y no era mentira, se puede decir que prácticamente era huérfano. La moribunda era la madre adoptiva que lo había cuidado como un hijo. No le gustaba hablar de ello. —Te lo respeto —dijo Judit—. Te lo respeto. Se marchó al Senegal precipitadamente con un buen fajo de dinero (lo que fuera, con tal de no dejar morir a una suegra) y tres maletas Roncato de Judit llenas de regalos para los parientes. Durante una semana no dio señales de vida. No contestaba las llamadas ni los mensajes. Ella, dolorida por la angustia y sufriendo por si tenía una amenaza de aborto, acudió al restaurante senegalés a preguntar si alguien sabía algo. Y allí, uno de los compañeros de profesión de Ousmane (vendía pañuelos falsos en la plaza de Cataluña) le dijo que precisamente había hablado con él hacía dos horas. Judit le exigió que lo llamase, y él, a regañadientes, obedeció. Resultó que si bien no contestaba las llamadas de Judit, sí que contestaba todas las demás. —¡Dame! —le exigió al amigo. Y le arrebató el auricular con la furia de una maestra de educación especial con el más violento de los alumnos. Ousmane pareció alegrarse y aliviarse mucho al oír su voz. Estaba tan preocupado por ella... No, no la había podido llamar porque había perdido el móvil, que, precisamente, hacía un minuto que acababa de recuperar. Qué suerte que finalmente se había decidido a ir al restaurante a ver qué pasaba. Se había imaginado quién sabe qué. Por extraño que parezca, ella le pidió perdón. A estas alturas Judit iba a ver casi cada día a la dueña del restaurante, que había ido encadenando relaciones, siempre desgraciadas, con diversos clientes del local. Fue ella quien le dio direcciones de foros de internet sobre parejas interraciales. Temía que lo que había ido a hacer Ousmane a Senegal era casarse, si es que no estaba ya casado.
—Si tiene más de treinta años es muy extraño que esté soltero —le decía, por experiencia. Y le decía también—: Pase lo que pase no le des dinero. Y sí. Ousmane volvió casado y sin las tres maletas (las había regalado). Judit lo descubrió porque había colgado fotos de la boda en Facebook (tenía Facebook). —No es verdad, este no soy yo, es mi hermano gemelo —se excusó. Era una mentira tan gorda que ninguna persona en su sano juicio se habría molestado en rebatirla, pero Judit sí, Judit la rebatió con argumentos lógicos y eso es lo que conmueve y lo que hace pensar en la devastación que la cubría. «Este eres tú, esta es tu cabeza rapada, esta es la vena que te cruza desde la oreja hasta por encima de la ceja haciendo forma de S (y que yo he recorrido con los dedos tantas veces). Esta camisa es tu camisa de color marrón, te la compré yo en Zara, no creo que le hayas dejado la camisa a tu hermano gemelo, de quien, por cierto, nunca me has hablado». ¿Me entiende? La pobre mujer contemplaba todas las posibilidades de respuesta, aunque no fuesen lógicas. Tenía que decirle que no creía que le hubiese dejado la camisa a su hermano porque sabía que él podía decirlo. Y si contemplaba todas las posibilidades de respuesta es porque no quería tener que decirle que se marchara y no volviera. Quería evitar las situaciones inexorables que la obligarían a decirle que se marchara y no volviera. Pero de esto no podía hablar con nadie, excepto con las otras abandonadas del chat que frecuentaba cada noche con el nick Sherezade1967 (porque el nick Sherezade ya estaba cogido por otra usuaria). Lo echó a medias. Para castigarlo, vació la cuenta donde le ingresaba pequeñas cantidades por si se encontraba sin dinero y le tiró la Play al contenedor de reciclaje (era impulsiva, pero tenía conciencia medioambiental). Aceptó, eso sí, recibirlo en casa una vez por semana —y no por ella, sino por la hija que estaba en camino y que no tenía culpa de nada— con la condición de que no le hablara nunca de su mujer senegalesa, ni para decirle que no existía. La vez por semana (el jueves) hacían vida marital, a pesar de que no tenían relaciones sexuales, porque a él no le gustaba hacer el amor con embarazadas. Esto, en la práctica, significaba que los jueves Ousmane Diouf era invitado a cenar y a sexo oral. —Yo le hacía de todo, sexualmente, y él nada... —se quejó cuando me lo contó —. Era muy egoísta en el sexo. Como todos los musulmanes...
Nació la niña, Aminata Núria Diouf Guitart, y él le prometió que dejaría a su otra mujer (ya había confesado), que no significaba nada, que era una imposición de los padres, porque él a quien quería era a Judit. Hicieron una especie de fiesta laica en el piso, para presentarla a los amigos, pero por parte de él no acudió nadie y por parte de ella, la dueña del restaurante y la dentista para la que trabajaba. De todas maneras, ella se compró un vestido ancho en un outlet multimarca y él unas zapatillas Diesel y unos vaqueros y una camisa Dolce & Gabanna a los que había echado el ojo en una tienda del paseo de Gracia (pasaba mucho tiempo enfrente). Por desgracia, durante los meses siguientes, la familia de él sufrió constantes y repentinas enfermedades que requirieron hospitalizaciones y medicinas carísimas. Los amigos tenían accidentes de coche o eran encarcelados injustamente por lo que necesitaban abogados no de oficio que costaban dinero. De nuevo, él se marchó a Senegal (Judit pidió un crédito para pagarle el billete y las tres maletas nuevas). Y volvió a perder el móvil. Esta vez se lo robaron y no pudo recuperarlo hasta el último día. Cuando regresó, ella le dijo que no quería verlo hasta que no le diera una explicación convincente del silencio telefónico y de la nueva pérdida de las tres maletas. Y, esta vez, él desapareció del todo. Judit Guitart se pasó el permiso de maternidad con una depresión posparto que la hacía llorar y llorar y dejar llorar a la niña en la habitación de al lado. —¡Calla, hostia, calla! —sollozaba. Y luego, arrepentida, la abrazaba y le pedía perdón, pero no conseguía que se callara. No tenía tiempo ni de entrar en el chat «Baby blues», donde todas las mujeres contaban que no sentían nada por sus hijos, que añoraban la vida de antes, que sus madres no les ayudaban nada y que sus maridos las habían dejado ir a parir solas. Volvió alguna vez al restaurante, con el cochecito, y vio a Ousmane. Él se hacía el indiferente y le prometía que iría a ver a la niña en cuanto su madre recuperase la salud (había estado en el lecho de muerte), pero nunca lo hizo. Ella, en connivencia con la dueña, intentaba ponerlo celoso insinuándose a otros hombres senegaleses. Lo conseguía casi siempre. —¡Tú tienes una hija! —le reprochaba él. Y ella le contestaba:
—¿Sabes qué pasa, Ousmane? Que las cosas no son así. Que yo tenga una hija no quiere decir que no pueda divertirme con quien quiera. Le decía cosas así y se sentía mejor. Y se las continuó diciendo hasta que Ousmane y sus amigos cambiaron de restaurante.
12
—Tú dirás —me dijo el Neptuno de secano. Lo hizo con una boca preocupada, recelosa e infantil. La boca de alguien que anticipa problemas. —Soy la que ha llamado. Estoy en la casa Batet escribiendo un libro, espero no molestar. Me parece que he hablado con usted, ¿Félix Rabell? —Sí. Ah, sí. Eres tú. Por alguna razón me pareció que era alguien que no trataba nunca a nadie de usted. —Sí. —¿Que tienes que hacer fotos? —No. Estoy escribiendo un libro. Esto pareció fascinarlo y tranquilizarlo. Si estaba escribiendo un libro, no era una espía industrial. —¿Un libro sobre el cava Batet? —No, no. Ellos me dejan estar en la casa para documentarme. Dije «documentarme» como si fuera una escritora que en realidad quiere parecer modesta. Como si la palabra, demasiado técnica, me diera vergüenza, pero no hubiese encontrado ninguna otra que fuera comprensible. —Ahá —gruñó él. No sabía qué decir. —Estoy escribiendo sobre una mujer que murió en los viñedos. Observé la reacción de ambos. El viejo tenía ganas de continuar trabajando, ya se veía. Él se mostró algo interesado.
—¿En las viñas? Pero ¿un asesinato? Sonreí como una escritora. —No exactamente. Pero sí. Una mujer que murió en las viñas durante la guerra. —Ah, durante la guerra —dijo él—. Pensaba que decías ahora. Pero ¿una en concreto? —Sí, una en concreto. En la guerra murió mucha gente, pero yo quiero escribir la historia de esta. —Pero ¿se murió en las viñas de los Batet? El interés me hacía sentir bien. Me imaginé la euforia de ser detective y resolver un caso. —Sí, pero no sé exactamente dónde. Me han dicho que quizá ustedes lo sepan, ¡ando perdida, perdida! Lo dije así para que no se alarmasen. Si no me lo decían por recelo, me quedaría sin saberlo. Por eso dije «¡Ando perdida, perdida!» con voz de tontita. Como si aquello solo fuese un detalle. —No son nuestras, estas viñas. Son las del cava judío. Nosotros somos unos mandados. —Sí, sí, ya lo sé. —Y me reí—. Se llamaba... —aparenté que buscaba— Antonieta Gelabertó Pedrola, la mujer. Se quedaron en silencio. —Papá, ¿Antonieta Gelabertó Pedrola, que murió en las viñas durante la guerra? —¿Quién? —Antonieta Gelabertó, papá. —Antonieta Gelabertó, sí —dijo él. Y yo:
—Sí, ¿la conocen? ¿La conocían? —Sí. Durante la guerra. En las viñas. —¿Sí? —dije yo. Se me iluminó la cara. El afán coleccionista, el afán acaparador. De golpe, era una pieza de caza, Antonieta Gelabertó Pedrola. Qué fácil. ¿Tan fácil? ¿Por qué había repetido el nombre, el viejo, si resultaba que lo sabía? —Es una de las que se cargaron, sí —añadió el joven entonces. Cargaron. —¿Saben de alguien que la conociera? —Todo el mundo. —¿Todo el mundo? ¿Usted? —Miré al viejo. Judit Guitart decía que sí, que el asesino se llamaba Rabell y que había trabajado en las viñas de los Batet—. Es para un libro sobre ella. ¿Usted la conocía? Necesitaría hablar con gente que la hubiese conocido. «Necesitaría». Siempre que en una novela leo que un personaje necesita algo que no es, pongamos por caso, un trasplante (necesita un café, necesita desconectar, necesita fumar, necesita que lo abracen), me da vergüenza. Y ahora yo decía «necesitaría» en vez de decir «me iría bien» o «me haría falta». —Hizo el tonto y se la cargaron. Como a todo el mundo. Pensé que el viejo quizá simpatizaba con los otros. Si era necesario, yo fingiría lo mismo. ¿Por qué me tomaba tantas molestias? —¿Sabe dónde? Dónde la mataron. —Hombre, sí. Que me lo dijese él ya me salvaba el culo (con perdón), es lo que pensé, no le engaño. Quiero decir que si ponía en su boca, entre comillas, dónde la habían matado, no me comprometía, yo no decía que fuese cierto, decía que él decía que era cierto. Incluso podía servirme para hacer una disertación sobre la traición de
la memoria, sobre el hecho de que aquella era «su verdad». Apunté la frase: «Es la verdad de este hombre». No tenía que contrastarlo. Al contrario, que hubiese versiones contradictorias del mismo hecho ya me iba bien. Quedaba épico. Intenté extraer algo más. —¿Cómo sabe quién fue? ¿Se lo dijo él? —Sí. —¿Lo conocía? —Sí. Me imaginé a un hombre que paseaba por el pueblo con una joya de ella, había leído que lo hacían. Un falangista mata a un hombre y se pasea por el pueblo con el reloj del muerto, y sus parientes lo ven cada día. La mujer, el hijo. De repente aquello ya no me parecía una estupidez. Hacía un momento quería salvar el culo y ahora, un momento después, me sentía parte de algo memorable. Tenía prisa, no quería que me lo robase nadie. Ni Adams ni Guitart, de repente aquello era mío. Quería ser yo quien se lo dijera a Sánchez. Usted puede pensar que es una actitud muy presuntuosa, pero en realidad es muy esclava. Quería ser su sabueso: «Mira, ya te traigo la perdiz, aquí la tienes». Hacer eso ¿no era una manera de dejar de pensar en beber? O quizá era al revés, quizá era la manera de tener muchas ganas de beber. ¿Qué debieron de hacerle antes de matarla? Las violaban, me había dicho Sánchez, si eran un poco guapas. Antonieta Gelabertó Pedrola no lo era mucho, pero con aquel pelo de la época todas parecen más feas. Las violaban en grupo, quizá, delante de los demás. ¿Delante de su marido antes de morir? Hacerlo de alguna manera muy bestia, una postura humillante, como los perros, quizá, por detrás, el violador sacando la lengua y moviéndola arriba y abajo, rápidamente. Hacerle decir algo que fuese terrible por sexual, por ejemplo, obligarla a decir: «Métemela bien adentro», y ella hacerlo para salvar la vida, el marido oyéndolo, y los violadores diciéndole: «Ya lo ves, qué puta tu mujer», pero de todas maneras no salvarla y haber muerto diciendo eso. Mis pensamientos morbosos. —¿Usted conocía al que la mató? —Claro que lo conozco.
—¿Sí? Sacudida de cabeza. Había hablado en presente, no en pasado. «Claro que lo conozco». —¿Está vivo? Invertí mucho rato para arrancarle las palabras. —¡Te pregunta si está vivo, papá! —lo espoleó el Neptuno con la impaciencia con la que trataría a un hijo pequeño. Por la manera de decirlo adiviné que él también lo sabía. Era el tono de decir: «Te preguntan cómo te llamas». —¿Está vivo? ¿Usted lo sabe? —pregunté al joven. —Sí que está vivo —dijo el viejo. No había ninguna emoción en su voz. —Papá, ¡dile quién es! —se impacientó él. —Coño, mi padre. —Su padre —me repitió el joven. Entonces tragué saliva. Lo hice de verdad, sin querer, sin ser consciente. Parece mentira, el cuerpo. Se dice que en algunos momentos de la vida tragas saliva. En Pequeña felicidad la protagonista traga saliva cuando vuelve al orfanato después de tantos años y ve, sin recordar, el lugar donde dormía. Lo escribí así para hacer una pausa, ya había descrito demasiadas acciones y el lector tenía que descansar. «Tragó saliva». Es una convención. Como «vomitó». Cuando vomitan es que acaban de tener una impresión fuerte, tú lo entiendes. Y ahora yo, sin querer, acababa de tragar saliva. Procuré parecer indiferente. —¿Podría conocerlo? —Eh... —Un ruido indeterminado, una «e» neutra. —No tenga miedo, no le voy a remover ningún recuerdo —dije. Me habría reído de mi hipocresía—. Ya se entiende que durante la guerra los dos bandos cometieron...
El viejo me miraba como quien oye llover. No mantenía la atención demasiado rato. Me lo imaginé teniendo que coger un autobús. ¿Sabría? —Papá, te están hablando... —dijo el Neptuno. Y dirigiéndose a mí—: Es que es... —Ya entiendo que no es fácil. Él me miró con los ojos risueños. —¡A él le da lo mismo! ¿Tú te crees que...? —Y chasqueó la lengua—. Son cosas de antes, de hace siglos. —¿Puede decirme dónde podría...? —intenté. —Sí. —Se apartó un mechón de pelo de la frente con un soplido. —¿Vive con ustedes? —No. En el asilo. —Ah, ¿y puedo ir a verlo? ¿Ustedes van? —Sí. —¿Cuándo? —Es que vamos una vez al mes y ya nos tocó la semana pasada. Ahora hasta el mes que viene no... —Pero ¿no podrían ir conmigo? Yo no puedo esperar un mes. O si quieren me dicen dónde es y ya voy yo... No quería perturbar el orden familiar de idas mensuales al asilo. —¿Podemos ir, papá? —¿Cuándo? El hijo me miró a mí.
—¿Hoy? —pregunté. —No, hoy no. ¿Qué recado tan importante les impedía ir hoy? —¿Mañana por la mañana? Es que yo mañana a mediodía ya me tengo que... —¿Mañana, papá? El hombre dijo que al día siguiente sí, y después, todavía, tuve que extraerle la hora y el lugar donde nos veríamos. —¿Y en qué sitio la mataron? El viejo se puso a caminar. Yo lo seguí. —Voy, ¿eh? —Sí, venga. El joven calculaba (lo vi en sus ojos) si era mejor quedarse donde estaba, pero al final optó por seguirnos también. Su padre me enseñó un llano cerca del camino. —Allí se cargaron a cuatro o cinco. —Señaló hacia otro lugar con una especie de hoz pequeñita, como un garfio—. Y allí, cuatro o cinco más. Y encima de esos, otros. Y esta, que estaba sola, fue allí. —Hubo uno que se hizo el muerto —dijo el hijo. Se notaba que era algo que había oído contar muchas veces. —¿Quién? ¿Saben cómo se llamaba? ¿Saben el nombre? —¿Lluïset qué más, papá? —preguntó él. De repente me sentía llena de energía. —¿Dónde podría encontrar a alguien que conociera a Lluïset?
—Deben de estar todos muertos. —Sí, ya. Sí. Quiero decir alguien que hubiera conocido a alguien que lo hubiera conocido. —Difícil —dijo el viejo. De acuerdo. Olvidémonos de Lluïset. Lo escribiré así, en genérico, como la clásica historia de la guerra que no falta en ningún pueblo, «uno se hizo el muerto». —¿Y podemos ir allí, a ver dónde la mataron? —Es que por las viñas aquellas no sé si tú podrás pasar —dijo él. —No, no tocaré nada. —No, no. Es que son las viñas judías. No se pueden tocar sin que esté presente el... —buscó la palabra— rabino. —¿Puedo ir dando un rodeo sin pisar nada? —No. Míralo desde lejos, que se nos puede caer el pelo. —Esto lo dijo el joven —. Tendrías que hablar con el rabino. —¿Y dónde podría encontrarlo? —Las viñas son de los Batet. —¿Puedo quedarme un rato aquí y le pregunto cosas? Me miró. —No toques nada. Si tienes pipí, me lo dices. Ni se te ocurra mear aquí o... No me convenía enemistarme con él. Si no, habría reaccionado con ira. «Yo no meo si no es en un váter», le habría dicho. Pero me reí. Me senté y me puse a apuntar. Hacer aquello era lo que podría, quizá, sustituir el vacío del alcohol y de la niña en mis días tan largos. —Si quieren les invito a comer.
—Muchas gracias —dijo él—, pero comemos en la viña. Así debían de ser todos los hombres antes de la civilización. Antes de los pen drives, del Día de la Mujer, de las sentencias de divorcio, de libros como Exfumadora compulsiva, del vino kosher hecho por las multinacionales.
13
Tres meses después de irse a vivir al piso de la Gran Vía donde siempre había accidentes, el marido de la futura consejera, que se llamaba Joan, comenzó a no ir a dormir a casa, porque se lio con una compañera de la redacción del periódico. Aunque parezca mentira —a mí me parece mentira—, era una época sin teléfonos móviles ni emails. Ahora no puedo recordar exactamente cuándo todo el mundo tuvo internet en casa. Él, el marido de la futura consejera, todavía utilizaba un buscapersonas. Si alguien tenía que localizarlo, tenía que llamar a una centralita y dictar un mensaje, que le llegaba al terminal que llevaba consigo. Y él, cuando podía, devolvía la llamada desde un teléfono público. Ni en sueños habríamos imaginado que escribir mensajes de texto sería tan popular y que lo haría todo el mundo y que muchas infidelidades se descubrirían así. Por mensajes no borrados. Ni en sueños habríamos imaginado que los teléfonos móviles condicionarían los argumentos de las novelas y las películas. Ahora, argumentos donde el personaje busca una cabina mientras lo persiguen o está solo en mitad de la carretera y no puede llamar son imposibles. No quiero apartarme del relato. Solo quería situarlo. Ella empezó a sospechar que él se veía con otra mujer porque de ser alguien sin oído que no había escuchado entera ninguna canción, pasó a demostrar un interés repentino y ferviente por la música brasileña, y, en especial, por Maria Creuza. Se compró diversos CD que estudiaba a todas horas. Cuando la futura consejera le preguntó si había alguien más, él dijo que no, que de momento no, pero que sí, sí, tenían que hablar de ello. Pusieron a la venta el piso (a ella le parecía que el piso con el balcón desde donde veían los accidentes era el responsable de la ruptura) y al cabo de dos semanas ya lo habían vendido (las cosas no eran como ahora). Se repartieron el dinero, él se fue a vivir a casa de su madre y ella, con el niño, a un piso de alquiler en Gracia (es un barrio bohemio). Pintó las paredes de unos colores alegres y estridentes que tenían como principal virtud que él no los habría aprobado. Se tiñó de rojo en una peluquería informal, empezó a usar vestidos hechos a mano en Ibiza que no marcaban la cintura, y cada vez que el marido iba a buscar al hijo para pasar juntos la tarde, descubría un nuevo cojín naranja con hilos dorados en el suelo del comedor, una nueva tetera de cerámica en el estante de las teteras y una nueva frase de alguna poetisa escrita con rotulador en la
pared del dormitorio, donde el cabecero de la cama era una balda de libros (algunos, de técnicas sexuales). Al cabo de dos meses, la futura consejera —digamos su nombre: Laura Oliva— fue a pedir información a una asociación de mujeres llamada Queer. Si le hubiesen preguntado por qué razón fue allí, no habría podido explicarlo. Estaba interesada, dijo, en el curso de literatura de mujeres que daban los jueves por la tarde. La recepcionista, una mujer corpulenta pero achatada, de pelo amarillo y corto, le dio toda la información (el curso se llamaba «Una habitación propia») y, después de conversar un rato, la invitó a cenar. La futura consejera de Cultura, muy sorprendida, aceptó y aquella noche llamó a su marido y le dijo que no se podía quedar con el niño, que tenía un acto. Fueron a un restaurante regentado únicamente por mujeres, iluminado solo por velas y con una decoración humorística que habría hecho sonreír con incómodo desprecio a alguien como su marido. Había fotografías de camiones, que querían demostrar que las dueñas de ese restaurante, si bien no estaban demasiado preocupadas por la carta de vinos (que contenía solo tres blancos y dos rosados), sí que sabían reírse de ellas mismas. La mujer corpulenta pero achatada, que se llamaba Maite (aunque lo escribía con «y»: Mayte), le propuso compartir dos primeros (a pesar de que en ese restaurante la frontera entre los primeros y los segundos era difusa) y a la futura consejera de Cultura le pareció que aquel gesto, compartir dos primeros en lugar de pedir cada una el suyo, era un signo de la vida nueva que querría tener. Se repartieron un platito de hummus con pan de pita y un platito de camembert rebozado. Mayte también pidió cerveza para las dos y la camarera —una chica tatuada y delgada que conmovió a la futura consejera quizá porque, aunque parezca mentira, no había calculado que había lesbianas guapas y jóvenes— preguntó si querían vaso. —No, no, no hace falta —contestó ella. Y se rio al decirlo, porque le pareció que estaba ayudando a perpetuar el cliché. Se imaginó que aquella camarera trágicamente guapa y tatuada sería muy extrema en la cama. Sabía pocas cosas de la vida sexual de las lesbianas, excepto por las bromas de su marido. Hacer tijeritas. Pero ¿cómo? ¿A alguna de las dos mujeres le tocaba estar con la cabeza en los pies de la cama, pues, mientras que la otra se reservaba la cabecera? La camarera le sonrió con una franqueza en cierto modo sexual y eso hizo que
Mayte se pusiera en estado de alerta. (Mayte era una mujer con un cerebrito básico y belicoso que se afanaba todo el tiempo en demostrar una masculinidad desenvuelta y caricaturesca). Laura Oliva no había sido nunca el objeto de deseo de alguien, nadie se había peleado nunca por ella, no era una de esas mujeres que hacen que los hombres se giren por la calle. Aquella noche no se había arreglado para salir, como sí lo habría hecho si hubiese salido con alguien de sexo masculino. (Arreglarse, qué palabra. Quiere decir componerse, pero también quiere decir reparar; es gracioso pensar que cuando alguna mujer dice: «Voy a arreglarme», está diciendo: «Voy a repararme»). No se había maquillado, pero se puso un vestido y un fular. Notaba carne de gallina permanente por el hecho de saber que estaba entre lesbianas, que aquellas mujeres que había allí no querían hombres. Se sentía en desventaja por muchos hechos: por el hecho de llevar una vida tan heterosexual, por el hecho no saber cómo era el sexo entre mujeres o por el hecho de que para ella estar entre lesbianas no era habitual. Comprendió que ser una mujer casada e inexperta la convertía en una pieza codiciada, en un objeto de deseo, y supuso también que la vida sexual de aquella camarera consistía en irse a la cama con casadas insatisfechas, llevarlas al orgasmo por primera vez y, una vez cumplido el objetivo, no contestar nunca más sus llamadas llorosas. Nunca (y perdone por la repetición del «nunca») le explicó a su marido qué pasó aquella noche, ni las otras veces que fue a la asociación Queer, de la cual se convirtió en secretaria al cabo de dos meses, pero le hizo saber, eso sí, que estaba descubriendo un montón de cosas nuevas acerca de su sexualidad. Él se asustó, porque comprendió que no era una mentira. De repente, su exmujer quería ser su amiga, quería que le contara las cosas que le preocupaban, quería darle consejos (porque ella era, decía, una de las personas que mejor lo conocían). De repente, se reía de su manera de comportarse en la cama con una suficiencia llena de piedad y frases en cursiva, e intentaba explicarle todo lo que podía hacer «para complacer “a la de la música brasileña”». Iba a cenar con él y el niño y quería compartir primeros (al exmarido de la consejera no había nada que lo pusiera más nervioso que no tener un plato propio y verse obligado a ir picando de aquí y de allá). El día que vio a la que un día fue su mujer con el pelo corto (había llevado media melena toda su vida) pero con algún mechón largo, como una monja tiñosa, como una niña criada en un hospicio de posguerra, le dijo que separarse de ella había sido un error, que la de la música brasileña no significaba nada (de hecho, sufría un trastorno bipolar) y que se había dado cuenta de que su familia era lo
que él más quería. En ningún momento dijo: «Tú y el niño sois lo que más quiero», la palabra «tú» no la dijo, no pudo, dijo «mi familia». Ella le respondió que no le decía que no, pero tampoco que sí, porque ahora tenía una nueva vida. De manera que él inició un proceso de reconquista que se basaba sobre todo en ofrecerle comida y hacerle todo tipo de propuestas que consideraba sensibles: películas dirigidas y protagonizadas por mujeres melancólicas o libros de editoriales minoritarias. Alguna noche, cuando le devolvía al niño, le insinuaba (no verbalmente) que quería acostarse con ella, pero ella se reía y le decía que las cosas no se hacían así. Se reía por todo, desde que no estaba con él, se moría de risa, como si reírse tanto y sobre todo reírse de más cosas le otorgara una especie de superioridad moral. Se reía de frases intrascendentes que habían dicho personas de la calle o de noticias curiosas. Las noticias curiosas, como que un hombre japonés bebía gasolina desde hacía diez años, la hacían llorar de risa y las contaba dando palmas, secándose las lágrimas y, a continuación, sujetándose el estómago, como conteniéndolo para que no estallara.
14
Regresé caminando de las viñas con mi ropa tan de ciudad. Pero no me imagine con tacones y vestido, ni cosas de esas. (Si usara tacones y vestido, todo el mundo sin excepción me preguntaría cuánto cobro). Llevaba unos vaqueros baratos y elásticos de talla grande, comprados en los chinos, pero unos vaqueros que no estaban hechos para ensuciarse de verdad, sino en apariencia. Vi una madre pato (pato salvaje, yo diría) andando con la fila de hijos detrás. (¿Se dice «andando» si te refieres a un pato? No estoy segura, lo siento). Y también vi una serpiente de color verde, de un verde caipiriña, que hizo que el corazón me diera un vuelco de miedo. Entonces oí el ruido de un motor. El jeep que me había llevado a desayunar subía por el camino, y me aparté para dejarlo pasar. Pero resultó que se detuvo a mi lado. En el asiento del copiloto iba una mujer grandota y cabezona con cazadora de cuero negro. —Buenos días —se presentó—. ¿Magdalena Rovira? —Sí —dije yo. —Cati Rodés. —Y me dio la mano—. Soy de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. He venido para ver cómo va todo. Me jodió que Sánchez me enviara espías. Lo percibí así, aquel día, porque no conocía a Cati Rodés y no sabía que vivía instalada en la urbanización del exceso de celo. El idealismo me es totalmente ajeno y sin querer soy suspicaz con los que me parece que lo practican. Se despidió del chófer: —Vale, pues gracias. Ha sido superamable. «Superamable» estaba tan fuera de contexto como su acento pijo, que, allí, en aquella viña, parecía haberse radicalizado. Es un acento que en Barcelona se llama chava (es como si mascaras chicle al hablar). Era una provocación, era
como una mujer con minifalda en una plaza dura y degradada llena de jóvenes latinos sentados en los respaldos de los bancos. En el capítulo doce de Exfumadora compulsiva, Samantha va a la playa y hace topless y se da cuenta de que en aquella playa los pechos de las otras mujeres que también hacen topless son «dolorosamente naturales, terriblemente caídos y de un cariz horrorosamente familiar». (Puse muchos adverbios, que me parece que dan un toque muy urbano, las lectoras los adoran). Y empieza a sentirse fuera de lugar, porque todas las demás mujeres que hacen topless la miran con ojos acusadores y violentos. Y ve que no encaja. Que sus pechos artificiales no son aptos para un espacio tan heterosexual. Me parece que ya le he dicho que me parece muy acertada la imagen esta de «no encajar». —Si no le molesto, me gustaría acompañarla esta mañana... —dijo Cati Rodés. Llevaba una botella de agua de litro y medio en una bolsa —una bolsa hecha con una banderola reciclada de la candidata en las últimas elecciones del partido comunista— y le dio un sorbito. Lo hacen las mujeres de ahora, que se pasan la jornada laboral bebiendo agua sin tener sed. También me pareció un gesto muy de ciudad, probablemente porque en los anuncios que fomentan este tipo de hidratación en serie, por la calle, en el gimnasio o la oficina, las protagonistas siempre son urbanas, nunca rurales. Si las vemos encima de una montaña (donde nace el agua pura que beben), es porque han ido para descansar, para desconectar, pero no viven allí. Me ofreció un trago, como si estuviéramos en la selva. —No, gracias. —No era agua lo que quería beber yo. Y disculpe este tono irónico postizo. Ahora acabo de parecerme a una de esas autoras europeas, como Marta Massó, que han leído muchas traducciones de autoras norteamericanas y quieren parecerse a ellas. (Quieren parecerse a la traducción. Sus libros parecen traducciones del inglés). El coche se marchó camino abajo. —¿Le puedo preguntar qué está haciendo? Lo dijo con una sonrisa. Como un político cuando visita la Seat y pone aquella cara de interés en la cadena de montaje. Solo una pregunta a un obrero de cada departamento, no nos podemos eternizar. «¿Qué está haciendo?». Como un padre. Como un maestro. No tiene que ser un tono inocente, no puede ser el de
verdad, el que usaría un niño. Hay dos tonos muy diferentes para hacer esta pregunta según quién la haga. Si la hace el niño, el inocente, el acento de la frase recaerá en el «qué». «¿Quéstácien-do?». ¿Tá-tata-a? Y apenas habrá interrogante al final. Pero si la hace el político, el no inocente, el acento recaerá al final. Será un tono suspicaz. Podría ser un tono de reprobación, también. «¿Quéstáhaciendo?». ¿Ta-tatáta? —Es que a mí me gusta trabajar sola. Me da vergüenza que me miren. Si vas a preguntar a la gente de dos en dos no te dicen nada, se asustan, lo digo por experiencia. Se trata... Afirmó con la cabeza muy deprisa y ya tenía los ojos húmedos. Yo no quería hacerla llorar. Supongo que pensó que yo era mucho más importante de lo que soy. —Solo he venido porque como soy la que me encargo de coordinar a Paul Adams con la comisión... —se excusó—. Pero no... Iniciamos el camino de descenso en silencio. No sé si se hace una idea de cómo es la propiedad Batet. Las viñas son inmensas. Me parece que son viñas nuevas. Quiero decir que no son viejas. Pues lo primero que te encuentras bajando de las viñas es el edificio donde me habían hecho la visita el día antes, luego, la antigua casa de los guardeses (donde vivió Antonieta Gelabertó y donde dormí yo). Y al final, quizá a medio kilómetro, junto a la carretera, la recepción. Y ahora estábamos cerca del edificio donde me habían hecho la visita. —¿Habrá un baño aquí dentro? —me preguntó ella—. Es que me estoy... Se había puesto las gafas de sol para que no le viera los ojos enrojecidos. Todas lo hacemos. Hay veces en que queda bien que te vean las lágrimas, pero hay veces que harías lo que fuese para que no te las vieran. Yo soy una piedra, pero el día que el padre de la niña se marchó, lloré y también me puse las gafas de sol, que hasta aquel instante habían representado el símbolo de la alegría, de acabarse de despertar y tener resaca, de no tolerar la luz del día y sí la luz de la noche, pero ahora ya no. Y me acordaré siempre de que mientras se iba le dije: «¿Cómo es posible que nos dejes?». Y él dijo en un tono de voz civilizadísimo y exasperado que me acabó de filetear: «No os dejo. Te dejo». Lo que habría dado por que no fuera cierto, por que sí nos dejara y no que me dejara. Que nos abandonara a las dos. Eso habría sido soportable. Que fuese un mal padre, poder
decir: «No quiere hacerse cargo de la niña», pero no. Quería hacerse cargo. No me quería a mí. —Baño, aquí, no lo sé —le dije a Cati Rodés—. Si no, la recepción está allí abajo. Y allí sí que hay. Seguro. Allí, seguro. —Miro —respondió ella. Nos interrumpió un grito de esfuerzo. Al fondo de la viña de nuestra izquierda había tres hombres que intentaban levantar un tractor volcado que, por lo que parecía, había chocado contra una cepa. A pesar de los gritos (gritaban para hacer más fuerza, como los levantadores de piedras), no lo conseguían. Recé para que no nos tocase ayudar. Yo soy fuerte, ella también. No nos habríamos podido excusar con la razón del sexo. —Un momento, ¿eh? —me pidió Cati Rodés. Quizá quería ir a lavarse la cara y el pipí era una excusa. Me quedé en la puerta y, en cuanto desapareció, envié un whatsapp airado a Oriol Sánchez para que me la quitase de encima. Allí dentro había depósitos de acero inoxidable y barricas. También había una especie de habitación pequeña de PVC blanco en forma de prisma, como una de esas garitas que hay en las obras para guardar las herramientas o cambiarse de ropa. Nadie excepto ella habría confundido aquello con un baño, porque, aparte de la puerta, tenía dos aberturas, una de entrada y otra de salida, a través de las cuales pasaba una cinta transportadora (que ahora estaba parada) con botellas de cava. Entraban allí vacías y salían llenas y a punto para ir a la máquina de etiquetado que se veía más allá. Por encima del prisma entraba una manguera envuelta con cinta aislante que venía de un depósito. Tragué saliva, como el perro de Pavlov. Cati Rodés abrió la puerta, se metió dentro, comprobó que, efectivamente, había botellas llenas, aún no etiquetadas, pero ninguna taza de váter, salió, cerró la puerta y se dirigió al fondo de la bodega, donde se amontonaban las barricas. Temí que quisiera hacer pis allí mismo y que los Rabell nos descubriesen. —¡Eh! ¡Eh! —chillaron los hombres. Y corrían hacia nosotras agitando los brazos. Yo, en aquel momento, no me acordaba del nombre de Cati Rodés (Mick Jagger, Keith Richards...), así que grité:
—¡Oiga! —¡Eh! ¡Eh! —repitieron ellos. Uno era pelirrojo con barba rizada y llevaba una kipá. Me cogió del brazo con furia. Debía de ser el rabino—. ¿Qué hacéis? —Nada —dije yo. Y volví a llamar a Cati Rodés—: ¡Señora! —Ahora me da risa pensar que la llamé «señora». El hombre me estiró del brazo para apartarme de la puerta. Ella ya venía. —¿Dónde estabas? —le gritó. —¿Perdone? —Un «perdone» monstruosamente exagerado, incrédulo y culto. —¿Has entrado ahí? —¿Perdone? —Exigente, digna, molesta—. ¿Con quién hablo, por favor? El hombre la agarró por el brazo como había hecho conmigo y la arrastró afuera. Casi la tiró al suelo. Corrió a la barraquita blanca, comprobó que el candado de la puerta (había un candado) no estaba cerrado. Soltó un alarido de desolación. —¿Habéis entrado ahí? —repitió. —¿Dónde? —¡Aquí! —chilló señalando la barraca blanca. Y me dio mucho miedo—. ¡¡Aquí!! —No, no —mentí—. Nadie ha entrado en ningún sitio. Mi amiga buscaba un baño. —Tranquilo, ¿eh?, por favor —dijo Cati Rodés. Tenía un buen moratón en el brazo—. No queremos espiarle ni nada. Buscábamos un baño. Y en seguida sacó una tarjeta y le explicó que era de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica y que estábamos (dijo «estábamos») investigando la muerte de una mujer, etcétera. Se deshizo el malentendido. —De todas maneras —dijo Cati Rodés— usted me ha agredido y le pienso poner una denuncia.
Los otros dos rieron desconcertados. Miré el reloj de la BlackBerry. Ahora era la hora de comer de la niña, aunque él seguramente no sería tan estricto con el horario. Le preguntaría: «¿Quieres comer o esperamos un poco?», y ella diría: «Esperamos un poco», como una viejecita. Habla muy claro, lo dice todo el mundo. Yo la había enseñado a hablar, me imitaba, a veces imitaba mi mal humor. Cuando nos dibujaba, yo siempre me fijaba en eso que dicen los psicólogos: a quién dibuja grande, a quién dibuja pequeño. A mí me dibujaba enfadada, a veces, pero no con ella, sino con un niño del colegio «que se había portado mal». Esto siempre me daba pena. Nunca he dejado de cuidarla, de llevarla al colegio, por culpa del alcohol o de la cocaína, su padre sí. Cuando nos drogábamos juntos (ya le he dicho que él lo hacía esporádicamente, pero cuando lo hacía era a lo grande), él al día siguiente dormía (no tenía que levantarse hasta las siete de la tarde). Yo me levantaba, la vestía, hacía todo lo que había que hacer. Le diré una cosa que pensaba. Oía a esos loros que hay por la ciudad, que se han vuelto salvajes, buscando comida, y les envidiaba la vida simple, la vida sin la posibilidad de la droga. Para aguantar todo el día, primero desayunaba, luego me seguía drogando, a pesar de que me temblaban las manos porque no había dormido apenas. Y ya no tenía más ganas de comer, claro. Era como una vida paralela a todo el mundo. A mediodía él quizá se levantaba, enfadado conmigo por lo que habíamos hecho, cansado, y tampoco quería comer, solo dormir. Yo seguía metiéndome. Y también pensaba en un mundo ideal donde la droga era legal, todo el que quería la tenía, era normal, pero, claro, todo el mundo, todo el mundo, iba drogado a todas horas. Supongo que estos pensamientos cuestan de entender a alguien que no se ha drogado nunca (me consta que usted no lo ha hecho y me alegro mucho). A las ocho de la tarde, cuando la niña se iba a la cama, yo también iba, rendida, y me abandonaba a una noche sin sueños. Entonces sonó su teléfono, el de Cati Rodés, y, por lo que contestó, adiviné que era Oriol Sánchez regañándola. ¿Qué me habría costado ser amable? ¿Decirle que quería hacer el trabajo sola, que me esperase abajo? ¿No lo había hecho, en realidad (lo de escribir un whatsapp a Oriol Sánchez), porque ya no sabía qué más hacer? ¿Porque no quería que se viera que no tenía nada planificado hasta el día siguiente? La acompañé al baño de la recepción. —Ya no te molesto más —dijo Cati Rodés antes de entrar—. Ya me voy. No
pienses que venía a controlarte. —No es molestia. Una vez sí que reaccioné con violencia con la niña por culpa de la droga (pero en aquel momento no lo supe ver, nunca sabes verlo cuando lo haces, no se te ocurre que aquella rabia, aquella violencia, es por la cocaína). Le estaba diciendo que recogiera unos zapatos que tenía por el suelo y ella bromeaba, hacía como que iba lenta y se le caían y que tenía sueño. No quería recogerlos, de acuerdo. Yo me impacienté y le dije que si no los recogía, los tiraría, pero, claro, no me hizo caso. Y lo hice. Los tiré por la ventana y dije: «¡Se ha terminado el problema, ya no tendrás que recogerlos más!». A ella le gustaban aquellos zapatos, eran de color rosa, pero sobre todo lloró por la sorpresa de la acción violenta. Ver la sorpresa en su cara me rompió el corazón, se lo juro, y me hizo sentir una miserable, una hija de puta. Ella estaba jugando, yo estaba impaciente. La dejé llorando y corrí escaleras abajo a buscar los zapatos a la calle, pero mientras bajaba me decía: estás loca, la acabas de dejar sola, y si ahora le pasa algo, mientras no estás, ¿qué? Toda la tarde estuve con ella, procurando que me viera dulce. Y ella me vio dulce. Yo era mami.
15
Cuando Ousmane se esfumó, Judit fue a una psicóloga, pero también a una abogada (de repente tenía miedo de que él quisiera llevarse a la niña a Senegal y se la devolviera con la ablación practicada). Dio de baja el blog parejasmixtasblogspot.com y abrió otro: madressolterasblogspot.com. Se apuntó a las rutas literarias por Barcelona (le interesaba saber en qué plaza se tomaba los cafés la protagonista de Dos mujeres, de Blanca Arimon, aunque todavía no la había leído) y contestó la carta de un parricida mediático que encontró en la sección «Chico busca chica» en el periódico Adelante. En esta sección, los que querían relaciones grababan un mensaje de voz en un contestador, y los que querían escucharlo, llamaban a un número 900 y marcaban las cuatro cifras que identificaban el anuncio que habían elegido. Los domingos por la mañana, Judit solía escucharlos todos. Uno por uno. El parricida, con el número 7622, decía que se sentía muy solo, que le gustaría poder hablar «con alguna mujer sensible» y que «la edad le daba igual». Mujer sensible sin edad. Era exactamente su perfil. Le escribió ilusionada, atemorizada, atemorizada, ilusionada, y él le contestó con una carta muy larga en la que le pedía su número de teléfono. La primera vez que hablaron estuvieron mucho rato, como tres cuartos de hora, y a Judit le gustó mucho que —como le dijo— hubiera aprendido catalán en la cárcel. Él la apuntó para una comunicación (hablar a través del cristal, como en las películas, pero sin teléfono; había unos agujeritos) y ella acudió orgullosa y desafiante. Altiva, se dejó registrar, pero no le quitaron el bolígrafo que llevaba en el bolsillo, porque, inequívocamente, ella no era como las otras mujeres que iban a comunicar, sino que, más bien, parecía una abogada. Las mujeres que iban a comunicar llevaban ropa prematuramente veraniega y demostraban una necesidad mórbida de expresar todo lo que se les pasaba por la cabeza en voz alta. Gritaban a los funcionarios para advertirles de que era la hora y gritaban a la máquina de Coca-Cola para advertirle de que, si no se tragaba la moneda de euro, sabría lo que es bueno. Recorrió pasillos decorados con cuadros de los presos, todos ellos horrorosos y alegóricos de la vida entre rejas y del deseo de libertad. Caras en blanco y negro
con muchas manos de dedos sin falanges que les tapaban la boca y pájaros sobrealimentados o bien esqueléticos con ramas de olivo mutante en el pico. La condujeron a la sala de comunicaciones, donde él ya la esperaba. Se había imaginado un lugar repleto de familiares que gritaban, pero estaban los dos solos. El parricida mediático tenía un horario especial de comunicaciones, porque había protagonizado un intento de fuga y no lo dejaban salir con los otros. O eso le dijo. —Deja que te vea bien... —le susurró—. Ponte de pie... Ella obedeció, turbada, y pensó que, a pesar de haber violado y matado a su mujer, no parecía un mal hombre. Al contrario, se le veía muy dulce. De hecho, en una de las cartas, él le había contado el asesinato y se había mostrado muy arrepentido. Decía que «debía pagar su crimen y que lo haría», pero que «algún día le contaría de verdad lo que había pasado». Judit estaba dispuesta a esperarlo. —Eres preciosa, lo sabes, ¿no? «Preciosa». Ousmane también se lo decía. Al cabo de diez minutos, el parricida le preguntó —dando rodeos, jugando a ser un niño— si le podría enseñar un pecho. Ella, risueña, accedió. —Vigila que no nos vea la funcionaria —le advirtió él. Una mujer policía se paseaba arriba y abajo sin perderlos de vista. Judit Guitart compuso la actitud de la mujer de mundo desenvuelta que no tiene inconveniente en mostrar un pecho a un parricida, porque, como el pobre hace tanto tiempo que no ve ninguno (pongamos que el último que ha visto es el de su víctima), el gesto no es sexual, sino solidario. Aquel hombre, pensó, no tenía libertad, y ella sí. Él estaba encerrado y ella no. De manera que cualquiera de los movimientos cotidianos que podía hacer ella porque vivía fuera de la cárcel (no solo enseñarle el pecho, sino ponerse las manos en la nuca como si tuviera pereza, querer darle vueltas a un mechón de pelo, levantar el brazo para parar un taxi, tomar un sorbo de té mientras escribía en el ordenador) adquiría una categoría fabulosa.
—Ahora, cuando te vayas, te escribiré una carta... —le prometió él. Y a partir de ese día, cada semana le envió un sobre acolchado repleto de dibujos y poemas (que a ella al principio le parecieron pueriles y después preciosos), además de la carta, escrita a mano. Ella le enviaba tarjetas telefónicas y él las utilizaba para llamarla a una hora convenida. Normalmente, por la mañana, porque por la tarde ya estaba en la celda. Ella le contaba —encerrada en el baño del trabajo— cómo iba vestida. Él, que no podría estar mucho rato porque había cola de gente que también quería llamar, ella, que estaba totalmente mojada, que le enviaría las braguitas en un sobre, que se las acababa de quitar y que no se las pondría en todo el día, que pensara en ello, que pensara en ello, no se las pondría, iría sin bragas. Y lo hacía. De vez en cuando, él le advertía: «Cuidado, que ahora nos están escuchando los funcionarios. ¿No has oído un ruido como un clic de interruptor? Eso quiere decir que escuchan». Y Judit contestaba que le daba igual, porque si las leyes de la prisión eran injustas, ellos no tenían ninguna culpa. Se volvió a enamorar (Judit Guitart se enamoraba de quien podía) y ya quería casarse y ya quería tener un hijo. Le presentó a la niña durante una de las visitas y comenzaron a hablar de vis a vis. Intentó recuperar el o con sus amigas, y lo consiguió a base de menospreciar a Ousmane y menospreciarse a sí misma por haber sido tan ingenua. No les contó nada, aún, del parricida. Le iba mucho mejor aquella situación que tener un marido cada día en casa o medio marido de lunes a jueves. Para él, ella era una mujer real y este era su principal mérito. El mundo al revés. En el mundo real, el mundo de Ousmane, ella no era una mujer guapa. Había un montón de mujeres irreales, por ejemplo, las de las revistas, que constituían el objeto de deseo de los hombres, también de Ousmane (Judit había comprobado que la cualidad que más le excitaba de una mujer no era, como le había hecho creer, que tuviera madurez y experiencia, sino que tuviera nacionalidad española). Pero en la cárcel era diferente. En la cárcel las mujeres irreales, las de las revistas, eran la única cosa que tenían los presos, y el mérito de Judit es que era real, que era en tres dimensiones, y que se atrevía, que estaba dispuesta a hacer un vis a vis con él. Que había entrado en o con él. Los presos no podían encontrar mujeres por la calle o en un chat como los libres. Las únicas mujeres que veían eran las abogadas, que iban a lo suyo y no eran nada fáciles, y las voluntarias, que eran muy sensibles a las muestras de
afecto, pero también muy feas. Las guapas ya no pasaban el filtro de la entrevista. Los trabajadores de la cárcel no querían problemas, y una mujer guapa dando clases de música era un problema. Si el preso era mediático, como el de Judit, tenía a las periodistas televisivas de sucesos, que al principio se mostraban escépticas, aunque se las podía conquistar si se estimulaba convenientemente su parte espontánea y atrevida, pero eran inconstantes. Un día dejaban de contestar las cartas y las llamadas y desaparecían para siempre. Y también tenía a las agentes literarias, por supuesto, siempre dispuestas a que los presos mediáticos escribiesen sus memorias. Solían ser guapas de cara, pero demasiado delgadas y con demasiado poco pecho para los gustos carcelarios, a pesar de que llevaban trajes de chaqueta sofisticados. Pero eran mucho menos alocadas y, por tanto, más inaccesibles que las periodistas de sucesos. Y nada más. Judit se sentía como una especie de profesora de un alumno aventajado, siempre atento en clase. Él estaba encerrado. Ella, pues, podía copiarle poemas de Walt Whitman de la Wikipedia y explicarle el significado, y aquello, allí dentro, parecía tener el mérito antiguo. El mérito que antes tenía que alguien le copiase a alguien un poema de Walt Whitman, porque únicamente podía significar una cosa: que tenía un libro de él en casa o que había ido a la biblioteca. En la cárcel no había teléfonos móviles, ni internet. Si los presos querían comunicarse con alguien, tenían que hacerlo por carta. Para alguien como Judit era un sueño tener un hombre que le escribiera cartas (cartas que incluían canciones de grupos de flamenco pop con letras vitalistas llenas de diminutivos). Y era un sueño tener un hombre que quería recibir sus cartas. Y poderle contar las cosas que hacía cada día, cosas normales, como pasear, que él no podía hacer y que, por tanto, idealizaba. ¿Qué hombre de fuera de la cárcel habría querido leer sus cartas y se habría mostrado interesado en su cotidianidad gastada? Pero cuando se acercaba el día de apuntarla al vis a vis, él tuvo que explicarle que, actualmente, la que estaba apuntada era su amante de toda la vida (de toda la vida entre rejas: cinco años): una periodista, escritora y casada. Se habían conocido porque ella hizo un reportaje sobre su caso y le grabó declaraciones por teléfono. Él le pidió permiso para escribirle y ella se consagró al envío de emails a la consejera de Justicia para pedirle que le concedieran algún permiso penitenciario, porque —consideraba— en el juicio había habido irregularidades y él había actuado en defensa propia. Judit buscó fotografías en Google Imágenes de la mujer, y vio que era una señora bien conservada y bien operada, de unos cincuenta años, con labios pintados de un rojo histérico y sofisticado.
Muchas de las fotos estaban tomadas en estudios de televisión, al lado de una mesa de sonido. Había escrito dos novelas, ambas dedicadas al parricida y ambas protagonizadas por un asesino encarcelado. Cárcel interior y Recuento matinal. El caso es que el parricida le dijo a Judit Guitart que para hacer un vis a vis tenía que borrar a la periodista. Y si la borraba (cosa que él haría encantado de la vida, porque lo que más deseaba en el mundo era estar con ella, recorrer su cuerpo centímetro a centímetro, hacerla sentir), se tenía que quedar un mes sin vis a vis (eran las normas de la cárcel: si cambiabas de persona para el vis a vis, tenías que estar un mes sin hacerlo). Y él, el parricida, tenía miedo de que la periodista se enfadara y tenía miedo de que, además, Judit Guitart en el último momento se arrepintiera. Y, si se arrepentía, él perdía no solo aquel mes de vis a vis, sino otro, el que tendría que esperar para volver a cambiar de persona. ¿Lo comprendía? Todo esto se lo dijo por teléfono (Judit se gastaba unos doscientos euros en tarjetas telefónicas al mes y por lo poco que duraban sospechaba que servían para llamar a otras mujeres, aparte de ella). El pequeño palacio hecho con cerillas que había construido se hundió por completo. —Si perder un mes de sexo en genérico es más importante que estar conmigo el mes siguiente, quizá lo que debes hacer es no apuntarme al vis a vis y seguir con tu señora casada. Colgó, llorosa, y él, inmediatamente, la volvió a llamar. Número oculto. Era él. Número oculto, le daba un vuelco el corazón ver «Número oculto» en la pantalla. No pudo no cogerlo. No pudo esperar más de tres timbrazos. —Qué... —gimoteó. —No quería ofenderte —dijo él. —Pero lo has hecho. Lo has roto todo... —gimió ella. —Hablamos cuando estés más calmada —contestó él. Estuvieron repitiendo ideas hasta que él dijo que lo llamaban para ir a la celda. Ella supo que era mentira, se sabía sus horarios de memoria. (Había leído Recuento matinal). A mediodía no fue a comer, fue al paseo de Gracia. Quería ver a Ousmane, que,
después de la conversación con el parricida, le resultaba alguien plácido y noble, alguien con quien compartir la vida, a pesar de que desapareciese cada jueves. Pero, para desgracia suya, lo vio conversar con una mujer, una mujer de su edad que ya tenía el bolso de Prada en la mano. Caminó, acelerada y devastada, otra vez hacia arriba. En la Pedrera (es un edificio muy famoso de Gaudí) daban una conferencia sobre la memoria histórica. Ella no acababa de saber, exactamente, qué era aquello, pero entró. Se sentó en una de las sillas, sollozando. En la mesa hablaba un hombre de pelo gris, con un mechón excéntrico que le caía por la frente y que le hacía parecer una especie de científico de película cómica de bajo presupuesto. Excéntrico. ¿Sabe qué significa en realidad? Que está fuera del centro. No me había parado nunca a pensarlo, pero hace un mes o dos tuve que buscar un sinónimo en el diccionario, para la biografía de Mochi, y me di cuenta. Y perdone, no quería desviarme del tema. Le hablaba del hombre. Llevaba gafas de pasta y pajarita. Y leía en un tono de voz monótono y resuelto. A Judit le gustaba el sonido de las voces a través de aquellos micrófonos imperfectos. El efecto de leve ronquera que destacaba algunas consonantes, sobre todo la «p», la acunaba. —Quisiera hacer, y no se me asusten —dijo el hombre—, dos consideraciones metodológicas o conceptuales. Porque las relaciones entre la historia (lo que pasó o lo que los historiadores interpretan que pasó) y la memoria (aquello que alguien recuerda o le parece que pasó) son muy complejas. Judit desconectó en este punto y se puso a pensar en el egoísmo del parricida y también en Ousmane y en su primer ex, que se llamaba —se llama— Dani. Solo volvió en sí cuando una actriz comenzó a leer nombres de desaparecidos, mientras tres bailarinas ejecutaban movimientos que pretendían simbolizar muertes violentas. En realidad, por la ropa que lucían (de algodón y manchada de rojo para representar la sangre) y por lo que hacían, parecían zombis de un videojuego de Ousmane, que a pesar de ser abatidos se levantaban una y otra vez. De repente, la actriz dijo el nombre de la abuela de Judit Guitart. Antonieta Gelabertó Pedrola. La abuela Antonieta, de quien había oído hablar en casa alguna vez, siempre en voz baja, con sobreentendidos y miradas significativas. Ella sabía que la habían matado en unas viñas durante la guerra. Como a tanta gente. Durante la guerra se mataba a mucha gente y no se la enterraba en el cementerio. No se había detenido nunca a pensar que aquello fuera revelador y reprobable.
Conmocionada y estupefacta, esperó a que todo terminara para ir a hablar con el ponente. «Han dicho el nombre de mi abuela», le explicó con los ojos llenos de lágrimas. El ponente le cogió la mano y se la apretó con fuerza. Qué respeto que le tenía aquel ponente. La abuela de Judit no era una pena cuestionable como la pena que suponía haber sido abandonada por Ousmane y rechazada por el parricida. El conferenciante le recomendó (se lo recomendó de todo corazón) que se pusiera en o —lo dijo así— con la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. Ya en la calle, vio cómo un hombre le tiraba un huevo a la consejera de Cultura, que había sido invitada al acto. Exigía enterrar a su padre dignamente y gritaba vivas a la República. La consejera rompió a llorar y Judit, al verlo, también. Sus miradas se encontraron un momento. En seguida el escolta se la llevó al coche oficial y —Judit lo vio— le ofreció un pañuelo de papel. Pensó si alguna vez, si en alguna ocasión mientras había llorado por Ousmane (llorar por el parricida era reciente), alguien le había dado un pañuelo. No. Aquella misma tarde llamó a la hermanastra de su madre. —Quiero hablarle, tía, quiero decirle una cosa de la abuela Antonieta. He ido a una conferencia y han dicho su nombre. —¿Ah, sí? La tía no hablaba nunca de la muerta. —Sí. La mujer soltó un «ajá» ocupado e impaciente. ¿Con qué le salía esta ahora? —Y me ha dado mucha pena... —Se echó a llorar. La otra le contestó, más o menos, que a esa abuela no la habían conocido y que a qué venía todo aquello. Pero Judit Guitart, de repente, tenía un objetivo, una razón. Enterrar a la abuela Antonieta, poder ir a llevarle unas flores. —¿Usted podría darme fotos de ella y las cosas que tengan en casa? ¿De mamá también? —Sin darse cuenta pasó a tratarla de tú—: ¿Tú me das permiso, tía, para conseguir que la entierren dignamente?
—Tendría que buscártelo. No nos gusta mucho que se remueva... —Búscamelo, tía. Búscamelo. —Hablaba con la determinación de una heroína radiofónica, pero, en cambio, qué sincero era su ímpetu—. Tía, tenemos que hacerlo —sollozó. Esa tarde, mientras la niña estaba en ballet, se sentó en la cama, con calcetines y el ordenador portátil en el regazo, y no pudo evitar ponerse el bolígrafo en la boca. No hizo lo que hacía siempre. No entró en los chats de mujeres abandonadas donde ahora, con el nuevo nick Brujita1967 (porque el nick Brujita ya estaba cogido por otra usuaria), escribía mensajes de ánimo a las abandonadas más recientes y vulnerables. Todas se conocían en aquel chat, que se llamaba «Amor interracial». Eran las mismas de siempre. Ella, Brujita1967, Morgana, Guizé, Sherezade... Todas ellas habían amado y financiado a hombres africanos que las habían hecho sufrir. De vez en cuando, alguna se reconciliaba con el suyo y, durante unos días, dejaba de escribir, hasta que la cosa volvía a no funcionar. En la página había post antiguos, con títulos como «Enamorada de un senegalés musulmán, ¿alguna en mi situación?», pero también había algunos recientes de Morgana, Guizé o Brujita1967 que ya se lo habían contado todo y simplemente aconsejaban a las nuevas —siempre había nuevas—, y se ofrecían muestras de simpatía ridículas, encaminadas únicamente a conseguir que las otras les alabasen la capacidad de subir la moral que tenían. Judit Guitart, Brujita1967, se inventaba fantasías naíf en las que todas ellas se subían en una limusina y se iban a hacer un pícnic en la Toscana (los escenarios que escogía siempre habían salido en alguna película reciente, romántica pero ilustrada). Escribía: «¿Preparadas para el viaje, princesas? ¡Poneos guapas! Hace un sol precioso y quiero ver vuestra sonrisa. ¿Queréis que os cuente un secreto? ¡Somos MUUUY valiosas!». Y era en aquel reino virtual repleto de emoticonos donde a Judit se la consideraba «alguien con fantasía». «Subo en seguida, ¿preparo bocadillos MUUUY calóricos o ya los compraremos por el camino?», preguntaba Morgana. «¡¡¡Faltan cervecitas bien frías!!!», escribía Guizé. En la vida real, nadie habría dicho de ella que era una persona creativa, sea lo que sea en realidad eso. Ousmane jamás habría entendido algo así y el parricida mediático, si bien ella había intentado hacerle vivir una de estas fantasías que parecían espontáneas e impulsivas (imagínate que estamos en algún lugar del mundo tú y yo, ¡elige!, te llevo allí ahora mismo, venga...), solo estaba interesado en fantasías de carácter sexual. Cuando ella, por teléfono, le decía que eligiera un lugar, escogía Brasil. Entonces ella comenzaba a describir —llena de
lirismo— a los niños de las favelas, que a pesar de no tener nada, sonreían, pero él le pedía que le explicara la playa. Y cuando ella le explicaba las olas de la playa y una pequeña concha que había encontrado en el suelo y con la que se haría un collar (que llevaría al vis a vis), él le pedía que le dijera si había allí brasileñas en biquini y que se las describiera, que le gustaba mucho la idea de una mujer hablando de otra mujer. Judit era muy sumisa y lo hacía —no se podía permitir perder a los hombres por culpa de no complacerlos—, pero procuraba terminar pronto y describir a mujeres que eran variantes de ella misma: leían, contemplaban puestas de sol sentadas con las piernas cruzadas y, desde luego, no llevaban tanga. Pero aquella tarde, no. Aquella tarde escribió en la Wikipedia «Guerra Civil» y, después, «memoria histórica». Vio que la asociación de familiares que le había dicho el ponente tenía una página web e introdujo los datos online, para darse de alta (pero no lo consiguió; no supo acabar de rellenar todos los campos obligatorios). Se apuntó cosas en la libreta. Recordó una película que había visto basada en un caso real. La protagonista era la viuda de un hombre que había muerto afectado por una enfermedad (no se acordaba bien del todo) y ahora era una madre sola, como ella. Por las noches, cuando sus hijos, también afectados, dormían, estudiaba papeles y más papeles sentada en la cama con calcetines gordos (este detalle la hacía sentir confortable) y se enfrentaba ella sola a la justicia. La habitación era una de esas habitaciones de las películas donde siempre hay una cómoda con muchos recuerdos encima. Llamó a la Asociación de Escritores de Cataluña y solicitó los emails de los escritores asociados. Mientras esperaba recibirlos (le dijeron que en seguida se los enviaban), se puso a redactar una carta donde explicaba que tenía una abuela enterrada en una fosa común y que le gustaría mucho que su historia saliese a la luz en forma de novela o de reportaje periodístico. Una vez hubo recibido el email con las direcciones, lo imprimió y eligió escritores que reunieran cuatro características: ser mayores de cuarenta años, ser autores de alguna novela histórica, ser famosos y ser de sexo masculino. A todos estos, que eran ocho, les envió la misma carta. De repente, de momento, su vida tenía sentido.
16
Al día siguiente, el chófer de los Batet me llevó a casa de esos hombres. Había dormido en dos tandas: de ocho a doce y de cuatro y media a siete. A las siete y media llamé a la niña, pero su padre tenía el teléfono apagado, todavía. Me imaginé que se la había llevado a su cama y que jugaban a meterse debajo de la sábana. A ella le gustaba jugar a eso, pero solo con él. Conmigo, no. De camino, especulé sobre cómo sería la casa pero sin darme cuenta. Quiero decir que me imaginaba una cabaña de troncos, pero no era consciente de que me la imaginaba así hasta que vi que no era como me la había imaginado. Era una casa prefabricada, con cocina americana de baldosas ridículas que seguro que no había escogido aquel hombre salvaje. Tenía parqué barato, un aparador con botellas de vino vacías dentro —de esos muebles de teca que quieren ser modernos, pero que no cuestan mucho dinero— y una mesa plegable. Un sofá azul, con los brazos demasiado redondeados, colocado de cualquier manera. En uno de los muebles había una fotografía de él, cuando era más joven. Ya llevaba el pelo largo, pero se lo recogía con una bandana de colores. Aquella bandana me pareció que era la de un hombre que se gustaba. Quiero decir que era un salvaje que se arreglaba para parecer salvaje. También había vestigios de hijos. Una caja de juguetes, muñecos por las estanterías. La dejadez de una casa donde hay niños. Quizá usted pensará —yo lo pensaba— que si alguna vez tiene hijos, no les permitirá tener los muñecos y los juguetes por allí en medio. Que los obligará a recogerlos. Cuando ella nació me daba igual cómo estuviera la casa. Y eso que solo mide treinta y cinco metros (cuarenta escriturados) y no nos cabe nada. Tenía hijos, pues, aquel hombre. Había una mujer. ¿Cómo debía de ser? Si ahora, en lugar de estar escribiendo esto que le escribo, estuviera escribiendo una cosa del estilo de Pequeña felicidad, lo que pasaría después de que la protagonista se preguntara si había una mujer en la vida de aquel hombre es que el narrador diría: «Como si el hombre le hubiese leído el pensamiento, le dijo: “Supongo que debe de estar preguntándose si vivo con una mujer”». Y luego soltaría el monólogo. En las novelas de ahora se hace mucho, y yo me lo copié. Puede que describiera alguna acción paralela, como descorchar una botella de
vino, distraídamente (ya sabe, como si en realidad la protagonista no estuviera allí y el hombre actuase igual que si estuviera solo), y catarlo. Y cuando lo catara, murmuraría algo técnico para sí mismo. Por ejemplo: «Tiene corcho». Y cuando ella le preguntase qué quería decir, el hombre le daría las explicaciones necesarias pero concisas para seguir el curso de la historia. —¿Nos vamos? —me dijo. Y yo contesté que lo que él dijera. Salimos a la calle y subimos al coche, que ahora diría que era blanco, pero no estoy segura del todo. Me senté a su lado, me abroché el cinturón. No lo había considerado alguien sexual hasta que vi cómo me miraba abrochármelo. Una curiosidad ancestral de ver mis gestos. Un constatar la diferencia. O quizá es que se sorprendía al ver cómo los de ciudad acatábamos las normas de circulación que ellos, espíritus libres, se saltaban a la torera. Detuvo el coche en un descampado lleno de grava. El asilo se llamaba Buen Reposo. Ya se veía que era el asilo donde llevaban a todos los viejos de la comarca. —Ya hemos llegado —dijo. (Matamala se habría reído. Lo dijo cuando ya había parado el coche). Cuando me desabroché el cinturón el hombre me tocó un pecho. Lo hizo como quien sopesa un melón, toscamente pero con conocimiento de causa. No supe qué hacer. No me he sabido negar nunca a los hombres. Yo no. No soy la mujer que puede elegir, la que decide. Siempre ha sido así. Solo gusto a un cierto tipo de hombres que buscan sexo depravado. Al tipo de hombre para el que es importante, sobre todo, el sexo, el agujero, y al que no le importa la cara (pero no porque tenga la cara fea, la tengo bonita, todo el mundo lo dice). Gusto al tipo de hombre que puede hacerlo con una muñeca hinchable, pero no al tipo de hombre que no puede hacerlo con una muñeca hinchable. No soy la mujer de los que quieren hablar o ir al teatro. No soy la mujer que tomaría el sol en el yate de un millonario, ni la que recibiría a sus invitados en biquini, claro. Me desabrochó y yo me quedé quieta. No sabía si sería oportuno darle un beso, ofrecerle la boca. Abrirla. Si eso se consideraría demasiado amistoso o si era lo que se esperaba de mí. Nunca he decidido. Soy servil en ese aspecto. No estoy orgullosa de serlo. Los hombres que lo hacen conmigo después me hablan de lo que ha pasado como si yo fuera un amigo o la persona que ha hecho posible (y
que no soy yo) que puedan comprobar qué tal es hacerlo conmigo. Me disocian. Están mis partes del cuerpo y yo. Al final me arrodillé como pude, porque no cabía, y le desabroché la bragueta. Y él se dejó hacer, no sé si sorprendido o no. En Exfumadora compulsiva hay un capítulo en el que Samantha tiene sexo con tres chicos en un taxi. Es uno de los capítulos más famosos, el que siempre leen en la radio cuando la entrevistan, porque al final los tres hombres descubren que es transexual y se avergüenzan mucho, pero ella también se avergüenza, se siente como si hubiese cometido una falta. La gente dice que es el capítulo más tierno del libro, que contrasta con todos los demás, tan frívolos. Pues, en realidad, el capítulo está, digamos, inspirado en mí. El taxi, los chicos, el recorrido... todo está basado en algo que me pasó en el aeropuerto de Barcelona, de regreso de París (de cuando me invitó Sánchez). Faltaban taxis y la cola de gente que esperaba era muy larga. Detrás de mí había tres extranjeros que iban juntos. No dudé de que fueran escoceses, pero ahora no sé por qué estaba tan segura de ello. Si es porque los oí hablar (porque no sería capaz de reconocer el idioma escocés) o porque me lo parecían por el aspecto. Cuando me tocó a mí, me preguntaron en inglés si quería compartir mi taxi con ellos, que ellos me lo pagarían. No es que yo sepa inglés, pero a veces Matamala, que es doctor en filología inglesa (él, de verdad), me da clases. Para reírnos un poco. Pues dije que vale, que compartíamos taxi (y pensé que, aunque pagasen ellos, igualmente me quedaría el recibo). Eran jóvenes y alegres, venían a divertirse, ya se veía. Por la manera de hablar, supuse que en el avión habían bebido (yo también). Uno se sentó delante, en el asiento del copiloto. Los otros dos, conmigo detrás. Con el taxista pactamos dónde teníamos que ir primero (y decidimos que sería a su hotel en la Rambla de Cataluña). Me pareció que me preguntaban cosas de la ciudad, pero en seguida —siempre con alegría de vivir, sin caras sombrías o amenazadoras— los dos de atrás empezaron a acariciarme los muslos y los pechos. Ya se lo he dicho, me parece, que tengo unos pechos tan grandes que todo el mundo, inconscientemente, se imagina que soy una mujer fácil. (Son unos pechos que ya serían exagerados si fuesen operados, lo sé porque los he comparado con los de Samantha). No lo piensan con malicia, ni siquiera saben que lo piensan. Y me manoseaban cada vez más y el de delante se giraba hacia nosotros y se reía. Pensé lo siguiente: ahora depende de mí que esto sea un juego entre adultos o una violación. Si me dejo hacer, si hago, será un juego entre adultos. Si fuera de ese tipo de mujeres, podría contárselo a una amiga: «Dos guiris y yo, tía, uno por cada lado, como en una peli porno». Y no habría sido mentira. Pero tampoco habría sido mentira que
según cómo me lo tomara habría sido una violación. Si me hubiese puesto a gritar, lo habría sido. ¿Y qué era lo que quería yo? ¿Qué era aquello que estaba pasando? Juro que no lo sé. No lo sabía. ¿Lo uno? ¿Lo otro? ¿Ellos tenían la conciencia de estar jugando, o existía alguna sombra de duda en sus acciones? ¿Se habrían sorprendido si yo hubiese gritado? ¿Qué era aquello que dependía de mí? No hice nada y cuando ellos se bajaron, ya en el hotel, yo también lo hice. No quería que el taxista me mirase riendo o pretendiera lo mismo. Él había visto que nos acabábamos de conocer. Pero cuando bajé, les vi el miedo en los ojos. El miedo de pensar que ahora quizá no se me podrían quitar de encima. Me apresuré, con mis acciones, a desmentirlo. Ya me iba, ya me iba, no tenían de qué preocuparse. Samantha se iba, no quería molestar, sufría por si los turistas se pensaban que habían hecho un mal negocio sobándola. Neptuno y yo nos bajamos del coche sin mirarnos y entramos en el asilo Buen Reposo. Él saludó a la recepcionista con una simpatía que también me pareció sexual. Seguro que trataba así a todas las mujeres. Las tomaba. Ya está. —Vengo a ver al abuelo —dijo. —Vale —contestó ella—. Está viendo la tele. Era un decir, porque el abuelo estaba en una silla de ruedas con la mirada perdida. Su nieto se acercó a grandes zancadas, chascó los dedos, se puso delante de su cara y se rio mucho, como quien quisiera llamar la atención de un niño. Luego empujó la silla hacia fuera, al jardín. Yo le seguí. La casa se notaba que era un chalé reconvertido, quizá vendido precipitadamente. Vi una barbacoa, de esas tan feas de piedra marrón, y un montón de sillas de plástico para tomar el fresco. —Aquí estaremos solos —dijo el hombre. El viejo se reía, pero no decía nada. De repente lo pensé. Tenía alzhéimer. Seguramente no podría decirme muchas cosas, ni me entendería, ni recordaría nada. —¿Tiene alzhéimer? —pregunté al hombre Rabell. Me había dicho su nombre de pila el día anterior y no lo recordaba (es Félix). Si tenía alzhéimer, no podría llenar cincuenta páginas si no le ponía mucha literatura, y yo me tenía que ir a
mediodía. —Sí y no —contestó él. Lo sentó delante del paisaje, que no era gran cosa. Quiero decir que se veían chalés y un poco de montaña. —Abuelo, esta chica quiere saber cosas de la guerra —le dijo. —De la guerra... —exclamó él. Vocalizaba muy poco. Si no le mirabas la cara, no entendías nada. Su boca parecía haber sufrido un expolio. —Montserrat —dijo. —Se cree que eres mi abuela —me explicó él—. Lo hace con todo el mundo. Se cree que has ido a la peluquería y que acabas de volver. Aquel viejo era uno que había matado a una mujer, de joven. Pero parecía venerable. A veces en televisión ves que han capturado a algún nazi que vivía en la Costa del Sol con un nombre falso. Lo ves esposado, caminando con dificultad, por los achaques. Y no puedes evitar pensar: pobre, por la edad que tiene ya podrían soltarlo. Hace tanto tiempo... —Pero no se acuerda de nada —dije yo. Lo dije con ganas de equivocarme. —Pero de eso sí que se acuerda —respondió él, muy divertido—. Lo cuenta siempre. Que lo contara siempre era como si no tuviera tanto valor. —¿Se lo pregunto? —No, espera, espera. Si se lo preguntas, no te lo dirá. Entonces el Neptuno dejó la mochila en el suelo. Dentro había un cilindro de piel de color morado con una cremallera arriba, que lo rodeaba. Lo abrió y sacó una botella de vino. La dejó en el suelo. Se sacó un sacacorchos del bolsillo. El sacacorchos de los camareros, tan bien pensado, el que tiene el tornillo y la navajita. El de dos tiempos. Cortó la cápsula con la navajita, metió el tornillo en el tapón (era zurdo, como yo y como Oriol Sánchez) y lo descorchó. Lo olió, lo
dejó en el suelo. Luego sacó dos copas de la mochila guardadas en otro cilindro. Dos copas limpias, grandes, finas. Eran copas de la marca que le gusta a Paco Matamala: Riedel. Las olió y las sacudió como quien toca una campana (pensé que olían a cerrado del armario y las aireaba). Las volvió a oler. Vertió vino en una de las copas, de la copa primera lo vertió en la segunda. Luego lo tiró al suelo y volvió a servir. Probó el vino. Le dio al hombre. —Ten, toma. El hombre cogió la copa con la mano temblorosa. Miró el vino. —Tiene algunos años este vino —dedujo. —Unos cuantos, pero tampoco tantos —concedió el otro—. ¿Cuántos? —Esto es... del... Ambos se divertían haciendo aquello. Lo olió, lo probó. Tragó. Vi cómo los ojos se le humedecían. —¿De qué año es este vino? El otro se rio y no dijo nada. —¿Del sesenta y seis, sesenta y cinco? —especuló. Y de repente ya no era un viejo con alzhéimer, era un experto, alguien con una obsesión, alguien que sabía lo que decía. Y siempre nos conmueve y nos impresiona la gente así. El Neptuno se rio. —¿Qué año es ahora? —le preguntó. —El setenta y cuatro. —O sea que tiene unos ocho años... —Unos ocho años... —Más o menos.
—¿Y qué es? —¿Que qué es? —¿Qué es? ¿Qué es? El viejo olió. —¿Cabernet y merlot? ¿Burdeos? —¿Te gusta? —¿Cómo quieres que no me guste? Es una maravilla. Pero sonó como «¿Cómo quiedezeomeujte? Ez una maavilla». Y entornó los ojos y dejó escapar un «aaah» de placer. Los dos bebieron en silencio. —Pero ¿qué es? —insistió el viejo. —Eso tienes que saberlo tú. Lo has hecho tú. El viejo lo miró. Los ojos azules, como de glaucoma, volvieron a humedecerse. —¿Esto lo he hecho yo? Incrédulo y fascinado. —Sí. —¿Yo? —Sí, sí, tú. El viejo puso la copa. Volvió a beber. Movía la cabeza como si no se lo pudiera creer. —Sí que soy bueno haciendo vino, pues. Y volvió a mover la cabeza.
—¿Lo ha hecho él de verdad? —le pregunté yo. El hombre se rio con espasmos de oso. Me mostró la botella. En la etiqueta ponía «SotLefriec 2004». —Si miras la añada... —me reprochó. —Yo qué sé... —me disculpé. Yo de vino no entendía, nunca me había llamado la atención, pero ahora, viendo toda la ceremonia, tan sencilla y tan pomposa, tan lógica y tan... (lo siento, no encuentro un adjetivo contrario a «lógica» que quede bien), y, sobre todo después de haber oído el sonido del líquido cayendo en la copa, pensé que debía de ser un vino memorable, que seguro que te transformaba. Hacía dos días que no probaba el alcohol, por primera vez en tres años. En los últimos tres años había estado como mucho un día sin beber después de una gran borrachera. Me encontraba bien, no tenía síndrome de abstinencia, excepto, quizá, un dolor de cabeza tenaz. Pero nada ocupaba el espacio del alcohol. El bar, los cacahuetes, el maíz, las patatas fritas con tabasco y el primer negroni de la tarde oscura allí dentro. Pero ahora viendo a aquellos dos hombres con las copas me sentía capaz de no beber. Si lo probara, no podría probar solo un sorbo, eso seguro. Bebería sin saborear, no como ellos. Bebería de golpe, pensando en la segunda copa. Tendería la copa vacía ya sin ninguna dignidad. Con la impaciencia de los niños. Si lo hacía, todo me daría igual y me desataría. Pero podía no empezar a beber sin sufrir. —¿Quieres? —me dijo el hombre—. Es un gran vino. Pero ya comprendí que no le hacía gracia que una profana como yo bebiera aquello. —Estoy dejando de beber —le contesté. Me miró. Me creyó al instante. —Pero me apetecería mucho tomar una... —añadí. Ya le he dicho que no me había interesado nunca mucho el vino (Matamala siempre me lo reprocha), pero en aquel instante habría bebido incluso lambrusco.
—No podría ser una, si eres alcohólica. —No soy alcohólica. Tengo cirrosis. —¿Este vino lo he hecho yo? —volvió a preguntar el viejo. —Sí —dijo el otro. Y me miró a mí—: Cada mes le meto una trola, al pobre. Como se cree que vive en los años setenta... Mira qué feliz es. Le digo que lo ha hecho él y se lo traga. Como tampoco sabe la edad que tiene, ni en qué año vive, ni si el año pasado hizo un verano cálido o si llovió... Y ahora ya se va a poner a hablar. —¿Él no hacía buen vino? —Él trabajaba para los Batet. Hacía mierda pura. Uva para vender a los Batet, cuanta más mejor, ellos lo compran todo. Pero de eso no se acuerda. Ahora, cuando llevemos media botella, te contará lo de la mujer esa. Le sabe tan mal... —¿Sí? —Lo cuenta siempre. No cuenta nada más. Al cabo de la media botella el viejo empezó a hablar. Me contó cómo había matado a la mujer, pero también qué tipo de mujer era, y cómo era su marido, y cómo era la niña, y cómo le había ido el embarazo, y dónde solían ir a comprar y dónde solían ir a pasear los domingos. Apunté, grabé, pero no con la dejadez y profesionalidad de siempre. Lo hice como si aquello fuera mío, e importante, y digno. Olí la copa del viejo, la probé y escupí. Una tentación más. Era posible no beberse aquel gran vino. Quizá era más posible no beberse un gran vino que un vino malo. Aquella noche, en Barcelona, una vez que hube metido a la niña en la cama (lloró cuando su padre me la devolvió, porque quería irse con él «y con aquella chica»), transcribí lo que me había dicho el viejo. No lo transcribí como se lo voy a contar a usted, por supuesto. Lo hice más sintético. No me tome por una romántica. Al día siguiente llamé a Sánchez y le dije que en dos días tendría el trabajo escrito. Que preparase la pasta (que ya lo sabe: es toda para usted).
17
El escritor Mateo Garín acababa de publicar una novela erótica que había ganado un premio convocado por el ayuntamiento de una ciudad mediana y valenciana que ahora no recuerdo. Y aquel día presentaba la novela en la librería La Casona de las Letras, de Gerona, y tenía una cita con una lectora, Judit Guitart, que le había enviado un email. «irado señor, soy la nieta de una mujer enterrada en una fosa común durante la Guerra Civil. Una de tantas tumbas sin nombre en las cunetas de los caminos de nuestra geografía. No es que la historia de mi abuela sea diferente de la de otros, tantos otros, pero es la de mi abuela. Si me atrevo a escribirle, es porque quizá su talento literario podría hacer que mi abuela saliese del pozo del olvido». Con esto supongo que se ha situado, pero por si acaso, piense que estamos en Gerona, un viernes por la noche, unos días después de la llamada de Judit Guitart a su tía. Después de la conferencia sobre la memoria histórica y el huevo a la consejera. No le copiaré toda la carta, era más larga y terminaba diciendo que dar a conocer la historia de su abuela a las futuras generaciones había sido desde siempre el objetivo de su vida. Mateo Garín, ya lo habrá imaginado usted, porque seguramente su nombre no le suena de nada, no pertenecía al grupo de ocho escritores que Judit Guitart eligió en primer lugar. Sí que era mayor de cuarenta años, sí que era de sexo masculino, sí que había publicado una novela histórica, pero no era famoso. Él formaba parte de otro grupo al que escribió Judit Guitart, tras ver que, una semana después de haber enviado el primer email, nadie le había contestado. Mateo Garín fue el único del segundo grupo (escritores de más de cuarenta años, sexo masculino, autores de una novela histórica, poco conocidos o desconocidos) que le contestó. De manera que, antes de dirigirse a la librería de Gerona tuvo que resignarse a enviar otro email a un tercer grupo, en el que se eliminaba la característica «ser de sexo masculino». Mateo Garín se imaginó a una chica joven, de esas que se recogen el pelo sin mirar, con una goma que misteriosamente les aparece en la mano. La forzó a ir hasta Gerona, a la librería La Casona de las Letras, donde presentaba el libro. No, no podía quedar en Barcelona a pesar de que sí, sí, efectivamente vivía allí,
como ella, sí. Estaba escribiendo, precisamente, y cuando escribía «se encerraba» y no estaba para nadie. Si ella quería verlo, tenía que ir a la librería La Casona de las Letras, donde presentaba su último libro. Las presentaciones eran lo único que lo hacía salir de casa. Cuando tenía una presentación se daba fiesta, pero esta era la única excepción que se permitía (esta y su hijo Kike, cuando le tocaba). El resto de días era un ermitaño. Es que era la única manera de escribir sin interferencias. La librería tenía dos plantas y en la de arriba, el desván (con vigas de madera recuperadas), estaba la sala de actos, con un montón de sillas plegables recién colocadas y una mesa con dos micrófonos. El número de sillas plegables, por lo que se vio después, era tétricamente optimista. Había dos señoras sentadas en la última fila, que ya se veía que estaban allí por casualidad. La librera intentaba convencer a los clientes de que se quedasen a la charla. —Pilar, ¿no te quedas? —le preguntó a una mujer de pelo corto y sandalias marrones de fraile, que llevaba una flauta dulce en la mochila. —No puedo, ya tuve que hacer de todo para venir ayer... Mateo Garín compuso una sonrisa abrumada, pero si alguien le hubiese podido arrancar aquella sonrisa, como la capa de plástico protector de la pantalla de un teléfono móvil recién estrenado, habría visto que debajo, en realidad, había una sonrisa de rabia. El día anterior, pues, había habido un acto. En una ciudad pequeña como Gerona la librería más importante, la de referencia, hacía dos presentaciones en dos días seguidos. La gente no salía de casa dos días seguidos a las ocho de la tarde. Y, claro, aquello perjudicaba al acto que se hacía en segundo lugar, que era el de él. —Es que ayer vino Blanca Arimon —se excusó la librera. Blanca Arimon. Mateo Garín la conocía bien: era una escritora mediática. Todo el mundo estaba dispuesto a comprar sus libros, que, a su parecer, eran novelas rosas. (Mateo Garín le había hecho una crítica sangrante en el suplemento de libros del periódico Adelante donde la acusaba de «cursi»). —Hombre, pues a lo mejor igual se trata de que no pongamos las presentaciones tan seguidas —replicó con la sonrisa. Era maestro en excedencia y siempre hablaba en plural cuando reñía a alguien (o le daba órdenes).
—Es que tenemos un calendario muy ajustado —se excusó la librera. —O eso o, para variar, colocar al autor literario el día antes que a la autora mediática. La librera arrugó la nariz. Aquel hombrecillo que parecía un enano no tenía que decirle cómo hacer las cosas. —Blanca Arimon también es literaria, Mateo, ¿no te parece? Como tú, Mateo, como tú... A esta librería solo vienen autores literarios... También estaba enfadada, también era maestra en excedencia y también usó un tono pretendidamente pedagógico. Él contestó con un gesto que venía a decir: «Me reservo mi opinión». Abrió mucho los ojos y torció el cuello, pero, en cambio, dejó la boca totalmente flácida y relajada. Cuando aquella noche, en la cama del hotel, hablase con Judit Guitart, diría que con los libreros había que hacer pedagogía, porque ellos lo que querían era vender libros —que estaba muy bien, alto, él no lo criticaba—, pero que de vez en cuando se les tenía que dar un toque de atención. La librera, en cambio, aquella noche, en la cama con su mujer, se quejaría de que Mateo Garín iba de «literario», cuando había escrito una novelita erótica intrascendente, solo para ganar el millón de pesetas (ella siempre contaría en pesetas) del premio. Judit Guitart hacía rato que estaba allí revolviendo entre las estanterías de libros. Se acercó a la caja. Hurgó en su bolso hasta que sacó un monedero grande de color morado. —Si se quiere quedar a la charla... —le ofreció la librera—. Es un premio de literatura erótica. —Sí, sí, ya venía para eso —dijo ella. Leyó el título del libro en el cartel colgado en el corcho y pidió al cielo que no fuese un juego de palabras (pero el cielo no la escuchó). —El autor es él —la informó, pues, la librera. Judit lo miró y sonrió. No había estado nunca tan cerca de un escritor. En la foto
de la Asociación de Escritores no se apreciaba que era calvo, porque llevaba una boina. Y también se lo había imaginado más alto. —Hola, soy la pesada del email. Mateo Garín también sonrió. Le gustó que lo dijera delante de la librera. Le gustó que la librera comprobase que tenía una fan. —Ah, sí. Tú eres... ¿Judit? Hizo como que no recordaba el apellido. —Guitart. —Mateo Garín. Se dieron dos besos. —Que te digo una cosa —le dijo a la librera—. Si solo ha venido ella, podemos suspender el acto y le doy la charla en un bar. O sea... Quiso demostrar que se tomaba la situación con sentido del humor. —No, que también hay dos señoras arriba —dijo la librera—. Y además hemos preparado un vinito para después... —Era ironía —murmuró él—, era ironía... —Y miró a Judit Guitart con dolida complicidad. Parece mentira, le estaba diciendo con los ojos, que no haya captado que estoy bromeando. Pero añadió—: De todas maneras, si esta señorita se queda me comprometo a invitarla a un café en el bar cuando acabemos. —E hizo una pausa con los ojos chispeantes—. Si no tiene planes mejores, claro. A lo mejor en Mollerussa hay una charla de Arimon y prefiere ir allí... Ella se rio para no comprometerse. Él, ya se veía, había usado Mollerussa de la Roca como sinónimo de lugar exótico, perdido y remoto. —Ya ves... —dijo finalmente. Era lo que siempre decía cuando no sabía qué decir. A Judit le habría gustado más conocer a un autor triunfador. Alguien que tuviera
éxito y que aun así le hubiese contestado el email. Alguien como Paul Auster. Alguien que hubiese reunido a una multitud de lectores allí en la librería La Casona de las Letras, pero que después fuese a tomar una copa con ella y solo con ella. Alguien a quien todo el mundo conociera, aunque no lo hubiese leído. —¿Qué te compras? —dijo él. —Ah —ella sonrió con vergüenza—. Una autora que me ha llamado la atención... El libro era de Blanca Arimon. Dos mujeres. —Ah. Muy bien, muy bien... —respondió Garín con la misma iración que si hubiese visto una caca en una vitrina del Museo Nacional de Arte de Cataluña. —Quería saber de qué iba... —se excusó ella al verle la cara. —Se lee muy rápido, eso seguro. Ella lo dejó sobre el mostrador como si se lo quitara de encima. En la cubierta había una foto en color sepia de la cara de una chica rubia con las cejas depiladas y expresión de eternidad. Se tapaba el cuello con un jersey o una bufanda, no se apreciaba bien. El texto de la solapa era de la misma autora. Contaba que había encontrado unos papeles en la casa solariega donde veraneaba y que esos papeles le habían abierto todo un mundo. «Clara, una campesina que vivió hace cien años, casada a la fuerza, escribe sus impresiones mientras lleva las ovejas a los pastos. Esos papeles serán encontrados por Blanca, una mujer de nuestros días, profesional de los medios de comunicación, que tiene en común con la otra más de lo que ella estaría dispuesta a itir». Dentro, una cita en inglés, pero no de una novela, sino de una serie de televisión sobre tres mujeres divorciadas. Esto le gustó a Guitart. Le pareció que era más original y que también decía mucho de la novelista. Poner un fragmento de una serie no demasiado buena —pero precisamente por eso, de culto— hacía que la autora pareciera contracultural, alguien que se reía de sí misma. El fragmento no decía nada especial, y, por eso mismo, se elevaba a categoría de símbolo. «Estoy muy cansada y solo son las diez de la mañana». En la misma página también había una advertencia. Que el papel utilizado para la impresión del libro se había fabricado a partir de madera procedente de
bosques y plantaciones gestionados con los estándares ambientales más altos y que Greenpeace acreditaba que el libro era «amigo de los bosques». Mateo Garín cogió el libro amigo de los bosques y lo abrió al azar. Movió la cabeza con el gesto de un forense que acaba de encontrar un pelo delator sobre el cadáver descuartizado. —¿Y me lo recomiendas, este último libro que has publicado? ¿Por cuál tendría que empezar a leerte? —le preguntó Judit Guitart para cambiar de tema. Al oírla se sintió abatido. Había pensado que esa mujer le había escrito porque lo iraba. Pero no. Ya se veía que era una friqui. La piel del plátano era su séptimo libro. —Hombre... No sé qué decirte... —Uno, el que te parezca que te ha quedado mejor. El que trata de Gaudí, para hacerme una idea de... ¿Lo tendrán aquí? —Supongo. —Y miró a la librera—. Su... pongo... —Aquí arriba los tenemos a la venta —dijo ella. —No, no. No digo La piel del plátano, digo El loco del tranvía —le aclaró él—. Se lo quiero regalar yo. —Allí en la estantería de autores catalanes... Mateo Garín arrugó el entrecejo. —¿Si no estoy en la estantería de autores catalanes, significa que no estoy? —El tono, esta vez, fue de actor de teatro infantil. De alguien que quiere remarcar una cosa evidente. «¿Si como chocolate, me dolerá la tripaaa?». Los tres avanzaron en fila, llenos de malos presagios, hacia la estantería de autores catalanes. —Yo no lo he encontrado antes... —murmuró él—. Pero a lo mejor no lo he buscado bien, soy un despistado.
Mateo Garín siempre se veía en la obligación de ir diciendo a todo el mundo que era un despistado. En realidad era una manera de aparentar que era sabio. No era en absoluto un despistado, porque era muy puntilloso, se podía decir que no olvidaba los agravios. Era poco detallista y tacaño, pero no era despistado. —Nnnn... no. No estás. Es que ayer vendí un ejemplar que me quedaba de... Desafortunadamente, no recordaba ningún título suyo. —Y hoy que —la interrumpió él—, por ejemplo, esta amable dama quería llevarse uno, no hay ninguno... Volvió a mirar a Judit. Dijo «amable dama» para ser irónico. Lo hacía a menudo, lo de hablar con palabras arcaicas. Con los ojos quería expresarle toda la injusticia que el mundo de los libreros concentraba hacia su persona. Qué diferente lo trataban en Croacia, por ejemplo, donde le habían traducido recientemente un fragmento de un capítulo de El loco del tranvía para una revista literaria. Allí sí que amaban la literatura. Allí sí que lo valoraban. Lo habían invitado a hacer una lectura del fragmento con todos los gastos pagados. —Que no es solo por mí... Porque yo el libro este, como quien dice, ya lo he cobrado. También es por vosotros. Eres tú la que pierde una venta. —Ahora, cuando termine la charla, miraré en el almacén, que seguro que queda alguno. Si quieres, nos vamos ya para arriba y pensamos qué hacemos. Si suspendemos o no. —De repente ya no sentía que fuera culpa suya que no hubiese venido nadie—. Porque con la publicidad que hemos hecho, quien quería venir ya sabía que venías. Hace un mes que están los carteles en el tablón de anuncios, de manera q... Empezó a subir la escalera, que era de metacrilato, y Mateo Garín pensó que cualquiera que se pusiera debajo le podría ver las bragas. Esto hizo que, por decirlo como en su libro, «notara un bulto en la entrepierna». No podía evitar que le excitasen las mujeres que le reñían. Las dos señoras ya estaban sentadas. La librera llamó al dependiente y le hizo un gesto, para que también se sentara. Judit Guitart escogió la primera fila. —Bien, pues, bienvenidas a la presentación del libro de Mateo Garín, que ya sabéis que se llama La piel del plátano (ahora nos contará exactamente el porqué
de este título)... Mateo Garín nació en Barcelona el año mil novecientos cincuenta y siete... —Cincuenta y seis... —la corrigió él con una sonrisa penosa, como si estuviera muy acostumbrado a que todo el mundo se equivocara con datos fundamentales de su biografía—. En la Wikipedia está equivocado. —Ah, perdón. Ya te quitaba años... Él no dijo nada. Judit sonreía entregada. —Y este es su séptimo libro. Ha publicado... A ver si lo digo bien... Ha publicado, entre otros, Ojos profundos, demasiado salvajes, premio Librería Letras Vivas (que es el premio que convoca la librería Letras Vivas, de Barcelona, que, evidentemente, tiene más presupuesto que nosotros) y que tuvo gran éxito de crítica y público. Se notaba que estaba leyendo frases que había sacado de internet, y que eran el texto de la contracubierta. No era cierto, lo del éxito. —... El segundo libro supuso un cambio de registro en su trayectoria. Un cadáver incómodo, una novela truculenta y trepidante sobre un asesinato en la frontera de Andorra, que ganó el premio de novela policiaca Ciudad de Andorra. El tercero fue una novela histórica. Quedó finalista del premio Librería Letras Vivas, que ya había ganado con el primer libro. Se llama, como ya sabréis, El loco del tranvía, y es una biografía novelada de un conocido personaje de nuestra historia. No sabía de qué personaje se trataba. —Y bien, pues hoy nos presenta su último libro... Que es erótico. Y que ha ganado, como sabéis, un premio de literatura erótica. El premio El Gran Masturbador. Como veis, es un autor multipremiado, que ha cultivado muchos géneros, de modo que a lo mejor, no sé, será interesante preguntarle en cuál se siente más cómodo y si piensa presentarse a algún premio más, pero más importante, porque la proyec... Él la interrumpió. —Lo de importante o no importante supongo que no lo determina el valor
económico del premio, porque si no, estamos apañados... Judit asintió con la cabeza, para que viera que le daba la razón. Ahora probablemente irían a cenar. Era feo y pequeñito, pero, en cambio, era escritor. Ousmane no podía mantener ninguna conversación cultivada y el parricida, solo si le pagaban el teléfono. Mateo Garín, Ousmane Diouf y el parricida formaban, juntos, el hombre ideal de Judit Guitart. Cuando hacía diez minutos que Mateo Garín explicaba, en tono monótono, que aquella novela era en realidad un divertimento, una de las señoras del público dio una cabezada (hacía rato que escuchaba con los ojos cerrados). La otra reía abandonada cada vez que él decía alguna palabra demasiado cruda, pero en un momento dado declaró que se tenía que ir, se levantó sin ningún miramiento y se marchó tan deprisa que probablemente perdió el zapato en la escalera. La otra, entonces, entreabrió los ojos, se incorporó y también se fue. La librera abandonó la mesa y se sentó en un extremo de la primera fila. —Señora, no se preocupe y váyase —farfulló él. Y expulsó cinco bocanadas de aire, como si se riera sin ganas, como un perro. Siempre lo hacía. Y dirigiéndose a la librera—: Si no te importa, lo dejamos, Rosa. Y el vino o el cava o lo que tengas lo guardas por si vuelve a venir Blanca Arimon, o sea... La librera cogió uno de los libros de la montaña que habían dispuesto en la mesita, para vender (y que también era tétricamente optimista), para que se lo firmara. Arqueó una ceja mirando al dependiente y este, sin decir nada, se levantó y también se puso en la cola, ahora de tres personas, encabezada por Judit Guitart. —¿Me lo firmas? —le pidió ella. —Por supuesto. Garín sacó la pluma Montblanc. Se adivinaba que era un hombre ritual que siempre llevaba aquella pluma para las firmas, siempre con la esperanza de que las cosas irían bien. Pero le ocurría como a los actores de teatro con poco éxito, que ensayan saludos complicados y largos (ahora tú te vas, ahora tú vuelves, ahora hacemos ver que tropezamos, ahora alargamos el brazo hacia el técnico de luces) que el día del estreno no pueden culminar, porque el público ya se va y no aplaudirá más. Le hizo un dibujo historiado que representaba a un hombre que llevaba un ramo de flores. Seguro que había practicado en casa. La librera y el
dependiente esperaban su turno, detrás. Era una cola disciplinada. —Pero de tomar una copita conmigo no te escapas. Que lo sepas, pequeñaja —le dijo él. Que la llamara «pequeñaja» le hizo sentir una llamarada de placer. Lo miró. Tenía lana en el cogote, pero estaba calvo de la parte de arriba del cráneo y, en cambio, la barba y el bigote eran espesos. Era alguien, ya se veía, que engordaba y adelgazaba varias veces al año. Los labios eran carnosos, pero también muy rojos. La ropa que llevaba era barata. Una camisa de cuadros verdes y amarillos, con algún zurcido en el codo (era una camisa que le gustaba, ya se veía, y vete a saber si se la daba a su madre de vez en cuando para que se la remendara). Unos pantalones de piel de melocotón azules y unos zapatos pequeñitos de cordones, con arrugas en los sitios donde hacían el juego. Se los había embetunado para venir. Y que la llamara «pequeñaja» también le hizo imaginar que haciendo el amor debía de comportarse como un escritor. Debía de decir palabras bonitas. Debía de fijarse mucho en cada detalle de cada mujer. Antes de que empezara la charla, había estado hojeando el libro erótico. El personaje masculino, que debía de ser un álter ego de él, porque el libro estaba escrito en primera persona, era un hombrecillo incapaz de seducir a la protagonista, que era alta, inteligente y atractiva. El protagonista tenía que enfrentarse dialécticamente con machos de viriles descomunales y de poca cultura, todos ellos tatuados, que la pretendían. La descripción de la mujer te hacía pensar —eso le pareció a Judit— en Diane Keaton, con traje de hombre y sombrero. Ya se notaba que él se consideraba a sí mismo un intelectual divertido, del estilo de Woody Allen. Salieron de la librería y fueron a cenar a un restaurante con mesas de mármol sin mantel, especializado en quesos y ensaladas servidas en boles transparentes. La ensalada de la casa se llamaba «Marga» (seguro que el nombre de la dueña) y llevaba nueces, apio, endibias y salsa de roquefort. Había otra (para que se haga una idea) que estaba coronada por un trozo de queso de cabra (de ese de rulo) calentado en el microondas. El vino lo servían en botellitas de vidrio de medio litro y no era, naturalmente, de ninguna marca conocida. En las tablas de quesos ponían mermelada de violetas y de tomate. Los postres eran porciones de pasteles y tenían nombres como «Pecado de chocolate» o «Vicio de almendras». Ellos dos eran los más viejos del local, repleto de jóvenes que, por la ropa que llevaban, o bien eran fervientes partidarios de la ocupación pacífica de edificios
vacíos o bien hijos del propietario de una fábrica de pijamas. —Pues tú dirás —dijo Mateo Garín al tiempo que le cogía la mano. Y ella se arrancó. Dijo que le parecía que la historia de su abuela era digna de ser contada. Tenía sus cartas, redacciones escolares y fotografías (las que le había enviado escaneadas solo eran una pequeña muestra). Él adoptó la actitud de quien recibe constantemente propuestas de este tipo por parte de las lectoras. Ella tenía los ojos llenos de lágrimas. —No acostumbro a aceptar encargos, ya te lo advierto, ¿eh, pequeñaja? —dijo —. Piensa que si tuviera que escribir todo lo que me piden que escriba... —Sí, sí, ya me lo imagino. Y se afanó en explicarle que no, que no, que solo era algo que creía que podía resultarle interesante a un escritor y que, de hecho, se le había pasado por la cabeza escribirlo ella misma. Él, entonces, tensó el cuerpo, tan minúsculo. Le advirtió que no todo el mundo puede escribir aunque tenga una historia. Fue tan agresivo que Judit empezó a reconsiderar lo de irse a la cama con él. Pero terminaron yendo al hotel. Ella llamó a su hija, que se quedaba a dormir en casa de Mar Palau, una niña de la clase, le dijo: «Mami volverá mañana», le preguntó qué había cenado, le recordó que antes de irse a la cama tenía que hacer pipí, sobre todo, para que no se le escapase en la camita de princesa de Mar, y le envió «besos voladores». Él llamó a su hijo, que estaba con mamá y el amigo de mamá, y sí, ya había hecho los deberes, y no, no se lo había comido todo, porque la cena que había hecho el amigo de mamá no estaba buena. Quizá a usted le parece ridículo, pero es porque no tiene hijos, lo digo en descargo de los dos. Yo no he dejado nunca a mi niña por ningún hombre, no he dormido nunca sin ella. Queriendo, quiero decir («queriendo, quiero», acabo de escribir). Me refiero a que solo lo he hecho cuando me lo ha ordenado el juez. A él le hacía ilusión llevarse a una fan (en cierto modo era lo que más se le parecía) a un hotel pagado por su editorial, como debían de hacer, con absoluta normalidad, los autores de best sellers cuando iban de gira (había pedido insistentemente un hotel a las de la editorial, dijo que no pensaba volver a Barcelona de noche después de una charla y de pasarse una hora firmando, y al final, por no oírlo, aceptaron, pero le pidieron que adelantara él el dinero, que ya harían cuentas).
Al principio, Judit pensó que era muy considerado por parte de él no llegar demasiado deprisa al orgasmo (Ousmane era, por decirlo en palabras suyas, «un egoísta que llegaba en un minuto y que nunca se preocupaba por la mujer»), pero al cabo de casi una hora en la cama se sentía agotada y desconcertada de tanto cabalgar. No sabía cuánto podría durar aquello, porque él todo el tiempo emitía señales equívocas. De golpe gemía mucho como si estuviera a punto y ella se concentraba en lo que le parecía que debía ser el último esfuerzo, venga, deprisa, deprisa, deprisa y acabamos, pero ¿cuánto rato quedaba? Y al cabo de tres minutos de aquel ritmo frenético y puede que estéril ya no tenía la menor idea de si faltaba mucho, de si estaban a punto de llegar, de si él quería acabar o de si no lo conseguiría jamás. Estaba echado boca arriba y hacía una hora, una hora terrible, que Judit se encajaba encima. Notaba el sudor en los pliegues de las piernas y cada vez que él quería cambiar de postura (ahora de cara, ahora de espaldas) ella obedecía con la cara de placer estereotipada de una prostituta veterana. ¿Ahora quieres esto? Pues esto, todo sea por ver si acabas. Pero no acababa. Y al final se le ocurrió empezar a fingir orgasmos para poder descansar. Uno, dos, tres. De repente era multiorgásmica y simulaba que estaba medio desmayada de placer y no volvía en sí. Mateo Garín, pues, se masturbó (y tardó por lo menos media hora más). Ella fingió que se dormía, por si él quería empezar otra vez, pero no durmió en toda la noche, escocida y aturdida, añorando su cama, su casa, la niña. Él sí que se durmió, pero a las seis se despertó porque no se había acordado de cerrar las cortinas y entraba mucha luz. Se puso a tomar notas en la libreta que había sobre el escritorio. Ella acababa de coger el sueño, pero el ruido la desveló. No hicieron ningún comentario de lo que había ocurrido la noche anterior. —Así que ¿qué vas a hacer con los papeles que te he dado? —le preguntó ella cuando se hubieron vestido—. Es que si a ti no te interesan... —Es que las cosas no se hacen así, o sea... —la regañó él—. Un escritor no es una tele, que se puede encender o apagar, no puedes decir: «Ahora escríbeme esto, ahora esto otro»... Me lo tengo que pensar. —Sí, ya lo sé —dijo ella—. Es solamente que si tú no lo quieres igual se lo doy a... —Ah, si se lo quieres dar a otro... —se quejó él, ofendido. No sabía que ya lo había hecho.
18
—A ver, la víctima que tenemos es la que tenemos —me dijo Oriol Sánchez. Habíamos quedado en un restaurante japonés donde íbamos de vez en cuando, el Takumi, para comer en un plis (palabras suyas) y hablar de mi informe. Yo dije que sí. No le entendía. —La consejera leyó la entrevista de Soriguer y le hizo gracia. A ver, gracia... Le dio pena, la nieta esta... —Judit Guitart. —Judit Guitart. Pero resulta que la hija de puta de Soriguer escribió cosas inexactas. Pasa siempre en las entrevistas de la zorra esta. —Sí, yo ya lo vi en seguida, pensaba que tú también. —¡Hombre! No sabía que el marido no estuvo en la guerra, por ejemplo. No sabía que la puta de Soriguer se inventaría un detalle así. —Seguro que no se lo inventó. Es tonta. —Total. Que nos has hecho una putada, porque queríamos una cosa más neutra. Ahora me parece increíble que en aquel momento yo no dijera nada, que aceptase que yo les había hecho una putada. Reacciono tarde, acepto la culpa. Abrió la carpeta. —Por lo que dices, a esta mujer la mató un republicano. Y en la entrevista, esto no... Porque si no... Entendí lo que quería. —Y preferiríais que fuese facha.
—Preferiríamos que no se acabara de saber. Ya sé que los hechos son los hechos y tú tampoco tienes por qué... Es que no hemos tenido tiempo de nada, pero... Preferiríamos que fuese facha, sí. Hacerle un homenaje a una mujer enterrada en una cuneta y que la hayan matado los republicanos... Yo le había pedido que no nos viésemos en el bar de vinos donde él solía ir a tomar Coca-Cola y, a propósito, para no sentir deseos de beber, había elegido un lugar poco tentador: un japonés. Me cuesta más no beber si como steak tartar o solomillo que si como sushi. En la carta había cuatro vinos terribles (todavía no estaba tan desesperada para desearlos, pero todo llegaría), dos blancos y dos tintos. —Ahora me encuentro que Adams tiene que recibir tu texto y a él no le puedo pedir que... porque lo pongo en evidencia y porque no estoy seguro de que él... Estoy atado de pies y manos, Magdalena; Soriguer y Guitart nos la jugaron. Me cogió la mano. Me sorprendió el gesto. —¿Qué quieres que cambie? —le pregunté—. ¿Quieres que la hayan matado los fachas? —No, no. Inventárselo no, es muy peligroso. —Y lo dijo en tono de reprimenda —. Pero sí dejarlo más ambiguo, más abierto. Que sea confuso saber quién dispara. ¿Se podría? Y que Adams haga toda una teorización del hecho de que podrían haber sido unos u otros... ¿Se podría? —Supongo. El que la mató tiene alzhéimer. —¡Alzhéimer! ¡Cojonudo! —dijo. Y me hizo reír aquel entusiasmo triunfal—. ¿El sushi se coge con las manos o con los palillos? —me preguntó—. No me acuerdo nunca. —Con las manos, el sushi. Mojó una pieza de sushi de atún en la salsa. —¿Te acuerdas de aquel espía ruso que envenenaron en un japonés? —Litvinenko —dije yo. (Litvinenko, Priklopil, Amstetten).
—Eso. Pobre tío... —Sí, pobre. No sé si tenía hijos. Yo siempre pensando en los hijos huérfanos. —Y también me pide la consejera que lo de la manera de morir... Mejor que no contemos nada muy escabroso. Lo tiene que poder leer todo el mundo. Será material didáctico para las escuelas. La mató porque pasaba por allí o porque el que la mató se quería casar con ella. Habíamos pensado algo así. Que la pretendía y que ella no lo quería. Una historia de tantas de la guerra. —Vale. —Y la última. —Joder... —Que no la hayan matado donde la mataron. Son unas viñas judías. Hacen cava kosher, mirando a La Meca y todo el rollo y... Me reí y él también cuando se dio cuenta del lapsus. Siempre me acababa haciendo reír. Supongo que es por eso por lo que le gusta tanto a todas las mujeres. —Bueno, ya me entiendes. Dice Batet que el rabino se le ha quejado. Que si ponemos el monumento en las viñas kosher, le jodemos el negocio, porque se ve que solo puede embotellar uno que sea judío y no lo puede ver nadie o el cava se vuelve impuro. Y le da miedo que si hay excursiones, siempre habrá alguien que entrará, querrá hacerse una foto... Pensé en Cati Rodés entrando en la barraquita de embotellar y en el rabino tan rabioso. Rabino rabioso. Si me descuido parezco uno de esos poetas que hacen juegos de palabras. —¿Y por qué no cambiáis de muerta? —Porque ya tenemos el monumento hecho con el nombre y todo, que nos ha costado una pasta. A la nieta le diremos que hubo un error, que no fue donde cree que fue. Hostia, tienes que ser discreta, ¿eh?
—No te preocupes. —A Batet le haría ilusión que el monumento lo plantásemos en unas viñas que tiene él, de cava. Que ya hay un sitio allí para aparcar los autocares. Para las visitas a las cavas. Monumento y visita a las cavas, un pack. «Viñas de cava». Sonreí, pero me dio pereza, y una cierta vergüenza, también, corregirlo. Entonces, sí, por sorpresa, pensé en las burbujas del cava y sentí una punzada intensa. Lo que daría por una botella de burbujas para mí sola. —Me lo harás, ¿confío en ti? Habría podido contestar: «Me juego mucho en esto», o habría podido decir: «No, no tengo ganas de una cosa así», pero dije: —Vale, no te preocupes. Voy este sábado. El fin de semana sin niña. —Hombre... ¿No me lo puedes hacer en un día o dos? —maulló—. Esto en un día te lo pelas. Vas y vuelves mañana mismo. Es que le tenemos que pasar los papeles a Adams. —No, no. Es que estoy haciendo la biografía de Chus Soriguer. La tengo que acompañar a la tele en taxi y entrevistarla durante el viaje. Ya voy mal de tiempo por culpa vuestra. No era mentira, pero tampoco era cierto del todo. Con ella había quedado el jueves. Me miró. —¿Quieres ir a tomar una copa al bar del Ritz? Era el bar del hotel donde habíamos ido la primera vez y donde, como ya sabe, trabaja el padre de la niña por las noches. —No, no puedo beber. Aquellos gin-tonics en vaso grande, con pepino dentro —ahora todo el mundo le
pone— y ramas de romero para remover, quince euros cada uno, bol de chips de verduras y pianista incluidos en el precio. —¿Quieres ir al Ritz directamente sin tomar una copa? ¿A echar una siesta? ¿A qué hora recoges a la niña del colegio? ¿A las cuatro y media? ¿Te dejo en la puerta a las cuatro? En el coche no nos dijimos nada. Y una vez en la habitación, sin alcohol por mi parte, tuvimos una sesión de sexo demasiado lúcida y aturullada. Hice lo que se esperaba de mí. Soy un gusano.
19
Judit Guitart volvió a casa cuando ya eran las once de la mañana y lo primero que hizo, después de dejar el ejemplar de La piel del plátano en la mesita baja del sofá, fue mirar el correo electrónico. Notó una sacudida, como si unos hilos de marioneta la estiraran por la nuca, las orejas y los hombros: estaba lleno de respuestas de escritoras. Qué diferentes eran las mujeres de los hombres. Al menos las mujeres te contestaban. Las mujeres tenían inteligencia emocional. No costaba tanto. No las leyó, todavía. Mientras se desnudaba (quería ducharse y ponerse crema vaginal), llamó a la madre de Mar Palau y le dijo que ahora iba, que gracias por haberse quedado a Aminata a dormir. —¡No hay ninguna prisa! —chilló la otra—. En estos precisos momentos me tienen secuestrada y atada. ¡Mar es un indio, Aminata un lobo y yo el malvado cazador! Era una de esas madres hiperactivas y de voz ronca que, sin ser conscientes, adoran a los niños de otras razas y siempre recuerdan los nombres de todos los compañeros de clase del suyo. Una madre de esas que se ponen ropa de verano antes que los demás, que son felices yendo de vacaciones con sus cuñados, con los que se llevan tan bien, y que por las noches, en la casa que alquilan año tras año, son las que preparan los quince huevos fritos necesarios mientras consiguen que los pequeños pongan la mesa a los pequeños a base de juegos y canciones. —Muchas gracias, en serio —murmuró Judit Guitart. Y lo dijo mientras se quitaba las bragas, que le pareció que olían a sexo, pero un olor nada tolerable moralmente, sino un olor disoluto. —¡Huy! ¡Sí! ¡De nada! —chilló la otra. Y añadió—: ¿Sabes qué hemos desayunado hoy? ¡Cruasán de Aminata! ¿Verdad, Mar, que hemos descubierto hoy que Aminata es de chocolate? Lo dijo en aquel tono exagerado y payaso que utilizan algunos cuidadores para hablar con otros adultos cuando hay niños delante. A Judit le costaba
imaginársela hablando en un tono normal con su marido, que era un señor que siempre iba con camisetas de la AMPA y chanclas, y seguramente había llegado al máximo pico de placer el día que fue a comprar la sillita infantil importada de Holanda para la bicicleta. Judit podía imaginarse que seguían hablando de aquel modo cuando hacían el amor. Que ella quizá decía: «Eshta niña quiede una coshita que tú tienesh ente lash piennecitash». Y que él, excitado, contestaba: «¿Quiedes tenedla muy, muy, muy adento, pero muchoo?». Se duchó, no me extiendo, no le cuento si se encontró mejor cuando el agua le tocaba la piel, etcétera, no quiero que me tome por Blanca Arimon. De ninguna manera sentía la emoción sexual que había sentido con Ousmane, y en absoluto sentía la excitación prohibida, desafiante, que había sentido durante las llamadas con el parricida. La sensación que tenía con Mateo Garín era que tocaba aparearse. Lo tenía que hacer, porque si no lo haría otra, pero lo tenía que hacer, sobre todo, para recordarlo. No sé si me entiende. Durante la noche, mientras cabalgaba, había pensado: «Esto en un momento u otro se acabará, yo volveré a casa y entonces, en paz, sin él, podré recordarlo contenta, porque he hecho lo que tocaba, lo que se esperaba de mí». No tenía ganas de verlo. Tenía ganas de haberlo visto. No tenía ganas de cenar con él (le daba miedo no encontrar tema de conversación o parecer muy ignorante y no entender las ironías), tenía ganas de haber cenado y de estar contándoselo a sus amigas. Porque la aventura con Mateo Garín se podía contar. Entonces sí, se puso el albornoz y fue al ordenador de sobremesa. Cuatro escritoras le decían más o menos lo mismo: que la historia era preciosa y que harían artículos sobre ella en cuanto pudiesen. Cuatro más (entre ellas, Blanca Arimon) le contaban (con todo tipo de detalles) que era una pena que precisamente ahora estaban terminando novelas, y que a lo mejor el año que viene podrían volver a hablar, pero que escribirían artículos en las revistas femeninas donde colaboraban. Una, Chus Soriguer, le había enviado dos emails, que ella leyó en orden inverso (primero el último y después el primero). En el último decía que le había fallado un entrevistado y no tenía tema para el día siguiente. ¿Podía quedar con ella para hablar de lo de la abuela? Necesitaba saberlo urgentemente, porque si no se tenía que buscar la vida. En el primero, decía que estaba conmovida pero que ella entrevistaba a otro tipo de personajes, pero que, de todas maneras, intentaría que la invitasen al programa de tele donde colaboraba.
Judit Guitart le envió un email inmediatamente para decirle que sí, que cuando quisiera. Todo el mundo leía la contraportada, ella también (le gustaban los personajes singulares que salían; empresarios que lo habían regalado todo, mujeres aborígenes que habían montado huertos ecológicos con microcréditos o mediadoras culturales a las cuales, de pequeñas, les habían practicado la ablación y ahora trabajaban para que su caso no se repitiese). Chus Soriguer le contestó al momento (desde el iPhone). Le daba las gracias y le enviaba su número de teléfono para que la llamara inmediatamente, pero le suplicaba, y esto era importante, que no se lo diera a nadie (como periodista, estaba amenazada por grupos islamistas radicales). Judit la llamó, húmeda de placer, y le pareció que la otra se mostraba de lo más cordial. En seguida dijo que le parecía terrible que su abuela, una mujer con toda la vida por delante y una hija, se hubiera muerto joven, seguramente por la estupidez de unos y otros (porque ella no era tan simple ni políticamente correcta como para hablar de buenos y malos) y por estar en el lugar equivocado en la época equivocada. Tan estirada que parecía en la tele, tanto que la criticaba todo el mundo y, en cambio, qué cercana se mostraba. Quedaron en verse a primera hora de la tarde para la entrevista. Judit sugirió un restaurante senegalés, el Barcelona Dakar, pero Soriguer no podía —tenía tantas cosas que hacer—, de manera que al final se citaron en la emisora de radio donde ella colaboraba de tertuliana los fines de semana. (Era un programa de fútbol y ella se ocupaba de diseccionar la parte más frívola). Sí, sí, ya hablaría ella con los de para que le prepararan una autorización. Podrían hacer la entrevista en algún despachito hasta que le tocase hacer la sección (y así, si Judit tenía curiosidad por ver cómo era un estudio de radio, se lo podría enseñar). Así pues, Judit corrió a la droguería y compró tinte para el pelo del número seis, «marrón macadamia», y luego llamó a la madre de Mar Palau para preguntarle si podía ir a buscar a la niña por la tarde, que le había surgido un imprevisto. La entrevista se publicó al día siguiente mismo, el domingo. La madre de Mar Palau la llamó a las nueve para decirle que no sabía nada de lo de su abuela, y que se había emocionado mucho. También la llamaron sus dos amigas, que también se mostraron sorprendidas por aquella historia que llevaba tan escondida, y la dentista para la que trabajaba, que comprendía que nunca hubiese hablado de aquello por el dolor que seguramente le causaba. A las doce, la llamó Mateo Garín.
—Tengo que regañarte, y mucho —le dijo. —¿Por qué? —Por la contra de Las Noticias. Ella se rio. Al principio pensó que era ironía. —Quedas conmigo, me traes la documentación de tu abuela para que escriba algo, yo me pongo, ayer no dormí trabajando, obsesionado, y ahora me encuentro con que la historia se ha destapado en Las Noticias. ¿Pero tú eres tonta o qué? Ella movió los labios como si succionase un chupete. —Es que ¿qué querías que le dijese...? Tú me dijiste que no me podías decir nada y... —Estuve escribiendo sin dormir porque pensaba presentarlo a las subvenciones de este año, que se cierran el día treinta. Y ahora Soriguer... Que, por cierto, dice que tu abuelo fue a la guerra y que yo sepa no es verdad. —Se equivocó. —Se equivocó, cojonudo. Es gente que no tiene ni puta idea, es que ni puta idea, de la Guerra Civil. Pero como ahora está de moda, pues venga, cualquier indocumentado te lo cuenta y los que de verdad llevamos años reivindicando la memoria histórica... —Yo le dije que mi abuelo no... —Lo que yo quiero saber es si tú le dijiste que me habías dado la historia a mí para que te la escribiese. —Sí —mintió ella. —¿Sí? —Sí. Esto lo ecualizó.
—¿Y qué dijo? —Se lo apuntó. Él bajó el tono. —Soriguer no me puede ver, no sé qué le he hecho, pero es que me odia —se quejó—. La historia es mía, tú le dices que me la has traído a mí, que vienes a Gerona a una charla a verme, y pasa totalmente. Y ahora parecerá que la historia es suya y que yo me la he copiado. Es que siempre hace lo mismo, la puta esta. Silencio. —¿Y ahora la vas a escribir? —preguntó ella. —Joder, es que yo qué sé. Si es que la estaba escribiendo, pero depende. —Ajá... —¿Has hablado de esto con más gente? ¿Me encontraré mañana con más sorpresas? Y ella mintió y dijo que no, que no había hablado de ello con nadie más. Pensó que si alguna de las escritoras que le había prometido que escribiría algo, lo hacía, ella fingiría que era porque había leído la contraportada. De hecho, es lo que pasó. Aquella misma tarde la llamaron de un programa de radio para hacerle una entrevista por teléfono. No sirvió de nada que ella dijese que el abuelo no había ido a la guerra. La locutora se había subrayado fragmentos de la contraportada y los iba leyendo. En la radio, el abuelo fue a la guerra, estuvo en la batalla del Ebro y hasta lo hirieron allí. Por la noche, la escritora Blanca Arimon le envió un email para preguntarle cuándo le iría bien que le hiciesen unas fotos, porque había «conseguido vender» la historia en la revista Girl y harían un reportaje. También la llamó la secretaria de Oriol Sánchez, un agente literario y miembro de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. Quería hablar con ella. La consejera de Cultura consideraba que no podía ser que su abuela, esa mujer valiente y anónima, estuviese en una fosa común. Había que reparar el error histórico.
20
Cati Rodés llegó demasiado pronto al vestíbulo del hotel, nerviosa y feliz, abrumada y orgullosa ante tanta responsabilidad. Sería la presentadora de la conferencia de Paul Adams en la Feria del Libro de Hannover (donde, aquel año, los autores catalanes tenían un papel destacado). La conferencia se llamaba «La memoria histórica. Antonieta Gelabertó Pedrola como símbolo de los muertos en fosas comunes durante la Guerra Civil». Después tenía que acompañarlo a almorzar con la consejera y el presidente de la Generalitat, momento en el que se le comunicaría, solemnemente, que era el ganador del premio Catalonia. A continuación, tenía que llevarlo a dormir la siesta al hotel (asegurarse de que no se quedaba en el bar y que subía a la habitación) y entretenerlo hasta la hora de cenar. Al día siguiente, despertarlo y llevarlo en taxi al aeropuerto. Tenía que ser como su sombra (su mujer estaba en Birmingham, visitando a su hermana). Así mismo se lo había dicho Oriol Sánchez. Como su sombra. Estaba enfermo y no se le podía dejar solo. Hacía tres meses que Paul Adams tenía mis fotos, la transcripción de la entrevista al viejo que mató a Antonieta Gelabertó (treinta páginas), entrevistas a vecinos que no la recordaban y la descripción del nuevo emplazamiento del sitio donde se suponía que había muerto. Según su mujer, estaba escribiendo a muy buen ritmo y, en un par de semanas más, podría entregar una copia definitiva del texto a la consejera y a los de la comisión. No me había dicho nada sobre lo que le entregué, no había querido ninguna aclaración, ni ninguna enmienda. Por lo que parecía, la enfermedad que le había impedido ir a las viñas de Batet no le impedía ir a Hannover. No lo digo como un reproche. No digo que Adams fuese un aprovechado, digo que era viejo, prestigioso, y que procuraba quitarse de encima el trabajo. Cati Rodés se había preparado el acto a conciencia. Adoraba la literatura. Era su pasión. En el programa de tele donde era tertuliana (una cuota del partido) el presentador les pedía siempre, para terminar, que «pusiesen las notas». Concedían un aprobado a nuevas leyes, suspendían a consejeros o de la oposición, o incluso cosas tan etéreas como la gestión por parte del gobierno de tal catástrofe. Ella, muy a menudo, aprobaba a escritores, no siempre vivos. «Apruebo a Shakespeare», declamaba, porque quizá aquella noche se estrenaba
una versión de El mercader de Venecia en algún teatro (siempre de titularidad pública). Las mesas redondas de la feria tenían lugar en un recinto junto al hotel donde se alojaban. Todos los escritores, también Cati Rodés, habían quedado después de desayunar en el vestíbulo del hotel con las organizadoras. Chicas muy delgadas, rubias y de pelo rizado, con barrigas de estética medieval, como si estuviesen embarazadas de un mes, que hablaban muy bajito y no daban ninguna importancia a su inmensa belleza. Respetaban a todo el mundo con la discreta generosidad de las que son conscientes de que su destino es estudiar los clásicos y enamorarse del editor de Tristán e Isolda que conocerían en la mesa redonda del día siguiente, un hombre que tendría veinte años más que ellas y uno o dos centímetros menos. Pero no anhelaban escribir ninguna de las intrascendencias contemporáneas y poco perdurables que escribían los del rebaño de autores que guiaban. La máxima frivolidad que se permitían era sonreír cuando alguno de ellos —alguno de los que no presumía de erudito, sino de sencillo y de normal— quería sentarse a su lado y les gastaba bromas atrevidas y secretas. Cuando Cati llegó, ya había tres o cuatro chicas de estas y siete u ocho autores de diversas tipologías, mezclados entre la multitud internacional, contentos y optimistas por el bolsillo lleno del dinero exagerado de las dietas. Cati buscó a Adams. —¿Paul Adams? —preguntó. —Aún no ha bajado —le dijo una de las chicas, que tenía un ordenador en el regazo. Aquella era la zona del hotel donde había wi-fi y los autores catalanes hacían cola con pen drives en la mano para enviar los artículos a los periódicos y para consultar el correo. Era el turno de una poetisa con cara de trol, sin sujetador, con pechos como hernias y abrigada con un forro polar azul marino de The North Face. La chica le ofreció el portátil. —Seguro que me han inundado de emails —suspiró ella. Pronunció «emeils», con «e», no «imails». O, puestos a decir, «imeils». —La que me espera para contestar a todo el mundo que... En uno de los sofás se encajaba un autor de prestigio (Cati lo conocía, pero no había encontrado el momento para leerse Finisterre, el tercer volumen de su
trilogía). Estaba escribiendo brioso y optimista en un ordenador de su propiedad. Era uno de esos autores que, para hacerse los modestos, siempre hablan del «oficio» de escribir, y no de «la profesión». Acurrucada a sus pies estaba su traductora al alemán. Se sentaba como la sirenita de Copenhague, con las piernas recogidas a un lado, en actitud de vasallaje y felación. —Me he traído seis ejemplares de Finisterre... —susurró ella—. Tenía un miedo de que no me dejasen subir la maleta por exceso de peso... Porque... Es que... Él sonrió. Se dejaba querer. —Seguro que aquí tenían. En la mesita baja, las organizadoras habían colocado pilas de libros de todos los autores invitados. —Sí, Ricard —dijo ella, como una madre devota—, pero ¡necesitaremos más de uno! Necesitaremos más de uno. Es muy importante que demos el libro a los editores alemanes... Y después de lo que me ha costado traducirlo sin traicionarte... Lo dijo con ojos de enamorada. —Tradurre è tradire... —canturreó él. Y ambos hicieron el gesto de reírse (movieron los hombros arriba y abajo y dibujaron la mueca con la boca), pero sin emitir ningún sonido. En el sofá contiguo al del autor de prestigio estaba la única escritora catalana de novela negra. Marta Massó, una mujer de piel oscura y pelo negro abundante y peinado hacia atrás que la hacía parecer un vendedor ambulante que también se dedicase a cantar en un tablao flamenco. Escribía con un seudónimo que todo el mundo conocía, y consideraba que las escenas de sexo que aparecían en sus libros cada tres páginas aproximadamente eran de verdad escabrosas y feministas. Quizá usted la ha leído y le gusta. A mí no. Tiene una protagonista detective femenina que toma cócteles y aguanta mucho bebiendo. También estaba Blanca Arimon, que mantenía todo el tiempo la actitud de quien se siente absolutamente desconcertada y superada por el éxito. Cati Rodés cogió un libro suyo de la mesa y leyó la primera frase. Decía: «Ay, virgen santa de los Remedios, que me caso con ese hombre tan cerdo y que huele tan mal, madre,
madre mía». Le gustó aquel comienzo y siguió leyendo. Se intuía que quien hablaba era el personaje de una mujer de hace cien años, de voz narrativa sencilla, no demasiado ilustrada, pero tierna. «Ay, si él supiera que escribo todo esto, ay...», etcétera. Y hablaba del trabajo de campesina con abundante lista de nombres de herramientas del campo, de enfermedades de animales y de topónimos. Naturalmente, la voz narrativa del capítulo segundo era todo lo contrario (en su momento, yo leí el libro). Empezaba con un torrente de vida urbana, amantes, sms, estrés y citas canceladas en el dentista. He leído unos cuantos libros de mujeres urbanas y le puedo decir que, para demostrar que les faltan horas y siempre van aceleradas, hacen que las protagonistas cancelen las citas con el dentista. Nunca dicen «tengo hora», siempre dicen «tengo cita». Y siempre la cancelan. —¡Me parece que eres la megatraductora oficial de todos nosotros! —dijo Marta Massó a la sirenita. Quería unirse a la conversación. Quería ser amiga del autor de prestigio que se refería «a su oficio» y no «a su profesión», y de la traductora, a la que le parecía tan importante dar el libro a los editores alemanes. La otra, sin embargo, la miró con sombrío desprecio. —Sí... Se hace lo que se puede. —Y volvió a enfocar hacia el autor de prestigio (el único autor puro y no contaminado que había en aquel rincón con wi-fi)—: ¿No? —Me has traducido Carreras en las medias, hablamos por email —se vio obligada a aclararle la autora de novela negra—. Que al final... ¡no nos tomamos la birriqui que nos debíamos! —Sí, es que me hicieron poner el turbo en la editorial... —Son la leche... —dijo ella como si hablase de un hijo con TDAH—. Me lo imaginé, ¿eh? Pensé: «Es raro que no me pregunte ninguna duda... Ni una... Por una vez en la vida que tienes la oportunidad de consultar con el escritor porque está vivo...». ¿No? Ella lanzó una mirada significativa al autor de prestigio. Una mirada que venía a decir que habría sido mejor para la literatura que nunca hubiese sido una autora viva, y que no le había consultado ningún tipo de duda porque su prosa encrespada y parvularia (que había alcanzado el esplendor de la calamidad con Carreras en las medias) no le suscitó ninguna.
Desde la cima, el autor de prestigio entrecerró los ojos de gallina, sin pestañas. —Ah, pues no —murmuró en aquel momento la que parecía un trol—. Estaba segura de que me iba a encontrar el correo inundado y no. La gente ya sabe que no estoy. ¡Bien! Cerró los puños teatralmente, como si acabara de ver un gol (pero ya se veía que era de las pocas escritoras que aún no fingían que les gustaba el fútbol). Lo hizo como la mujer poco ágil que era. Se intuía que hacía años que no corría, que solo paseaba (por jardines de estilo inglés que le recordasen de algún modo el grupo de Bloomsbury). Yo no soy más ágil que ella, por si lo está pensando. Me pesan las tetas, y si echo a correr consigo ir más lenta que al caminar. La chica del ordenador, entonces, saludó a un hombretón de cabello blanco y bigote de mosquetero. —Paul... Cati giró la cabeza. Era él. Se acercó con la sonrisa que ofrecen las estrellas de la radio a las divas de la ópera. Una sonrisa de quien también es un poco, solo un poco, importante. El hombre se había arrellanado en el sofá como el muñeco gigantesco de un ventrílocuo, como si no tuviese carcasa, como si las únicas partes duras de su cuerpo fuesen la cabeza y las manos y como si los zapatos (sin pies) estuviesen pegados con cola, de cualquier manera, a la tela de los pantalones. —Yo no sé enviar el artículo —se quejó, convincentemente agobiado—. Tengo que enviar el artículo a News. —Hablaba con el acento delicioso que hacía que todo el mundo se sintiese en deuda con él. —¿Lo tienes en un lápiz? —¿Qué? —Un lápiz de memoria. —... ¿de? —Un pen drive.
—No lo sé... Yo tengo que enviar el artículo... En casa me lo hace siempre mi mujer. La chica sonreía sin perder la paciencia. —Pero ¿dónde tienes el artículo? ¿Dónde lo tienes físicamente? —Lo he escrito a mano. Yo escribo a mano. Luego mi mujer ya me lo hace todo. —Pero ¿dónde lo has dejado? ¿Lo tienes aquí o en la habitación? —En la habitación. Pero ahora no me acuerdo de cuál es... La chica consultó una lista de la carpeta. —Tienes la 639. —Pero ahora no sabré ir... Ella, entonces, apretó dos teclas del teléfono que llevaba colgado al cuello y llamó a otra de las chicas, que se llamaba Etna (un nombre bonito y poco frecuente que sugería que era una hija deseada), para que lo acompañase. —No pasa nada, lo acompaño yo y así aprovechamos para hablar —dijo Cati. Él la miró aturdido. —Soy Cati Rodés, de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. —Siempre le costaba decirlo—. Aparte de tener el honor de presentar su conferencia, también lo secuestraré para ir a comer —dijo. —¡Ah! Se le iluminaron los ojillos de ratón. En seguida detectó que con aquella tenía que ser amable. Y con su acento más cerrado dijo: —Será un placer. —(«Seruá un pluacerr»). Todos ellos se comportaban como si en lugar de ser escritores fuesen enfermos de alzhéimer. Les gustaba parecer mucho más inútiles de lo que eran. Paul Adams parecía estar trabajando todo el tiempo para que su biógrafo dijese de él
que era «un genio de la literatura, un hispanista empedernido, pero, en cambio, un hombre totalmente incapaz de manejarse en su vida cotidiana». —¿Es aquí la zona de wi-fi? —preguntó un recién llegado con cara de señora mayor: pelo gris, grasa en las caderas, pechos y papada. Lo acompañaba un acólito joven con gafas de pasta, que le tributaba una especie de iración cremosa. Los dos sonreían como si estuviesen en un estado permanente de ironía. (Eran autores de cuentos cortos). —¡Internet! ¡Guay! ¿Podremos ver páginas guarras? —preguntó el joven. Y echó un vistazo a la sala, verificó qué autores había e, inmediatamente, envió un tuit. Cati ya le ofrecía el brazo a Paul Adams. No lo podía perder de vista, estas eran las órdenes, procurar, sin que se diese cuenta, que no bebiera ni una gota de alcohol. Él era alcohólico de verdad. No era como yo. Quizá los dos teníamos el mismo foie, pero yo no temblaba por el síndrome de abstinencia. —Pero ¿no podemos enviarlo desde la habitación? —preguntó él. Se refería al artículo. —En la habitación no hay wi-fi —contestó suavemente la chica del ordenador. Y esperó, sonriente, paciente, hasta que el otro dijo: —¿Qué es wi-fi? —¡Hombre! —gritó, entonces, una anciana de pelo rojo, falda corta, medias con estampado de calaveras piratas y pendientes en forma de cafetera. Era Lali Moron. De joven había sido pionera en utilizar palabrotas en los artículos—. ¿Me habéis puesto en el mismo sitio que los incunables? Se refería a Paul Adams. —Yo creía —añadió— que a las autoras borrachas las poníais juntas en un sótano, para no ofender a nadie... Las chicas medievales no paraban de celebrar con sonrisas cada una de las salidas.
—¿Me han dicho que puedo mirar el emilio? ¿Que aquí está el cuartel general? Emilio. Era una broma antigua, como del principio de la era de internet. —Sí, sí, ahora cuando acabe Marta... —¡Por supuesto! Primero Martha, no vaya a ser que yo me ponga a mirar una página porno de YouTube y le... —Estalló en risas sin terminar la frase (y pronunció «yutuf», esta). Se dejó caer en uno de los sofás. Miró a su alrededor y se fijó en una rubia de lo más vulgar que estaba sentada en un rincón. Era yo. No es que estuviera porque me hubiesen invitado como escritora o documentalista de Adams. Sánchez me preguntó si me haría gracia ir y yo dije que sí (era en fin de semana, la niña estaba con él). —¿Todo el ganado que hay aquí son escritores? —preguntó Lali Moron en voz alta, en el tono de una teleserie de risas enlatadas. Yo sonreí para no tener que decir que no. En aquel momento se le acercó un camarero. —Do you want any thing to drink? —le preguntó. —Of course! —dijo ella—. Wine. White wine. Dios mío, qué poco debía de beber, para pedir vino blanco (sin especificar nada más). Paul Adams alzó la cabeza. Reconocí la sensación. El chico le explicó qué vinos tenían y ella dijo que le daba igual. —If you need me for anything more... —dijo él. —Si te necesito para algo más... —replicó ella mirándome a mí—. Sería largo de contar... Y se reclinó indolentemente en el sofá, consciente de que había demostrado que era una escritora mordaz. Paul Adams agarró el brazo de Cati Rodés. —Una copa también me la tomaría —le dijo—. ¿Qué hora es? —Las once —contestó ella.
—En teoría, mi señora no me deja beber hasta las doce del mediodía, pero ¿hoy puede que usted me permita una excepción? Ella sonrió. No quería ser tan restrictiva como su mujer. —Desde luego que sí —concedió—. Ahora mismo se la pido, ¿qué quiere? —Whisky o cerveza. Si tienen whisky, whisky. Si no, cerveza. Pero si tienen whisky... —Estaba ilusionado. —¿Tienen whisky, perdone? —preguntó al camarero. No hablaba alemán ni inglés. —Sí, señora. Edradour, Highlands, Isla de Jura, Oban, Talisker, Knockando, Glenfarclas... Cati miró a Paul Adams. —Knockando. —Y añadió—: Doble, por favor, sin hielo, por favor. Doble. De repente estaba muy animado y tembloroso. Anticipaba la copa. Te espabilas cuando sabes lo que te espera, de la misma manera que te espabilas cuando ves llegar al camello al bar donde habéis quedado para hacer la transacción — finalmente llega, siempre tarde, siempre hay que esperarlo, él lo sabe, lo esperarás una hora, dos, si es necesario—, y verlo entrar (no lo confundirías nunca con otro) ya pone tu cuerpo en alerta. Ella transmitió la orden al camarero con la voz dubitativa de quien dice una marca que le resulta del todo ajena. Había estado, una vez, en una cata de whiskys con su marido, y el dolor de cabeza le duró dos días. Le gustaba el lambrusco, eso sí. Y el bellini, que descubrió cuando fueron a Venecia. Era de ese tipo de mujeres. Cuando el camarero dejó el pedido, Paul Adams cogió el vaso, ignoró los cacahuetes obsequio de la casa y se lo bebió de un trago. Ella no había visto nunca aquella manera salvaje de beber, ni había visto nunca aquella manera salvaje de ignorar los cacahuetes. —¡Ah! —soltó él—. ¡Bendita copa de la mañana! Es la mejor del día. Las otras ya no saben igual. La primera y a esta hora...
En seguida quiso otra. Ella sonreía. Pobre hombre, por un día que podía beber sin que la mujer lo vigilase... Esta segunda se la bebió en dos o tres tragos, y a Cati le sorprendió lo rápido que le había hecho efecto. Era como si se hubiese puesto a tono. —De acuerdo, ya podemos irnos, y si acaso cuando estemos allí me pediré otra —dijo Paul Adams—. El artículo, en realidad, no corre prisa. Es para pasado mañana. Ella se sintió algo asustada, entonces. A lo mejor se le emborrachaba. Eso no era lo que le había prometido a Oriol Sánchez. Lo cogió del brazo. —¿Quiere descansar o remojarse la cabeza? —Quiero otro whisky, eso es lo que... Esta vez, Cati se mostró más inflexible. —No, ahora no puede ser. Tiró de él. Supuso que el hombre estaba muy acostumbrado a que todo el mundo le prohibiese el alcohol y que había pedido el whisky simplemente para no dejar de intentarlo. Y que debía de hacer días que no bebía. Lo arrastró hasta la cinta transportadora y se lo llevó, moqueta adelante, hasta la sala donde se haría la conferencia. Estaba llena a rebosar. Le hizo sentarse y le preguntó si quería agua. —Whisky —dijo él. —Primero, la conferencia —ordenó ella—. Y después, un último whisky. Él sonrió. —Es que sin un whisky no me saldrá nada. Ahora ya he empezado. —Quería decir «a beber». Cati lo sentó a la mesa y llamó a una de las organizadoras. —Es que el señor quiere whisky. Si le pudiesen traer un vasito de... Pero
pequeño. La chica le dijo que sí, pero le advirtió que no sabía cuánto tardaría. La feria era muy grande y el bar estaba muy lejos. Para presentarlo, Cati, nerviosa, dijo que leería lo que tenía que decir, porque de ese modo no olvidaría «ninguna de las ideas que quería desarrollar». A continuación empezó a leer una monótona lista de elogios con los ojos empañados. Él, pese a los whiskys, se comportó con normalidad. Fue sorprendente. No estaba bebido. Tan solo respiraba algo más fuerte, como si tuviese mucho calor. Explicó una vez más por qué razón era un estudioso de la literatura española (y, también, un estudioso de la literatura catalana), por qué Lorca había devenido en su obsesión (y, por tanto, la Guerra Civil). Explicó que ahora estaba trabajando en una vida anónima, la de una mujer que había muerto joven en una viña de la comarca del Penedés durante la guerra. El libro que estaba escribiendo sobre esta mujer sería un homenaje a todas las víctimas enterradas en fosas comunes. Por alguna razón, esto me emocionó. Después, escuchó las intervenciones del público, ninguna de las cuales resultó ser una verdadera pregunta. En realidad eran oportunidades para que él contase lo bien que hacía las cosas. «¿Por qué razón es usted, siendo extranjero, el primero que se ha preocupado por esta cuestión de la Guerra Civil cuando nadie quería saber nada de ello?», le preguntaba alguien. Y él contestaba: «Porque, quizá, un extranjero tiene una visión periférica del país de acogida. Yo soy un nuevo converso. He tenido que hacerme perdonar muchas veces que me interesara una cuestión tan profundamente vuestra como los muertos del franquismo». Qué afable, qué humorístico, qué erudito. Qué manera de reírse de sí mismo cuando dijo que los ingleses eran belicosos por naturaleza, tal como demostraba el hecho de que hubiesen participado en la mayoría de guerras de la historia. Qué divertido cuando confesó que se había marchado de Inglaterra porque no podía soportar ni un día más comer tan mal. Qué interesantes le parecían todos los comentarios por básicos que fuesen. Cómo escuchaba a los exiliados republicanos que habían ido a verlo, con qué educación atendía al loco que nunca falta en toda charla y con qué pulcritud le respondía la pregunta completamente absurda y mal formulada que le había hecho. Pensé que esa era, sobre todo, la clave que lo había convertido en un autor popular, y sin embargo
de prestigio. Hacía sentirse inteligente a cada una de las personas que le hacían preguntas tontas. Luego Cati se lo llevó a buscar un coche eléctrico para regresar al hotel. En el hotel descansaría un poco. Pero no lo dejaría solo. Le diría que quería leer sus notas para el libro. —Mi mujer no me deja beber —dijo él—. No me deja. Es un sargento. Tengo que hacerlo cuando no me ve... —No tendría que haberlo hecho. Me pegarán la bronca. Me habían dicho que... Él le dio un beso en la mejilla. —No se lo contaremos a nadie, ¿OK? Our secret? Ella sonrió y —por decirlo como en uno de los poemas que escribía en su blog— «sintió mojarse su intimidad». Lo cogió del brazo y se imaginó que era su mujer. Su segunda mujer. Ser su segunda mujer. Preocuparse de su legado, ser la encargada de apaciguar amablemente a las fans devotas que le escribiesen, colgar las cartas originales de García Lorca a Dalí, convenientemente enmarcadas, en la biblioteca, encargar los cáterings para cuando viniesen los colegas y iradores de su marido (estudiosos de Joy ce, de Rodoreda, autores de biografías psicológicas de Kennedy y de Marilyn Monroe) y organizar la cena con la cocinera de la casa, la de él de toda la vida (una cocinera maternal que adoraría a Cati por la naturalidad, la sencillez y la bocanada de aire fresco que representaba, comparada con la exmujer del señor). Tratar a los amigos de él con voluptuosa erudición. Ser una especie de musa de todos ellos, pero también una consejera literaria. Ah, sí, ser la inspiradora, pero también la correctora. Una musa con criterio. Salir en las fotos de grupo; esas fotos que cuando él muriese ella cedería a los de la tele para los programas especiales (donde la invitarían para contar anécdotas y detalles de su vida en común). Lo ayudó a subirse al coche y se rio con cara de «parece mentira» cuando él se hizo un lío con el cinturón de seguridad. —¡Paul, Paul! —le advirtió ella, risueña—. ¡Es al revés! Y él exclamó: —¡Eres deliciosa! —(«Euresh deliciosah»).
Oh, Dios mío. Se sintió como su mujer, en aquel momento. (Ella no habría roto nada, el matrimonio se suponía que hacía tiempo que era una farsa). Volverían a casa al día siguiente (Paul no podía estar demasiados días fuera de su rutina). Se trataban de usted, como en un juego, porque, como ellos decían siempre, en realidad tendrían que haber nacido en el siglo XVIII. —La llave de la habitación de los Adams. Cati lo dijo así y muchas agujas de acupuntura le pincharon la cabeza y los brazos al mismo tiempo. —Cuando lleguemos arriba, ¿podrás pedirme otro whisquito? Mi santa esposa se ha encargado de que me vacíen el mueble bar... —Pero uno y ya está... —concedió Cati. —You are my angel. Ella bajó la mirada con salvaje modestia. —¿Y cómo tienes el texto, Paul? ¿Cuándo podremos leerlo? Piensa que tenemos que llevarlo a imprenta dentro de un mes, como mucho, porque tenemos que tenerlo listo para el día de la inauguración, pero la imprenta en agosto está... —Sí —dijo él—. Muy bien. Prácticamente a punto. Ella sonrió. —Me gustaría tanto leerlo... —Cuando quieras —dijo él—. Lo tengo en mi cuarto, si quieres entrar... Decía «cuarto» y un montón de palabras no habituales en un nativo pero sí en un extranjero pulcro. —De acuerdo —dijo ella. Y por primera vez se imaginó cómo sería acostarse con él. Si era su mujer, tendría que hacerlo, esta era la parte mala del asunto. Cati era muy alta, más que la mayoría de hombres, y esto hacía que hubiese un amplio sector de la población masculina que automáticamente la descartaba y
que ella descartaba también. Estaba acostumbrada a los elogios sexuales, en genérico, pero nada acostumbrada a las insinuaciones sexuales concretas. Se podía decir que el sexo que le gustaba era el solitario. Se excitaba leyendo libros y chateando con desconocidos, pero no le gustaba el o físico. Su marido y ella podían pasar meses sin hacerlo. Cada día al levantarse, ella se juraba: «Hoy... de hoy no pasa que lo hagamos, hoy lo haremos, tenemos que hacerlo para ser normales, para que no nos den vergüenza los anuncios de cremas para estimular el deseo femenino, para que no nos turben tanto las escenas de sexo matrimonial de las películas, para que cuando los amigos cuenten que “están buscando un hijo” no intentemos cambiar de tema». Pero llegaba la noche y se moría de sueño. Y se iba a la cama, y antes de dormirse se decía: «Mañana, mañana seguro que lo hacemos. De mañana no pasa». Era un esperar a Godot de la sexualidad. —¿Me enseñas el libro? —preguntó, sin embargo, muy coqueta. —Lo tengo en la carpeta. Pero tú me has prometido una cosa. —¿Cuál? —preguntó ella, súbitamente alarmada. Y se le ocurrió, de repente. Se refería al whisky—. Pero solo uno... —Pídeme una botella, sweet, así no tendremos que molestarlos mientras leemos. Di que es para ti o no me la subirán. Cati marcó el número nueve y pidió la botella de whisky a la recepción. Él, mientras tanto, fue donde la maleta, que estaba abierta en el suelo, se agachó con relativa agilidad y hurgó dentro del compartimento de rejilla de los zapatos hasta que sacó un recipiente con cuatro píldoras. Se llevó una a la boca. Fue al grifo y bebió un sorbo para tragar. Cati pensó si no sería Viagra y se sintió asqueada. Pero quizá no lo era, no había visto el color. —Tendrías que enseñarme el original —medio exigió. —Ahora, después del whisky —contestó él con una cierta violencia. Cuando llamaron a la puerta Cati estaba de mal humor. —¿Vas tú, amada mía? —le pidió el hombre—. Mi mujer tiene espías... Obedeció sin ganas. Se apartó para que entrara el botones, que dejó la botella,
una cubitera, cacahuetes y vasos en el escritorio. El hombre ya no estaba para nada más. Dio una propina al chico y abrió la botella. —¿Y el texto? —exigió Cati. —El texto... Está en la maleta. En la carpeta. Ella se agachó y revolvió. Las píldoras eran azules. —¿Esta? Él dijo que sí y se sentó en la butaca con un vaso anticuado, de un cristal grueso y de tonos lilas, lleno de whisky. Cati la abrió. Había cincuenta folios mecanografiados con anotaciones a mano en el margen. Era mi texto, el que yo le había dado. —¿Es esto? ¿No hay nada más? Él sonrió. Apoyó la cabeza en la butaca y dejó el vaso en la mesa. —Todo lo tengo aquí —y se tocó la sien con el dedo índice y estiró la cabeza hacia el respaldo. Cati, entonces, temió que estuviese demasiado borracho para ir a comer, que no pudiera hacer el discurso de aceptación del premio y que todo el mundo la culpase a ella. Sonó el teléfono de la habitación. —Paul... El teléfono... —le advirtió Cati. Pero él no dijo nada. ¿Qué tenía que hacer? Si contestaba, todos podrían pensar lo que no era. Pero si no contestaba sería peor, porque tal vez los que llamaban eran de la comisión, que querían saber cómo se encontraba para ir a comer, y, seguramente, al ver que no contestaba la llamarían a ella para preguntarle si lo había dejado solo. —¡Paul, joder! —gritó, pero como el hombre no pensaba moverse fue hasta el teléfono y descolgó. —¿Sí? Era una voz femenina que hablaba en inglés.
—¿Hola? —dijo Cati en el tono más profesional que pudo. Y pensó que si el hombre se ponía a roncar se oiría—. Soy Cati Rodés, de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. Dígame. Era su mujer. Cati se imaginó a una abuela sentada en un sillón estampado de flores de los que debía haber en cada casa de Birmingham, que tomaba té con pastas. La mujer pidió hablar con su marido. —Ha dicho que quería descansar. ¿Lo despierto? —¿Está durmiendo? —preguntó la mujer. Y su tono de voz era de alarma, debía de intuir que algo no iba bien—. ¿No le habrán dejado beber? —Un momento que le aviso. Dejó el auricular y fue hacia el hombre. A estas alturas solo tenía ganas de perderlo de vista. Lo zarandeó sin cuidado y soltó un grito muy sincero y orgánico cuando el hombre cayó desplomado al suelo. Estaba muerto, lo comprendió.
21
—La putada es que no tenía nada escrito, el cabrón —farfulló Oriol Sánchez—. Esa es la putada. Solo tenía lo que tú le diste. ¡No había escrito nada! —Ajá —dije yo. —Tenemos el monumento encargado y ahora no tenemos texto y tenemos a la Gafe al borde de un ataque de nervios. —¿Qué gafe? —La número tres de los verdes comunistas. La llaman la Gafe, ¿no lo sabías? — Se rio—. Me parece que la enviaron a inaugurar una fiesta mayor y la tía, cuando estaba aparcando, atropelló a un grupo de castellers. —Ostras —dije. Siempre lo digo cuando no sé qué decir. —Se lo encontró ella en la habitación. Por suerte, por un pelo, aún no habíamos anunciado que ganaba el premio Catalonia, y aquí la tía fue muy hábil, pero mucho, y dijo a los periodistas que la entrega del premio, de momento, se posponía en señal de luto. Porque si no la viuda ya lo habría cobrado y ahora no tendríamos presupuesto. Quiero decir que a las malas al nuevo autor —porque necesitamos un nuevo autor— le podemos hacer compartir el premio con el muerto. —¿Y no lo tenéis? Me miró. Pensé que me diría que lo hiciese yo, no la engaño, y pensé en cómo le diría que no, que no era escritora y que me daba vergüenza firmar un libro yo sola. —Tenemos una alternativa, que no es ni mucho menos el gol que habría sido Adams. No tenemos tiempo para elegir, una estrella no nos querrá hacer un libro en menos de un mes. ¿Tú conoces a Mateo Garín? —Sí.
—¿Lo has leído? Está bien, ¿eh? Se dispuso a venderme el artículo de la obra literaria de Mateo Garín: —Una cosa muy diferente, si tú quieres, del otro, pero alta literatura. Cuando empecé a trabajar en la plantación, leía todo lo que salía. Ahora no todo, porque tengo a la niña, pero casi. Matamala siempre me lo reprocha, dice que tendría que leer clásicos, en vez de tanta mierda, y que el hecho de que alguien publique no quiere decir que sea bueno, que ahora publica todo el mundo, que me lo tendría que meter en la cabeza. Siempre me da autores como Dostoievski y Flaubert, gente así, y reconozco que me gustan, pero me da la sensación de que me pierdo cosas. Es como cuando me hace probar el vino. Tengo miedo de no estar a la altura. El Campari con naranja y Mateo Garín me hacen sentir más segura. Sé que no son gran cosa. —A ver —dijo Sánchez—, nos lo ha sugerido la propia nieta de la muerta, se ve que ella le habló de la abuela, y él empezó a escribir una cosa a medio camino entre ficción y no ficción que quería presentar a las subvenciones del Ministerio de Cultura (es un tío que se sabe todas las subvenciones que dan en España). Con el poco tiempo que tenemos no hay otra alternativa. Se ve que ya tiene unas ciento noventa páginas. Nos ha enseñado un capítulo y está bastante bien. No me supo mal que no me lo pidiera a mí, pero sí me molestó que ni siquiera me dijera «porque tú nos imaginamos que no querrás». Que le diera el trabajo a un desconocido (aunque fuese escritor) y en cambio a mí no. Insisto en que le habría dicho que no lo haría. —Y entonces ¿por qué me haces venir para decírmelo? —Se me veía de mala leche, estaba sulfurada. —A ver. Una cosa en confianza: la cosa es que se está follando a la nieta. Si quisiéramos que lo hiciese otro, ella nos podría demandar por difamación, etecé. (Se han informado, se nota). Y lo que no podemos permitir, ahora, es que este tío se vaya allí y pregunte y resulte que nos escribe lo que justamente no queríamos que nos escribiese Adams, porque la consejera nos colgará por los huevos. Sería mejor que no fuera allí, ¿me explico? Tendríamos que procurar que no fuese allí con un pico y una pala a excavar personalmente. Me reí, tocaba.
—El tema es que le hemos dicho que el libro será como la continuación de lo que hizo Adams, que estará firmado por los dos. Él, encantado, imagínatelo. —¿Quieres que yo escriba unas páginas como si las hubiera escrito Adams para dárselas al pobre tío este? —Pero tendrían que ser unas cuantas. Cincuenta, setenta, que no vayan seguidas... ¿Tú podrías imitar un poco el estilo de Adams? Sí, ¿verdad? Podía hacerlo con los ojos cerrados. Puedo imitar. Es más: si no imitase, si no tuviese una excusa (Samantha Soler, Lian Pujol, Adams), no podría escribir ni una línea. ¿De qué escribiría? ¿Habría algo que quisiera contar? ¿Cómo elegir un argumento? ¿Por qué? Esto que le escribo a usted es distinto, no pretende ser un libro. Ya verá lo que pretende ser. —Pero hablemos de pasta, Oriol. Estoy enferma y tengo que dejar a la niña apañada, si me muero. Se rio. —Tú no la diñarás. Diñarla. La última vez que oí este verbo fue a mi padre, cuando mi madre aún vivía, para referirse a un perro que teníamos, Lucky. «La ha diñado», dijo. Y luego añadió: «La ha palmado». Ahora son las dos de la madrugada. Mientras tecleo me vienen a la cabeza las palabras de los Rabell. «Hizo el burro y se la cargaron». Cuántas maneras de decirlo, ¿no le parece?
22
Al cabo de tres semanas de insistir de manera sutil, el marido de la futura consejera consiguió ser aceptado en el barrio de Gracia, entre las paredes estridentes. Llegó con una bolsa de Opencor que contenía una botella de cava de siete euros con setenta y cinco, un pastel salado de salmón y canapés variados, que era la comida preferida de Laura Oliva y su hijo. Aquella noche durmió con su mujer, pero cuando inició la aproximación, ella le dijo (riendo) que ahora había cambiado, que no todo era la penetración y que de momento no se sentía preparada para volver a hacer el amor del modo convencional, a pesar de que estaba muy contenta de tenerlo allí. Lo abrazó y le dio un beso en la frente. Aquel beso le hizo comprender que su mujer hablaba completamente en serio. En los meses siguientes, pues, el matrimonio recompuesto se dedicó, sobre todo, a buscar placer instantáneo a base de ingerir todo tipo de hidratos de carbono de absorción rápida y precio barato. Patatas fritas, pizzas, croquetas, pan con tomate con jamón envasado y cava, que tomaban mezclado con helado de limón Farggi. Ponían bolas de helado en la copa y se lo tomaban mientras veían dibujos animados con el niño. De noche, él le daba masajes en los pies, pero si iniciaba un ascenso con intenciones sexuales, ella se replegaba como un caracol, muerta de risa. Parecía como si ella se hubiese hecho a medida una nueva personalidad: de repente era caótica y decía que era un desastre. Lo decía a todas horas: «Soy un desastre», y se divertía no recordando el número secreto de la tarjeta, perdiendo las llaves u olvidando dónde había aparcado el coche. Había sido una mujer muy metódica. ¿Cuál de las dos mujeres era la de verdad? ¿Ninguna de las dos? Llegó la Navidad, y ella, con su nuevo estilo desastre, dijo que no le apetecía cocinar para la familia (la familia de él) y que prefería ir a Grecia a pasar el fin de año a comer pan con sardinas de lata. Que escogiera Grecia hizo que el marido, que vivía permanentemente instalado en la suspicacia más enfermiza, se sintiera devastadoramente amenazado. Ella, en cambio, actuaba todo el tiempo con condescendencia maternal y miradas llenas de sobreentendidos, como si hubiese un mundo paralelo que a él, como al resto de los hombres, se le escapase.
A lo mejor pasaron siete u ocho meses, no lo sé con seguridad, desde que el marido había sido aceptado en el piso. Él quería pensar que las veleidades lesbianas de su mujer (lo llamaba así y rehuía otras expresiones como «etapa lesbiana», que le parecían más categóricas) eran agua pasada. Ella se estaba volviendo a dejar crecer el pelo (y la opinión de su peluquero es que debía tener paciencia hasta que pasase aquella medida tan difícil). Quiero decir que, por primera vez en mucho tiempo, todo iba bien, y de repente, la asistenta que tenían les dijo que iban a hacerle unas pruebas porque se encontraba muy cansada y no sabía por qué. Le parecía, dijo, que era por culpa de la casa, que le provocaba alguna alergia. La futura consejera le suplicó que hiciese lo que hiciera falta, que le pagarían los días que no pudiese ir y la esperarían. Pero después de las pruebas, al final determinaron que era fatiga (aún no se hablaba de fibromialgia, me parece) y la señora, entonces, les dijo que no podía consentir que le pagasen por un trabajo que no estaba haciendo. Y que mientras no se encontrase bien iría su marido a limpiar, que estaba en paro. Que trabajaría las horas necesarias para dejarlo todo limpio, pero que no tendrían que pagarle las horas de más que tuviera que hacer por causa de su poca destreza. Al matrimonio no le gustó la solución —no se sentirían cómodos con un señor que les limpiase la casa—, pero no querían ser crueles y lo aceptaron, esperando que sería por poco tiempo. El señor acudió un domingo por la tarde para que le mostrasen dónde estaban los utensilios de limpieza y para que le hiciesen una especie de «prueba no remunerada y sin compromiso» (lo dijo así). De esta manera, al día siguiente, el lunes, cuando fuese a trabajar, no perdería el tiempo (tenía que hacer una oficina, después). Era un hombre delgado y elegante que tenía el aspecto de un músico triste de orquesta de baile popular. Mostraba la actitud entre resuelta y mustia de quien no tiene más remedio que tirar por la calle de en medio. Con la misma cara habría emigrado a Alemania. —La idea ha sido mía, que lo sepan —les dijo—. Con esto me vengo a referir a que no se tienen que sentir incómodos, porque el que ha tenido la idea he sido yo, no mi señora. Tenía un registro lingüístico historiado y formal de hombre poco culto que se esfuerza por ser educado. Que dijera «mi señora», por alguna razón, les rompió el corazón. Qué sucios eran, pues, si tenía que venir aquel hombre a limpiarles la casa. Qué sensación de cáncer moral les desencadenaba. Con él allí, toda la
suciedad tenía un significado más allá del físico. La suciedad delataba la clase de personas que eran. ¿Una mancha de salsa en el cuello del jersey? Glotonería. ¿Una mancha menstrual en las bragas? Inmoralidad. ¿Polvo en los libros? Dejadez. Aquel hombre venía a limpiar su glotonería, su inmoralidad, su dejadez. —¿Por dónde empezaré? Aquel uso del futuro («empezaré» en vez de «empiezo») que demostraba una docilidad esclava les acabó de triturar. El matrimonio, que desde que el hombre había entrado por la puerta parecía que había disminuido de volumen, como si perdiese gas, le enseñó el escobero, la lejía, el jabón de lavar a mano y las bayetas. Le dijeron que, si quería, limpiase el comedor (parecía la estancia menos sucia, no podían hacerle limpiar el baño). Después se refugiaron en la habitación con los libros (llenos de polvo) de técnicas sexuales en el estante y las frases de las poetisas en las paredes. Esperaron allí hasta que el hombre llamó a la puerta para decir que ya había terminado. Y lo vieron, entonces. Se había puesto un delantal humorístico. Un delantal de esos que se regalan a los hombres por Reyes y que utilizan un día al año para cocinar cuando vienen los amigos. Aquel delantal, que imitaba una silueta femenina, con pechos al aire y tanga, les llenó de desolación y vergüenza. Siguieron al hombre hasta el comedor (por detrás vieron que se lo había anudado con un doble lazo, y aquel doble lazo fue como el tiro de gracia) y, una vez allí, él insistió en que le hiciesen críticas constructivas. Lo dijo así. La actitud era la de un albañil que acaba de alicatar. Ellos querían que se marchase, que se marchase de una vez. —Será momentáneo —decía ella a los pocos días—. No durará un mes. Pero la señora de la limpieza, por lo que parecía, tendría fatiga toda la vida. Cada vez que le tocaba ir a él, al señor de la limpieza, ellos, antes, recogían la ropa del suelo y los platos del fregadero. Su mujer había sido una presencia inexistente, no se la veía, era como yo haciendo de negra. Pero el hombre, sí. Estaba allí todo el rato, estaba allí antes de ir y estaba allí después de ir, seguía allí cuando hacía mucho que se había marchado, en cada prenda de ropa tendida. Era por el hecho de no ser una mujer, sí que lo era.
Como con los accidentes, la presencia de la asistenta hombre provocaba que la consejera creyese que la pareja estaba a punto, una vez más, de caer por el precipicio. Fue ella quien sugirió que tenían que cambiar de piso o su matrimonio se acabaría. Fue ella quien sugirió que no podían decir la verdad al señor de la limpieza ni a su mujer. Dirían que se iban a vivir a Madrid. Abandonaron las paredes estridentes y las frases de poetisas en la pared del dormitorio (poetisas que él ahora ya sabía que eran feministas radicales), pero se llevaron los almohadones. Compraron un piso de nueva construcción en una zona acomodada de los alrededores de Barcelona.
23
Escribí el medio libro de Paul Adams que me había encargado Sánchez en un fin de semana. No lo digo para hacerme la superdotada, o porque quiera demostrar que el encargo tendría que haberlo firmado yo. Fue así. Desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde sin parar con la única ayuda de una bolsa de patatas fritas Lay’s detrás de otra. Lo hice a base de no beber y de no tener a la niña. No tener a la niña, no beber, qué ocupación. Era pasarse el día no bebiendo, era pasarse el día no teniéndola. ¿Qué has hecho hoy? No beber, no beber, no beber. No verla, no verla, no verla, una hora más, medio día más. Quizá era más fácil no beber y no verla, todo junto, que no beber pero verla, y, sobre todo, no verla pero beber. La austeridad de no beber ayudaba a la austeridad de no verla. Si hubiese bebido, no habría olvidado, y de hecho nunca he bebido tanto como para olvidar, no me vuelvo una borracha de las que piden en matrimonio, se lanzan a las piscinas o se pelean. Yo me entumezco. Lo que puedo decir de mis borracheras es que al día siguiente, una vez sobria, me he dado cuenta de que la noche anterior, cuando estaba borracha, no notaba que estaba tan borracha. Pero, para escribir el medio libro, antes me tocó ir a hablar con Judit Guitart, procurando que no notase que Adams no había dejado nada escrito —ni siquiera sabíamos si había hablado con ella, y Sánchez decía que preguntárselo era arriesgado— y procurando que el susceptible Garín no pensase que le iba a pisar el terreno. Y también me tocó ir (con ella) a ver a su madre, que también estaba en un asilo y también tenía alzhéimer, como el que se la cargó. He dudado hasta ahora si contarle o no la escena esta del asilo y al final no lo voy a hacer, porque me parece que se le hará aburrido otro capítulo con otra persona mayor también con alzhéimer y también en el asilo. Es una repetición que no es verosímil, a pesar de que, ya lo sé, lo que le estoy contando ya tiene repeticiones inverosímiles. No es verosímil que Adams fuese bebedor y yo también, pero es que eso sí que no podía cambiarlo de ninguna manera sin alterar mucho la verdad. Y es muy forzado que los Batet sean cocainómanos y yo lo haya sido en el pasado, pero no quería engañarla con mis adicciones y no quería cambiar la cocaína de los Batet por, por ejemplo, crack o anfetaminas, porque son drogas que no he tomado nunca y tendría que haberme documentado para cambiarlo. ¿Ve como no habría podido hacer el libro de Antonieta Gelabertó Pedrola yo sola? No me gusta la no ficción. Hay cosas que no quedan bien en un libro, pero
si quieres ser honesto (o, como en mi caso, te cuesta inventártelas), las tienes que dejar y el resultado es malo. Judit Guitart me recibió en su casa dominada por la complicidad prematura. Lo primero que vi encima del mueble de cerezo fue la entrevista que le había hecho Chus Soriguer, enmarcada. En la mesita baja, El loco del tranvía, de Mateo Garín. Lo cogí y lo hojeé como si me interesase. Como si valorase toparme con aquel libro allí. —¿Lo conoces? —me preguntó ella. —Sí, por supuesto... —dije yo. Se le iluminó la cara de abandono y emotividad. —No me cuentes nada del final, ¿eh? —pidió con voz de títere y con la sonrisa que ponen las señoras cuando dicen que van «un poco piripis»—. ¡Que voy por el capítulo ocho, no seas spoiler! Me tiene superenganchada... Yo tenía fresco a Mateo Garín, porque cuando Sánchez me dijo que él escribiría mi historia de Antonieta, fui a la librería Bosch a buscar Ojos profundos, demasiado salvajes, La piel del plátano y ese sobre Franco en Hendaya, que ahora no me acuerdo de cómo se llama (¿cómo se llaman los cuatro componentes de los Rolling Stones?). En realidad no crea que compro todos estos libros que le digo. Como recibo muchas novedades editoriales, la mayoría de las cuales no me interesan, empezando por las que publica Artemisa, lo que hago es cambiarlas en esta librería (pero, por favor, no diga nada) por otros libros que sí me interesan. Si un día quiero tener un diccionario (me gustan, no tengo mucho vocabulario y a veces me obligo a leer definiciones al azar), pues voy con unas cuantas Exfumadora compulsiva y lo cambio. Ya sé que es como comprar en el top manta o descargar música, no estoy orgullosa de hacerlo. Me lo enseñó Matamala y me parece que todos los negros, los críticos y los periodistas culturales lo hacen (pero no lo digo como una excusa). —¿El capítulo ocho? —dije, como si estuviera haciendo memoria—. Ahora mismo no... —Acaba de morirse su hermana y él tiene que hacerse cargo de la niña... —¡Ah, sí! —mentí.
—Cuando termine este, empezaré La prostituta de Franco. ¿Lo has leído? Me acaba de salir. Es el título que no recordaba. La prostituta de Franco. —Me parece que de Garín me lo he leído todo, excepto el último —volví a mentir—, que lo tengo en la pila de la mesita de noche. Es una excusa que utilizan todos los escritores, por lo que he visto, cuando se encuentran con colegas que acaban de publicar un libro. Dicen que lo tienen en la mesita, haciendo cola, y que lo empezarán cuando acaben el que tienen ahora entre manos. —Ah, La piel del plátano. Es divertidísimo. —Sonrió con los ojos bajos y enamorados—. A ver si hacen una peli y... Porque se merecería tener suerte. Hay un montón de gente que escribe fatal y no para de salir en los medios y él... Moví la cabeza exageradamente arriba y abajo para darle la razón. —Es que los que no salen no quiere decir que... —Blanca Arimon, por ejemplo —me dijo—. ¿Sabes? —Sí. —Un «sí» que denotaba el menosprecio necesario. —Escribe de pena y sale en todas partes... Y él, que es buenísimo (porque es buenísimo), aún está esperando una buena crítica o una entrevista en profundidad. No considero que Blanca Arimon sea peor que Garín, esto que le quede claro. A mí los dos me parecen horribles, cada uno con su estilo de horripilancia, pero es cierto que no se entiende por qué ella sí vende libros y él no. Quizá porque si escribes cosas tan aburridas, la gente te exige que al menos seas simpático y de sexo femenino. Mateo Garín es uno de esos escritores a los que los críticos tratan sin piedad en los suplementos de cultura y con condescendencia en persona, cuando se los encuentran en las comidas de la Institución de las Letras Catalanas con algún editor extranjero (no se las pierde nunca). He visto cómo lo defendían ferozmente los mismos que lo habían despedazado en el suplemento de cultura de la semana anterior. Lo hacen porque tiene una gran obra. Incomprensible, pero grande. Que después de tantos años y tan pocas compensaciones aún siga escribiendo les parece meritorio. Le diré que sus novelas (sean policiacas,
históricas, eróticas, urbanas) siguen siempre un patrón. Hay protagonista femenina (habrá calculado que la mayoría de lectores son mujeres), y esta protagonista es lo que llamamos «una mujer fuerte», a pesar de que, para Mateo Garín, la idea de «fuerte» es que esté muy enfadada. Siempre está de morros, tiene mala leche y ataques de genio descontrolados, pero, aun así, todo el mundo le hace favores. Ella dice lo de: «Por favor, no preguntes, solo haz lo que te pido, ya te lo contaré... algún día». Y a continuación, después de decir esta frase (que no me invento, sale en La prostituta de Franco) a un interlocutor que hace apenas dos días que conoce, el interlocutor le facilita un piso, un coche, dinero o la combinación de una caja fuerte. ¿Cómo lo justifica Garín? Pues a base de monólogos y más monólogos. Pongamos que los dos protagonistas se conocen —ambos de morros— en un bar de la Zona Franca, un lugar feo pero poético. Él inicia el monólogo mirando a la misteriosa mujer de al lado, que ha pedido, por ejemplo, un gin-tonic «pero con un solo cubito». (Para demostrar que son detallistas, siempre hace que las bebidas que piden sean quisquillosas: un café cortado, pero en copa, cosas así). «Me gusta este bar», dice él. «Vengo aquí desde pequeño. El olor a fritanga me reconforta, ¿no te gusta a ti el olor a fritanga?». Ella, entonces, hace un gesto de me da igual y él coge aire para continuar. Y venga monólogo, hala monólogo, toma monólogo. Él le dice que trabajaba en una imprenta al lado de ese bar (hoy desaparecida) y, cuando echa de menos el olor de la tinta de las letras (también le encanta el olor a tinta), viene aquí a tomar una copa. Y ya salen juntos del bar y quizá hacen el amor en un lugar sórdido, pero también emblemático. Por ejemplo, la imprenta abandonada, todavía con algunas letras por el suelo, que se marcarán en la espalda de ella, formando una misteriosa palabra que él pronunciará antes de morir. Y esta imprenta servirá para que ella acuda a pensar, después de que él muera (en un accidente estúpido, «porque la vida es básicamente estúpida»). Para construir personajes les añade manías: a él le obsesionan los mapas, siempre observa mapas. O cuida jilgueros y los lleva a los concursos. O le gustan los muebles de PVC y colecciona catálogos. O sabe mucho de informática y no le supone ningún esfuerzo descifrar códigos e introducir virus en los ordenadores ajenos. ¿Se acuerda de que le he dicho que a veces percibo olores de cosas extrañas? En realidad no he querido extenderme sobre ello porque me da rabia que le parezca una «característica» del personaje (que soy) al estilo Garín. Cuando construye secundarios usa el mismo sistema: hay uno que trabaja en el peaje de una autopista —un lugar la mar de alienante—, pero entre cliente y cliente tiene tiempo de leer clásicos rusos y centroeuropeos supervivientes del holocausto que cita de vez en cuando a los conductores asustados. Otro es un
adolescente que guarda las uñas cortadas en una cajita de metal bajo la cama, junto con unos cromos de fútbol de Manchón y Kubala. Y con esto, los monólogos (en las novelas de Garín todo el mundo escucha con mucha atención los monólogos), una violencia que no moleste pero totalmente arbitraria (ella, que tiene un gran sentido de la justicia, le da un puñetazo a un borracho que se había puesto pesado con una prostituta en un bar), sexo creativo y diálogos urbanos donde de vez en cuando se diga «¡Mierdamierdamierda!», ya lo tiene. Usted dirá que le hablo así de Garín porque me dio rabia que Sánchez le diera el trabajo a él, y lo comprendo. En parte es verdad. —Voy a preparar un té —me dijo Guitart—. ¿Quieres? Y trajo una cajita con un montón de latitas de colores y me preguntó si prefería uno de jazmín, más aromático, o uno de roca, más fuerte. A mí estas cosas me dan vergüenza. Se me pone la carne de gallina de vergüenza. De la abuela muerta sabía muy poco, por no decir nada. Me dio una carpeta con un montón de fotocopias de fotos y cartas, pero que no eran del periodo de la guerra, eran de antes, de cuando la abuela conoció al marido (en el baile del pueblo). Lo que me contó en cuanto pudo fue su historia con Ousmane Diouf, que usted ya conoce. En un momento dado entró en el despachito donde tenía el ordenador y salió con un bolso de Prada, que me regaló. Los regalaba a todo el mundo. —¿Podría hablar con su madre? —le pregunté—. Es que no consigo interpretar las notas de Paul Adams sobre ella... —Ah, ya. Lo que pasa es que tiene alzhéimer. —Ah. Pero igualmente... —La tenemos en un asilo. La tengo. Porque en casa... Necesitaría una mujer de día y una de noche y no puedo pagarlo. —Pero ¿Paul Adams habló con ella? —No, no. Es que está... —Y se llevó el dedo a la sien, que dejó quieto mientras movía ligeramente la cabeza y arrugaba la boca, esta vez como un teleñeco. Puede que quisiera hacer el gesto que hacen los niños para indicar que alguien
está chalado, pero se reprimió a tiempo. —Pero tendría que ir a verla —dije. Me parecía que con lo poco que me había dicho no tenía material y como buena negra me disponía a extraer proteínas de donde fuese—. O tal vez hablar con algún familiar suyo... Hermanos, parientes... —Parientes, no... Solo hay una hermanastra, que sería la hija de la segunda mujer, y no... Me había imaginado que el asilo estaba en Barcelona, pero resultó que estaba allí, en el Penedés. Y resultó que el asilo era el Buen Reposo, el mismo donde estaba el hombre que había matado a Antonieta Gelabertó. Era lógico que la mujer estuviese allí si había vivido allí. No debía de haber muchos asilos por la zona, quizá ningún otro. Pero pensé que aquello sería un golpe de efecto para el libro. La hija de la muerta y el verdugo se cruzaban en los pasillos, los sentaban en la sala de la televisión, tal vez juntos. Ellos no lo sabían gracias al alzhéimer, bendito fuese. ¿O sí lo sabían? ¿Tenían algún momento de lucidez? ¿El verdugo veía a la hija de la muerta, la hija de la muerta veía al verdugo y se acordaba de lo que había ocurrido? Otra vez la excitación, las ganas de hacerlo yo sola. —Tendría que ir, me gustaría verla aunque no hable. Describiría el asilo, por supuesto. Ahora, por causa de esta coincidencia, todos los detalles ya eran poéticos (la otra vez no había apuntado nada, no pensaba utilizarlo como escenario). Los carteles gigantes del jardín con fotografías de abuelos sonrientes que olían flores con sus nietos (flores del jardín del Buen Reposo) y parejas de abuelos enamorados que miraban con satisfacción el horizonte que simbolizaba la vida plácida que les esperaba hasta el día de morirse. Junto a las fotos, las prestaciones del establecimiento, que yo recordaba de memoria (Priklopil, Praia da Luz): «Estancias permanentes y temporales, convalecencias posoperatorias, respiro familiar». El caso de Judit Guitart era «respiro familiar».
24
La joven Antonieta Gelabertó Pedrola no era una belleza, ya se lo he dicho también. No puedes decir que fuese fea, tampoco puedes decir que fuese guapa. Tiene sobre todo cara de antigua. Las fotografías que me ha traído Guitart muestran a una mujer que cuando está seria parece enfadada. Tiene pocas arrugas (ya ves que, de mayor, si hubiese llegado, su problema habría sido más bien la flacidez), pero las que tiene son surcos casi masculinos. No le favorece el peinado de la época, hacia atrás, pero incluso usted, que es tan guapa, si se peinase como ella no lo sería tanto. Tiene un surco que nace en la nariz y muere en la comisura del labio. Es el surco que tienen los ladrones de los dibujos animados. Un surco severo. Pero tampoco se puede decir mucho más solo por las fotos. Puede que no le gustara que la retratasen, puede que le diese vergüenza, no se puede decir nada. Sabemos que Antonieta era huérfana y que en casa del matrimonio vivía el padre de él, de su marido. Y sabemos que ella dejó huerfanita a su hija, Ángela. Pero podemos pensar que para los huerfanitos de entonces no tener madre era más habitual. Sabemos que el padre le rapó el pelo (o el barbero, o una vecina habilidosa, quizá un esquilador de ovejas), como se solía hacer en aquella época con las huerfanitas. También sabemos que el padre se volvió a casar con la maestra del pueblo, que también era viuda, esta sí, viuda de guerra, con la que tuvo otra hija, Rosa María. No sabemos si la nueva mujer trató bien a la niña, habrá que pensar que sí, ¿no le parece? Será mejor pensar que una madrastra tratará bien a la cría de su marido, aunque sea de otra mujer. Podemos pensar que, si era maestra, es que le gustaban los chiquillos. Sabemos que no era muy agraciada (yo diría que se parece a la otra, a la muerta, pero no sé si es porque las dos son mujeres de los años treinta o si es porque era el estilo de mujer que le gustaba a Jacinto Alzamora) y que cuando él le habló de casarse dijo que sí. Dos viudos que se casan. Hay alguna foto de la boda, sin ninguna parafernalia, él con una banda negra en el brazo, en señal de luto por la anterior esposa. La nueva mujer se fue a vivir a la casa solariega y probablemente ocupó la misma cama que la otra, con las mismas sábanas y el mismo colchón. ¿El mismo lado? Sí. El viudo seguro que no cambió de lado por la nueva mujer, ni siquiera se le debió de ocurrir.
Hay una razón por la cual podemos pensar que acabaron llevándose bien, la niña y la madrastra, y que el recuerdo de la madre muerta se fue borrando, borrando hasta que a la criatura no le quedó memoria alguna. La niña estudió en la escuela Normal. Quiere decir la escuela de maestros (yo no sabía que se llamaba así, por eso se lo cuento a usted, y espero que no piense que la tomo por una indocumentada). Fue maestra como la madrastra. La madrastra ya está muerta. La otra hija, que está viva —la tía de Judit Guitart—, no quiere hablar. Antonieta Gelabertó Pedrola se prometió con su marido durante la fiesta de la vendimia. Ella trabajaba en casa de los Batet; él, como le he dicho, me parece, era el hijo del guardés. Era mayor, este es un detalle importante, por eso no fue a la guerra (pero en el libro verá que se dice que luchó en la batalla del Ebro). Durante el noviazgo se escribieron muchas cartas. Él es más austero, pero se entrevé tierno. Se escriben primero de usted, luego él le pide permiso para tratarla de tú y ella se lo da. Son francos, los dos, en cuestiones amorosas. Pero, por supuesto, no llegan a la pornografía ni a nada demasiado explícito. Es normal que nos parezcan ingenuos. No tuvieron más hijos y eso me hace pensar si debían de usar algún método anticonceptivo. El día que estalló la Guerra Civil, el amo Batet hizo esconder las botellas de vino y de champán bueno que tenían en la bodega. (Esto me lo contaron los Rabell). Escondieron las botellas porque pensaron que, si venían los nacionales, se las beberían y, si venían los republicanos, las tirarían (porque a lo mejor el vino les parecería burgués). El marido de Antonieta Gelabertó Pedrola ayudó a hacerlo, todos debieron de ayudar. El ejército republicano confiscó la casa y las viñas de los Batet. Lo colectivizaron. Aquel año recogieron rápido y mal la uva. El siguiente, ya no. Los payeses de la casa seguían trabajando en ella, pero a las órdenes del ejército rojo, y era un desbarajuste. Los viejos del pueblo con los que he hablado lo cuentan abrumados, perplejos y algo risueños. «Es que no sabían vendimiar...», me han dicho. O «Como todos eran dueños, no mandaba nadie...». Por lo que me han dicho en el pueblo, cuando entraron los nacionales en casa Batet hubo una escabechina. Todos los hombres que habían colectivizado las viñas fueron fusilados, están enterrados por allí también. Batet hace lo posible para que esto no se sepa. Por lo que parece, era Antonieta la que estaba acostumbrada a resolver las cosas del matrimonio Alzamora. Ella era quien tenía ideas, quien encontraba las
gangas, quien pensaba en los regalos que había que hacer. Según cuenta su verdugo, era una mujer práctica y resolutiva. Ahora durante la guerra, era ella quien hacía las colas para la comida. Era ella quien se preocupaba por saber si en tal sitio habían dicho que quizá, si te dabas prisa, repartían galletas. Quien hablaba y hablaba durante horas con un tendero, y quizá le sonreía un poco, para que le vendiese café. Por lo que he podido sacar al viejo Rabell, allí no se pasó hambre, pero faltaban alimentos básicos. Antonieta, pues, decidió ir a robar uvas. Seguro que pensaba en la alegría que se llevarían el marido y la niña si les llevaba uvas de las viñas de los Batet de postre. Se imaginaba que era fácil, de noche, entrar allí y robar un pequeño fardo. Solo un puñado y qué alegría, la niña, comiendo uvas. Y el marido. «¿Cómo lo has hecho?», le preguntaría. Y ella se reiría, le diría: «Tú come y calla», pero riéndose y riéndose. Los tres sentados a la mesa comiéndose las uvas (le ahorro detalles de época al estilo Blanca Arimon, como que lo harían a la luz de la bujía). Y él habría preparado algo para comer antes. Cerrajas de la vía del tren (una hierba que se ve que comían a falta de otra cosa) cocidas y una patata con piel, porque pelarla ya era un pecado (por lo que dice la nieta, él cocinaba, ella apenas sabía, ya ve usted lo modernos que eran). Y de postre, las uvas. Cuánto se reiría la niña, que tal vez tenía el recuerdo de antes, de las uvas, que estaban tan presentes en sus vidas que no le hacían mucha gracia, le gustaban más otras frutas. Qué pena le daba la niña si se ponía a pensar en antes de la guerra, en ellos dos, que habían dejado tantos platos a medio comer, que a veces habían dicho que no, que no querían postre, que solo querían café y nada más. Le dijo al marido que sabía de un sitio donde repartían una cosa. Que no se lo quería decir, porque era una sorpresa, pero que había que ir de madrugada. Él se asustó. No quería que ella corriese ningún riesgo en el pueblo, todo lleno de milicianos. Si había que ir a hacer cola, él quería acompañarla. Pero ella le dijo que no y que no, que se quedase con la niña, que aquello que se repartía se lo darían a ella porque era ella. Que confiara. Y él que no, que no, que a una mujer sola de madrugada podía pasarle cualquier cosa, la podían confundir con una espía, lo que fuese, podían matarla. —¡Voy aquí al lado! —gritó exasperada. Y al final él la dejó hacer y ella salió de madrugada con un pañuelo en la cabeza y otro de hatillo en las manos, como si fuese una vieja que había madrugado, no para ir a misa, claro. Y antes de salir le dio un beso y cogió los carnés, porque ya lo sabe usted que iban con más de un carné por si acaso. (Esta parte del relato, la de los carnés varios, el de la FAI, el del POUM..., la ha escrito Adams, en el libro de verdad).
El camino partía la viña en dos partes. Extensa. Únicamente tenía que agacharse, entrar, llenar el pañuelo de hatillo con uvas de las viñas más cercanas (aunque no las que daban al camino por si alguien la veía) y marcharse lentamente, como si no hubiese hecho nada malo. Y tenía tantas ganas de volver a casa con el botín, de verles los ojos abiertos, de ver cómo comían que se sentía ligera. Llegó a un punto del camino bastante escondido. Escuchó. Ningún ruido. Se agachó, hizo todo lo que había planeado. Llenó el pañuelo (cesto no llevaba, habría llamado demasiado la atención). Basta, no tenía que ser avariciosa, ya volvería mañana, ahora era mejor darse prisa. No se comió ni un grano. Quería probarlas con ellos. Era capaz de hacer cosas así. De no comerse ni uno por esperarlos. Yo habría hecho eso para que comiera la niña, a pesar de que me ha dicho Matamala que seguro que no pasaban necesidad, que en los pueblos era distinto que en las ciudades, que allí había huertos y animales domésticos. Quiero decir que si fue a robar uvas, quizá no fue por una cuestión de vida o muerte. Eso para mí tiene más mérito todavía. Les quería dar una sorpresa, la pobre. Cuando se iba notó una presencia a su espalda. Se giró. Era un muchacho que no conocía, no era del pueblo. El vigilante de la viña. Era joven, sabemos que tenía veintisiete años. Tenía la cabeza muy cuadrada y la nariz muy roja, pero pese a ello había en él algo femenino. Tal vez la cara tan fina. Ella comprendió que el hombre hacía rato que la había visto y simplemente había esperado a que llenase el pañuelo. Esto le hizo albergar esperanzas. Si le había dejado llenarlo, tal vez le dejaría llevárselo. —Tengo una hija pequeña... —dijo. —Lo comprendo, lo comprendo —respondió el muchacho. Y ponía una cara muy dulce. —No volveré a hacerlo. Mi hija está muy débil y necesita fruta... —Que sí, mujer —decía él. Y el tono era de afabilidad. Quizá no era del pueblo expresamente, para que no tuviese la tentación de dejar ir a todo el mundo a robar. Se sintió contenta del poder de persuasión que tenía. Aquel muchacho le podía haber pegado un tiro y la dejaba ir. —Muchas gracias.
—Venga por aquí, mujer, venga —le pidió él. El tono seguía siendo el mismo, pero ahora ella se sintió amenazada. —No hace falta, muchas gracias, no volveré a hacerlo, se lo prometo, y muchas gracias, muchas gracias. —Venga, venga. Le alargó la mano y le cogió el fardo. Ella tuvo que seguirlo. Llegaron a un bancal. Allí el hombre tenía una silla. Era una silla de madera verde y asiento de mimbre, con unas florecitas pintadas en el respaldo. (Un día debió de llevarla allí para poder vigilar más cómodamente, como deben de hacerlo, también un día, las prostitutas de carretera con los sofás y las sillas de cámping). Dejó la escopeta en el suelo y se sentó. Dejó las uvas al otro lado. —Yo ya entiendo que pasáis necesidad... —dijo el hombre. Y ya le hablaba de tú. —Sí, esta guerra... —Adoptó un gesto humilde, de pobre mujer. —Pero si os dejo robar a todas, nos quedaremos sin uva y a mí me perjudicáis mucho. Que dijera «todas» la alarmó. ¿Eran las mujeres las que robaban uvas, más que los hombres o los niños? —Las que queráis uvas ya sabéis que tendréis. Pero no puedo dejar que os vayáis así como así. —Perdone —dijo ella. Y lloriqueó—. Solo que me deje llevarme un racimo para la niña... —Todo, podrás llevártelo. Todo. Hubo todavía un tira y afloja hasta que el hombre se bajó los elásticos y se desabrochó los calzones (los llamaban calzones, a los pantalones), que eran calzones de campesino, de color gris. Ella se puso a llorar, esta vez de verdad. —No, no —dijo.
—La uva ya la has cogido. Ahora, paga —ordenó él. Y de repente se le vio el hombre brutal que podría ser. La mujer se arrodilló delante de la silla. Se arrodilló muy deprisa, porque pensó que era mejor para ella no tenerse que tumbar y tenerlo encima que hacer aquello que iba a hacer. Él ya se había abierto de piernas y se estimuló con dos movimientos mecánicos y efectivos. —Venga, toda tuya —dijo. Y cogió la escopeta. No habría hecho falta—. Luego te llevarás la uva. La mujer se inclinó hacia él. —Espera —dijo él, entonces—. Quítate un poco de ropa. Hizo un gesto que a ella la hizo chillar. Le puso el cañón de la escopeta en la blusa. —¡No grites, que me comprometes! —gruñó él, muy brutal, pero afable. Y la desabotonó. Los dedos le temblaban, él también estaba muy nervioso—. Hale, venga. Ella lloraba. Pensó que llevaba una combinación ajada y que quizá él, cuando la viese, la querría matar. —Más, más, quítatelo todo —dijo al final. Y ella se desnudó entera. Fue doblando la ropa a su lado, como si doblarla le garantizase que después se la podría volver a poner, porque no la mataría, y en cambio, si la dejaba de cualquier manera, fuese más fácil que él, una vez satisfecho, le disparase un tiro en la boca o en el culo o en cualquier otro sitio más cruel que el corazón, pero igualmente mortal. —¿Cómo te llamas? —le preguntó el hombre. ¿Y qué tenía que contestar? Todo el mundo la llamaba «Antonieta», el diminutivo había perdido todo el sentido. Antonieta ya era el nombre. Solo habría contestado «Antonia» ante una autoridad. Y también habría dicho los apellidos. Antonia Gelabertó Pedrola. Pero ¿ahora qué tenía que contestar? No podía decir «Antonieta», la familiaridad era intolerable y peligrosa, invitaba a aquel muchacho a hacer lo que quisiera, a tener derecho a ello.
—Antonia Gelabertó —contestó. —Vaya saldo —dijo él después de mirarla—. Eres feúcha, ¿eh? Ella hizo una mueca de llanto. —Estas tetillas... —continuó— parecen unos interruptores de pera. —Y su gesto fue de contrariedad—. Venga, Antonia, a ver qué sabes hacer. Ella cogió aquel pene en cierto modo infantil. Era un niño, comparado con ella. Esto hacía que todo fuese más brutal. —Con la boca —ordenó él. Ella obedeció. Chupó, pero también pensó que no podía chupar con mucha destreza, porque si el hombre la consideraba demasiado puta, quizá la mataría o querría más. Pero tampoco podía no complacerlo, porque entonces quizá se le querría poner encima o la mataría por poco esforzada. Pensó en la niña, en su marido, en que tenía que llegar feliz, sin que adivinasen nada, él sobre todo, porque si lo adivinaba, se querría matar. Lloraría. Era un hombre que lloraba, a veces. La encontraba tan guapa, tanto, que si hubiese sabido que ahora aquel vigilante le había dicho que era feúcha, se habría dado golpes contra la pared, habría tirado muebles, habría hecho cosas de fiera feroz. Acabó en seguida y procuró que el hombre no viera que no se lo tragaba. Se secó los ojos y cogió la ropa. Se vistió delante de él, como si pasase un examen. Ahora únicamente pensaba en su marido y en la niña. ¿Qué había sido aquello? Nada. ¿Qué significado tenía? Ninguno. Que la hubiese violado sí que habría sido terrible. Aquello, nada de nada. —No te olvides las uvas —dijo el hombre. Ella ni por un instante se había olvidado—. Ten, toma. —Y le ofreció un racimo. —Me espero a casa —respondió ella. —Mañana ya sabes lo que tienes que hacer —ordenó él—. Ven a la misma hora y silba. No me engañes porque te podría matar. Sé quién eres, Antonia, si no vienes te mataré. Salió de allí eufórica y llorosa. Hizo un ruidito con la boca, muy parecido al
grito de dolor acostumbrado que hacen los enfermos crónicos de los hospitales o los locos. Corrió. Corrió y yo me imagino que esta vez, de vuelta, no tomó ninguna de las precauciones que había tomado a la ida, porque acababa de pasar un peligro y no se le ocurría que pudiese haber otro. No había pasado nada. Al día siguiente volvería allí. Aquel hombre no era del pueblo, era del pueblo de al lado, aquello no se sabría nunca. Anticipó el momento de llegar, de abrir la puerta. Mientras buscaba la llave bajo la maceta, ya pensaba que ese era un precio barato por las uvas. ¿Qué significado tenía lo que acababa de hacer? ¿Por qué hacer aquello era más humillante que limpiar escaleras? ¿Por qué tenían que tener uvas otras mujeres del pueblo y ella no? Vaya saldo. Vaya saldo. ¿Era guapa como decía su marido o era un saldo como decía aquel? Era las dos cosas. Podía ser una mujer preciosa o una mujer muy fea en un instante o en otro. No sabía de qué dependía. Abrió. Él estaba despierto, la niña aún no. —¡Mira! —exclamó. Y le enseñó el pañuelo. Él se quedó maravillado. No estaba sulfatado, claro, ahora ya, con la guerra, no lo hacían. La abrazó. Quiso saber detalles. ¿Cómo estaba tan segura de que no habría ningún vigilante? Ella entonces se echó a llorar como si fuese porque estaba contenta, y era, en realidad, por aquello que había hecho, para que no se notase que había llorado, vaya saldo. Tendemos a pensar que nuestros antepasados tenían pensamientos menos elaborados que nosotros. Imaginamos a toda aquella gente que hizo la guerra como adolescentes inocentes, alegres y primarios. Leemos sus cartas, enumeramos todas las cosas que no hicieron (imaginar que existirían los teléfonos móviles, viajar, sexo creativo, utilizar expresiones como «mi yo» o palabras como «objetivar», «relativizar») y, sobre todo, los analizamos con la perspectiva de quién sabe qué les pasó. Sabemos que perdieron la guerra, es fácil, ahora, dar categoría de símbolo a las veces que escribieron: «No sé si viviré o si me moriré, cuida de madre...». Tendemos a pensar que no amaron a sus hijos como nosotros, de la misma manera que lo pensamos, también, de los pobres que piden caridad, de los indígenas de selvas recién deforestadas, de nuestras señoras de la limpieza, que han dejado a sus hijos en Colombia. Yo no los dejaría, decimos. No somos malos, no somos poco empáticos, lo decimos con
toda sinceridad. Nos parece, y no puede ser de otra manera, que no son como nosotros. Que sus penas y alegrías, sobre todo las penas, están filtradas como por un telón de terciopelo. Imaginamos, de estos abuelos, que se casaron menos locos de amor que nosotros. Que se amaron, que tuvieron ganas de sexo, pero que no tuvieron un enamoramiento «moderno». Como los imaginamos a todos como parte de un grupo homogéneo (esta generación, la llamamos), las pequeñas aristas de alguno de ellos se magnifican y celebran. El abuelo estaba enamorado de la abuela. ¿Por qué lo sabemos? Porque lo decían, no es normal. Qué extraño, el abuelo estaba enamorado de la abuela, no estaba previsto, no es como ahora. —Mañana volveré —dijo a su marido. —No, no. Ahora quizá notarán que ha ido alguien, verán que hay huellas, verán que has cogido uvas, esta noche seguro que habrá alguien. —No hay nadie porque hace días que vigilo —contestó ella. —No vas a volver —dijo él. —Muy bien —asintió ella, en el tono de quien le da la razón a un loco—. Encima nos vamos a pelear. Al día siguiente volvió. ¿Qué podía hacer? Dejó las cosas que había llevado junto al camino. Se fijó en las plantas que había por allí: tomillo, romero. Cada detalle parecía trascendente. El muchacho ya la estaba esperando. Verlo le hizo estremecerse de miedo. Nunca había tenido tanto miedo. —Así me gusta, puntual —dijo él. Ella lloró de nuevo. —Venga, no llores, que todas os ponéis a llorar y no es para tanto. ¿Estaban buenas las uvas? ¿Le gustaron a la niña? Ella dijo que sí con la cabeza. Él le puso la mano en la cara y la hizo arrodillarse. Ella, entonces, ya empezó a quitarse la ropa. Primero la blusa. Luego la
combinación. ¿Sería la misma del día anterior? Cuando se vestía aquella mañana, que no sabía que sería la última de su vida, ¿se vistió pensando que tendría que examinarla aquel muchacho? ¿Escogió la ropa? ¿Ni muy vieja, ni muy nueva, ni muy bonita, ni muy fea? Vaya saldo. La dobló a su lado, como el día antes, y acercó la cara (los ojos llenos de lágrimas y la nariz llena de mocos) a la bragueta del muchacho. Intentó desabrocharlo, él la ayudó. —Tendrás uvas, tendrás muchas uvas —dijo él. Ella se lo cogió, pero el hombre no estaba dispuesto a permitir que no se desnudara entera. —Toda la ropa fuera, toda —le advirtió. Y lo hizo como si le molestara tenérselo que recordar—. Venga, quítatelo todo. Quítatelo todo. Todo. Decir «todo» era como no querer decir el nombre de cada cosa, y en el fondo era más terrible. «Se lo quitó todo». «Lo enseña todo». «Se le veía todo». Ella había dicho esa frase alguna vez, quizá hablando de una niña que se había subido a un árbol. Se le vio todo. «Todo» era «aquello que no se podía ver». La combinación. —Tengo frío —dijo ella. Y chupó, como para hacerse perdonar la desobediencia. Pero cogió el pene y lo sacudió. Él cerró los ojos. Entonces se oyó ruido. Un pelotón llevaba gente a matar allí, a las viñas de al lado. Y él, asustado por si los compañeros descubrían lo que había hecho, le disparó. No quería hacerlo. Lo hizo para que los otros hombres no pensasen que daba uvas a las mujeres a cambio de sexo. Si se enteraban, lo matarían a él. Los otros gritaron. Él también gritó. Quedó todo explicado. La mujer estaba robando uvas y él le había disparado. La vistió de cualquier manera. Qué pena, el marido y la niña, cuando se enteraron. Una niña de tres años es como la mía, la mami es su mundo. Aún no intuyen la muerte del todo. La de los animales, puede, pero la de una madre no. No dan ninguna importancia a matar una mosca y cuando ven en la tele que alguien se muere se creen que se queda dormido, es un juego. De antes de los tres años no recuerdas nada, dicen, cuando eres mayor. Tantas cosas que han pasado, el día aquel que le reñí, cuando le tiré los zapatitos, el día que se rio por primera vez de una broma lingüística. De eso no se acordará si no ve fotos o no se lo cuentan. Ahora cree que recuerda cosas porque se las hemos contado. Me duele decir «hemos» cuando ya no se las contamos. Él se las
cuenta los fines de semana, yo se las cuento entre semana. Pero este hombre, el marido de ella, tan ceñudo en las fotos, tan vigoroso, tan en cierto modo tierno, de un tierno nunca femenino, debió de decirle a la niña lo que había pasado. «Tu madre —(¿dirían «madre» o «mamá»?)— no está, ya no volverá». Y alguna mentira piadosa, como que estaba en el cielo con las estrellitas. A los niños se les habla con diminutivos, estrellitas, mira las estrellitas. Y aquella criatura tal vez no lloró, al principio. O lloró, pero no con pena, sino con rabia. «¡Quiero a mamááá!», se debió de quejar, porque aún no entendería que su mundo se acababa de acabar para siempre. Acababa de acabar. Luego puede que lo hiciese con más tristeza. La tristeza cansada de los niños cuando empiezan quizá a intuir algo. Debieron de alarmarle las lágrimas de su padre (si es que lloraba) o bien su ira. Las vecinas piadosas. Me imagino que el hombre debió de dar patadas de rabia a las cosas. «Le dije que no fuera, pero ella quiso volver», debía de gritar. Y después, raparle el pelo a la niña, y los hilos negros, como he visto en las fotos. Esperamos con todas las fuerzas que no supieran lo que había hecho la madre para tener las uvas, él no lo habría entendido, se lo habría tomado como una traición. Pero estas cosas se saben, se acaban sabiendo. Debió de vestirla y enterrarla de cualquier manera, debieron de quedar prendas desperdigadas por allí, quién sabe cuáles. El hombre del asilo paseándose por el pueblo lleno de remordimientos, él no quería. El padre de la niña pensando maneras de matarlo, pero descartándolas todas, porque no podía dejar a su hija sola en el mundo, en el hospicio. Me imagino que ella lloró quizá cuando comprendió que le cortaban el pelo. La mía lo haría, le hace tanta ilusión tener el pelo largo... Y poco a poco la niña iría olvidándose de su madre. No hay recuerdos de los tres años. No se acordaría de nada cuando tuviese cinco, diez. El padre sí, por supuesto. El padre viviría con una amargura ya por siempre incrustada. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué había tenido que morirse y dejarlos solos en el mundo por un puñado de uvas? Y no podría recordar la noche anterior, tan felices que habían sido los tres. Qué ingenua, volver al campo, pienso yo. ¿Qué habría pasado si no hubiese vuelto? Nada, el hombre no la habría ido a buscar. Cuando piensas en alguien que se muere joven, se te hace extraño pensar también que todas las cosas por las que se ha esforzado ya no servirán de nada. ¿Un día su padre la regañó porque no se comportaba bien en la mesa? ¿Para qué? Si ahora ya estaba muerta para siempre, era irreversible, ya no estaría allí nunca más, ¿qué importancia tenía regañarla, haberle enseñado a hablar? Esta es la historia de Antonieta Gelabertó Pedrola. Una gran pena. A mí me da pena, vaya.
25
La primera reunión con Mateo Garín fue en un restaurante de la zona alta, uno de esos restaurantes que ahora se han puesto de moda, que se supone que son tradicionales, pero los lleva un gran cocinero que tiene otro restaurante vanguardista. En Barcelona hay tres o cuatro y todos tienen nombres similares: el nombre o el apellido del cocinero famoso y detrás un sustantivo que sugiera «cocina de siempre», no cocina moderna. Castro Sabor de Antes, De Müller Clásico... Uno de esos restaurantes de manteles blancos donde por defecto te ponen una croqueta, cuatro anchoas y pan de coca tostado con tomate. Quedamos allí con la viuda, que se llamaba Jacinda (era un nombre que me sonaba y no sabía de qué; ¿de qué?), Judit Guitart, Garín, Cati Rodés y Sánchez. A la viuda se la veía resignada y probablemente aliviada por la muerte del marido. Sobre todo se entendía que necesitaba el dinero y que no se podía permitir el lujo de pedir a la comisión que aparcara el proyecto y la dejase sola con la pena y las deudas. Nos sentamos a una mesa redonda. En los ojos de Mateo Garín se podía ver la ilusión de la justicia que finalmente se había hecho con su persona. Hoy formaba parte del gran mundo, lo invitaban, por fin lo reconocían. Por fin un camarero le pondría tostadas de pan con tomate en el plato del pan con unas pinzas. Se había lustrado los zapatitos, que, por cómo estaban arrugados en las zonas donde el pie hace juego, se veía que se ponía cada día hasta que los destrozaba, momento en el cual se compraba otros. Estrenaba camisa de Pull and Bear (lo sé porque, del cuello, aún le colgaba el plástico blanco en forma de T que sujeta la etiqueta). Un camarero nos preguntó si queríamos tomar algo y todos dijimos que no, que no hacía falta, excepto él. —Yo le aceptaría un vasito de agua fresca, si no le importa —y se aclaró la garganta como si estuviese afónico y el vasito fuese necesario— y una copita de cava. Copita. Había gente que podía decir «copita», «copita de cava», que le daba igual qué cava, que le daba igual beber que no beber. —Yo quiero agua con gas con hielo y limón —dije, como cuando estaba
embarazada y me hacía la ilusión del gin-tonic (pero entonces era plácido no beber, sería por poco tiempo, lo hacía por ella). Y cogí la copa de vino y se la di al camarero para que se la llevase, no podía esperar a que me preguntase, no podía esperar que tardase en llevársela. Mi violenta manera de no beber dejaba helado a todo el mundo. Y ahora me verían comer y comer como los perros, sin saborear, zampando, engullendo, era lo único que me quedaba. En la editorial habíamos publicado, hacía mucho tiempo, el libro de un exalcohólico que contaba cómo dejar de beber. No se vendió y me alegro. La portada era una ofensa: una copa de cristal y al lado una rosa que tenía aproximadamente la misma forma. Cualquier bebedor «de calidad» como Matamala veía aquella copa y automáticamente, dice, pensaba en un vino mediocre. Era una mala copa, pensada únicamente para que tuviese la forma de la rosa. El autor iba desmontando supuestas verdades sobre el beber: «Me ayuda con el estrés, me relaja, me hace más sociable...». Pero ¿y qué pasa conmigo? Me gustaría aunque no emborrachase. Me hace feliz, ya soy desinhibida, ya estoy relajada, pero ¿cómo puedo vivir lo que me queda de vida sin alcohol? He bebido sola. ¿Con quién tendría que desinhibirme? Mateo Garín dio las gracias por su copita, volvió a pedir agua fresca (que, para su gusto, se demoraba) y ofreció un sorbito de la copa a Guitart. Efectivamente, eran pareja. Ella lo probó, hizo una ligera mueca (de persona con ideas propias sobre el cava) y dijo al camarero: —Le falta un poco de frío. Pobre. No creo que fuese cierto. Antes, cuando nos presentamos, él le había dado la mano a la viuda y había dicho su nombre, «Mateo Garín», y comprendí que lo hacía siempre. Que siempre decía su nombre y su apellido, le faltaba el éxito para vivir en equilibrio y debía de parecerle que ahora estaba a punto de conseguirlo. Se había afeitado (siempre llevaba barba) y, cuando llegó al restaurante, pude leer en la cara de Judit Guitart la extrañeza y una cierta repulsión. Lo adiviné; no lo había visto nunca sin barba, y sin barba y tan calvo parecía una de esas marionetas que salen en el canal infantil de la tele pública, que nunca son realistas, sino hechas con material reciclado o inesperado, como un coco, una escoba, unas gafas para ir por debajo del agua. Él era como un huevo con labios (unos labios que sugerían alguna perversión sexual oculta).
Resultó que no hacía falta elegir la comida, porque había una especie de menú por defecto. En seguida, Cati Rodés dio el pésame a la viuda y habló de la importancia de preservar y dar a conocer el legado de su marido. Me presentó a los demás como la documentalista de confianza de Paul, la que mejor lo conocía, su mano derecha. La viuda me miraba con desconfianza y agradecimiento. Yo no sabía si ella sabía que yo había escrito el texto de su marido. —Gracias —dije por decir algo. Y no podía dejar de pensar en el nombre de Jacinda—. La acompaño en el sentimiento. Yo tenía el puño sobre la mesa y ella me lo agarró, de esa manera que se hace cuando quieres consolar o dar ánimos. Temí que se pusiese a llorar. —Ah, un día de estos tengo que ver a Carlos Mochi —comenté para distraerla. A pesar de que no era del todo cierto. Matamala me había preguntado si le podía conseguir tres entradas para ir a verlo con las niñas y le prometí que lo llamaría para pedírselas. No me cuesta nada. Siempre me las ofrece, es buen tipo. —Ajá —dijo ella con una sonrisa neutra, de persona acostumbrada a oír hablar de gente que dice que te conoce y que tú no sabes quién es. —Carlos Mochi —le aclaré yo—. El imitador. El de la biografía que usted... — Me interrumpí. No sabía de qué le hablaba. —Ah... —Hablaba con el mismo acento pulcro que su marido—. Ahora mismo no... Es que no tengo televisión. —Es un genio —dijo Judit Guitart. Y Mateo Garín hizo una mueca que significaba que no estaba de acuerdo con ello. Ella agachó la cabeza con recogimiento y modestia. No daba una. Únicamente habían coincidido en el hecho de que les gustaba el grupo cómico Monty Python. Yo miré a Oriol Sánchez, que estaba jugando con el móvil, y él me miró a mí con cara de no entender qué me pasaba. En seguida propuso que leyésemos en voz alta algunas de las páginas que Paul me había dictado. Yo fui la encargada de hacerlo. «Cadáveres sin nombre en el mapa, muertos y más muertos durante los tres años de guerra, muertos y más muertos y más muertos y más muertos durante los siniestros años siguientes de paz». Así comenzaba. Lamento parecer una sin escrúpulos, pero me sentía asqueada y entusiasmada al mismo tiempo. Hacer aquello me repelía y me excitaba. Aunque yo pueda pensar —y de verdad
que lo pienso— que es una gran pena todo lo que pasó, y que la historia de Antonieta Gelabertó Pedrola es muy triste (su pobre niña rapada), me consideraba amoral, pero también me sentía bien. Veía los ojos de Judit Guitart emocionados. ¿Quién no se habría emocionado? Era Adams quien estaba hablando de esa vida. La viuda sonreía del modo en que sonríes cuando descubres la última broma o la última genialidad de alguien a quien querías y que ya no está entre los vivos. Apretaba los labios. Si no los apretaba, le temblarían, y si le temblaban, lloraría. Guitart cogió la mano de Mateo Garín — ella sí, deshecha en lágrimas—. ¿Quién no habría llorado? Era la madre de su madre. ¿Quién no sentiría pena por aquella mujer? Era una historia real, se suponía, por eso era emocionante. Hacer historias reales te libra de toda sospecha de cursilería, de almíbar. Es la historia que es. No es culpa del autor si resulta que da demasiada pena. Lo único que tiene que hacer él es escribirla con gran austeridad, que es lo que Paul Adams hizo. Seguí leyendo el texto. Para escribirlo, no tuve más remedio que convertir en simbólicos algunos fragmentos de las cartas que no se reproducirían enteras y describir las fotos. Por fuerza, dedicándote a este trabajo, tienes que especular, tienes que inventar. Las cartas son ampulosas, no solo porque Antonieta y su marido se hablan en una lengua que no es la que usan habitualmente, sino también porque tienen respeto a la letra escrita. Ahora imagínese que usted envía un email a su marido pero que lo tiene que hacer en una lengua que conoce perfectamente, pero que no es la que utiliza con él, porque la que utiliza con él es solo una lengua oral, una lengua de segunda, no apta para los documentos oficiales. Que le tiene que decir cosas importantes, como: «Dear Ferran, I love you». ¿Verdad que no es lo mismo? Le pongo el ejemplo porque sería fácil, supongo, coger estas cartas y decir que eran demasiado postizas. Esto sí lo he intentado explicar —en palabras de Adams—, porque me parece que Adams, si no se hubiese muerto, también lo habría hecho. No me pondré a describirle ahora todas las fotos, está aquella de las cucharas de alioli, que me conmueve. Y hay alguna otra en la que parecen muy felices. Una vida de tantas, nada memorable, pero que al final lo fue porque ella se murió en una cuneta, es que no me gusta tener que decir cosas como «tenía tanta vida por delante», pero es la pura verdad, tenía tanta, tenía tantos años para volverse vulgar, para pelearse con él, pelearse con la niña, para odiarlos de vez en cuando (quizá algún día el padre y la niña se habrían compinchado ante una reprimenda de ella, las niñas, ya se sabe, son de los padres)... Pero como la mataron —y usted y yo sabemos por qué y cómo, pobre mujer—, ya para siempre fue aquel recuerdo inacabado. No se hizo mayor, no le salieron pelos en la papada (que se habría arrancado, al principio a
escondidas de él, pero al cabo de los años ya no), no llegó a tiempo de decirle, un día, ya vieja, que roncaba mucho, que no podía dormir, que estaría bien tomar una decisión y dormir en camas separadas, no se hartaron ni se acostumbraron el uno al otro. Escoja cualquier vida que tenga alrededor, la de su criada, la de alguien que menosprecie, la suya con alguna pareja ya abandonada y deténgala un instante, deténgala un día, y póngala en el tren que sufrió el atentado el 11 de marzo en Madrid y aquella vida ordinaria ya para siempre será extraordinaria. Será más extraordinaria cuanto más ordinaria fuese. En una de las fotos van en un carro a hacer una fontada (detrás lo pone: «Fontada a la Salud»). Tuve que preguntárselo a Matamala y resulta que es ir a merendar a una fuente. Es una cosa que se hacía, he visto. En otra, ella está pisando uva, pero se nota que lo hace para que le saquen la foto. Cosas de la vida. Hay algunas de la niña, y yo diría que incluso hay más de la cuenta. Me parece que en esta época no se les hacían tantas fotos a los niños, la razón es lógica: quien quería un retrato iba al retratista. No se hacían con la ligereza de años después, de ahora, con un móvil. Y también las hay de los tres, las típicas fotos familiares de entonces, con la postura estereotipada que debía ordenarles el artista. La madre con la niña en el regazo, un poco mirando a cámara y un poco sintiéndose responsable de ella, esa cara grave que se te pone cuando tienes un crío, aunque seas alguien como yo. Todo el mundo me aplaudió, las mujeres se secaron los ojos, y Oriol aprovechó la emoción para sacar papeles para firmar, porque, dijo, era mejor dejar listo todo el asunto y poder comer tranquilos. Cada uno firmó diversas copias de un contrato donde Mateo Garín (en adelante, el autor) se comprometía con su texto a respetar el texto de Paul. La viuda (en adelante, la representante) se comprometía a ceder el texto de Paul al autor. Judit Guitart (en adelante, la heredera) aprobaba que el autor continuara con el texto que había iniciado Paul (a quien ya había autorizado a usar la documentación familiar) sobre su abuela y se comprometía a hacer lo que la comisión considerase necesario para dar a conocer el libro (de ahora en adelante, la obra). No sé si aquello era el contrato de edición, supongo que no, en todo caso un restaurante no era el lugar donde firmarlo. No pude ver si en el documento se hablaba de dinero. Yo, por supuesto, no figuraba en ninguna parte. Entonces, Mateo Garín dijo que quería hablar. —Me gustaría, ahora que estamos juntos todos los implicados en la aventura y
que —sonrió para que se entendiese que se disponía a hacer una ironía— la comisión ha tenido el buen gusto de invitar a comer a un pobre juntaletras, que ya sabéis que pasan mucha hambre... Un fabuloso volquete de tedio se vació encima de los presentes mientras Mateo Garín explicaba, con la voz un poco temblorosa, monótona y ahogada por la emoción, que él, de hecho, antes de que Paul Adams hubiese empezado a escribir la obra —y esto quería que quedase claro—, ya estaba escribiendo un libro sobre Antonieta Gelabertó Pedrola, porque Judit Guitart había tenido la gentileza de proponérselo. No quería que ninguno de los presentes —y mucho menos la viuda— lo considerase un aprovechado. Miré a Oriol Sánchez. Se estaba impacientando. —Judit me escribió para venderme la moto (perdona, Judit, que lo diga así) y yo primero pensé que se trataba de una lectora más con una historia más. Pero no era una lectora más ni era una historia más. —Eso está muy claro, Mateo —dijo Sánchez—. Ahora lo que es importante es que tú, con tu talento, continúes con el texto de Paul, que escribas quién fue Antonieta Gelabertó Pedrola y que tengas en cuenta que por desgracia vamos contra reloj. —Nos gustaría —lo ayudó Cati Rodés— que contases con toda nuestra ayuda. La de Judit, que ya la tienes, la de la comisión, que está a tu disposición, y sobre todo la de Magdalena, que ya llevaba mucho tiempo trabajando sobre el terreno. Me miró con ojos bajos y yo sonreí. No habría dicho nada parecido de no haber sido por el incidente en las cavas. Rápidamente, Oriol Sánchez le empezó a hacer preguntas relacionadas con el trabajo de escritor. ¿Se dedicaba profesionalmente a la literatura? ¿Cuántos ejemplares vendía? ¿Cómo veía el panorama literario actual? ¿En qué proyecto estaba trabajando cuando recibió el encargo de la comisión? Le he visto muchas veces hacer lo mismo. Lo hizo conmigo. —Hombre —rio Garín—, ¡lo que no tengo es agente! —y expulsó aire como si se riese. Un aire expulsado que venía a decir: «Lo siento, pero yo no tengo pelos en la lengua». Guitart le hizo un gesto de aprobación con las cejas. Acto seguido, juro que no sé cómo, Garín aprovechó la coyuntura para criticar a Blanca Arimon.
—¡Ah, sí! Claro, podemos hablarlo cualquier día —contestó Sánchez en aquel tono distraído que solo les queda bien a los millonarios. Supongo que Mateo Garín se había hecho un guion de la comida. Y en ese guion él era la estrella indiscutible, no un chico que tiene que explicar si vive o no de la literatura. Se había imaginado que podría contar anécdotas relacionadas con el oficio, como la de aquel Sant Jordi, cuando una señora lo confundió con otro autor y él se vio obligado a firmarle el libro del otro autor (siempre hay uno u otro que te cuenta esta misma anécdota). Hacía más de quince años que había pedido la excedencia y que escribía novelas, pero siempre tenía que contestar las preguntas que le harían a un principiante. Comió mucho. Oriol Sánchez no demasiado, Cati Rodés sí y Guitart no, pero se desató con el postre. Se veía que era una de esas mujeres que hacen dieta (les da igual no comer carne, por ejemplo), pero que no pueden renunciar al dulce. Ninguno de los presentes engulló tanto como yo. Cuando nos íbamos, la viuda me cogió del brazo. —Me han gustado mucho las páginas de Paul —me dijo. —Sí —respondí yo—. Están muy bien escritas. —Sí que lo están, son muy buenas... —Sí. —Podríamos tomar un té cualquier tarde. Entre los cajones de Paul a lo mejor hay muchas más obras inéditas que yo no he sabido encontrar y que se podrían publicar. —Sus ojos azules de gatito se cerraron como soñolientos—. Naturalmente, con la ayuda de usted.
26
Desde que vivían en el piso de nueva construcción a las afueras de Barcelona, la futura consejera ya había abandonado la personalidad risueña y desastre y ya volvía a ser la mujer ordenada y hasta cierto punto triste de antes. Ya no eran tiempos de risas, eran tiempos de acordes en tono menor. En parte, porque en aquel piso nuevo el vicio oculto era que había escarabajos por todas partes y la consejera, ya se lo he dicho, lo atribuía a una especie de trascendencia comunista. Era como si el sistema la castigase por comprar propiedades inmobiliarias. Los escarabajos salían del fregadero, se los encontraban en la bañera o en el mármol de la cocina y por mucho que rociasen insecticida siempre salían más. Una vez, habían invitado a otra pareja a cenar y la mujer fue al baño. Era una mujer ligera como una mariposa, que obtenía placer exclusivamente haciendo dieta y no levantando nunca la voz. La futura consejera, su marido y el marido de la mujer mariposa oyeron un grito educado: se había encontrado uno. Se alteró tanto que, ya en el sofá, dijo que estaba cansada y que quizá «deberían ir yéndose». El marido contestó: «Sí, venga, que mañana...». El matrimonio no invitó a nadie nunca más. La futura consejera se apuntó a la asociación de padres del colegio (de padres y madres, se llamaba) y pronto se convirtió en representante del curso de los Koalas, el de su hijo (nadie quería serlo). El curso siguiente ya era presidenta de la asociación y era ella quien iba a las reuniones con los representantes de Educación para reclamar todo tipo de mejoras en la escuela. Se afilió al PPS (estuvo a punto de afiliarse a un partido de centro derecha, por cierto) y se presentó a las elecciones municipales. Esto coincidió con la época de gran eclosión del PPS, de modo que en aquel pueblo donde ganaba tradicionalmente la derecha, por primera vez, el PPS sacó un regidor, que fue ella. Todo esto me lo ha contado Sánchez. Yo de política entiendo poco y espero estar explicándoselo bien. (Pero ya sabe que me falta un componente de los Rolling Stones). Cuando llegaron las siguientes elecciones generales, el PPS pactó con los comunistas y obtuvo la presidencia del gobierno autonómico. El partido necesitaba cuadros para formar el gobierno —el ascenso de las izquierdas fue totalmente inesperado — y a ella, que era la única regidora de ese pueblo donde nunca habían sacado
ningún regidor, le propusieron ser consejera de Cultura. Esto fue en el año 2005 aproximadamente. Pero será mejor que lo busque en internet, si quiere tener toda la información. Volvieron a cambiar de casa. Ahora era una consejera, alguien que podría estar amenazada. Pusieron a la venta el piso (aún no lo han vendido), hicieron números y alquilaron un chalé en el mismo pueblo. Pero un chalé bonito, con jardín, jacuzzi junto a la piscina y pista de tenis. Lo compraron en invierno y en verano se dieron cuenta de que el mosquito tigre era una verdadera plaga. Vivían al lado de un estanque abandonado y allí criaba. No podían salir al exterior, ni invitar a nadie a cenar. Tenían un perro con el que podrían haber salido a dar paseos y al final le habilitaron una parte del jardín como pipicán. La pareja no tenía relaciones sexuales desde hacía años, pero eso no suponía ningún problema. Se divertían más o menos, criaban al niño, que era la prioridad de su vida, seguían comiendo hidratos. Ella continuaba amoldándose a la nueva personalidad hecha a medida. Pocos días antes de que le tirasen el huevo, su marido llegó a casa con una bolsa de Decathlon. Le explicó que a partir de ahora se encargaría él de sacar al perro cada noche (ya estaba bien de no sacarlo por culpa de los mosquitos, los mosquitos no podían condicionar su vida de esa manera). Ella se entusiasmó y también quiso comprarse un chándal en Decathlon, pero resultó que él quería hacerlo solo. Ese sería su momento de pensar (así lo dijo). Esa misma noche, embadurnado de espray antimosquitos (que no hacía gran cosa), le puso la correa al perro y salió. Iría en coche, dijo, hasta el pipicán del centro y allí aprovecharía para pasear un poco. Cuando regresó, al cabo de más de una hora, no contó mucho. Se duchó, cogió el ordenador portátil y se puso a ver páginas deportivas. Ella, con el suyo, ojeaba un fórum de mujeres donde la moderadora se llamaba Safo. El hijo, con el suyo, jugaba al billar online. Al cabo de tres días, el perro estaba raro. Se escondía bajo la mesa en cuanto veía a su dueño en chándal. Se negaba a salir y tenían que arrastrarlo y obligarlo a entrar en el coche a la fuerza. ¿Qué le pasaba? ¿Se mareaba? ¿Había que llevarlo a un especialista en conducta de perros? ¿No quería hacer deporte? —A lo mejor lo haces andar mucho, al pobre —dijo ella.
—No lo hago andar mucho, lo hago andar, que ya le va bien. Es un perro, está obeso. —Y tú también. Él la miró y ella notó todo su desprecio. —Me has mirado con mucho odio —dijo. —Porque tú me has insultado. Ella se lamió una erosión del paladar, de haber comido patatas fritas con sabor a vinagre. Pensó que si ahora le preguntaba: «¿Me quieres?», la respuesta de él ya no podría ser una convención, un «sí, mujer» como años atrás, un «sí, mujer» con ganas de pasar a otra cosa, un «sí, mujer» que no tiene ninguna importancia. Ahora ya no. Ahora no contestaría, la pregunta sería recibida con cara de estar escuchando una excentricidad, ¿con qué me sales ahora? Y si ella insistiera, él tendría que decirle la verdad, que no, que no solo no la quería, sino que le provocaba repulsión. No era odio. La consejera habría preferido odio. Era más puro, el odio. La repulsión era otra cosa. Había una diferencia en el hecho de que odiar era un verbo activo, yo te odio a ti, soy yo quien te odia, pero tú me provocas repulsión a mí, eres tú quien me resulta repelente. —Lo siento, perdóname, venga, lo siento —dijo ella. Él dijo que sí al instante. No tenía ganas de perder el tiempo. Quería sacar al perro. Ella lo abrazó por la espalda. ¿Cómo podía ser que hubiese perdido tanta hegemonía en el matrimonio? Él arrastró al animal como si fuese un trineo pesado. —¡Venga, coño, pasa! —gritó. —Por favor, no le hagas daño —suplicó ella. El hijo salió de la habitación. —¡Papá, hostia! —se quejó—. Déjalo en paz. ¡A lo mejor no tiene caca! —¡Ya estoy harto de que se cague en el jardín! —gritó él. —¡No te lo lleves! —bramó también el hijo. Los tres gritaban y el hombre, muy
nervioso, se dirigió al revistero, cogió un periódico y lo enrolló como si fuese un bastón. —Ya verás si vas a obedecer —farfulló. Y le pegó en el lomo. El animal aulló. —¡Papá! —gritaba el hijo—. ¡No le pegues, papá! El perro se asustó mucho, no por el golpe, que fue suave, sino por la amenaza de la forma de bastón. —¡Por favor, por favor! —chillaba ella—. Déjalo, por favor, no es importante, ¡no quiere ir! —Anda que no va a venir —respondió el hombre. Y ya no gritaba—. Anda que no va a venir. —Una pausa terrible antes de repetir la frase—: Anda que no va a venir. —Cada vez más sombrío. El animal, finalmente vencido, se subió al maletero. Tenía los ojos acuosos y legañosos, a los que el hijo otorgó toda clase de sentimientos humanos. Odió a su padre, deseó que no fuese su padre, que su padre fuese un desconocido lleno de cualidades morales, deseó que el presunto lesbianismo de su madre (sobre el cual siempre hacían insinuaciones en la televisión) fuese cierto y que a su padre le doliese mucho, pensó en cuánto le gustaría matarlo con un cuchillo, oírlo aullar y suplicar mientras moría, como los malos de las películas, siempre tan cobardes y tan indignos, quiso que se estrellase con el coche (y que solo se salvase el perro). Cuando se hubo marchado, la mujer se sentó en el banco de piedra, desolada, y se dejó picar por los mosquitos, que —lo había leído— te anestesiaban para que no te dieses cuenta. El hijo daba patadas a la maceta del jazmín. —¿Quieres estarte quieto? —dijo la madre, con una voz cansada que solo podría ser de una viuda reciente o de una mujer con migraña. Y fue entonces cuando su hijo dijo que iba a coger la moto y a seguirlo, que estaba seguro de que torturaba al perro, que quería saber qué le hacía. La consejera de Cultura aguardó en el banco. Supo que la vida que llevaban cambiaría en aquel mismo instante. Su personalidad desastre se había diluido el día que la hicieron consejera, cuando salió la mujer ajetreada y resolutiva que había sido hasta entonces. Ahora aquella personalidad se acababa de quebrar como un huevo duro y debajo apareció la mujer perdida y vacía que en realidad siempre fue. Se sentía preparada para la
catástrofe. El chico regresó al cabo de quince o veinte minutos. —¿Lo has encontrado? —Sí. —¿Y qué hace? —Nada. La apartó con un manotazo en el brazo. —Escucha, guapo, tú a mí... Él la miró, entonces. —Mamá, deja a Duque encerrado en el maletero y se va a una whisquería. —Y por si no había quedado bastante claro—: A un puticlub, mamá, a un puticlub. Deja a Duque una hora encerrado sin poder respirar y se va de putas. Y entró corriendo y subió las escaleras, y se debió de encerrar en su habitación, porque la consejera oyó música. Años más tarde, cuando tuviese treinta y dos, lloraría en los brazos de su mujer mientras le contaba el episodio. Nunca más querría tener animales de compañía. Cuando su padre muriese, a los ochenta y siete años, de una apoplejía, él no lloraría y volvería a recordar lo de hoy. Al día siguiente la consejera presidiría la conferencia sobre la memoria histórica. Se pasó la noche sin dormir, consciente de que tenía su destino —un destino miserable o un destino sórdido, dependiendo de lo que hiciese— en las manos. Si le decía: «¿Te has ido de putas?», él tal vez no lo negaría. Quizá le diría: «Ningún hombre puede estar años sin sexo». Si le decía: «¿Quieres que lo olvidemos?», tal vez le respondería: «Tú eres lesbiana, yo ya no puedo más». En cualquier caso, le echaría la culpa. Si se separaban, ¿en el programa de humor donde la imitaban qué dirían? Se pondrían de parte de él, lo comprenderían, ella era una mujer asexuada, ya lo hemos dicho. Si se llegaba a saber que él iba de putas, su carrera política quedaría muy tocada. De repente, ella era como las mujeres aquellas, vulgares, que escribían en los chats de infidelidad. La humillaba el hecho de que él, el día antes, hubiese dado algún detalle sobre el
perro. «No le gusta el pipicán, no está acostumbrado». No habría llorado nunca porque le lanzasen un huevo. No se habría reunido nunca con el presidente de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica para preguntarle qué hacían, por un huevo. Podía aguantarlo sin llorar. Pero fue un huevo aquel día, cuando todo se hundía, polvo y polvo y estrépito y gran silencio después.
27
Mateo Garín terminó el libro que continuaba el de Paul Adams en quince días (quince días y quince noches sin dormir, según nos hizo saber). El protocolo indicaba que primero me lo tenía que dar a mí para que yo le echara un vistazo, sobre todo a la parte de Adams (fue idea de Sánchez y Rodés), pero él, de natural susceptible, me trajo una copia al mismo tiempo que a Sánchez y a la viuda. No quería, dijo, sentirse juzgado o cuestionado por mí. «Con todos los respetos, chica, pero yo hace muchos años que me dedico a este oficio», me dijo cuando supo que yo debería revisarlo primero. También decía «oficio». Hablaba resoplando. Sacar aire en exceso era su manera de quejarse de las injusticias. Y también me dijo: «No es nada personal». Lo decía con frecuencia. A mí me hacía gracia, aquello: no es nada personal. ¿Y qué? Vino en moto (un escúter de esos que se conducen sin carné), y cuando me dio dos besos noté mucho olor a casco, aquel olor de espuma de casco que desprenden los motoristas. Llevaba un pañuelo al cuello que olía igual. Seguro que lo guardaba, junto con los guantes, dentro del casco, para no perderlo. Era chapucero pero metódico. Torpe pero tenaz, ya se veía. Me lo había dado a las diez de la mañana y empecé a leer de pie mientras esperaba a Soriguer en la Diagonal, para ir a la tele. Era mi tercera sesión con ella. En la del día anterior no habíamos podido hacer nada, porque se pasó el viaje hablando con un productor de Madrid que quería invitarla a una tertulia sobre la violencia de género. Como ya le he dicho, la biografía de Soriguer no se llegó a hacer, pero aquel día eso aún no se había decidido, y la negrera me había metido prisa. La noche antes, pues, cuando la niña ya dormía, miré en internet alguna de sus intervenciones en la tele matinal, más que nada para saber con qué tipo de mujer estaba tratando. (Estas cosas no se las cuento a Matamala o se enfada conmigo, porque dice que me tomo demasiadas molestias). Vi que su sección consistía en discutir con otra tertuliana por algún tema de actualidad. Los espectadores tenían qué votar quién tenía razón. La sección se llamaba así, «¿Quién tiene razón?». Decía frases como: «Ese argumento no te lo compro» o «Lo digo desde la complicidad» o «Los que pagamos religiosamente nuestros impuestos», pero no
se quedaba nunca sin palabras, se lo juro, no se amedrentaba para nada por mucho que la criticasen. Se dirigía en segunda persona a interlocutores que no estaban allí delante. Regañaba al presidente del gobierno central o al líder de la oposición. Se dirigía a ellos en segunda persona, y cuando lo hacía, no lo hacía en catalán, sino en español. «Y esto te lo digo en castellano, para que me entiendas», decía por ejemplo. Me contó Oriol Sánchez que eso lo hacen todos porque así salen en los programas de zapping de fuera de Cataluña y los invitan a tertulias de otros canales de España. Se ve que les pagan más de mil doscientos euros por una hora. Habíamos acordado que me pasaría a recoger a las diez, pero eran las diez y veinte y no había llegado. En otras circunstancias me hubiese preocupado por si me había equivocado de hora o de lugar, pero desde que tenía el foie y ya no tenía a la niña los fines de semana todo me daba igual. El manuscrito de Mateo Garín estaba recién encuadernado (y dentro se había dejado el recibo de Work Center, que seguro que pidió para desgravarlo). Soy de las pocas personas que lo ha leído, y dice Matamala que no lo tire, que eso, algún día, si se sabe la verdad, valdrá pasta. Lo dice de broma, se entiende. Estaba dedicado a Judit Guitart (lo que ya me dio mala espina). Supongo —pero hablo por hablar— que si me hubiesen encargado el libro a mí y se lo tuviese que dar a leer a alguien para que en cierto modo lo aprobase, aún no pondría la dedicatoria. Yo le estoy escribiendo a usted, pero no sé qué hará con ello. Si pese a no saber qué hará le pongo una dedicatoria a la niña, estoy diciendo que sí lo sé: lo publicará cuando yo me haya muerto. Y eso es vanidoso. Me doy cuenta de que tal vez no sé explicarme. Odio a los artistas malos seguros de sí mismos, porque creen que pueden hacer una cosa que yo no me atrevo a hacer, a pesar de que no me atrevo a hacerla porque precisamente estoy más capacitada que ellos. Sé que no puedo hacerla porque no soy tan ignorante como ellos. Ellos escriben libros malos, pero se creen que son buenos. No se lo perdono. No les perdono que no sepan que son malos, que se atrevan y que no tengan ni idea de que yo no me atrevo, que es solo eso, que tengo más escrúpulos que ellos. El hecho de que Mateo Garín me diera el manuscrito dedicado le hacía parecer muy seguro de que el texto se aceptaría, que gustaría al editor. Es como lo veo. No me hicieron falta muchas páginas para adivinar que era un despropósito. Era una ficción de las que ahora están de moda, calcada de esas que hace —no sé si lo conoce, supongo que sí porque lo han traducido a muchas lenguas— Marcos Cabrero, donde el autor es un personaje más, que se llama como el autor, en este
caso Marcos Cabrero, que investiga unos hechos que le obsesionan. La historia comenzaba en una librería de Gerona. Mateo Garín hacía la presentación de su última novela pero solo había dos espectadoras (el personaje de Mateo era un antihéroe taciturno en plena crisis) y Judit Guitart iba a verlo para pedirle que escribiese la historia de su abuela. Pero acudía espontáneamente, sin haberle avisado, y, naturalmente, el autor se saltaba el hecho de que ella también hubiese escrito emails a otros escritores. El caso es que el autor-personaje se negaba a escribirlo, porque le decía que no aceptaba encargos (la fórmula clásica de novela de detectives) y dejaba los papeles en el cofre de la moto (que era el escúter de un amigo muerto en accidente, que él había heredado y reparado). Pero aquella noche no podía dormir y decidía ir a tomar un whisky (descripción de un bar de noche hecha por alguien que no sale nunca de noche ni bebe nunca whisky, pero que se ha documentado). Y cuando dejaba los guantes en el cofre, se encontraba los papeles de Judit Guitart. Como lo que le gustaba hacer en los bares de noche era sobre todo escribir y escribir en las servilletas de papel (imagen copiada de Cabrero en Alma de gigante, corazón de perro) o leer «revistas absurdas compradas en cualquier drugstore», los cogía y se los llevaba al rincón del ruidoso bar de copas donde solía ir a «ordenar sus pensamientos». En el segundo capítulo, pues, ya aparecía uno de los fragmentos de Adams (de los míos), que se iban interrumpiendo de vez en cuando para que el lector no olvidase que Mateo Garín estaba en un bar de madrugada y que las horas iban pasando. Ahora nos reproducía la discusión entre una pareja, que al rato se reconciliaba, ahora intercambiaba unas frases filosóficas con el camarero nada ocupado (que, aunque trabajaba en un bar de madrugada, tenía vida interior) y, al final, describía cómo se iba todo el mundo a dormir y el camarero empezaba a barrer, pero le decía que no se preocupase, que lo veía tan concentrado que se podía quedar un poco más mientras él limpiaba. El capítulo, pues, terminaba con Mateo Garín solo en la barra mientras se hacía de día (cuatro apuntes de la ciudad que comienza a revivir) y el camarero iba colocando las sillas encima de las mesas de mármol para pasar la fregona. En realidad, la descripción del bar era confusa: al principio te hacía creer que era más bien como una discoteca con luces de neón, pero al final, las sillas encima de las mesas de mármol te hacían pensar en otra cosa. Mateo Garín pedía la cuenta de los numerosos whiskys (al parecer de malta, él no toleraba otro) que se había tomado, pero el camarero, que en ese momento ya se había convertido en un personaje totalmente simbólico, le decía que invitaba la casa, pero que cuando hubiese escrito «lo que tenía que
escribir» volviese por allí y se lo hiciese saber. Era una señal. El capítulo tercero explicaba la muerte de Paul Adams, a quien el autor conocía y iraba (descripción muy sa del entierro, donde él, como un protagonista de novela negra, observaba a las mujeres jóvenes y maduras que lloraban, las repasaba con la sabiduría de quien sabe de qué habla y especulaba si habían sido sus amantes). En el capítulo cuarto, la viuda lo llamaba para pedirle que escribiese la historia de Antonieta Gelabertó Pedrola que su marido difunto había dejado a medias (se sobreentendía que la viuda lo iraba como escritor). Se daba, así, la coincidencia de que él estaba escribiendo sobre la misma mujer que Paul Adams (pero no se explicaba por qué razón Adams había llegado a saber de su existencia). En el capítulo cuarto él iba al asilo a ver a la madre de Guitart, que se suponía que estaba lúcida y tenía las fotos y las cartas bajo la cama, donde también guardaba chuscos de pan y yogures caducados (y el autor aprovechaba para hacer una arenga a favor de las relaciones sexuales en la tercera edad). Pero, antes de salir, su ex lo llamaba (se lo juro) para regañarle por algo relacionado con el hijo de ambos. «Me llama Alexandra. Ella es mi primera ex y, a diferencia de Carlota, que es la segunda, tiene conmigo una relación de odio-amor (que no de amor-odio) considerable». Y comparaba a las dos mujeres. Alexandra era «escocesa, pecosa y vegetariana». Como ve, hacía lo que yo hice en Exfumadora compulsiva, lo de poner tres adjetivos, el tercero de los cuales, insólito y, por tanto, cómico. Describía la obsesión vegetariana con una exageración que pretendía ser humorística. Él, el narrador, adoptaba un rol perplejo. La otra era «más joven, gélida y de aspecto intelectual», pero «una máquina en la cama si sabías exactamente qué resorte accionar» (describía a una especie de ratón de biblioteca sexy). Sexualmente —también lo explicaba— a él las mujeres siempre lo utilizaban para, digamos, obtener satisfacción. Sin querer ponerme analítica, le diré que la característica sexual que definía a Mateo Garín (tardar mucho en llegar al orgasmo, según Judit Guitart) estaba descrita de manera idealizada. Usted que se dedica a esto, ya sabe qué fácil es extraer conclusiones psicológicas. Por lo que yo he visto, en las novelas, los escritores describen a los protagonistas como ellos mismos, pero mejorados. No es habitual, por ejemplo, que ellas describan a mujeres explosivas. Normalmente lo que hacen es describir a mujeres sensuales, sí, pero basadas en lo que ellas serían si tuviesen cerca un cirujano y un dietista. Quiero decir: Blanca Arimon (por citar una de las fobias de Garín) siempre describe mujeres de piernas bonitas. Las hace pasearse por casa «con las piernas desnudas y un jersey grueso» — tiene una gran fijación con los jerseys gruesos— porque ella es de ese tipo de mujeres con cuerpo de manzana, no de pera, que son redondas de cintura pero de
piernas delgadas. No sé si conoce a Maricel Cano. Esta siempre hace mujeres de pelo largo, como ella. No describe el cuerpo, siempre el pelo, y —si se fija— dedica muchas páginas a contar cómo se lo lavan, suavizan, secan y planchan. Y Mateo Garín también se describía a sí mismo. En fin, para terminar con el fragmento de las dos ex, nos contaba que se aliaban a menudo en su contra (siempre de manera ingeniosa y versallesca) y quedaban para tomar café. Mire una muestra: «“Me devolviste al niño con unos pantalones de cuadros amarillos y una camiseta del Barça”, me dice Alexandra. “Sí”, le digo yo. “¿Y tú crees que eso combina?”, me dice ella. Y yo me callo. Supongo que la respuesta es no y supongo que no se refiere al hecho de que habría sido más adecuado vestirlo con la segunda equipación. He cometido el pecado de la no combinación. “Pero, en cambio”, continúa Alexandra, “tú sí que sabes combinarte bien la ropa cuando sales con alguna de esas estudiantes de periodismo que te preguntan si escribes con ordenador o con una Underwood”». En fin, era eso. Y, en medio, escenas muy trágicas pero frías sobre la guerra y toda la vida de Antonieta Gelabertó Pedrola (las escritas, se supone, por el difunto Adams). Yo salía en los agradecimientos. Ponía «Muchas gracias a mi documentalista, Magdalena Rovira, por ayudar a que el trabajo sobre el terreno fuese tan confortable». Era hábil por su parte declarar que yo era «suya» y era hábil decir «por ayudar a que el trabajo sobre el terreno fuese tan confortable», porque no estaba diciendo que el trabajo sobre el terreno lo hubiese hecho él, pero es lo que todo el mundo pensaría. No leí más aquel día. Llamé a Sánchez, pero no se puso al teléfono. Entonces vi que me hacían señas desde un coche negro. Una señora dolorosamente no maquillada con gafas oscuras me indicó que entrase. Era Soriguer. Acostumbrada a verle la cara siempre pintada en la tele, las manchas de la piel se hacían muy presentes a la luz del día. El día que fui a su despacho me debió de recibir maquillada o tal vez había menos luz. Tuve la misma impresión que cuando veo a políticos de sexo masculino en los campos de fútbol por televisión (yo siempre veo el fútbol). Estás tan acostumbrado a verlos saludables en los carteles electorales o en los mítines (donde también deben de maquillarlos) que, cuando los enfocan con la cara lavada y normalmente con unas gafas para ver de lejos, te parecen mayores y enfermizos. Supongo que a los de la familia real los maquillan, cuando van al fútbol, porque la
sensación no es la misma. Entré en el coche, saludé al chófer (que era de la tele) y ella y yo nos dimos dos besos. —¿Me disculpas un momento? —me preguntó. Y me enseñó el teléfono con una mueca sonriente. Lo llevaba en la función de manos libres—. Perdona, mamá, es que ahora acaba de entrar la biógrafa y tengo que estar pendiente de ella —dijo —. Te lo acabo de contar brevemente. Yo no sé cómo trataría a mi madre si estuviese viva, pero se me hace raro pensar que le diría un adverbio tan televisivo como «brevemente». Me imagino un registro menos social con una madre, pero quizá es justamente por eso, porque no tengo. Y se lo acabó de contar brevemente. —Es muy señor y me lo quedo. Y además, y esto te va a poner contenta, me ha costado baratísimo. Oí que la madre soltaba un «ah» de alegría. Ella se dirigió a mí: —Mi madre. Siempre se alegra cuando ahorro. Y a la madre: —No, no, sí, ¿eh? Se intuía que estaba hablando de un vestido para una boda. Me cogió el manuscrito de las manos, distraída pero exigente, y lo abrió al azar. Empezó a deslizar la uña del dedo anular (una uña sucia, jamás lo habría imaginado) por la espiral. Arriba y abajo. Después se puso el dedo, el mismo, en el pabellón auditivo y comenzó a arrancarse pequeñas costras o trocitos de piel muerta. Lo tenía lleno de erosiones, y pensé que tal vez le salían a causa del tinte para el pelo y que, una vez salían, no podía evitar arrancarse las costras. Pensé que siempre que se metía el dedo en la oreja y rascaba hasta arrancar el trocito, debía de oír el sonido muy amplificado. Haga la prueba. Si se rasca la oreja se oye mucho. Aquella uña rascando la costrita hasta arrancarla (y quizá lo conseguía al cabo de dos o tres días de trabajo constante, ahora se levanta un trocito de piel, ahora un poco más...) hacía el ruido amplificado de un cuchillo rascando una tostada que se ha quemado pero que quieres aprovechar. —Le digo: «¿Cuánto vale?», y me dice: «Cuatrocientos», y le digo: «Solo el top, supongo», y me dice: «No, no, el top y la falda, ¡el top y la falda!», porque
resulta que lo han hecho ellos y no hay intermediarios y también, hombre... —y chascó la lengua con complaciente modestia— porque le hace ilusión que yo lo luzca, que también es una propaganda buena para ellos. Azul, azul, bordado a mano y acabado con cristales Swarovski. Y me dijo: «Pues si quieres, cuando cambie la temporada te montamos un showroom para ti», y le dije: «Ah, pues sí, encantadísima», o sea que por esta parte, solucionado. Mamá, te dejo que tengo a la biógrafa en el coche. Hablamos. Me sonrió. Se agarró la papada y se la acarició con el dedo, el mismo que utilizaba para la oreja. Sin ser consciente, se buscaba pelos. Pelos duros, de un milímetro, recién nacidos aquella misma noche. Encontró uno. Le puso la yema del dedo encima y lo rascó con la uña (aquella uña industriosa). ¿Sabe cómo llaman los japoneses al dedo anular? El «dedo del medicamento», porque antes, en Japón, los medicamentos eran en polvo y los disolvían en agua con ese dedo. No me lo invento, lo puede buscar en internet (escriba «dedo medicamento Japón»). Yo lo sé porque hace dos años hice el libro de consejos domóticos de un decorador japonés, que se llama Takumi. Cuando hice el libro salía en la tele, ahora tiene un restaurante y siempre que voy me hace descuento. —¡Perdona! Es que aprovecho el coche para hacer todas las llamadas pendientes. Abrió el manuscrito de Garín. —¿Todo esto has escrito ya? ¿Qué es este título? —Ah, no, no, nada, nada —sonreí—. Es que estoy documentando un libro y también aprovechaba para... Recordé que había sido ella quien le había hecho una entrevista a Judit Guitart. —Un libro sobre esa mujer que usted sacó en la contraportada —le aclaré, pues. —¿Qué mujer? Lo preguntó con todo su interés. Le gustaba hablar de cosas que había hecho. —Antonieta Gelabertó Pedrola, la abuela de una mujer que... —¡Ah! ¡Sí! —dijo ella, suspicaz—. Lo destapé yo, sí. Y luego todas mis... Todas
han escrito artículos. ¿De Antonieta, haces un libro? —No, yo no. Yo solo soy la documentalista. —¿Y quién lo hace, quién? —Mateo Garín. —¡Ah! Un «ah» teatral que venía a decir: «Ay, mira por dónde, de lo que nos acabamos de enterar». Un «ah», en cierto modo, que se le diría a un niño que te cuenta una fantasía. Saqué la grabadora, pero ya se había dispersado. —¿Y dónde lo publica? ¿En Artemisa, también? —preguntó. Pero no me dejó contestar. Añadió—: ¿Y cómo es que hace un libro sobre mi entrevista? ¿La leyó? El tono que usaba, todo el rato, era de señora afónica y sobreexcitada. Era una mujer de pueblo repintada con una capa de dinero y de vida de ciudad. Era como la tía pizpireta de toda familia, un producto de la televisión, una mujer que ganaba dinero pero que seguía lavándose la cabeza una vez por semana en la peluquería. Ahora ya podía vivir en una urbanización adinerada de los alrededores de Barcelona (donde también vivían dos o tres futbolistas y el presentador del programa matinal de la radio pública). Con cierta pesadumbre —una pesadumbre diluida en relajante muscular—, Chus Soriguer aún se maravillaba cada día al ver lo exclusiva que era aquella montaña: tener árboles de jardín, criadas rusas (que eran mucho más limpias que las colombianas) y jardineros andinos y compactos de pelo muy negro y abundante y vaqueros muy azules y rígidos, garajes y vados permanentes, buzones blancos. Las casas: las de nueva construcción, como la de ellos, cubos de madera u hormigón diseñados por arquitectos que consideran que la cocina debe ser parte del jardín y precisa, por tanto, de una continuidad, y las de principios del siglo XX, reformadas por dentro pero conservando la estructura por fuera. Casas con macetas de aspidistras, con moreras, con alarmas y baldosas optimistas para avisar a los ladrones (les avisaban en catalán) de que allí había un perro. Había algunas con dibujos simpáticos de perros fieros y otras realistas,
con el dibujo en blanco y negro de un pastor alemán y la leyenda sobria «Cuidado con el perro». Ser progresista no significaba odiar aquello. Ser progresista significaba, sobre todo, no ser conservador y desear que todo el mundo tuviese aquello que ella —y esta era la gran verdad de su vida, el sentimiento que la dominaba— se había ganado. Porque aquello, todo aquello, en realidad, no era ser rico. Era tener calidad de vida. Ellos también iban justos, como los mileuristas, aunque a otra escala. Ellos eran diezmileuristas. Cuatro mil euros de hipoteca, más la chica interina, los seguros médicos, el jardinero (había que cuidar aquellas plantas, que contribuían a oxigenar Barcelona), los taxis, el teléfono, la calefacción y la seguridad se llevaban cuatro mil más. ¿Ir a comer? Nunca por menos de cincuenta euros cada uno. Ella no podía ir a un bar de menú de nueve euros, porque la reconocían y no dejaban de mirarla. Desde la ventana de su estudio (el estudio donde escribía las contraportadas que le permitían pagar todo aquello) veía las casas de dos vecinos. En una vivía un médico (que era el que operaba al rey) y en la otra una modelo mayorcita. La observaba a menudo en la terraza. Hablaba por teléfono (y caminaba arriba y abajo) o comía boles de ensalada de pasta. Alguna vez tomaba el sol. La veía perfectamente, se puede decir que podía verle, desde la ventana, la pelusilla rubia de la barriga. Su hijo mayor —el biológico— alguna vez había intentado hacerle una fotografía para enseñársela a los amigos y ella se lo había impedido. No. Allí había un pacto entre ricos. Seremos discretos, somos los mismos, somos de la misma clase, no colgaremos la foto en internet (la modelo era conocida en España). «Aquí vive una modelo, aquí Chus Soriguer», dirían los vendedores inmobiliarios. La casa del médico había salido en un programa televisivo sobre casas singulares. Qué vida tan envidiable, Dios mío, ¿quién no habría querido tener su casa, pensaba, aquella cocina tan apta para cocinar rodeada de amigos (qué ganas de tener amigos con esa cocina), para cortar zanahoria sin ninguna prisa, mientras hablas y bebes vino en copas grandes como cubos? Hacer como en las series de la tele y en las películas con protagonistas de clase acomodada, donde siempre que hay diálogos en la cocina, cortan zanahoria y beben vino. Protagonizar aquella escena. Pasarse una hora cortando zanahoria y coger un pedacito y comértelo mientras dices algo interesante y neurótico que todo el mundo escucha y después discute con interrupciones siempre civilizadas. Era como si se hubiese detenido el tiempo e hiciesen todo el rato las acciones y los movimientos de los protagonistas de un telefilm justo antes de la inevitable catástrofe: del secuestro, del accidente... Reír, jugar a baloncesto en el jardín, contestar llamadas telefónicas rutinarias, de un rutinario superior al rutinario de
los demás (¿vendrá mañana el jardinero?; ¿podremos encontrar un restaurante que tenga la cocina abierta después del teatro?). Hacerse cafés traídos de Arabia, estar plácidamente ocupados, escribir mensajes en la pared de pizarra de la cocina (una idea del arquitecto) que demostrarían que su vida era ajetreada e intensa. Eran los primeros cinco minutos del telefilm. Cinco minutos eternos, que se acababan y volvían a empezar y se acababan y volvían a empezar. Al cabo del tiempo, ella no quería salir de aquella burbuja. Era aburrido y feo ir a los sitios sin filtro. Había cacas de perro, mendigos, carteles de ofertas. Ah, qué manera tan cierta y verdadera tenía ella de reconocer a los congéneres (no de clase social, sino de estatus mental) en las tiendas de exquisiteces o en las de productos saludables. «Tú también vives aquí», se decían con los ojos. El «también» dicho con énfasis. ¿También? No nos molestaremos dándonos conversación, únicamente apretaremos los labios para sonreírnos, sé quién eres, sabes quién soy, tú ahora estás con tus hijos, tenemos poco tiempo, nos ven poco, nos cuesta mucho poder pagar todo esto, no perdamos el tiempo diciéndonos que nos iramos (que nos iramos por estar aquí, por poder vivir aquí y comprar este vino y este queso que nos separa del resto del mundo). Pagar, pagar, poder pagarlo todo, esa es la verdadera cuestión. Puedo pagarlo. Puedo pagar esto. Tengo una Visa con crédito ilimitado, mi gestora trabaja para ahorrarnos todos los impuestos que puede. Mi marido y yo hicimos una sociedad limitada (una ese ele, la llamamos) para intentar no pagar tanto a Hacienda. La empresa Toque de Atención, S. L. pagaba un sueldo al marido de Soriguer en concepto de asesoría. Pagar. —Es que no lo sé —me excusé—. Yo solo soy la documentalista. No quería decirle más de la cuenta. —Pero ¿quién lo publica, el libro? —La Consejería de Cultura, creo. Me miró. No me dejaría no decirlo. —Me parece que es un libro para Oriol Sánchez. —Sí, ya conozco a Uri. Siempre me intenta convencer para ser mi agente. — Movió la cabeza y soltó un bufido de gato, un bufido con muchas eses. ssss... Se lo he visto hacer a algunas señoras mayores, como las cocineras de la institución donde me crie. Un «sss» que en realidad diría que es una abreviación de «si es
que...», que se pronunciaría «ssssésssque...». Sonrió enfadada—. Me encanta. Oriol utiliza mis ideas para que los autores serios hagan libros. Y la tonta del bote, mientras, a contar su vida, tan, tan divertida y trepidante en diez capítulos para Artemisa. Y ya no quiso hablar de su vida de culé en un mundo de merengues, porque tenía prisa por preguntar a Oriol Sánchez por qué habían cogido su personaje y se lo habían dado a otro para que hiciese un libro para la consejería. Sonreía pero meneaba la cabeza. Lo llamó y le dejó un encargo a la secretaria. Yo estaba preocupada, porque precisamente Sánchez me había dicho que no contase nada del libro y maquinaba mentiras para salir del paso. «Me había visto el manuscrito y lo había adivinado todo». «Se había encontrado con Garín». Llegamos a la televisión sin haber hecho nada. Firmó el recibo, arrugó el comprobante y se lo metió en el bolsillo, bajó y esperó a que yo cerrara la puerta (la caricatura de una princesa de cuento con la criada detrás), atravesó el paso de cebra con la determinación de las mujeres que son su propio negocio y tienen secretaria únicamente para filtrar a los estudiantes de periodismo que las quieren entrevistar para un trabajo y a las directoras de los clubes de lectura que querrían invitarlas a una charla por trescientos euros. Se miró en el cristal de la puerta de entrada, saludó a todo el mundo, puso el bolso en la cinta detectora de metales, pero, antes, había sacado el monedero, que depositó, sin abrir, encima del lector del torno de entrada; el vigilante de seguridad colocó una pegatina amarilla en el asa. La seguí por los pasillos. Subimos al piso de arriba en el ascensor, donde había un cartel que recordé que había salido en un artículo de Blanca Arimon, el día que fue a la tele a que la entrevistasen para su libro. El día después de la entrevista ella escribió (lo acabo de buscar en internet y sí): «Entrevista para mi último libro en La tarde para todos. Subo a maquillaje en el ascensor. Hay un botón rojo encima de un cartel. En el cartel pone: “Pulse para hablar con Seguridad”. Hablar con seguridad... ya me gustaría que fuese cuestión de pulsar un botón...». Llegó a maquillaje y resultó que era muy tarde y que, de todas maneras, no se habría podido entretener conmigo, porque el productor de su sección aún tenía que decirle el tema que habían elegido y «tenía que apuntarse cuatro ítems» de lo
que pensaba. Me sorprendió que estuviese todo tan poco preparado. —Lo siento —me dijo en tono serio—. Ya te dije que a lo mejor podríamos hablar, pero a lo mejor no. No me había dicho nada semejante. —¿Usted también tiene que maquillarse? —me preguntó una de las chicas. —No, no, yo la acompaño a ella... —Es mi biógrafa, Mamen —explicó—. Se ve que mi vida de repente es superinteresante e imprescindible para Cataluña. Lo dijo en el tono aburrido de quien dice: «No puedo evitar que quieran escribir sobre mí». A lo mejor a usted le parece que este retrato, el de Soriguer, es exagerado, pero le juro que no. Y le diré, además, que esta biografía no fue una idea de Artemisa, como por ejemplo sí lo fue la de Samantha Soler. Por lo que sé, Soriguer fue a la fiesta de cumpleaños de Carlos Mochi, allí se encontró a mi negrera y fue ella, Soriguer, quien le dijo que le gustaría mucho salir en la colección «Conocer a...». No es que me guste chivarme, pero la cosa fue así. (Contado por Mochi, esto). —Pues si no le importa... —me dijo una azafata— siéntese aquí... Me habló como si fuese una analfabeta o una sorda. Alguien que no merecía estar en ese lugar, que no lo comprendía. Debía de pensar que era una fan que adoraba escribir su biografía, y, de hecho, Soriguer le dirigió una mueca elocuente con la boca para hacérselo creer. La vi a través del espejo. Me sorprendió ver que le lavaban el pelo y que se lo secaban. Y después le pusieron unas pinzas para que el peinado aguantase mientras la maquillaban. Hizo llamadas y contestó otras. Luego, otra azafata vino a buscarla y yo tuve que seguirla (¿qué podía hacer?, tenía que volver en su mismo coche). Entró en el plató a hacer la sección y yo esperé en el camerino de los invitados. Había una maquilladora comiéndose un bocadillo tan grande que pensé que seguramente se levantaba muy temprano, a las cuatro o las cinco, y por eso tenía tanta hambre. A mi lado, una señora que iba con muletas saludaba a todos los colaboradores habituales del programa.
—Siempre os veo, para mí sois como de la familia... —les repetía. Ellos echaban un vistazo a los papeles plastificados que aferraba con la mano, tan visibles, y le contestaban: —¿Viene al «Defensor del Espectador»? Me entró un email de Oriol Sánchez. Por la tarde, a las cuatro, me quería ver en la agencia para hablar del libro de Antonieta Gelabertó Pedrola. Lo llamé, pero me colgó, de modo que le escribí un whatsapp diciéndole que no podía, que a las cuatro y media tenía que ir a recoger a la niña y que ya me contaría las novedades (suponía que la viuda había leído el libro y estaba enfadada o que Soriguer le había puesto pegas con el personaje, que era suyo). Entonces, muy suave, me llamó y me dijo que nos viésemos a las tres (después de comer). Aproveché para pedirle que me pagase un taxi, y como dijo que sí, pensé en ir a la agencia en metro y usar el dinero que me ahorraría para coger un taxi allí, en la tele, y marcharme corriendo sin esperar a Soriguer. Al final también fui a la agencia en taxi. Cuando llegué, me encontré a Soriguer sentada en una de las butacas individuales del despachito, tomándose un café de máquina. —Hola, no me has dicho nada, ¡te habría acompañado! —me saludó. Se hacía la modesta y la ilusionada mientras miraba las fotografías de los autores colgadas por las paredes (todos lo hacen). Sánchez tenía allí a los prestigiosos, sobre todo. Algún autor americano de los buenos que él naturalmente no representaba y del que quizá había comprado los derechos en catalán. También había una foto en blanco y negro de Lian Pujol, con una frase de la faja del libro, la más famosa: «En China el nacimiento de una hija es una “pequeña felicidad”, en contra de la “gran felicidad” que es el nacimiento de un hijo». Soriguer no había apagado el teléfono, pero lo tenía en silencio, de modo que de vez en cuando, sin venir a cuento, decía: «¡Dime!». Aún iba maquillada y peinada de la tele. Lo comprendí rápidamente. Mateo Garín había sido apartado del proyecto y ella era la nueva biógrafa de Antonieta Gelabertó Pedrola.
—¿Qué le habéis dicho a Mateo Garín? —pregunté cuando Soriguer salió a contestar otra llamada—. ¿Cómo habéis convencido a Guitart? De repente Mateo Garín me dio mucha pena. Sus zapatitos, su olor a moto, el plástico de la etiqueta de la camisa de Pull and Bear, la manera orgullosa de darme el manuscrito esa mañana. —Guitart y Garín ya no están juntos —dijo él—. O sea que la cosa tampoco... Pero a Garín hemos tenido que compensarlo, claro. Hemos pensado que le daremos el premio Catalonia. Me miró, encogido. —¿Por qué libro? —pregunté. Le tembló el labio. —Por el último, su... pongo. —¿La piel del plátano? —Sí, ese, ese. ¿Lo has leído? —Sí. —Es potente, ¿no?
28
Y eso es lo que pasó. He dejado para el final el incidente de las botellas de cava del día de la inauguración del monumento, que ha salido en las teles de todo el mundo, lo debe de haber visto, y que es lo que ha hecho que me decidiese a escribirle a usted. Regresé a pie, eso ya lo sabe, desde el monumento hasta la carpa, donde habían preparado el aperitivo para todos los abuelos y las autoridades. Como ya le he dicho, también, quería llegar cuando ya hubiesen terminado, para no ver cómo abrían las botellas de cava kosher, que probarían ese día, ¿se acuerda? Al principio se lo he contado. Pero llegué cuando la gente aún no se había sentado a la mesa, justo empezaban a servir los primeros aperitivos. Unas tortillitas de patata individuales, hechas en una cazuelita redonda y pinchadas en un palo, en fin, lo que se hace ahora para que la gente coma de pie, pero no se manche. La barra libre estaba al fondo. Los invitados comían con mucha hambre, es normal. No significa que no estén tristes, una cosa no quita la otra. Algunos habían pasado una guerra, es lo que se dice cuando ves a gente mayor que come mucho, ya lo sé. Los únicos que no comían eran los políticos (no queda bien): la consejera, Sánchez, Cati Rodés. Soriguer, sí. Los Batet, no (pero ya le he contado que se drogaban). La viuda de Adams, Jacinda, bebía limonada. ¡Jacinda! De repente recordé de qué me sonaba su nombre. Jacinda Barrett, una de las actrices de la película La aventura del Poseidón. La han echado mil veces en la tele, y me acuerdo de los créditos. (Priklopil, Praia da Luz, Litvinenko, Jacinda Barrett). El hombre Batet cogió el micrófono y rogó silencio. —No os robo mucho tiempo —empezó—. Únicamente quería haceros partícipes de la dicha —dijo «dicha»— que hoy sentimos todos los que hacemos posible el cava Batet. Y no solamente porque hoy me parece que se repara una injusticia histórica, sino porque hoy probaréis, por primera vez, nuestro cava kosher. Sefarad. Hemos hecho unas trescientas mil botellas, la mayoría de las cuales saldrán para Israel. Pero hoy unas cuantas servirán para brindar con vosotros. Dijo más cosas. Equiparó el sufrimiento de los judíos con el de los republicanos
y explicó por qué aquel cava se llamaba como se llamaba y cómo lo hacían. Que acababan de embotellarlo. Y explicó cosas del proceso de hacerlo. Las viñas deben tener por lo menos cuatro años, los depósitos tienen que ser de acero, el rabino lo supervisa. Todo eso. Y descorchó una botella, con el gesto de quien está acostumbrado a hacerlo desde pequeño. Llenó una copa, la alzó y bebió. Todo el mundo aplaudió y yo salivaba como un perro indigno. —¡Rabino! —gritó. Y ofreció una copa a un hombre de cabello y barba pelirrojos y rizados. Ya le digo, a mí se me hacía la boca agua. Él se la bebió de un trago y arrugó los labios, de esa manera que se arrugan para demostrar que lo que hemos bebido nos gusta. Lo habrá visto hacer. Bebes, pero, cuando el líquido aún no ha abandonado la boca, ya pones morritos, unos morritos que quieren decir que lo apruebas. Los camareros empezaron a repartir copas y los ancianos probaron con la misma prevención con que probarían un cava ecológico, un pan integral, un queso dietético, y luego declararon que estaba la mar de bueno, que parecía el de toda la vida. Cati Rodés mariposeaba alrededor del rabino, que conversaba con Carlos Franch, el trabajador de la bodega, y con un periodista especializado en vino que ya se veía que escribiría muchas cosas favorables sobre aquel cava. —Tiene corcho —dijo el periodista con gravedad. —Te abrimos otra, Ramon. —Cati Rodés —se presentó ella finalmente—, de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica. —Y se cambió la copa de mano para estrechársela—. Con usted —dijo, dirigiéndose al rabino— me parece que... —Y carraspeó, pero exageradamente—. Nos conocimos en unas circunstancias poco... —Y dibujó unas comillas con la mano que le había estrechado. Era un gesto que hacía siempre. A veces también decía: «Y abro paréntesis», y dibujaba un paréntesis aéreo. Él se acordaba. —Sí... —Entré en las cavas buscando un baño y... —aclaró ella a los demás. —Yo estaba muy nervioso. Se había volcado el tractor y habíamos dejado la
embotelladora sola. —Me regañó muchísimo —explicó a Carles Franch—. Entré en la bodega sin permiso y me regañó muchísimo. —Pensé que era una visitante de la bodega, no sabía que era usted política. —¡Hombre! —se rio el periodista especializado en vino—. Es que... —Es que no sería la primera vez ni la segunda que sufrimos actos de vandalismo —lo disculpó Carlos Franch—. Una vez unos neonazis entraron de noche y arrancaron la cinta aislante de las mangueras. Todo el depósito se fue a la mierda, con perdón. Cati introdujo la lengua en la muela del juicio que le estaba saliendo desde hacía años. Siempre se le metía comida allí dentro. La lengua hurgó entre la encía y la pieza dental y extrajo un poco de patata. —¿Se estropea si le da la luz? —preguntó. —Se vuelve impuro. Lo hicieron con esta intención. ¿Verdad, Moisés, que lo hicieron con esa intención? Ella metió la uña del dedo meñique de la mano izquierda en el lado derecho de la boca. Intentó sacar más restos de tortilla. —Me encanta el cava kosher —declaró—. ¿Lo podría encontrar en Barcelona? —Ya le enviaré una caja —dijo el rabino. —¡No! ¡Ni hablar! Que no lo he dicho por eso. —¡Aarón! —gritó el rabino. Y otro hombre con barba larga se giró. Pero el rabino no esperó a que viniese. Fue hacia el fondo de la carpa, donde estaba él. Usted dirá que lo cuento de esta manera (ahora echo al rabino de la escena) porque necesito que Cati Rodés se quede sola con Carlos Franch y confiese. En realidad, sí. Esta conversación es una especulación mía, yo estaba a unos cuatro metros e intuía lo que estaba pasando, pero cuando me acerqué ya faltaba muy poco para el desenlace.
—Y si alguien que no es judío mira cómo embotellan, ¿ya se vuelve impura la cosecha? —preguntó Cati. —Sí, sí. Pero solo las botellas que haya visto. La chica sacudió la cabeza penosamente con los ojos cerrados. —Mujer, son cosas de ellos, sufrieron el holocausto, hay que respetarlos —dijo el periodista. —Pero ¿lo notan? ¿Tiene cámaras para vigilar? —No, no —contestó Carlos Franch—. No nos lo hemos planteado. Quizá una cámara también es una forma de mirar, ¿no? Se rio por la duda teológica. —De todas maneras, si alguien ha visto seis o siete botellas, pero no se sabe cuáles son —dedujo Cati—, toda la cosecha se pierde. —Hombre, se podría reetiquetar para aprovecharlo como cava normal, ¿no? — especuló el periodista. El rabino ya volvía con una bolsita corporativa con una botella dentro. —Para usted. Ella cogió la botella. Dio las gracias. Dijo que iba a buscar a un camarero porque quería tomar otra copa de aquel cava tan especial. Se fue, pero a medio camino dio la vuelta. Volvió junto al rabino. Lo cogió por el brazo. —Es que le tengo que decir una cosa —le susurró— o no me quedaré tranquila. En una mesa (también con mantel blanco, como las otras donde estaban las bebidas) habían colocado los libros. Eran de tapa dura y en la cubierta había una foto en blanco y negro del monumento. El título era Una vida anónima. Y estaba firmado por Paul Adams y Chus Soriguer, con la colaboración de Magdalena Rovira. Lo abrí (aunque ya lo había leído, porque al final Soriguer escribió un texto de solo treinta y dos páginas, que, encima, copiaba partes del de Adams y estaba plagado de errores históricos, de modo que tuve que corregirlo y
ampliarlo deprisa y corriendo imitando su estilo). Ella se lo dedicaba a Adams. «A mi amigo y maestro Paul Adams, que comenzó este viaje conmigo pero me dejó sola en el barco y sin el cual no habría llegado a puerto». Entonces el rabino se cogió la barriga, se dobló y vomitó. Así mismo. Se puso a vomitar allí. Y todo el mundo, pese al asco, le preguntó qué le pasaba. Y él, entre espasmos, consiguió explicarlo, pero no en español, sino en hebreo. Y eso hizo que los otros de la comunidad judía también se cogiesen la barriga y también se pusiesen a vomitar allí. Lamento asquearla, pero es que es lo que pasó. Y había uno que no podía vomitar por métodos naturales, digamos, y el pobre intentaba provocárselo. Y como no le salía, lloraba desesperado, se chupaba los dedos y se los introducía en la garganta y tosía y hacía esfuerzos vanos con los ojos anegados. —Pero ¿qué pasa? —preguntó Batet con cara de loco—. ¿Tiene corcho? Y el rabino lloraba y señalaba a Cati Rodés, y ella también lloraba. Y yo pensé en aquello de la Gafe y me dio por reír. Y después, el rabino y sus ayudantes empezaron a sacar las botellas de cava fuera de la carpa y las descorchaban y las vaciaban en el suelo con furia. Y los ancianos, que habían ido saliendo, porque allí dentro apestaba, les decían que no las tirasen, que se las diesen a ellos, que las aprovecharían, pero, claro, el rabino no quería. Y yo, pues, cogí una de las que estaban vaciando, y me la empecé a beber a morro, como los borrachos del teatro. Y me hacía gracia recordar eso que dicen los expertos: «Se tiene que decantar», pues mira, se está decantando, y pensé que quizá por culpa de aquello me moriría, porque ahora ya no podría parar, bebería todo el día, todo, y al día siguiente, y de hecho es así, hace dos días que no he dejado de beber. Paro a lo mejor durante una hora y vuelvo a beber, paro para dormir y vuelvo, ahora me estoy tomando otro campari con naranja de postre, para comer he tomado cava y gintonic, pero dentro de un rato cenaré y beberé más y después otro campari, hasta que me adormezca, y mañana me despertaré y desayunaré sin beber, quizá, pero sobre las once ya querré cava, total, si ayer bebí, ¿hoy por qué no? Y esto quiere decir que la diñaré, como Lucky, y mi niña tendrá que ir a vivir con su padre, pero también con usted, claro, que ya sé —me consta— que es una buena mujer, la he visto, a escondidas. En realidad la vi el día que Mateo Garín me dio el manuscrito, porque de hecho no me lo leí en el semáforo, él no me lo trajo, pero cuando lo escribía he pensado que quedaba más original si lo contaba así (pero ahora me
parece que no, que es inverosímil, allí en el semáforo, solo para que aparezca el personaje de Soriguer), y no ha sido por querer mentir, sino únicamente para hacerlo más legible. Tuve que ir yo a buscar el manuscrito a su casa (pero no me he inventado que él olía a moto, lo olí el día que quedamos para comer con la viuda y Guitart). Y después de ir a buscar el manuscrito, fui a ver a la niña, que era el día que iba de excursión a la granja y habíamos quedado que era él quien la llevaba al cole, y espié escondida cómo la acompañaban al autocar. Vi que ella le daba un besito a usted, lo vi, y eso hizo que me muriera de celos. Estaba tan celosa que tenía que encogerme del dolor de estómago que tenía. Usted es muy delgada, y a mi niña, no sé por qué, le gustan mucho las mujeres delgadas. Y ahora no sé si me duele más que la niña le tenga cariño a usted, o no. Luego fui a casa de Soriguer. Sí es verdad todo lo que le he contado del coche yendo hacia la tele, pero ella no me vino a buscar a la Diagonal. Yo la tuve que esperar en la puerta de su casa, hasta que salió (y tardó mucho, quizá veinte minutos). El chófer hacía mucho rato que estaba ahí. Me contó que él, antes, era cámara de televisión, pero que con la crisis le habían dicho que o se reconvertía o se iba a la calle (me hizo un montón de confesiones, ya se lo puede imaginar). Ahora me da pereza retocarlo, no lo estoy repasando, se lo he escrito de corrido (a vuelapluma, diría Matamala), tampoco es que me vayan a dar el premio Catalonia. He visto que la niña se agarra mucho a la pierna del padre, cuando está usted (los he espiado más días), y que a veces no le quiere dar la mano (pero cuando lo hace y la veo en medio de ustedes dos, me muero), lo hacen todos los niños y ya sé que usted lo sabe, sé que no es una madrastra, se lo juro, pero también entiendo que siempre la verá como la hija de la otra, es normal, y entiendo que quizá no comprenderá el mal humor de la niña, a veces, como sí lo comprendería si fuese hija suya, y quizá será severa con ella, severa en el sentido bueno, no es un reproche, entiendo que quizá dirá que es una malcriada porque tiene manías, pero son manías que tienen los niños, y cuando no tienes niños no las sabes —y perdone por la palabra— relativizar. A ella, por ejemplo, no le gustan los pantaloncitos cortos, no sé por qué pero no le gustan, si le pones unos y no lo sabes, llora, y si le preguntas por qué llora, dice que es porque no le gusta enseñar las rodillas, que las rodillas son feas. Visto así, ¿verdad?, parece propio de una malcriada, pero no es exactamente eso. Piense, en cambio, que se ríe muchísimo cuando le pones un vestido que le gusta, es que tendría que ver cómo se mueve, toda lenta, porque se siente un hada. Solo se lo digo como ejemplo, ¿sabe?, como ejemplo de que ella es así, que estas manías podrían considerarse peculiaridades aceptadas con iración si fuese una persona mayor, pero como
es una niña no las aceptamos, yo la primera. Otro ejemplo: no le gusta dormir sin pantaloncitos de pijama aunque sea verano y se muera de calor, a mí me pasa lo mismo, pero aun así me he enfadado muchas veces con ella porque suda y no se los quiere quitar, y si se los quitas coge un berrinche, se ahoga, y a pesar de que yo le he quitado por fuerza los pantalones, me rompe el corazón que se los quite usted, es que si me imagino que la niña vive en su casa y usted le quita los pantaloncitos y ella llora, me pongo a llorar yo, porque por mucho que la quiera no la querrá nunca como yo, no es lo mismo que te regañe mamá, es que si ahora me pongo a imaginármela llorando (yo muerta, ya, perdone si peco de dramática, es que estoy borracha) y usted que no le quiere poner el pijamita, me desespero. Piense que le sienta fatal no gustar, si usted se enfada con ella se pondrá triste. Es una niña muy inteligente, me lo han dicho las maestras, se ve que dibuja muy bien para ser tan pequeña y tiene mucho vocabulario. Todo esto se lo he contado para que la cuide, que ya sé que lo hará, y para que entienda un poco la madre que tenía, en fin. Y también para que cuando ella sea mayor y vea los libros estos que he hecho, tan horrorosos, pueda pensar, al menos, que esto lo escribí pensando en ella aunque tampoco sea ninguna obra maestra. De todas maneras ya lo sé, que en algún momento tendré que dejar de beber. Y me parece que esto es todo.
AGRADECIMIENTOS
Estoy muy agradecida a la doctora Magda Carlas por su ayuda científica en la documentación sobre la gammaglutamil transpeptidasa. También a Sandra Aulló, de la bodega de Capçanes, por aceptar adentrarse en el terreno de la especulación y explicarme —una vez más— cómo hacen su vino kosher, Peraj Ha’abib (y por compartirlo conmigo). Al buen amigo Grumfo, por su atenta lectura. A Albert, de vinos Avgvstvs, por contarme cosas de sus abuelos en las viñas. Y muy especialmente a Irene Alemany y a Laurent Corrió, de la bodega Alemany Corrió, del Penedés, por haberme prestado, una vez más, su vino Sot Lefriec para la ficción y, sobre todo, para la vida real. Muchas gracias.
NOTAS
* Por influencia del español, y en particular de las reglas de formación del plural. En catalán, el sustantivo singular es estoig (estuche) y su plural estoigs. (N. de la T.).
La colaboradora Empar Moliner
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Título original: La col·laboradora
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© de la traducción, Olga García Arrabal, 2012
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Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre de 2012
ISBN: 978-84-670-0938-5 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com